Cuando el adivino acabó el relato ya era casi de noche. A Pirig le había llevado casi todo el día abrirse camino hasta él, por la intermediación de oficiales de cada vez más alta graduación, a los efectos de informar acerca del sueño que había tenido. Al sacerdote sólo le hizo falta un minuto para comprender la importancia del asunto y dirigirse al Eanna, al templo, después de pronunciar vagas frases de consuelo.
El En lo recibió de inmediato, conocía a ese hombre por haberlo investido de aquella función, al igual que a tantos otros, en todos los niveles jerárquicos de la sociedad. Lo sabía devoto y poco inclinado a distraerlo por fruslerías.
—¿Quién es ese Pirig, exactamente? —preguntó.
El adivino se encogió de hombros.
—Un soldado, señor. Un artesano, si he comprendido bien, muy joven, incorporado hace sólo unas pocas semanas. Bien considerado por su jefe de sección. Me ha dado la impresión de ser honesto. No creo que mienta para darse importancia: se lo veía trastornado.
Enerech aceptó esa opinión sin reservas: saber juzgar a los hombres era una cualidad necesaria en los adivinos.
—Me lo traerás aquí mañana por la mañana —repuso—, para que yo mismo lo interrogue. Si los dioses lo han elegido para enviar semejante mensaje, tal vez posea alguna cualidad particular. Mientras tanto, puedes disponer de él. Ten la seguridad de que sabré recompensar tu abnegación.
El sacerdote se inclinó en señal de reconocimiento y se despidió. El En, pensativo, tomó asiento en la banqueta de ladrillos adornada con cojines y adosada al muro de su sala de trabajo, aquel que no estaba cubierto por las estanterías donde se archivaban las tablillas de barro.
Dos augurios en dos horas, el segundo mucho más explícito que el primero, y que parecía corroborarlo… Inanna le enviaba un mensaje: si Lugalzaggizi hacía frente a Sargón en las actuales circunstancias, sería vencido. Enerech se rascó el mentón entre las dos trenzas en que se dividía su barba, en un gesto automático. No había nada predeterminado, contra cualquier amenaza podían adoptarse medidas, pero era conveniente actuar sin tardanza. Ya estaban germinando dos ideas en él: una de ellas era actuar lo antes posible, y la otra poner todas posibilidades de éxito de su parte.
Le quedaba poco tiempo: los espías apostados detrás de las líneas acadias informaban de que Sargón todavía no estaba preparado. Lugalzaggizi también vacilaba, desgarrado entre la impaciencia de entablar combate y el temor de enfrentarse a un enemigo más duro de lo previsto, antes de tener el ejército preparado por completo. La impulsividad acabaría sin embargo por tomar la delantera, a menos que consiguieran disuadirlo mediante argumentos fuertes. El En no sentía mucho afecto hacia el soberano, pero la derrota de éste en el presente también comportaría la suya. Lugalzaggizi debía seguir viviendo al menos hasta que se aplastara a Sargón y se unificara todo el País entre dos ríos bajo su propia autoridad.
Enerech calculaba que el soldado Pirig Mada iba a resultar un sustituto conveniente, puesto que Inanna, en su infinita sabiduría, lo destinaba a dicha tarea.