El demonio mantuvo su forma alada hasta situarse en las proximidades del palacio. Allí se posó en el suelo y adquirió la apariencia de una de las prostitutas que le habían ofrecido el poder de sus vidas, ínfimo en relación con el que le prometieran. Sujeto por el juramento, debía cumplir con su misión de todas maneras, aunque maldijera al sacerdote que lo había invocado.
Atrajo hacia una callejuela oscura a un guardián que se encontraba de permiso nocturno, al cual estranguló con placer, de pie contra un muro, mientras el hombre se aferraba a sus nalgas. Algunos segundos más tarde, ese mismo guardián abandonaba la calleja para dirigirse hacia la residencia de Sargón.
—¿Qué pasa? —Le soltó uno de sus compañeros apostado a la entrada del palacio—. ¿Es que ninguna mujer ha querido ir contigo?
Se encogió de hombros, con enfado, y atravesó las puertas en medio de las risas burlonas.
Fue Asilmina quien le devolvió la esperanza. Mientras Alad con la voz quebrada explicaba lo que acababa de ocurrir, Nadua y Pirig permanecían sentados, jadeando todavía y temblando a ratos a causa de un miedo retrospectivo: si hubiesen tenido que enfrentarse a un guardián animado más y para colmo con Gurunkach, no habrían salido con vida.
—No debemos permanecer aquí —concluyó el mago—. La herida de Gurunkach pronto estará curada, y si decide regresar nos matará a los cuatro.
—¿Y el demonio? —preguntó Asilmina a sus espaldas—, ¿crees que nosotros tendríamos posibilidades de matarle?
Antes de responder dudó un momento.
—Sí, podría preparar buenas armas para nosotros, claro. Pero también hace falta encontrarlo.
—Entonces sugiero que vayamos al palacio.
—Sabes muy bien que no se puede —suspiró él.
—Sí, ahora se puede.
Al adentrarse en la sala había visto el morral que el Gurunkach acostumbraba llevar y que había dejado allí abandonado. Además de una pequeña cantidad de metales preciosos, de los cuales Asilmina se apropió sin dudar, había encontrado una tablilla.
—El portador de este documento es el embajador plenipotenciario de Lugalzaggizi ante Sargón —explicó la hija de los bosques a sus compañeros—. Un personaje de este rango seguro que puede conseguir una audiencia con el rey, incluso por la noche.
—En todo caso tenemos los medios para hacernos anunciar en el palacio —admitió Alad tomándole la tablilla de las manos de las manos para examinarla—. No puedo imaginar a Lugalzaggizi negociando la paz. Supongo que si Chelibir fracasaba, Gurunkach tenía la orden de introducirse como embajador ante Sargón para abatirlo directamente.
—No habría tenido la menor posibilidad de salir con vida —se asombró Pirig.
—Ya lo he visto ir de frente hacia una muerte segura para proteger a mi hermano.
El mago puso mala cara al recordar la debilidad de ánimo que demostró aquel día ante los leones. Entregó la tablilla a Asilmina.
—Tu idea es buena —reconoció—, pero no tenemos la ropa que nos hace falta.
La hija de los bosques se encogió de hombros.
—Ésta es una misión secreta, no nos haremos notar. Si nos quitamos los collares de esclavos seremos unos embajadores del todo aceptables.
—Sólo yo —corrigió Alad sacudiendo la cabeza—. Nuestro buen rey nunca confiaría a una mujer semejante responsabilidad. Vosotras dos seréis mis sirvientas y Pirig mi guardaespaldas. Quitaos de todas maneras los collares, en mi servicio sólo empleo a seres libres.
—Pirig no es libre —afirmó Nadua—, él es mi esclavo.
—Esta noche te ha salvado la vida dos veces —observó Asilmina.
—Yo también he salvado la suya. No se librará tan fácilmente.
—Lo siento, pero no tenemos tiempo para discutir eso —zanjó Alad—: Debemos actuar aprisa, y todavía me queda algo por hacer antes de que nos vayamos. En el pasado, cuando intentaba iniciarme en la magia, Enerech me enseñó un sortilegio. Los magos de la antigüedad lo inventaron para desembarazarse de las criaturas cuyo control han perdido. Se emplea sólo contra las criaturas que uno mismo ha invocado, porque hace falta un ingrediente que en otras circunstancias no se suele conseguir. —Señaló la fuente utilizada como pebetero en el centro del círculo de harina—: Las cenizas de las hierbas que se han empleado para realizar la invocación. Ellas son las que han constituido la sustancia material del demonio, y continúan vinculadas a él. No estoy seguro de comprender cómo sucede, pero tampoco es necesario saberlo, igual que cuando sacamos agua de un río no necesitamos saber cómo o de dónde ha salido para bebería. Acercaos.
Intrigados, los otros tres obedecieron. Alad lanzó su sortilegio, luego salieron hacia el palacio. Los últimos esclavos animados de Chelibir, jardineros o cocineros, no intentaron detenerlos. Como no tenían ninguna nueva orden, siguieron realizando sus trabajos, y seguirían haciéndolo hasta que una espada movida por el deseo de jugar o por la compasión viniese a separarles la cabeza del cuerpo.
El demonio se había infiltrado en el corazón del palacio. Hizo un gesto de contrariedad al descubrir que, a pesar de lo avanzado de la hora, Sargón seguía reunido en consejo con sacerdotes y oficiales. Atacarlo en esas circunstancias era impensable; las dos débiles mujeres cuyos vahos vitales condensara la diosa le habían transferido un poder limitado, resistente, pero en absoluto invulnerable a una espada de bronce bien empuñada.
El demonio consideraba insoportable la idea de fracasar. Era un ser incompleto, transitorio, que no conservaba recuerdo alguno de su existencia en el vasto reino de Ereshkigal, sino apenas la conciencia de haber residido allí. De hecho, tenía la impresión de haber despertado a la vida en medio de un círculo trazado por el invocador, una sensación increíble que no quería estropear. Aunque se la quitarían de todas maneras, puesto que resultara muerto o victorioso, acabaría regresando a su dimensión y allí donde el elemento físico estaba ausente de manera cruel; o al menos eso le parecía, puesto que nada de lo concerniente a su dimensión era claro. Sujeto por el juramento, no tenía más remedio que dirigirse a esa privación segura de la carne, pero tenía la profunda convicción de que una ejecución exitosa del trabajo encomendado daría un sentido a su existencia y aumentaría su prestigio a los ojos de la diosa.
En consecuencia, se alejó de la sala del consejo, ganó la planta alta, y después de varias tentativas infructuosas, encontró una habitación ocupada. Una pareja retozaba sobre una esterilla. Un noble guerrero y una sirvienta, a juzgar por los efectos que yacían en los alrededores. Los mató a ambos, luego tomó la apariencia de la mujer.
No tenía necesidad alguna de dar muerte a los humanos que personificaba, puesto que sus dones de imitador no se alimentaban de la vida de los seres humanos, pero ni siquiera se le ocurrió la idea de no hacerlo: asesinar era su único cometido, cada muerte que producía era un homenaje a la diosa.
Transformado de ese modo en una hermosa mujer, abandonó la habitación y se puso a buscar los aposentos de Sargón.
Nadua, la única que sabía hablar de corrido la lengua del norte, servía como intérprete. Cuando con la ayuda de la tablilla explicó a los guardianes apostados a la entrada del palacio quiénes eran sus compañeros, los soldados fueron en busca del oficial al mando. Pero como éste tampoco sabía leer, reclamó a su vez la presencia de su propio jefe, quien se presentó en compañía de un escriba. Tan pronto como este último hubo descifrado la tablilla, conversó un momento con el oficial, luego anunció que el muy poderoso Sargón sería puesto al tanto. Mientras esperaban, los visitantes fueron invitados a esperar en una habitación donde unos esclavos les sirvieron dátiles y cerveza, entretanto un guardián solitario permanecía a la puerta del recinto.
—No son muy desconfiados —observó Asilmina—, hasta le han dejado las armas a Pirig.
El joven, con la espada en el costado y la jabalina en la mano, desempeñaba el papel de guardaespaldas que le habían asignado con una convincente soltura, pues era el único de los cuatro que no fingía ser otra cosa de lo que era en verdad. Aparte de él, sólo Alad llevaba un arma de manera ostensible. Se trataba de la daga de gala que había comprado originalmente Nadua. Los soldados acadios apenas habían reparado en ello.
—Son decenas —respondió el mago—, no sería posible hacerles mucho daño antes de caer abatido, y ellos lo saben. Si se me reconoce la condición de embajador, ni siquiera nos infligirán la humillación de registrarnos.
La predicción se confirmó cuando salió al encuentro del grupo un sacerdote mayor, cuyas ropas permitían adivinar su alta posición. El personaje, que hablaba en la lengua del sur, declaró que el muy poderoso Sargón consentía en recibir de inmediato al enviado de Lugalzaggizi, quien podía hacerse acompañar por su esposa y su intérprete si así lo deseaba. Su hombre de armas los esperaría allí mismo.
—Eso era inevitable —dijo Alad a Pirig—. Mantén los ojos abiertos. No busques pendencia, pero si ves algo que te resulte sospechoso, da la alarma.
Era improbable que el demonio actuase lejos de la inmediata vecindad de Sargón. Esas recomendaciones no tenían otro objeto que tranquilizar al joven, y evitarle toda iniciativa inoportuna haciéndole creer que aún podría resultar útil.
Escoltados por el sacerdote, así como por numerosos guardianes, Alad y sus compañeros ascendieron tres tramos de peldaños, luego siguieron un corredor hasta una sala donde lo esperaban una docena de hombres, militares, sacerdotes y escribas.
En medio de todos ellos estaba Sargón, ese jefe militar salido de la nada que en unos pocos años había unificado bajo su férula a la mitad del País entre dos ríos. Apenas lo vio, el mago pudo sentir que la seguridad en sí mismo, edificada sobre cimientos demasiado frágiles, se derrumbaba. ¿Cómo había podido creerse capaz de abusar de semejante hombre siquiera un instante? Aún joven, de alta talla, con un cuerpo forjado por el ejercicio físico y la guerra, Sargón tenía un rostro alargado de labios carnosos, una barba distribuida en numerosas trenzas y ojos negros donde brillaba una tranquila inteligencia. Lleno de fuerza, de dignidad, con una boca desprovista de la arruga de crueldad que caracterizaba a tantos soberanos, éste sería acaso un tirano tan despiadado como Lugalzaggizi si su sed de conquista no se aplacaba. Pero bastaba mirarle para comprender por qué sus hombres lo seguían y veneraban.
Alad fue asaltado por una duda: ¿no era justamente ésa la clase de individuo susceptible de causar los mayores males a los dos pueblos? ¿No habría sido preferible dejarle morir? Fue esta última pregunta la que le sopló la respuesta en el momento en que se prosternaba: Sargón podía morir; Sargón era un ser humano como los demás, y viviría aún, como mucho, otros sesenta años. Podían dejarle edificar su obra, otros se encargarían de destruirla.
Cuando volvió a levantarse lo hizo al menos con la convicción de actuar como debía.
En todo lo demás, los temores de Alad se cumplieron. Después de impedirle recitar el discurso que había preparado, el monarca comenzó a plantearle preguntas en una perfecta lengua del sur. Como no supo responder al preciso interrogatorio sin vacilar, sucedió que poco después de su entrada en la sala del consejo quedó en evidencia que su embajada era una completa ficción.
Cuando en tono burlón el monarca le dijo: «Pero bueno, dime quién eres tú realmente», se desenvainaron numerosas espadas, al tiempo que el anciano sacerdote exclamaba con misterio: «¡El augurio!».
Alad, por segunda vez en el transcurso de una sola noche, volvía a verse ante los leones de Zisudra, y aunque había dejado de venerar a los dioses desde hacía mucho tiempo, oró con fervor para que en esta oportunidad la vejiga no lo traicionase.
El demonio había conseguido su objetivo: a los soldados que estaban de guardia ante los aposentos de Sargón les dijo ser un regalo para el soberano que había enviado su señor, un noble acadio cuyo nombre había arrancado a la sirvienta antes de degollarla. Los dos hombres intercambiaron miradas salaces y aceptaron dejarla entrar si aceptaba someterse a un registro, una tarea que cumplieron con gran prolijidad y con bastante circunspección, como para asegurarse de que no llevaba encima arma ninguna. El demonio habría podido estrangularlos con un simple gesto antes de que se dieran cuenta de nada, pero en cambio se dejó palpar sin resistencia alguna, con irritación pero al mismo tiempo interesado por las reacciones del envoltorio físico que estaba ocupando. Si quería beneficiarse del efecto sorpresa, Sargón tenía que encontrar en su puesto a los fieles guardianes cuando se retirara a sus aposentos por la noche.
Después de un buen rato, que no hubiese sabido decir si resultó bueno o malo, el demonio convenció a los soldados de que la dejaran en paz y le abrieran la puerta. Entró en los apartamentos reales sabiendo que ya no saldría.
Sargón detuvo con un gesto al oficial que adelantaba la mano hacia el hombro de Alad.
—¡Déjalo! —dijo—. ¿No ves que tiene miedo?
Como sus asesores parecían no comprender, agregó:
—Tiembla desde que ha entrado. Mirad sus ojos: una cabra ante una manada de leones. Ese hombre no tiene pasta de asesino. ¿Por qué Lugalzaggizi iba a enviarlo a matarme cuando dispone de servidores infinitamente mejor dotados para ello?
—¡Pero el augurio de esta mañana! —insistió el sacerdote, preocupado.
—Los augurios no tienen sólo una lectura posible, e incluso puede ocurrir que un sumo sacerdote interprete mal las advertencias de la divina Ishtar. El peligro que creéis que me amenaza…
—Os engañáis señor —interrumpió Nadua, que era la única que había podido seguir esa discusión en la lengua del norte.
Apenas lo hubo dicho, se sonrojó por su audacia y con la cabeza gacha, en silencio, esperaba que le ordenaran callar mientras los hombres seguían hablando. Pero no ocurrió así.
—¿De verdad me engaño? —preguntó Sargón, cáustico.
El rey adelantó la mano hacia el mentón de la joven, y la obligó a mirarle.
—Eres del norte —comprobó él—. Eso, más el hecho de ser bonita, te da derecho a dirigirme la palabra, pero no a interrumpirme. Explícame entonces en qué me equivoco, hasta el punto de que sea necesario interrumpirme.
Nadua tragó saliva con dificultad.
—Si él os ha predicho que corríais peligro de ser asesinado esta noche, vuestro sumo sacerdote es un sabio que ha interpretado perfectamente los signos —repuso ella en voz muy baja—. Pero no es a nosotros a quienes debéis temer.
—No temo a nadie. ¿Me ves temblar?
Señaló a Alad con un gesto desdeñoso y prosiguió en la lengua del sur:
—No soy un llorón como tu señor.
—Alad no es un llorón —gritó la joven.
—Sí lo es —la contradijo Asilmina, irritada—. Tiene miedo de todo y carece de sangre fría. —Ella sostuvo la mirada asombrada del soberano—, pero ello no le ha impedido venir hasta aquí para salvaros la vida a vos, sabiendo que estaría a vuestra merced. Eso debería valerle un poco de respeto. ¿Qué mérito tiene ser valiente cuando no se tiembla ante nada, señor? Yo, yo digo que Alad lo es diez veces más que vos.
—¡Basta ya! —exclamó el mago, pálido de furia—. No olvides con quién hablas.
Sin embargo, Sargón parecía más divertido que ofendido.
—¿Es tu mujer? —lo interrogó, dirigiéndose a Alad por primera vez desde que lo acusara de tener miedo.
Ante su asentimiento, prosiguió:
—Tiene carácter. Por lo tanto, supongo que tú lo tienes también. Acepto escucharte, pero sé convincente. Comienza por decirme cómo te has procurado esta tablilla.
El interlocutor del rey consiguió distenderse un poco. Aunque su seguridad no estuviese asegurada, ya no parecían pensar en una ejecución sumaria. Además su vejiga aún seguía resistiendo, de modo que el nivel de humillación resultaba soportable.
—La he robado a su legítimo portador, señor —respondió, después de haberse aclarado la voz—, pero él tampoco fue enviado para negociar. Se llama Gurunkach. ¿Te resulta familiar ese nombre?
—Vagamente, me parece.
—Lo conozco —intervino un oficial—. Ése es un servidor del En de Uruk. No tengo mucha confianza en estos tres, pero puesto que he visto a Gurunkach en un campo de batalla, admito que lo veo más como asesino que como embajador. Dicho esto, tampoco tiene reputación de estúpido. Ahora bien, aunque hubiera llegado hasta ti, no podía esperar salir vivo del palacio. No lo veo sacrificándose con tanta…
—Si Enerech lo ordenara, no dudaría —interrumpió Alad—, pero ésa no es la cuestión. En el mejor de los casos, se trataba de un plan secundario, alternativo, si fracasaba el primero, y el primero no ha fracasado. ¿Conoces a un comerciante que se llama Chelibir, señor?
Sargón no lo conocía. El viejo sacerdote de Ereshkigal había sabido mantener la discreción. Aunque no entrara en detalles, el mago resumió lo que había ocurrido y afirmó estar convencido de que al demonio invocado se le encargó la misión de dar muerte a Sargón.
—¿Qué es lo que te hace estar tan seguro? —preguntó el soberano.
—He oído al En y al rey planear vuestra muerte.
—Yo quiero creerte, ¿pero cómo puedes probar tu buena fe?
Alad puso mala cara.
—No puedo, señor. Lo único que aporto es mi testimonio.
—Y el mío —agregó Nadua—, también yo he oído al En hablar de haceros asesinar.
—Interesante —dijo Sargón—, ¿y dónde lo has oído?
—En el palacio de Uruk.
—Donde te encontrabas en calidad de…
La joven se mordió los labios.
—De reina —respondió, provocando un estallido de risa general en la corte del soberano.
—Dice la verdad —afirmó Alad, antes de explicar cómo Enerech había organizado el ritual de sustitución.
Aunque omitió contar de qué manera Asilmina y él habían socorrido a los sustitutos, y por otra parte no hizo alusión alguna a sus poderes —ser identificado como un mago no le parecía una política adecuada—, ese relato suscitó una nueva oleada de incredulidad en la audiencia. Parecía que la muerte del príncipe Enkalam y sus consecuencias aún no se conocían en el reino de Acad. Los espías no contaban con los medios para remontar el Eufrates en pocas horas ni para viajar a lomos de burro sin tomarse el menor descanso.
—¿Y el sustituto real serías tú? —le preguntó Sargón.
—No, era el soldado con el cual hemos llegado, señor.
—En tal caso, ¿quién eres tú? ¿Y cuál es tu interés personal en el asunto?
—Ninguno. Estoy aquí por sentido del deber.
—Tú no me debes nada.
—No he dicho que fuera por deber hacia ti —confirmó Alad.
—¿Y hacia quién, entonces?
Dudó, no acerca del fondo sino sobre la forma.
—Debéis perdonarme, señor —dijo por fin—, pero ya no quiero decir más acerca de mi persona.
—Si te hago torturar me lo dirás todo —observó el rey.
—No puedo impediros que lo hagáis. No obstante, os suplico que esperéis hasta mañana. Si durante la noche no sucede nada, también podréis hacerme ejecutar si lo deseáis, pero mientras tanto, permitidnos permanecer cerca de vuestra persona para protegeros.
Una nueva hilaridad general saludó la propuesta.
—¿Y qué te hace creer que vosotros podríais protegerme mejor que los mejores de mis soldados, aquí presentes? —dijo Sargón, riendo a carcajadas.
—Ellos no saben con quién tienen que vérselas, nosotros sí.
—No te fíes de ellos —soltó el sacerdote con voz sibilante—. Hay demasiados detalles oscuros en la historia que cuentan. Que esperen en el calabozo a que lleguen noticias de Uruk. Si no han mentido en relación a Enkalam, entonces podremos reflexionar.
—¡Ya no podréis porque vuestro amado rey estará muerto! —Se dejó llevar Asilmina. Pero de manera inesperada, la cólera abandonó sus facciones, y fue reemplazada por la súplica, mientras caía de rodillas ante Sargón—, os lo ruego señor. Hemos corrido grandes peligros para llegar hasta vos. Que no sea en vano. Haceos rodear de tantos guardianes como deseéis, pero dejadnos pasar la noche en vuestra compañía. Como decía Alad, siempre podréis hacernos ejecutar mañana.
El rey levantó una mano para imponer silencio al sacerdote que se disponía a la réplica. Luego se mantuvo en silencio para pensar un momento, y al fin volvió a dirigirse a Alad otra vez.
—¿Qué pensabas conseguir exactamente presentándote aquí como embajador?
—Manteneros despierto durante toda la noche con el pretexto de negociar la paz.
—No lo habrías conseguido. Nunca habría negociado sin haber dormido antes toda la noche. Y sigo con la intención de dormir, porque me espera una dura jornada —levantó de nuevo la mano al ver que los rasgos de su interlocutor se descomponían—. Cualquiera puede contarme una fábula que resulte más verosímil que la tuya para empujarme a hacer esto o aquello, pero si no presenta pruebas no puedo tenerla en cuenta.
Las frases aprobatorias de sus asesores y consejeros murieron antes de llegar a sus bocas, cuando el soberano repuso:
—No obstante, me cuesta creer que unos espías puedan mostrarse tan torpes como vosotros, y considero que hay una pequeña posibilidad de que lo que estás diciendo sea cierto. En consecuencia, accedo parcialmente a tu petición: uno de vosotros estará en mi compañía esta noche, y si no pasa nada, todos vosotros seréis ejecutados mañana por la mañana.
—¡No! —exclamó el sacerdote—. Eso es desafiar a los dioses. No he podido equivocarme al estudiar las vísceras de esa cabra: la muerte planea sobre el rey. Si permites que este hombre…
—¿Yo he hablado de un hombre? —lo cortó Sargón, riendo—. Si la historia que cuenta es cierta, ¿estamos entonces en presencia de la reina titular de Sumer? —Nadua no pudo evitar un pequeño gritito de espanto cuando los ojos del rey se fijaron en ella—. Me parece que Ishtar sonreirá en el campo de batalla a aquel de los reyes que haya podido dormir con la esposa del otro, aunque sea de manera simbólica…
Los oficiales estallaron de nuevo en carcajadas, y también se escucharon algunos gritos: «¡Viva Sargón, rey de Sumer y de Acadia!». El único que conservaba todo el mal humor era el sumo sacerdote.
—Mantened la serenidad —les ordenó el soberano—. Incluso si se vuelve malvada, todavía soy capaz de domar a una mujer. Ella tampoco intentará nada porque tendremos a sus amigos a buen recaudo, y al menor incidente, morirán en medio de atroces tormentos. —Se plantó ante Alad con los puños sobre las caderas—. ¿Esta solución te parece bien o prefieres que os envíe a los calabozos a los tres?
El mago abrió los brazos en gesto de impotencia.
—Ésa es una decisión que no me concierne —dijo.
—Nadua es joven e inexperta —declaró Asilmina—, elegidme a mí en su lugar, señor, y haya o no demonio, te prometo una noche inolvidable.
Alad se volvió con violencia hacia ella, dispuesto a protestar, pero la hija de los bosques le impuso silencio con una mirada dura. No obstante Sargón sacudió la cabeza.
—Me tientas —admitió—. Pero no está bien que un hombre tome a la esposa de otro. Además tú no eres reina.
—Pero…
—¡Iré yo! —la interrumpió Nadua de repente, con la voz quebrada.