Alad había renovado los sortilegios en mitad de la noche consiguiendo que la embarcación siguiera corriendo como una flecha sobre las oscuras aguas del Eufrates y, luego, había recaído en el sueño. Al llegar las primeras luces del alba, a Asilmina le costó bastante trabajo obligarle a abrir los ojos de nuevo.
Sin embargo, se despertó del todo con una sonrisa radiante cuando ella le señaló las murallas que se veían en la distancia, y a las que se acercaban a rápidamente: era una ciudad.
—¿Ya estamos en Sippar? —preguntó, esperanzado.
—Eso no puede ser otra cosa —corroboró su compañera, maravillada—. Nos has hecho recorrer casi todo el camino en una sola noche.
—Entonces, no nos demoremos en comenzar el último tramo, porque éste será el más largo.
La magia que surtía el impulso de la embarcación comenzaba a disiparse otra vez. Alad apresuró el proceso reanudando brevemente el contacto con el aire, luego con el agua. De acuerdo con sus instrucciones, Asilmina guió al esquife hacia la orilla. Se encontraban todo lo cerca de Acadia que pudiera conducirlos el río Eufrates, cuyo curso en aquel punto se torcía hacia el oeste. La ciudad de Sargón estaba más al norte.
Pirig y Nadua, él en primer lugar, ella poco después, habían caído a causa de la fatiga a primeras horas de la noche, y aún dormían acurrucados en el fondo de la embarcación. Despertaron sobresaltándose cuando el casco chocó contra la tierra húmeda de la orilla.
—Nuevo día, nuevos placeres —les soltó a los dos Asilmina, maliciosa, a manera de saludo—. Preparaos para caminar.
En realidad, ni siquiera debieron caminar hasta Sippar, puesto que no tardaron en cruzarse con una caravana a cuyos jefes Nadua explicó que era una rica acadia y que los hombres de su escolta y acompañantes habían sido atacados por malhechores, de tan mala manera que sólo había podido salvarse ella misma con un ligero equipaje y tres esclavos. Por temor a disgustar a los dioses que los condujeran hasta allí, los caravaneros les permitieron llegar hasta la ciudad en un carro. Con las últimas reservas de metal precioso se compraron ropas adecuadas a sus respectivas posiciones declaradas y fingidas, un puñal para Nadua, y una espada y una jabalina para Pirig. Alad y Asilmina disimularon simples cuchillos bajo sus ropas, y no parecían querer otra arma.
Gracias a la venta de una joya, también pudieron comprar cabalgaduras y los servicios de dos arqueros, vigilantes de caravanas desocupados, para que les sirvieran de escoltas, pues eso desalentaría a los malhechores auténticos que eventualmente quisieran atacarlos.
De hecho, el trayecto a lomos de un burro bajo un sol implacable resultó penoso, pero en su transcurso no sobrevino ningún acontecimiento notable. La entrada en la ciudad al anochecer no les trajo mayores problemas. La imagen de una noble acadia flanqueada de esclavos sumerios no sorprendía a nadie. Después de haber dado las gracias a los hombres armados de la escolta, los viajeros se apearon en una posada donde, declarándose esta vez residentes de Qishn, tomaron una bonita habitación para la gran dama y su sirvienta, mientras que los esclavos varones se vieron relegados a ocupar dos plazas en el dormitorio colectivo, algo que las dos mujeres celebraron riendo de buena gana cuando estuvieron solas.
Pero no lo estuvieron mucho tiempo: Alad y Pirig acudieron a reunirse con ellas después de que el primero hubiese realizado indagaciones acerca del domicilio de un sacerdote llamado Chelibir, «con el cual la señora tenía negocios». También comprobaron que habían llegado a tiempo, puesto que si Sargón hubiera sido objeto siquiera de una tentativa de asesinato, la atmósfera de la ciudad lo habría dejado sentir.
—El posadero se jacta de conocer a toda la gente de cierta importancia —informó Alad—, y jamás ha oído hablar de un sacerdote de ese nombre. El único Chelibir que conoce es un viejo mercader que parece ser muy rico.
—Era de esperar que no siguiera oficiando en un templo después de lo que le sucedió —dijo Asilmina—. Y además, aquí no se venera a Ereshkigal.
—Sí, se la venera en cierto modo, pero está considerada la esposa del gran dios Nergal. Aunque en realidad aquí no tiene título, no se le reconoce derecho de ciudadanía.
—Blasfemias —murmuró Pirig, crispando los puños.
La hija de los bosques se encogió de hombros.
—Si ha cambiado de nombre, nunca conseguiremos encontrarlo —repuso Asilmina, dirigiéndose a Alad—. ¿Crees que podría tratarse de ese mercader?
—No lo sé. Chelibir, en efecto, tendría que ser un anciano en la actualidad, y hasta un mago mediocre posee medios para enriquecerse. Pero también es posible que se trate de otra persona, tal vez aquí el suyo no sea un nombre poco corriente.
—En la lengua del norte, la palabra «chelibir» significa «zorro» —intervino Nadua—, uno de mis abuelos se llamaba así. No creo que sea un nombre infrecuente.
—Pero es la única pista de la que disponemos —suspiró Alad—. No podemos despreciarla. Pirig y tú podéis dormir un poco mientras estemos aquí. Asilmina y yo iremos de visita a ese domicilio para ver si conseguimos averiguar algo.
—Pero…
—No discutáis. Vendremos a buscaros si os necesitamos, pero no nos serviréis de nada si os caéis de cansancio.
La joven, a quien su noche en barca no había permitido descansar mucho precisamente y a la cual el tramo final del viaje parecía haber terminado de agotar, no se hizo de rogar. Pirig también regresó sin protestar a su esterilla en el dormitorio colectivo de los sirvientes, pero le costó bastante dormirse. El insomnio se debía en parte a la conmoción derivada de su radical cambio de alianzas y a los remordimientos que le inspiraba su conducta, pero sobre todo a ciertas palabras de Nadua que no dejaban de darle vueltas en la cabeza, hasta el punto de que acabó admitiendo que eran ciertas. Él nunca había decidido nada. Había pasado de estar sometido a la autoridad de su padre a obedecer a los oficiales. Luego, brevemente, al En, y también ahora había alguien que le daba órdenes. Comprendió que eso, bien o mal, le daba seguridad. Después de todo, él no era más que un simple aprendiz de herrero, y apenas un soldado. ¿Las personas más prudentes e instruidas que él acaso no eran también mejores para tomar las decisiones importantes? No podían reprocharle que tuviera conciencia de sus limitaciones.
A pesar de sus esfuerzos, sentía que el problema no debía plantearse en esos términos. Su padre, los oficiales, el En, Nadua… Lo cierto es que siempre había necesitado un amo o señor nuevo para abandonar el antiguo, y nunca había discutido las órdenes de ninguno de ellos, aunque fuera incapaz de juzgar la naturaleza de éstas. A causa de su obediencia a un mentiroso, había atormentado a una mujer e, indirectamente, provocado la muerte de sus primos. Sin embargo, sentía que si el mando que Nadua ejercía sobre él le pesaba, era sobre todo porque le habría gustado servir a Alad. En el presente los objetivos del mago y los de la joven coincidían, pero más tarde… Si ella no liberaba a Pirig de su juramento, sólo los dioses sabían qué otra cosa inventaría para castigarlo. Durante un momento casi llegó a desear que ella abusase de su autoridad, tal vez de esa manera acabara asqueándose. A él le habría gustado poder cambiar ese aspecto de la personalidad de la chica el cual, de pronto, le disgustaba.
Justo antes de hundirse en el sueño, abrumado por el cansancio y también, aunque no tuviera conciencia de ella, ejecutando la orden de dormir que le había dado Alad, pensó que tendría tiempo para reflexionar acerca de sus relaciones con Nadua si salían con vida de la prueba que les esperaba, una perspectiva bastante remota, si se pensaba bien en las circunstancias.
Aunque fuera espantoso, ese último pensamiento, también le deparó un poco de consuelo.