La madre Yigal entró en la habitación que compartía con Yichban. Los gemelos se habían marchado un poco más temprano pidiendo que se dejara dormir a su primo tanto como quisiera: él no tenía que montar la guardia el día siguiente. Y como aquella noche ya no se presentaría ningún cliente más, los taberneros decidieron mandar a las chicas ociosas a la cama y luego cerrar el establecimiento. Mientras Yichban se ocupaba de arrojar agua sobre los fogones para apagar las brasas, Yigal también había subido, apremiada por quitarse la ropa que la ahogaba de calor.
A la luz de una lámpara de aceite deshizo el nudo que le cerraba la túnica informe y se quitó la prenda haciéndola pasar por encima de su cabeza, para dejar a la vista los fardos de lana que llevaba sujetos a los hombros, pecho, vientre, nalgas, y amontonados alrededor de la cintura. También se liberó con un suspiro de alivio del velo que ocultaba una cabellera que parecía rubia, aunque resultó ser de un tono verde claro, al igual que el vello púbico, que era apenas más oscuro. Después de rascarse la piel que había estado en contacto con la lana y se había irritado, se estiró con agilidad, abrió los brazos, y erguida sobre la punta de los pies sí que pareció una perfecta caña: Yigal era la traducción literal de Asilmina en la lengua de su pueblo, el nombre que recibiera al nacer.
Después de haberse liberado del sudor que había acumulado durante la jornada, con la misma tela húmeda se borró las arrugas y las ojeras cuidadosamente pintadas sobre la piel del rostro con nogalina, haciendo desaparecer la ilusión de vejez y fealdad que cuando estaba en público reforzaba con una mueca que consistía en arrugar la nariz y dejar colgando el labio inferior. Sus rasgos, aunque no fueran de una belleza impactante, eran agraciados, y su cuerpo esbelto poseía todos los encantos de la femineidad. De pronto fue una persona joven que aparentaba unos veinticinco años, en la cual sólo el color del pelo era inhumano. Éste, que se derramó sobre las tablas pulidas del suelo, le servía de esterilla.
Se estiró una vez más, luego rodó sobre sí misma quedándose inmóvil sobre la superficie lisa y dura. El contacto con la madera, incluso con una madera muerta —¿pero la madera está realmente muerta alguna vez?— hacía que desapareciesen el cansancio y las contracturas, la tranquilizaba, la regeneraba, la colmaba de un placer que ninguna otra cosa podía proporcionarle.
Pocos minutos después entró Yichban. Abandonó la postura curvada incluso antes de cerrar la puerta, para erguirse en toda su estatura y masajearse la cintura dolorida —pero que ninguna punta de flecha atormentaba—. Después de proceder también él a un rápido aseo, se quitó el ceñidor y se acostó junto a Asilmina. Le llevó bastante tiempo acostumbrarse a dormir sobre tablas de madera, pero el atavismo acabó imponiéndose. Y la magia lo había ayudado. A veces, cuando hacían el amor, cuando los abandonaba toda voluntad consciente, el poder afluía en ellos sin que se dieran cuenta, y ocurría que se encontraban enlazados no sobre sino en la madera, estrechamente unidos a ella, y esa fusión intensificaba la de sus cuerpos.
—Buenas noches, mamá —susurró Yichban, sonriente.
—No digas eso —le reprochó ella con una voz grave, algo ronca, sin relación alguna con los chirridos de Yigal—. Ni siquiera en broma. Ya resulta bastante penoso decirlo durante el día.
—¿Estás fatigada? —adivinó él.
Ella se apretó contra el cuerpo del hombre.
—Tengo ganas de ver de nuevo el bosque, eso es todo. ¿Crees que actuaremos pronto?
—No lo sé. Cuando la ocasión se presente. —Acarició el pelo de su compañera con un gesto tranquilizador—. Ya te había anticipado que iba a resultar duro.
—No he dicho que lo lamente. Sólo que tengo ganas de ver de nuevo el bosque. —Durante un momento ella apoyó los labios sobre el pecho de él—. Y además, sí, creo que estoy fatigada, en efecto.
—Buenas noches, Asilmina —dijo él, antes de besarla en la frente.
Ella cerró los ojos, sonriente por haberle oído pronunciar su nombre, el de la amante verdadera, no el de la madre imaginaria. Un poco más tarde, cuando él ya casi se había dormido, sintió la necesidad de hacer lo mismo.
—Buenos noches, Alad —susurró.