En el transcurso de su caminata entre la puerta de Ur y la taberna, después de acabar el servicio, los gemelos Hamatil e Irenki sólo se habían encontrado con patrullas de soldados, no había peatón civil alguno.
Como informaran a los taberneros, los dos hermanos no estaban de humor para juergas. Habían ido a la taberna no tanto para emborracharse como para huir del tenso ambiente del cuartel y de sus compañeros. La guarnición era presa del nerviosismo desde que cerraran las puertas de la ciudad y reforzaran las guardias. Eso por no hablar de la orden llegada al final de la jornada y que ciertas unidades ya estaban ejecutando: ir a visitar las casas ocupadas por gente del norte. A pesar del éxodo verificado en los últimos meses, quedaban suficientes norteños como para desbordar las cárceles. Y los acadios que pasaran a través de las mallas de la red porque no estuvieran censados como tales, por ejemplo aquellos cuyo padre fuera sumerio, no tardarían en verse denunciados por sus vecinos. A partir del día siguiente advertirían a la población que cualquiera que conociese a un acadio y omitiera informar sobre él, sería considerado cómplice de sedición. El miedo respaldaría a la envidia y la malevolencia para sofocar los escrúpulos.
—¡Entonces esa pobre chica, Nadua, y su hermano también serán detenidos! —Exclamó la madre Yigal antes de escupir al suelo de su propio establecimiento—. Me parece repugnante.
—¿Pero qué dices, mamá? ¡Vamos, no estás diciendo lo que piensas! —intervino Yichban, con prudencia.
Aquella noche la clientela brillaba por su ausencia más que de costumbre, hasta el punto de que la tabernera, su hijo y algunas de las chicas se habían sentado con los soldados y les servían cerveza sin preguntarles siquiera si tenían con qué pagarla.
—No te preocupes por nosotros —refunfuñó Irenki dirigiéndose a Yichban—, ella no es la única que se siente asqueada. Yo sé que estamos en guerra, y no digo que no haya dos o tres acadios de aquí a quienes les gustaría ver bien muerto al rey, pero el resto son buena gente.
—Sí —aprobó Hamatil—, igual que lo es Pirig.
—Pirig es el muchacho más bueno que jamás se haya visto en Uruk. Nadie puede decir lo contrario. Cuando era pequeño vacilaba hasta para matar a las ratas. ¡Sí, a las ratas! Entonces, que asesine a alguien…
—¿Pirig es el muchacho que estaba con vosotros la otra noche? —dijo una de las prostitutas—. ¿Aquel que subió conmigo? Es cierto que era muy bueno.
—¡Lo veis! —exclamó Irenki—, hasta ella lo dice. Pues bien, todo eso que se cuenta, yo creo que son mentiras, es bien fácil, no son más que mentiras.
Vació el cubilete y en seguida volvió a llenarlo con la jarra apoyada sobre la mesa baja.
—¿Pero le acusan de haber matado a quién, exactamente? —preguntó Yigal.
—En tu opinión, madre, ¿quién ha partido hacia el mundo de abajo recientemente y es lo bastante importante como para que todo el mundo hable de ello?
Yichban y su madre intercambiaron una mirada dubitativa. Aunque todavía no se había informado de ella de manera oficial, la muerte del príncipe Enkalam era de conocimiento público. El rumor se había difundido en toda la ciudad sin que nadie intentara desmentirlo. Pero la identidad del asesino permanecía en secreto, sólo se sabía que se trataba de un soldado del ejército sumerio que había sido encarcelado. En apariencia, la guarnición disponía de fuentes de información más precisas que la población de Uruk.
—¿Es a vuestro primo a quien acusan? —se asombró Yichban.
—Se supone que no debemos hablar de ello —respondió Hamatil poniendo mala cara.
—¿Y qué carajo importa? —soltó Irenki—, mañana o pasado todo el mundo lo sabrá, cuando decidan hacerlo empalar. —Volvió a beber—. Sí, ellos dicen que fue él. Al principio, no podíamos comprender por qué algunos nos señalaban con el dedo, y luego hubo alguien que decidió ponernos al tanto. Pero eso no es posible. Pirig no, ¡ni por todo el oro de los acadios! —Golpeó con el cubilete sobre la mesa con tanta fuerza que lo rompió—. Sé lo que haré. Mañana iré a ver al señor Gurunkach. Estoy en buenos términos con él, me escuchará. Y él tendrá poder para…
—Te enviará a paseo, sí —lo contradijo Hamatil—. ¿Qué quieres que haga, qué le importan los problemas de Pirig?
—Él sólo es leal al En —confirmó Yichban, antes de agregar, en tono menos perentorio—. En fin… eso es lo que se dice, en todo caso. También dicen que no retrocede ante nada. Y llegado el caso, ni ante el príncipe; debe de ser él quien lo ha matado.
—¡Te prohíbo hablar de esa manera! —gruñó Irenki, levantándose a medias—. Si no fueras un enfermo ya te habría…
—Basta, ya está bien. No lo ha dicho con mala intención —se interpuso su hermano—. Gurunkach ha sido generoso contigo, pero hay que reconocer que tiene mala fama.
—Eso no me importa. Es un gran guerrero. Todo lo que se dice de él no son más que mentiras, como lo que se dice de Pirig.
Con un movimiento de la cabeza Yigal indicó a Yichban que se alejara. Éste obedeció sin discutir. Más valía no envenenar el ambiente. Estaba claro que los soldados no sabían nada más.
—Si queréis subir con una mujer, invita la casa —soltó la tabernera para distender la atmósfera.
—Gracias madre, eres muy amable —dijo Hamatil—, pero será en otra ocasión. Ahora lo mejor es que volvamos. Cuando amanezca estaremos de servicio y si no nos levantamos a tiempo, el jefe nos cantará una canción que no nos gustará nada. Venga, vámonos, Irenki.
Ayudó a levantarse a su hermano, bastante más embriagado que él. Mientras salían, Yigal giró la cabeza hacia la prostituta que se había encargado de su primo dos noches antes.
—¿El muchacho de la otra noche te dio la impresión de ser un asesino?
—¡Oh, no! Al contrario, era tan tímido. Hasta tuve que consolarlo porque había tenido un mal sueño.
—¿Un mal sueño? ¿Te lo contó?
—Sí. Bueno, no. Sólo me dijo que había visto al rey.
La madre Yigal hizo una mueca a mitad de camino entre la ironía y la tristeza.
—¡Vaya! Ahora corre el riesgo de verlo de cerca antes de que pase mucho tiempo —concluyó la tabernera.
La primera noche de vela llegaba a su fin. La fría claridad de la media luna menguante se infiltraba en las calles, donde una calma inquietante había reemplazado la opresiva actividad de la tarde.
Gurunkach había seguido a los dos hermanos desde la puerta de Ur, y esperaba verlos meterse por una calle lo bastante oscura y desierta para actuar. Las patrullas habían contrariado los planes del guerrero, por lo que acabó apostándose cerca de la taberna, a la sombra de un edificio, esperando que en el transcurso de la noche las patrullas fueran menos frecuentes, y también que de vuelta al cuartel los soldados caminaran con mayor lentitud y menos erguidos.
Se sorprendió bastante cuando reconoció en los señalados por el En a los soldados que había conocido durante el incidente de los dos perros. También debía de haber en ello un signo, o un guiño de los dioses, que a veces eran bromistas.
Parecía un chiste también, sin duda alguna, el hecho de que se encontrara en el interior de un barrio que ya había atravesado al comenzar la noche para visitar la casa del comerciante Urnanna. Éste lo había hecho entrar sin desconfianza, creyendo que su visita estaba relacionada con la detención de su hermana. En cierto sentido no se equivocaba, y en adelante ya no volvería a tener oportunidad de equivocarse. Los guardias que visitaran la casa para detenerlo en los próximos días no iban a lamentar que se les hubiera ahorrado el trabajo. Gurunkach esperó con los brazos cruzados, sin apoyarse en la pared siquiera, y sin experimentar aburrimiento ni sentirse anquilosado. Incluso antes de volverse inmortal poseía ya esa cualidad de los predadores que viven de la caza —y que resulta tan infrecuente entre los cazadores humanos—, capaces de esperar todo el tiempo que sea necesario ante la madriguera de su presa. El deber era el deber; la menor distracción podía echar a perder todo el trabajo. En tales momentos el guerrero sabía convertirse casi en un mineral: se distendía, vaciaba su espíritu de todo pensamiento parásito pero manteniendo los sentidos en estado de alerta, analizando el menor ruido o movimiento, permaneciendo inmóvil si los juzgaba anodinos y actuando sólo en el interés de la misión si no lo eran.
Por ello habría sido incapaz de decir cuánto tiempo había transcurrido desde que comenzó la espera hasta que por fin vio salir a los soldados, a quienes dejó alejarse un poco antes de empezar a seguirlos. Uno de ellos, que a todas luces estaba borracho, caminaba sostenido por su hermano y hablaba en voz alta. Aunque no decía gran cosa, sus palabras parecían dar vueltas en torno a su primo. Gurunkach creyó incluso oír su propio nombre en la evolución de una frase un tanto incoherente, lo cual le hizo fruncir la nariz. No sentía hostilidad alguna hacia esos muchachos, pero parecía que Enerech estaba en lo cierto en cuanto a la necesidad de eliminarlos. Y teniendo en cuenta el ruido que hacían, más le valía no demorarse. Mientras los esperaba había visto pasar a una patrulla, de modo que en poco tiempo pasaría la siguiente. Empuñó el hacha y aceleró la marcha.
En el último momento, ellos oyeron el ruido de las sandalias contra la tierra apisonada y se volvieron. Cuando le reconocieron, en los rasgos de uno de ellos se dibujó el asombro, mientras que los labios del otro, aquel que había bebido más, se estiraron en una amplia sonrisa.
—¡Ah, señor! —soltó—, justamente yo…
Luego lanzó un grito de horror: el hacha de bronce conducida por la mano firme acababa de partir el cráneo de su hermano en dos mitades casi iguales. No tuvo tiempo de empuñar la espada, que de todas maneras no estaba en condiciones de emplear: de su boca salió un segundo alarido cuando le llegó el turno de encajar el mordisco de la terrible hoja, que produjo un chorro de sangre, un estallido de huesos y de tejidos cervicales.
Gurunkach apenas había frenado el paso para golpear en dos movimientos ágiles y veloces. Mientras los cadáveres se derrumbaban detrás de él, prosiguió la marcha, se hundió en la primera calle transversal y luego retomó la dirección del Eanna. Aunque se cruzara con una patrulla, nadie le haría preguntas.
Todo aquello era muy extraño, pensó: la primera vez que había visto a esos dos soldados les había dado dinero. En la segunda ocasión habían tenido que contentarse con el incierto sabor del bronce en el fondo de sus gargantas. Por fortuna, no habría nunca una tercera.