Capítulo XV

Mientras las prostitutas subían a los dormitorios para irse a dormir, Asilmina permanecía en la planta baja, ordenando un poco el local y conversando con Alad acerca de los últimos acontecimientos. Estaba recogiendo los fragmentos del cubilete que había roto Irenki cuando oyó el primer grito, seguido de un crujido seco, o acaso del chasquido de un desgarramiento. Se había incorporado apenas cuando recibió la segunda señal a través de la puerta que se había quedado abierta, un alarido que interrumpió de manera brutal otro siniestro alarido.

La vivacidad con la cual dio media vuelta y se acercó a la carrera hasta el umbral habría sorprendido a cualquiera que la conociese. Un momento después, Alad abandonaba la trastienda olvidándose de la postura curvada.

—¿Lo has oído? —susurró ella.

—Sí.

—¿Ves algo?

Él dio dos pasos hacia el exterior y entornó los ojos para escrutar la calle oscura.

—Me parece —respondió extendiendo la mano—. Allá…

De pronto, ya no fue una duda sino una certeza. En el lugar que señalaba se abrieron algunas puertas, salieron personas de las casas, nuevos gritos ascendieron en la noche.

—Son ellos —exclamó Asilmina—. ¡Estoy segura de que son ellos!

Se apresuró hacia el exterior. Alad la retuvo por un brazo cuando pasó frente a él casi a la carrera.

—Iremos a ver —prometió él cuando ella comenzaba a protestar—, ¡pero recuerda que no estás en condiciones de correr, mamá!

Alad, por su parte, había recuperado la curvatura habitual. Asilmina le dedicó una mirada furiosa, luego bajó la cabeza. El hombre tenía razón, por supuesto. Con semejante volumen de grasa no podía desplazarse con la misma agilidad que una joven mujer de los bosques.

Asilmina se resintió porque él tenía razón.

No obstante, le permitió que deslizara la mano por debajo de su antebrazo, y ambos avanzaron al paso que les autorizaban sus personalidades públicas.

Cuando Alad interrumpió su envejecimiento convirtiéndola en su hermana de sangre, Asilmina sólo tenía sesenta más treinta y ocho años, lo que en la vida de una mujer humana equivalía a unos veintidós o veintitrés años. Aunque después hubiera vivido más de diez veces sesenta años, e incluso aunque en ciertas ocasiones le sucediera sentirse muy vieja, su cuerpo se mantenía idéntico al que tenía entonces. Y ardía por utilizarlo de nuevo.

En seguida llegaron hasta el sitio de la aglomeración, donde se habían reunido media docena de hombres —las escasas mujeres que habían salido de sus casas retrocedieron al descubrir la escena—. Mientras intercambiaban observaciones triviales acerca de las atrocidades que se veían en la ciudad en los últimos tiempos, comentaron que sería oportuno llamar a la guardia de seguridad. En medio del corro yacían dos soldados con las cabezas mutiladas, que Alad y Asilmina reconocieron de inmediato. Apartaron los ojos de la escena al mismo tiempo.

—¿Alguien ha visto quién ha hecho esto? —preguntó la mujer de los bosques con el corazón en la boca, pero con bastante dominio de sí como para emplear la ronca voz de la madre Yigal.

Por las diversas respuestas que recibió le pareció que no, que nadie había visto nada. Dormían, despertaron a causa de los gritos, los asesinos no se habían entretenido…

—Vamos mamá, regresemos —suspiró Alad cuando uno de los vecinos declaró que se trataba de una acción de los acadios.

Como él daba media vuelta queriendo llevarla consigo, Asilmina estuvo a punto de resistirse, porque detestaba que Alad decidiera por ella. En el bosque, las hembras no estaban sometidas a la autoridad de los machos. Sin embargo, reprimió el reflejo: Alad había vivido demasiado con la gente de la Comunidad como para no ser consciente de ello, y sólo se permitía esa clase de actitudes en público, cuando ambos llevaban la máscara puesta. Ella se vengaba maltratándole con sus bromas en la taberna, la única parte que le placía del papel que representaba.

Al principio, a causa de su travieso espíritu de hija de los bosques, se había divertido con la comedia. Los despachos de bebidas alcohólicas, aseguraba Alad, eran los mejores lugares para oír todo cuanto se decía en la ciudad sin poner en evidencia que se buscaba información. Ahora bien, la mayoría de las tabernas prostibularias pertenecían a mujeres mayores, con frecuencia antiguas prostitutas, tanto era así que el personaje de madre Yigal se impuso. Ahora Asilmina ya estaba harta de esa representación. Nunca se había creído coqueta ni se había considerado muy bella. A pesar de que llevaba en Uruk casi dos años, sentir sobre ella la mirada entre burlona y asqueada de los hombres, oír sus observaciones acerca de su fealdad, la tentaba a quitarse todos los rellenos y disfraces para mostrarse desnuda y que pudieran verla tal cual era. Alad la veía, por supuesto, pero él no contaba. O había dejado de hacerlo. O no contaba aún. En ese sentido, era incapaz de discernir sus propios sentimientos.

Lo quería mucho. De ello no tenía la menor duda. También lo respetaba, sobre todo por el hecho de que al ser cobarde por naturaleza combatía el miedo para arrojarse al centro del peligro. En caso de necesidad ella lo habría empujado, sin embargo había sido él quien había decidido regresar a Uruk para oponerse a los proyectos de su medio hermano. Por otra parte, ella nunca había tenido que empujarlo a hacer nada de nada, salvo a vivir, al principio, fingiendo un amor hacia él que había podido devolverle la autoestima.

Al mismo tiempo que Alad echaba la barra a la puerta, ella subió la escalera, demasiado conmocionada por lo que acababa de ver como para proseguir la limpieza del salón. En el corredor abierto y flanqueado por las habitaciones de las pupilas, dos de éstas, curiosas, asomaban las cabezas por los vanos cuadrados de la fachada, intentando escuchar los jirones de voces que les llegaban.

—¡Idos a la cama! —les gritó Asilmina—. Desde aquí no veréis nada, y de todas maneras aquello no os gustaría.

—Los soldados de… —comenzó una de las jóvenes mujeres.

—Sí, los dos. Haced lo mismo que yo: no intentéis comprender las cosas que os superan.

Dejándolas discutir en voz baja, Asilmina entró en su habitación, necesitada de volver a ser ella misma. Aquella noche lo ideal habría sido quedarse sola. No obstante, eso era impensable. Por supuesto, Alad habría aceptado dormir abajo, en el salón de la taberna, si se lo hubiese pedido, e incluso hasta habría aceptado no dormir en absoluto, pero con ello sólo lo habría herido y nada más. Era un mal momento para crear tensiones entre ambos que sólo los apartarían de sus objetivos. Y además tampoco era eso lo que quería. Lo que quería era dormir sola, sí, pero en el interior de un árbol y en medio del bosque, con el cielo por único techo, los cantos de las aves como única guardia, la corteza confundida con su carne y la savia mezclada con su sangre.

El enfermo Yichban que volvió a ser en seguida el bello Alad Yicheren se le unió cuando aún no había acabado de desnudarse. Ella se liberó del ceñidor y se acostó sobre la tabla que le servía de esterilla. Apoyado sobre uno de sus codos él la observó lavarse sin decir ni una palabra, con una sonrisa en los labios. Alad no se cansaba de mirarla, como le dijo una vez, y aunque no se entregara a su contemplación de lleno, de la misma manera que suele hacerse con un paisaje, sabía cómo proceder sin incomodarla… siempre, aunque no esa noche. Ella deseaba que Alad no tuviese ganas de hacer el amor. El espectáculo de la muerte a veces producía en él, en especial después de haber visto los cadáveres, como una necesidad de probarse que todavía estaba vivo. Pero, en cambio, a Asilmina la visión de la sangre apenas si le producía ganas de vomitar.

Sin embargo, cuando se estiró junto a él, Alad no intentó abrazarla.

—Ha sido Gurunkach —se limitó a decir.

Ella lo miró asombrada.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó.

—Los mataron a hachazos —respondió él encogiéndose de hombros—. Los ladrones emplean cuchillos y los soldados espadas. Además, el cráneo partido en dos mitades de esa manera es su señal. Lo he visto combatir muchas veces: nunca golpea dos veces cuando con una es suficiente. —Inspiró profundamente, luego se empeñó en una lenta expiración—. Por otra parte hay una relación forzosa, ¿verdad? Esos soldados fueron ejecutados justo el día en que su primo fue acusado de un asesinato que, según ellos, no pudo haber cometido. Aún no sé de qué se trata, pero Enerech prepara algo.

—¿Y cómo esperas saberlo?

—Manteniendo los ojos y los oídos bien abiertos. Un poco más que de costumbre, si es preciso. Ya veremos mañana cuáles son las informaciones oficiales. Luego podremos pensar algo.

La tranquilidad de Alad no engañaba a Asilmina. Ahora que el momento de la acción parecía haber llegado, estaba petrificado por la angustia. Le pasó los brazos alrededor del cuello sin pensar que un momento antes había deseado que él no la tocase.

—Todo saldrá bien —dijo—. Te ayudaré.

—Lo sé. Sin ti habría abandonado hace tiempo.

Ella lo abrazó para no oírle decir que la amaba, para evitar tener que responderle. Asilmina no ignoraba que Alad sacaba de ella buena parte de su valentía, y la reina de la Comunidad lo había previsto, por esa razón la hija de los bosques se encontraba allí, junto a él.

Durante todas aquellas sesentenas de años no habían vivido juntos. Si ninguna pareja corriente puede soportar tanto tiempo de convivencia, menos aún una cuyos integrantes no envejecen; y hasta el amor idealista de Alad habría terminado resintiéndose. Se habían separado de común acuerdo por períodos de duración variable; nunca inferiores a los seis meses ni mayores de doce años. Ella había tenido aventuras, él también, sin duda; pero nunca hablaban de ello, aunque ambos comprendieran que se trataba de algo bueno.

Sin embargo, cada vez que él la había necesitado, siempre que su decisión y firmeza estuvieron a punto de abandonarle, la mujer de los bosques, previsora, había acudido tan amante como el primer día.

La reina no necesitaba forzarla a ello, Asilmina estaba junto a él de buena gana, porque creía en la causa que defendían. La misión le había deparado muchos momentos de placer, sin contar la inmortalidad, un don que en principio le había parecido carente de todo sentido, pero que lo tuvo luego: de haber sido mortal habría podido representar el papel de la madre Yigal sin disfrazarse. Pero también había vivido momentos de angustia, y pronto llegarían los de peligro. Aunque lo peor de todo era el deber de decir «te amo» a alguien a quien no estaba segura de amar; y también resultaba penoso que no hubiese manera alguna de saber si al decirlo era sincera o no.

Cuando Alad comenzó a acariciarla, Asilmina no protestó. Él necesitaba aquel amor. Y nunca debía enterarse de que el encuentro de ambos no había sido fortuito, ni de que la hija de los bosques tampoco había resultado seducida por el deseo que él le inspiraba, sino que se había acercado a su persona por deber.

Asimismo, nunca debía enterarse de lo que le habían ordenado hacer en caso de que él flaqueara.