8

Un esclavo condujo a los dos hermanos a una habitación cubierta de alfombras y envuelta en una agradable penumbra, para que por fin pudieran relajarse y hablar a solas.

—No lo sé —respondió Alad a la muda pregunta de su hermano.

—Yo lo acepto —afirmó Enerech—, ni siquiera comprendo por qué vacilas tú. ¡Vivir una eternidad, no sentir jamás que tu etemmu se marcha de tu cuerpo para hundirse en el mundo de abajo!

El hermano menor meneó la cabeza sin perder la expresión dubitativa.

—Tú tienes hijos —dijo—. Podrás volver inmortales a tus hijas cuando ellas también los hayan tenido, y fundar un linaje de eternos. A mí también me gustaría tener descendencia… —Los rasgos de Alad se aclararon—. Tú me transmitirás el don cuando…

—¡No! —lo cortó Enerech—. Has oído a Zisudra: seis años cada vez. Después del En, de mi mujer y de mis dos hijas, ya habré envejecido veinticuatro años… Sacrificaría de buena gana otros seis por ti si no hubiera otra manera, pero hay una. Debes aceptar el regalo de los dioses hoy, o renunciar a él para siempre.

Al decirse capaz de sacrificarse por su hermano no mentía. Pero en relación con el resto… sospechaba que su familia habría dejado de vivir mucho antes de que él tuviera ocasión de volver a verla.

—Por otra parte —repuso—, los hijos de un hombre sirven a éste para perpetuarse. Pero resultan inútiles para un inmortal.

Alad hizo una mueca contrariada.

—Sin duda, pero también has oído a Zisudra: al menor accidente nuestro destino nos alcanzará.

—Bueno, pues habrá que hacer las cosas de modo que evitemos los accidentes, eso es todo —Enerech lo tomó por los hombros—. ¡Acepta! Piensa en todo lo que podríamos hacer juntos. Tendremos todo el tiempo para desarrollar nuestros talentos, tú y yo dominaremos todas las formas de magia. Nada se nos resistirá.

—No sé —repitió el hermano menor—, no me siento digno. ¿Por qué yo y no otro?

—¿Y por qué otro en tu lugar? ¿Y yo, yo soy digno?

—¿Tú? Sí, por supuesto. Eres un alto sacerdote, el asesor del En, el…

—Entonces tú también eres digno, ¡porque lo digo yo! —Enerech buscó un argumento capaz de arrastrar la decisión de Alad—. Piensa que podremos compartir la transmisión del don a las cuatro personas de las cuales soy responsable, y de tan buena manera que permaneceremos jóvenes los dos. ¿Quieres a tus sobrinas, verdad? Si quien las salva del destino eres tú, ellas se convertirán un poco en hijas tuyas.

La penumbra ocultó al joven sacerdote la leve expresión avergonzada que se pintaba en el rostro de su hermano mayor a consecuencia de estas mentiras, que no obstante demostraron ser más eficaces que cualquier verdad.