En la antigüedad, aseguraba una tradición —que era verdadera—, sólo existían los dioses, y algunos de ellos poseían una condición inferior que les obligaba a trabajar duramente con el objeto de alimentar a los demás. Y como trabajaban de manera muy dura, un día, agobiados, llevados al límite de sus fuerzas, acabaron por sublevarse, y amenazaron el orden social divino hasta el punto de que Enlil, el señor de todos, consideró la posibilidad de abdicar, un hecho que habría sumido al universo en el caos.
Por fortuna Enki, el Sabio, imaginó otra solución: crear una especie de criaturas de arcilla y de sangre, que se ocuparían de todos los trabajos penosos y que, dada su condición o naturaleza inferior, no tendrían razón alguna para cuestionar la autoridad de sus amos. Así nacieron los seres humanos.
El tiempo pasó y la humanidad se reprodujo y se extendió por todo el orbe, de tal manera que acabó cubriendo toda la superficie de la tierra, el dilatado espacio entre el mundo arriba y el mundo de abajo. En el frenesí de su agitación, turbó el reposo de Enlil con su ruido perpetuo y estruendoso. Harto, y olvidando el conflicto que se había resuelto mediante la creación de la especie, el gran dios decidió aniquilarla, y con ese fin desencadenó las aguas del cielo sobre ella.
Una vez más, Enki consiguió evitar el desastre. Al saber que Enlil había vuelto a montar en cólera y que más tarde lamentaría su acción malhumorada, Enki se manifestó a Zisudra[3], el más sabio y piadoso de los hombres, y le ordenó construir una barcaza gigantesca con el objeto de que subiera a bordo en compañía de su familia y de una pareja de cada una de las especies animales y de las semillas de las plantas necesarias para la vida humana.
Durante siete días y siete noches el agua cayó incesantemente desde un cielo cubierto de negras y pesadas nubes, y lo cubrió todo. Sólo sobrevivieron Zisudra y los suyos, gracias a la estratagema de Enki. Cuando acabó el diluvio, cuando se calmó la turbulenta superficie y el nivel del agua comenzó a descender, el barco encalló en la cresta de una alta montaña. Sus ocupantes lo abandonaron, ofrecieron ofrendas a los dioses y, sin demoras, comenzaron a trabajar con mayor entusiasmo que nunca. La Tierra fue repoblada por ellos. Sin embargo, Zisudra y su esposa no conocieron la suerte común de los seres humanos, que consiste en acabar recluidos en el mundo de abajo donde no brilla claridad alguna ni reina ninguna alegría. Enlil, que después de todo se sintió aliviado porque le hubieran llevado la contraria en su designio, les concedió la vida eterna para instalarlos a continuación en una deleitosa región, en el fabuloso país de Dilmun, donde han vivido desde entonces en perpetua felicidad.
Los años pasaron. Los hombres controlaron las aguas, cultivaron la tierra y edificaron ciudades que se unieron o que guerrearon entre sí, pero en las cuales los dioses siempre tuvieron su casa consagrada.
A partir de entonces, esos mismos hombres envejecieron con velocidad. A causa del temor de exasperar de nuevo a Enlil, Enki acortó la duración de su vida con el objeto de limitar el número de seres humanos. Aunque se afligieran por ello, las personas lo aceptaron como el resto de leyes divinas.
No obstante, un día uno de ellos decidió desafiar esas leyes.
Tukulgal era el En de Uruk. Durante toda la vida había luchado e intrigado, rogado y combatido hasta alcanzar esa posición que le confería el poder supremo en el seno del Estado. De esa manera se había convertido en el señor más poderoso, el más temido del País entre dos ríos, pero eso no le resultaba suficiente: quería ser el único.
Desgraciadamente, Tukulgal tenía ya más de cincuenta años. Su brazo aún tenía fuerza suficiente para emplear la maza de armas y aplastar a sus enemigos sin flaquear, y su sexo todavía era capaz de erguirse con las primeras caricias de su mujer o de sus concubinas, pero sabía que pronto la edad comenzaría a hacer estragos en su cuerpo. Más aún que la perspectiva de partir hacia el mundo de abajo, le dolía la de no tener tiempo para realizar sus sueños de poder; y le resultaba penoso e intolerable ir convirtiéndose poco a poco en un anciano débil e impotente. Necesitaba prolongar su vida al precio que fuera. Lo ideal sería transformarse en inmortal. Los dioses debían apreciar la importancia crucial de su misión y admitir que, puesto que era diferente de los demás hombres, merecía un destino distinto. A pesar de sus plegarias y ofrendas, las divinidades se mantuvieron sordas a sus ruegos.
Desesperado, Tukulgal citó al sacerdote Enerech para mantener una entrevista secreta. Éste era un mago de gran talento, algo que pocos sabían, puesto que la magia daba miedo, y según la opinión popular, debía ser sólo un atributo de los dioses.
—Enerech —le dijo Tukulgal—, ha llegado el momento de recordarte que me debes poder y riqueza, y que has de pagarme esa deuda. Emplea tu magia para descubrir el secreto que codicio.
—La magia no es nada sin los dioses que la conceden —respondió Enerech—, y si ellos no han escuchado vuestras plegarias, señor, tampoco querrán atender las mías. Sin embargo, existe un hombre al cual los dioses otorgaron la inmortalidad: Zisudra. Quizá él podría revelarnos el secreto.
—Muy bien, encuéntralo. Responderás del éxito de tu empresa con tu vida.
Enerech se inclinó con respeto. Ese hombre íntegro salió entonces para emprender su misión, puesto que no imaginaba destino más glorioso que sacrificarse por la gloria del En, su señor.
Al menos eso era lo que creía Tukulgal.