Capítulo XXXII

Sobre el suelo rocoso y de una asombrosa lisura, Chelibir trazó un amplio círculo de harina que fue vertiendo poco a poco de un gran saco. Luego, en cuclillas, apoyó los dedos separados sobre el contorno de la figura y masculló un encantamiento. Éste no tuvo ningún resultado visible, pero el mago sintió la transferencia del poder de la diosa a su cuerpo, y de su cuerpo a la harina, y tuvo la seguridad de que su barrera resultaba inviolable. Siempre que se conservara íntegra, ninguna criatura procedente de otra dimensión podría atravesarla, excepto un dios.

Después de pasar sobre ella con cuidado, Chelibir depositó en el centro del círculo una fuente de cobre llena de plantas con muy diversas propiedades, la mayoría de ellas recogidas en los cementerios, además de una considerable cantidad de majchechim, la hierba del sueño. Con la ayuda de una varilla encendida que le alcanzó la sirvienta y encendió la mezcla para retroceder fuera del círculo. A continuación, se sentó con las piernas cruzadas y las palmas apoyadas sobre las rodillas ante la estatua antropomorfa de Ereshkigal, esculpida en madera negra, una figura de mujer delgada, sin rasgos precisos, adornada con joyas de plata y piedras oscuras. El mago cerró los ojos y comenzó a recitar una invocación con voz poderosa, pronunciando las palabras que siempre le habían permitido sacar fuerzas de la fuente de las tinieblas. Ereshkigal, señora exigente y cruel, concedía a sus fieles poderes inigualables: la magia de la muerte y de la noche tal vez fuera la mas antigua de todas y se apoyaba en la sacrificio de la cosa más preciosa del mundo: la sangre, la vida.

Cuando el encantamiento sonó por tercera vez, un guardián apostado cerca de una de las prostitutas inconscientes, levantó la cabeza de ésta cogiéndola por el pelo, y con un amplio movimiento de su espada, la degolló con un tajo de oreja a oreja. La sangre saltó de la herida a grandes borbotones, y también a chorros entrecortados que tiñeron de rojo tanto a la mujer sacrificada como a su asesino. Ésa era, según Chelibir, la principal cualidad de sus esclavos muertos y animados: ejecutaban las órdenes sin el menor riesgo de equivocarse, y sin plantear preguntas. El mago no vio morir a la prostituta, que se derrumbó con rapidez sin recuperar siquiera el conocimiento, aunque supo en qué momento preciso la vida abandonó el cuerpo de la mujer, puesto que el poder de aquélla fue a sumarse al suyo. Y éste se abrió por entero para acogerlo.

Gurunkach se dio cuenta de que había recuperado la voluntad. Echó una ojeada al soldado que se encontraba cerca de él con la espada todavía envainada. Un hombre vivo habría resultado difícil de engañar, pero esa criatura descerebrada obedecía a órdenes precisas. Si evitaba amenazarlo de manera directa posiblemente no intervendría. El guerrero cerró las manos sobre las cuerdas que lo sujetaban, y que estaban anudadas encima de su cabeza a las anillas de bronce, y comenzó a tirar. De hecho, su guardián no reaccionó, de manera que Gurunkach empezó a emplear toda su fuerza sin el menor disimulo. Si conseguía librarse de las ataduras de un brazo al menos, tendría una razonable posibilidad de escaparse del peligro.

El sacerdote estaba recitando todavía su salmodia, puesto que para sus devotos la muerte no tenía por qué ser fea, pero no empleaba en ello más que una pequeña parte de su voluntad; todo el resto atendía a la presencia cuya llegada acababa de advertir. En el centro del círculo había aparecido un globo de luz negra, que se había formado con el humo de las hierbas quemadas y que en seguida comenzó a dilatarse en extensión y altura, configurando poco a poco una forma humana que, una vez definida por completo, perdió del todo su oscuridad para reproducir a la perfección la silueta y los rasgos de Chelibir, incluidas sus ropas.

Era ése el momento más delicado de la ceremonia, aquél en que el demonio y su invocador, el mago, se entregaban a una breve disputa mental, en la cual el primero intentaba hacerse liberar sin dar nada a cambio y el segundo que lo obedecieran. La pertinencia de los argumentos de uno y otro no tenían la menor importancia en el desenlace. Se trataba de una simple cuestión de poder, y para el mago, de una sutil mezcla de autoridad y adulación rastrera. A pesar de que Chelibir jamás había fracasado en una operación de esa clase —todo fracaso comportaba la muerte—, evitaba subestimarla. El ser a quien convocaba no era un simple y estúpido ejecutor, sino un demonio asesino, dotado de la inteligencia y la astucia necesarias para su oficio. Sin embargo, la batalla fue muy breve. Seducido por el poder que le depararía la inmolación de Gurunkach y por la gloria de asesinar a un rey, el demonio aceptó en seguida ponerse al servicio de quien lo había invocado. Prometió no atentar contra el mago y realizar por todos los medios la tarea que le encomendaba éste, para regresar a continuación a la dimensión de la cual procedía. Estaba sujeto. La nueva relación entre ambas partes se concretó mediante una evolución de las palabras de Chelibir, que se simplificaron y endurecieron, y que constituyeron la señal para el segundo de los guardianes animados a su servicio.

La segunda prostituta se estaba despertando; sacudía la cabeza y gemía débilmente. En el momento en que el guardián la cogió por el pelo abrió unos ojos desorbitados. El grito de dolor se convirtió en seguida en un alarido de terror y acabó en gorgoteo repugnante después de que la espada realizara su faena. El demonio que se encontraba en el centro del círculo soltó una carcajada y, durante un momento, adquirió la figura de la mujer, aunque sin el cuello cortado, antes de recuperar la de Chelibir.

Gurunkach contempló el segundo sacrificio con el rabillo del ojo, y pudo comprender que llegaba su turno. El guardián de mirada fija había desenvainado ya su espada y, en ese momento, la criatura sobrenatural que había visto materializarse en el interior del círculo había vuelto hacia él una mirada en la cual brillaba la más descarada de las glotonerías. El guerrero se concedió un momento para recuperar el resuello y a continuación se apoyó en la pared en una posición forzada, con las plantas de los pies pegadas a la pared, cerca del suelo, para ejercer la mayor presión posible sobre sus ligaduras. Los músculos tensos del guerrero parecían a punto de romperle la piel oscura, bajo la cual se dibujaba una intrincada red de venas henchidas.

Fue entonces cuando entró en juego un nuevo elemento: la puerta trampa inscrita en el techo de la cueva se entreabrió poco a poco, luego el vano se despejó de golpe y en la estrecha escalera sonaron pasos precipitados. La sirvienta apostada al pie de los peldaños abrió los brazos para cerrar el camino a los intrusos, pero ella nunca había sido otra cosa que una pobre mujer desprovista de todo talento para el combate, y ni siquiera intentó evitar la hoja que le separó la cabeza del tronco, rodando la primera hacia un rincón, mientras el segundo se derrumbaba como un saco de dátiles.

Los dos guardianes que habían degollado a las prostitutas sintieron el peligro, y entrenados para reaccionar en consecuencia corrieron hacia la escalera con la espada en alto. Pero ése no fue el caso del tercero de los guardianes, quien movido por algún misterioso impulso apoyó el filo de su espada curva sobre la garganta de la última de las víctimas, la cual había invertido todas sus energías en un esfuerzo que le arrancó un grave, ronco alarido.

La espada mordió la carne.

La anilla que soportaba la cuerda atada a la muñeca izquierda de Gurunkach se desprendió de la pared con una estridencia de metal impactando sobre la piedra, y el cuerpo del cautivo giró de manera violenta de acuerdo con un eje oblicuo, en diagonal. El incontrolado movimiento presionó aún más el cogote ya algo cortado de Gurunkach contra la hoja, pero el guardián alejó el arma de inmediato, de manera que la herida, aunque profunda, resultó más pequeña de lo que debiera ser. Aprovechando la fuerza que lo movía, el coloso cerró el puño y en el final preciso de su trayectoria lo dirigió al rostro del guerrero, el cual, literalmente levantado del suelo, cayó de espaldas con todo su peso.

Gurunkach puso fin a su anárquico vaivén apoyando ambos pies en el suelo. Disponía de poco tiempo: las gotas de sangre que resbalaban por su hombro no le daban mayores esperanzas, y su guardián, incapaz de sentir dolor o resultar aturdido, ya estaba poniéndose de pie otra vez. Esforzándose en no mirarlo, tomó con las dos manos la cuerda que aún lo mantenía sujeto y volvió a tirar, con tanta fuerza que se diría que iba a desgarrarse los músculos.

Pirig envainó la espada con la que había decapitado a la sirvienta y volvió a empuñar la jabalina con la diestra, justo a tiempo para lanzarla contra el primer guardián. A tan escasa distancia, el arma se clavó en el pecho del ser animado y le salió por la espalda, arrancando jirones de carne gris, y también desequilibrándolo lo suficiente como para derribarlo. La caída acabó de manera brutal cuando la punta del arma de bronce se estrelló contra el suelo. El guardián giró hacia el costado. Pero se arrodilló de inmediato para empuñar el asta y arrancarla de su cuerpo.

Pirig, consciente de que el golpe no resultaría fatal, saltó los cuatro últimos escalones desenvainando de nuevo la espada que abatió sobre la garganta del herido. Pero, mal calculado, el tajo cortó el pecho de aquel ser desde la clavícula hasta el plexo solar, pero no la cabeza; y para colmo, ayudó a su oponente a liberarse de la jabalina que lo atravesaba. El joven se quedó paralizado por el horror al ver aquel cuerpo mutilado, la mitad del cual pendía de lado, inerte, mientras que la otra mitad, más vigorosa que nunca, comenzaba a ponerse de pie empuñando el arma.

Nadua, que se negaba a escuchar las exhortaciones a la prudencia de Asilmina y Alad, se había lanzado escaleras abajo detrás de Pirig, sosteniendo a dos manos la jabalina que había recogido en el jardín. Mientras el joven eliminaba a la sirvienta, ella exploró la habitación con la mirada y llegó a la conclusión de que los guardianes armados constituían el peligro más inmediato. Su compañero, demasiado obsesionado con el ser que acababa de ensartar, no veía acercarse el golpe que estaba a punto de asestarle el segundo, hacia el cual la joven se volvió para clavarle el arma en el pecho. Los resultados no estuvieron a la altura de sus ambiciones. Como nunca había empleado un instrumento parecido, su movimiento resultó demasiado corto, demasiado vertical, de modo que en lugar de hundirse, la punta se deslizó sobre el tórax desnudo apenas rasgando la piel. De todas maneras, la suerte vino a reemplazar a la destreza: al final de su carrera, la jabalina se encontró con la garganta del guardián, y se clavó bajo el mentón, atravesando lengua y paladar para salir justo encima de la nuca.

Aunque impedida para golpear a Pirig, la criatura sin embargo no quedó fuera de combate. En vez de intentar liberarse del arma, siguió avanzando. Con cada uno de sus esforzados pasos, hacía que la madera se deslizara un poco más a través de su cuerpo, a la vez que se acercaba a Nadua. El miedo reemplazó a la exaltación en el corazón de la joven: si la soltaba, la criatura estaría encima de ella en el acto, pero aunque mantuviese el arma con firmeza también estaría muy pronto al alcance de un golpe de su espada.

Durante un tiempo se había sentido invulnerable. Pero esa ilusión acababa de abandonarla.

Cuando descendían la escalera, Alad, que así permitió que Asilmina se le adelantara, se detuvo a mitad de camino para estudiar la situación. De los cuatro que habían entrado en el lugar, él era el único que había observado que había allí dos hombres idénticos, vestidos y maquillados como sacerdotes de Ereshkigal, uno de ellos sentado en el suelo, y el otro de pie y aullando de frustración. No necesitó mucho tiempo para descubrir el círculo de polvo blanco que rodeaba a este último.

—¡Chelibir ha invocado a un demonio! —gritó a la hija de los bosques—, ¡hay que impedir que lo libere!

—¡Ocúpate de ello! —respondió Asilmina sin volver la cabeza.

Con el cuchillo en la mano, acabó de descender los peldaños para situarse junto a Nadua. Al comprender que debía actuar solo, Alad sintió que los huesos se le licuaban, pero la vacilación sólo le duró un instante. No había llegado hasta allí, tan lejos, para permitir que el miedo lo paralizara en el último momento. Extrayendo el cuchillo también él, descendió los últimos escalones de cuatro en cuatro, e intentó sortear a los combatientes para llegar hasta Chelibir.

El invocador, sacado de su trance de manera violenta, intentaba no moverse y proseguir con el sortilegio, afanándose para que el vínculo por medio del cual absorbería el poder del último de los sacrificados no se rompiese de manera prematura. Ya libre de combatir la agresividad del demonio, podía dedicar su atención y una parte de su conciencia a otras tareas, pero la inmovilidad y las palabras que pronunciaba seguían siendo fundamentales.

Con satisfacción pudo comprobar que el guardián encargado de abatir a Gurunkach había cortado la garganta de éste desde la oreja hasta la barbilla, alcanzándole la arteria, puesto que la sangre saltaba a chorros intermitentes. De todas maneras, la resistencia del herido se revelaba asombrosa. Una incredulidad mezclada con admiración se apoderó de Chelibir cuando lo vio arrancar del muro la segunda anilla de bronce, justo a tiempo para recibir con un formidable codazo un nuevo ataque de su adversario. Luego se lanzó hacia el hacha con la cual consiguió armarse, y en seguida se volvió a poner de pie de un salto. Giró luego, e imprimiendo al arma que blandía con ambas manos un movimiento circular, dio en su blanco con uno de los filos, en un punto por debajo de una de las orejas, y le rebanó toda la parte superior del cráneo. Aunque no se tratara exactamente de una decapitación, ello bastó para disipar la magia negra que animaba al guardián, cuyo cuerpo se derrumbó como una piedra.

—¡No! —vociferó Chelibir, furioso.

En el mismo momento oyó pasos detrás de él, y al volver la cabeza vio al hombre que se le echaba encima y, en su mano, un cuchillo que se levantaba para golpearlo.

No podía vacilar. El mago se arrojó hacia adelante, aterrizó de boca sin controlar la caída, y estiró el brazo hacia el círculo mágico: valía más contar con un demonio menos poderoso que no tener demonio alguno. Pero en seguida un peso considerable cayó sobre su espalda, al mismo tiempo que una hoja curva y afilada buscaba entre sus costillas el camino hacia del corazón. Chelibir dispersó la harina con una mano, haciendo volar la barrera mágica en imaginarios fragmentos. Murió a continuación con la alegre convicción de que su etemmu iniciaba el viaje para reunirse con Ereshkigal.

—Imbécil —murmuró Alad retirando el cuchillo del cadáver.

Lo atacó una brusca oleada de rabia y angustia: acababa de matar con frialdad a un hombre por primera vez en su vida, y por irónico que pareciera, lo había hecho para nada. La risa del demonio sólo fue una confirmación de lo que ya sabía. Sin sorpresa alguna vio a la criatura sobrenatural convertirse en un pájaro negro con el pico amarillo, que voló hacia la puerta trampa del techo. Alad intentó acuchillarlo cuando pasaba, pero el golpe ni siquiera llegó a rozarlo. Algunos segundos después, el volátil demonio se había esfumado.

Gurunkach experimentó un breve aturdimiento: había perdido mucha sangre. De dos hachazos cortó el ceñidor del guardián abatido y recogió un trozo cuadrado de tela que se aplicó sobre la herida, comprimiéndola con la ayuda del puño cerrado. Le pareció que la carótida no estaba cortada, sino sólo rasgada: su singular metabolismo podría reparar los daños, siempre que le diera tiempo, pero no era razonable que se pusiera a combatir sosteniendo una compresa contra el cuello cortado. El guerrero había podido comprobar que el demonio había volado y que Chelibir estaba muerto. Ya no podía hacer nada más a favor del proyecto de Enerech, de manera que decidió conservar la vida. Con el hacha levantada avanzó en furiosa carrera hacia el asesino del sacerdote, cuyos rasgos faciales se llenaron de espanto y quien retrocedió sin intentar siquiera cerrarle el paso.

Cuando los recuerdos le mostraran de nuevo ese rostro y lo reconociese, Gurunkach lamentaría no haber dedicado un segundo a rajarle el cráneo a quien siempre había llamado «el bastardo», pero en ese momento sólo pensó en su propia seguridad. Enfiló hacia la escalera en línea recta, y la ascendió deprisa para salir de la casa a la carrera.

En el jardín, el guerrero redujo la velocidad, pero no se detuvo hasta haberse alejado del edificio. Otra vez presa del aturdimiento, con el corazón palpitante, la sangre desbordando de la improvisada compresa y embadurnándole los dedos, se apoyó en un árbol para controlar la sofocada respiración. Debía relajarse, permitir que la magia de los dioses actuara. Le bastaban sólo algunos minutos, no necesitaba más.

La apatía de Pirig no duró más que un momento. Su adversario, con el pecho rajado, aún no había levantado la jabalina cuando un nuevo golpe de espada, esta vez horizontal, se abatió sobre su cuello y le hizo saltar la cabeza.

El joven sólo pudo ver a Alad que, habiendo dado cuenta de un enemigo, se apartaba para evitar la carga de un segundo adversario. De mala gana se desentendió para acudir allí donde lo necesitaban. El guardián ensartado por Nadua seguía avanzando hacia ella mientras se empalaba en la jabalina, a pesar de las puñaladas que le asestaba Asilmina. La hija de los bosques apuntaba al cuello de la criatura, pero obligada a evitar los golpes de la espada, no solía dar en el blanco.

—¡Apártate! —le gritó Pirig, que llegaba por detrás de ella con el arma en ristre.

Cuando ella retrocedió de un salto, el joven se apresuró a bloquear la hoja del soldado con la suya, con tanta energía que la espada del guardián se partió justo encima de la empuñadura. A continuación, decapitar a la criatura desarmada y con dificultades para moverse no fue más que un simple trámite.

Cuando se derrumbó el último guardián, hubo que arrancar la jabalina de las manos de Nadua, la cual gritó por primera vez. Se trataba de un alarido de sorpresa, pero sirvió para que la joven liberase toda la tensión acumulada. A continuación, cayó de rodillas y se abrazó el torso, presa de fuertes temblores nerviosos.

Alrededor de ellos los combates habían terminado, el imponente guerrero cubierto de sangre se había fugado y los cuatro estaban con vida entre media docena de cadáveres, la mayor parte de ellos divididos en varios pedazos.

—Yo… yo creía que no debía contar contigo para protegerme —farfulló Nadua cuando Asilmina la ayudó a ponerse de pie otra vez.

—Yo no protejo a las niñas caprichosas —respondió la hija de los bosques, sonriente—, pero tú has combatido como cualquiera de nosotros, y protejo a mis compañeros de armas. O en todo caso lo intento. A quien debes dar las gracias es a Pirig, sobre todo. —Asilmina se apoyó las manos en las caderas—. Bueno, ésta no es sin duda la batalla más gloriosa jamás librada, pero al menos todos estamos con vida.

—¡Y eso, estrictamente, no ha servido para nada! —la interrumpió Alad con voz amarga.