Se contaba que Zisudra vivía en el país de Dilmun desde hacía muchas sesentenas[5] de años. ¿Pero qué Dilmun? ¿Era acaso la isla del mar inferior donde Uruk y las otras ciudades compraban casi todo el cobre[6] que necesitaban? ¿O tal vez se trataba de la tierra mística en la que, según decían, reinaba el propio dios Enki?
Era la segunda, sin duda alguna, puesto que si algún héroe inmortal hubiese habitado en la primera, los comerciantes establecidos en sus costas lo habrían sabido. Por otra parte, la isla no guardaba ningún parecido con la localidad paradisíaca que mencionaban los relatos, exceptuando una delgada franja fértil. Consistía en una extensión de terreno calcáreo, arenoso en algunos lugares, donde sólo crecían escasas plantas del desierto desperdigadas, y donde algunas comunidades humanas subsistían penosamente alrededor de las minas de cobre.
¿Pero dónde buscar el retiro de Zisudra? Parecía evidente que éste no se encontraba en el mundo conocido por los hombres, y si Enerech lo había evocado ante Tukulgal, no era tanto por una auténtica esperanza de dar efectivamente con él como por su deseo de marcharse de Uruk antes de que un fracaso inexorable le deparara una muerte por empalamiento. Ya habían pasado muchos meses desde que el En, obsesionado por la inmortalidad, había perdido toda moderación. Muchos de sus fieles servidores habían acabado pagando con sus vidas frases o torpezas que un año antes habrían sido tan sólo motivo de risa para el sumo sacerdote.
A continuación, Enerech había decidido llevarse consigo a Alad, porque temía que Tukulgal vengara en su hermano menor el hecho de que él se diera a la fuga. Por desgracia, no podía hacer nada en favor de su esposa y sus dos hijas pequeñas, puesto que ellas no podían resultarle de ninguna utilidad en la búsqueda y, además, insistir para que le acompañaran sin duda habría despertado sospechas.
Esa sola razón estuvo a punto de empujarlo a una maniobra desesperada. Desde hacía algún tiempo, tranquilizado por unos augurios que le indicaban que la diosa tomaba a bien esa búsqueda, trabajaba para perfeccionar un tipo de magia muy diferente de las ilusiones e invocaciones que solía practicar de manera regular. Sería una pura disciplina del espíritu que no tendría necesidad alguna de plantas, ni de sacrificios o encantamientos de ninguna clase, y que llamaba «dominación». Aunque ya había logrado imponer su voluntad a otro, su escasa experiencia en esa materia le había enseñado que sus posibilidades de éxito eran mayores y los efectos de su actuación más duraderos, cuanto más zafio, sumiso e ingenuo fuese el sujeto. Un viejo esclavo, un niño pequeño, un idiota, se presentaban como los blancos ideales. Intentarlo con un hombre en la plenitud de sus fuerzas, de una gran inteligencia y con una voluntad tenaz era algo condenado a un fracaso casi seguro. E incluso, en caso de éxito, ¿cuánto tiempo habría podido Enerech mantener el control? Acaso ni siquiera el suficiente como para empujar a Tukulgal al suicidio.
Tan pronto como esa posibilidad se le hubo presentado a la conciencia, el sacerdote renunció a ella. Tampoco podía pensar en un asesinato. El En estaba demasiado bien custodiado, el descontento que suscitaba con su dureza todavía no era lo bastante fuerte como para asegurarle las complicidades que necesitaba. En consecuencia, decidió sacrificar a su familia. No confesó la decisión a su joven hermano, quien estaba más apegado a la niñas, que eran sus sobrinas, que él que era su padre, pues había querido que su mujer pariese varones.
De Alad había venido la esperanza de que la misión no resultara vana. No hay nombre alguno que exista por azar, había dicho el hermano menor, y todos los nombres tienen un sentido. Si hay dos Dilmun, es en el primero donde conviene buscar al segundo…