Con la garganta rodeada por un collar de cuero, que según la costumbre regional indicaba su condición de esclavos, Alad y Asilmina caminaban con paso rápido y regular, la cabeza gacha, la actitud humilde, como buenos sirvientes ocupados en los asuntos de su amo. Nadie les concedió particular atención, en la ciudad no parecían odiar a los sumerios como odiaban a los acadios en Uruk. Acaso porque estaban seguros de ganar la guerra; sólo se odia de verdad a los más fuertes.
No tardaron en llegar a un barrio de calles anchas, cuyos grandes edificios revelaban la riqueza de sus ocupantes. Cuando se disponían a seguir las indicaciones del posadero se les ahorró dicho esfuerzo, porque fueron adelantados, y casi arrollados, por un guerrero silencioso a quien acompañaban dos mujeres de cháchara vulgar en cuyas espaldas el hombre apoyaba una y otra mano, pareciendo que en lugar de abrazarlas más bien las empujase. Los falsos esclavos se quedaron de piedra y sus corazones se aceleraron casi hasta la taquicardia, mientras el trío se alejaba hacia la puerta abierta en el muro que cercaba una de las fincas.
—Gurunkach —susurró Alad.
—Ya lo tenemos —asintió Asilmina, mientras abrían la puerta de la casa desde el interior y el guerrero entraba en el jardín acompañado por las dos mujeres.
—Es preciso que encontremos la manera de meternos ahí nosotros también.
—Solos no, Pirig nos…
—Pirig está agotado por el viaje.
—Entonces esperemos hasta mañana por la noche —propuso la hija de los bosques—, Gurunkach no se pagaría prostitutas si en el día de hoy tuviera que suceder algo importante.
Alad sacudió la cabeza, con los labios fruncidos en una expresión de mal augurio.
—No estoy seguro de que ellas estén destinadas al placer —dijo—, si tenemos en cuenta la reputación de Chelibir. Es más, creo que deberíamos actuar de inmediato.
Sabían que convencer a Sargón de que estaba en peligro les habría exigido demasiado tiempo y explicaciones, y por otra parte no disponían de una condición o calidad social que les permitiera ser recibidos en palacio y conseguir una audiencia, menos aún durante la noche, de modo que no tenían otra salida que enfrentarse al mago.
—Vamos a buscar a los otros —decidió Asilmina, cuando hubo comprendido lo que su compañero le sugería—. Hay guardianes, además de Gurunkach y un poderoso mago. Nosotros dos solos no tendríamos ninguna posibilidad.
—El tiempo apremia —insistió Alad.
—Hacernos matar sin conseguir nuestro objetivo no serviría para nada. —Asilmina le apretó el brazo—. Sé que llegarás hasta el final, Alad, no necesitas demostrármelo suicidándote.
—Muy bien —suspiró él—, pero sólo Pirig. Nadua sólo sería un estorbo.
Sin embargo, Pirig consideró que Nadua debía ordenarle acudir, y ésta se negó a impartir esa orden si le prohibían acompañarles.
—No hay tiempo para discutirlo —zanjó Asilmina, cuando Alad ya había agotado los argumentos sensatos—. Es su vida después de todo, y tiene derecho a jugársela, siempre que sea consciente de que tal vez estaremos demasiado ocupados en salvar las nuestras como para defender la suya.
En consecuencia, fueron los cuatro quienes regresaron a la casa de Chelibir por calles que a esas horas estaban prácticamente desiertas. Como temían que no les bastaría llamar a la puerta para franquear la entrada, recorrieron el muro que cercaba la propiedad en busca de algún sitio por donde trepar les resultara fácil, y que a la vez quedase oculto a las miradas que pudieran estar vigilando desde la casa.
Pero ese esfuerzo fue necesario, gracias a una intervención que asombró tanto a Pirig y Nadua que éstos, soñolientos aún por lo poco que habían dormido, acabaron de despertarse del todo. En el patio de la casa abundaban las grandes palmeras de dátiles, algunas de las cuales alargaban sus ramas por encima de la calle y las raíces por debajo. La hija de los bosques se arrodilló ante una de ellas, y escarbando el suelo con los dedos no tardó en encontrar una raicilla que cogió con ambas manos. Cuando entró en contacto con la esencia vegetal en sus labios se dibujó una emotiva sonrisa. Llevaba demasiado tiempo sin sentir ese placer. Un placer recíproco, por lo demás, puesto que la palmera no había estado en contacto con ningún hijo de los bosques desde que éstos fueran expulsados por los trabajos de construcción de la ciudad, cuando se habían talado y arrancado la mayor parte de los árboles con el objeto de edificar la casa y acondicionar el jardín. Asilmina supo todo eso y más aún en apenas un instante, y no gracias a las palabras sino a unas extrañas emociones, a veces visuales, que siempre parecían dirigirse a sus sentidos antes que a su espíritu. Era el medio que empleaban normalmente los vegetales para comunicarse con aquellos que sabían hablarles. Asilmina supo también que el arroyuelo y el estanque que había en la propiedad eran tal vez resultado de la alimentación de un canal de regadío; que no eran naturales. Y que tampoco los agrimensores que se ocuparon de las obras eran naturales. Que la lluvia escaseaba, aunque la vida de la palmera no estuviera amenazada todavía, por más que algunas de sus hojas se hubieran puesto amarillas. Y que…
A pesar del deseo de seguir recibiendo información, se obligó a no extraviarse en el alud de datos y a concentrarse en el servicio que esperaba del árbol, ¿y qué árbol se había negado alguna vez a lo que le pedía una hija de los bosques? De inmediato, la copa de la palmera se inclinó. Cuatro ramas, en el paroxismo de la elasticidad, descendieron lo suficiente como para que las pudieran asir desde el suelo.
—Agarraos bien, sin miedo alguno —indicó Asilmina a sus compañeros, mientras se sujetaba con fuerza a la que estaba más próxima a ella.
Cuando todos la hubieron imitado, la gran palmera elevó sus ramas de largas hojas, esta vez cargadas de unos frutos nada frecuentes, y luego irguió el tronco y la copa transportándolos por encima del muro, antes de volver a dejarlos en el suelo, al otro lado, en un movimiento coordinado que cualquier observador descuidado habría atribuido a un soplo de viento. Nadua y Pirig observaron con curiosidad a la hija de los bosques apretarse contra el tronco rugoso, enlazarlo con si hubiera querido penetrar en él, o por el contrario, como si esperara ser penetrada por ese amante de madera y savia. Alad le puso la mano en el hombro, interrumpiendo al punto la asombrosa escena.
—Ya se lo agradecerás como corresponde cuando nos vayamos —dijo—. Si es que aún estamos con vida.
—¡Atención! —gritó Pirig de repente.
Nadua dejó escapar un gritito cuando él saltó sobre ella para empujarla con violencia. Cuando la mujer se disponía a insultarlo, más que ver, sintió una jabalina rozarle el hombro y que de no ser por el empujón se le habría clavado en medio del pecho.
Un soldado se dirigía hacia ellos a grandes zancadas, al tiempo que con rostro imperturbable desenvainaba la espada inmersa en la claridad nocturna.
—¡Mátalo! —gritó la joven.
Cuando Pirig llevó el brazo hacia atrás para lanzar su propia jabalina hacia el atacante, Nadua comprendió por fin la razón que la movía a estar allí: se trataba del poder embriagador de ordenar y de ser obedecida. Mientras su hermano mantuvo la prosperidad de la familia, Nadua había tenido a sus órdenes a un grupo de esclavos, pero al asignarles tareas nunca había sentido la sensación de poder que la henchió en el momento en que el arma se clavó con un sonido sibilante en el vientre del guardián. De ese hombre, de Pirig, ella podía exigir lo que fuese y ser satisfecha en el acto, una sensación embriagadora que se encontraba en el límite de lo irresistible. También supo entonces que deseaba vivir, y que deseaba que él también viviera, para disfrutar más, y más, y más todavía…
Sin embargo, ese deseo pareció de pronto fuera de su alcance, porque el hombre a quien la jabalina había logrado detener, se la arrancó del cuerpo con una sola mano y se dispuso a lanzarla de vuelta a su propietario, Pirig, demasiado atónito como para reaccionar. Nadua gritó una nueva orden:
—¡Al suelo!
Más obediente al sonido de la voz de ella que a su propio instinto de conservación, Pirig se lanzó de costado, pero demasiado tarde, o casi: la afilada punta de bronce que le atravesó el brazo derecho le arrancó un grito de dolor. Aún así, se incorporó de inmediato, con la espada en la mano, para interponerse entre Nadua y el guardián.
—No vayas a su encuentro —le recomendó Asilmina cuando el joven avanzó un paso—. Déjalo acercarse.
La hija de los bosques se mantenía apretada contra el árbol. En su rostro sólo se traslucía un vago nerviosismo, pero ninguna angustia, al contrario de lo que sucedía en el de Alad, que estaba petrificado, con la boca abierta, con un gesto de incredulidad o estupor. Un inmortal como él, aunque hubiese podido sobrevivir a un impacto de jabalina como ése, no habría podido en cambio seguir combatiendo como si nada pasara. Y si no se trataba de un inmortal…
Cuando Pirig se disponía a parar la hoja de metal que el soldado levantaba sobre su cabeza, un breve remolino agitó la tierra bajo los pies de este último, y dos raíces tan gruesas como las muñecas de un hombre salieron de la tierra para enrollarse en sus tobillos. Pirig, al tiempo que esquivaba la espada que se abatió al azar de la inercia cuando su adversario cayó hacia delante, la pisó con el pie tan pronto como se apoyó en el suelo, y con el gesto de un carnicero hábil tronchó de un golpe la mano que la empuñaba.
No hubo sangre. El mutilado tampoco gritó. Apoyándose sobre el muñón como si no hubiese sentido dolor alguno, tan solo intentó recuperar el arma con la mano izquierda.
—¡No está vivo! —comprendió Alad de pronto—. ¡Córtale la cabeza!
Pirig ya no estaba en condiciones de reflexionar, se limitó a ejecutar sin vacilación alguna lo que sintió como una orden. Con el crujido atroz de los huesos quebrados, la cabeza se separó del cuerpo, pero sin que saliera ni una gota de sangre. El guardián se quedó inmóvil, sin experimentar siquiera un pequeño sobresalto.
—Chelibir reanima a los muertos —susurró el mago, todavía bajo los efectos del horror—. Me lo contaron, pero no creí que fuese cierto…
A esas palabras las siguió un breve intervalo silencioso en cuyo transcurso los otros tres asimilaron las evidencias con diversos grados de horror.
—Después de todo, tanto mejor —declaró por fin Asilmina—. Prefiero destruir muertos antes que dar muerte a personas vivas.
Tras acariciar una última vez al árbol, cuyas raíces se habían retraído tras realizar la acción que les había salvado la vida, la hija del bosque se acercó a Pirig.
—Déjame ver tu brazo.
Con una mueca de dolor, el joven dejó que ella le pusiera las manos sobre las heridas abiertas por la punta de bronce de la jabalina, que le había entrado por el centro del bíceps y salido justo encima del codo. Aunque no realizó ningún gesto particular y mantuvo la boca cerrada, el joven sintió que el dolor se iba desvaneciendo, y que lo reemplazaba una suerte de indefinible escalofrío. Cuando por fin Asilmina se apartó de él, ya no sentía dolor alguno, y las heridas se habían convertido en dos delgadas cicatrices de un color rosa claro. Nadua aplaudió.
—Comienzo a creer que podemos tener éxito —declaró.
—Todo depende del número de cadáveres que ese mal nacido haya convertido en soldados —respondió Asilmina encogiéndose de hombros.
Dicho eso, la hija de los bosques se acercó a Alad, y lo sacudió con dulzura para devolverlo a la realidad.
—Ahora es necesario continuar —le susurró.
Nadua tomó la jabalina del guardián decapitado y la sostuvo con ambas manos, encontrándola más ligera de lo que creía.
—Al próximo lo contendré yo mientras Pirig le corte la cabeza —dijo como si estuviera jugando, en tono casi festivo.
La joven acababa de advertir que no tenía miedo, que vivía a la espera del próximo combate, y eso le produjo tal sorpresa que no supo si debía o no alegrarse por ello.
Cuando Alad comprendió que todos esperaban una señal suya para proseguir, se esforzó en ignorar la angustia que estaba royéndolo.
—Chelibir y Gurunkach deben encontrarse en el interior de la casa —dijo, antes de proseguir con las palabras que más temía pronunciar—: ¡Vayamos allí!