Pirig despertó a causa de los movimientos y los gemidos de Nadua. La joven sustituta, empapada de sudor, con los mechones pegados a la cara, sacudía convulsivamente la cabeza y decía palabras inconexas. Los brazos y las piernas de la mujer se movían de manera descontrolada. No obstante, parecía seguir durmiendo.
—¿Nadua? —la llamó, sorprendido, aunque sin preocuparse aún.
Como no obtuvo respuesta, la sacudió con suavidad, con la esperanza de poner fin a una pesadilla. Pero el remedio fue peor que la enfermedad, con un aullido de terror, la mujer se arqueó y elevó apoyándose en manos y pies, como si hubiese querido abandonar el lecho, para luego dejarse caer con todo su peso y rodar de izquierda a derecha, con la boca muy abierta y un hilo de saliva corriéndole mentón abajo. Pirig, quien en ese momento le había puesto las manos sobre los hombros e intentaba sujetarla con todo el peso de su cuerpo, en una vana tentativa de calmarla, se dio cuenta de que estaba ardiendo. Y recordó en seguida cuánto se había enfriado en la antecámara antes de que él fuera a buscarla…
Cuando comprendió la inutilidad de sus esfuerzos, dejó a Nadua en la cama y él se levantó, se ajustó el ceñidor y tan rápido como pudo acudió a la puerta de los aposentos reales, que abrió de un golpe. Los hombres de guardia apostados en el exterior se sobresaltaron.
—¡A prisa! —exclamó—. ¡Id a buscar un médico! Nad… ¡La reina está enferma!
Los soldados vacilaron. Era evidente que no habían recibido ninguna consigna a propósito de las presentes circunstancias. Como ejercía por primera vez su papel de rey, Pirig elevaba la voz y seguía dándoles órdenes. Uno de los soldados asintió con un movimiento de cabeza.
—Llama al general —dijo a su compañero—. El sabrá lo que hay que hacer.
Algunos minutos después llegó Charil, a quien seguía Erchemma, despeinada y sin maquillaje alguno. Ella fue quien examinó a Nadua, la cual reaccionó tan violentamente a su contacto como antes al de Pirig.
—Tiene fiebre —confirmó la princesa, antes de dirigirse a los guardias—, llamad al médico de mi padre e enviad un mensajero al Eanna para informar al En, ¡a toda prisa! ¡Si se muere, no será la única que lo haga!
—¡Ejecución! —Confirmó su marido, quien se volvió hacia Pirig con una expresión de furia en el rostro—, ¿qué es lo que…? —Comenzó a decir de pronto, antes de corregir el tratamiento—: ¿Vuestra altísima señoría tendrá la bondad de explicarme lo que ha sucedido?
—La ha golpeado —intervino Erchemma—. Basta mirarla para advertirlo.
—Ella, ella no quería que yo… —farfulló Pirig—. Y como era necesario… el señor Enerech insistió mucho en ello…
—Tú la has… Vuestra altísima señoría la ha tomado a la fuerza —completó Charil—, bien, ha hecho bien, ése no es el problema. Pero un par de bofetadas no pueden ser la causa de que esta… reina esté en un estado semejante.
Al ver que no le reprochaban su actuación, el joven se sintió seguro y relató cómo Nadua había pasado fuera de la cama la mayor parte de la noche, y cómo él la había devuelto al lecho, y agregó incluso que a continuación habían hecho el amor sin que ella protestara.
—Si estaba inconsciente, eso no tiene nada de asombroso —declaró la princesa, resoplando de puro desprecio.
—¡Calla, mujer! —ladró el general—. Su altísima señoría ha usado de su privilegio de esposo, y nadie podría reprochárselo.
La llegada del médico puso fin a ese principio de conflicto. El anciano, de un aspecto oportunamente sabio, confirmó que, en efecto, la reina se había enfriado, pero estimó que eso sólo no habría podido ponerla entre la vida y la muerte, y que sin duda a ello había contribuido la voluntad de los dioses. Además de la poción que él iba a preparar, se necesitaban plegarias. Al saber que el En ya estaba informado del asunto, afirmó con la cabeza y regresó a su antro sin permitirse el menor comentario sobre el labio partido de Nadua o los cardenales que podían verse en su cuerpo.
—La reina está en buenas manos —comentó Charil a Pirig—, Erchemma la cuidará mientras esperamos el regreso del médico y la llegada del sumo sacerdote. En cuanto a vuestra altísima señoría, vos no podréis serle de ninguna utilidad, de modo que será mejor que vayáis ahora mismo a ver a los esclavos para que se ocupen de vuestra higiene y arreglo personal. Cuando estéis preparado, me acompañaréis en la ronda de inspección de las tropas que el rey Lugalzaggizi no tuvo tiempo de acabar.
El joven asintió, sumiso.
—¿Por qué los dioses la toman con ella? —preguntó, sin embargo, dedicando a Nadua una última mirada.
—Porque ella se ha negado a cumplir con su sagrado deber, sin la menor duda.
—Entonces… ¿no es por un error mío?
El rostro del general dejó traslucir una irritación que su compañero, con los ojos fijos en la enferma a quien Erchemma le humedecía las sienes, no llegó a advertir.
—Por supuesto que no —respondió el general con voz monocorde—. Si los dioses tuvieran algo que reprochar a vuestra altísima señoría, sería a vos a quien habrían golpeado, y no a la reina.
Persuadido por esa lógica, Pirig asintió de nuevo con la cabeza. Cuando el general Charil le cogió el brazo para invitarlo a que le siguiera, él dejó de hablar para cumplir la orden.
Erchemma se preguntó por qué se ponía tan furiosa. Su sensibilidad de mujer obstinada en una especie de inoportuna solidaridad se rebelaba ante el trato que había recibido Nadua, pero tenía que admitir que la joven no le inspiraba el menor afecto, y que ella misma había contribuido a ponerla en la situación en que se encontraba. La princesa supuso que, en efecto, se sentía contrariada por haberse equivocado con Pirig, a quien había creído demasiado timorato como para sospechar en él a un violador. Pero tal vez fuera su falta de seguridad lo que le había empujado a usar la fuerza. Un hombre verdadero como Enerech habría sabido dominarse, tranquilizar, convencer y conseguir que la mujer diese su consentimiento.
El médico, que traía una poción humeante —se trataba de una infusión de tomillo con un poco de miel—, regresó en el mismo momento en que llegaba el En. Tras haber comunicado el primero al segundo unas conclusiones que fueron corroboradas por éste, solicitó su ayuda para suministrar el remedio a la enferma. Nadua fue sostenida por Enerech, mientras el médico le pinzó la nariz para hacerle beber la infusión que vertió en su boca poco a poco, cerrándole las mandíbulas para obligarla a tragar el líquido. Acabada su labor se retiró, no sin antes pedir que volvieran a llamarlo en caso de que la enferma empeorase. Afirmó que volvería a pasar antes de que acabara la jornada para administrarle una nueva poción.
—¿Crees que resultará eficaz? —preguntó Erchemma a Enerech después de que el médico se marchara.
—No le hará daño alguno, pero dudo que la cure. ¿Qué es lo que ha sucedido, exactamente?
Cuando la princesa le repitió el relato de Pirig, el sumo sacerdote se tranquilizó.
—Ya he observado antes esta reacción en personas que sufren experiencias que viven como algo horrible: se refugian en sus sueños. Nadie puede decir cuánto tiempo le durará ese estado, pero no morirá de ello, eso es lo más importante.
—¿Y su enfriamiento?
—Tampoco la matará. Al menos no lo hará antes de que pasen dos días. Después dejará de tener importancia: la empalaremos de todas maneras, dormida o despierta. Si muriera antes, ello querría decir algo. Y si ocurriera lo mismo con Pirig también tendría un significado, pero no sería muy grave: la muerte vendría a probar justamente que los dioses se encarnizan con la familia real, y que han aceptado por completo la sustitución. Pero una ejecución pública tendrá mayor impacto sobre el pueblo.
—¿Y en la ceremonia de mañana?
—Si no está en condiciones de moverse, el chico asistirá sólo. Eso no tiene importancia, puesto que todo el mundo pudo verlos juntos ayer.
En ese momento Nadua dejó escapar un gemido que tanto podía ser de angustia como de dolor, o incluso de placer. La poción debía de estar haciéndole efecto, puesto que poco a poco se fue calmando. Sus movimientos espasmódicos se hicieron menos frecuentes, menos violentos.
—El médico ha dicho que es necesario entonar plegarias —recordó Erchemma.
—Nosotros lo haremos. Rogaremos para que no muera antes del momento adecuado. De todas maneras, tengo la firme esperanza de que la amenaza que pesa sobre tu padre sea eliminada antes de que se los ejecute.
—¿Gurunkach?
Enerech sonrió.
—Siempre que le he pedido que eliminara a alguien, ha conseguido hacerlo con más rapidez de la que creía posible. No temas. Si no mata a Sargón, será porque él mismo esté muerto, y puedo asegurarte que tiene la vida clavada al cuerpo.
La princesa lo observó durante un momento con curiosidad. El tono que había empleado para pronunciar esa frase sugería que tales palabras ocultaban mucho más de lo que querían decir. Pero aunque no conseguía imaginar a qué podían aludir, no se atrevió a preguntar, porque lo sabía muy celoso de sus secretos, y poco tolerante con la curiosidad. Si había algo más que debiera saber, ya lo descubriría más tarde, y por caminos indirectos.
Mientras ella se arrodillaba, Enerech permanecía de pie junto al lecho para comenzar con voz poderosa una letanía dirigida a Inanna y a su hermana Ereshkigal, reina del mundo de abajo, suplicándoles que concedieran su perdón a la enferma, y que la dejasen vivir al menos hasta el sacrificio que se la llevaría muy pronto. Erchemma repitió sus palabras con idéntico fervor, y ambos remataron la plegaria con un canto a la gloria de los dioses.
—Debo regresar al Eanna —le comunicó el En—, si permanezco aquí demasiado tiempo podría levantar sospechas, y no es éste el momento para echarlo todo a perder por una imprudencia.
—¿Me darás un beso al menos? —coqueteó la princesa.
Él bloqueó con firmeza los brazos que ella intentó enlazarle al cuello.
—No —dijo en un tono que no admitía la menor réplica. Luego lo suavizó un poco para agregar—: Ambos sabemos cómo acaban estas cosas. Ahora no nos lo podemos permitir.
—Muy bien —admitió ella, enfurruñada—, ¿y qué pretendes que haga mientras espero noticias tuyas?
El sumo sacerdote señaló a Nadua, que parecía sumida en un sueño tranquilo.
—Permanece junto a ella. Si debes abandonarla, haz que te reemplace alguna esclava. Al menor signo de evolución negativa, manda a buscarnos, al médico y a mí, quiero decir. Creo que no habrá problemas, pero nunca se sabe.
Erchemma acompañó a Enerech hasta la puerta y, en presencia de los guardianes, lo saludó con calculada frialdad. Luego ordenó a los vigilantes que fuesen a buscar a las esclavas para que la peinaran y maquillaran. A continuación regresó junto al lecho de la joven, disponiéndose a encajar una jornada de aburrimiento.
Cuando entró en la habitación le pareció que Nadua parpadeaba. De nuevo sentada junto a ella, le pasó la mano por el hombro con suavidad y pronunció su nombre. La enferma movió los párpados y abrió la boca, pero en seguida se giró hacia el costado para volver a respirar con regularidad.
Erchemma supuso que ese breve retorno a lo que parecía el estado consciente era un buen signo. Pero luego se encogió de hombros, para instalarse sobre los cojines a esperar que llegasen sus esclavas.