Abandonaron la taberna tan pronto como el carromato y los pasajeros estuvieron listos. Aunque no previeran regresar a Uruk, Alad y Asilmina viajaban ligeros de equipaje, llevándose consigo sólo algunas ropas, joyas y los metales preciosos que no repartieron entre las prostitutas, además de víveres para unos cuantos días.
—Ésta es la última vez, pero la última de verdad —refunfuñó la hija de los bosques reconvertida en Yigal, quien tomó asiento en la parte delantera del carromato.
Alad a pie, curvado, por última vez él también, guió a los animales por la brida hasta que salieron de las pequeñas y tortuosas callejas del barrio. Luego se instaló en el asiento junto a su compañera.
—Todo saldrá bien —dijo ella, al darse cuenta de que él estaba temblando—. Respira hondo, sonríe y déjame hablar a mí.
Avanzaron a lo largo de la muralla superando una torre tras otra bajo la indiferente mirada de los soldados de guardia, hasta que llegaron a la puerta de Ur por la que acostumbraban salir normalmente cuando iban a comprar cerveza para reaprovisionar la taberna, y por donde ingresaba a la ciudad buena parte de la clientela en los tiempos en que el negocio resultaba próspero. A pesar de las medidas de emergencia, esperaban dar con soldados de guardia que los conocieran, vale decir: que no se mostraran minuciosos. Además, sobre todo esperarían que los sustitutos intentaran escapar hacia el norte antes que hacia el sur, con el objeto de tomar el camino de Acadia.
Ante la doble puerta de Ur, asegurada con dos enormes maderos, montaban guardia una docena de soldados. Había otros al pie de las dos torres que la flanqueaban, y todavía otros más en lo alto de éstas. Intentar franquear el paso por la fuerza parecía un proyecto condenado al fracaso.
Con los dientes apretados y tratando de controlar las palpitaciones, Alad se impuso la obligación de mantener los párpados entrecerrados para que no se le viera el espanto en los ojos, al tiempo que dirigía el vehículo hacia los hombres de guardia de la primera fila. El carromato era un simple plano rodeado de anchas planchas verticales de madera, y montado sobre cuatro ruedas macizas. Él ya estaba tirando de las bridas para que los asnos reanudaran la marcha, cuando le indicaron que se detuviera con una señal.
—¡Hola soldado! —soltó la madre Yigal al suboficial que se acercó a ellos, y a quien, para su consternación, no había visto en su vida—. ¡Que Inanna te bendiga, soldado!
El hombre recibió la bendición con un cortés movimiento de cabeza y luego señaló el carromato.
—¿Qué es lo que lleváis allí adentro? —quiso saber.
—Puedes dejarlos pasar —soltó uno de los hombres de guardia situado detrás—. Les conozco, tienen una taberna bastante cerca del Eanna.
El suboficial hizo una mueca de fastidio.
—Tenemos la orden de revisar todos los carros que salgan —dijo, con una entonación más amable—. No haremos excepciones, lo siento.
—¡Muy bien, revisa soldado, revisa —replicó Yigal—, pero será a tu cuenta y riesgo!
El militar frunció el entrecejo. El fondo del carromato estaba cubierto por una manta debajo de la cual se advertía una forma alargada que parecía la de un cuerpo humano.
—Es una de nuestras chicas —le informó la tabernera, antes de que el suboficial le planteara la pregunta—. El adivino ha dicho que si la enterrábamos en la ciudad habría grandes desgracias. Mírala tú mismo.
La mujer retiró la manta a medias, de manera que descubrió una cabeza y un torso femeninos. El pelo despeinado tapaba el rostro de la mujer, pero nada podía ocultar las llagas negruzcas que le cubrían el cuello y el pecho. El suboficial frunció la nariz al tiempo que realizaba un instintivo movimiento de retroceso.
—Partió para el mundo de abajo esta mañana —prosiguió Yigal—. No me divierte mucho, pero es preciso que la entreguemos a su familia, que vive cerca de Ur. Según ha dicho el adivino, el cadáver debería quemarse, pero ellos harán lo que les dé la gana, eh. ¡Yo, con tal de que mis otras chicas no corran el peligro de pillar esta porquería, no quiero otra cosa que quitármela de encima! —Extendió la mano para volver a tapar el cuerpo, luego señaló los dos bultos situados al fondo del carromato—. También hay algunas ropas de recambio y algo para comer durante el viaje. Puedes comprobarlo si quieres.
—No vale la pena —aseguró el hombre retrocediendo otro paso—. De todas maneras, lo que buscamos no cabría allí. Podéis pasar.
Con voz firme, dirigiéndose al grueso de la unidad, ordenó con un grito:
—¡Eh, vosotros, abrid las puerta! ¡Y daos prisa!
Alad esperó a que quitaran las dos pesadas barras y a que los batientes estuviesen abiertos de par en par para azotar con las riendas los lomos de los burros. El carromato franqueó las puertas con lentitud, seguido por la inquieta mirada de los soldados, que susurraban entre sí e intentaban apartarse a medida que iba circulando la noticia acerca de lo que transportaban. Concentrado en el objetivo de impedir que le temblaran las manos, el mago no se atrevía a creer en su buena fortuna, esperaba que un detalle cualquiera, como un involuntario movimiento del «cadáver», una ojeada imprevista de alguno de los guardias bajo el carromato, o incluso su propio rostro, que a causa del calor que sentía debía haberse puesto púrpura hasta las orejas, motivara la seca orden de que detuviera el vehículo. Ni siquiera se permitió respirar hasta que las puertas no se hubieron cerrado detrás de ellos, y pudieron poner alguna distancia por el camino de Ur.
—No te muevas todavía, Nadua —le indicó Asilmina, en voz baja—, ¿estás bien?
—No, esto me está quemando —respondió la voz dolorida de la joven bajo la manta.
—Ya pondremos remedio a eso cuando estemos lejos de la vista de las torres de guardia, pero nos llevará un buen rato, de manera que ¡arriba ese ánimo!
Desprovista de sembrados y sólo atravesada por canales de riego, la llanura en verano presentaba una monotonía que apenas interrumpían algunas escasas palmeras, de manera que no era posible ponerse a cubierto de las miradas. Por eso, sólo cuando dejó de ver a los soldados que montaban guardia en lo alto de las torres, Alad, que estimó que el fenómeno era recíproco, detuvo el carruaje al borde del camino. Desde hacía algunos minutos llegaban quejas desde la parte trasera del carromato. El ungüento a base de vegetales con que Asilmina había untado el cuerpo de Nadua con el fin de simular una infección, aunque había cumplido a la perfección su cometido, como era muy ácido también había irritado la piel demasiado delicada de la joven. Mientras la hija de los bosques se apresuraba en trasladarse a la caja del vehículo para limpiarla con un trapo húmedo, y aplicar luego un bálsamo que era también obra suya sobre las lesiones en carne viva, éste con efecto calmante, Alad se metió aprisa en la parte inferior del vehículo con un cuchillo en la mano.
La mueca que deformaba el rostro de Pirig era bastante elocuente en relación con las circunstancias que soportaba. A pesar de lo que dejaban ver a primera vista en un examen superficial, las maderas que rodeaban la caja del carromato no se detenían en la base, sino que la sobrepasaban, conformando una suerte de arcón. El joven estaba amarrado contra el fondo del vehículo: unas cuerdas lo sostenían por las piernas, mientras que otras soportaban el tórax y las nalgas. Alad las fue cortando una tras otra sin que se produjera grito alguno, por la sencilla razón de que Pirig estaba amordazado. Como ya había pasado por eso la noche anterior, en principio se había negado a encajar semejante trato por segunda vez, asegurando que sería capaz de dominarse. Sin embargo, la hija de los bosques y el mago consideraron que de todas maneras el joven subestimaba los dolores que le esperaban, y como sabían que las cuatro vidas dependían del silencio del soldado, no se dejaron persuadir. Para zanjar la cuestión necesitaron de la intervención autoritaria de Nadua, aunque les pareció que ésta les apoyaba más motivada por el deseo de humillar al joven que guiada por la razón. Fuera como fuese, la precaución no había resultado inútil, puesto que tan pronto como fue liberado de la mordaza, Pirig comenzó a lanzar alaridos. La circulación interrumpida de las extremidades regresaba a sus vasos sanguíneos con la furia de las aguas que saltan de una esclusa, produciéndole dolor. Pero en seguida el orgullo del joven tomó la delantera, y apretando los dientes en adelante se limitó a emitir algún que otro gemido esporádico. Alad tuvo que levantarlo hasta la caja del carromato con enormes esfuerzos y acostarlo junto a Nadua, que acababa de vestirse, pero que también estaba afectada y con las mejillas brillantes a causa de las lágrimas.
Asilmina, fiel a su palabra, arrojó por la borda los rellenos y las feas ropas que usara para disfrazarse de Yigal, poniéndose un vestido que aunque para ella resultara casi igual de desagradable sobre la piel, al menos tenía el mérito de ser elegante. Y con cierta repugnancia se cubrió la cabeza con un velo idéntico al que llevaba Nadua.
—Descansad —dijo Alad a los jóvenes, al tiempo que él y la hija de los bosques volvían a ocupar sus lugares en el pescante del vehículo—. Y recordad: nos encaminamos a visitar a nuestras familias en Ur. Nos hemos perdido y agradeceríamos a los valientes soldados que nos indicaran cuál es el buen camino.
Después de estas palabras, abandonó el camino que llevaban para avanzar junto a la orilla de un canal en dirección al Eufrates.
Como el peligro procedía del norte, el sur de la ciudad carecía de acantonamientos de tropas, y las patrullas también resultaban escasas. Llegaron a la orilla del río cuando el sol, que estaba a punto de ocultarse en el horizonte, les bañaba la cara con sus últimos rayos y sin haber visto soldado alguno.
Después de una ardua negociación, Alad consiguió convencer a un pescador para que le vendiera la barca a cambio del carromato, los asnos y una cantidad de plata bastante mayor de lo que valía la nave. Se trataba de un casco de madera largo y delgado, de fondo chato, provisto de dos pares de remos y de un mástil al cual podía fijarse una sola vela.
—Perdóname, señor —dijo Pirig que, de nuevo capaz de moverse por sus propios medios, a la sazón ayudaba al mago a estibar las pertenencias del grupo en la barca—. Has dicho que era necesario no perder tiempo: ¿crees de verdad que iremos más rápido remontando el río que por el camino?
—Yo no soy tu señor —lo corrigió Alad—. Y aparte de eso, la respuesta a tu pregunta es sí. No temas nada: no cuento con haceros remontar la corriente a fuerza de brazos.
—¡Pero si no hay nada de viento! —se asombró el joven.
—Lo habrá.
De todas maneras comenzaron el viaje remando, y avanzando por el centro del río, cuyo curso en verano y al atravesar aquella llanura, era apacible, para buena fortuna de los viajeros. Cuando terminaba de atravesarla, la corriente se unía con la de su hermano, el Tigris, poco antes de que convertidos en solo cauce desembocaran juntos en el golfo. Aunque navegar resultaría azaroso, mucho más lo habría sido quedarse a esperar a los soldados a quienes sin duda daría aviso el pescador asombrado por la prodigalidad de los viajeros, que parecían tan apremiados por viajar hacia el norte, además de poco dispuestos a redactar un contrato de compraventa en regla.
Los esfuerzos de Pirig y de Alad imprimieron a la embarcación una velocidad mínima que se redujo todavía más cuando el mago le dejó el sitio a Asilmina para ir a arrodillarse en la proa de la embarcación, sobre las maderas cubiertas de asfalto. Dejó que las manos se le hundieran en el agua inclinándose hacia delante, mientras murmuraba un sortilegio con los ojos cerrados, en cuyas palabras invocaba al agua como si fuera un hijo de las corrientes de agua dulce. El elemento líquido, tal como ocurría con la piedra, no poseía conciencia a la manera de los seres animados, pero su poder elemental lo convertía en una especie de vasta entidad con la cual resultaba posible tomar contacto —y al menos entrar en resonancia—, y a la cual era posible gobernar si se le demostraba bastante respeto. A diferencia de los hombres, la naturaleza sólo se doblegaba a los deseos de quienes la amaban; la amenaza no tenía sobre ella efecto alguno, y aunque la fuerza pudiera herirla, resultaba inútil para imponerle obediencia.
Hasta entonces Alad no había tenido suficientes oportunidades para emplear el encantamiento, y a causa de dicha falta de práctica el efecto tardó un poco en manifestarse. Pero cuando por fin intervino, el mago, a causa de hallarse perdido en su trance, no fue el primero en darse cuenta. Asilmina y Pirig, que se aplicaban a los remos con todas sus energías, sintieron de pronto que la resistencia de las aguas comenzaba a debilitarse, y que por fin se desvanecía. Entonces disminuyeron por instinto la fuerza que aplicaban, pese a lo cual la velocidad de la barca aumentó de tal modo que tuvieron la impresión de que en lugar de estar remontando la corriente estuvieran descendiendo por ella. Tal era el caso, por otra parte. Aunque por supuesto el río no se hubiese puesto a correr en sentido contrario, desde su desembocadura hacia la fuente, un prodigio que ningún mago del mundo habría podido realizar. Lo que en verdad Alad había podido consumar era el aislamiento de una pequeña superficie impregnada de magia, un volumen limitado de agua que circulaba exactamente en contradirección, al revés. Localizada alrededor de la embarcación y desplazándose junto con ella a la manera de una alfombra que se desplegara de manera constante ante los viajeros y se enrollase tras el paso de éstos, proporcionaba una corriente favorable bastante más rápida de la que tenía el Eufrates en medio de aquella llanura.
—Pero esto es… esto es… —tartamudeó Pirig, con los ojos desorbitados, y levantando los remos ya inútiles, tal como ya lo había hecho Asilmina.
—Es magia —completó Nadua, que estaba al timón—, ¿qué otra cosa quieres que sea?
A pesar de su tono hastiado, en la mirada mostraba una admiración al menos igual de maravillada que la que sentía el joven Pirig, y con su postura declaraba sentirse frustrada porque no se atrevía a meter la mano en el agua para confirmar directamente lo que estaban indicándole sus otros sentidos. No obstante se resistió a la tentación, decidida a concentrarse en su tarea, esto es, mantener recto el rumbo de la barca, lo cual no resultaba complicado puesto que el curso río era en aquel lugar casi rectilíneo, pero Nadua temía que su inexperiencia le jugara una mala pasada a la primera distracción que tuviese, y no quería que volvieran a llamarle la atención. Estaba decidida a cumplir el trabajo que le correspondía lo mejor que pudiera, con el fin de no convertirse en una carga para aquellos que la habían salvado.
Alad sacó las manos del agua para sentarse sobre una banqueta, jadeante. La fatiga que sufría no era física —la magia agotaba el espíritu y no el cuerpo—, no obstante, cuando se encontraba en un nivel de conciencia superficial podía sentirla de esa manera, como si su organismo hubiese empleado ese medio para advertirle que debía reposar y regenerarse.
Pero todavía no había llegado el momento. Aunque ahora la barca se desplazaba a mayor velocidad que si estuviera impulsada por dos vigorosos remeros a favor de la corriente, esa velocidad aún resultaba insuficiente para dar alcance a Gurunkach, que les llevaba casi dos días y dos noches de ventaja.
—¿Va bien todo? —quiso saber Asilmina, pasándole un brazo sobre los hombros.
—Sí, bien, todavía tengo fuerza como para impulsarnos un poco, pero luego quedaré vacío, y entonces para poder renovar los hechizos cuando la magia se haya disipado, necesitaré dormir. En lo posible, siempre que no sea imprescindible, trata de no despertarme. Si navegáis justo por el centro del río no tendría que presentarse ningún problema, pero ten cuidado con los brazos afluentes. Es preciso…
—Que mantengamos la barca sobre el curso principal, de lo contrario iremos a parar a cualquier parte, ya lo sé —completó la hija de los bosques—. No te preocupes, me mantendré atenta.
Él dirigió los ojos hacia el cielo oscurecido, en el cual ya brillaban la luna y algunas estrellas.
—La noche debería ser clara —observó—, pero si no se ve lo suficiente como para dirigir la embarcación, despertadme de todas maneras, yo os proporcionaré luz.
Agradeció a su compañera que asintiera sin discusiones, ahorrándole una discusión inútil. Ella sólo iba a molestarle si se presentaba alguna emergencia, Alad lo sabía. Crear una pequeña fuente de luz era el único secreto que el mago había podido arrancar a la magia del fuego antes de tener que interrumpir su estudio, y la dominaba tan poco que tenía que derrochar grandes cantidades de energía para la consecución de unos resultados bien pobres.
Alad pasó las piernas por encima de una banqueta para situarse detrás del mástil de la embarcación, renunciando a repetir unos consejos que Asilmina ya había oído antes, también porque la sabía tan capaz de hacer frente a cualquier imprevisto como él mismo, o incluso mejor.
—¡Cuando haya viento iza la vela! —ordenó a Pirig.
—Sólo tendrás que ordenármelo —respondió el joven, solícito.
—¿Sabes qué es el viento? —pregunto Alad.
—Sí, por supuesto.
—Entonces, cuando lo haya, iza la vela si quieres. Si no, lo hará Asilmina. Tú no necesitas órdenes, y de todas maneras yo no estaré en condiciones de dártelas.
Pirig sofocó una mueca de contrariedad al oír a sus espaldas el estallido de risa de Nadua.
—Izaré la vela —declaró, enfurruñado.
Satisfecho, Alad se sentó al pie del palo mayor de la barca y volvió a cerrar los ojos. Esta vez fue al aire a quien se dirigió, que para un mago era el elemento más fácil de manipular por el hecho de que se encontraba en permanente contacto con él, tanto interna como exteriormente.
Fácil no significaba sin esfuerzo: tal como había previsto, gastó sus últimos recursos en ello y a continuación tan sólo le quedaron fuerzas para acostarse, apenas consciente. Había convocado una brisa poderosa, regular, tan localizada y fiel como el fenómeno acuático, que hinchaba la vela debidamente izada por un Pirig de expresión firme.
Alad ya casi se había dormido cuando Asilmina le echó por encima la manta que había cubierto a Nadua en el carromato. La barca, cuya popa era algo más baja que la proa, navegaba ahora más rápido de lo que ninguna otra pudiera hacerlo jamás sobre el Eufrates, desplegando grandes abanicos de agua a los lados, que volvían a caer en el lecho en medio de un diluvio de salpicaduras, y dejando tras de sí una larga estela de espuma. Mientras mantuviera semejante velocidad, ni siquiera un caballo lanzado al galope sería capaz de darle alcance, y ningún arquero tendría la suficiente habilidad como para acertar a sus ocupantes.
—¡Es extraordinario! —exclamó Nadua, radiante—. ¡Seguro que éste es el mago más grande del mundo!
Asilmina se encogió de hombros.
—En todo caso es el único de su especie. De los otros no puedo hablar. Creo que su hermano es más poderoso que él, pero quizá sea sólo que Alad le tiene miedo. Y con motivo, por otra parte. Enerech cuenta con una ventaja: no retrocede ante nada.
—Creía que era el caso de todos los magos —observó la joven—, pero Yichban… Alad… —Nadua volvió a sonreír—, ¡parece tan amable!
—Lo es: ésa es su mayor virtud, pero también es su mayor defecto —respondió Asilmina, misteriosa. Luego, observando a ambos jóvenes, repuso—: No dudéis en dormir también vosotros: yo me haré cargo del timón.
—También tú deberías descansar un poco —protestó Nadua—, podemos relevarnos.
—Yo no lo necesito tanto como vosotros —aseguró la hija de los bosques sonriendo con el costado de la boca—. Ése es el privilegio de la madurez.