Alad Yicheren sabía que iban a perseguirlo, pero no esperaba que lo alcanzasen tan pronto. No había recorrido ni media danna[8] cuando oyó ruidos furtivos a sus espaldas. Con un grito de sorpresa volvió la cabeza: dos flechas acababan de clavarse en la arena a menos de un ech de él. ¿Intimidación? Sí, por supuesto: los soldados empleaban los arcos sobre todo para la caza, y preferían combatir con maza, hacha o jabalina; además, su hermano nunca habría ordenado que le dieran muerte…
Tres hombres descendían tan rápidamente como se lo permitían los asnos que montaban, mejor dotados para la resistencia que para la velocidad. La pendiente rocosa conformaba un horizonte demasiado próximo para el gusto del joven sacerdote. Por instinto, azuzó con los talones los ijares del animal que montaba, el cual protestó con un sonoro rebuzno, aunque no por ello apresuró el paso.
En ese mismo momento Alad supo que no tenía esperanza alguna de fuga. Bajo el sol ardiente, no había más que arena hasta donde alcanzaba la vista, fuera de algunas grandes rocas detrás de las cuales no confiaba en poder ocultarse puesto que sus perseguidores ya lo habían visto. Volvió de nuevo la cabeza: los soldados, que eran mejores jinetes que él, ganaban terreno. En seguida lo cogerían y luego vendría el humillante viaje de regreso, bien custodiado, y la más terrible de las cóleras frías de Enerech. Imaginar los ojos de su hermano sobre él le impidió renunciar a la huida de inmediato.
¿Por qué se había ido de ese modo, en un arranque de cabezonería?, se preguntó de pronto. Desde el principio había sabido que no tendría ninguna posibilidad de éxito, pero también se había sentido obligado a intentarlo. ¿Era por el juramento hecho al En? ¿Era a causa de la vida de su cuñada y de sus sobrinas? No, eso no eran más que pretextos. La palabra empeñada no debía tomarse a la ligera, claro está; pero en estas circunstancias concurría la voluntad de una diosa. Por otra parte sería una gran desgracia no volver a ver a las pequeñas, ¿pero acaso él estaba dispuesto a sacrificarse por ellas? Tal vez no, seguramente no. La verdadera razón era otra y cabía en una sola palabra; en un solo nombre.
Enerech.
Siempre habían estado próximos. Al morir Irutu, el mayor había servido de segundo padre al más joven, protegiéndolo, curándolo, pasando largas noches junto a su lecho. Poco después lo había acogido en su casa, y cuando Alad a su vez se orientó hacia el sacerdocio —en parte porque no le atraían la guerra ni el comercio, pero en buena medida también para imitarlo—, lo había hecho entrar en el templo y también le había enseñado a desarrollar sus facultades para la magia.
Enerech era el héroe de Alad, éste apreciaba la devoción, la fuerza y valentía de aquél, pero también el respeto que profesaba a su mujer, hacia los hombres que estaban subordinados a él, e incluso hacia sus esclavos. E igualmente apreciaba el talento de su hermano, que le había valido para convertirse en uno de los principales asesores de Tukulgal. Enerech resultaba en todo sentido digno de admiración, de amor, y Alad lo admiraba, lo amaba sin limitaciones.
Pero la noche anterior el héroe se había caído de su pedestal y lo cierto es que ambos se asombraron por ello, tanto uno como el otro.
El primogénito había considerado que la sumisión de su hermano menor era algo adquirido, lo veía como una extensión de su propia persona, como un reflejo y hasta —detestable hipótesis— como una marioneta a la cual sólo debía darle instrucciones para que obedeciera. En cualquier caso, no había imaginado que ese individuo suave, un poco tierno y que se lo debía todo, pudiera volverse contra su persona. Y había tenido razón… Los dioses sabían que había tenido razón, hasta que su hipocresía estalló a plena luz. Después de todo, Inanna era una señora exigente y su servicio justificaba muchas acciones, muchos sacrificios que Alad habría admitido si hubiese quedado en perfecta evidencia que, en el momento de abandonar Uruk, Enerech no tenía la menor intención de regresar. Entonces él no estaba investido con misión sagrada alguna, pero no obstante había decidido sacrificar a su familia a cambio de la inmortalidad. No deseaba el poder para la diosa sino para sí mismo. Aunque no era del todo consciente, hasta entonces, desde aquel momento su ambición ya no tuvo límite alguno y lo doblegaría todo a su paso. El héroe se había convertido en traidor, y en su metamorfosis había partido el corazón de Alad en mil pedazos. Ese corazón al cual Zisudra —éste sí un auténtico héroe— le había recomendado que escuchara. A un traidor aún se le puede amar, porque el amor no es razonable, pero ya no se puede admirar. Y no es posible servirle, ciertamente.
El joven ignoraba si sería capaz de oponerse a su hermano. Esta primera tentativa había fracasado, sin duda. Pero sabía que habría otras, que en adelante y mientras le quedara un hálito de vida, no dejaría de resistir, de rebelarse.
Lo que se produjo a continuación sirvió para enseñarle que Enerech también lo sabía.
Las dos flechas con punta de pedernal se clavaron al mismo tiempo, una de ellas en el cuarto trasero de su asno, que se encabritó, la otra en el hombro izquierdo del joven sacerdote. Esta última penetró hasta el centro de la articulación y le infligió tanto dolor que durante un momento se le nubló la vista. Mucho antes de recuperarla se sintió caer pesadamente de su montura, mientras el asno se marchaba corriendo a todo galope. El choque contra el suelo le produjo un nuevo y agudo sufrimiento, que se sumó al primero hasta el punto de hacerlo aullar. A causa del movimiento involuntario que lo arrojó de espaldas a tierra, el asta de la flecha se quebró, pero la punta fue hundiéndose en la herida todavía más.
No obstante, el dolor no parecía gran cosa comparado con el miedo, con el horror que sentía. No podía tratarse de una iniciativa de soldados que fueran más allá de las órdenes recibidas. Había reconocido a Gurunkach entre sus perseguidores, y el oficial jamás habría intentado matarle si no hubiese recibido la orden para hacerlo del propio Enerech. El héroe no era sólo un traidor, era también un asesino, un fratricida…
Alad se arrodilló, luego consiguió ponerse de pie con dificultad. Con la vista todavía enturbiada por un velo de dolor y lágrimas, pudo ver cómo los tres hombres descendían de sus asnos a pocos pasos de distancia. Aunque hubiera estado en plena forma, ileso, no habría podido escapar de ellos.
—¿Tiemblas, bastardo? —espetó Gurunkach con voz irónica—. Haces bien. Llevo veinte años esperando el momento de enviarte a que te reúnas con el demonio hembra de tu madre, y ese momento por fin ha llegado.
—¿Mi…? —pudo articular el joven sacerdote antes de que el sufrimiento lo amordazara con una mueca silenciosa.
Masculló la más simple de todas las invocaciones que conocía, una serie de onomatopeyas de fácil entonación, reuniendo toda la voluntad que aún le quedaba. El sortilegio, elemental, no lo ayudaría a huir ni a dispersar a sus enemigos, apenas serviría para sofocar el dolor el tiempo suficiente como para permitirle formular una pregunta.
Pero ese don no le fue concedido, el poder no pareció acudir a su persona. ¿Podía sorprenderse por ello? Era normal: había desafiado a Inanna. ¿Cómo podía esperar de ella la menor ayuda?
—Acaba con él —ordenó el oficial a uno de sus hombres.
Alad vio al soldado proyectar el brazo hacia atrás y lanzar la jabalina. Antes que un nuevo sufrimiento, lo que sintió fue una intensa sensación de trío que se apoderó de su ser apenas la aguzada punta de pedernal se clavó en medio de su vientre para desgarrarle las entrañas.
Con las manos crispadas sobre el asta rugosa, la boca muy abierta, trastabilló hacia atrás y luego se derrumbó de espaldas sin que el alarido que crecía en la garganta alcanzara sus labios. Perdió el conocimiento antes de tocar el suelo.