El día anterior Pirig había creído encontrarse con la mayor autoridad espiritual que iba a conocer en su vida cuando se entrevistó con el adivino de su unidad, pero hete aquí que ahora era el propio En quien iba a recibirle en persona. Cuando contase eso en su casa iban a llamarlo farsante, o lo venerarían, o quizá hicieran ambas cosas al mismo tiempo.
Cuando entró en el Eanna un escriba lo interrogó con el único objeto de grabar sobre una tablilla gran número de informaciones: nombre, año y lugar de nacimiento, nombres de sus padres, grado y destino preciso en el ejército… Tras haber entregado la espada, y después de que le aseguraran que iba a recuperarla en el momento de salir, el adivino lo acompañó hasta la planta superior, donde oficiaba un segundo escriba. Éste le planteó la mismas preguntas que el primero, más algunas otras, con el objeto de grabar su propia tablilla, luego se marchó a la habitación de al lado. En seguida reapareció con una sonrisa en los labios.
—Su señoría va a recibirte —anunció a Pirig, antes de hacerse a un lado para cederle el paso.
El joven miró al adivino, al mismo tiempo que éste, con un gesto, le indicaba que entrara.
—Regreso al campamento. Si su señoría lo permite, ya irás tú a informarme acerca de tu entrevista.
Pirig asintió con el corazón palpitante, luego obligó a sus piernas a que lo hicieran avanzar. Le pareció que en vísperas de su primer combate no podría sentir tanta emoción ni espanto como en ese momento. El En lo esperaba en el centro de la habitación, de pie ante una larga tabla baja donde se amontonaban en el mayor desorden docenas de tablillas. El aspecto del En fue una sorpresa: en lugar del anciano demacrado y de pelo cano que había imaginado el soldado, era un hombre maduro, de alta estatura, que también habría podido pasar por un guerrero. Aunque Pirig fuese más grande y mucho más ancho de espaldas, se sintió minúsculo ante aquél. Casi sin darse cuenta, se encontró prosternado de cara al suelo.
—Levántate —ordenó el En con voz suave.
El joven obedeció, pero permaneció arrodillado y mirando al suelo.
—Entonces te llamas Pirig y, según veo en la tablilla de mi escriba, has nacido cerca de Nippur. ¿Tu pueblo no ha sufrido las incursiones de los acadios?
—No señor, gracias a los dioses y a nuestro ejército.
—¿Y tú mismo has patrullado recientemente por los alrededores, según me dicen?
—Sí, señor —respondió Pirig con orgullo—. Como era de la región me eligieron para guiar a la tropa.
—¿Qué novedades habéis reportado?
—Pues bien, de hecho, ninguna. Todos los acadios que nos encontramos huyeron al vernos. Nuestro jefe dijo que eran exploradores.
—¿Entonces no hay grandes concentraciones de tropas enemigas en nuestro territorio?
—No señor, ninguna.
No se asombraba de ese interrogatorio. Aunque sacerdote, el En era considerado uno de los principales asesores del rey, incluso en asuntos militares. Sin embargo, las palabras que dijo a continuación los condujeron a los asuntos espirituales.
—Parece que los dioses te han hecho un gran honor eligiéndote como mensajero. El adivino me ha contado tu sueño, pero deseo oírlo de tu propia boca. Tómate el tiempo que necesites, y no olvides ningún detalle, por insignificante que te parezca.
Pirig se mantuvo en silencio algunos segundos para poner en orden sus recuerdos antes de emprender el relato. Ahora que el En le concedía su atención, no quería decepcionarlo. Que un personaje tan encumbrado lo invistiera de tanta importancia lo halagaba y aterraba al mismo tiempo. En cierto modo, le daba la impresión de ser otra vez aquel niño pequeño a quien su padre le pedía cada noche que le contara su jornada. Nunca sabía si iba a ser golpeado o felicitado, fuera lo que fuese que hubiera hecho; aunque él creyera que se había comportado de manera respetuosa y obediente, una mínima desviación de la norma impuesta, a veces una palabra desafortunada, bastaban para desencadenar la paliza —sobre todo si el autor de sus días había abusado de la cerveza—. No obstante, el En no se parecía al padre de Pirig, salvo por la mirada inquisitiva y la aplastante presencia. Éste no le pedía que se justificara, sino que lo informase. De hecho, le estaba pidiendo su ayuda.
Fue con esta última convicción que el joven soldado relató el sueño que había tenido, intentando no olvidarse de ningún detalle. No fue interrumpido hasta que acabó su relato, y entonces se le pidieron detalles y precisiones. ¿Él ya había visto a Lugalzaggizi y a Sargón, era capaz de reconocerlos?
—No señor, nunca los he visto, ni siquiera sé a quiénes se parecen. Pero mientras estaba soñando yo estaba seguro de que eran ellos.
—¿Podrías describírmelos?
Se esforzó en ello, aunque los recuerdos acerca de ese punto fueran bastante vagos. Sin embargo el En pareció satisfecho.
—También me has hablado de dos perros que se devoraban mutuamente. ¿Has asistido a un incidente de esa clase hace poco?
—Sí señor, anteayer.
—¿Fuiste tú el soldado que dio muerte al perro caníbal?
Pirig se sintió tentado a atribuirse el mérito, pero el sumo sacerdote parecía capaz de descubrir cualquier mentira.
—No, ése fue mi primo Irenki, señor.
Al ocurrírsele la idea de que la muerte del animal acaso hubiera sido un error, agregó en seguida:
—Por otra parte, el señor Gurunkach lo ha recompensado.
—¿Tu primo? ¿Él también fue incorporado al ejército?
—No señor, él y su hermano forman parte de la guarnición. Custodian la puerta de Ur.
El En asintió con la cabeza gravemente, como si esta información lo hubiera apasionado, luego sonrió.
—Te lo agradezco. Han sido los dioses quienes me han hablado a través de ti, y debo informar al rey sin demoras acerca del peligro que se cierne sobre él. Si conseguimos salvarlo será gracias a ti. Por supuesto, serás recompensado por ello.
—¡Oh, no lo hice por…!
Esa sincera protesta fue interrumpida por un gesto imperioso.
—Sé que eres un buen soldado que no pide otra cosa que servir a su reino, pero son justo esta clase de personas quienes deben ser recompensadas. Me ocuparé de ello tan pronto como regrese al palacio. Es posible que todavía te necesite, también deseo que me esperes. Mi escriba te conducirá a la sala de guardia. Si mi ausencia se prolonga, te servirán una comida.
Como Pirig puso mala cara, el En frunció el entrecejo.
—¿Qué pasa? ¿Crees que la cocina del Eanna no vale tanto como la de tu división?
—¡Oh, no señor! No, no es eso, lo que ocurre es que sólo tengo una noche de permiso, y si no estoy de vuelta cuando comience la próxima, mi jefe de…
—Tu jefe de sección será puesto sobre aviso y no podrá reprocharte nada. Ahora ve.
El joven se prosternó de nuevo, luego se puso de pie y retrocedió hasta la puerta, inclinándose a cada paso. Apenas hubo salido, permitió que una sonrisa se ensanchara en sus labios: lo había recibido el En, personalmente, él le había informado de la voluntad de los dioses; quizá había salvado al reino, y sería recompensado. Si la recompensa adoptaba la forma del metal precioso —¿y qué otra forma podría tener?—, ofrecería a su vez una velada en la taberna a sus primos. ¡Por todos los dioses! Hasta podría instalarse como herrero después de la campaña militar, ¡y todas las mujeres de su pueblo se lo disputarían para casarse con él!
Ése era el día más hermoso de su vida.