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Era una noche oscura. En el campamento, levantado en medio de un amplio círculo rocoso de paredes escarpadas y con una sola entrada que se podía defender con facilidad, resonaban los ronquidos. Sólo dos soldados montaban guardia, tocados con cascos de cuero, apoyándose sobre un ancho escudo y con la jabalina en la mano.

Alad Yicheren y Enerech también velaban. Tan pronto como la cabra estuvo asada, depositaron algunos buenos trozos sobre la piedra que sirviera de altar, donde además habían derramado un poco de cerveza que habían conservado a tal efecto. Se trataba de un sacrificio parco, que esperaban que la diosa aceptara de buen grado teniendo en cuenta las circunstancias, puesto que necesitaban su ayuda más que nunca. A continuación, y como acto de penitencia, se abstuvieron de participar en la comida, contentándose con aplacar la sed con un trago de agua, antes de retomar las plegarias.

—¿Estás listo? —preguntó Enerech cuando la luna casi había llegado a lo más alto de su trayectoria.

Alad asintió con un movimiento de cabeza. Sin mediar palabra, ambos se quitaron los brazaletes de bronce que les apretaban los antebrazos, al igual que los pendientes de plata engastados de lapislázuli y cornalina que llevaban en las orejas. Tras vacilar un instante, conservaron el cuchillo en la cintura. También tendrían que abandonarlo, porque no podían llevar ningún objeto consigo al lugar adonde iban, pero las armas los protegerían mientras llegaba ese momento. Cuando dejaron el campamento, Enerech en cabeza llevando una antorcha en la mano y Alad detrás cargado con una gavilla de leña, los guardianes los observaron con sorpresa, pero no se permitieron hacer el menor comentario.

Absortos, concentrados como iban en la tarea que les esperaba, los hermanos no repararon en la figura que los seguía a veinte pasos de distancia, y que a sus espaldas pasaba a su vez entre los soldados; perfectamente silenciosa a pesar de su gran cuerpo.

Caminaron algo más de tres echs[4] a través del paisaje calcáreo y montañoso que ofrecía la isla tan pronto como se abandonaba la orilla del mar. Cuando estuvieron al abrigo de las miradas indiscretas, detrás de un alto peñasco, el menor de ambos hermanos dispuso los leños en una fogata que el mayor encendió con la ayuda de la antorcha. Luego, incapaz de clavarla sobre el suelo, demasiado duro, Enerech debió resignarse a apagarla. El fuego de ramas recién encendido tampoco seguiría ardiendo cuando regresaran, de modo que estarían a merced de las fieras. No obstante, ya tendrían tiempo de ocuparse del asunto si es que regresaban.

Con gestos iguales se quitaron los ceñidores, que plegaron, para colocar luego encima el cuchillo y las sandalias. Completamente desnudos se sentaron uno junto al otro, igual que si fuesen escribas, a ambos lados del fuego de brasas, del cual ascendía un olor picante, de madera demasiado verde. El primogénito tomó entonces el pequeño saco de cuero que llevara consigo y lo vació en la palma de su mano, recogiendo un puñado de hierbas secas.

—No tendremos ninguna otra oportunidad —observó Alad, sin poder evitarlo—. Si estamos equivocados…

—No estamos equivocados. La diosa ha hablado.

Y sin vacilación alguna Enerech arrojó al centro de la fogata la mezcla de plantas, en la cual había una buena cantidad de la muy infrecuente majchechim, la hierba del sueño, muy difícil de encontrar y tan parecida a la mostaza silvestre en medio de la cual crecía, que para identificarla se empleaba un poderoso sortilegio. La majchechim sólo podía recogerse ciertas noches en que los astros adoptaban una singular disposición, y nunca dos veces en el mismo sitio. A causa de las presiones de Tukulgal para que abandonara Uruk, el sacerdote sólo había podido conseguir una pequeña cantidad de hierba que le alcanzaba para una sola ceremonia, y había tenido que recurrir a los augurios para identificar la región en la cual se abría la puerta entre ambos mundos.