Capítulo VI

El alarido nació en el interior del sueño y se prolongó en la realidad, expulsando a Pirig a un brusco despertar. El joven se irguió de golpe, con la boca abierta y el corazón palpitante, al tiempo que, a su lado, la prostituta lanzaba un grito de sorpresa.

—¿Qué ha ocurrido? —exclamó ella—. ¿Qué sucede?

Por la estrecha ventana se colaba una débil luminosidad que atestiguaba que el día estaba comenzando. Pirig recorrió el espacio que los rodeaba con los ojos dilatados por la estupefacción, mirándolo todo: la puerta con el cerrojo echado, la bacinilla apoyada en un rincón y la mujer desnuda que lo miraba pasmada. En medio de aquel decorado inhabitual necesitó muchos segundos para recordar dónde se encontraba y con quién. Cuando por fin lo recordó, levantó una mano tranquilizadora e intentó sonreír, sin éxito.

—Yo he… he tenido un sueño —farfulló—. Era…

Se dio cuenta de que estaba temblando, y a punto de llorar. Las imágenes oníricas habían sido tan reales, tan terroríficas, que todavía estallaban sobre su conciencia como si fueran puñetazos en el estómago que le provocaban náuseas.

Al verlo en ese estado, y apenas mayor que un niño a pesar de su alta talla, la prostituta se enterneció, y al mismo tiempo que le dedicaba una sonrisa, lo tomó en sus brazos y atrajo la cabeza del joven soldado contra sus grandes, generosos pechos.

—Bueno —susurró ella—, tranquilízate, ya se te pasará.

—Ha sido algo terrible —articuló Pirig, que por orgullo combatía contra el llanto que lo amenazaba—. Estaba el rey… y además yo, yo también estaba allí, y…

—Chsss… chsss… no ha sido más que un sueño.

—Los sueños son mensajes de los dioses…

—Sí, es posible, pero la mayoría de las veces no los comprendemos, por lo tanto no vale la pena que pensemos en ellos.

La mujer le acariciaba la nuca suavemente, y sentía que poco a poco él se relajaba.

—¡Pero ha sido tan real! —dijo él todavía.

—Entonces necesitas algo que sea igualmente real para olvidarte de eso —fue la conclusión de la mujer.

Con las manos apoyadas en sus hombros, lo forzó a estirarse y se echó sobre él, cubriéndole el pecho de breves y ligeros besos que no demoró en hacer descender hacia el vientre del joven soldado.

—No tienes ninguna obligación —dijo Pirig con voz débil y escasa convicción—. Además, eso no sirve de nada, estoy demasiado…

—Demasiado joven para que un sueño te impida desear a una mujer —completó ella, probándole con el gesto de una de sus manos que no se equivocaba—. Por otro lado, has pagado por toda la noche y apenas si ha comenzado a amanecer. Y además, eres tan amable y simpático…

Vencido, se entregó sin más resistencia a las manos y a la boca que se emplearon en darle placer. Durante un rato olvidó su angustia por completo.

Cuando salió de la taberna, a la hora en que las calles comenzaban a animarse, se dio cuenta de que no le había preguntado a la prostituta cómo se llamaba. Le pareció que sería mejor así, porque ya no volvería a verla jamás, puesto que no tendría con qué pagarle. Por otra parte, no era razonable que se apegara a una mujer de esa clase.

Remozado, Pirig, que era el retoño de un pueblo minúsculo, deambuló por las calles sin objetivo preciso, aprovechando esa primera ocasión que se le ofrecía para descubrir la ciudad. Lo que le había causado mayor asombro en la víspera, y lo que todavía le maravillaba, era que tanta gente pudiera vivir amontonada de esa manera. El barrio de la taberna se contaba entre los más antiguos de Uruk. Las casas de techo plano se habían ido edificando a medida de las necesidades de los recién llegados, quienes poco a poco fueron llenando los espacios libres sin preocuparse de usurpar terreno a unas calles de trayectoria errática que con frecuencia acababan en un callejón sin salida. Las grandes construcciones se elevaban junto a las más modestas, y a veces estaban organizadas alrededor de un patio central, pero lo más frecuente era que estuviesen pegadas unas con otras, sin orden ni concierto. La escasa anchura de las calles, que aseguraba a las casas una cierta frescura en las horas más calurosas, se veía agravada por la profusión de mostradores de comerciantes y artesanos. Ello comportaba en todo caso que la gente se atropellara en las calzadas incluso a horas tempranas. Quienquiera que se arriesgase a llevar un burro por allí organizaba en seguida un atasco que le valía abundantes insultos, y sólo los comerciantes locales, de cuya actividad se beneficiaban todos, podían meterse por ellas con una carretilla sin hacerse lapidar. Hombres, perros y cerdos circulaban en muy relativa armonía. Los olores de dichos animales, mezclados con los de las especias y los de la basura, creaban un hedor que no tenía efecto alguno sobre los ciudadanos, pero que a Pirig lo llevaba al borde de la náusea.

Sin embargo el joven avanzaba con inusual, destacada agilidad. En el casco llevaba el sello de la división a la que pertenecía, y la espada que le pendía del costado lo identificaba como soldado, a tal punto que le cedían el paso, por respeto o por temor a sus represalias.

Como siguió la calle hasta el final, alcanzó las defensas de la ciudad, la alta muralla que hizo edificar el rey Gilgamesh y que rodeaba la ciudad con su contundente presencia y las novecientas torres de guardia que la reforzaban a intervalos regulares. Esa defensa estaba a su vez rodeada de una antemuralla más baja, cuya función era oponer un primer obstáculo a los eventuales asaltantes, que de esa manera se veían obligados a franquearla bajo una granizada de jabalinas y de flechas. Cuando hubo descubierto el exterior, en el seno del acantonamiento organizado sobre la orilla más próxima del Eufrates, Pirig se alegró de no tener que tomarla nunca al asalto. El ejército que se arriesgara a ello, aunque fuera el de Sargón, que tenía fama de muy poderoso, resultaría diezmado.

Con fascinación caminó a lo largo de la imponente muralla, al pie de la cual circulaban los soldados de la guarnición y unas pocas prostitutas con las cabelleras al viento, a las que apenas si concedió una mirada. Tras haber rodeado el popular barrio por donde acababa de pasearse, tomó una de las calles más anchas, con los ojos puestos en el Eanna que se erguía en la cumbre de la colina del mismo nombre. Pirig sabía que no iban a permitirle entrar en aquel santuario, pero atraído por sus gigantescas proporciones, quiso verlo de cerca. Tal vez por la tarde se acercara caminando hasta el santuario de An, la segunda divinidad patrona de la ciudad, o hasta el palacio real. Los deberes del servicio no le obligaban a regresar al cuartel antes del anochecer.

Cuando desembocó en la plaza donde en la víspera su primo había matado a un perro, el incidente regresó a su memoria y, a causa de una asociación de ideas, resurgieron las imágenes del sueño. Otra vez le pareció que recibía una serie de golpes en el estómago que le hicieron olvidar los proyectos exploratorios para obligarlo en primer lugar a ponerse en cuclillas, y en seguida a tomar asiento.

Había llegado al mismo lugar que servía de espacio al sueño. A Pirig le pareció que los dos perros también habían aparecido en él, pero no estaba seguro de ello. Lo que sí sabía en cambio es que justo en el centro de la plaza se erguía una picota, y que el ajusticiado era nada menos que el rey Lugalzaggizi. Él mismo, Pirig, montado sobre un caballo, uno de esos ariscos y altivos animales que apenas si se pueden utilizar en las paradas, contemplaba la escena con una alegría que le producía inquietud. Alrededor de ellos, una multitud de soldados con el equipo ligero típico de los acadios, arrojaba al prisionero piedras y frutas podridas, al tiempo que lo aclamaban a él.

Pero eso no era todo, a continuación las imágenes de los acontecimientos cambiaban, y junto con ellas, el malestar que experimentaba; que no resultaba menor ni mayor sin embargo, sino apenas diferente. Por un incomprensible cambio, de pronto era él a quien exponían a la penitencia pública; era él a quien humillaban, hacían inclinar, dejaban la espalda en carne viva, atenazaban el cogote y las muñecas en el cepo; cada vez que un pedrusco hacía blanco en él, aullaba de dolor. Y aquél a quien aclamaban, aquel que se mantenía muy erguido sobre la alta montura, con dureza en la mirada y la boca torcida por una sonrisa sardónica, ése era Sargón.

Pirig había despertado aullando cuando había visto acercarse al colosal Gurunkach que, provisto de cuchillos, estaba preparándose para desollarlo vivo.

Nunca un sueño le había producido un efecto semejante. Casi siempre, cuando recordaba algo, fuera lo que fuese, se trataba de simples impresiones relacionadas con imágenes que no tenían pies ni cabeza. O, por el contrario, eran escenas muy claras y precisas, pero que no tenían nada desolador ni inquietante, puesto que acababan en un involuntario placer carnal; él solía agradecer dichos sueños a los dioses.

Pero era evidente que la noche anterior éstos habían decidido transmitirle un mensaje de importancia fundamental, puesto que concernía a dos reyes y, sobre todo, porque no le permitían olvidarlo: su turbación no se disiparía antes de que hubiera actuado como esperaban que lo hiciera, pero ¿qué hacer? Un simple soldado no podía presentarse en palacio y pedir una entrevista con Lugalzaggizi.

Sudoroso, sin percibir las miradas asombradas o despreciativas que le dedicaban los transeúntes, recordó las bromas de Irenki: «Se diría que se toma por el rey… No lo digas en voz demasiado alta o acabarás en la picota…». Eso también era un signo, un fragmento de la escritura de los dioses. Ellos habían inspirado esas palabras a su primo para que él, Pirig, prestase todavía mayor atención al sueño que iba a seguirlas.

Le habría gustado poder confiarse a Irenki o a Hamatil. Ambos eran más mayores y experimentados que él, tal vez se les habría ocurrido alguna idea. Pero por desgracia estarían de guardia durante iodo el día, y cuando hubiesen acabado el servicio, iba a ser él quien estuviera de nuevo bajo la tienda de campaña. No volvería a verles antes de que pasaran muchos días, tal vez no podría verles antes de que comenzara el zafarrancho de combate, si los acontecimientos se precipitaban… Ahora bien, él tenía la convicción de que el sueño estaba relacionado con dicha campaña inminente, que contenía una advertencia y que callarlo tal vez costara la pérdida de Sumer. Aquélla era una carga demasiado pesada para sus jóvenes hombros.

Entonces se le ocurrió la idea de dirigirse al adivino. El general de su división, igual que todos los otros, tenía en su estado mayor a un sacerdote encargado de interpretar los augurios. Si no existía una orden real precisa, ningún oficial superior se comprometía en una operación militar sin consultar previamente a los dioses. Pirig nunca había visto a ese hombre, que sólo trataba con los oficiales superiores, pero si seguía la línea jerárquica e insistía en la importancia de su solicitud, tal vez le resultara posible conseguir una audiencia…

Esa perspectiva le devolvió energías: concentrarse en esa acción le haría olvidar la angustia que le atenazaba las entrañas. El adivino sabría cuál era el significado del sueño y a quién convenía poner sobre aviso.

Reconfortado con esta convicción, Pirig se dirigió hacia la puerta de Nippur que atravesaba la muralla por el norte, y que le permitió llegar a su acantonamiento más rápido.