Capítulo III

—¿Más cerveza, mis valientes? —preguntó el tabernero con voz sibilante—. ¿O ya es hora de otros placeres?

Esta última pregunta estuvo acompañada de una sonrisa chusca que hizo reír a los clientes y soltar carcajadas a las mujeres que se abrazaban a ellos. Calvo y lampiño, de unos treinta años, caminaba con pasos cortos y tan encorvado como un anciano. Cuando alguien se asombraba por ello, le explicaba que en la parte inferior de la espalda le clavaron una flecha cuya punta se quedó incrustada en su columna vertebral, amenazando con matarlo al menor gesto brusco, de manera que debió abandonar el ejército. A partir de entonces, Yichban —«arco» en sumerio—, como se hacía llamar en broma, sólo servía para ayudar a su madre, la propietaria de la taberna, la cual no se quejaba. De carácter alegre, sentía una simpatía natural hacia los soldados, quienes se sabían siempre bien recibidos en el establecimiento y constituían su clientela fundamental.

—¡Cerveza! —dijo Irenki con energía—, ¡más cerveza para todos, y un cesto de dátiles! ¡Aún no estoy siquiera ni medio borracho!

—¡Cuidado con emborracharte demasiado! —bromeó Hamatil—, esa joven podría echarte de menos…

—¿Joven? —dijo entre risas la aludida, cuya túnica manoseada por su amante de una noche apenas si le tapaba los pechos—. ¿Dónde ves a una joven? En el local de la madre Yigal no las hay.

—Calla mujer —reprochó Yichban—. Si les hace ilusión creer que están con sus novias no les estropees los sueños.

—¿Nuestras novias? —repuso Irenki, fingiendo escandalizarse—. ¿Y qué más? Quien dice novia dice matrimonio, quien dice matrimonio dice fin de la libertad. —Eructó ruidosamente—. Estamos con putas, y es mejor así. ¡En lugar de seguir diciendo tonterías trae más cerveza, tabernero!

Yichban se inclinó sonriente y dio media vuelta para ganar la trastienda, al tiempo que los dos hermanos besaban en la boca a sus respectivas acompañantes, las cuales, tan borrachas como ellos, ni siquiera pensaron en impedirles masajear sus pechos. Esos desenfrenos no eran habituales en la sala grande de la taberna, pero como los negocios no resultaban tan florecientes como en el pasado, evitaban contrariar a los clientes que pagaban sin protestar. Por otra parte, el más escandalizado era el joven Pirig, a quien sus primos habían insistido en ofrecerle una prostituta, pero que se mantenía junto a una de ellas sin atreverse a tocarla, hasta que la mujer le cogió la mano y la llevó con decisión hasta su muslo.

Los tres hombres habían llegado una hora antes al establecimiento, que estaba entonces casi vacío y lo seguía estando. Agobiados por los impuestos, los habitantes de Uruk compraban la cerveza en la taberna, pero para no gastar más dinero, se la llevaban consigo para bebería en casa. Hasta los soldados con frecuencia se contentaban con bebidas de mala calidad que les proveían en los refectorios de los cuarteles, e iban a buscar los placeres del sexo en abrazos furtivos, de pie, junto a las murallas de la ciudad. En el establecimiento de la madre Yigal, igual que sucedía en las otras tabernas, las mujeres eran más bellas, más sanas y más alegres que aquellas que ejercían su oficio en la calle; pero también eran más caras, sobre todo desde que su número había disminuido a causa de la prudente marcha de las que procedían del norte. La pieza de plata de Gurunkach concedió a los gemelos y a su primo el derecho a elegir a tres prostitutas ociosas, y beber con ellas cuanto quisieran hasta que decidiesen llevarlas a la planta alta. Los seis se habían instalado en el fondo de la sala, sobre esterillas provistas de cojines, alrededor de una mesa baja que no tardó en quedar cubierta de cántaros y de cestos de frutas.

Pirig se felicitaba por la penumbra que mantenían las linternas de aceite, porque evitaba que su gran rostro rematado en una melena negra y rodeado por una barba rala expresara de manera demasiado evidente la turbación que sentía. El fuego de la fragua nunca le había calentado tanto la cara. Había tenido oportunidad de tocar mujeres, una de ellas incluso lo había satisfecho manualmente a cambio del mismo servicio de su parte, pero las adolescentes de su pueblo cortejaban con los muchachos por placer, no por dinero; sabían hacerse desear y tanto como podían conservaban una cierta dignidad. Encontrarse en compañía de una mujer que ni siquiera lo habría mirado fuera de su lugar de trabajo y que ya le habría metido la mano debajo del ceñidor varias veces si él no se lo hubiera impedido en el último momento, le producía un cierto malestar. De todas maneras se acostaría con ella, no tenía la menor duda al respecto, puesto que otra ocasión como aquélla no volvería a presentársele muy pronto, y esperaba con impaciencia el momento en que sus primos decidieran por fin subir a las habitaciones.

¡Por desgracia ellos no tomaban ese camino! El regreso de Yichban, que traía dos cántaros llenos, a quien seguía su madre cargada con un cesto de dátiles, desató exclamaciones entusiastas.

—¡Disfrutad! —exclamó la obesa Yigal con voz grave—. Os lo merecéis si tenéis que haceros matar para defendernos.

—Nosotros claro que no —respondió Hamatil—, mi hermano y yo custodiamos la puerta de Ur. Para que combatiéramos sería necesario que los acadios tomaran la ciudad —Hamatil señaló a Pirig—, pero él sí que estará en primera línea. ¿Verdad, primo? Mantén bien firme tu escudo, porque parece que las flechas acadias vuelan rápidas y lejos.

El joven, todavía más incómodo por haberse convertido en el centro de atención, hundió la nariz en el cubilete de cerámica y bebió un trago de cerveza para eludir la respuesta.

—¿Qué es lo que dicen en el ejército, muchacho? —intervino el tabernero Yichban—. ¿La batalla se acerca?

Pirig se encogió de hombros.

—Los hay que dicen que sí, pero yo creo que nadie sabe nada todavía. No sabemos siquiera si esperaremos a Sargón o si iremos nosotros al ataque.

—¿Qué harías tú?

—¿Yo? Si fuese el rey, ¡atacaría de inmediato! Si no les damos tiempo a prepararse, nos los comemos de un bocado.

—¡Bien dicho, Pirig! —tronó Irenki—, ¿habéis oído eso? ¡Si él fuese el rey! Podría creerse que le gustaría serlo, ¿verdad? ¡No lo digas en voz demasiado alta o acabarás en la picota!

—¿Pirig? —repitió Yigal—, ¿«el león»? ¡Con un nombre como ése te vas a zampar a los acadios, soldado!

—Estaría bien que los nombres correspondieran siempre a quienes los llevan —observó Hamatil—, pero eso no ocurre, madre, ¡no hay más que mirarte a ti!

Una carcajada de risa general saludó esa broma, mientras la tabernera fingía sentirse humillada. Con los pómulos fláccidos y los ojos rodeados de ojeras, un cuerpo que se insinuaba abotargado e informe bajo la túnica de gruesa tela de hilo que lo cubría desde la garganta hasta los pies, la madura mujer no conservaba nada de la «alta caña» en que habían querido encarnarla sus padres.

—¡He sido bella en el pasado, joven impertinente! —replicó la mujer, sin enfado, antes de dirigirse a la prostituta sentada junto a Pirig—. ¡Atiende bien a tu león, querida mía! Va a combatir en el nombre de la diosa que te protege a ti.

La mujer joven emitió un rugido cómico antes de ponerse a mordisquear el cuello del joven soldado, quien distendido por las risas de todos y por el último cubilete de cerveza, se asombró ante el placer que le produjo la caricia.

Madre e hijo se giraron a causa de las voces que estallaron en la entrada de la taberna, cerca de otra mesa entonces ocupada por dos hombres, civiles éstos, que se limitaban a beber. Sin duda habían rechazado a las prostitutas ociosas por falta de dinero, puesto que prestaban la mayor atención a la joven mujer que acababa de llegar. Aunque pequeña y débil, respondió con descaro a la observación lujuriosa de uno de los hombres. Éste se puso de pie de un salto, con el rostro encendido y la mano levantada.

—¿Qué es lo que ocurre aquí? —intervino la madre Yigal con irritación—. No quiero esto en mi casa.

—¡Entonces aconseja a tu puta acadia que sea cortés con los clientes! —soltó el hombre—. Me debe…

—No es más acadia que tú, no es puta y no te debe nada de nada —lo interrumpió la tabernera—. Puedes elegir entre volver a sentarse tranquilamente para acabar tu cubilete o marcharte de aquí de inmediato. ¿Está claro?

El hombre sonrió con malignidad.

—¿Serás tú o la interna quien nos eche de aquí? —preguntó, después de haber echado una ojeada a su compañero, que también se había puesto de pie.

—Ni una ni otra, sino nuestros amigos de la guarnición, que están allí, y tienen como tarea mantener el orden, y cuyas espadas son más sólidas que vuestras cabezas.

El hombre se volvió hacia el fondo de la sala donde justamente los soldados habían dejado de beber y de magrearse con las mujeres para mirarlos.

—¿Hay algún problema, madre? —preguntó Irenki.

—No, ninguno —respondió ella, confiada—. Estos valientes muchachos se marchaban, ¿no es cierto?

Los dos alborotadores se interrogaron con la mirada. Luego, el que hasta entonces permaneciera en silencio indicó al otro con un gesto que se tranquilizara.

—Acabamos la cerveza y nos vamos —declaró, tranquilo.

—Eso es lo más razonable. Y si en algún momento se os ocurre hacerle algo a la pequeña cuando salga a la calle, os adelanto que es la hermana de Urnanna, el comerciante, y que entre él y vosotros los jueces no dudarán. Sobre todo porque todos cuantos estamos aquí atestiguaremos en contra vuestra.

—Está bien, está bien madre, no le haremos nada.

La tabernera subrayó la aprobación de esas palabras con un movimiento de cabeza. Cuando los dos hombres ya se habían vuelto a sentar, la mujer condujo a su protegida a la trastienda, adonde Yichban las siguió con su paso lento sin dejar de lanzar miradas suspicaces hacia atrás.

—¡Por todos los dioses, Nadua! —suspiró Yigal—. ¿Cuántas veces tendré que repetirte que no salgas sola de noche?

—Mi hermano ha invitado a un comerciante que vino de Elam. Me ha enviado a buscar cerveza —explicó la joven.

Aunque la falta de velo la anunciaba como mujer soltera y casadera, nada en su aspecto indicaba que fuera la profesional por la cual fingieran tomarla: su fino rostro estaba maquillado con buen gusto, llevaba el pelo trenzado con prudencia, y su abrigo abierto mostraba una discreta y modesta túnica. Modesta en todos los sentidos de la expresión, por otra parte.

—¿Y no había nadie que pudiera hacer esa clase de recados en tu lugar? —se asombró la tabernera.

—Tuvo que vender a nuestro último esclavo el mes pasado. Sabes que comerciaba sobre todo con Qishn… Este año ha sido de pérdidas más que de ganancias. —Nadua sonrió—. Ah, y gracias por haber mentido en mi favor.

—¿Mentido?

—De todas maneras soy un poco más acadia que ellos.

Yigal encogió sus gordos hombros.

—No eres acadia, por la sencilla razón de que el reino de Acad no existía cuando naciste. Tu madre era del norte, eso es todo. —Y en tono de chismorreo agregó—: Hay que admitir que eso se nota bastante, más que en tu hermano. ¿No habéis pensado en marcharos?

—No, hemos nacido aquí, nuestros padres también, no pueden echarnos como si nada.

Era innegable que existían diferencias físicas entre la gente del sur y la del norte, pero hacía pocos años ello no parecía tener la menor importancia. Siempre se había visto a la gente del sur instalarse en el norte, y a los del norte radicarse en el sur, y también convivir en tan buenos términos como pueden hacerlo las personas. En el pasado existían Ur, Uruk, Nippur, Qishn, Eridu, Umma, Dilbat, Larsa, Kuta…, ciudades independientes que con frecuencia guerreaban entre sí, pero sin que su emplazamiento más o menos meridional se tuviera en cuenta. Sucedía que una ciudad del norte se aliase con una del sur contra otra ciudad del sur, o a la inversa. Los soldados del norte combatían junto a los del sur, y todos caían, sangraban y morían de la misma manera.

En la actualidad, primero a causa del rey Lugalzaggizi, y de Sargón después, no había otra cosa que Acadia y Sumer, el norte y el sur, enfrentados. Puesto que los del norte volaban de una victoria a otra, los del sur los detestaban. Los incidentes se habían multiplicado: violaciones, asesinatos, matanzas masivas…; y todos quedaron impunes. Entonces había comenzado el éxodo. Cansados de los golpes e insultos, preocupados por salvar la vida, aquellos que en el presente eran llamados acadios con una inflexión despreciativa, incluso aquellos que vivían en Uruk, Ur o Eridu desde hacía cinco o seis generaciones e ignoraban hasta la lengua del norte, se habían marchado. En cambio, se habían visto llegar a personas procedentes de Qishn, Kuta e incluso de Sippar, quienes aunque ignoraban la lengua del sur, tenían la fisonomía meridional.

El mayor problema se planteaba a quienes tenían sangre mestiza, que eran los más abundantes, puesto que las mujeres del norte siempre habían sido bellas para los hombres del sur, lo mismo que las del sur lo fueran para los hombres del norte.

—Tu hermano sabrá protegerte —concluyó Yigal con una expresión en la cara que indicaba que no estaba tan segura—. ¿Cuánta cerveza quieres?

—Un ban[9] —respondió Nadua—. En casa ya no nos queda nada.

—Y tu comerciante es un buen bebedor, ¿verdad?

La joven frunció la nariz en gesto de desagrado.

—Es un cerdo. Pero Urnanna dice que puede ayudarnos a enderezar sus negocios.

La tabernera se volvió hacia su hijo y le señaló al mozo de cocina, un vigoroso muchacho de quince años que dormía sobre una esterilla cerca del hogar, todavía caliente.

—Despiértale. Que coloque una jarra de un ban sobre la carretilla y que acompañe a la pequeña: no quiero que regrese a casa sola. Dile que no olvide llevar la porra consigo, que nunca se sabe.

Yichban obedeció, luego fue a buscar la tablilla donde estaba anotada la deuda de Urnanna, que éste liquidaba al final de cada luna. Después de humedecer un espacio libre, el tabernero cogió un cálamo y con un trazo asombrosamente delicado para un soldado veterano, inscribió la compra en curso; a continuación presentó el documento a Nadua para que ésta aplicara allí el sello de su hermano.

Cuando regresaron a la sala, los clientes que la habían molestado al llegar ya habían desaparecido. A pesar de que sólo debía atravesar dos calles, Yigal se negó a dejarla partir sin el mozo de cocina, el cual no paraba de bostezar. Los sentimientos contra los acadios se habían vuelto tan violentos que era posible que los dos hombres decidieran cumplir sus amenazas. Pero en cambio se lo pensarían antes de atacar a un adolescente vigoroso, provisto de un bastón.

En el fondo de la sala los soldados abandonaban la cerveza para atender a los rollizos cuerpos de las prostitutas. Plasta Pirig estaba ocupado en devolver beso por beso, caricia por caricia, y fue él quien acabó por levantarse el primero. Sus primos lanzaron observaciones acerca de la impaciencia juvenil, pero le siguieron los pasos llevando consigo a sus compañeras.

—¡Ya sabéis dónde está! —les dijo Yigal, como a viejos clientes—. Todas las habitaciones están libres, por lo tanto elegid las que queráis.

Las tres parejas ascendieron una larga escalera hasta un largo pasillo que atravesaba todo el edificio y estaba a la intemperie, al cual daban media docena de puertas. Pirig empujó la primera con el pie, sin vacilar, e introdujo en la habitación a la mujer que llevaba de su brazo. Ni siquiera oyó las últimas bromas de Irenki y de Hamatil. Más excitado que nunca en su vida, abrazó a su compañera por detrás, apenas ésta acabó de cerrar la puerta, y sin darle siquiera tiempo para encender una lámpara, la echó sobre el piso de ladrillos. Entre risas, rodando de aquí para allá hasta encontrar la esterilla, se fueron quitando toda la ropa hasta que acabaron extendidos uno sobre el otro. Contenido durante toda la noche, el deseo de Pirig estalló demasiado rápido, pero le bastaron unos escasos minutos para volver a empezar, y le pareció que entonces también ella disfrutaba. Acaso se tratara sólo del buen oficio de una profesional eficaz, no obstante el joven se concedió la vanidad de creer que había conseguido hacerla gozar.

Agotado, apenas si advirtió que ella cubría con la manta ambos cuerpos. Se durmió con una sonrisa en los labios.