Capítulo XIII

—Según ciertas tablillas, se trata de un ritual que se remonta al primer soberano de Uruk. Desde hace más de sesenta años no hubo rey alguno que haya tenido necesidad de usarlo. Por eso tú nunca has oído hablar de ello.

Enerech estaba acostado sobre los cojines que cubrían su esterilla, en sus aposentos del Eanna. Acostada sobre él, y también desnuda, Erchemma se divertía devolviéndole la virilidad por medio de pequeñas ondulaciones de la pelvis que le arrancaban suspiros y sonrisas. Para animarla, él dejaba que sus manos descendieran desde los hombros hasta las nalgas de la princesa, arañándole las costillas con suavidad.

Se habían echado el uno sobre el otro tan pronto como se encontraron solos, recuperando el deseo matinal, acaso reforzado todavía más por los acontecimientos. Su unión no había sido sentimental, sino meramente animal, culminando en seguida un placer casi simultáneo que los había dejado apenas apaciguados, y conscientes de tener que repetir en seguida.

No temían ser descubiertos porque los esclavos de Erchemma vigilaban el camino del palacio fuera del Eanna. En caso de necesidad, se apresurarían a ponerlos sobre aviso. Y si de todas maneras alguien llegara y consiguiera sorprenderlos, Gurunkach, apostado en el corredor, en la parte exterior de la habitación, daría muerte a quienquiera que intentase forzar la puerta. Pero ello no ocurriría: Lugalzaggizi velaba el cuerpo de su hijo y Charil velaba a Lugalzaggizi.

—Cuando los augurios indican que el rey está amenazado por un peligro, se le encuentra un sustituto —repuso Enerech, mientras una boca golosa le recorría el cuello—. Un hombre a quien se viste con todas las insignias de la realeza y a quien se sienta en el trono. Se le rinde homenaje, se lo exhibe en las ceremonias públicas, se le procura incluso una reina a quien él debe honrar…

Dejó escapar un nuevo suspiro. Con esas palabras, la presión de las caderas de Erchemma se volvió más fuerte.

—¿Y el rey verdadero? —preguntó ella en su oído.

—Se marcha al exilio. Si no estuviéramos apremiados por el tiempo, enviaría a tu padre a Uma, pero las circunstancias me obligan a quemar etapas. En consecuencia lo alojaré aquí mismo, en el Eanna.

—¿Mi padre acepta dejar a cualquiera reinando en su lugar? —se asombró Erchemma.

—No, claro que no. El sustituto no ejerce el poder. Los consejeros más próximos, que en este caso somos tu marido y yo, se encargan de las tareas cotidianas, pero para todas las decisiones importantes debe consultarse al rey. Cuando le dije esto, Lugalzaggizi se hizo tirar las orejas antes de aceptar mis argumentos…

—Tirar las orejas —repitió Erchemma, traviesa, antes de ponerse a mordisquear la de su amante.

—El ritual funerario comenzará mañana, y será el sustituto y no el rey quien presida los funerales de tu hermano.

Ella soltó una carcajada.

—El asesino presidirá la ceremonia fúnebre de su víctima —dijo ella—. Eso sí que es irónico.

—Así es. Pero como sabes muy bien, el verdadero asesino soy yo.

La princesa asintió con un movimiento de cabeza. Luego se irguió a medias, separando del pecho de Enerech sus senos de anchos pezones oscuros.

—Somos nosotros —corrigió—. De Enkalam y de todos aquellos que todavía tendrán que morir para que tú alcances los objetivos que te propones. Nosotros dos seremos quienes les den muerte. No quiero ser menos culpable que tú. Quiero matar a alguno de ellos con mis propias manos alguna vez.

Erchemma se dejó caer sobre él para besarlo con pasión e intensificar sus caricias. Comprimido por el vientre femenino y estimulado por el vello púbico un tanto áspero, el sexo de su compañero comenzó a erguirse en una erección plena, casi dolorosa.

—Mi marido, por ejemplo… —prosiguió ella—, ¿sabes lo que ha hecho hace un momento ese valiente general, ese fiel amigo del rey cuando acudió a consolarme? Pues me ha dicho que si ahora tuviésemos un hijo, tendría posibilidades de reinar.

—Siempre que el rey no engendre a otro.

—Mi padre nunca fue muy fértil.

—Charil tampoco, por lo que parece.

Ella soltó una risa sofocada.

—Subestimas la astucia femenina. Me entrego a él lo menos posible, y sólo cuando estoy segura de que existen pocas posibilidades de quedarme embarazada. A continuación me lavo con mucha agua. Y si ello no basta, una o dos de las mujeres de mi servicio conocen ciertas recetas… Me quedé encinta dos veces, pero nunca llegué a parir. —La princesa le mordió el labio lo bastante fuerte como para producirle dolor—, pero esta tarde no he podido hacer nada. La idea de ver a su hijo en el trono lo puso en celo. Me ha jodido como a una puta; me habría violado si no me hubiese sometido. ¡Quiero que borres eso! ¡Bórralo, por favor, bórralo de inmediato!

Enerech la puso violentamente de espaldas, y apenas ella abrió las piernas, la penetró con un gesto tan furioso que le arrancó un grito.

—¿Y en qué se convierte el sustituto a fin de cuentas? —jadeó la princesa al tiempo que Enerech le sujetaba las muñecas a uno y otro lado de la cabeza y la penetraba ahora con tanta firmeza como lentitud.

—Se los ejecuta, tanto a él como a su reina —respondió—. De esa manera la amenaza resulta conjurada, puesto que muerto el rey, ya nada podría ocurrirle.

—Hasta que lo matemos nosotros mismos —completó Erchemma.

Luego ella lanzó un nuevo alarido. Enerech aceleraba el ritmo de las penetraciones y la mujer se adaptaba con desbordante placer, golpeando la pelvis de su amante con la suya, agarrándole las nalgas para hacerlo llegar aún más adentro, todavía más fuerte… Esta vez ya no fue tan rápido, el placer fue creciendo en ambos poco a poco, al principio localizado, apenas perceptible, luego extendiéndose desde el sexo hacia el vientre y más allá, hasta que pudieron sentirlo vibrar en todo el cuerpo, e hincharse, hincharse… Ambos lo contenían, negándose a dejarlo estallar, porque era tal la delicia que querían aprovecharla infinitamente, y también porque cada cual sabía que gozar en primer lugar significaría darse por vencido, perder la primera mano en el reparto del poder, ceder la primacía. Cuando por fin el orgasmo estremeció a Erchemma, cuando él la sintió tensarse debajo, y la oyó soltar prolongados y sonoros gemidos, Enerech creyó estar riéndose de su victoria, pero en seguida advirtió que estaba eyaculando y que gemía él también, con tanta fuerza como ella y no menos extasiado.

Exhaustos, empapados de sudor, debilitados y sin aliento, permanecieron acostados una junto al otro, sin poder decir ni una palabra.

No hubo vencedor ni vencido.

Pero habría otras batallas.

Algo más tarde, la princesa regresó al palacio para unirse a la velada funeral. Enerech tampoco podría dejar de asistir, pero antes de convocar a los sacerdotes subalternos para que lo vistieran y maquillaran, hizo entrar a Gurunkach en sus aposentos. El guerrero no expresó la menor sorpresa ante el desorden de los cojines ni el olor a sudor y semen que impregnaba el lugar. Por otra parte, desde su puesto de guardia debió de advertir ciertos sonidos inequívocos, pero si su mirada expresaba algo, ello se asemejaba a una especie de orgullo paterno.

—Nuestro sustituto necesitará una reina —atacó el En, sin preámbulos—, esta mañana, el comerciante Hishur me ha hablado de una mujer que debería servirnos para el caso, una tal Nadua que ahora mismo está en la cárcel por haber intentado matarle. Entérate de dónde la han encerrado y visítala con una sirvienta del templo que se asegure de que es virgen. Si ése es el caso, haz que la trasladen a los calabozos del palacio, y advierte a los guardias que si alguno se atreve a violarla perderá la cabeza.

—¿Y si no es virgen?

—Busca a otra que lo sea. Ah, algo más: Pirig tiene dos primos en la guarnición, que prestan servicios en la puerta de Ur; en cuanto a la mujer, tiene un hermano, un comerciante llamado Urnanna. Estaría bien que mañana ninguno de ellos pueda crearnos problemas.

—No volveréis a oír hablar de ellos, señor.

—Lo sé —sonrió—. Los acontecimientos se precipitan, viejo amigo, y si procuramos no dar pasos en falso, tú muy pronto serás general en jefe del ejército de todo el País entre dos ríos. El sueño está al alcance de la mano.

Gurunkach, también él, se permitió una sonrisa.

—¿Y luego?

—A continuación emprenderemos sueños mayores. Nosotros dos, tú y yo, contamos con todo el tiempo.