Capítulo XIX

En realidad era muy bonita, pensaba Pirig al observar a Nadua, cuya túnica blanca, casi transparente según le diese la luz, y ajustada al talle por un cinturón dorado, subrayaba su delgada silueta.

Ella era muy bonita y le daba la espalda. Desde que el En y la princesa se habían marchado, Nadua se había instalado junto a la ventana, a pesar de que a través de ella sólo se podían ver las estrellas y algunas antorchas encendidas en el patio del palacio. Con las manos crispadas sobre los ladrillos del alféizar, la cabeza hundida entre los hombros y la espalda encorvada, daba la impresión de estar tan despavorida y tensa que daba lástima.

Pero también resultaba terriblemente tentadora, puesto que su posición arqueada destacaba sus nalgas regordetas, firmes, que la tela ceñía y que Pirig tenía dificultades para apreciar al detalle con la vista, y sobre las cuales habría puesto las manos de buena gana de no encontrarse tan intimidado. Su experiencia con las mujeres se limitaba a las adolescentes de su pueblo y a una prostituta, y ni siquiera las más rebeldes de las primeras se habían mostrado tan frías como esta joven de la ciudad. Sin embargo, ella estaba al tanto de que debían acostarse juntos, y de que el joven no era responsable de ello. Y puesto que habían embarcado en la misma nave, ¿por qué Nadua se negaba a remar?

Pirig se preguntó qué hacer. En la otra habitación había una esterilla provista de un colchón de plumas, cojines bordados y mantas que la hora temprana hacía innecesarias. ¿Debía ir allí y echarse en la esterilla a esperar que la joven acudiera a su lado? Adivinó que actuar de esa manera lo llevaría a tener que aguardar mucho tiempo. El miedo a dormirse hasta el día siguiente y faltar a la palabra empeñada le hizo sentir un escalofrío. Necesitaba un acercamiento más directo.

Tosió. Nadua dio un respingo, pero no se movió en absoluto. Pirig volvió a toser.

—Tal vez podríamos hablar —sugirió.

Ella seguía sin reaccionar, como si no lo hubiera oído. Como si él no existiera. Ya irritado, Pirig franqueó los tres pasos que los separaban y le apoyó la mano en el hombro.

Ella se sobresaltó como un animal salvaje, se quitó aquella mano de encima con una sonora palmada y se volvió para enfrentarlo; con la espalda apoyada contra el muro y las rodillas flexionadas, parecía querer hundirse en la pared. Entonces él advirtió que la joven tenía los ojos muy abiertos y las mejillas bañadas en lágrimas que dejaban tras de sí oscuros rastros de maquillaje. A pesar de ello, o tal vez por su causa, Nadua seguía resultando muy excitante. Lo eran sus pechos, cuyos pezones subiendo y bajando al ritmo de su agitada respiración se podían percibir a través de la tela; y también lo era la pierna delgada que la hendidura lateral del vestido dejaba a la vista y cuya firmeza se veía acentuada por la tensión. Pirig sintió una incipiente erección bajo el ceñidor, y supo que incluso sin estar obligado a ello llegaría hasta el final. Sin embargo, habría preferido un poco de colaboración por parte de su compañera.

—Oye —se obligó a insistir en tono razonable—, sabes muy bien lo que debemos hacer, y también sabes que lo haremos pase lo que pase. A mí también me habría gustado que las cosas ocurrieran de otro modo, pero no hay necesidad de ser desagradable…

Ella abrió la boca, pero no acertó a pronunciar otra cosa que una especie de chillido de rata cogida en una trampa, al tiempo que resoplaba ruidosamente. Sacudida por escalofríos, Nadua se deslizó por el muro hasta quedar sentada sobre el suelo, luego apretó las piernas contra el torso y se abrazó las rodillas.

—¡Por todos los dioses! —Suspiró Pirig levantando los brazos al cielo—. ¡No haces el menor esfuerzo! Quieres obligarme a violarte, ¿se trata de eso? —Ella levantó la cabeza hacia él, con la boca deformada por una mueca y los ojos llenos de cólera—. No quiero tener que llegar a eso, pero si es necesario lo haré, y tú no podrás enfadarte más que contigo misma. Si cedo a tus caprichos, el castigado seré yo. Y tú también, sin duda. ¿La princesa no te lo ha advertido? Si debemos hacer creer a los dioses que somos de verdad el rey y la reina, es preciso…

Se interrumpió estupefacto: la joven mujer se carcajeaba de forma convulsiva, entre sollozos, con una risa que no expresaba alegría alguna, sino que más bien lo acusaba de estupidez. ¿Por qué la joven lo consideraba estúpido? Aunque no podía decírselo, el sentimiento era recíproco.

—Bueno, basta, ya es suficiente —soltó él, furioso—. No quieres hablar, ni siquiera estás dispuesta a escucharme, y esto ya ha durado demasiado. ¡Levántate, levántate o te arrastro hasta la esterilla!

Nadua no se movió. Cuando él se inclinó para cogerla por un brazo, ella se soltó con un gesto brusco, asintió con la cabeza y se puso de pie lentamente, apoyándose en el muro como si temiera que sus piernas se negasen a llevarla. Caminó con pasos vacilantes hacia la habitación.

Las lámparas de aceite que ardían a cada lado de la esterilla la iluminaban, pero dejaban en penumbra el resto del cuarto. La joven se quedó paralizada, con los brazos cruzados y las manos sobre los hombros, con la cabeza gacha y sin dejar de temblar. Pirig esperó un momento, luego, al comprobar que ella no parecía dispuesta a estirarse ni a desvestirse, la abrazó por detrás con la intención de aflojarle el cinturón. Nadua se quedó rígida pero no intentó escapar. Esta vez parecía aceptar su suerte. No se defendió cuando él abrió la fíbula que le sujetaba el vestido sobre el hombro, ni cuando hizo que la prenda se deslizara hasta el suelo, antes de retroceder un paso para admirar el cuerpo sólo adornado con joyas de oro y plata en las cuales se reflejaba la luz de las lámparas.

Incapaz de contener su excitación, se quitó el ceñidor y se apretó contra ella pasándole a la fuerza las manos entre los brazos apretados para acariciar sus los senos. Cuando la besó en el cuello ella soltó un gemido que él creyó de placer. Sin embargo, la joven se encargó de disipar esa ilusión pocos segundos más tarde.

—Haz lo que debas hacer, pero hazlo rápido —masculló, con tono despreciativo.

Al sentir que la cólera femenina volvía a crecer, la obligó a darse la vuelta para abrazarla, soltando un gruñido de perro en celo cuando el vientre de Nadua le presionó los genitales. Puesto que ella evitaba sus labios, le cogió el pelo y le echó la cabeza hacia atrás para pegar su boca a la de la ella, e intentó introducirle la lengua entre los dientes.

Nadua le asestó un mordisco.

En un acto instintivo, él echó la mano hacia atrás y la abofeteó con tal fuerza que la joven cayó sobre la esterilla gritando de dolor. Ya fuera de sí, Pirig se echó sobre ella, bloqueó los puños con los cuales Nadua intentaba golpearle el rostro, y con una sola de sus grandes manos los sujetó contra el colchón. Cuando la tuvo inmovilizada bajo el peso de su cuerpo, Pirig forzó con las rodillas la barrera de sus muslos cerrados, y se hizo sentir entre ellos.

Nadua intentó aún liberarse, pero luego se rindió, para quedarse tan inmóvil como si fuera un cadáver. Pirig, excitado a causa del contacto y del olor de la mujer, ni siquiera se dio cuenta de ello. Con la mano que le quedaba libre se tomó el pene erguido y lo introdujo en ella. O más bien intentó hacerlo. La resistencia que encontró no habría tenido que sorprenderle, pero la sola idea de que la chica pudiese no estar dispuesta a recibirlo ni siquiera le pasó por la imaginación. Sólo pensaba en saciar su deseo, de manera que emprendió el derribo del obstáculo a rabiosos golpes de pelvis.

Cuando él la desgarró, la joven aulló de dolor, luego siguió gritando mientras Pirig la acometía más y más rápido. El placer, es decir, el placer del hombre, no se demoró demasiado y lo estremeció con violencia, arrancándole gemidos roncos hasta que se dejó caer sobre el cuerpo todavía trémulo de sufrimiento de Nadua, cuyos aullidos hicieron lugar a nuevos sollozos. Entonces Pirig recuperó un cierto sentido práctico y, al comprender que estaba aplastándola se hizo a un lado para acostarse junto a ella, jadeante y deslumbrado por un goce sin precedentes.

Necesitó muchos minutos para darse cuenta de que ella todavía lloraba. Las lágrimas de la mujer seguían corriendo lentas y regulares sobre su rostro embadurnado de negro y ocre, como si sus reservas fueran inagotables, ofreciendo un cuadro tan ridículo como conmovedor.

—Lamento mucho si te he hecho daño —le dijo, asaltado por la compasión y una vaga vergüenza, antes de que ambos sentimientos fuesen expulsados por una irritación renovada—, pero también es tu propio error, porque yo he intentado ser amable… Si yo no hubiese tomado la iniciativa no habríamos hecho nada, y entonces nos habrían castigado. Lo he hecho por ambos.

Su compañera sonrió dolorida. Tragó saliva dos veces, con dificultad. Luego flexionó las piernas y se levantó sin mirarlo.

—¿Adónde vas? —preguntó Pirig—, es hora de dormir. ¿No estás cansada?

Ella no respondió. Recogió el vestido y, apretándolo contra su pecho, salió hacia la antesala.

—¿No dormirás conmigo, es eso? En el suelo estarás incómoda, te lo adelanto.

Como la mujer ni siquiera quiso volver la cabeza, él agregó:

—Al menos llévate una manta.

Nadua desapareció en la habitación contigua sin dirigirle respuesta alguna, ni por caridad. Con las manos cruzadas bajo la nuca, Pirig miró el techo preguntándose si había actuado mal. No estaba orgulloso de lo que había hecho, por supuesto, pero ella lo había llevado al límite. Además, había en juego asuntos mucho más importantes que su dicha. Los dioses iban a sentirse satisfechos, y conservaría el apoyo del En, que era algo fundamental.

Relajado, y convencido de que cuando se tranquilizara también Nadua reconocería que estaba en lo cierto, cerró los ojos y no tardó mucho en dormirse.

Si la joven no hubiera estado sufriendo tanto ni sintiendo tantas ganas de morir, habría podido reírse a carcajadas por la ironía de su suerte. Aquella noche, en dos ocasiones había creído revivir escenas del pasado reciente. La manera en que se comportara Pirig Mada nada tenía que envidiar a las brutalidades de Hishur: tenía cardenales por todo el cuerpo, una herida en el labio y un dolor a ratos agudo y a ratos profundo en el bajo vientre. ¡Ay!, pero sí que había una diferencia: esta vez ella había dado su consentimiento…

Eso también era curioso en cierto modo, pensaba, mientras acurrucada en una esquina de la habitación se apretaba el vestido contra el pecho, porque no tenía bastante fuerza como para volver a ponérselo; las lágrimas se le habían acabado. Después de todo, quizá habría hecho mejor aceptando las atenciones del elamita y la vida fácil que éste le ofrecía a cambio de sus favores ocasionales. Por otra parte, aunque había decidido hacerlo, cuando llegó el momento se sintió incapaz. Algo en ella —su perversidad, habría dicho Urnanna—, se había rebelado, revuelto, impidiéndole someterse. Y el mismo fenómeno acababa de reproducirse: a pesar de su resolución de mostrarse dócil, en el momento fatídico no pudo contenerse.

Intentó decirse que Pirig había actuado con razón, no al golpearla, pero sí al forzarla a ceder. Luego recordó las palabras de él, y también la risa que le había dado a ella cuando lo oyó hablar de convencer a los dioses de que eran rey y reina… ¿Podían los dioses ser tan crédulos? Que éstos aceptaran la sustitución como un acto de disculpa frente a la cólera que sentían, vaya y pase, ¿pero cómo iban a dejarse engañar igual que si fueran simples seres humanos, ellos, que lo sabían todo? Había que ser un perfecto imbécil para creérselo. Y Pirig era un imbécil, sin duda. Un animal sin cerebro que no tenía más ambición que lamerle las sandalias al En.

Había otra escena que ella ya había vivido antes: «Lo he hecho por ambos», había dicho él, casi con el mismo tono con que lo había dicho su hermano la otra noche. Una frase en la cual los dos hombres parecían haber encontrado la sustancia de su absolución, y en la que incluían un reproche apenas disimulado: ¿cómo se atrevía ella a no agradecerles las responsabilidades que habían asumido en su lugar y por su bien? Lo peor de todo era que aparentemente tanto uno como otro habían sido sinceros, sin duda.

Pero eso era falso. No, Urnanna no la había condenado a ser la mujer de Hishur por su bien, puesto que obligado a elegir entre tal cosa y la cárcel, ella había elegido la cárcel. Y Pirig no la había forzado por su bien, para evitar que le dieran muerte, no, puesto que ella ahora estaba queriendo morirse con toda su alma. Los dos habían actuado por su propio bien, burlándose de los deseos de ella.

La mirada de Nadua se dirigió hacia la ventana por la cual entraba un aire cada vez más fresco, hasta el punto de que ya no sabía si temblaba de cólera, de desesperación o si estaba tiritando. Tal vez pudiera deslizarse por el vano, echarse al vacío, reventar contra el patio del palacio. Eso sí que frustraría a todos aquellos que habían programado su vida sin tener en cuenta su parecer.

No tuvo fuerzas para hacerlo. Era como si las piernas se le hubieran vuelto de fango. Por otra parte, el cuerpo entero se le entumecía poco a poco, y la piel se le cubría de infinidad de diminutas turgencias sensibles, y también tenía la impresión de que los huesos le dolían. Era frío, sí, esta vez resultaba evidente. El orgullo no le permitía ir a buscar la manta que le había ofrecido Pirig, pero de todas maneras ella tampoco se habría atrevido a hacerlo. Cuando esbozaba el gesto de ponerse el vestido, se interrumpió. ¿Por qué vestirse, después de todo? ¿Por qué no entregarse por entero a la agresión de la noche, dejar que ella la poseyese y le hiciera daño, la devorara? ¿Acaso no era el medio más simple de morir?

En un último esfuerzo lanzó la prenda de vestir lo más lejos que alcanzó, y se estiró todo lo posible sobre el suelo desnudo, alegrándose de lo incómodo que le resultaba el lecho.

Un poco más tarde perdió el conocimiento para comenzar a soñar.

Al principio la visitaron imágenes confusas, violentas y coloridas de las cuales no conservaría recuerdo alguno, luego llegó una secuencia ordenada cuyos elementos parecían tomados de la más rigurosa realidad.

Nadua yacía en el mismo lugar, apenas consciente, con la boca seca y la garganta ardiente, la cabeza espesa y los miembros entumecidos, gimiendo. Pirig se perfiló de pronto en el vano de la puerta que comunicaba ambas habitaciones, para luego aproximarse. Había cambiado, su rostro ya no expresaba cólera ni lujuria, sino piedad. El hombre se acuclillaba junto a ella, la tomaba en brazos y la levantaba. Incapaz de reaccionar, atraída por el calor, Nadua se dejaba apretar contra el pecho del hombre, al tiempo que él la conducía hacia la habitación, la acostaba y extendía una manta sobre su cuerpo. A continuación se produjo un hiato, durante un momento regresaron las imágenes caóticas, y luego el ser onírico de Nadua abrió los ojos sintiendo un húmedo contacto sobre su piel. Pirig estaba limpiándole la cara. Otra vez llegó el caos, y en seguida Pirig, de nuevo, que a su vez se deslizaba bajo la manta, la abrazaba contra su gran cuerpo mucho más caliente que el suyo. Y ella lo atraía hacia sí más aún, agradecida por el calor enemigo del sufrimiento. Nadua no se preguntaba cómo se atrevía a abrazar de esa manera al hombre que la había golpeado, violado: no tenía importancia, se trataba de un sueño.

Pero, de pronto, el sueño se convirtió en una pesadilla. El calor se volvió posesivo, predador. Las manos del hombre comenzaron a moverse sobre el cuerpo de la joven, al principio tímidas, luego cada vez más audaces, al tiempo que los labios de Pirig la cubrían de besos viscosos. A pesar del disgusto y de la angustia, estaba demasiado agotada como para resistirse, de manera que lo dejó hacer, sin reaccionar, y a medias sorprendida por no experimentar el placer ni la emoción que le producían semejantes atenciones en los sueños corrientes.

Fue dicho pensamiento lo que le hizo tomar conciencia, eso y la flecha de dolor que la atravesó cuando una masa de carne dura se presentó en la entrada de su sexo dolorido. Eso no era un sueño. Pirig le había dado calor, la había tranquilizado, y ahora reclamaba lo que se le debía. Sin duda consideraba que ello resultaría más fácil con una compañera medio desvanecida.

Y así fue, por otra parte. No más excitada que la primera vez, Nadua se encontraba en cambio mucho más distendida, hasta tal punto que la penetración, aunque fastidiosa, no le resultó insoportable. Él se controlaba mejor, y puesto que ella no se defendía, ya no necesitó comportarse con brutalidad. Al principio dolorosas, sus lentas penetraciones se convirtieron simplemente en irritantes, y luego ni siquiera eso. Nadua, que estaba como insensibilizada, percibió los últimos espasmos sobre todo por las convulsiones que agitaron su vientre, y no tanto por el gimoteo que resonó en sus oídos.

—¿Lo ves? —Le oyó decir ella—. Esto también puede ser agradable.

Fue entonces cuando se le pasaron las ganas de morir. En vez de eso le entraron ganas de matar.

Luego, la fiebre la acometió con redoblada fuerza y Nadua se hundió en un sueño inquieto y constelado de auténticas visiones oníricas, en las cuales las armas cortantes y la sangre eran protagonistas y ocupaban el primer plano.

Cuando amaneció, deliraba.