Capítulo XXII

Hubo llantos y alaridos ese día, cuando la madre Yigal anunció que cerraba la taberna. Las mujeres protestaron, afirmando no saber adonde ir, clamando que se las condenaba al ejercicio de la prostitución al pie de la muralla. Algunas pidieron conservar su habitación, aunque fuera pagando un alquiler. Yigal se mostró inflexible: todas debían desalojar el establecimiento esa misma noche. Afirmó a continuación que todas eran lo bastante guapas como para encontrar muy pronto trabajo en otra taberna, incluso en un establecimiento situado en alguno de los barrios buenos. Para acabar de una vez con las recriminaciones, y también porque tenía deseos de hacerlo, entregó a cada una de ellas una pequeña cantidad de metal precioso procedente de las ganancias de los meses pasados, con el cual podrían vivir dos meses sin problemas. Si bien no estaban encantadas ante la perspectiva de tener que marcharse de un establecimiento donde las habían tratado muy bien, al menos se tranquilizaron y pudieron preparar sus ligeros equipajes.

Tan pronto como las mujeres se marcharon, Yigal aseguró la puerta atracándola con una barra. Luego subió a su habitación para quitarse los rellenos, eliminar el maquillaje de su cara y soltar su pelo de color verde claro; para volver a ser Asilmina, pero ahora a plena luz del día por primera vez después de mucho tiempo. Como no disponía de sustancias vegetales con las cuales hacerse un vestido como en el bosque, debió sobreponerse a la repugnancia que le inspiraba la ropa, y se vistió con una corta pero amplia túnica, un mero trozo de tela cuadrado con tres agujeros, uno para meter la cabeza y otros dos para los brazos, en cuyo interior se sentía tan cómoda como le resultaba posible. Luego descendió para reunirse con Alad, quien la esperaba en el gran salón de la taberna, repantigado sobre una banqueta, en una postura que la enfermedad de Yichban no habría permitido. El tiempo de las imitaciones y los simulacros había llegado a su fin.

—¿Has reflexionado? —preguntó él, sin preámbulos.

—Sí. Iré. Sabré convencerlos mejor que tú. Sobre todo a Nadua.

Alad chasqueó la lengua contra el paladar, irritado.

—No podrás llevar nada, sobre todo ningún disfraz. Ella no te reconocerá.

—Sabré hacerme reconocer.

—¿Y no hay nada que pueda decirte para que desistas?

—No, pero puedes impedírmelo si quieres.

Asilmina había pronunciado esa última frase con cierto tono de desafío que sabía inútil: él no iba a contrariarla. En parte porque ella tenía razón, y en parte porque le importaba demasiado como para arriesgarse a enfadarla.

La víspera, tan pronto como Alad hubo regresado, estuvieron discutiendo largamente las acciones a emprender. Ninguno de los dos creía en los augurios ni consideraba que el ritual pudiera tener efecto alguno, pero Enerech y Lugalzaggizi estaban convencidos de lo contrario. Si Asilmina y Alad conseguían que fracasara el plan de emergencia que estaban ejecutando, minarían la seguridad de ambos con mayor eficacia que cualquiera de las señales negativas de los dioses. Por otra parte, quizá fuese justo eso lo que verían en dicho fracaso.

Ahora bien, para ello sólo había una solución: hacer que los sustitutos se fugaran antes de que su suerte quedara sellada por la acción del verdugo, y conseguir que los jóvenes se mantuvieran sanos y salvos. Si morían, el ritual quedaría consumado. Si se los llevaban y los hacían desaparecer, al sumo sacerdote y al rey no sólo les resultaría imposible ejecutarlos sino también reemplazarlos: sólo podía existir un rey investido en actividad; se arriesgaban a que los dioses, enfrentados a numerosos sustitutos, consideraran que se burlaban de ellos, y por represalia retomaran el designio inicial: hacer daño al auténtico soberano. Al menos los sacerdotes iban a ver las cosas de esa manera, según creía Alad, que sabía de qué hablaba puesto que en el pasado también había pertenecido al clero de Inanna.

Hacer que ambos jóvenes emprendieran la fuga, con la cabal y decisiva participación de ambos, no era una bagatela. Sin una buena preparación, la tarea les iba a resultar imposible.

Desde los tiempos de Tukulgal el rito se había empleado lo bastante como para que los sustitutos no pudieran hacerse ilusiones acerca de la suerte que les esperaba. Por otra parte, se encontraban todo el tiempo rodeados de guardianes y, en cierto modo, amarrados con discreción. A pesar de ello Nadua y Pirig habían gozado de libertad de movimientos durante la procesión, y no había nadie en medio de la multitud que pareciera encargado de impedirles que se diesen a la fuga. Por lo demás, habían dado la impresión de estar bastante tranquilos, aunque también podía suponerse que ignoraban el inevitable desenlace. En consecuencia, la primera tarea de los liberadores consistiría en informarles de ello, mostrándose lo bastante persuasivos como para alentarlos a desafiar a las autoridades.

Por esa razón, Alad había pensado repetir esa misma noche su hazaña de la víspera, pero esta vez en el recinto del palacio. Asilmina había insistido en acompañarle, porque consideraba haber establecido con Nadua una complicidad lo bastante estrecha como para que la joven confiara en ella.

—No, no tengo la fuerza suficiente como para controlar una magia que resulte poderosa para ambos —había respondido él—. El solo hecho de realizar el conjuro dos días seguidos para mí solo, me agotará. Si mi poder fuera infinito, me bastaría con llegar hasta ellos y lanzar mi sortilegio sobre sus personas para que la fuga se convirtiera en un paseo, pero las cosas no son así.

—Entonces iré sola —resolvió la hija de los bosques—, siempre que tú lo consientas.

Entonces él enumeró una larga serie de motivos por los cuales era a él mismo a quien correspondía la tarea, pero lo único cierto de cuanto dijo fue que no le gustaba verla correr riesgos en su lugar. Asilmina desechó la objeción con un gesto de la mano.

—Cuando decidí ayudarte acepté los peligros. Sólo estás intentando protegerme porque soy una mujer.

—No, intento protegerte porque te amo.

—Entonces, ¿por qué te niegas a que yo actúe del mismo modo?

Como Alad no pudo encontrar respuesta alguna, se enfadó. La hija de los bosques supo, sin embargo, que había ganado la partida.

De hecho, el hombre no puso objeción alguna, limitándose a recomendar la mayor prudencia, y recordándole que ella dispondría sólo de una hora, poco más o menos, antes de que se disipara el encantamiento.

—Regresaré —aseguró ella—, no te preocupes. ¿Ya me has hecho antes viajar por la piedra, verdad?

—Ésa es la única razón que me anima a permitírtelo —respondió Alad—, pero en los otros casos el exterior no presentaba peligro alguno, por lo tanto, procura no perder la cabeza.

Asilmina omitió responderle que ella tenía mayor sangre fría que él, porque el momento para herir su amor propio no podía ser más inoportuno. Lo que hizo, en cambio, fue darle un beso.

—Me ocuparé de encantar algunas tablillas —decidió el hombre—. Algunos sortilegios menores, que no cansan demasiado y que podrán resultarnos útiles. Después, saldré a realizar un reconocimiento para la acción de mañana. Debemos elegir con mucho cuidado el lugar de la operación. Si tengo fuerzas para ello, esta noche prepararé un poco el terreno. A continuación me resultará absolutamente necesario dormir un poco, para regenerarme.

—Velaré tu sueño —prometió ella.

Esperaron a que se hiciera de noche para ponerse en camino, no tanto por temor a ser vistos como porque imaginaron que entonces podrían encontrar solos a Pirig y Nadua. Asilmina, que se negaba a usar de nuevo su disfraz de siempre, se había limitado a teñirse el pelo de color castaño claro con nogalina, a maquillarse de manera exagerada y a cubrirse con un vestido de lo más revelador. El resultado estuvo a la altura de sus ambiciones: los soldados que había conocido en la taberna junto a Yichban y que se encontraron por el camino no sólo no pudieron reconocerla, sino que la tomaron por una prostituta y le dedicaron frases lujuriosas.

La pareja no pudo acercarse al palacio real tanto como lo hiciera Alad en la víspera con el Eanna. Los alrededores del edificio estaban despejados y no tenían calleja alguna.

—Perderás tiempo tanto en la ida como en la vuelta —previno el mago cuando se ocultaron entre dos edificios, en un lugar situado a unos cuatro echs del palacio—. De manera que cuando te encuentres en el interior, no te entretengas. Si no los encuentras lo bastante rápido, regresa y buscaremos otra solución.

Los dos eran conscientes de que esa «otra solución» no existía, pero Alad no podía evitar que sus recomendaciones se multiplicaran. Las emitía para tranquilizarse a sí mismo, puesto que Asilmina actuaría según su parecer, como hacía siempre. Así eran los hijos de los bosques, y todos los miembros de la Comunidad.

Cuando ella se hubo quitado la túnica y acostado en el suelo, él se arrodilló detrás para ofrecerle sus muslos como almohada.

—¿Estás lista? —quiso saber, apoyándole las manos sobre los hombros.

Cuando la mujer respondió que sí, Alad cerró los ojos y comenzó a recitar el encantamiento.

Lanzar un sortilegio sobre otra persona en lugar de hacerlo sobre sí mismo cambiaba muy poco las cosas. La magia puesta en acción era idéntica. Si había modificado ciertas sílabas de la fórmula para adaptarla a las presentes circunstancias, había sido sólo con el objeto de evitar toda confusión en el momento de entrar en trance.

Mientras él salmodiaba, Asilmina permanecía inmóvil, pero ni siquiera estaba tensa. En todo el día no había sentido aprensión ni nerviosismo alguno, aunque supiese tan bien como él cuáles eran los peligros que corría. Aquélla era una de las virtudes de su carácter que Alad le envidiaba. Y apenas si pudo sentir un leve estremecimiento cuando, por la intermediación de sus dedos, le comunicó a la mujer la magia que había nacido en él.

—Ya está hecho —murmuró, al completarse la transferencia—. Yo…

No pudo terminar: Asilmina ya se dejaba fluir en el suelo, que se cerró sobre su ser como si fuera un líquido. Alad sintió una punzada de rencor porque ella se había marchado sin despedirse, pero lo olvidó en seguida, al recordar cuánto le había insistido en la necesidad de no perder tiempo. Todo cuanto pudiera decir o hacer ahora ya no podría cambiar nada.

Con los dientes apretados, y temblando a causa del esfuerzo que acababa de realizar, se pegó al muro más próximo. La hora siguiente a ella se le iba a pasar con la celeridad de un relámpago, pero al hombre le resultaría de una intolerable lentitud.