Capítulo XII

Al no atreverse a informar a Lugalzaggizi sobre cuál era la razón que requería su presencia en palacio, el soldado que había enviado Gurunkach pretendió no haber sido informado de ello. Arrebatado por la cólera, el rey de Sumer ya había atravesado con su espada a muchos portadores de malas noticias.

El soberano abandonó la inspección de las tropas y en compañía de Charil, su yerno y general en jefe, regresó a Uruk, adonde llegó cuando el sol comenzaba su carrera hacia el poniente. Las puertas de la ciudad habían sido cerradas y las guardias de las entradas reforzadas, al igual que la de la residencia real, unas medidas ordenadas por el En, según le informaron. Contrariado, el monarca descendió del caballo de un salto y, a grandes zancadas, se dirigió a la planta alta del palacio, encontrándose a su paso con expresiones a medias temerosas y a medias desconsoladas.

—¿Pero qué es lo que está pasando aquí? —soltó por fin a un escriba apostado en el vestíbulo del edificio, el cual no habría podido prosternarse más a menos que agujerease el suelo con los dientes.

—El señor En espera a vuestra altísima señoría en la sala del trono —fue la única respuesta que obtuvo, y ello, después de muchas vacilaciones, sollozos y balbuceos.

—¿Quién cree que es ese sacerdote? —resopló Charil—, si no lo pones en su lugar acabará por creerse el amo del reino, Zagi.

El marido de Erchemma era la única persona que podía dirigirse al monarca con semejante familiaridad. Entre ellos se llamaban «Zagi» y «Chil», los diminutivos que les aplicaban de niños, cuando se criaban en la corte del rey Urna, padre de Lugalzaggizi. Juntos habían aprendido lo que eran el oficio de las armas, el amor de las mujeres y el gusto por el poder. Juntos habían combatido, subiendo hasta la cumbre y derribándolo todo a su paso. Aunque sólo los diferenciaba la cuna y no los méritos, el militar jamás había envidiado al monarca sino que, por el contrario, había puesto su talento y sus energías al servicio de aquél. Ambos tenían la misma talla, el mismo ardor, la misma brutalidad y un pensamiento común. En el presente, con más de cincuenta años, perdían el pelo en los mismos lugares de sus respectivas cabezas y encanecían más o menos del mismo modo; también se trenzaban la barba casi blanca con el mismo estilo, y las barrigas de ambos desbordaban de los respectivos ceñidores con volúmenes de gordura equivalentes. Por eso solía ocurrir que los confundiesen.

Cuando Charil, algunos años antes, manifestó sentirse atraído por la hija de su mejor amigo, este último se la había dado como esposa sin dudar, igual que si se tratara de parte de un botín, asegurándose de esa manera el más sólido apoyo a su trono.

Lo único en que no coincidían era en lo relativo al En de Uruk.

—Enerech es un hombre valioso —suspiró el rey—. Es el sacerdote más capaz que haya conocido nunca, y sus consejos suelen ser sagaces. Tú mismo lo reconoces a veces.

El general se encogió de hombros. No podía negarlo, la sutileza de los augurios del señor del Eanna habían permitido al reino de Sumer superar situaciones difíciles. A pesar de ello, el hombre, lo pesado de su mirada, la ironía de su sonrisa y la altanería de su carácter le resultaban insoportables. Sobre todo a partir del momento en que el soberano empezó a conceder tanta importancia a sus opiniones como a las de su hermano de leche.

Ambos oyeron la voz del En mucho antes de llegar a la sala del trono. Una voz que cantaba y a la cual respondían muchas otras, en un coro masculino como los que normalmente sólo podían oírse en el templo. Se trataba de una lamentación, una de aquellas que se reservaban para los velatorios y los funerales. El rey y su compañero apresuraron la marcha sin consultárselo antes… y se pararon de golpe en el umbral del recinto, con los ojos dilatados por la sorpresa.

El En lucía el traje y las joyas ceremoniales, y un laborioso maquillaje ritual le rodeaba los ojos y le invadía la frente y los pómulos, como una máscara negra. En el recinto había otros cinco sacerdotes vestidos y arreglados de la misma manera. Las voces sepulcrales de todos ellos se mezclaban en la gran sala, cuyas ventanas estaban llenas de sombras y cuya atmósfera se hallaba impregnada del perfume dulzón que desprendían las hierbas que se quemaban en un pebetero de bronce. Una docena de esclavos y de sirvientes arrodillados se balaceaban adelante y atrás llorando, arrancándose los pelos de la cabeza, mesándose las barbas y desgarrando sus vestiduras.

En el centro, sobre una larga esterilla, reposaba un cuerpo inmóvil con los brazos cruzados sobre el pecho, vestido con un ceñidor bordado con hilos de oro y adornado con más joyas de las que habría llevado el más pomposo y flamígero de los reyes vivos. Un paño cuadrado de la misma tela de hilo del ceñidor le cubría el rostro, pero no le ocultó la identidad a su padre.

—¡Enkalam!

Lugalzaggizi, el soberano del sur, no había llegado a ser rey dejándose dominar por los sentimientos. Sin embargo, su exclamación, que fue al mismo tiempo un grito de sorpresa, un alarido de horror y una súplica desesperada, lo despojó por un momento de sus atributos reales y lo convirtió en el igual de cualquier hombre del reino que encuentra muerto a un hijo suyo. Esa exclamación puso término tanto a las lamentaciones rituales de los sacerdotes como a las quejas de los servidores. Todas las personas reunidas en la sala se volvieron hacia los recién llegados, sorprendidos, casi espantados; quienes todavía no se habían puesto de rodillas, se dejaron caer al suelo e inclinaron la cabeza en medio de un silencio glacial sólo interrumpido por involuntarios gemidos.

El rey necesitó muchos segundos para sobreponerse a la parálisis. Cuando al fin lo consiguió, ayudado por la firme mano de Charil apoyada en su hombro, avanzó a pasos lentos hacia el cadáver de su hijo. Estaba desfigurado, y en la expresión de sus facciones disputaban el dolor y la cólera. Adelantó la mano hacia le tela que velaba el rostro del adolescente. El En esbozó un gesto para contenerlo, pero no lo acabó, petrificado por una mirada de absoluta agresividad.

—Hemos hecho todo lo que hemos podido para devolverle su dignidad —se limitó a decir.

La herida del príncipe había sido limpiada y en parte enmascarada por un ancho collar y una diadema de oro macizo. De todos modos, resultaba visible; atroz.

Lugalzaggizi entornó los ojos, apretó los dientes y sintió que las piernas amenazaban traicionarlo. Sólo la mano de Charil le impidió ceder a la desesperación con una rápida presión, recordándole justo a tiempo que era el rey y que debía mantenerse firme cualesquiera que fuesen las circunstancias. Lo acometió un breve hipido de dolor, respiró hondo, reprimió las lágrimas y, luego, antes de volverse hacia Enerech, se irguió en toda su estatura.

—¿Quién ha hecho esto? —interrogó con una voz engañosamente baja.

—Un soldado de nuestro ejército. Está en nuestras manos. No he querido interrogarlo antes de la llegada de vuestra altísima señoría, pero todo nos lleva a creer que actuaba a las órdenes de Sargón. He doblado la guardia por temor a que no hubiera venido solo. Ha intentado matarme a mí también y ha proferido amenazas contra vuestra gloriosa persona: no se envía a un solo hombre para asesinar a tres.

—¿Por qué no lo has hecho matar como a un perro?

—Por motivos que no sería conveniente discutir aquí. Si vuestra altísima señoría tiene a bien concederme una entrevista particular, las expondré. —El En se dirigió entonces a Charil—, la princesa Erchemma presenció el… el incidente, noble general, y ha resultado muy afectada, como podéis imaginar. Habría muerto de pena sobre el cuerpo de su hermano si no la hubiese obligado a retirarse. Tal vez debierais uniros a ella para consolarla y aliviar sus dolores…

En cualquier otra circunstancia el oficial habría encajado con desprecio los consejos del sacerdote. Pero en esta ocasión ni siquiera pensó en ofuscarse.

—Pobre niña —suspiró—. Muchas gracias por haberos ocupado de ella, excelencia. Si no me necesitáis…

Esperó algunos segundos y luego dijo:

—¡Zagi!

El rey dio un respingo. Por su mirada, Charil comprendió que ni siquiera había oído la conversación que acababa de mantener con Enerech, y le repitió el contenido.

—Ve —dijo Lugalzaggizi—. Consuélala si puedes. No se llevaba bien con… —se le quebró la voz—, con su hermano. —Se esforzó para seguir hablando—: Pero sé que lo amaba.

—Me lo ha dicho muchas veces —confirmó el En—. Lo amaba tanto como ama a vuestra altísima señoría.

Algunos minutos después los dos se encontraban solos en la sala del consejo, allí donde el príncipe Enkalam había encontrado la muerte. Entonces Enerech se echó a los pies del soberano y le pidió que lo atravesara con su espada, conservando no obstante los ojos fijos en los del soberano por si acaso éste decidía acceder a su petición.

—¡La culpa es mía! —declaró—. Fui yo quien trajo ese soldado al palacio y quien lo presentó a Enkalam. Los dioses son testigos de que no deseaba eso, y por otra parte había hecho que lo desarmaran, pero él fue tan rápido quitándole el puñal al príncipe que…

—Espera, espera —lo interrumpió Lugalzaggizi desorientado—. No comprendo nada de lo que dices. Cuéntame todo lo que ha sucedido, desde el principio.

El En se abocó a ello con tanta más comodidad porque casi no necesitaba mentir, le bastó con silenciar el insospechado papel que tuviera su magia en los acontecimientos. El joven Pirig, aseguró Enerech, se había comportado con toda normalidad hasta que fue puesto en presencia de Enkalam. En ese momento se transformó en un loco furioso, un hecho que confirmaron los diversos testimonios (que él no olvidó mencionar) de señores, sirvientes y esclavos.

—… de modo que —concluyó—, si vuestra altísima señoría se hubiese encontrado en palacio, sería posiblemente su cuerpo el que reposara en la sala del trono a estas horas.

En mitad del relato Lugalzaggizi se había dejado caer sobre un taburete con la cabeza gacha.

—Tú eres irreprochable —dijo, con fatiga en la voz.

—Pero…

—Mi hijo cometió una imprudencia. No debió interrogar a ese soldado en mi ausencia, pero a su edad… yo habría actuado de la misma manera que él. Los hombres de nuestra familia detestan permanecer en la sombra.

Enerech pensó que a las mujeres de la familia les sucedía también, pero se cuidó muy bien de decirlo.

—De manera que ésa era entonces la amenaza que anunciaban los augurios… —repuso el rey—. Un asesino enviado por Sargón. Ese perro sabe que no podrá vencerme y quiere tomar la delantera.

—Sin duda. Pero como decía a vuestra muy alta…

—¡Olvídate de los formalismos del protocolo! Estamos solos, puedes tutearme.

—Como te decía —repuso el En, que en esa autorización vio que seguía contando con la confianza de Lugalzaggizi—, seguramente no se trata de un único asesino. Y puede que la amenaza también tenga un alcance mucho mayor. Es necesario tomar medidas.

—Ratifico las que ya has tomado tú en cuanto al cierre de las puertas y al refuerzo de las guardias. También ordenaré que detengan a los acadios que aún permanezcan en la ciudad y que se los interrogue. Si es necesario, habrá que ejecutarlos a todos.

—Ésa es una precaución necesaria, pero me temo que no sea suficiente. El asesino de tu hijo es sumerio.

—Le habrán pagado.

—No lo creo. He podido conversar con él, y me ha dado la impresión de ser un buen muchacho.

—¿Un buen muchacho? —El rey se puso de pie de un salto, recuperando toda su cólera—. Un buen muchacho que no ha vacilado en…

—Te lo ruego, escúchame —lo interrumpió Enerech con tono tranquilizador—. No creo que lo hayan comprado. Ni siquiera creo que sepa lo que ha hecho ni lo que debe hacer todavía. Si quieres acompañarme hasta su calabozo, me gustaría poner mi convicción a prueba antes de exponértela.

—¿A qué viene tanto misterio? —preguntó Lugalzaggizi con los ojos entrecerrados.

—Las cosas que sospecho son en esencia misteriosas.

El rey vaciló un momento, luego se encogió de hombros.

—Vamos a ver a ese hombre —decidió—. Pero no te prometo que no vaya a darle muerte con mis propias manos.

—Te suplico que no le hagas nada. Al menos por el momento. Él morirá, tenlo por seguro, pero mientras tanto, si comprendo bien la voluntad de los dioses, puede servir a tu causa.

A Pirig lo habían encerrado en una sala subterránea, que formaba parte del antiguo edificio que había ocupado el lugar antes de que levantaran el actual palacio. Había allí todo un laberinto de habitaciones, pasillos y corredores que en el pasado estaban al aire libre y que los monarcas de la antigüedad recorrían. En el presente, a pesar del respeto debido a los antepasados, se había convertido en una cárcel. La proximidad del río impregnaba al edificio de humedad y frescura, hasta el punto de que el agua corría entre los ladrillos de las paredes situadas sobre el extremo occidental. El humo de las antorchas que de tanto en tanto disipaban las tinieblas irritaba los ojos y las vías respiratorias de los visitantes. Montar guardia allí era tan desagradable que los oficiales tenían por costumbre destinar a ese sitio a los castigados, lo cual contribuía a mantener la disciplina de la tropa.

Cuando, precedidos de un soldado que llevaba una antorcha, el En y el rey descendieron, se encontraron con Gurunkach ante una pesada puerta cerrada a cal y canto.

—¿Qué pasa? —preguntó Enerech—, ¿cómo se comporta?

—Al principio se mostró muy nervioso, pero he hecho que se calme. Asegura que no recuerda nada de lo que ocurrió.

—Eso no me sorprende. ¿Está atado?

—Con unas correas de cuero capaces de sujetar a un buey.

—Perfecto. —El En se volvió hacia Lugalzaggizi—, con vuestro permiso, señor, entraré solo. Escuchad la conversación pero no os mostréis, señor. Esperad a que os llame.

—No comprendo adonde quieres llegar.

—Si estoy en lo cierto, lo comprenderéis muy pronto. ¡Gurunkach, la barra!

Cuando el guerrero levantó la pesada pieza de madera, Enerech tomó la antorcha que sostenía el guardián, y apenas se hubo abierto la puerta baja, inclinó el torso para entrar en el calabozo donde reinaba un fuerte olor a excrementos y podredumbre.

Pirig yacía en un ángulo, sobre el suelo de tierra apisonada, atado de pies y manos y con las piernas encogidas, lo más lejos posible de las osamentas desparramadas en el otro extremo de la minúscula habitación. Cuando un preso moría antes de ser ejecutado, a veces decidían abandonar su cadáver a las ratas. Las celdas guarnecidas de esa manera con macabros recuerdos estaban reservadas a aquellos a quienes se deseaba hacer hablar: nada mejor que la presencia tangible de la muerte para atizar las ganas de vivir.

El soldado apartó la mirada, ya que la luz de la antorcha hería sus ojos debido al tiempo que llevaba en la oscuridad.

—¿Y bien, no te dije que serías recompensado según tus méritos? —preguntó Enerech—, ¿has tenido tiempo para meditar sobre la ignominia de tus actos?

—¿Señor? —exclamó Pirig entrecerrando los ojos—, ¿sois vos, señor? ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué me han encerrado aquí?

—Ésa es una defensa que no te conducirá a ninguna parte —suspiró el En—, sería mejor que me dijeses quién te ha enviado a cometer el crimen.

—¿Un crimen? ¡Juro por todos los dioses del mundo de arriba y del mundo de abajo que no recuerdo nada, señor! Sé que me arrodillé ante el príncipe y… y ya no sé nada más, hasta que me he encontrado aquí…

Los ojos del joven, por fin acostumbrados a la luz, pero húmedos de lágrimas y llenos de una angustia conmovedora, se volvieron hacia el visitante.

—Has sido pagado por los acadios para infiltrarte en palacio y matar al rey, a su hijo y también a mí —repuso Enerech—, te has inventado esa historia del sueño con el objeto de llegar hasta mí, y cuando te he presentado al príncipe lo has matado con su propia daga.

—¡No! ¡No! —aulló el cautivo—. No he matado a nadie. No he querido matar nunca a nadie. He soñado realmente, señor, lo juro. Por el contrario, creía salvar al rey…

El sacerdote reprimió una sonrisa: ese muchacho era la ingenuidad en persona, lo cual lo convertía en un blanco ideal para su magia.

—No mientas. Diez personas te han visto asesinar al príncipe a sangre fría —insistió él.

—No lo recuerdo… —pudo sollozar Pirig apenas.

—Sea como fuere, hay aquí alguien que desea hablarte. ¡Enderézate! ¡Mírame!

Obedeció instintivamente… y otra vez estuvo en poder del En, quien entonces llamó al rey.

Cuando Lugalzaggizi entró en la celda, el joven experimentó la más radical de las transformaciones. Desfigurado por el odio, con los ojos desorbitados, se acuclilló y se arrojó hacía adelante consiguiendo sólo caer de boca.

—¡Muerte al rey! —aulló—. ¡Muerte al En! ¡Viva Sargón!

Mientras tanto, castañeteando los dientes como si quisiera morderlos, avanzaba arrastrándose. El rey llevó la mano al cuchillo.

—Venid, salgamos —dijo Enerech, interrumpiendo el gesto real—. Ahora estoy seguro de haber comprendido.

De nuevo al aire libre, regresaron a las alturas del palacio, seguidos a tres pasos de distancia por Gurunkach, a quien su señor había relevado de la guardia.

—Ese hombre ha perdido la razón —suspiró Lugalzaggizi.

—No —corrigió el En—, ya he tenido ocasión de observar esa clase de reacción. No está loco, está hechizado.

El rey se puso tieso, empalideció al punto.

—¿Magia? —susurró.

—Es lo más probable. Me ha contado que hace poco realizó una patrulla cerca de las líneas acadias. Creo que lo secuestraron y que un mago debió de encantarlo, obligándole con su magia a olvidarlo todo hasta que frente a vos o ante el príncipe se transformara en un asesino desprovisto de voluntad. Si creéis en mis palabras, deberíais arrestar y ejecutar a todos los soldados que hayan participado en esa patrulla, incluidos los oficiales. Se den cuenta de ello o no, son todos asesinos en potencia.

—Entonces Sargón debe tener magos a su servicio…

—O él mismo es uno de ellos. Eso explicaría sus victorias imposibles.

—Por los dioses, ¡tienes razón! —exclamó el rey, herido en su vanidad—. Si su ejército no estuviera encantado ya lo habría destruido. —Se entristeció—. Queda algo que no comprendo: si debía matarnos a los tres, a Enkalam, a ti y a mí, ¿por qué no enloqueció en el momento en que te vio por primera vez?

A pesar de sus defectos, Lugalzaggizi no era un imbécil. Enerech había previsto esa pregunta y tenía la respuesta bien preparada.

—Yo no soy indispensable. Otro sacerdote podría reemplazarme. Aunque pueda atraer el favor de los dioses, no soy yo quien dirige al ejército en el combate. Yo era un objetivo secundario, el medio de conducir al asesino hasta vos. Y nada nos dice que no haya otros que tengan como misión específica darme muerte a mí. A mí, al noble Charil, o incluso a vuestra hija.

El soberano reinició la marcha pensativo y a paso lento.

—¿Por qué me has impedido matar a ese hombre? —preguntó todavía—. No podré encontrar descanso antes de haberlo desollado vivo.

—Aconsejo a vuestra majestad que en lugar de matarlo más bien lo exponga en la picota y que luego lo empale. Vuestra altísima majestad puede sentarlo ella misma sobre el palo aguzado, si ello la ayuda a calmarse, pero es así como debe acabar, y en ningún caso antes de que pasen tres días, de otra manera nunca estaríais seguro.

—Explícate.

—Ya lo habéis oído: en su estado normal, afirma no haber inventado el sueño, y yo le creo. Ésa es una intervención de los dioses en vuestro favor, para contrariar el designio de Sargón. Ahora bien, en el sueño cambia su lugar con vos en el momento del suplicio.

—¿Y entonces?

—Entonces eso significa que debéis ofrecerle vuestro trono —concluyó Enerech, con una sonrisa.