Capítulo XVIII

Alad acostumbraba decir que emplear ese poder era como nadar en las piedras. Pero de hecho era algo mucho mejor, bastante más cómodo y agradable. Quien nadaba en el agua, aunque fuera un pez, debía realizar un esfuerzo, mover los miembros o aletas, o bien dejarse llevar por la corriente; seguía siendo carne en un medio extraño. El hijo de las piedras, él, cuando se dejaba deslizar en el suelo o en el interior de las murallas más gruesas, confundía su propia esencia con la del mineral. Él no era carne en la tierra o la piedra, sino tierra en la tierra, piedra en la piedra. Desplazarse allí no le costaba mayor esfuerzo que querer hacerlo, y cuando no debía rodear obstáculos tales como raíces o cursos de agua, avanzaba a mayor velocidad que un carro lanzado a toda carrera. Además, allí respiraba igual que al aire libre, a menos que no necesitara respirar. Era ése un punto que todavía Alad no había esclarecido. En todo caso, cuando duplicaba ese poder tenía la sensación de que respiraba.

Fue Yichban, el enfermo, quien ese día abandonó la taberna poco después de que anocheciera. Sin intentar ocultarse se dirigió hacia el Eanna, cruzándose en el trayecto con dos patrullas. Algunos miembros de la primera, clientes ocasionales, lo saludaron a distancia con simpatía. La segunda patrulla pura y simplemente lo ignoró, puesto que era sumerio, no portaba armas y parecía pacífico.

Cuando se hubo acercado a su objetivo lo más posible, sin arriesgarse a que lo viesen los guardianes que hacían la ronda alrededor del templo, se internó en una estrecha calleja entre dos casas. En medio de una total oscuridad se puso en cuclillas, luego rascó el suelo con el objeto de asegurarse de que no estaba embetunado a causa de su empleo en el drenaje de las aguas servidas. Después de que su examen no revelara otros materiales que grava y tierra apisonada, aguzó el oído para escuchar, y con la seguridad de encontrarse solo, se quitó el ceñidor y las sandalias para sentarse luego sobre la calzada con las piernas cruzadas y completamente desnudo.

Con las manos sobre las rodillas, se obligó a relajarse, a confinar en el fondo de sí la angustia que lo roía y que minaba su concentración. Hasta entonces se había contentado con vivir en la ciudad de Enerech, espiándole, pero sin acercarse nunca a él. Esa misma tarde, durante la procesión, lo había visto por primera vez desde que se separaron en el país de Dilmun. Demasiado orgulloso y seguro de sí mismo como para fijarse en la plebe, si su hermano hubiera puesto los ojos sobre su persona, no le habría concedido mayor atención que la que a cualquier otro de los individuos perdidos en medio de la multitud. Sin embargo, Alad sintió un estremecimiento. Este encuentro unilateral lo había convencido de que, a pesar del camino realizado, aún conservaba en su corazón el miedo a su hermano mayor, y que cada vez que tuviera que enfrentarse con él lo haría con esa desventaja.

Esa noche, a menos que interviniera la mala suerte, pasaría inadvertido, pero la sola idea de introducirse en el hogar de Enerech le hacía sentir ganas de huir tan rápido como se lo permitieran las piernas. Dos orgullos, el suyo propio y el que había leído en los ojos de Asilmina al dejarla en la taberna, le impedían ceder a ese impulso.

Mientras respiraba con lentitud y profundidad comenzó a recitar el encantamiento, uno de aquellos que había perfeccionado con el fin de vaciar el espíritu, de expulsar el miedo nacido de una imaginación demasiado vivaz. La costumbre actuaba a favor suyo: había practicado tanto cada uno de esos sortilegios que el mero hecho de pronunciar las sílabas asociadas hacía que su pensamiento pudiera centrarse en el efecto querido movido por el hábito. Apenas si se dio cuenta de que estaba acostándose de espaldas con el objeto de intensificar el contacto con la tierra.

Poco a poco una languidez que conocía muy bien se apoderó de él. Entró en ese estado que en otros tiempos había atribuido a que el espíritu de la diosa penetraba en su ser, y que en el presente reconocía como una simple característica de la magia en acción, que se veía aún más acentuada porque el objeto del sortilegio era el propio cuerpo del mago. Aunque al principio susurraba, Alad elevó poco a poco la voz sin tener conciencia de ello. Pronto repitió el encantamiento en el mismo tono que una conversación normal, y luego más alto. Entregado por entero a lo que hacía, no advirtió la llegada de una patrulla a la calle principal, ni percibió tampoco las exclamaciones de los soldados cuando le oyeron. No obstante, acometidos por la indecisión en la entrada de la calleja, no pudieron sorprenderlo. Cuando por fin el más audaz de ellos se atrevió a aventurarse empuñando una espada con una mano y sosteniendo una linterna en la otra, no encontró otra cosa que un par de sandalias y un ceñidor, que no eran elegantes ni lo bastante nuevos como para que valiese la pena recogerlos. El hombre caminó algunos pasos más y, tras comprobar que el lugar estaba desierto y que la voz misteriosa había callado, volvió a reunirse con sus compañeros.

Alad sintió la fusión con la tierra como una súbita bocanada de frescura que le desentumeció y lo devolvió a la realidad. Ésa era una de las sensaciones más agradables que conocía. Sólo la superaba el mismo fenómeno en el interior de la madera; sin duda, se trataba de un atavismo.

Unas vibraciones discretas le revelaron en seguida que la patrulla caminaba por encima de él, pero no consiguió percibirla. Aunque desde el interior del elemento mineral veía unas imágenes que se le presentaban como camafeos en gama de grises y de marrones, en función de las rocas presentes, el mundo del exterior se le volvía invisible. Las fronteras, en este caso el suelo, se tornaban semejantes a una pared opaca que no obstante podía franquear a voluntad; por entero o sólo en parte.

No perdió el tiempo averiguando quién se encontraba en la calleja. Tal como ocurría con todos los sortilegios que otorgan a los magos poderes sobrehumanos, tampoco éste sería eterno. Por ello no lo había realizado en la taberna, sino junto al Eanna. En campo abierto habría podido recorrer a gran velocidad la distancia entre los dos edificios, pero el subsuelo de una ciudad tan vieja como Uruk, donde se construía, derribaba y reconstruía sin cesar desde hacía sesentenas de sesentenas de años, ocultaba numerosos obstáculos infranqueables, que le resultaban visibles como otras tantas placas o manchas negras, que en primer plano presentaban las capas de betún utilizadas para impermeabilizar los suelos. Moverse en un medio como ése exigía una gran prudencia.

Alad se orientó. Fundidos en su elemento, los hijos de las piedras disponían de un sexto sentido que desde el momento en que conocían sus puntos de partida y de llegada, les indicaba el camino a seguir con tanta claridad como si estuviese iluminado con antorchas. A pesar de su relativa lentitud, necesitó menos de un minuto para situarse bajo el Eanna e infiltrarse en el interior de una muralla. Se elevó hasta la planta alta burlándose de la pesadez. Según las conversaciones que había oído en la taberna, la planta baja se reservaba a los trabajos subalternos.

Entonces comenzaron las búsquedas minuciosas. Poco a poco, siguiendo los muros y recorriendo los techos, Alad visitó todas las habitaciones que encontró en el trayecto. Una y otra vez sacaba la cara desde el interior de la piedra el tiempo suficiente como para determinar la función del lugar y la identidad de sus eventuales ocupantes. Luego, desaparecía de nuevo.

En muchos casos no consiguió ver absolutamente nada a causa de la oscuridad. Unas veces encontraba la sala vacía, otras, una respiración regular le anunciaba la presencia de alguien que dormía, aunque ello no aportara información alguna sobre su identidad al visitante clandestino. Algunos escribas y sacerdotes que todavía trabajaban se revelaron también del todo inútiles, hasta el punto que Alad, consciente del tiempo que pasaba, y sabiendo que debía salir de la piedra antes de que el plazo de su magia acabara a riesgo de sufrir una muerte atroz, comenzó a desesperar. ¿Había realizado todo ese esfuerzo para nada?

Recuperó el optimismo cuando desembocó en lo que le parecieron los aposentos de algún alto personaje, a juzgar por los ricos tapices, las alfombras y los baúles de madera tallada ordenados con buen gusto. Allí ardían numerosas lámparas de aceite, a cuya luz un hombre caminaba de un lado a otro con las manos detrás de la espalda y mascullando. El mago sólo necesitó un momento para reconocer en ese personaje vestido con un simple ceñidor y casi desprovisto de joyas: era el rey Lugalzaggizi, a quien hasta entonces sólo había visto espléndidamente adornado y vestido en el transcurso de solemnes ceremonias. ¿De manera que estaba residiendo allí mientras su sustituto representaba su papel en el palacio? Era asombroso, el ritual se remontaba a los tiempos de Tukulgal, quien lo había empleado en dos ocasiones: el soberano desaparecía de la escena pública para ganar otro palacio en una ciudad de menor importancia. ¿Por que Lugalzaggizi se encontraba todavía en Uruk?

Puesto que no podía pensar en preguntárselo a él, Alad se dispuso a esperar que la persona a quien a todas luces estaba aguardando el monarca no se demorase, y que la conversación de ambos aportara respuestas a las muchas preguntas que se planteaba. Entretanto decidió terminar la exploración.

Cuando miró el corredor desde el techo en el que se encontraba, le sorprendió la llegada de aquél a quien esperaba, aunque a la vez temía, ver llegar. Por instinto, retrocedió hacia la habitación donde se encontraba el rey y, jadeante, se situó detrás de un tapiz, con la oreja sobresaliendo de la piedra para poder oír lo que dijeran sin arriesgarse a ser sorprendido. Algunos segundos después, tras haber llamado a la puerta y recibido una autorización descortés, Enerech entraba en la habitación.

En cuanto hubo regresado del palacio, el En acudió al templo y, tal como venía haciendo varias veces al día desde que sucedió el incidente de los dos perros, se prosternó ante la estatua de la diosa con el objeto de rogarle que lo aconsejara. ¿Había interpretado las señales de manera adecuada? ¿Las medidas adoptadas estaban de acuerdo con la voluntad de la diosa?

No esperaba respuesta. La palabra de los dioses se manifestaba de manera aún más infrecuente que su escritura, de modo que no sintió decepción ni sorpresa alguna por no obtenerla. Como era consciente de que el futuro le desvelaría muy pronto si había acertado o no, dirigió una última plegaria vibrante hacia el mundo de arriba, y luego se dirigió hacia sus aposentos, puestos ahora a disposición de Lugalzaggizi. Mientras tanto, él se contentaba con una habitación más modesta.

—¿Y ahora qué? —ladró el rey apenas pudo verlo, sin hacer el menor esfuerzo por mostrarse cortés.

A ese hombre voluntarioso la inacción le pesaba más que el peligro. Al En no le disgustaba ver tan frustrado y sometido a sus decisiones a quien todavía consideraba su señor. Sin embargo, le respondió con la mayor deferencia.

—Todo se desarrolla de maravilla, señor. Los sustitutos son tan inocentes que casi mueven a la piedad, y creo que no dudarán de nada hasta el último momento. En lo que concierne a la mujer, el mérito es de la princesa Erchemma, que ha sabido inspirarle confianza. Si me atreviese, aconsejaría a vuestra altísima señoría que la recompensara.

Lugalzaggizi se encogió de hombros.

—Erchemma está llena de buena voluntad, pero es tan tonta como su madre —declaró—. Sin embargo, tienes razón, puesto que me sirve no debo parecerle ingrato. Después de la victoria tomaré algunas joyas del botín para regalárselas.

El En evitó sonreír: esa frase, repetida palabra por palabra a la interesada, la fortalecería en su determinación.

—Por lo demás, las cosas se desarrollan como se había previsto —repuso—. Los albañiles se afanan de día y de noche para edificar el mausoleo del príncipe, y como se les ha amenazado con azotes y el calabozo si no han acabado su obra mañana por la noche, apuesto a que terminarán a tiempo. En consecuencia, los funerales se realizarán pasado mañana.

—Y yo ni siquiera podré asistir a ellos —suspiró el rey con expresión enfurecida.

—Vuestra altísima señoría sabe bien que es necesario que sea así. Una vez que haya acabado el ritual, será lícito organizar una nueva ceremonia más digna, con el objeto de rendir homenaje al príncipe como se merece.

—¿Y la ejecución?

—El día después, y en el peor de los casos el siguiente. Para el bien del ritual, cuanto más tarde mejor, pero tampoco yo me atrevo a esperar tanto: si Sargón decidiera atacar antes de que nuestro proyecto se realice, nos veríamos obligados a organizar un suplicio a toda carrera, y a los dioses eso no les gustaría.

Lugalzaggizi asintió con la cabeza. Durante un momento permaneció en silencio, caminando de un lado a otro. Luego dirigió hacia Enerech una mirada de curiosidad.

—¿Y en qué consiste ese otro proyecto, en verdad?

—Gurunkach partió hacia Acadia la noche pasada. Me atrevo a afirmar que nadie podría llegar allí más rápido que él.

—¿Estás seguro de su fidelidad? No hay muchas posibilidades de regresar, y las tentaciones de abandonar…

—Estoy tan seguro de él como de mí mismo. Si no quedara en vuestro ejército más que un soldado porque todos los otros hubiesen desertado, ese soldado sería Gurunkach. Y considero, por el contrario, que tiene todas las posibilidades de éxito, y también de escapar. Es un hombre lleno de recursos. Además, no actuará solo.

—¿Y quién le ayudará? Cuantos más estén al tanto del secreto, mayor será el riesgo de que lo descubran.

—Otro hombre de fiar —afirmó Enerech—, uno que se llama Chelibir.

—¿Chelibir? —exclamó el monarca dando un respingo—. Ése es un nombre acadio. ¿Cómo podría un acadio ser aliado nuestro en una empresa semejante?

—Éste tiene una deuda conmigo, señor —aseguró el En—. Además, no siente amor alguno hacia Sargón.

Lugalzaggizi adoptó una expresión de indiferencia.

—Imagino que sabes lo que haces —concluyó—. En lo que a mí concierne, lo único que me importan son los resultados.

—Vuestra altísima señoría quedará satisfecha. Ahora, permitidme que me retire. En vuestra ausencia mis deberes se han multiplicado y me reclamarán desde el alba.

Alad no esperó la partida de Enerech para salir de allí. Sabía que sólo disponía del tiempo justo para regresar a la calleja antes de que se disipara el efecto de la magia. Esta exploración tras las líneas enemigas le dejaba una impresión desagradable. Las respuestas obtenidas le disgustaban, y se presentaban nuevas incógnitas que eran igual de inquietantes que las anteriores.

Necesitaba reflexionar y recibir los consejos de Asilmina, pero pasar a la acción directa parecía inevitable. Ya de nuevo en la calle, mientras se ajustaba el ceñidor alrededor de la cintura y se calzaba las sandalias, sintió que la angustia volvía a perforarle el estómago.