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La casa de Zisudra, que estaba construida con piedras de sillería en lugar de ladrillos de barro, se había edificado de acuerdo con una técnica que no empleaba constructor alguno del País entre dos ríos. Era de sección circular; más allá del portal, sostenido por imponentes columnas esculpidas, había una multitud de habitaciones dispuestas en dos plantas alrededor de un gran patio interior a cielo abierto, con abundantes flores de los más diversos matices y donde brotaba una fuente. Aunque la casa estuviera desprovista de puertas, no la atravesaba corriente de aire alguna, lo cual sin duda se debía a la magia de los dioses.

En la sala de baños, que ocupaba los bajos, reinaba un vasto estanque asfaltado por el cual corría de manera constante un agua caliente y clara que salía de la boca de dos leones de alabastro, de pie sobre los bordes. Era otra expresión añadida del poder de los dioses.

Allí, los invitados se bañaron, y luego recibieron masajes y friegas de aceites perfumados de jóvenes esclavas con pechos pequeños y pelvis rasuradas, que a continuación les ofrecieron servicios de otra clase. Alad estaba demasiado afectado como para aceptar, más aún porque las esculturas de alabastro le recordaban de manera incisiva el desventurado incidente. Y puesto que Enerech tenía otras cosas en la cabeza, el único que aprovechó las caricias de las esclavas fue Gurunkach, mientras los sacerdotes, que se habían vestido con ceñidores confeccionados con la tela de lino más delicada y calzado con sandalias cosidas con hilo de oro, se reunieron con Zisudra.

Lo encontraron en el patio sentado en un banco junto a una mujer de impactante belleza, tan morena como él, quien vestía una fina túnica de color púrpura que le dejaba un hombro al desnudo y que destacaba tanto como ocultaba la belleza de sus formas rotundas. Los leones domesticados habían desaparecido de la vista, algo que Alad agradeció a la diosa Inanna.

La compañera de Zisudra, a quien éste presentó como Atrahasa, su esposa, aparentaba unos treinta años, pero al igual que él contaba con numerosas sesentenas. Y aunque nadie conociera la fecha exacta en que se produjo el Diluvio, todos coincidían en tenerlo por un acontecimiento muy antiguo, ocurrido cuando vivían los padres de los padres de sus padres.

—Señor, permitidme que os presente mis excusas por mi conducta —comenzó Alad, inclinándose ante el salvador de la humanidad—, cuando vi a vuestros leones creí que había llegado mi ultima hora.

—¿Por qué no huiste? —preguntó Atrahasa con un brillo malicioso en sus ojos negros.

—No pude controlar las reacciones de mi cuerpo, señora, pero en cambio sí mis acciones —respondió—. No podía abandonar a mi hermano.

—En ese caso tu honor está a salvo —concluyó Zisudra, dirigiéndole la palabra por primera vez—. Venid, amigos, nos espera la comida.

Poco después, sentados en taburetes bajos en el centro de una habitación bien iluminada y adornada con tapices de color púrpura y ocre, compartieron los exquisitos platos que trajeron esclavos de ambos sexos, todos jóvenes y seductores, quienes se quedaron de pie detrás de los comensales, para volver a llenarles los cubiletes de cerveza de centeno tan pronto como se vaciaban. Alad y Enerech intercambiaron una mirada de sorpresa al comprobar que los dueños de la casa se permitían sonrisas o tocamientos intencionados y recíprocos, el uno con una escultural belleza cuyo pelo era del color del fuego, la otra con un atleta de músculos turgentes. La prohibición del adulterio sin duda no concernía a los héroes. Y después de una eternidad de vida en común, parecía del todo normal que buscaran un poco de variedad en sus relaciones.

Los invitados disfrutaron en silencio de un cabrito guisado sabrosísimo, condimentado con abundante ajo y comino, acompañado de puerros, habas y cebollas. Los dos hermanos no se atrevían a mencionar el tema que les preocupaba, y tanto Zisudra como su esposa no parecían tener mucha prisa en hacerlo. Fue en el momento en que los esclavos les llevaron un cesto con dátiles y otro con melones cuando el señor del lugar decidió hablar.

—¿De manera que deseáis conocer el secreto de nuestra inmortalidad con el objeto de confiarlo a vuestro señor, el En de Uruk?

—Sí, señor —admitió Alad de inmediato.

—En efecto —declaró Enerech, con un cierto retraso, preguntándose si esa mentira no iba a costarle la muerte.

Sin embargo, la sonrisa de Zisudra se amplió.

—Enki me ha autorizado a satisfacer vuestro deseo —dijo.

—E Inanna —agregó Atrahasa.

Su marido le cogió un momento la mano.

—Mi mujer está… muy cerca de Inanna —repuso, con una ironía que sus invitados no advirtieron, porque estaban demasiado trastornados por lo que acababan de oír—. Lo cual es un punto de coincidencia con vosotros dos. —Su rostro se ensombreció un tanto—. Los dioses aprueban vuestra búsqueda, pero quizá deseéis reflexionar antes de llevarla a cabo, puesto que hay un precio que pagar.

—Cualquiera que sea, lo pagaremos, señor —afirmó Alad—. Hemos hecho un juramento.

Enerech carraspeó y escupió en la palma el hueso de dátil que chupaba. Hasta ese momento todo les había resultado demasiado sencillo.

—Y ese precio… ¿podemos saber cuál es, señor? —preguntó.

—El entusiasmo de la juventud y la prudencia de la madurez —comentó Atrahasa—: una buena combinación.

—En primer lugar, sabed que inmortalidad no es invulnerabilidad —respondió Zisudra ignorando la observación de su esposa—. El inmortal no envejece, no le afecta enfermedad alguna y sus heridas curan pronto. Pero un puñal en el corazón, el ahogamiento, en fin, cualquier cosa de semejante gravedad, lo mata como a cualquier otro mortal. A pesar de ello, es sin discusión más que humano… —Se interrumpió, como si estuviera buscando las palabras adecuadas—. Y en cierta forma, también es menos que humano. La falta de envejecimiento le altera el cuerpo; su pelo, barba, uñas, no crecen más. Puede comer y beber por placer, pero ya no tiene la necesidad de hacerlo. Su espíritu sigue rindiendo tributo a la acción de dormir, con el objeto de conseguir sueños sin los cuales no podría mantenerse sano, pero su cuerpo no lo necesita, de modo que puede pasar muchos días despierto en caso de necesitarlo. Y, sobre todo, se vuelve incapaz de reproducirse. —Zisudra levantó una mano para prevenir exclamaciones de horror—. Su deseo no resulta afectado, los dioses sean loados por ello, puesto que de otro modo la eternidad se haría muy larga, pero, se trate de un hombre o de una mujer, el inmortal se vuelve tan estéril como un mulo; y para siempre.

Alad se encogió de hombros.

—Tukulgal ya ha tenido muchos hijos, entre ellos algunos varones, creo que…

—No se trata de Tukulgal —interrumpió Atrahasa con voz suave—. Se trata de ti, de vosotros.

Como ambos hermanos abrieron mucho los ojos, su marido se apresuró a explicarles:

—La inmortalidad no se consigue gracias a un sortilegio o a una poción cuya receta vayamos a facilitaros, no. Sólo aquel que la posee puede transmitirla, por contacto directo. Será necesario que la concedamos al menos a uno de vosotros, el cual, si lo desea, hará a su vez lo mismo con el En. He ahí por qué debéis reflexionar.

Al mismo tiempo que en el rostro de Alad se dibujaba la estupefacción, Enerech reprimía una sonrisa. Hasta entonces se había contenido para no hacerse demasiadas ilusiones, pero por fin su más grande y secreto deseo le parecía accesible.

—¿Esto significa que una vez dotados del poder, podremos transmitirlo a quien nos parezca —preguntó—, y entre ellos al En?

—Sí y no —respondió Atrahasa—. Los dioses no desean reinar sobre un pueblo de inmortales: de acuerdo con su voluntad, cada vez que concedáis el don envejeceréis seis años. Y si tú, Enerech, creas a dos inmortales, dejarás de ser joven. Y con cuatro te volverás un anciano decrépito.

—Por contradictorio que pueda parecer, la inmortalidad tampoco es la vida eterna —repuso Zisudra—, si alcanzáis la edad en la cual los hombres parten hacia su destino, partiréis. ¿Cuántos años esperáis vivir? ¿Sesenta? Tal vez sesenta más diez o sesenta más veinte… Haced el cálculo. Ni siquiera tú, Alad, podrías transmitir el don más de diez veces antes de sucumbir. Entonces, la bendición se convierte en maldición. —Ante la mirada de incomprensión de sus interlocutores, Zisudra suspiró—. En el transcurso de una vida tan larga conoceréis sesentenas de hombres y de mujeres que amaréis y que querréis conservar cerca de vosotros. Os estará prohibido. Los veréis extinguirse unos después de otros, o vosotros mismos os extinguiréis. ¿Y de que sirve ser inmortal si se renuncia a la vida?

Alad alzó una ceja.

—¿Si hago inmortal a una persona, ella no podría a su vez otorgar el don a otra y así sucesivamente?

—Sí —admitió Atrahasa—, pero para ti el problema no cambiará en absoluto. Aquellos a quien ames tal vez no se amen entre sí, y tú no podrás obligarlos a sacrificar su juventud a favor de personas de tu elección. Si conozco bien a los hombres, puedo asegurarte que la mayoría preferirá mostrarse egoísta.

—Vos no lo sois —protestó Enerech.

—Es un caso diferente, nosotros no habitamos en la tierra. Aquí somos los únicos humanos, no sentimos la tentación de apegarnos a compañeros por toda la eternidad. Nuestros esclavos fueron creados para servirnos y se mantienen sin cambios hasta que nos cansamos de ellos.

—Perdonadme esta pregunta —dijo Alad, vacilante—, pero ¿nunca os aburrís?

El héroe y su esposa estallaron en una alegre carcajada.

—Nunca —aseguró Zisudra—. Disponemos de placeres que vosotros ni siquiera seríais capaces de imaginar. Dilmun es un paraíso total para nuestro uso exclusivo.

—Y conferiros el don no nos costará nada —agregó Atrahasa—, puesto que sólo realizamos la voluntad de los dioses. Ellos mismos os lo habrían concedido si no hubieran querido poner a prueba la inteligencia y la valentía que os han hecho falta para llegar hasta aquí.

Los dos hermanos permanecieron pensativos un buen rato, hasta que Enerech se atrevió a plantear una última pregunta.

—¿Por qué los dioses decidieron favorecernos de esta manera?

—A nosotros no —corrigió Alad—, es a Tukulgal a quien favorecen a través nuestro.

Zisudra se encogió de hombros.

—Sólo sé que nuestra misión es transmitiros la inmortalidad a vosotros dos, a uno solo de vosotros o a ninguno, la decisión relativa a ese punto es vuestra. Pero los dioses nunca actúan en vano. Ellos tienen sus razones, y acaso vosotros las descubriréis algún día.