Capítulo XXV

—Fue culpa mía —prosiguió Alad un poco más tarde, cuando se tomaban un breve descanso, acariciando entre tanto los cubiletes de cerveza—. Debí volver la cabeza en el momento en que me miró, pero quise desafiarlo y le sostuve la mirada. Sin duda hace falta algo más que raparse la cabeza para engañar a un hermano, aunque haya pasado tantísimo tiempo.

—¿Y en qué cambia las cosas el hecho de que te haya reconocido? —preguntó Asilmina—. Lo importante es que no hayas tenido miedo a enfrentarte con él.

—Pero ahora no escatimará esfuerzos para encontrarme.

Ella se encogió de hombros.

—Ya no ahorrará tampoco ninguno para encontrarlos a ellos dos. Hará que los busquen por la ciudad, casa por casa. No podemos quedarnos aquí. Es preciso que abandonemos Uruk en seguida.

—¿Abandonar Uruk? —intervino Nadua—. Creía que todas las puertas de la ciudad estaban cerradas.

—Y lo están. Haremos que nos abran una.

—¿Y para irnos adónde?

—Nos marcharemos hacia el norte.

—¿Hacia el norte, eh? —ironizó Pirig con falsa alegría—. Estaba seguro de ello: ¡sois traidores! Sois los magos acadios que me encantaron para que diera muerte al príncipe y…

—¡Cállate! —gritó Nadua, con sequedad—. Insultas a la gente que acaba de salvarte la vida.

Él obedeció sin discutir, aunque con señales inequívocas de estar furioso. Sus anfitriones no parecían ofendidos.

—¿Quién te ha dicho que fueron magos quienes te hechizaron? —le preguntó Alad en tono persuasivo.

—¡Responde! —le ordenó Nadua, al ver que Pirig mantenía la cabeza gacha y los labios torcidos en una mueca que traslucía terquedad.

—Ha sido el En —declaró el joven a su pesar.

—¿Y a él quién se lo dijo?

Pirig observó a su interlocutor con estupefacción.

—¡Pero bueno… él! Él es el En… Habla con los dioses…

—Él sólo interpreta los augurios —corrigió Alad—. Y no es frecuente que los augurios digan algo tan preciso como: «Pirig ha sido hechizado por magos acadios para que asesine al príncipe Enkalam».

—¡Mi sueño! —exclamó Pirig—. ¡Ha interpretado mi sueño!

—¿En él había magos acadios?

—No, pero… —Se tomó la cabeza entre las manos—. Yo he sido encantado, de otra manera no podría haber olvidado todo lo que he hecho.

—Yo no he dicho que tú no hayas sido hechizado. Incluso estoy seguro de que lo fuiste, pero no por quien tú crees que lo hizo. Reflexiona: ¿quién estaba presente cada vez que has perdido el control de tus acciones?

Cuando el joven hubo respondido, Alad prosiguió:

—En los dos casos, Enerech estaba allí. Y ahora dime: ¿acaso no te miró a los ojos con fijeza?

—No —respondió Pirig, sin vacilar. No obstante la confianza pareció abandonarlo en seguida, porque frunció el entrecejo antes de agregar—: Tal vez sí. No estoy seguro de ello…

—Piénsalo bien. Si haces un esfuerzo, verás que tu último recuerdo antes de cada una de esas pérdidas de memoria es la mirada del En buscando el fondo de la tuya.

Antes de proseguir, Alad se impuso una breve pausa.

—La última vez que vi a mi hermano ya estaba estudiando esa magia de dominación. No sé si será capaz de dirigir un hombre a distancia, como pretende que los acadios han hecho contigo, pero no le cuesta lo más mínimo controlar a una persona que se encuentre en su presencia.

—¿Quieres decir que el En es un mago? —se asombró Nadua.

—Sí. Y yo también lo soy. Supongo que habrás comprendido que la calle no se abrió por sí sola hace un rato. Enerech dominó a Pirig para que él matara al príncipe. Luego, cuando os eligió a ambos como sustitutos, hizo asesinar a tu hermano y a los primos de nuestro amigo, para evitar que éstos le trajeran problemas. Salvo vosotros dos, todo el mundo sabía ayer que seríais ejecutados cuando terminara el ritual.

—¿Pero por qué ha hecho eso? —vociferó Pirig cuyo rostro se había vuelto púrpura.

Era evidente que el examen de sus recuerdos había resultado tan fructífero como desesperante. En la expresión del joven el disgusto competía con la cólera.

—¿Por qué a mí? ¿Y por qué me ha hecho matar al príncipe?

Alad le apoyó una mano tranquilizadora sobre el brazo.

—¡Cálmate! En mi opinión, te ha elegido porque tú llegaste a él en el momento en que te necesitaba. Habría podido ser cualquier otro. En cuanto al motivo para dar muerte al príncipe… No tengo la menor idea: tal vez no le interese debilitar el reino. Salvo que sea un aliado secreto de Sargón. Sé que Gurunkach ha partido hacia…

—El En no es aliado de Sargón —afirmó de pronto Nadua—, puesto que si así fuera no querría hacerlo asesinar. —Todos pusieron en ella unos ojos más o menos desorbitados—. Le oí hablar de ello con Erchemma ayer por la mañana. Creían que estaba dormida, y yo tenía en cierto modo la impresión de estar soñando, pero eso era la realidad, estoy segura de ello ahora. El En decía que Gurunkach había salido hacia Acadia y que iba a dar muerte a Sargón.

—¿Y Erchemma lo sabe? —Se asombró Asilmina—, los humanos cuentan a una mujer los secretos de Estado. Ésa es una novedad.

—En mi opinión, el padre y el marido de ella ignoran que ella está al tanto —respondió la joven—. Aunque no estoy del todo segura porque casi deliraba, tengo la impresión de que son amantes. El En y la princesa, quiero decir…

—Esto se pone cada vez más interesante —evaluó Alad con una risita—, una facción dentro de una facción. En eso sí que reconozco bien a mi hermano: nunca se puede saber realmente por quién combate, porque de hecho no combate más que para él mismo. En cualquier caso, eso corrobora lo que he oído. Gurunkach ha partido hacia Acadia, y debe asesinar a Sargón con la ayuda de Chelibir. Debí pensar en ello tan pronto como oí ese nombre.

—¿Chelibir?

—Es otro mago. Un hombre del norte que estuvo exiliado en el sur durante mucho tiempo. Era sacerdote en uno de los templos de Ereshkigal, antes de que sus superiores lo expulsaran cuando descubrieron ciertas prácticas a las que se entregaba. —Alad frunció la nariz—. Era tan repugnante que quisieron condenarlo a muerte, pero desapareció de una manera misteriosa. Me pregunto si Enerech no tendría algo que ver en eso. El otro día dijo que Chelibir tenía una deuda con él, y sé que ya entonces se conocían, hace más de veinte años.

—Tu hermano debía de ser muy joven —observó Nadua.

—Enerech es… es más viejo de lo que parece. Sea como sea, con Chelibir y Gurunkach coligados contra él, Sargón es un muerto con prórroga. Debo encontrar alguna manera de ayudarlo. O, al menos, de ponerle sobre aviso.

—¿Por qué? —preguntó Nadua—, ¿en qué te concierne ese asunto?

—El territorio de Sargón es todavía demasiado nuevo como para prescindir de él —explicó Asilmina—, si queda privado de cabeza, se desmoronará. Lugalzaggizi aplastará a las provincias una tras otra.

—Y tan pronto como Lugalzaggizi se apodere de todo el País entre dos ríos —concluyó Alad—, Enerech ocupará su lugar. Ya ha comenzado a trabajar en esa dirección.

Nadua se encogió de hombros.

—¿Crees que Sargón será un mejor soberano?

—Quizá no, pero eso no tiene ninguna importancia. No podría ser peor.

—Tanto da que les digamos por qué —sugirió la hija de los bosques—. De todas maneras, acabarían por saberlo.

Alad dudó un momento, luego soltó un largo suspiro.

—Porque al menos Sargón no es inmortal. —Dijo por fin, y en seguida levantó la mano para desalentar toda pregunta—. Ya os lo explicaré todo más adelante, por el momento no tenemos tiempo: Gurunkach nos ha tomado mucha ventaja. Se me ha ocurrido algo para que podamos darle alcance, pero en primer lugar necesitamos marcharnos de la ciudad. Voy a uncir los animales a la carreta. Prepáralos, Asilmina.

—Si eres un mago sólo tendrás que dominar a los guardias de la puerta —supuso Nadua mientras se levantaba.

—Yo no tengo esa clase de poderes. Todos los magos no somos iguales.

—¿Y ese Chelibir, qué clase de magia practica en realidad? —preguntó Asilmina.

—La más negra. Hace cosas que ni siquiera mi hermano se atrevería a probar sin ponerse a temblar.

—¿Y es a él a quien vamos a enfrentarnos? —Dijo la joven, indecisa entre la ironía y la inquietud—. Sí que es un plan alentador.

—Pirig y tú no tendréis que combatir —aseguró Alad—, nos acompañaréis porque será en Acadia donde correréis menos peligro, pero tan pronto como lleguemos a un lugar seguro nos despediremos de vosotros.

Cuando Alad salió, Asilmina quiso explicarles a sus compañeros lo que esperaban de ellos. Pero apenas había abierto la boca cuando Nadua la interrumpió.

—No —dijo la chica con firmeza—, no nos diremos adiós.

Como la hija de los bosques la miraba sin llegar a comprender sus palabras, Nadua prosiguió:

—Yo ya no tengo a nadie ahora, a ninguna persona. Sólo os tengo a vosotros dos, si es que vosotros me queréis a mí.

—Hace un rato llevabais joyas muy valiosas —objetó Asilmina—. Si las vendéis en Acadia, podréis estableceros. Allí comenzaréis una nueva vida. Tú no tendrás problemas para encontrar marido si te haces pasar por viuda, y…

—Yo no quiero un marido. Ya tengo uno, he estado a punto de tener otro, y no tengo prisa alguna por encontrar un tercero. No comprendes lo que intento decirte… Los dioses no han querido que tenga una vida normal, y ahora ya no me quedan ganas de tenerla. Ante ellos no puedo hacer otra cosa que inclinarme, pero puedo combatir sus instrumentos. Mi hermano ha sido asesinado por ese Gurunkach, por las órdenes del En. No dejaré pasar esta ocasión de vengarlo. Además, es posible que vaya a Susa, en Elam, para esperar a otro y vengarme a mí misma.

—Estás en tu derecho —consintió Asilmina sin entusiasmo.

—¿Crees que podremos ser útiles?

—Por supuesto. Eres la única entre todos nosotros que puede hacerse pasar por acadia. Tú podrás abrirnos puertas. Y el brazo de Pirig también será bienvenido: Alad y yo no valemos gran cosa con un arma. Pero… ¿tú no estás decidiendo un poco rápido por ambos?

—Pirig es mi esclavo. Hará cuanto le mande hacer. ¿No es así, Pirig?

Desde que tomara conciencia de los hechos, el joven se mantenía con la piel del rostro de color rojo púrpura. En sus rasgos faciales se mezclaban mil emociones diferentes.

—Eso es verdad… —respondió, con lentitud—. Pero no es necesario que me den órdenes: yo también debo vengar a mis primos.

Cuando quiso poner una mano sobre el brazo de Nadua, ésta lo apartó con tanto ímpetu como si los dedos de Pirig fuesen insectos venenosos.

—Ya no tienes nada que temer de mí —insistió—. Ya no volveré a hacerte daño, y te suplico que me perdones. Estuve ciego, y me odio por ello.

Ella le dedicó una mirada rencorosa, que en seguida cambió por una mueca cínica que resultaba chocante en un rostro tan joven.

—No has estado ciego, has sido servil —replicó ella—, y además te ha gustado, claro que sí. Te tendré bajo mi mando y te daré órdenes. ¡Eres muy eficaz cuando recibes instrucciones! Si no tuvieras a nadie a quien obedecer, no sabrías qué hacer con tu vida. En cuanto a tus remordimientos, no te preocupes: el día en que te libere de tu juramento será porque tú te habrás redimido al menos doce veces. Siempre que llegues vivo hasta ese día, por supuesto.

—Te has vuelto dura —observó Asilmina—. No es un reproche, también tienes derecho a ello. Pero puede hacerte daño.

—Ya nada me puede hacer daño. —Declaró Nadua, a punto de echarse a llorar, aunque negándose a ceder al reclamo de las lágrimas—, y además, quién sabe: quizá siempre haya sido dura. Sólo que no me había dado cuenta porque también a mí me habían acostumbrado a obedecer. Y ahora que ya no tengo ningún amo y señor, ya no quiero volver a tenerlo. ¿Qué decía Yichban hace un momento? Ya no necesito andar encorvado… —Elevó hacia la hija de los bosques una mirada húmeda pero firme—. Dices que no vales gran cosa con un arma, ¿pero sabes al menos servirte de un cuchillo?

—Sí.

—Entonces, tan pronto como tengas tiempo enséñame, por favor: la próxima vez que apuñale a un hombre no quiero que pueda pedir socorro.