No había salido a dar un paseo matinal ni a orinar en soledad, faltaban también la esterilla, la manta, todas sus cosas y uno de los asnos. Al ser interrogados, los hombres que estaban de guardia declararon que Alad se había levantado poco después de acostarse, y que se había alejado del campamento sin decir ni una palabra. Como no habían recibido orden alguna sobre el particular, y puesto que además lo consideraban uno de los jefes de la expedición, no creyeron útil detenerlo ni informar a nadie.
Enerech pensó que el error no lo había cometido su hermano sino él mismo. Debió prever lo que ocurriría después de la disputa. Estaba muy claro que había sobrestimado la influencia que tenía sobre Alad, al cual, por cierto, nunca había visto actuar con tanta determinación como en el presente. Había llegado la hora de la prueba, puesto que sabía muy bien adonde se dirigía su hermano menor y qué pretendía hacer.
Consideró ordenar a los soldados que salieran de caza y le trajesen un animal cualquiera cuyas entrañas pudiera examinar con el objeto de conocer la voluntad de la diosa. Pero en verdad ya la conocía: buscar un augurio sería sólo un subterfugio, una excusa para demorar la decisión que sabía que estaba obligado a tomar, a riesgo de hacerlo demasiado tarde. «Nada ni nadie», había dicho Inanna por la boca de Atrahasa. «Nadie», pero ¡dioses! Ese sacrificio resultaría aún más amargo que el de su esposa e hijas, porque amaba a su hermano menor, lo amaba sin reservas, y también porque al desaparecer Alad él iba a encontrarse sólo para afrontar la eternidad, y no estaba seguro de tener suficiente fuerza para ello.
—Gurunkach, quiero decirte algo. —Informó al oficial, antes de llevárselo aparte.
Mientras se preguntaba cómo presentar las cosas, se le ocurrió una idea. Ese hombre había jurado a su padre protegerlo cualesquiera fuesen las circunstancias, y le había probado cien veces que mantendría esa promesa. Una de ellas, y no la menor por cierto, fue lanzarse desnudo y desarmado ante los dos leones la noche pasada. De todos los soldados que había visto en acción hasta entonces, éste era el más sólido y competente, temible en el combate y respetado por sus hombres —a quienes nunca se les ocurriría burlarse de su nombre, que significaba «fruto de la cerveza» y aludía al estado de su padre la noche en que fuera concebido—. Además, si la sutileza no era su fuerte, sin embargo no le faltaba astucia. Cuando envejeciera, Enerech tendría dificultades para encontrar otro guardaespaldas tan bueno como él. ¿Pero acaso era necesario que envejeciera? ¿Era posible que la protección y la eterna devoción de Gurunkach no valiesen seis años?
No obstante, antes de gastarlos necesitaba plantear una pregunta.
—¿A quién eres leal en primer término, amigo mío?
—Vos lo sabéis, señor —replicó el guerrero, humillado.
—Conozco tu juramento, pero perteneces al ejército de Tukulgal. También le has jurado obediencia a él. Si te dijera que el En es a partir de ahora mi enemigo, ¿cuál de tus juramentos prevalecería?
—Vos sólo necesitáis decir una palabra, y si la cabeza de Tukulgal no rueda bajo el filo de mi hacha será porque habré dejado de vivir —contestó Gurunkach sin la menor sombra de duda—. El juramento que se hace a un moribundo es el más sagrado de todos, y romperlo sería insultar a los dioses.
Enerech aprobó con un movimiento de cabeza. El asunto estaba arreglado.
—¿En qué medida confías en tus hombres?
—La mayoría de ellos me seguirían. Acerca de uno o dos no tengo la certeza, pero si eligieran desafiarme, el mundo de abajo sería su próximo destino.
—Entonces elige a dos, coged luego los animales más rápidos y alcanzad a mi hermano. Sin duda se dirige en línea recta hacia el puerto. Persíguelo por tierra y por mar si hace falta, pero no debe llegar a Uruk.
Gurunkach asintió con un movimiento de sus párpados.
—¿Y cuando lo hayamos atrapado, señor?
—Que… —Enerech tragó saliva—, que el mundo de abajo sea su próximo destino —dijo con una voz que se le había vuelto opaca.
—¡A vuestras órdenes, señor!
El oficial dio media vuelta y en sus labios se dibujó un atisbo de sonrisa que le hizo odiar un instante a su señor cuando éste le llamó de nuevo.
—Asegúrate de que no escape, luego desanda el camino y ven a rendirme cuentas. Yo avanzaré con el resto de los soldados en la misma dirección.
—Y a continuación, señor, ¿adónde iremos?
—Salvo a Uruk, a cualquier otra parte. A cualquier sitio donde tendrás ocasión de seguir cumpliendo con tu juramento durante la eternidad, te lo prometo solemnemente.
Gurunkach abrió la boca como para plantear una pregunta, pero en seguida la cerró. La discreción y la falta de curiosidad se contaban entre sus cualidades.
Enerech observó cómo sus enviados abandonaban el campamento montando con destreza en los asnos más fuertes, aligerados al máximo. Sin duda darían alcance a Alad, que era un jinete lamentable.
El sacerdote sintió que un súbito dolor le atormentaba las entrañas. Rogó a Inanna que impidiera que nadie pudiese verlo en esas condiciones, y luego buscó refugio detrás de una roca, donde tuvo que doblar la cintura y apretarse el vientre, sacudido por la náusea.
Luego cayó de rodillas y sollozó largo rato, con las mejillas bañadas por las lágrimas.
Cuando hubo superado el ataque, se enjugó los ojos, volvió a ponerse de pie, e impartió las órdenes para emprender su propia partida.