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Las hierbas secas se consumieron en medio de las llamas soltando un humo blanco cuyo olor dulzón enmascaró un momento la acritud de la madera verde. Inclinados hacia delante, los dos sacerdotes inhalaron una gran bocanada que retuvieron en los pulmones durante algunos segundos, apretando los dientes para resistir la irritación que los empujaba a toser. Cuando ya no pudieron seguir resistiendo, exhalaron poco a poco, y luego se llenaron los pulmones de aire puro hasta que la incomodidad desapareció y los venció una languidez que conocían muy bien: el espíritu de Inanna descendió sobre ellos.

Entonces, elevando las manos hasta la altura de la cabeza, con los codos flexionados y las palmas abiertas y vueltas hacia el cielo, comenzaron a salmodiar el encantamiento al unísono.

La tan curiosa majchechim tenía el poder de aproximar al mundo de arriba, al que la tradición atribuía dimensiones místicas, a quien inhalara el humo que desprendía al quemarse. No obstante, nadie había visitado dicho mundo por no haber conseguido el permiso de los dioses. O acaso por no haberlo deseado lo suficiente.

Según Alad —y Enerech en seguida aceptó su opinión—, la Dilmun de Zisudra era una de esas dimensiones contiguas a la tierra, a las cuales sólo se podía llegar a través de puertas mágicas situadas en lugares muy precisos, pero que servían sólo a aquellos que supieran abrirlas. En el caso presente, ese lugar debía encontrarse sobre la Dilmun material. En consecuencia, los dos hermanos se impusieron la obligación de buscarla. Durante trece días recorrieron las más inhóspitas regiones de la isla, y cada vez que se detenían sacrificaban un animal, cuyas vísceras examinaban con la esperanza de encontrar una señal de la diosa.

Ahora les quedaba por realizar lo más difícil.

Enerech había aprendido el encantamiento que estaban salmodiando del mago que se había hecho cargo de su formación tan pronto como quedaron de manifiesto sus facultades. Un mago que, por supuesto, también era sacerdote, ya que los dioses sólo concedían los dones de la magia a sus más fieles servidores; un sacerdote de Enki, consagrado al gran templo de la ciudad de Eridu, al sudeste de Uruk. La divinidad a quien se eligiera servir no tenía la menor importancia en el asunto, aseguraba aquél. Cada uno de los dioses podía conceder todos los poderes. Sin embargo, no todos los magos podían practicar todas las formas de la magia. La naturaleza individual predisponía a cada cual a determinadas disciplinas. Las invocaciones, cualquiera fuese la divinidad a la cual se dirigían, eran en consecuencia semejantes, tanto que el anciano sacerdote de Enki había podido transmitir lo fundamental de sus conocimientos al futuro sacerdote de Inanna, antes de que una guerra entre las dos ciudades les obligara a separarse prematuramente. De ahí en adelante, Enerech había progresado en solitario, y aprovechando los encuentros con otros magos para aprender las fórmulas de éstos a cambio de enseñarles las suyas. De esa manera procedían desde el principio de los tiempos quienes habían recibido el don.

El sacerdote de Enki nunca había tenido la oportunidad de emplear esa invocación en su propia ceremonia. Se trataba de una versión más compleja que aquellas que permitían invocar en la tierra a demonios menores para que realizaran una tarea definida; no debía emplearse a la ligera, puesto que si resultaba sencillo llamar al demonio, controlarlo no lo era. Ya se había perdido la cuenta de las historias de magos despedazados o devorados por criaturas demasiado poderosas a quienes creían poder dominar. Enerech había intentado la experiencia una sola vez, invocando a un espíritu vasallo destinado a los trabajos de fuerza, y nunca había experimentado tanto miedo en su vida: aún no había llegado el día en que intentase conseguir los servicios de un demonio guerrero o asesino.

Los labios de los dos hermanos se movían al unísono, formando las sílabas ora sibilantes, ora guturales de la Antigua Lengua salida de la noche de los tiempos, en el origen del mundo. Y lo hacían como sólo saben hacerlo los magos. Ni siquiera para ellos el sentido exacto de las palabras resultaba siempre claro: lo único importante era conocer los efectos de aquéllas. En este caso, dicho efecto consistía en abrir un pasaje entre los mundos, no para atraer hacia la tierra a un ser sobrenatural, sino para permitir que los hombres penetraran en la dimensión mística que en ese lugar coincidía con su universo.

La fórmula era corta —todas ellas lo eran—, pero debía repetirse una y otra vez, hasta expulsar del espíritu del mago todo aquello que fuese ajeno a su designio, los centenares de pensamientos que asaltaban su conciencia impidiéndole canalizar sus poderes.

Enerech y Alad necesitaron muchos minutos para alcanzar ese imprescindible desapego de la realidad, pero a continuación todo ocurrió muy rápido, incluso más de lo que el primogénito había esperado. A partir del momento en que concibieron el proyecto, Enerech supo que lo esencial del trabajo recaería sobre sus hombros. Aunque estuviera impregnado por el don, el menor no había demostrado tener bastante talento para las formas de magia que practicaba su hermano. Para progresar, tendría que determinar cuáles le convenían, y procurarse un maestro que detentara los secretos. Si Enerech no se equivocaba, su hermano sobre todo estaba dotado para la manipulación de las fuerzas elementales, lo cual no carecía de interés, aunque por el momento resultase inútil.

A pesar de la mínima participación del más joven en el sortilegio común, los dos hermanos sintieron afluir la inasible fuerza de la magia, alimentada por el espíritu de la diosa que había sido atraído por la majchechim y también por la devoción de ambos. Inanna se dilató en los seres de ambos, dominadora; luego se expandió, adquirió volumen, amenazando con hacerles perder el sentido, y finalmente se concentró en una bola ardiente que ellos de pronto se supieron capaces de manipular. Entrenados para realizar dicho ejercicio, no tuvieron necesidad alguna de consultarse, ni con una mirada siquiera: en el mismo instante, ni un segundo antes ni un segundo después, la expulsaron con una simple distensión mental.

Como el aliento de Utu, el dios solar, una poderosa brisa se abatió sobre ellos, tornando el calor extremo del día en frescura nocturna, al mismo tiempo que levantaba una nube de polvo que azotó sus cuerpos. Los dos hermanos volvieron a ponerse de pie saltando, en el mismo instante, cuando una esfera de luz de oro y plata se materializó encima de la hoguera, reducida ahora a una alfombrilla de brasas. Un olor fuerte, tan agresivo como indefinido, llenó el aire para embriagarlos todavía más que el humo de la majchechim, al tiempo que la fabulosa aparición comenzaba a animarse en un movimiento circular, dejando tras de sí una huella resplandeciente. La esfera, demasiado rápida como para que pudiesen seguirla con la mirada, describió una trayectoria helicoidal, primero en vertical, luego en horizontal, creando dos discos iridiscentes entrecruzados, y recomenzando, un poco más arriba, un poco más abajo, un poco más cerca, un poco más lejos…

De esa manera se formaron dos cilindros de luz entrelazados de tal modo que la mirada no podía diferenciarlos.

Aquello duró un minuto o una hora, un segundo o un año, luego la brisa volvió a soplar y la esfera se desvaneció. La luz, en cambio, permaneció en el lugar, pulsátil, deslumbradora, fascinante.

Los dos hermanos intercambiaron una mirada, y sonrieron. Lo habían conseguido: la puerta nacida de la magia de los dos y del poder de la diosa se abría ante ellos más bella e incitante que la más bella e incitante de las cortesanas de Uruk.

No intentaron resistirse. Cada uno caminó en dirección al otro, y se introdujeron en aquella galería llena de reflejos de oro y plata, sin prestar la menor atención a las brasas que aún ardían en la base. Los pies de ambos ya no tocaban el suelo; un momento después, Alad Yicheren y Enerech habían desaparecido.

Pasaron algunos segundos en completo silencio, hasta que Gurunkach se apartó de la roca tras la cual había seguido la escena con inquietud y estupefacción crecientes. Estaba al tanto de los poderes de su señor y del bastardo, ambos le tenían bastante confianza como para no ocultárselos, pero ninguno de ellos había considerado necesario ni útil informarle acerca del objetivo de la presente expedición, y cuando vio a los dos hombres desvanecerse de esa manera, más rápido que dos gotas de agua expuestas al sol, sufrió tal impresión que su corazón había comenzado a golpear en su pecho con la misma fuerza que cuando se encontraba en el campo de batalla, en medio de un combate.

¿Qué debía hacer, quedarse en el campamento como le habían ordenado, o por el contrario…?

La fantástica luz que se había tragado a los hermanos estaba todavía presente, pero comenzaba a apagarse. El oficial pudo presentir que en poco tiempo iba a desvanecerse del todo. Si quería actuar, debía ponerse en acción de inmediato.

Tomó la decisión en el acto. Costara lo que costase, no podía faltar a su juramento. Los músculos forjados por el entrenamiento diario se habían tensado bajo su piel oscura y, de un salto, se arrojó al centro del portal místico, que se lo tragó.

La capa y el casco de cuero grueso, el ceñidor y las sandalias, el hacha de bronce y el anillo de cobre que le adornaba la oreja derecha quedaron tras él; cayeron en desorden sobre las brasas, dispersándolas, para sofocarlas aún más.

Luego la fantástica luz se disipó, y sólo quedó la noche.