—Es necesario el intercambio de las sangres, la voluntad de dar y la voluntad de recibir, eso es todo —declaró Zisudra.
—¿Y nada de magia, señor? —se asombró Alad.
—Al contrario: una enorme cantidad de magia, pero está contenida por entero en la sangre, liberada por el consentimiento de aquél que da, encarcelada en su nuevo receptáculo por el consentimiento de quien la recibe. ¿Necesitas más?
Estaban solos en un reducto sin ventanas, iluminado por dos lámparas de aceite que se encontraban al pie de una estatuilla de piedra de Enki. Dos hilillos de agua brotaban de los hombros de la imagen, que empuñaba con la mano derecha un cayado curvo cuya empuñadura era una cabeza de carnero, y que en la palma izquierda sostenía una tortuga. El joven sabía que en otra parte, en la habitación contigua o quizá en el otro extremo de la casa, su hermano estaba en compañía de Atrahasa. El reparto le convenía: la esposa del héroe era bella, su voz de las más dulces, pero había algo en su mirada que le producía inquietud. Ante las mujeres maduras solía sentirse como un chiquillo estúpido. Tal vez no fuera más que eso.
—¿Estás listo? —preguntó Zisudra.
Éste blandía un puñal de hoja curva hecho de oro, un arma ceremonial que se torcería al primer choque, pero cuyo filo parecía cortante. Alad entonó una breve plegaria a Inanna, por costumbre, y luego a Enki, cuya imagen tenía ante los ojos, antes de responder:
—Estoy listo, señor.
—Entonces extiende el brazo derecho.
Obedeció sin temblor alguno, lo cual le devolvió en parte la dignidad perdida ante los leones.
El dolor resultó más violento de lo que esperaba: la hoja no se limitó a sajar la piel, sino que cortó la carne en profundidad, y en toda la extensión del antebrazo. Alad consiguió reprimir el aullido apretando los dientes, al tiempo que brotaba un chorro de sangre. Zisudra cortó entonces su propio brazo derecho sin la menor vacilación, luego dejó el puñal al pie de la estatuilla.
—¿Deseas la inmortalidad? —preguntó.
—La deseo, sí —pudo articular su compañero de ceremonia a quien el dolor había llevado al borde de las lágrimas.
—Entonces, en el nombre de Enki te la concedo.
Después de esas palabras el héroe presionó el corte de su antebrazo contra el de Alad, arrancándole un gemido. Un hilo de las sangres mezcladas se deslizó sobre la imagen del dios, vistiéndola con una capa de color escarlata. Permanecieron de esa manera cinco o seis segundos, íntimamente ligados, luego Zisudra se apartó para sonreír.
—Bienvenido entre los inmortales —dijo, en tono despreocupado.
El joven sacerdote cerró los párpados.
—No siento nada particular, señor —confesó, con la expresión de quien pide disculpas.
—¿No? Mira tu brazo.
Alad bajó la mirada y en seguida el asombro le dilató los ojos: la carne se regeneraba a gran velocidad. El corte, que había sido tan profundo, era ahora superficial, y el dolor se desvanecía.
—En un minuto sólo tendrás una cicatriz —predijo Zisudra—, y cuando hayan pasado otros diez hasta eso habrá desaparecido.
—Yo… espero que… —farfulló Alad, antes de poder decir, con firmeza—: Seré digno del honor que se me ha concedido.
—Para ello te bastará seguir tu camino sin escuchar nada más que a tu corazón. Ésa es la voluntad de los dioses.
Seguir el propio camino escuchando sólo al corazón… Comprendió que de allí en adelante esa frase sería su lema; para la eternidad.