Capítulo II

Ya era casi de noche cuando Gurunkach y su escolta entraron en la sección administrativa del palacio Eanna. El enorme edificio estaba construido sobre una alta terraza, en pleno centro de la ciudad, a la cual dominaba desde sus imponentes muros de ladrillos cocidos. Estaba compuesto por dos alas unidas en ángulo recto, una de las cuales reunía los locales de trabajo de los escribas, los dormitorios de la guardia, de los sacerdotes y de los servidores, al igual que las dependencias de los sacerdotes de alta jerarquía; en la otra ala se encontraban el Templo mayor, las reservas y el tesoro.

Gurunkach ignoró de manera ostensible al escriba apostado en la entrada, con una tablilla blanda, ante él, cálamo en mano. El hombrecillo reprimió la mueca que le inspiraba su desprecio de la soldadesca, y se puso de pie para contar a cuantos llegaban. Cuando llegó a la mitad del inventario, más o menos, aparecieron los restos ensangrentados que llevaban dos de los recién llegados.

—¿Qué es eso? —preguntó, estupefacto.

—¿Qué parece ser? —replicó el guerrero del hacha antes de dirigirse a sus hombres—. Eh, vosotros, dejad eso en el suelo, e id a comer; hoy ya no os necesitaré.

—Pero vos no podéis dejar esas… esas carroñas aquí. Yo soy responsable de…

—Estas carroñas, como dices, deben ser examinadas por el En, personalmente. Él mandará a buscarlas cuando lo crea oportuno. ¿Tienes algo que decir?

El escriba elevó las manos en señal de rendición, luego dejó oír un suspiro y terminó de contar a los guardias que se dispersaban en los corredores. Cuando volvió a sentarse atrajo hacia sí la tablilla en la que ya había inscrito la fecha, «el siete chunumun, del año siguiente al cual Lugalzaggizi rechazó a Sargón», y numerosos partes de entradas y salidas diversas. Inició una nueva línea anotando con cuidado: «Primera hora de la primera víspera; entrada: capitán Gurunkach, ocho guardias del templo, dos perros muertos». En rigor, habría tenido que escribir los nombres de todos y cada uno de los guardias, y sabía que tal vez lo castigasen por no haberlo hecho. Pero escribir tales nombres le exigía informarse acerca de ellos, y después de todo el escriba prefería arriesgarse a un pequeño castigo antes que ir en busca de uno más grande.

Retiró con cuidado los fragmentos de arcilla que había arrancado la punta biselada del cálamo, y después releyó lo que acababa de escribir. Dos perros muertos… Se le escapó un nuevo suspiro.

—Triste época —refunfuñó.

En cuanto a Gurunkach, hacía ascendido a la planta alta y llegaba a la vasta sala donde trabajaba su señor. En la antecámara, otro escriba más viejo y menos arisco se ocupaba de estampar el sello del En sobre una ancha tablilla —algún documento oficial sin duda—. En respuesta a la muda pregunta del coloso, sacudió la cabeza.

—El En está en el templo —declaró—. Está inspeccionando los preparativos del gran banquete de esta noche.

Ante la mirada sorprendida de su interlocutor, con una sonrisa, el escriba agregó:

—La princesa Erchemma está presente.

—Ah… —dijo Gurunkach reprimiendo un gesto de irritación.

—Si quieres esperar… —El escriba señaló una banqueta de ladrillos al pie de un muro. El oficial dudó.

—¿La princesa está sola? —quiso saber. Pero lo dijo sólo por decir algo, puesto que Erchemma nunca se desplazaba sin una nube de guardaespaldas y esclavos, pero el escriba comprendió lo que quería decir: «sin la compañía de su hermano o de su marido», y asintió.

Era una nueva contrariedad para el oficial. Después de haber saludado a su interlocutor con un movimiento de cabeza, Gurunkach dio media vuelta: si quería tener la seguridad de hablar con su señor antes del día siguiente, más le valía que ir a interceptarlo a la salida del templo.

Erguida en su pedestal, la estatua de Inanna dominaba el templo mayor, donde resonaba un coro masculino, profundo y bajo, que cantaba alabanzas a la diosa con la formulación apropiada al gran banquete de esa noche. A cada lado, en el centro de un hogar cavado en el suelo, ardía un fuego que mantenía un sacerdote acólito, que de tanto en tanto arrojaba en él madera y puñados de hierbas aromáticas. El humo fluía hacia las finas aberturas practicadas en el techo ennegrecido y sostenido por una docena de pilares decorados.

De rodillas ante la mesa de las ofrendas, sobre la cual una nube de sacerdotes depositaba poco a poco las comidas preparadas para la diosa, Erchemma oraba con los ojos elevados hacia la estatua que vigilaba esa maniobra con su ardiente mirada de cornalina.

Un poco antes había solicitado el privilegio participar en el arreglo de la estatua de Inanna, lo cual le fue concedido por su condición, aunque no perteneciera al clero. En consecuencia, había cepillado el gran cuerpo de piedra con tanta energía como cualquiera de los otros servidores, y luego había ayudado a engalanarlo con joyas. Esta divinidad permanecía desnuda en el interior de su casa, pero sus ricos ornamentos —tiara, collares, ceñidores, brazaletes, pulseras, ajorcas— se renovaban a diario. Estaba cubierta de oro, plata, lapislázuli, jaspe u ónice que procedían de la sala del tesoro, contigua al templo y casi tan bien guardada como el palacio real. Las únicas joyas que conservaba de manera permanente eran sus ojos, pegados con betún a sus cavidades oculares.

Erchemma acudía al templo cada dos o tres días para atestiguar de esa forma un fervor destacable incluso en una sociedad donde el fervor era la norma, de manera que resultaba ejemplar, que era justo lo que se proponía. Pero ello no porque su devoción fuese fingida, sino porque ésta no era la única razón de su asiduidad. El otro motivo era más prosaico, más carnal, y cualquier otra divinidad que no fuese Inanna habría podido sentirse ofendida por ello. ¿Pero acaso Inanna no era la diosa de la carne, de todas las formas del amor? La hija de Lugalzaggizi no creía que su conducta fuera sacrílega, sino el exacto reverso: devota.

Por el contrario, ella oraba para conseguir lo que deseaba ardientemente: las manos del En sobre su cuerpo, su sexo en ella. Quizá el amor del En; eso no estaría de más… aunque tampoco era indispensable. Lo que ella deseaba era agujerearle la nariz con un anillo de bronce y atar a la argolla una larga correa de cuero de la cual no tendría más que tirar para que él obedeciera. Erchemma se sabía bella y su marido decía que era más hábil que todas las putas del mundo; lo que viniendo de Charil era un cumplido, algo en lo que él no se prodigaba, y puesto que sabía muy bien de lo que hablaba, además de agradecérselo, ella lo creía a pies juntillas: si conseguía sus objetivos, Enerech no podría prescindir de ella en adelante. Y a continuación la princesa podría saciar su codicia carnal.

Nacida veinte años antes, cuando su padre privado de descendencia durante mucho tiempo esperaba un varón, había recibido el nombre de Erchemma, «Lamentación». Durante años ese nombre estuvo en perfecta correspondencia con su persona, puesto que no dejaba de lamentarse. Pero dentro de poco tiempo, pensaba, resultaría más conveniente aún, aunque entonces habría llegado la hora ele que se lamentaran los demás.

Buscó al En mirando de soslayo. Aunque la ceremonia del banquete no exigía su presencia más que en los días de las fiestas importantes, Enerech se imponía el deber de asistir siempre que ella acudía, por cortesía y prudencia. Al descubrir la mirada del sumo sacerdote puesta en su persona, la princesa consideró que a los dos motivos precedentes se sumaba el deseo, y ello la satisfizo.

No era una mera cuestión de cálculo; si bien Erchemma era complaciente con los ardores de su marido y fingía sentir placer durante la cópula para pasar por una esposa ejemplar, necesitaba mucho un amante. Charil era vulgar, brutal, y sus deberes lo mantenían fuera de la ciudad durante la mitad del año. Sin embargo, la hija de un rey no engaña a su marido con la misma facilidad que una mujer del pueblo: las relaciones establecidas en la corte nunca podían mantenerse en secreto durante mucho tiempo, y alejarse de la corte resultaba complicado. Ella sólo podía asistir regularmente al templo sin despertar sospechas, y el En era un hombre muy bello: Erchemma esperaba unir lo útil con lo agradable.

Al sentir que las imágenes que se le presentaban en la imaginación la hacían sonrojar, con prudencia, dirigió la mirada hacia Inanna y de nuevo se entregó a la oración. Por el templo deambulaban unas dos docenas de personas, sacerdotes, escribas, servidores, y la princesa no sabía cuáles eran entre ellos los espías, ni por cuenta de quién actuaban. Habría sido estúpido que llamase la atención por un crimen antes de haberlo cometido.

Enerech dirigía su irritación contra los escribas. Admitía de buena gana haberse engañado en relación con la escritura: lejos de constituir un capricho pasajero, se había desarrollado, afinado y expandido por el mundo y comenzaba a mostrar el potencial que su hermano desaparecido había sabido presentir. No obstante, el En se obstinaba en pensar que de alguna manera había tenido razón, o acertado al equivocarse, porque los resultados estaban a la vista: los escribas. Había escribas por todas partes, y aunque no eran malos en absoluto, resultaban exasperantes. Tal vez hubiera un centenar de ellos sólo en el Eanna. En ese preciso momento había cuatro en el interior del templo, que estaban contando, que anotaban, que lo grababan todo en sus malditas tablillas: la naturaleza de las joyas devueltas a la sala del tesoro, la naturaleza de las que se tomaron para adornar la estatua, el nombre de los guardianes de servicio durante la ceremonia de cambio, la cantidad de cada plato o bebida depositada sobre la mesa de las ofrendas, y hasta el volumen de madera, el peso de las hierbas aromáticas echadas al fuego… La minucia de los escribas volvía todavía más lenta una ceremonia que ya de por sí era muy larga: se trataba de una veintena de jarras de oro llenas de diferentes cervezas, leches o vinos, al igual que la carne cocida de más de cuarenta corderos, terneros o bueyes, que se ofrendaban a la diosa en ocasión de sus cuatro comidas diarias, además de los panes, pasteles y dátiles.

Enerech no discutía la utilidad de esta práctica, una vez bañada, perfumada y correctamente enjoyada, Inanna debía alimentarse bien. Además, al no ser de este mundo, la divinidad sólo consumía la parte espiritual de las ofrendas. Y en vez de permitir que la parte material se pudriera, la distribuían entre el personal del Eanna, que tenía allí suficiente sustento. Pero los escribas también se obligaban a tomar nota acerca de qué plato salía hacia el refectorio de la guardia, cuál hacia el de los sacerdotes… En la ciudad —y otro tanto sucedía en Ur, Umma o Eridu— ya no podían realizar ninguna acción que no fuera registrada por uno de estos pesados provistos de cálamo, que acudían a interponerse con inventarios, listas, balances, demandas de audiencia, pagos de salarios, entradas y salidas de los edificios públicos… hasta el menor de los gestos necesitaba de un trabajo de escritura. Dentro de poco hasta azotar a un esclavo o acostarse con la propia esposa exigiría la presencia de un escriba que tomara nota del número de azotes o de la intensidad del placer.

Y las tablillas se amontonaban por sesentenas. Se humedecían y alisaban las más viejas e inútiles con el objeto de volver a emplearlas, pero en el establecimiento de cualquier pequeño comerciante había suficientes como para llenar dos grandes jarras, o incluso para cubrir las decenas de muros del interior del Eanna o los del palacio real.

Cuando dos años antes, tras otros doce de intrigas, manipulaciones e incluso hasta de discretos asesinatos, Enerech había conseguido que lo invistieran En, había intentado poner freno a esa tendencia en su círculo, pero había chocado con un administrador tan limitado como competente. Entonces dejó de resistirse; puesto que el sistema funcionaba, podía muy bien acomodarse a él, por irritante que pudiera resultar a veces.

Ahora se alegraba, ya que era conocido que le desagradaban los escribas y ello justificaba la mueca de contrariedad que le torcía el gesto sin que, a pesar de sus esfuerzos, pudiera evitarlo.

Erchemma venía cada vez con mayor frecuencia, y en cada visita le pedía una audiencia privada. La primera vez había aceptado. Pero luego pudo ingeniárselas para encontrar motivos tan verosímiles como diplomáticos para rehusar, puesto que en aquel primer encuentro había estado a punto de sucumbir. A la hija de Lugalzaggizi no le faltaban encantos, y no tenía el menor escrúpulo en emplearlos con excitante aunque muy peligrosa franqueza.

Mientras recorría la serie de monolitos que soportaban las estatuillas de las divinidades emparentadas con Inanna y las jarras de cerámica ornamentadas con las escenas de sus hazañas —el descenso de la diosa al mundo de abajo, su enfrentamiento con el rey Gilgamesh—, caminaba a un paso que pretendía trivial, al tiempo que fingía interesarse por las idas y venidas de los sacerdotes entre el templo y las cocinas. Sin embargo, de tanto en tanto, no podía evitar espiar a Erchemma, inmóvil ante la mesa, al pie de la estatua. Había que detestar a las mujeres para negar la belleza de ésta: vestida con una túnica de hilo ligero y color rojo vivo que le dejaba al aire el hombro derecho y la espalda, tenía un cuerpo de una delgadez todavía intocada por los embarazos y provisto de amables curvas que la tela subrayaba en cada uno de sus movimientos. El pelo negro, libre del velo que no se exigía en el lugar —Inanna no era justamente la campeona de la virtud conyugal—, servía de marco a sus rasgos regulares, a los ojos oscuros tocados de largas pestañas y a unos labios que el En habría querido menos carnosos, menos dispuestos a entreabrirse para mostrar el extremo de una lengua puntiaguda.

Él la deseaba, sí, no podía negarlo. Y la tendría alguna vez, ambos lo sabían. Pero no hoy. No antes de que el objetivo estuviese a la vista.

Enerech había tenido tiempo, mucho tiempo, para conocer el deseo de las mujeres. Por ardiente que fuera éste, siempre acababa por desvanecerse, tanto más rápido cuanto más frecuentes fueran las satisfacciones. Erchemma tenía una función esencial en los proyectos del En, y llegado el momento, él se sentiría más tranquilo si pudiera contar con la devoción de ella. Ahora bien, el sumo sacerdote sabía que sólo mediante la carne podría conseguir tal devoción de la mujer, puesto que ya había intentado dominarla con la esperanza de que le confiara un secreto íntimo del más alto interés para sus intrigas, y había fracasado. Las sesentenas de años que había pasado trabajando con esa clase de magia le habían enseñado que, en ese terreno, hombres y mujeres podían clasificarse en varias categorías: la más numerosa era la que reunía a aquellas personas que podía dominar sin que luego conservaran recuerdo alguno; luego venían quienes, aun mostrándose vulnerables a sus poderes, permanecían conscientes de cuanto él les hacía decir o hacer, y a los cuales, en consecuencia, solía tener que eliminar luego; y por último, estaban quienes eran por completo inmunes a sus poderes. No obstante, entre estos últimos sólo algunos advertían sus tentativas, y éstos eran magos en la mayor parte de los casos. Quizá Erchemma poseyera dicho tálenlo en bruto, aún no lo sabía, pero en cualquier caso ella lo había descubierto. Enerech consideró que una princesa maltratada desde su nacimiento, despreciada, casada contra su voluntad con un militar lo bastante viejo como para ser su padre y cuya actitud expresaba la docilidad más completa resultaría una presa fácil: nunca su criterio había fallado de una manera más torpe.

En aquella ocasión se creyó perdido. Aparte de Gurunkach, nadie en Uruk sabía lo que era él en verdad, porque la magia espantaba en el presente todavía más que en los tiempos de Tukulgal. Por otra parte, las preguntas planteadas a Erchemma negaban la imagen de aliado incondicional del rey. Puesto que no podía matar a la princesa sin enfrentarse a alguna forma de proceso en el interior del palacio, se creyó obligado a huir de la ciudad nuevamente; imaginó iodos sus esfuerzos reducidos a nada.

Al elevar hacia él un rostro que ya no expresaba sumisión ni aburrimiento, sino agudeza de espíritu e insospechada sensualidad, ella lo había sorprendido por segunda vez.

—Si queréis conocer mis secretos, señor, bastará con que me los preguntéis —le había dicho ella—. Acaso nuestros anhelos no sean tan incompatibles como vos pensáis.

A partir de entonces resolvió no subestimarla más. Entre ellos iodo sería siempre recíproco. La princesa lo perseguía con sus frecuentes acosos porque lo deseaba, por supuesto, pero él no era lo bastante loco ni lo bastante fatuo como para creer que ella no querría también atraparlo en su propio lazo. Otra razón añadida para postergar el desenlace. Sin embargo, no había que aplazarlo demasiado. Él tampoco debía permitir que la frustración la empujara a los brazos de otro hombre. Sería una contrariedad que ella quisiera favorecer a dicho amante, que sus relaciones fueran descubiertas y Erchemma exiliada o ejecutada: resultaría catastrófico.

«Sutileza, paciencia y presencia de ánimo», se repetía Enerech, cuando un sacerdote le indicó con una señal que la mesa se había acabado de servir. Enerech se aproximó con el objeto de entonar el canto de la consagración, que en seguida fue retomado por un coro en el cual faltaba una voz cálida y alta que él conocía muy bien.

Erchemma no unió la suya; ésa no era una tarea de mujer. Permaneció arrodillada mientras duró el cántico, y sólo se puso de pie cuando el En se volvió hacia ella.

—Venid, princesa —dijo sin sonreír—. Dejemos que la diosa se restaure en paz.

Ella asintió con la cabeza, esperó a que sus dos esclavos favoritos le colocaran la capa oscura sobre los hombros, y luego siguió a Enerech hacia la sección administrativa del Eanna.

Cuando al abrirse la puerta se reveló la presencia del capitán de la guardia, que caminaba de un lado a otro del corredor mientras aguardaba a su señor, la princesa frunció la nariz, contrariada: si abrigaba la esperanza de conseguir una entrevista privada con el En, ya podía olvidarse de ello.

—Debo dejaros —le anunció él, en efecto, después de haber hablado con Gurunkach—. Un deber urgente me reclama.

Ella ni siquiera intentó ocultar su despecho. Enerech le explicó en qué consistía el deber del caso, tal vez para que el golpe no le resultara tan duro. Al menos él respetaba la inteligencia de la princesa.

—¿Qué pensáis encontrar en las vísceras de esos dos animales? —quiso saber ella.

—Es posible que nada. Voy a examinarlas para mayor seguridad, pero los dioses no acostumbran a reforzar sus presagios, y el comportamiento de esos perros me parece bastante significativo en sí mismo.

—Dos seres de la misma raza que se enfrentan —interpretó ella—. Dos perros o dos reyes, eso es como si…

—Sí —confirmó Enerech, pensando que llegado el caso, necesitaría encontrar una fórmula más elegante para presentar el asunto a Lugalzaggizi—, y fue el más pequeño el que devoró al otro…

—¿Pero quién es el más pequeño?

Lugalzaggizi, rey de Umma, a fuerza de combates y de voluntad había conseguido unificar bajo su mando todo el sur de País entre tíos ríos en Sumer, como se lo llamaba en la actualidad. En cuanto a Sargón, había salido casi de la nada. Copero mayor del rey de Qishn, se había sublevado y al frente de un puñado de rebeldes se marchó para fundar su propia ciudad, Acadia, en la confluencia del Tigris y el Diyala.

Desde allí había emprendido una vasta campaña de conquista en el norte, bajo el patronazgo de extrañas divinidades con poderes demoníacos, en particular la cruel Ishtar, y acabó por amenazar a su antiguo soberano, quien pidió ayuda al rey del sur, consciente de que con ello se jugaba su independencia; pero eso era un mal menor: prefería convertirse en vasallo de un monarca que lo dejaría gobernar en su nombre, que caer en manos de un usurpador que lo haría empalar. Lugalzaggizi, seguro de la victoria y encantado con la oferta, había enviado a sus tropas.

Pero no consiguió vencer.

Qishn cayó, su rey murió empalado y la amenaza de Sargón se convirtió en algo tan serio que casi de inmediato, justo antes de que comenzaran las lluvias de otoño, se libró una segunda batalla, pero en ella no se decidió la guerra.

—En el principio, el más pequeño era Sargón —respondió Enerech, que hizo una mueca despreciativa—. Y aún hoy dudo de que el norte pueda alinear tantos soldados como el sur.

—¿Entonces el mensaje de los dioses significa que seremos vencidos?

—No necesariamente. Significa que el riesgo existe y que si tu padre quiere imponerse, no debe descuidar nada. —Sonrió tranquilizador—, no tengáis miedo, me aseguraré de que así sea. Y nuestros dioses nunca permitirán la victoria de esos acadios que no los veneran.

Algunos minutos después, tan pronto como la joven mujer se marchó hacia el palacio, el sumo sacerdote ordenó a Gurunkach que hiciera transportar los cadáveres de los perros a la sala de augurios.

—Perdonadme señor, pero ¿estáis seguro de que ese combate simbolizaba el de los dos reyes? —interrogó el oficial, casi con timidez.

—¿Y qué otra cosa podría ser?

—Pues… el más pequeño era un bastardo…

No necesitó más que un momento para comprender la alusión.

—Mi hermano está muerto —afirmó por fin Enerech, encogiéndose de hombros.

Gurunkach lo observó alejarse, dubitativo. Aunque habían transcurrido casi trece veces sesenta años, el malestar que sintiera en el momento de la desaparición de Alad no lo había abandonado. Él sólo creería en la muerte del bastardo cuando viera su cadáver.