Capítulo XVII

La inquietud, la violencia y el regocijo se disputaban la ciudad. El anuncio del asesinato y de la identidad de sus instigadores, así como los rumores concernientes a los medios empleados, atizaban el odio contra los acadios y propiciaban la aceptación de las omnipresentes patrullas militares de vigilancia y de sus incursiones en los domicilios privados de los norteños. Las detenciones se multiplicaban, practicándose sobre familias completas, y los hombres del sur que en su momento creyeron buena idea casarse con una mujer del norte, o a la inversa, sufrieron la misma suerte. Quienes intentaron huir de la ciudad para no ser enviados a la cárcel fueron abatidos, y cuando conseguían escapar de los soldados, con frecuencia eran atrapados por sus vecinos que, acto seguido, los entregaban a la guarnición, cuando no se tomaban la «justicia» por su mano. El excesivo celo de esos súbditos demasiado entusiastas apenas si era reprendido por los oficiales de la guarnición, de ahí que los más exaltados no esperaran a la llegada de una patrulla para entrar como vengadores en casa de los vecinos del norte, sobre todo cuando éstos eran más ricos que ellos. Durante la jornada que siguió a la de la muerte del príncipe, los saqueos, las violaciones y los asesinatos, si bien no se convirtieron en la norma, resultaron demasiado numerosos como para calificarlos de excepcionales.

La codicia y el odio alimentado minuciosamente por los poderes públicos tiraban de aquel carro, claro está, pero era el miedo quien llevaba las riendas. Se decía que Enkalam había sido asesinado por un soldado sumerio. Se hablaba de otros soldados arrestados, porque se los suponía encantados también a ellos. De ahí a imaginar que se corría el riesgo de que la totalidad del ejército sumerio se uniese al enemigo en vez de presentar batalla no había más que un paso. De ahí a ver en cada acadio a un mago inspirado por la demoníaca Ishtar, o por cualquier otra de las divinidades de ese pueblo maldito, no había más que un segundo paso. Sólo el exterminio de los acadios garantizaría la seguridad de Uruk y el resto de las ciudades del sur, hacia las cuales se habían enviado mensajeros reales en la víspera. Todavía no se trataba de exterminio, por el momento sólo se detenía y ocultaba a los acadios, pero si los dioses insistían en apartar sus rostros de Sumer, sin duda alguna muy pronto tendrían que ofrendarles un río de sangre.

¿Cómo no reconocer la furia de las divinidades en los acontecimientos? A menos que se considerara que el poder de éstas era inferior al de los dioses del norte, un hecho inconcebible, había que admitir que los reveses sufridos por el sur y la muerte del heredero del trono habían sido obra suya. ¿Qué faltas habían cometido, cuáles eran los insultos infligidos a las deidades? Y sobre todo, ¿quiénes eran los culpables? ¿El propio príncipe, el rey, o acaso el pueblo en su conjunto, por admitir en su seno a una raza que lo único que sentía por los dioses sumerios era desprecio, a pesar del aparente respeto que les atestiguaba con la sola intención de perfeccionar la hipocresía? Ante la duda, era necesario erradicar el mal, multiplicar los sacrificios y orar para que se apaciguara la cólera divina antes de que se produjesen acontecimientos irreparables.

El asesinato de Enkalam no había bastado, en efecto. El En no acostumbraba a informar a la población acerca de sus augurios, pero sólo un ciego o un estúpido era incapaz de adivinar hasta qué punto los signos resultaban alarmantes. Durante toda la mañana, los sacerdotes habían recorrido la ciudad anunciando a gritos en cada plaza, en cada calle: «En el día de hoy se casará el rey, y la ceremonia continuará con una procesión durante la cual todo buen sumerio deberá aclamar a la pareja soberana». Aunque nada indicasen en tal sentido aquellas palabras, el tono en que habían sido pronunciadas dejaba clara la amenaza de engrosar a punta de espada una asistencia demasiado exigua.

En un primer momento, el pregón produjo asombro. Y hasta una cierta indignación, puesto que podía comprenderse que el rey quisiera tomar una joven esposa con la esperanza de engendrar un nuevo hijo, pero en cambio no era posible aceptar que quisiera hacerlo justo en aquel momento, cuando su hijo asesinado aún no había recibido sepultura. Más bien parecía otra acción encaminada a ofender todavía más a los dioses.

El malentendido se mantuvo hasta que el cortejo salió del palacio. Quien lo dirigía era Charil, a quien rodeaban dos columnas de cincuenta soldados. La comitiva incluía a todos los asesores, secretarios, ministros reales, oficiales superiores y ricos terratenientes presentes en la ciudad, además de a sus esposas. A la cabeza de cortejo, justo detrás del majestuoso caballo del general, avanzaban dos palanquines protegidos por un estrecho cordón de guardias de seguridad. Las cortinas del segundo palanquín, entreabiertas en uno de sus lados, dejaban ver a la princesa Erchemma, quien de tanto en tanto saludaba a la multitud con inclinaciones de la cabeza para luego volverla hacia su acompañante, que tenía el rostro completamente oculto por un velo, y quien no podía ser otra que la futura reina. En cambio, el primero de los palanquines estaba enteramente abierto a todas las miradas, y permitía ver al rey vestido con sus mejores atuendos y adornado con todas las insignias de su cargo.

¿El rey?

Un joven desconocido, casi un adolescente a quien nadie, por más que hubiese estado a mucha distancia del lugar, habría podido tomar por Lugalzaggizi; y quien por su parte parecía muy incómodo por encontrarse allí y lo miraba todo con ojos despavoridos, esbozando un gesto de saludo que luego interrumpía como si temiese desencadenar la venganza pública al menor movimiento.

A su paso, se elevaban preguntas y comentarios entre la multitud, y aunque éstos no superaban la fase de los murmullos a causa de la presencia de los soldados, de todas maneras producían un confuso rumor que no tenía relación alguna con las aclamaciones públicas que pedían los pregones; y para colmo, entretanto, el verdadero rey se mantenía invisible.

Sin embargo, cuando el cortejo hubo desaparecido en el Eanna y cuando las puertas del templo se cerraron detrás de él, algunos ancianos que conservaban todavía la memoria en buenas condiciones y también muchos escribas de gran erudición, que a causa de un curioso azar eran en su gran mayoría empleados del templo, disiparon el misterio mediante revelaciones destinadas a propagarse a gran velocidad de boca en boca, hasta que toda la ciudad estuvo al tanto del ritual de sustitución, cuya huella en los archivos había encontrado la sabiduría del En.

Entonces una ola de angustia y esperanza entremezcladas se desató sobre Uruk: era evidente que los augurios habían predicho la muerte del rey, y perder al rey en vísperas de la batalla era para una nación lo mismo que capitular o rendirse incondicionalmente. Ahora bien, la rendición o la derrota equivalían a la invasión y, teniendo en cuenta los últimos acontecimientos, ésta comportaría terribles represalias. Lugalzaggizi debía vivir para el bien común.

En consecuencia, fue una multitud con un estado de ánimo por completo diferente la que saludó a la procesión que volvió a organizarse después de realizada la ceremonia de la boda. Entre las imponentes puertas macizas del templo apareció en primer lugar una estatua de Inanna, con la altura de dos hombres y tallada en madera oscura, que estaba adornada con deslumbrantes joyas que pocos ladrones se habrían atrevido a tocar en tiempos normales, y que en el presente ninguno se atrevió siquiera a mirar. El carro que sostenía la imagen no iba tirado por asnos ni bueyes, sino por sacerdotes; esta imagen y sus porteadores iban precedidos por media docena de soldados cuya función consistía en abrir el paso a quienes marchaban detrás, cuyo camino nadie pensaba entorpecer. Junto a los soldados, en cabeza, iba el En montado en un caballo que le entregaron al salir del Eanna. Estaba cubierto de joyas, espléndido también él, e iba entonando una letanía que la multitud repitió a coro: «¡Inanna, protégenos! ¡Inanna, protege al rey! ¡Inanna, protege a Sumer! ¡Inanna, destruye a nuestros enemigos! ¡Inanna…!».

Detrás de la estatua avanzaba la pareja real, ahora ya reunida en la misma litera que transportaban ocho esclavos de poderosa y llamativa musculatura. Aunque un tanto boquiabierto, el sustituto se impuso esta vez la obligación de saludar a la concurrencia. La reina, con los rasgos todavía disimulados bajo el velo que sólo dejaba a la vista sus ojos negros y resaltados con shembi, imitaba a su esposo de tanto en tanto. Los soberanos no iban con las manos cogidas, y ni siquiera se miraban aunque estuviesen sentados uno junto al otro, codo con codo; por sus gestos daba la impresión de que evitaran tocarse. Cuando un tumbo de la litera hacía que sus hombros desnudos entraran en contacto, se sobresaltaban para apartarse uno del otro tanto como les permitía el reducido espacio que compartían.

En una auténtica pareja real esa conducta habría resultado escandalosa o provocado risa, pero ellos no eran más que imágenes levantadas en lo más alto de la sociedad para atraer el rayo funesto mientras se esperaba el fin de la tormenta. Dos o tres días más tarde, con la ejecución de ambos, se acabaría una imitación erigida en beneficio del destino. Y puesto que todos y cada uno debían fingir con el objeto de persuadir a los dioses, y considerar u otorgar a esos jóvenes un tratamiento de acuerdo con lo que ellos simulaban ser, se los exaltó a voz en cuello, quizá con mayor entusiasmo que el que pusieran a la hora de aclamar a Lugalzaggizi.

La procesión recorrió de esa manera todas las calles de la ciudad lo bastante anchas como para permitir el paso del cortejo, hasta que se hizo de noche. La gente se prosternaba al paso de la estatua de la diosa y del En, y algunas personas lo hacían después de haber arrojado flores y palmas sobre la calle; a continuación, se levantaban para elevar los brazos al cielo, entonces interrumpían la repetición de las plegarias del sumo sacerdote a la diosa para ponerse a entonar en cambio las expresiones de amor hacia los soberanos recién unidos en matrimonio. Contagiados por la atmósfera, los nobles personajes que formaban parte del cortejo también aclamaban radiantes de entusiasmo. El único rostro que se mantenía enfurruñado con inquebrantable obstinación era el del general Charil, pero de ello sólo se dio cuenta su esposa, con la cual compartía el palanquín. Erchemma no le hizo observación alguna, porque le gustaba demasiado verlo de tan malhumor como para incitarle a expresar alegría, aunque ésta fuese fingida.

Pirig vivió la procesión como un sonámbulo. Él, a quien tenían por el muchacho más tímido de su pueblo, no tenía la menor preparación para presentarse ante la mirada de millares de personas, ni mucho menos para que lo tratasen como al rey a quien le exigieron representar. En diversas oportunidades cerró los ojos para dejar de ver a la muchedumbre e intentar imaginarse en otro lugar, pero la idea de que acaso hubiera un asesino oculto, disimulado en medio del pueblo y dispuesto a hundirle la hoja afilada de un cuchillo en el corazón le obligaba a volver a abrirlos. Eso cuando no se trataba de un roce con el brazo de Nadua, cuya presencia le incomodaba, además de porque ella no tenía más deseos de estar allí que él y porque se encontraba igual de tensa y espantada, porque sentía que la joven lo hacía responsable de la situación. Cada vez que sus miradas se cruzaban, él leía en la de ella un desdén y un temor cuyo motivo ignoraba.

Todavía no habían intercambiado ni una palabra, ni siquiera sus respectivos consentimientos durante la breve ceremonia celebrada por el En, puesto que todo estaba preparado de antemano. El contrato que los unía con los nombres de Lugalpirigmada y Erechnadua como rey y reina de Sumer hasta que la muerte los separase se había reducido a los puntos básicos, puesto que no aludía a dotes ni regalos a la familia de la desposada. El documento estaba refrendado con el sello de los tutores provisionales, el antipático Charil para él y la deliciosa Erchemma para ella. A continuación, el sumo sacerdote había realizado el ritual simbólico de romper el cántaro, antes de que comenzaran a cantar los himnos y las plegarias dirigidos a Inanna, con el objeto de que la unión produjera frutos y aprovechase al reino.

Aunque estuviera intimidado, Pirig había experimentado cierto orgullo por estar contribuyendo a los intereses de su país, sobre todo después de la debilidad que había demostrado al permitir que los magos acadios lo capturasen. En cambio, sentía que ése no era el caso de Nadua. ¿Qué habría hecho ella para encontrarse allí? ¿Acaso la única falta cometida por la joven era tener apariencia de ser oriunda del norte, acadia, aunque el contrato de matrimonio atestiguara que había nacido en Uruk y de un padre sumerio? Ya le plantearía la pregunta. Puesto que estaban casados, tarde o temprano se verían obligados a dejarlos solos.

La joven también daba en pensar cosas parecidas, pero la ceremonia y las presentes circunstancias no eran la principal causa de su malestar. Consideraba que el compañero que habían elegido para ella era un grandullón pesado y desprovisto de toda gracia, tal como lo observara Erchemma. No obstante, resultaba preferible a Hishur, y además ella seguía dispuesta a entregársele. Si no se esforzaba en sonreír a Pirig después de haber creído leer en su mirada que le gustaba, era porque se sentía humillada, y porque también la ponía furiosa el hecho de que él pudiera conseguir placer justamente con aquello que para ella era lo más penoso. Durante la ceremonia, Nadua no había sentido otra cosa que una vaga aprensión, pero no auténtico miedo. En todo caso, mucho menos que el experimentado en las sucesivas cárceles que había conocido mientras esperaba saber cuál sería su suerte.

Lo que reavivó su miedo fue una visión fugaz que tuvo mientras el cortejo avanzaba en medio de los cánticos y gritos de la muchedumbre. Nadua estaba tan poco acostumbrada como Pirig a disfrutar de semejante atención, y temiendo que el velo no bastara para ocultar sus rasgos de mestiza acadia, intentaba conservar la cabeza erguida, pero no podía evitar observar a ratos a sus vasallos de un día. Y lo que leía en los rostros de éstos le dejaba una impresión amarga: las bocas sonreían, aclamaban, los brazos se elevaban con entusiasmo, pero las voces eran duras y las miradas serias. Nadua no acertaba a encontrar el menor atisbo de simpatía en el público.

Y de pronto vio a Hishur. Estaba en primera fila, flanqueado por dos poderosos sirvientes y sonriendo con toda la boca. Al tiempo que ella dilataba los ojos, los de Hishur fijaron su mirada en ella, y Nadua supo que él la había reconocido. Ahora bien, lejos de estropear su buen humor, ese «encuentro» inspiró al comerciante una sonora carcajada. El elamita señaló su hombro herido y todavía vendado, y luego se pasó el pulgar bajo la garganta muy lentamente.

Nadua se sobresaltó y se echó hacia atrás, chocando con Pirig, a quien pudo sentir a su vez dar un respingo. Sin mirarlo, se llevó la mano al pecho e intentó contener el sofoco y las súbitas palpitaciones que sintió. ¿Qué significado tenían los gestos del elamita? ¿Por qué se alegraba tanto al verla escapar al castigo al cual quería que se la condenara? ¿Esperaba darle muerte por sí mismo una vez que hubiese acabado el ritual? Pero si era así, ¿por qué no lo hizo la noche del incidente, en vez de llamar a la guardia? Aquello no tenía sentido alguno. La incertidumbre le atenazó la garganta y el vientre. Bajó los párpados para dejar de ver a la multitud en medio de la cual le parecía descubrir al barbudo Hishur una y otra vez, pero muy pronto tuvo que volver a abrirlos: las sacudidas de la litera, combinadas con su angustia, le producían náuseas. Como no podía hacer nada mejor, mantuvo la mirada baja durante la parte final de la procesión, y lo hizo con tanta obstinación que no pudo advertir los únicos dos rostros realmente amigos que encontró a su paso, el de una gorda mujer madura y el de un joven lisiado. Sin embargo, ellos sí que la vieron, y la mirada de asombro que intercambiaron probaba que la habían reconocido. Tan pronto como el cortejo los dejó tras de sí, la vieja y el lisiado atravesaron la muchedumbre para alejarse hacia el barrio comercial más próximo.

Esa noche en el palacio se ofreció un banquete en el cual participaron todos aquellos que habían formado parte de la procesión, sentados alrededor de una enorme mesa baja de forma oval. La tensión había vuelto a hacer presa en ellos. Su ánimo no era festivo, de ahí que apenas hicieran honor a la extraordinaria comida que salió de las cocinas del rey: caldo de cordero previamente asado a la llama, caldo de cabrito, perdices y carne de buey condimentadas con ajo y comino, todo ello acompañado de diversas legumbres y de sabrosos panes de cebada con levadura y ázimos… El servicio de comidas se prolongó durante unas dos horas y, después, se ofrecieron gran variedad de frutas, dulces y pastas.

Mientras los esclavos servían a los invitados, otros esperaban a espaldas de éstos, con un cántaro en la mano, vigilando los cubiletes de cerveza y apresurándose a llenarlos conforme se vaciaban. Aunque no tuvieran apetito, los grandes del reino bebieron en cambio tanto como solían. E incluso algunos de ellos tomaban todavía más, pero lejos de hacerles olvidar el castigo que les habían impuesto los dioses, el alcohol acentuaba su pesadumbre al mismo tiempo que les soltaba la lengua, demasiado para el gusto del En, que constantemente se veía obligado a llamarlos al orden con diplomacia.

Sólo Erchemma y el sumo sacerdote se dirigían al sustituto real con perfecta corrección. Los demás, aunque emplearan las fórmulas de tratamiento que mandaba el protocolo, tal y como se les había ordenado, dejaban traslucir el menosprecio que les inspiraban aquellos jóvenes aun cuando pronunciaran las frases más respetuosas. Hacia el final de la comida, algunos de los invitados comenzaron a hacer bromas sarcásticas. Entre éstos, y a pesar de los reproches que le susurraba su esposa, a los cuales él respondía apelando a groseras onomatopeyas, se encontraba el general Charil, quien al principio se había esforzado por comportarse bien.

Quizá si los soberanos ocasionales hubieran encontrado en sí mismos la fuerza suficiente como para comportarse como tales, los sarcasmos habrían desaparecido y el desprecio se habría esfumado, pero como los jóvenes parecían tener una opinión lamentable acerca de sus propias personas, ninguno de los convidados intentó sostener una mejor. El rey y la reina sustitutos se mantenían inmóviles en sus asientos, con los ojos fijos en los platos, comiendo menos que nadie, bebiendo apenas, mientras el color de sus mejillas pasaba del rojo púrpura al blanco. Uno y otra presentaban la imagen perfecta de la persona convencida de no estar en el sitio que le corresponde, y que querría que la tierra se abriera por fin bajo sus pies para tragárselo. Sobre todo la joven mujer, que en repetidas ocasiones se vio asaltada por frases lujuriosas más o menos indirectas que aludían a lo que iba a sucederle durante la noche. Ello, además de calentarle las mejillas de vergüenza, le revolvía el estómago hasta el límite de la náusea.

Cuando las reprimendas de Enerech dejaron de resultar eficaces, éste anunció que sus altísimas señorías iban a retirarse. Erchemma y él escoltaron a sus protegidos hasta los aposentos reales, aquéllos donde solía dormir normalmente Lugalzaggizi. Se marcharon ignorando una última andanada de burlas acompañadas de carcajadas nada protocolarias. Todos los enseres pertenecientes al legítimo ocupante de esas habitaciones se habían retirado, y en su lugar había otros nuevos a disposición de los sustitutos, que los podían usar a voluntad.

Mientras la princesa, que pretendía tranquilizarla y hacer que se sintiera cómoda, mostraba a Nadua el guardarropas, el En permaneció en la antecámara junto a Pirig. Después de haberlo felicitado por su buena voluntad, que sin la menor duda, le aseguró, iba a depararle la gracia de los dioses, le recordó que el ritual debía observarse hasta en los menores detalles. Si las divinidades quedaban insatisfechas, si los dioses insistían en dirigir la desgracia sobre el auténtico rey, tanto los grandes del reino como el pueblo atribuirían dicha obstinación divina a los errores cometidos por los sustitutos, y nadie podría predecir qué suerte iban a correr.

—Eso significa que la reina debe transformarse del todo en reina a partir de esta noche. Que vuestra altísima señoría no se ofenda por mis palabras: no albergo dudas acerca de vuestra virilidad, pero en cambio me parece que sois lo bastante compasivo como para dejaros conmover por el pudor o los escrúpulos de la joven mujer. En consecuencia, insisto en el hecho de que no hay que hacerle a ella el menor caso, y proceder a su desfloración con su voluntad o sin ella, con su consentimiento o por la fuerza. Si la reina de vuestra altísima señoría mañana por la mañana continúa siendo virgen, habrá consecuencias desagradables para todos nosotros. ¿Vuestra altísima señoría me comprende?

Pirig asintió con un movimiento de cabeza, aunque a decir verdad no se le ocurrió nada a propósito de las mencionadas «consecuencias».

—No os decepcionaré, señor En —afirmó, decidido a conservar la evidente benevolencia del sumo sacerdote.

Desde el momento en que había visto a ese hombre creyó que merecía que él se pusiera a su servicio. «Merecer» era la palabra exacta. Más que ser alguien con autoridad, Enerech encarnaba en su persona esa clase de autoridad natural que se hace evidente sin necesidad de alzar la voz. Lo sentía fuerte, lo adivinaba justo. En las circunstancias en que se hallaba, el joven Pirig sólo podía alegrarse o felicitarse por haber encontrado a un compañero como aquél, pero sabía que al menor tropiezo lo perdería: entre el bien del país y la simpatía que él le inspiraba, el En no tendría duda alguna; y actuaría con toda la razón.

Sin embargo, Pirig no daría ningún traspié. Cuanto le exigían era una absoluta obediencia y, después de todo, él estaba acostumbrado a obedecer. Le gustaba hacerlo, incluso cuando la recompensa no era otra cosa que la aprobación de quienes le mandaban. Por otra parte, se preguntaba si una vez acabado el ritual regresaría a su división en espera del momento de volver al pueblo y a la herrería de su padre, o si se incorporaría a la guardia del Eanna para poder servir al admirable señor de manera permanente.

Fue cuando al fin se encontró a solas con Nadua que su hermosa confianza comenzó a ceder.