Enerech llevó la mirada desde la herida de su brazo, ya casi cicatrizada, hacia el rostro radiante de Atrahasa y la estatuilla de Inanna —una mujer desnuda que empuñaba un tallo de carrizo—, mojada con las sangres mezcladas. Loco de agradecimiento, cayó de rodillas para dirigir a la diosa una ferviente acción de gracias, luego besó las manos de la esposa de Zisudra, que estalló en una carcajada encantadora.
—Levántate —dijo—, yo sólo soy la mensajera.
Mientras él procedía, Atrahasa agregó:
—Y tengo otro mensaje que transmitirte.
Le pasó los brazos alrededor del cuello, se puso de puntillas y lo besó. Sorprendido, pero súbitamente excitado, la tomó por la cintura para atraerla hacia sí.
Pero en seguida la soltó.
Tal como le había dicho Atrahasa, ella no era más que la mensajera: no había sido su persona quien le había besado, esa acción no había tenido nada de amoroso. Durante un fantástico instante que pareció prolongarse muchas horas, Enerech se puso en contacto directo, íntimo, con su diosa, y la excitación se transformó en un éxtasis en el que no podían diferenciarse lo físico de lo espiritual. Y cuando llegó al clímax de esa experiencia ensució el ceñidor, igual que un adolescente durante el sueño. Pero hubo más que eso, mucho más: la fusión de su ser con aquélla a quien había venerado durante toda la vida sin conocerla realmente, y cuyo poder inconmensurable, infinito, le parecía por fin apreciar: el amor. Él, Enerech, era el único, el elegido, aquel que llevaría el estandarte de Inanna a través de los siglos para plantarlo en la cima del mundo, donde reinaría en nombre de la diosa. Reinarían juntos, señora y esclavo, señora y amante, ella sobre el mundo de arriba, él sobre el intermedio. El de abajo quedaría para los otros dioses, para los fantasmas y los demonios. Para alcanzar ese objetivo contaría con los medios adecuados: la entera confianza de aquella que le ordenaba esa tarea y la eternidad para conseguirlo. Él, Enerech, él y ningún otro. Eso era lo más importante: él y ningún otro. Y fue entonces cuando, como para firmar el pacto que acaba de sellarse, Enerech derramó su simiente.
Dio un grito, mitad gemido, mitad gruñido, cuando los labios de Atrahasa se apartaron de los suyos y la fusión acabó. Trémulo, jadeante y transfigurado, se mantuvo inmóvil bajo la irónica mirada de su compañera.
—Sabré mostrarme digno del honor que se me concede —declaró, como lo hiciera Alad Yicheren, pero con una voz que no temblaba. E igual que Zisudra a Alad Yicheren, Atrahasa respondió:
—Para ello bastará que sigas tu camino.
Sin embargo, la continuación fue diferente:
—No apresures las cosas. Trabaja, aprende, progresa, no dejes que nada ni nadie se interponga en tus designios, y cuando haya llegado el momento, la diosa se te manifestará de nuevo, tal es su voluntad.
Enerech asintió moviendo los párpados. Había conseguido mucho más de lo que nunca había soñado. Ahora anhelaba regresar al mundo para comenzar su obra.