Pirig regresó agotado de la revista de inspección de las tropas, y con las nalgas doloridas por haberse pasado todo el día sobre el lomo de un asno. Después de una o dos tentativas desafortunadas, renunciaron a confiarle un caballo. Aunque cumpliera con sus obligaciones de buena gana, lo cierto es que se había aburrido. Era un soldado novato, y no tenía criterio para evaluar la disposición de las tropas, de modo que se limitó a repetir las alabanzas o las reprobaciones que le susurraba Charil.
Aunque no tuviese carisma, como el En, Pirig ya no encontraba tan antipático al marido de Erchemma. Era un hombre dotado de una gran autoridad natural, duro por necesidad, pero sin duda no más malo que los demás. En cualquier caso, lo trataba con el mismo respeto que a los otros oficiales, y ello no parecía deberse al miedo ni al deseo de adularlo. Debían perdonársele sus salidas de tono verbales; en su lugar, Pirig también habría tomado a mal ver que un extraño se atribuía las prerrogativas de su soberano y amigo personal.
El joven sentía mucha pena, puesto que había esperado con impaciencia el momento de reencontrarse con sus propios compañeros, para disfrutar de la sorpresa que iba a producirles el verle con las insignias y los atributos reales. Ni siquiera el jefe de sección, que le había pronosticado un rápido ascenso, hubiese podido imaginar que alguna vez pudiera encontrarse en semejante situación. Sin embargo, cuando el general Charil le anunció que regresaban, la unidad a la que Pirig había pertenecido era una de las pocas a las que no habían pasado la revista. Cuando manifestó su sorpresa por ello, le explicaron que dos días antes el rey ya se había ocupado de aquella sección, y que además no habría sido buena idea provocar la envidia de sus antiguos compañeros. Al principio, a Pirig tales argumentos le parecieron mentiras, pero incapaz de encontrar otras razones válidas, terminó por despreocuparse del asunto.
Cuando regresó al palacio insistió en ponerse al tanto de las novedades relativas a Nadua. El general no puso objeción alguna, pues le pareció un nuevo punto a favor del sustituto.
La joven mujer había ocupado sus pensamientos una y otra vez a lo largo de la jornada. Le acosaba un sentimiento de culpa, en parte debido al comportamiento de Erchemma, quien, antes de que su marido le impusiera silencio, se había mostrado escandalizada. Aunque se repitiera que no había tenido otra salida, Pirig lamentaba haber tenido que golpear a Nadua. Era por eso mismo, pensaba, por lo que había tenido que volver a hacerle el amor, para no dejarle una mala impresión, de otra manera habría podido controlar la excitación, estaba convencido de ello. Ahora se preguntaba si había procedido bien, y si ella no se había dejado hacer sólo porque estaba enferma, tal como creía la princesa. Sea como fuere, nunca volvería a poseerla por la fuerza: en adelante consultaría su voluntad, y prefería creer que ella consentiría.
Tan pronto como la vio comprendió que el problema no se plantearía en esos términos. El estado de Nadua apenas había mejorado desde la mañana; aún tenía fiebre y, aunque se encontrara a medias consciente, eran pocas las frases coherentes que conseguía pronunciar. El médico había vuelto a visitarla un poco antes, y con la ayuda de la esclava que le asignara Erchemma —la princesa se había cansado en seguida de prestar asistencia a la enferma—, le había hecho beber una nueva poción que no le hizo ningún efecto notable.
—No hay nada que vuestra altísima señoría pueda hacer —declaró Charil al comprobar la apenada expresión de Pirig—, ahora lo que debéis hacer es ocuparos de vuestra higiene personal, y luego presidir la cena. Después, volveréis a reuniros con la reina… A menos que esta noche prefiráis la visita de alguna esclava que os caliente la cama.
El joven rechazó la propuesta. Se sentía responsable de las dificultades de Nadua, y quería permanecer junto a ella para ayudarle si fuese necesario. De ahí que saliera con desgana de la habitación, para seguir al general y cumplir con sus deberes reales.
Deberes que en la presente jornada asumió mucho mejor que la víspera por el hecho de encontrarse animado por unos cuantos cubiletes de cerveza. Esta vez no esperó a que le sugiriesen abandonar la mesa: cuando se hartó de la compañía de los cortesanos que lo trataban con hipócrita cortesía, se puso de pie, con voz firme deseó buenas noches a la concurrencia e indicó a un sirviente que tenía una antorcha en la mano que lo acompañara. Regresó a sus aposentos sin consultar siquiera la opinión de Charil, en cuyos ojos creyó advertir por primera vez un brillo de aprobación.
Nadua dormía cuando Pirig se unió a ella. Después de haber despedido a la esclava de Erchemma, estuvo un momento sentado cerca de la joven, observándola, ya enternecido, ya incómodo, y luego se desnudó para acostarse a su lado, sin tocarla.
Poco después, fatigado por la dura jornada, también le llegó la hora de hundirse en el sueño.
Asilmina evolucionaba en la piedra todavía con mayor facilidad que Alad, tal vez porque estaba habituada desde su más tierna infancia a fundirse en la sustancia de la madera, una experiencia diferente, aunque emparentada con la actual. Sagaz e intuitiva, consiguió llegar al subsuelo del palacio evitando aparecer en medio de los calabozos, luego ascendió a través de los muros. Cuando estuvo a nivel del sector de las habitaciones, las fue visitando una tras otra. Por fortuna la noche era clara, y la luz de la luna que entraba por las ventanas le ahorró el esfuerzo de acercarse demasiado a las esterillas para identificar a sus ocupantes.
No habría podido decir cuánto rato había pasado cuando descubrió a Pirig y a Nadua. Ambos estaban dormidos, pero ella consideraba que aún disponía de un margen de tiempo que le permitía actuar con seguridad.
Como había llegado por el techo, se dejó caer a través de la pared e hizo pie en la habitación. Una lámpara de aceite olvidada seguía ardiendo a los pies de la esterilla, e iluminaba los rostros de los dos jóvenes. Pirig roncaba de manera apacible, mientras que Nadua, brillante de sudor, parecía presa de un sueño agitado. Tenía el labio inferior tumefacto, lo cual venía a probar que la habían maltratado, sin duda los guardias que la habían detenido.
Asilmina se acuclilló cerca de ella, y le tapó la boca con la mano para evitar que gritara a causa de la sorpresa, al tiempo que se armaba con la más tranquilizadora de sus sonrisas. La reacción de la joven mujer la sorprendió por completo. En lugar de abrir los ojos Nadua los dilató. Y aunque la mordaza de carne de las manos de Asilmina sofocaron su alarido, ello no impidió que se resistiera, que se levantara de la cama y moviera los brazos y las piernas intentando golpearla porque la tomaba por un agresor. En sus rasgos se reflejaba un horror cabal.
En seguida Pirig dejó escapar un gruñido y se incorporó sobresaltado, porque una involuntaria patada de su compañera acababa de despertarlo.
—¿Pero qué es…? —soltó—. ¡Eh!, ¿qué estás haciendo aquí? ¿Cómo has entrado? ¡Suéltala inmediatamente!
Asilmina consideró que lo mejor era obedecer. Levantó las manos indicándoles que se tranquilizaran y, sin dejar de sonreír, se apartó de la esterilla.
—Calmaos ambos —dijo en voz baja—. No gritéis. Estoy aquí para ayudaros.
La imagen que ofrecía era la de una joven mujer de escasa estatura, más bien bonita, y completamente desnuda por añadidura. Así pues, no podían considerarla muy peligrosa, pensaba ella. Pero eso, porque había olvidado tener en cuenta un detalle que Pirig se ocupó en seguida de traerle a la memoria.
—¿Pero qué le pasa a tu pelo? ¿Eres una especie de demonio o qué?
Asilmina se sobresaltó, al tiempo que se llevaba la mano al largo pelo que, tal como pudo comprobar, había recuperado su color verde claro original. El encantamiento sólo había actuado sobre su cuerpo. La nogalina que había usado para teñirse, incapaz de seguirla por el subsuelo, debió de quedarse en la calleja formando un pequeño charco. Alad y ella habían sido estúpidos por no haber pensado en ello.
—No soy un demonio —afirmó—, y sea quien sea, lo cierto es que estoy aquí porque he venido a ayudaros. Así que lo mejor que podéis hacer es escucharme.
Nadua ya no intentaba seguir gritando, pero su actitud seguía resultando sorprendente: apoyada sobre un codo, respiraba de manera jadeante y ruidosa, parpadeando una y otra vez, como si tuviera dificultades visuales.
Pirig había saltado de la cama y parecía buscar un objeto del cual pudiera servirse como arma.
—¡Mientes! —exclamó, furioso—. Yo soy el rey, y voy a llamar a la guardia.
Mientras Asilmina, de manera instintiva, le bloqueaba el paso que conducía a la antecámara, el joven pareció comprender de pronto que estaba desnudo, de manera que recogió el ceñidor del suelo y se lo ajustó aprisa.
—No eres el rey —lo corrigió la hija de los bosques—. Eres Pirig, el sustituto real, y si no me escuchas, en muy pocos días estarás muerto. Y ella también.
Al oír aquellas palabras, Nadua dejó escapar un débil grito de espanto.
—¿Lo has visto? —exclamó el hombre—. La has asustado. —Luego, con desconcierto, añadió—: ¿Cómo has sabido mi verdadero nombre?
—Sé quién eres porque ya nos habíamos visto antes, pero en ese momento yo estaba disfrazada. —Adoptó la voz ronca y el tono vulgar de la madre Yigal, para agregar—: ¿No recuerdas acaso a la mujer con la cual subiste la otra noche en mi taberna, soldado? En cambio, ella sí que te recuerda a ti. A ti y a tus primos.
Con el rabillo del ojo observó que Nadua sacudía la cabeza, como si quisiera obligarla a que sus pensamientos se ordenaran. En cuanto a Pirig, parecía cada vez más horrorizado. Una chispa de inteligencia brilló de pronto en sus ojos.
—¡Esto es magia! Eres una maga acadia. Has venido aquí para jugar conmigo, pero no lo conseguirás. ¡Te aplastaré como si fueses un escorpión!
La hija de los bosques no temía por su seguridad, si las cosas se complicaban no tenía más que hundirse en la piedra para ponerse fuera de peligro. Pero semejante prodigio no habría servido justamente para tranquilizar y persuadir al joven Pirig.
—¡Mírame bien! —respondió con su voz normal—. ¿Te parezco una acadia? —Abrió los brazos y suspiró con irritación—. Me pregunto por qué estoy tomándome tanto trabajo para salvaros la vida. ¿Vas a escucharme o no?
Sin responder, él se acercó un poco más con los puños cerrados. El miedo a estar enfrentándose con un ser sobrenatural le impedía lanzarse al ataque, pero no iba a tardar en superarlo, e incluso en llamar a los guardianes a quien la hija de los bosques había visto apostados a la entrada de los aposentos reales. Asilmina debía encontrar de inmediato el medio de ganarse la confianza del joven, de lo contrario se vería obligada a marcharse, y entonces el plan que había ideado con Alad se vendría abajo.
Lo que Asilmina vio en aquel momento a espaldas de Pirig, la obligó a seguir acaparando su atención.
—¿Sabes lo que ocurrirá cuando finalice el ritual? —preguntó, esforzándose para mirarlo sólo a él—. Ambos seréis empalados para que los dioses se satisfagan con la muerte de un rey, y dejen de amenazar al auténtico soberano. ¿No te lo habían dicho, eh?
La conmoción lo dejó paralizado, pero sólo duró un momento.
—¡Mientes! —repitió—. Intentas conseguir que me vuelva contra mis señores, pero no podrás conseguirlo. —Pirig inspiró muy hondo antes de vociferar—: ¡A mí…!
«¡A mí la guardia!», había querido gritar. Sin embargo, no tuvo tiempo de pronunciar más de dos sílabas. El golpe que recibió en la cabeza le hizo caer de rodillas. Después de pendular hacia atrás y hacia adelante un momento, puso los ojos en blanco y se derrumbó de cara al suelo.
Realizando un gran esfuerzo, Nadua también se había levantado. Aunque era evidente que aún estaba débil, había podido levantar la bacinilla de cerámica que estaba cerca de la esterilla, y con pasos tambaleantes se aproximó a Pirig. Con ambas manos, levantó el objeto de cerámica sobre la cabeza del joven y le golpeó el cráneo, después de haber descrito en el aire una amplia trayectoria circular con su improvisada arma. El recipiente se había hecho añicos a causa del choque, y la hija de los bosques había experimentado una especie de alivio al comprobar que estaba vacío.
Nadua perdió el sostén de sus propias piernas al mismo tiempo que Pirig se derrumbaba, y habría caído si Asilmina no se hubiese apresurado a sostenerla.
—Yo… —masculló—. Fiebre…
—Ven. Acuéstate. Voy a curarte.
Los miembros del la Comunidad no solían enfermar. Cuando les ocurría lo normal era que muriesen, puesto que se trataba entonces de una enfermedad incurable, pero las dolencias benignas no tenían efecto alguno en ellos. Según decía la reina, poseían un organismo que las eliminaba apenas se manifestaban, sin necesidad de contar con la voluntad de ellos. Esa teoría explicaba que fueran capaces de curar esas mismas enfermedades en los seres humanos que habían perdido la inmunidad a esas afecciones en el transcurso de las generaciones.
Más que acostarse, Nadua se dejó caer sobre el lecho, apenas consciente y con la respiración acezante. Asilmina se arrodilló a su lado, le tomó el rostro entre las manos y recurrió al poder. Esa magia innata no exigía entonar ensalmos ni concentrarse de manera alguna, sólo reclamaba la voluntad de la hija de los bosques, y puesto que la enfermedad de la joven era de lo más corriente, desapareció en el tiempo de tres latidos.
Luego abrió los ojos como platos, como si estuviera asombrada de seguir viviendo.
—¿Yigal? —pronunció—. He reconocido tu… —se irguió apoyándose en los codos—. ¡Tú no eres Yigal! ¿Cómo puede ser que…?
—Tranquilízate, bonita. Claro que soy yo. Ya te lo explicaré todo más tarde, ahora no tenemos tiempo.
—Entonces tenía razón, era la realidad —Nadua palpó la espalda de Asilmina para asegurarse de que ésta era real—. Y lo demás también… ¿Nos van a matar, verdad? Lo había oído decir, pero no estaba segura de si lo había soñado. ¡Me sentía tan mal…!
—Si haces lo que te digo, nadie os matará. ¡Escúchame un momento! Es preciso que verifique que Pirig sigue vivo. Parece tener la cabeza dura, pero nunca se sabe.
Cuando la hija de los bosques regresó junto al joven soldado para buscarle el pulso en la garganta, Nadua resopló despreciativa.
—No es que tenga la cabeza dura, la tiene vacía del todo —silbó, antes de agregar—: espero que se haya muerto.
—Lo siento, pero sólo está desmayado. —Asilmina le dirigió una mirada de asombro—: ¿Qué es lo que ha sucedido?
La respuesta, entrecortada por los sollozos de la chica primero inspiró a la hija de los bosques una mueca de contrariedad. Luego, se compadeció de Nadua y la abrazó con fuerza. En seguida, hablándole suavemente, en tono persuasivo, le explicó en qué consistía exactamente el ritual y por qué era importante, si es que quería vivir, que también Pirig viviera y que consiguiese la colaboración de éste en el proyecto de fuga.
—Pero si es tan devoto del En como tú dices, las cosas podrían llegar a complicarse mucho —acabó Asilmina—. A menos que tú… ¿Serás capaz de encajar una muy mala noticia?
Nadua se encogió de hombros.
—En las circunstancias en que me encuentro…
Asilmina la puso al tanto de la muerte de su hermano, lo cual produjo en ella una reacción menos violenta de lo que temía. No hubo desesperación ni más lágrimas, apenas un breve estremecimiento de tristeza.
—Entonces en verdad ya no me queda nadie más… —comprobó con amargura la joven.
—Aún vives y tienes amigos —corrigió la hija de los bosques—. Eso no está nada mal. Ahora perdóname, pero ya no puedo demorarme más: es preciso que acabe de decirte de una vez lo que debo decirte. Tu hermano ha sido asesinado, sí, y los primos de Pirig también. Todos por el mismo hombre, Gurunkach, el primer servidor del En. Quizá si este joven imbécil lo supiera se mostraría menos dispuesto a complacer a su nuevo señor.
—Si se lo digo yo no lo creerá. ¿No lo has oído? Sólo cree lo que le da la gana creer.
—Podrá comprobarlo si pide que pongan a su servicio a sus dos primos. Entonces ya podrá saber lo que van a responderle. —Y en un tono más serio repuso—: Ahora todo depende de ti. Te queda el resto de la noche para decidirle a ayudarnos. Si no lo consigues, nuestra tentativa de mañana fracasará, y nos ejecutarán a todos.
—¿Por qué hacéis esto? —quiso saber Nadua, súbitamente—, ¿es sólo por salvarnos la vida a nosotros?
Asilmina vaciló un segundo, luego eligió la sinceridad.
—No. Alad y yo tenemos proyectos de mayor alcance. Pero ya se me ha acabado el tiempo para decirte más, por ahora.
La joven asintió con un mudo movimiento de cabeza al tiempo que se enjugaba los ojos con las manos, luego fijó una mirada llena de resolución en la de Asilmina.
—Lo intentaré —afirmó—. Pero para ello, antes de que te vayas es necesario que me ayudes a hacer algo.
De lo primero que Pirig tuvo conciencia fue del dolor de cabeza que lo atormentaba. Pero cuando intentó llevarse una mano al cráneo, incluso antes de abrir los ojos, se dio cuenta de que no podía. Le llevó varios minutos comprender que tenía las manos atadas, al igual que los pies. Enloquecido, levantó los párpados con brusquedad, quiso gritar, pero advirtió que tampoco podía hacerlo: tenía un trozo de tela metido en la boca, y encima de éste habían atado una resistente mordaza. Un escalofrío le recorrió el cuerpo: la maga acadia lo había capturado, ¿pero qué querría hacerle ahora?
—¿Has despertado? —oyó decir detrás de él—. Perfecto: ahora vamos a hablar.
Al mismo tiempo que recuperaba la conciencia, pudo comprender que se encontraba todavía en los aposentos reales, acurrucado cerca del lugar donde se había caído. Se acostó de espaldas, recogió las piernas por debajo, y con un golpe de cintura consiguió ponerse de rodillas. Cuando se disponía a volverse, un fuerte golpe en medio de la espalda lo lanzó hacia adelante. Pudo girar la cabeza justo a tiempo para no aplastarse la nariz contra el suelo, pero de todas maneras fue su cabeza la que se estrelló con fuerza, multiplicando un dolor que ya era intenso. A través de la mordaza se le escapó un gemido.
—¿Duele, eh? —repuso la voz fría y despreocupada que al fin consiguió identificar—. Tanto mejor.
Cuando rodó de nuevo para quedar de espaldas, descubrió a Nadua de pie encima de él vestida con una túnica oscura y opaca que la cubría de pies a cabeza, dejándole desnudos sólo los brazos y uno de los hombros. La enfermedad parecía haberse esfumado. Ya no se tambaleaba, su cara había perdido el brillo del sudor, tenía la mirada clara; y dura. Pirig abrió mucho los ojos al comprobar que ella empuñaba un fragmento de cerámica largo y afilado como si se tratase de un puñal.
—Quiero darte las gracias —dijo ella, con los pies a ambos lados de su pecho, antes de sentarse sobre su vientre sin la menor suavidad—. Me has dado una buena lección: me has enseñado que cuando se quiere algo hay que tomarlo por cualquier medio, aunque se haga daño a alguien. Ayer tú me querías, me tomaste y me hiciste mucho daño. —Sonrió de una manera inquietante—. Ahora soy yo quien quiere algo…
Pirig se puso tenso. Nadua había cambiado: ya no era el pajarillo espantado e irritado de la víspera. Tenía los ojos secos, las manos ya no le temblaban. ¿Qué magia había usado la acadia para conseguir semejante metamorfosis? A pesar de las palabras de la joven, lo único que se le ocurría era que aquello debía de ser cosa del «mago».
El trozo cortante de cerámica paseaba por debajo de su garganta, de una oreja hasta la otra.
—Debería matarte —repuso Nadua—. Tengo ganas de hacerlo. Por otra parte, tal vez lo haga alguna vez; tengo la impresión de que eso me calmaría. —Volvió a sonreír—, pero no hoy. Parece que es necesario que tú vivas todavía un poco más si yo quiero tener también una posibilidad de salir de esto con vida. Y también parece que es preciso que tú colabores. —La punta del improvisado puñal descendió lentamente sobre el torso del joven, desde su garganta hasta su ombligo, donde quedó apoyado—. ¿Crees que si presiono te haría daño?
Ella levantó con brusquedad el brazo que sostenía el fragmento de cerámica. Pirig sacudió la cabeza con los ojos desorbitados. Esta vez fue él quien se cubrió de sudor.
Nadua estalló en una carcajada cristalina.
—¡Qué animal eres! Acabo de decirte que no iba a matarte, ¿no lo has oído? —El trozo cortante quedó sobre el vientre desnudo del joven—, ni siquiera puedo marcarte como me gustaría: ellos lo verían de inmediato. —Pareció asaltada por una idea súbita—, a menos que lo haga en un sitio bien oculto…
Pirig sintió que un nuevo escalofrío volvía a hacerle temblar el cuerpo de pies a cabeza. Entonces, ella retrocedió para sentársele sobre los muslos. Le quitó el ceñidor con un gesto decidido.
—Está claro que las cosas resultan mucho menos impresionantes cuando quien tiene miedo es el otro, ¿verdad? —observó ella.
Nadua le plantó el pincho de cerámica en la ingle, y presionó un poco, apenas bastante como para conseguir que brotara una gota de sangre. El joven soldado apretó los dientes bajo la mordaza: el pinchazo no era nada, pero la mujer le amenazaba con un dolor mucho más intenso.
—Ahora tú y yo haremos un trato —repuso Nadua—. Te diré lo que quiero de ti, y tú me jurarás obediencia, por tu cabeza y la de todos los miembros de tu familia, salvo tus dos primos, por supuesto (pronto te explicaré por qué). Si incumples tu juramento, serán los dioses quienes te castiguen, a ti y a todos aquellos a quienes amas. —Suspiró—. Tal vez me castiguen también a mí, pero lo cierto es que ya se han encarnizado en mi persona y yo sigo sin saber qué es lo que he hecho para disgustarlos. De modo que un poco más o un poco menos… —La inquietante sonrisa regresó a los labios de la mujer—, ¿estás dispuesto a colaborar?
Ni siquiera cuando se había despertado en un calabozo sin saber cómo había llegado hasta allí Pirig había sentido tanto miedo como el que lo estremeció en el momento en que el fino y cortante fragmento de cerámica se deslizó bajo sus testículos, y el filo dentado le sajó la piel.
—Porque si te niegas, yo corto —prosiguió Nadua, tranquilamente—. Tal vez no llegue hasta el final. Si te sale demasiada sangre es posible que me desmaye, pero créeme, te cortaré lo bastante como para que no puedas usarlos nunca más y, además, te va a doler mucho.
Pirig, a quien el terror atenazaba el estómago y los riñones, comprendió que ella no pretendía asustarlo solamente. Iba a castrarlo por las buenas. El tono falsamente divertido que usaba y la fijeza de su mirada no le dejaban la menor duda acerca de ello. La crispación le produjo un reflejo doloroso que le ascendió por el espinazo. ¿Acaso Nadua no podía comprender que él no había hecho otra cosa que cumplir las órdenes recibidas?
Tal vez ahora estaba sucediendo lo mismo con ella, pensó Pirig. Acaso la acadia la había hechizado para conducirla a estos extremos. Sí, seguro que se trataba de eso… pero fuera como fuere, eso no cambiaba las cosas en absoluto.
—¿Aceptas prestar juramento? —Le preguntó Nadua mirándole a los ojos—. Asiente con la cabeza si estás de acuerdo. Y date prisa en tomar una decisión.
Si juraba, estaría obligado a hacer lo que ella quisiera. Ello comportaba traicionar a su rey, a su país y, por encima de todo, al En, el hombre gracias al cual aún se encontraba con vida. Ello significaría convertirse en culpable del crimen del cual lo acusaban, cuando en verdad era inocente.
Pero si no juraba…
Una brusca sacudida de la hoja que le amenazaba el escroto lo decidió: no quería acabar de esa manera. Asintió ansiosamente con la cabeza.
—Muy bien —aprobó Nadua—. Ahora voy a quitarte la mordaza. Si gritas, vendrán los guardianes, pero no encontrarán más que a un eunuco, ¿comprendes? —Nuevo movimiento afirmativo con la cabeza—, y si dices algo diferente a «Nadua, juro por todos los dioses, por mi cabeza y por la de todos los miembros de mi familia, servirte hasta que me liberes de este juramento», también comenzaré a cortar.
Esta vez no esperó a su reacción para dejar el trozo de cerámica, inclinarse por encima de Pirig y quitarle la mordaza.
—Te escucho —concluyó la mujer, recuperando el arma de arcilla cocida.
Él experimentó una última vacilación: si aullaba y se resistía con bastante fuerza, tal vez le impediría ejecutar la amenaza antes de que llegaran los guardianes. Pero tal vez no. Y sin duda ella le clavaría el puñal en el corazón con tal de impedir que escapara ileso.
No gritó.
Juró.
—Los dioses te han oído igual que yo —declaró la joven mujer, que en ese momento parecía mayor, como si hubiese envejecido cinco años en una sola noche—. Ahora voy a desatarte y a explicarte por qué tú no combatirás por una causa que es mucho peor de lo que imaginas. Es posible que alguna vez me lo agradezcas… —Le sonrió con toda la boca, y en un tono que sugería que aquella palabra le dejaba en el paladar la misma delicada sensación que una golosina, acabó la frase—… esclavo.