Siglo XXIV a. C.
El incidente se produjo al final de la última noche, justo antes del crepúsculo. En Uruk se vio una señal de los dioses.
Los dos perros cargaron uno contra el otro tan pronto como se descubrieron, sin procurar siquiera intimidarse antes. Gruñían, aullaban mientras rodaban por el suelo como dos lobos que se disputan el mando sobre una manada, y se atacaban con los grandes colmillos amarillentos para desgarrarse, mutilarse.
Al llegar a la pequeña plaza rodeada de tenderetes, uno desde la calle ancha que conducía al templo del Eanna, el otro desde una calleja popular, en un primer momento los animales hicieron retroceder al numeroso público. La gente se apartó temerosa de recibir mordiscos, pero luego, cuando todos estuvieron seguros de que los animales no tenían nada contra los seres humanos, formaron un corro con el objeto de observar la pelea. Había allí sobre todo mujeres, niños y ancianos: la crecida de los ríos ya se había calmado, el verano comenzaba. Todos los jóvenes en condiciones de empuñar las armas habían sido movilizados desde los campos donde vivían, y estaban acuartelados extramuros, donde recibían instrucción y esperaban el momento en que comenzara una nueva campaña militar contra Sargón de Acadia.
Los dos animales, flacos y llenos de magulladuras, tiñosos y cubiertos de costras purulentas, pertenecían a la feroz población de perros vagabundos que infestaba la ciudad, y competía con los cerdos errabundos disputándoles la carroña. La guarnición que debía ocuparse de eliminarlos emprendía su labor muy de tarde en tarde, y antes por diversión que por deber. En el catálogo de los descontentos públicos contra el rey Lugalzaggizi, éste no destacaba en los primeros lugares, pero pesaba en la balanza.
El mayor de los perros, de alta alzada y aspecto poderoso a pesar de su delgadez, acaso en otro tiempo había servido como guardián a un rico comerciante o un gran propietario rural, antes de darse a la fuga o de ser expulsado. La gran cicatriz que le surcaba el flanco diestro atestiguaba que habían intentado darle muerte. El otro, sin raza ni color de pelaje definido, era un bastardo salido de acoplamientos azarosos; y aunque más débil que su adversario, era tan fiero como éste. Pronto, como a pesar de las heridas sangrientas no se impuso en el combate ni uno ni otro, se hizo evidente que lucharían hasta la muerte. Entonces los espectadores comenzaron a apostar.
—¡Me juego dos vueltas a favor del más grande! —Gritó uno de los soldados situados en primera fila, a quien la insignia de cobre que llevaba en el casco señalaba como miembro de la guarnición.
—¡Acepto! —gritó su vecino—. Ése ya ha perdido más sangre que el otro. —El soldado elevó la voz, jovial—, ¡vamos, pequeño! ¡Mátalo! ¡Degüéllalo! ¡Hazme beber gratis!
Alrededor de ellos también apostaban rondas de bebidas en la taberna, o piezas de pan, y hasta medidas de cebada para los más ricos o los más locos. Los vecinos del barrio no tenían oro ni plata, y ni siquiera cobre para perder en nimiedades, sobre todo después de la recaudación de los últimos impuestos.
Dos aprendices de escriba jugaban apostando los trabajos escolares de la tarde, la copia de una tablilla de cerámica, y lamentaban en voz alta no poder sumar a la apuesta las varas con las cuales los azotaban cuando hacían mal la tarea encomendada.
Como las exclamaciones se multiplicaron —el perro pequeño acababa de arrancar una oreja al otro—, se produjo un grito agudo: uno de los soldados se dirigió a sus compañeros con una expresión de disgustada perplejidad. Era un poco más joven que los demás, pero de mayor talla y más fuerte, y no podía comprender el placer que experimentaban sus colegas al ver cómo se mataban esos dos animales. Tal vez eso fuera lo normal entre guerreros recalcitrantes, se dijo, quizá fuera necesario poseer esa pizca de crueldad para ejercer el oficio de las armas. El joven no pertenecía a la guarnición, y antes de que lo incorporasen al ejército se había iniciado en el oficio de su padre, herrero en un pueblo de las provincias exteriores, donde había nacido sólo diecisiete años antes. En su tierra los perros eran menos numerosos, y no acostumbraban a pelear entre ellos.
Desde que abandonara su pueblo natal, antes que en el empleo del pesado martillo, causa de su poderosa musculatura, el joven Pirig Mada se entrenaba con la jabalina y la espada curva. Demostraba tener buenas dotes, y hasta superaba a algunos de sus compañeros de mayor experiencia, hasta el punto de que su jefe de sección le pronosticaba una brillante carrera si ingresaba en el ejército. Sin embargo Pirig no tenía deseo alguno de hacerlo. Si sobrevivía a la campaña de verano, iba a regresar al taller de forja. Por otra parte, ignoraba si en el combate conseguiría ser tan eficaz como en los entrenamientos, ya que hasta el momento no había participado en ninguna escaramuza.
—¡Vamos, pequeño! —gritó Irenki, el primo de Pirig que había apostado a favor del mestizo—. ¡Vamos!
—¡Vamos, grandote! —alentó el otro, Hamatil, sin mucha convicción, puesto que su favorito se debilitaba.
El perro grande intentó esquivar al otro torpemente, pero las fauces despiadadas del pequeño se cerraron sobre su garganta, triturándola hasta que cedió con un crujido y el animal cayó de lado, ahogándose con su propia sangre.
—¡Dos vueltas! —exultó Irenki, encantado, mientras daba palmas—. Me debes dos…
Se calló de golpe, al igual que todos aquellos que se alegraban o lamentaban en los alrededores: no contento con haber dado muerte a su adversario, el perro pequeño había comenzado a devorarlo. Mientras gruñía, arrancaba grandes pedazos de carne sangrienta que apenas masticaba antes de tragar. Al disgustado silencio inicial siguió un creciente murmullo que se fue hinchando poco a poco, y que se convirtió en clamor al tiempo que ascendía en el aire todavía cálido del anochecer un olor repugnante.
—Los perros… —comenzó Pirig.
Pero Irenki, con la mirada endurecida y la mandíbula crispada no lo escuchaba. Extrajo su espada, se acercó en tres zancadas hasta el caníbal y la abatió sobre la nuca del animal. La afilada hoja de bronce cortó las vértebras en medio de un chorro escarlata que consiguió la aprobación de la multitud. El soldado levantaba el arma de nuevo cuando una mano poderosa le sujetó la muñeca. A punto de caer en el frenesí homicida, se volvió hacia el importuno dispuesto a golpearlo, pero tuvo la buena fortuna de abstenerse, por reflejo, en cuanto lo pudo reconocer.
—Perdonadme, señor —farfulló—. Yo no…
—Has obrado bien, soldado —lo tranquilizó una voz grave—, pero es inútil mutilar a ese animal todavía más. Después de lo que acaba de hacer, mi señor querrá examinarle las entrañas.
Quien le había hablado no era más alto que él, pero sí casi el doble de ancho, un auténtico coloso, con la cabeza rapada y la barba negra, que llevaba en la cintura una enorme hacha de bronce de dos filos con la misma desenvoltura con la que otros portan una daga. Sólo le habría exigido un mínimo esfuerzo romper la muñeca que sujetaba, pero al ver que Irenki se había calmado lo soltó.
—Toma —dijo, lanzándole un pequeño destello de plata—. Ve a beberte esto a mi salud. Y si matas a otros perros que se devoran entre sí, tráeme sus cadáveres.
—Haré lo que me decís, señor —aseguró el soldado, inclinándose al tiempo que retrocedía hacia sus compañeros—. Gracias, señor.
El otro hizo una señal a los hombres de su escolta. Dos de ellos recogieron los cadáveres, luego todos siguieron a su jefe por la calle ancha que ascendía la ladera de la colina. La multitud se apartaba al paso del cortejo con tanto respeto como temor.
—¿Quién es? —susurró Pirig a su primo Hamatil.
—Gurunkach, el capitán de la guardia del Eanna. Si llevaras más tiempo aquí sabrías que es el protegido del En, uno de los hombres más poderosos de Uruk. Irenki ha tenido suerte por salir así de un encuentro con él.
Pero como su interlocutor no reaccionaba, Hamatil le apoyó la mano sobre el hombro.
—¡Eh, vamos a beber las vueltas que te debo!
Cuando los veía al uno junto al otro, y puesto que vestían el mismo uniforme, Pirig siempre tenía la impresión de haber abusado de la cerveza: eran gemelos, cada uno la copia exacta del otro. Sin embargo, en ese preciso instante, la forzada alegría de uno de ellos contrastaba con la expresión de disgusto todavía grabada en las facciones del otro.
—No me debes nada —dijo por fin Irenki sacudiendo la cabeza—. No insultaré a los dioses aprovechándome de sus presagios. —Se obligó a una ancha sonrisa mientras exhibía entre el pulgar y el índice el trozo de plata que le diera Gurunkach—: ¡Pero con esto tenemos para beber durante toda la noche y hasta podremos pagarnos mujeres! ¡Vamos, que necesito emborracharme!
Mientras Irenki los guiaba por una estrecha calleja muy concurrida, Pirig y Hamatil examinaron el tesoro. Había casi un siclo de plata: tanto metal precioso bastaba para que se corrieran una gran juerga, en efecto, e incluso otra al día siguiente.
—En lugar de regalarme esto habría podido partirme el brazo y hasta matarme —comentó Irenki—. Nadie se lo habría reprochado. Me tiene sin cuidado lo que se cuenta de él, es un gran guerrero y un corazón noble. Si me necesita alguna vez, le serviré.
—¿Y qué es lo que se cuenta? —preguntó Pirig, interesado.
Su primo se encogió de hombros.