Capítulo XXXVI

La batalla tuvo lugar. Algunos dirían luego que los soldados sumerios, plantados detrás de sus pesados broqueles, envueltos en las capas de cuero, resultaron sorprendidos por la vivacidad de los guerreros de Acadia, a quienes protegía un simple casco. Otros atribuyen la victoria a los arcos compuestos de los acadios, de un alcance de tiro superior al de los simples arcos del sur, que hicieron caer una lluvia de flechas sobre un enemigo demasiado alejado como para responderles. Y aun otros, entre ellos todos los que murieron o sobrevivieron ese día, estaban convencidos de que el motivo no era otro que la preferencia de los dioses. En verdad, si los acadios triunfaron fue quizá porque, creyendo en los augurios, estaban convencidos de que tenían que triunfar y, en cambio, sus adversarios de tener que doblegarse.

Lugalzaggizi luchó con tanta valentía como sus soldados. Herido dos veces, siguió empuñando la espada hasta que estuvo rodeado y reducido a la impotencia. Sargón no le concedió el honor de visitarle en la cárcel, limitándose a informarle de que no podía tratar con un asesino. Los dos reyes se encontraron cara a cara una sola vez, varios días después de la batalla, en la mayor plaza de Uruk, cuando el vencido fue expuesto en la picota y el vencedor lo contemplaba desde lo alto de su caballo de desfile.

Sargón de Acadia acababa de derrotar a su más peligroso adversario. Su imperio, el primer imperio de la humanidad, duraría tres veces sesenta años.

Charil fue transportado a la ciudad más o menos un día antes de que entraran en ella los vencedores acadios. Una flecha le había atravesado la rodilla al principio del combate, y otra se le había clavado en el hombro derecho. Las heridas le impidieron tanto combatir como caminar. Desde la retaguardia, impotente, había contemplado el progresivo y constante debilitamiento de sus tropas, sin dejar de rogar a los dioses, que permanecieron sordos a las súplicas del general. Cuando se enteró de la captura de Lugalzaggizi, su última esperanza se esfumó. Entonces ordenó que lo cargaran en un carro y que lo transportasen a Uruk a toda velocidad. Puesto que Ereshkigal no lo había querido, iba a darse a la fuga junto a su esposa y el contenido de sus arcas, para luego dedicarse a reunir a los fieles y organizar la resistencia contra el invasor. Si Sargón no hacía ejecutar a su hermano de leche, Charil se ocuparía de liberarlo. De lo contrario, lo vengaría.

Encontró a Erchemma en sus aposentos, en compañía de las esclavas favoritas, muy ocupada preparando el equipaje. Cuando lo vio ella hizo un gesto de contrariedad, aunque lo reprimió antes de que él lo advirtiera.

—¡Buena iniciativa, mujer! —aprobó, mientras los soldados porteadores lo acostaban sobre una esterilla para después marcharse—. Nos iremos tan pronto como haya descansado. Mañana, antes del alba. No lleves más que lo estrictamente necesario.

—He cogido el oro, las joyas y algunas ropas. Y sólo llevo a estas dos esclavas. Pero tú estás herido, mi señor. ¿Tengo que llamar a un médico?

Con el brazo sano el general hizo un gesto de negativa y desprecio.

—Dos de ellos ya se han ocupado de mí durante la batalla. Ya me han despedazado bastante. Sólo necesito dormir un poco. No quiero ver a nadie antes de mañana por la mañana.

—No verás a nadie.

Consiguió contenerse para no agregar: «Nunca más». Le habría gustado mofarse de él, provocarlo, hacerle sentir el desprecio que le inspiraba, pero no se atrevió a correr ese riesgo. Aunque estuviera herido seguía siendo capaz de romperle los huesos. De manera que sentándose a su cabecera, le sonrió para comenzar a acariciarle las mejillas barbudas.

—Duerme, mi señor —dijo con voz suave—. Velaré para que nada ni nadie te moleste.

Charil pidió y obtuvo un beso breve, luego cerró los ojos y se distendió. Cuando su respiración se hizo regular, la princesa extrajo un delgado puñal, y con un rápido gesto, casi rabioso, le cortó la garganta.

Charil se incorporó sobre la esterilla con los ojos desorbitados, mientras se llevaba las manos a la herida para ver cómo en seguida quedan cubiertas con la sangre que brotaba a chorros de ella. Cuando intentó gritar, su boca proyectó un chorro de color escarlata que golpeó el pecho a Erchemma, quien retrocedió aprisa. Su marido estiró los brazos hacia ella, indeciso entre la súplica y la furia. La mujer le sonrió.

—Y además me marcho con otro —dijo, con perversidad.

Charil vomitó un poco más de sangre todavía. Luego los ojos se le pusieron blancos y cayó sobre la esterilla, sin vida. Una vida que ella, la princesa, inhalaba a pleno pulmón, embriagada por haber podido realizar su sueño más preciado.

Cubierta de sangre, pero radiante, se volvió hacia sus esclavas, que mientras observaban a su señora se apretaban una contra la otra, sobrecogidas de espanto.

—Esto es horrible —dijo Erchemma en tono indiferente—, el general Charil no ha querido sobrevivir a la derrota. Vosotras sois testigos de que lo he intentado todo para impedírselo, y de que no he podido hacer nada. —Las dos jóvenes mujeres asintieron con la cabeza—, ¡muy bien, vamos! Bañadme y vestidme para el viaje. Partiremos cuando se haga de noche.

Aún ignoraba a dónde iría, pero estaría con Enerech, el hombre que le había ofrecido la eternidad, y para el cual, durante el tiempo de un abrazo amoroso, ella había sido Inanna. Por el momento, con eso tenía suficiente.

Sin embargo, muy en el fondo de sí misma, sentía que estaba destinada a convertirse en algo más que una simple compañera, pero acaso ello no fuera más que una imagen remanente de la divinidad.

Alad, Nadua, Asilmina y Pirig permanecieron en el palacio real de Acadia hasta que recibieron las novedades de la batalla y de la toma de Uruk. Sin mayores sorpresas, supieron que el En había huido en compañía de Gurunkach y de Erchemma.

El mago y la hija de los bosques no supieron si debían alegrarse por ello. La amenaza inmediata había sido conjurada, pero la fuente permanecía viva y activa. El trabajo de ambos no se había acabado.

—Os ayudaré —afirmó Nadua.

—Yo también —dijo Pirig, de inmediato.

—Por supuesto, porque yo te lo ordeno —replicó ella, sonriente.

—¿Es eso realmente lo que vosotros queréis? —les preguntó Alad.

—Esos tres me han quitado la vida que debí tener, y también mataron a mi hermano. Considero que todavía no lo han pagado como merecen.

—Las mismas razones serían válidas para mí si yo pudiera tomar decisiones —agregó Pirig—. Y lo seguirán siendo cuando pueda tomarlas, si Enerech y Gurunkach siguen todavía con vida.

Poco después, montando asnos de buena raza y provistos de salvoconductos y de una escolta, emprendieron el camino de Uruk. Allí, por un favor especial de Sargón, pudieron entrevistarse con todos los sumerios de cierto rango o importancia capturados en la ciudad, y también con los esclavos del palacio. A fuerza de interrogatorios y de contrastar y cotejar testimonios muchas veces indignos de fe, les pareció comprender que Enerech y los suyos habían partido hacia el sur, posiblemente con la intención de embarcar en el golfo. ¿Pero embarcar hacia dónde? Nadie supo decir nada al respecto.

Pero puesto que ésa era la única pista que tenían, iban a seguirla de todas maneras.