Con un gesto de Zisudra, los viajeros, de nuevo desnudos, cambiaron el día por la noche y la Dilmun mística por la material. Encontraron sus cosas tal como las habían dejado, las de los dos sacerdotes bien ordenadas, las de Gurunkach esparcidas tal como cayeran.
—¡Ah, señor, no lamento esta aventura! —exclamó el oficial mientras volvía a ponerse la ropa—. He llegado a creer que esas hermosas putas acabarían conmigo… Por lo menos fueron cinco veces las que…
Una carcajada le cortó la palabra.
—Parece que todos hemos vivido una experiencia inolvidable —comentó Enerech.
Cuando llegaron al campamento, Gurunkach comprobó que los guardias apostados en la entrada del círculo rocoso eran todavía los mismos. Los interpeló con violencia reprochándoles no haber despertado a sus compañeros, pero, con expresión de perplejidad, ellos le respondieron que su turno aún no había concluido. Después de una ojeada a la luna, Enerech interrumpió al punto toda posibilidad de nuevas recriminaciones.
—Estos hombres no mienten —aseguró—. Allí donde nos encontrábamos el tiempo no corría a la misma velocidad que aquí, eso es todo. Demos gracias a los dioses de que haya pasado más rápido y no más lentamente, porque de otro modo habríamos estado ausentes muchos días.
Gurunkach alzó las cejas y farfulló sin mayor convicción:
—Si vos lo decís, señor…
A continuación, puesto que estaba agotado por las esclavas de Zisudra, fue a acostarse y, envuelto en una manta, en seguida se puso a roncar con mucho ruido. En cambio los dos hermanos no tenían ganas de dormir, y dudaban de que ello fuese sólo una consecuencia de la exaltación. Para no turbar el sueño de aquellos que necesitaban dormir, fueron a sentarse cerca de la gran piedra que antes, en otra vida, les sirviera de altar. Permanecieron largo rato en silencio mirándose el uno al otro con los ojos brillantes.
—Tu prestigio será enorme —acabó por maravillarse Alad.
—Nuestro prestigio —corrigió Enerech.
El joven hizo un gesto de duda.
—Es a ti a quien Tukulgal ha confiado la misión. Dudo que me cubra de honores con el pretexto de que te he acompañado, porque eso no tiene…
—Alad, Alad… —lo interrumpió el primogénito—, tu inocencia es encantadora, pero debes mirar la verdad de frente. Es a nosotros a quien Inanna ha otorgado la inmortalidad, no a Tukulgal. Mañana no regresaremos a Uruk.
Por toda respuesta su hermano abrió la boca y le miró con disgusto. Era lo que Enerech había esperado, por eso se apresuró a agregar:
—El En no es nadie ante los ojos de los dioses. Quiere la inmortalidad para asentar su propio poder, no el de ellos. Si consigue reinar sobre el mundo se creerá tan grande como ellos. Derribará sus templos para edificar uno consagrado a su gloria. Y nosotros no podemos permitir eso.
—Pero… fue por él que… —farfulló Alad.
—Si los dioses hubieran querido que fuese inmortal le habrían concedido el don directamente. Recuerda las palabras de Atrahasa: «No se trata de Tukulgal. Se trata de vosotros».
—Ella quería decir que…
—No presumas saber lo que ella pretendía decir, atente a lo que elijo. —Igual que hiciera cuando lo convenció de aceptar la inmortalidad, Enerech se acercó a su hermano y lo cogió por los hombros—. Hay algo más que debes saber: la diosa me ha hablado. Ella me ha confiado una misión. No es Tukulgal quien debe dominar la Tierra, soy yo, en el nombre de ella. Y si tú has recibido también el don es para ayudarme en esta tarea. Ya te lo he dicho: es a nosotros dos, a nosotros…
—A mí no me encomendaron ninguna misión —interrumpió Alad—, Zisudra actuaba en nombre de Enki, y el dios en persona no me ha dicho ni una sola palabra.
—Eso no era necesario: los dioses sabían que te pondrías de mi lado.
—¿Los dioses? Tú no hablas de los dioses, de quien tú hablas es de Inanna.
Enerech era consciente de ello. Su breve unión con la diosa le había enseñado de manera inequívoca que ella deseaba el poder sobre los demás dioses tanto como él mismo sobre los demás hombres.
Y ello le convenía a la perfección.
—¿En qué templo oficias tú? —prefirió preguntar en lugar de negar—, ¿para quién cantas cada día? ¿Y quién te otorga poderes mágicos? ¿Qué serías tú si Inanna se apartara de ti? ¿Cuánto tiempo crees que necesitaría para golpearte con su venganza?
Bajo ese alud de preguntas retóricas con respuestas evidentes, Alad conservaba una expresión obstinada.
—Yo he prestado juramento a Tukulgal —dijo con firmeza—, y tú también. Juntos, tú y yo, hemos prestado juramento.
—Y por esa razón romperemos ese juramento los dos juntos. Debemos servir a la diosa antes que al En. Ella es justa y él no. ¿Sabes cuál será su primera acción si regresamos? Nos hará ejecutar para quedar como el único inmortal.
—¿Y tu familia? —preguntó con brutalidad el joven sacerdote—. La venganza de Tukulgal no será menos rápida ni cruel que la de Inanna.
Enerech frunció los labios. Había esperado que Alad no formulara esa objeción antes de comprometerse con el proyecto que iba a proponerle. Para él no existía el dilema: cuando aún era un niño, su padre arregló su matrimonio con la hija de un oficial superior. Ello le había servido a Irutu para conseguir una serie de rápidos ascensos. Aunque él no sintiera animadversión alguna hacia su esposa, dulce y sumisa, tampoco la amaba. En cuanto a sus hijas… no eran más que niñas. Tanto la mayor como las otras dos sólo servirían de estorbo. Su muerte no iba a alegrarle, y acaso hasta pudiera entristecerle un poco, pero las palabras de Atrahasa resonaban en él con mayor fuerza que la pena: no podía dejar que nada ni nadie se interpusiera en sus designios.
—Mi familia es el primer sacrificio que me exige la diosa —dijo—. Si yo puedo aceptarlo, tú también tendrías que poder.
En los rasgos de Alad se pintó una indisimulada expresión de horror.
—Pero… si eres un mago. Sólo tendrías que entrar en la ciudad con otro aspecto, hacerlas salir, te…
—Mis ilusiones no son infalibles. Si hiciera eso que dices, me encontraría con sesentenas de personas, y si una sola de ellas me reconociera sería suficiente para echarlo todo a perder. Ése es un riesgo que no tengo derecho a correr.
—¡Al menos podrías intentarlo! —se excitó el joven sacerdote—. Podrías…
—¡Basta! —interrumpió Enerech, luego suavizó el tono—. Ya has dicho bastante, hermano. Sé que exijo de ti un sacrificio doloroso, pero acabarás admitiendo que es lo único que podemos hacer. Vamos a dormir. Hemos vivido demasiadas cosas extraordinarias, pero no reflexionamos con mayor claridad. Nuestro espíritu necesita reposo.
Alad, irritado, eludió el abrazo afectuoso que intentó darle Enerech entonces.
—¿Y cómo hacemos dormir a un cuerpo que no tiene sueño? —preguntó con frialdad.
—Supongo que basta con quererlo —suspiró su hermano mayor—, con voluntad todos los problemas encuentran solución.
Con esas palabras, que pretendía ricas en sobrentendidos, se marchó al encuentro de su esterilla. El hermano menor lo imitó poco después. Enerech, confiando en el futuro, optó entonces por seguir su propio consejo y deseó dormirse. Lo consiguió de inmediato.
Cuando despertó con las primeras luces del amanecer, Alad había desaparecido.