Gurunkach sentía que estaba demasiado cerca del objetivo como para correr riesgos. Las calles de Acadia parecían más animadas durante la noche que las de Uruk. Y aunque la ciudad no estuviera en estado de sitio, las patrullas armadas eran frecuentes durante la noche. De ahí que dejara de lado la idea inicial de dejar inconsciente a un par de peatones para después secuestrarlos, y que eligiera una solución más simple pero también más repugnante. Algunas vidas humanas no eran nada comparadas con las ambiciones de Enerech. Él jamás había tenido escrúpulos a la hora de eliminar a inocentes cuando la necesidad lo exigía; pero prefería que fueran anónimos. No le gustaba matar a personas cuya única culpa era haberse atravesado en su camino, una vez que había conocido sus nombres y les había mirado a los ojos. No es que eso lo atormentara durante mucho tiempo, pero no le gustaba en absoluto.
Por ello no quiso conocer los nombres de las prostitutas a las cuales se acercó en una calle oscura, y a quienes convenció para que le acompañasen mostrándoles una pequeña moneda de oro que extrajo de su bolsa. También, en la medida de lo posible, evitó tocarlas, y sólo respondió a sus preguntas con monosílabos.
Ni siquiera las había elegido, se dirigió a las dos primeras que vio, sin preguntarse si eran jóvenes o viejas, bonitas o feas. Aprovecharse de sus servicios sabiendo lo que les esperaba a continuación le parecía apenas menos dañino que las prácticas de Chelibir con sus criaturas animadas. Además sospechaba que la diosa no apreciaría semejante reparto: las mujeres serían para ella por entero.
Les abrió la puerta un esclavo del mago, tocado con un casco y armado con una jabalina. En el patio se alojaban cuatro mercenarios convertidos en guerreros infatigables e insensibles al dolor, capaces de acabar con cualquier banda de ladrones. Cuanto más miraba a esos seres animados por la más negra de las magias, más crecía en su ánimo el anhelo de separarles la cabeza del tronco a hachazos a todos ellos. Tal vez satisfaría el deseo antes de marcharse del lugar, y si Chelibir intentaba oponerse, ¡por todos los dioses, que también le haría probar el bronce! Después de todo, Enerech no le había aclarado que una vez realizada la tarea ese hombre debiera seguir con vida…
Otra criatura de mirada fija, una sirvienta, los condujo a la habitación donde Gurunkach había sido recibido esa misma mañana. El mago aún se encontraba allí, echado sobre cojines de colores y, como el primer día, bebiendo a pequeños sorbos un vino extraño.
—La elección de un hombre de buen gusto —comentó, apoyando el cubilete sobre la mesa—. Aunque yo las prefiero algo más gordas, pero el cometido es otro. La diosa estará satisfecha.
—Eh —exclamó una de las mujeres—, si sois dos, os costará el doble.
—Haz lo que haga falta para que se mantengan tranquilas —ordenó Chelibir, con serenidad.
Gurunkach, que había pasado un brazo en torno a cada una de ellas al entrar en la casa, sólo necesitó desplazar las manos para tomar los cráneos de ambas y hacerlos entrechocar con la violencia suficiente como para que las desgraciadas se derrumbaran sin proferir ni un grito. No obstante, el golpe no había sido muy fuerte, puesto que las mujeres debían seguir con vida.
—Notable eficacia —apreció el mago mientras se levantaba—. Supongo que no proceden de una taberna o burdel donde te hayan podido observar a gusto.
—Vienen de la calle. Nadie me ha visto marcharme con ellas y a ellas no las echará de menos ninguna persona importante.
—Perfecto. Recógelas y sígueme. La noche comienza a estar lo bastante oscura como para que pueda operar.
Gurunkach, impasible, archivó esa orden en una estantería muy precisa de su espíritu que reservaba a las motivaciones coléricas pendientes, una estantería que en general vaciaba tan pronto como se le presentaba la ocasión; y luego obedeció, levantando sin esfuerzo a una mujer con cada brazo.
La habitación de las invocaciones había sido cavada en la roca, debajo de la casa, y sin duda, se dijo el guerrero, con medios que no eran humanos. Las paredes lisas no mostraban marca alguna producida por herramientas. Acaso Ereshkigal, la señora del mundo de abajo, concediera poderes para actuar sobre el subsuelo a los magos que estaban a su servicio, no había por qué asombrarse por ello.
La entrada de esa gran sala subterránea era una puerta trampa disimulada debajo de una alfombra, en una habitación corriente. Allí comenzaba una escalera de piedra que se hundía en el corazón de las tinieblas. La sirvienta avanzó en primer lugar, sosteniendo una lámpara con cuya llama, tan pronto como hubo llegado al recinto inferior, encendió muchas otras, antes de quedarse inmóvil al pie de los peldaños, esperando una nueva orden de su señor.
Chelibir señaló una serie de anillos de bronce empotrados en los muros, de los que colgaban unas cuerdas.
—¡Átalas! —ordenó a Gurunkach—, y con firmeza, no deben tener posibilidades de liberarse.
—Haces bien en aclararlo, yo estaba pensando en no atarlas demasiado fuerte para darles una oportunidad —no pudo evitar responder el guerrero, ya del todo irritado por el tono imperativo del nigromante.
El mago no pareció advertir la agresiva ironía del otro, y después de quitarse el ceñidor de hilo de color claro para exhibir sin la menor incomodidad sus carnes rosadas y fofas, abrió un gran arcón de madera y extrajo de él otra prenda de vestir, de color negro, y se la ajustó a la cintura. Con un castañeteo de los dedos hizo que la sirvienta acudiera junto a él, tomase los frascos de pinturas que le ofrecía y que emprendiera la tarea de pintarle la cara. Lo hizo con la misma habilidad de una maquilladora viva, dibujando alrededor de los ojos y la boca del mago negras volutas que acabaron por dar a su señor el aspecto de lo que era en verdad.
Cuando se volvió hacia él después de haber atado a las cautivas, Gurunkach se encontró ante el Chelibir del pasado cuyo culto a la muerte había terminado por espantar incluso a los sacerdotes de Ereshkigal. El maquillaje no era el único factor que operaba la metamorfosis. Además, de los rasgos del anciano se había evaporado toda afabilidad. Con la espalda erguida, los hombros cuadrados, los músculos aún firmes y tensos bajo su capa de grasa, a partir de entonces colmó la cámara de las invocaciones con una presencia glacial.
—Me hace feliz que Enerech me ofrezca esta ocasión —declaró con voz tajante, despojada de su fingida cortesía—. Hace demasiado tiempo que no ofrezco a los poderes de abajo una víctima digna de ellos.
Gurunkach comprendió que el mago no se refería a las prostitutas. Hasta el momento en que vio a los tres guardianes animados descender la escalera con la jabalina en la mano, creyó que estaba aludiendo a Sargón.
—¿Qué vienen a hacer aquí? —exclamó dirigiéndose a Chelibir, cuya mirada estrecha contenía una perversidad maligna.
«¡Magia de dominación!», pensó Gurunkach, demasiado tarde, cuando ya su espíritu se encontraba sometido a una voluntad superior.
—Ellos vienen para inmolar a los sacrificados en el momento oportuno —respondió el mago con una malévola sonrisa—. De manera que abandona tu morral y tu hacha, ya no los necesitarás.
Gurunkach intentó resistirse, pero su cuerpo ya no obedecía a su voluntad. Enerech nunca había empleado ese talento contra él, puesto que no tenía ninguna necesidad de ello para ser obedecido; de ahí que Gurunkach ignorara si era o no sensible a esa magia, y hasta qué punto. La respuesta estaba a la vista y era clara: se encontraba tan impotente como Pirig ante el príncipe de Uruk, aunque conservaba la conciencia de sus actos, lo cual era tal vez peor. Se quitó el saco que llevaba en bandolera, y luego, suprema humillación, el arma que había jurado que nadie le arrebataría si no era pasando sobre su cadáver.
—Perfecto —prosiguió Chelibir—. Ahora acércate al muro y déjate atar. Lamento infligirte esta humillación, pero en seguida me veré obligado a reducir mi control sobre ti con el objeto de consagrarme a la diosa, y no estoy seguro de que mis guardias tengan bastante fuerza como para controlarte.
Dócil, el guerrero se apoyó contra la pared, cerca de una de las mujeres cuyo cuerpo inanimado pendía de las cuerdas atadas a sus muñecas. En seguida sujetaron también las de Gurunkach.
Enerech debía saber que Chelibir dominaba esta forma de magia, quizá se la había enseñado él mismo a cambio de otros secretos, pero se había olvidado de informar de ello a su guardaespaldas. Sin duda Enerech nunca imaginó que las cosas llegarían hasta ese punto porque había subestimado la devoción a la muerte de su colega.
Sin embargo, a continuación quedó claro que no sólo le movía la crueldad.
—No tengo nada contra ti, créeme —repuso el mago—, pero deseo halagar a tu señor. Cuanto mejor sea la ofrenda, más importante será el demonio invocado. Y tú eres alguien muy poderoso. Ignoro qué sortilegios han echado sobre ti, pero toda tu persona está cargada de magia. A cambio de una ofrenda como tú, la diosa me entregará un demonio asesino invencible.
«Y a continuación mi señor te matará, porque lo habrás privado de un servidor por el cual ha sacrificado seis años de su juventud», pensó Gurunkach, rabioso.
Pero no sentía miedo alguno. Nunca hasta entonces había sentido su muerte tan próxima, ni siquiera durante la más desigual de las batallas, pero se prohibía desesperar. Chelibir lo había dicho: él, Gurunkach, era muy poderoso. Que le dejaran la más ínfima posibilidad y ya verían que él aún no había dicho la última palabra.