Aber el idiota está acuclillado entre los fragmentos de piedra rota junto al arroyo, escogiendo pequeñas piezas planas y haciéndolas resbalar sobre el agua. Una oblea de roca casi redonda, del tamaño de la palma de su mano, le llama la atención. Está impresa con la sombra granulada de una faz. Cuando la eleva a la luz del sol, ve que las cicatrices buriladas en la piedra revelan con aterradora claridad el rostro doliente de Cristo.

Clamando el Ave María mientras corre, Aber lleva el vulto en ambas manos, como un sacerdote portaría la Hostia. Cae tres veces de hinojos en su camino a la cima del Alto, pero acepta el castigo de su dolor sin soltar el icono. Llegado a la sinagoga, irrumpe en ella barboteando, «la Virgen María nos bendice… la Virgen María nos bendice».

Los caballeros, de rodillas ante el féretro paramentado sobre el bimah, donde se ha colocado el cuerpo del rabí, se levantan. Gianni se santigua cuando Aber le ofrece la imagen en la piedra. Denis, Harold y Gerald se apiñan junto a él, enmudecidos de temor ante los crueles detalles de la corona de espinas y los ojos doliosos. Gerald toca la estriada exactitud de la barba rabínica. Con cuidadosa deferencia, se pasan uno a otro la oblea de piedra antes de colocarla en el nicho de pared con la Torá.

Aber es enviado a traer a maese Pornic y los caballeros retornan a sus plegarias con renovado fervor.

La luz de la tarde, rota por las ramas y las hojas, colma el receso del jardín de una girándula de centelleos y sombras ígneas, como una gema de bien facetadas interioridades que sobre su propio eje rolase. Madelon está sentada en un banco de piedra, en el centro titilante, las manos unidas sobre su estómago. Lágrimas cintilan en las comisuras de sus ojos, aristadas como diamantes.

Thierry, también, huele la lluvia distante, contempla las nubes que portan la sombra del sol derivar hacia el este y concluye que habrá lluvias torrenciales al anochecer. Está aburrido de las intrigas de su tío y de su padre. El rey está combatiendo al francés en el continente y él quiere ir mientras haya tiempo todavía de ganar honores en el campo, antes de que el invierno envíe a todo el mundo de vuelta a acurrucarse en sus hogares.

«No me estás escuchando», le reprende William.

Están sobre sus corceles, en el linde del bosque. Habiendo escoltado a Guy y Roger de vuelta al dominio de Neufmarché, se han detenido ante la sombra de un saucedal, en el extremo distante de un vasto prado, y William ha empezado a instruir a Thierry sobre cómo tratar las inevitables preguntas que surgirán acerca del vino emponzoñado.

Thierry mueve la cabeza hacia atrás, fastidiado. Denis y Gianni lo han interrogado ya severamente, pero tras la muerte del rabí la mayor parte de la muchedumbre al fondo de la sinagoga huyó del cerro y hubo muchos sospechosos de los que ocuparse.

«Volverán a hacerte preguntas», insiste William. «Recuerda lo que les dijiste».

«No les dije nada, padre».

«Les dijiste que estabas tan ocupado manteniendo al canónigo libre de moscones que no viste quién se acercó lo bastante para emponzoñar el vino».

«Sí, sí».

«No pareces muy consciente de nuestro peligro, Thierry».

Una sombra perpleja surca la frente joven del caballero. «Era sólo un judío. Mayor sería el peligro si hubiésemos logrado matar a la Imitadora. Los villanos y gremiales habrían sospechado del tío enseguida».

«Pero ese habría sido el peligro del tío», corrige William con un elocuente respingo de sus cejas. «Si Guy cayese en manos de una turba rabiosa, tú serías barón, sí… conde incluso, ¿debo recordártelo?».

«¿Habrías abandonado al tío?».

La sinceridad del asombro de Thierry enfurece a William. «La lealtad es para los perros, no para los hombres. El veneno fue idea suya. Nosotros asumimos nuestro riesgo en el asunto… que él asuma el suyo. Aunque ahora…», se masca la esquina del bigote, «el riesgo es todo nuestro. El judío está muerto, y el tío y Roger han huido dejando que sorteemos todas las inquisiciones nosotros solos».

«Huyamos nosotros también, pues», sugiere Thierry ansioso. «Unámonos a Ricardo en el Vexin y luchemos codo con codo por el rey. Nuestra fortuna nos la harán las espadas».

William arroja una mirada de ira y sarcasmo a su alocado hijo. «Ese es el sueño de un chaval. La guerra no es un torneo, chico. En batalla, te pueden arrancar con facilidad la vida o, aún peor, puedes perder los ojos de un solo tajo de espada, o las piernas, aplastadas bajo un caballo derribado. Ciego o cojo, agotarás tu vida en un camino pidiendo limosna».

Thierry se resiente al ser llamado chaval, y su caballo caracolea bajo él. «Mendigo podría ser, pero mis cicatrices serían honrosas», se engalla. «¿Qué conquistaré aquí más que la deshonra del veneno y el asesinato?».

William tuerce el gesto de enojo, pero se domina. «Puedes irte a la guerra y aun jugarte los miembros, si ese ha de ser tu honroso destino. Pero no a los quince. Te quedarás aquí este verano y llevaremos esta intriga hasta el final, monstruosa como es. Tal es la indignidad de nuestra apuesta por el poder. Pero la ausencia de poder es mucho peor que cualquier indignidad que podamos perpetrar. Cuando tu posición en este castillo sea segura y tengas un hogar al que retornar con tus heridas, vete si quieres a luchar por el rey, vete te digo con mis bendiciones».

«Lo recordaré, padre».

«Hazlo. Pero, por ahora, doblega tu mente a la labor que tenemos entre manos. Hemos de quedar limpios de toda sospecha criminal. Sólo nosotros, entre toda la nobleza, estuvimos lo bastante cerca del cáliz como para administrar el veneno. Nuestros enemigos lo saben… y no han olvidado el accidente que se llevó la vida del miserable vejestorio de Dwn».

«Hay otro que tuvo acceso y al que se le podría atribuir un motivo aceptable». Thierry afronta la mirada inquisitiva de su padre. «El enano del canónigo».

«¿Ummu?». William pondera las palabras del muchacho. «¿Ese oscuro diablejo? ¿Qué motivo tendría?».

«Un motivo que muchos podrían entender: odio al asesino de Cristo».

William se oprime el mentón con el pulgar y se muerde el mostacho. «¿Nos queda raíz de beleño aún?».

Raquel no oye el golpe en su puerta. Está mesmerizada por el fundido fluir del Llan.

«¿Arrière-grandmère?», la llama una voz mansa. El cerrojo se alza, la puerta se abre y Madelon asoma la cabeza. Ve a la baronesa sentada en el alféizar de la ventana, las piernas encogidas, las rodillas rozándole los hombros, su rostro fláccido contemplando ciego el día de oro. «¿Puedo entrar?».

Raquel oye la pregunta amollentada por una distancia algodonosa. Se torna y ve una mujer joven con largos tirabuzones blondos y un semblante ferviente, herido. No la reconoce.

«Siento lo del rabí. Parecía un hombre bueno».

Raquel aparta de ella la vista para mirar los furiosos trémolos del fulgor del río.

Tras unos instantes, Madelon se aclara la garganta y tartamudea, «Necesito hablar contigo… por favor».

Lentamente, Raquel se gira y le sorprende el que la mujer de azules ojos heridos esté todavía allí. «¿Quién sois?».

Madelon se acerca más. «Necesito tu ayuda, arrière-grandmère», dice, y empieza a llorar.

La vista de la muchacha de rostro contraído sacude a Raquel; se desovilla y desciende del alféizar. «Madelon…». El nombre se ilumina en ella. «¿Qué ocurre?».

Madelon se arroja sobre su bisabuela y se abraza a ella, necesitando su fuerza. Intenta hablar a través de sus lágrimas, pero sólo el miedo halla una voz en su sollozar.

Raquel la mima, acariciadora, y abraza a la agitada criatura. Lleva a Madelon al borde del lecho y ambas se sientan juntas en él. Las lágrimas, los sollozos estremecidos tocan a Raquel tan profundamente como su propio llanto, que no ha sido capaz aún de encontrar el camino hasta sus ojos. Tan largo es el viaje que ha de realizar su pena… toda una vida de recuerdos aprendidos tiene que cruzar, antes de poder plañir por su abuelo. «Dime lo que ocurre, Madelon».

«Debes… debes…». Su voz se diluye, solloza, trata de nuevo. «Debes… ayudarme».

La necesidad de la muchacha, que se aferra a ella tan tenazmente, estremeciéndose con libre temor, despliega la fuerza de Raquel, que se arrugó horas atrás al morir David.

«Llevo… yo… llevo un niño», estalla Madelon.

Las palabras caen en el oír de Raquel con un suave quebranto y una belleza sobrenatural.

El impacto de su significado quiebra el peso de granito en su corazón y un cúmulo de sentimiento le colma la garganta. Por un instante, teme la extraña embestida de dicha y dolor mejidos. Luego, en una fosforescencia de comprensión, ve el dolor de la muerte y el milagro del nacimiento entreverados como hombre y mujer, luchando, copulando, creando gozo y daño… el abuelo muerto y un innominado por nacer. La muda inmensidad de tristeza y rapto unidos la atenaza y, sin pensar ni sentir siquiera, viendo sólo, se le representa cómo la vida es el perpetuo partir de todo lo conocido y amado y el interminable arribar de todo lo temido ignoto, una vez y otra, nunca y siempre.

Raquel ríe, aliviada y oprimida, y sus lágrimas fluyen con su risa.

Madelon se aparta, perpleja por las alegres lágrimas de Raquel. «¿Por qué te ríes?».

«Estoy llorando de gozo por ti».

«Pero ¿qué será de mí? Madre se pondrá furiosa».

«¿Y eso qué cambiará?». El rostro de Raquel está lustroso de lágrimas y cierra los ojos contra las honduras de una larga pena. «¿Qué importan la angustia o la ira ahora? ¿Qué importa nada de ello?».

«Tengo miedo. No sé qué hacer o adónde ir».

Raquel abre los ojos y mira fijamente a la muchacha, recordando que también ella fue así de joven una vez. Tirita entonces como con frío azul y continúa llorando, suavemente, profundamente, sin risa ya. «Todo irá bien», susurra. «Todo, todo irá bien… incluso con este niño».

Madelon se sacude de encima un nuevo sollozo y la abraza con fiereza, y en el dolor de la otra se apoya cada una de ellas.

Thomas mira la oblea de piedra por encima del hombro de maese Pornic y se tensa su respirar a la vista de la imagen del Salvador manchando la superficie lítica. Un extraño sentimiento lo invade de pronto, como si esto fuese un sueño y él acabase de darse cuenta de que no hace sino soñar.

Observa a los demás. Los rostros de los caballeros fulguran en radiante silencio. Lágrimas atelarañan los ojos de Gianni. Denis, a pesar de su blonda barba, parece un muchacho eclosionando al amor. Harold está boquiabierto, los labios crispándose en una plegaria interior.

Incluso la tez de su padre es luminosa, y posee un resplandor de fuerza que nunca ha visto antes en la faz cetrina de Gerald.

Thomas contempla la majestosa imagen otra vez. Los ojos dolientes lo miran sin disimulo desde su oscuridad mineral, sabiendo lo que está por venir. La crueldad de las espinas de la corona es implacable y viciosa, y muerde carne y masa cerebral. Y la boca, impecablemente nítida, impecablemente hermosa y exhausta, retiene dentro el grito, en las honduras de la piedra salvaje.

Un alarido horrísono trepida en el templo. Maese Pornic chilla —un chillido herido de miedo y de rabia— y suelta ahora la imagen sagrada. Thomas la ve caer, ve el rostro lacerado empequeñecerse y luego fragmentarse como un plato de cerámica, y desaparecer su perfección en una confusión de añicos.

Gritos de dolor y suspiros desgarrados brotan de los caballeros, y ya están de rodillas, recogiendo las piezas rotas. Pero maese Pornic las dispersa a patadas y patulla los restos más grandes, moliéndolos bajo su bota. «¡No hay semejanza!», chilla. «¡Jesús no está en la piedra! ¡Está en el cielo, a la derecha del Padre! ¡No os dejéis engañar! ¡Ese es el rostro del Diablo!».

Gianni aúlla, se incorpora y agarra a maese Pornic por la sotana levantando al hombre frágil del suelo. «¡Tú, monstruo ávido!», brama el caballero. «¡Lo quieres todo! ¡No más milagro que tu Dios! ¡No más santidad que la tuya!».

Thomas y Denis apartan a Gianni, mientras este escupe al vapuleado abad. Volviendo bruscamente a Gianni de forma que vea el cuerpo amortajado del rabí, Denis le susurra áspero,

«Recuerda lo que nos enseñó. Ya hemos visto bastante. El segundo mandamiento prohíbe los iconos. Ha enviado este milagro sólo para nosotros, para esta única manifestación; lo ha enviado de la piedra que ha construido este templo y para recordarnos esto: la sangre del pacto es invisible».

Raquel, en su implacable dolor, desgarra sus ropas lenta, meticulosamente, ajironando el brial, clavando en su vestido el dolor de sus dedos y descalandrajando el suave material. Las voces de su interior cantan una endecha hebrea, aunque entiende sólo algunas de las palabras: Baruj ata adonai elohainu melej ha-olam dayan ha-emet.

Desnuda, los dedos vibrando con la fuerza que ha reducido sus ropajes a andrajos, se yergue ante una ventana de su dormitorio y contempla las antorchas en los parapetos y las antorchas sidéreas titilando en lo alto. Recuerda cuando se sentía fuerte en Jerusalén, lo bastante fuerte para preguntar, «¿Por qué los quemaste? ¿Por qué quemaste a tus hijos y a tus nietos? ¿No dice la Torá, “Ciertamente debes enterrarlo”?».

Esta fue la única vez que David le mostró enojo. Con el rostro contraído y una voz de hierro declaró, «Dios ha arrastrado a la muerte una vida de amor… todo por Su egoísmo. Y ahora nos hemos quedado sin nada, más que la Ley. Pero no se los daré a la tierra de los gentiles. ¿Qué tierra es nuestra? ¿Dónde está nuestra tierra prometida? ¿Qué suelo es nuestro, que pueda tener significado? No. No hay historia sin tierra. Sólo hay finales y comienzos. Nuestra tierra no existe. Pertenecemos al fuego peregrino, que arde donde lo alimentan. Que el fuego nos tenga y purgue la tierra de nuestra memoria».

Estas palabras vuelven a Raquel, palpables, y tiembla su cuerpo al oírlas otra vez. Nunca volverá a oír la voz de David… y sin embargo, lo oirá siempre. Nunca y siempre.

Se torna y cruza el cuarto hasta la puerta. Sabe lo que las voces umbrosas están cantando ahora. Sabe lo que quiere David. Y mientras con pasos blandos recorre el pasillo y la escalera, se musita a sí misma, «Liberación de la carne, que es el pasado… liberación del futuro, que es el fosal. Que el fuego restaure. Que el fuego redima».

Raquel atraviesa el palais sin ver a nadie. Cuando emerge a la noche del patio de la corte, las estrellas la ven, los fuegos distantes engastados en la oscuridad, las menudas yods del nombre de Dios cintilando contra su frente de negrura, el sudor aún brillante de su esfuerzo creador.

«Yod-he-wav-he…», canta. «Yahweh, que parte cuando nosotros empezamos, que se yergue cuando yacemos, que arriba cuando ya no estamos».

El guardián de los portales del recinto interior se alarma al ver la ebúrnea desnudez de la joven baronesa reverberando en las sombras. Y desvía los ojos.

«Abre la puerta», ordena ella. «Aquí es donde empezamos, retornando a los muertos. Aquí es donde se oculta Dios».

El guardián abre las puertas de par en par y contempla, estupefacto, a la mujer desnuda que irrumpe despreocupada en la plaza. ¿Lo saben los demás? ¿Debe alertarlos? Mira arriba a la muralla, ve al centinela bostezar y se apresura al palais en busca de alguien a quien dar aviso.

En la plaza, un mozo de cuadra insomne, una lechera y un zapatero atisban el luminoso tránsito de la blanca mujer. Corren a llamar a otros. En el instante que la baronesa alcanza la puerta exterior, una manada de gente la sigue a escondidas, murmurando en tonos quedos, amedrentados, puntuados por burlas a media voz.

«¡Mi señora!», jadea el serjant de la puerta. Varios guardias de las torres han descendido de sus atalayas y la contemplan boquiabiertos. Cuando da la orden de que se abra la puerta, cruzan turbadas miradas. «¿Qué ocurre, milady? ¿Por qué habéis venido desnuda a nosotros?».

«He venido para estar desnuda ante Dios. ¡Abrid la puerta de una vez! Sois mis vasallos, haced lo que os ordeno».

El serjant mira al resto de los soldados e indica con gesto severo a los villanos con los ojos prendidos en la mujer. La guardia se precipita hacia ellos y los dispersa por la plaza. El serjant abre la puerta. «¿Iré con vos, milady?».

«¡No! Esto no es cosa tuya. Una vida entera está ardiendo. Y la tuya arde aquí».

Raquel sale resuelta del castillo y cruza el camino de acceso. Las vacas, coágulos más oscuros que la oscuridad, no le prestan atención. El jardín se halla en honda y negra comunión con la noche. En el puente de peaje, el guardián grita alarmado, «¿Quién eres?».

«Soy Raquel Tibbon y vengo a lamentar a mi abuelo, el último de mi familia».

«¡Baronesa!», se sorprende el pontazguero reconociéndola de repente. Intenta adecuar las palabras a su perplejidad pero sólo logra tartamudear incoherentemente mientras ella pasa por delante y cruza el puente.

A través del robledo frente a la aldea, Raquel evita las chozas y camina directamente hacia el campo abierto que conduce al Alto de Merlín. Sólo los cerdos en sus corrales la perciben, y guarrean entre ellos.

Puntas herbosas le pinchan los muslos cuando marcha por el campo asilvestrado.

Campánulas la fustigan y rocas muerden sus plantas. Delante, el cerro se alza contra la arena de estrellas. Alrededor, los montes flotan vaporosos como bancos de nubes bajo la noche azotada de astros.

Los caballeros, tendidos en esteras de junco ante el bimah, están durmiendo cuando Raquel llega al templo. La ner tamid, la Luz Eterna, resplandece sobre el aron qodesh, el Santo Arcón. Gracias a esa luz, halla su camino a través de los bancos hasta el féretro, asciende los tres escalones y se detiene sobre el cadáver. Suavemente, aparta el lienzo que lo cubre y ve que los caballeros han tratado bien al rabí: David ha sido lavado con esmero, su barba y su cabello carmenados; está vestido con los takhrikhim, las ropas blancas, y arrebujado en su chal de oración, cuyos flecos han sido desgarrados indicando el fin de sus responsabilidades terrenas.

Raquel contempla el rostro sereno de su abuelo y posa una mano en su mejilla fría. Las hímnicas voces de su cabeza callan. Lo reconocen. Son sus hijos.

«Has encontrado la Tierra Prometida, abuelo. Sus fronteras son el ocaso y la mañana, su mayor montaña es el mediodía, su valle más profundo es la medianoche. Todo esto es tuyo ahora. Bendice el silencio, pues en él oímos a Dios. Bendice el sufrimiento, pues en él hallamos fuerza. Bendice a los muertos, pues ellos son el tesoro pagado por nuestras vidas».

Besa la fría piedra de su frente y le cubre el rostro.

De inmediato, las voces fantasmales ascienden en ella: Ha-makom y’nahaim etjem b’toj sh’ar availai tziyon vi-yerushalayim.

«¡Despertad!», grita. «¡Despertad y traed el fuego!».

Los caballeros se sobresaltan y se incorporan sobre los codos. Conmocionado silencio los posee a la vista de la baronesa desnuda, erguida sobre ellos.

«¡Traed el fuego!», grita otra vez.

Denis es el primero en levantarse. «Milady…». Boquea como un bobo, y logra soltar al final: «¡Estáis profundamente herida!». Se pasa la túnica sobre la cabeza y se acerca desnudo a ella para ofrecerle su vestidura.

«Vuelve a ponerte eso», ordena. «Y trae el fuego».

«¿Fuego?», repite Gianni sin comprender.

«Sí, fuego. El rabí será entregado al fuego».

«No, no», dice Harold. «El Levítico nos ordena enterrar a los muertos».

«¡Oídme!», proclama Raquel en una voz que reverbera en las vigas. «David Tibbon no reposará en la tierra. Este suelo carece de significación. Apilad esos bancos alrededor de él. Juntad hierba seca para que prenda la llama. Encenderemos el fuego con la ner tamid. ¡Haced como os digo!».

Los caballeros se miran unos a otros; Denis sacude la cabeza. Sube al bimah y cubre con su túnica a Raquel, tratando de llevársela de allí.

Pero ella se libera y le devuelve la túnica. «¡Ponte esto!».

El imperio de su voz y la fuerza de su mirada arrollan toda protesta del hombre, y se viste otra vez.

«Ahora acercad los bancos. Si en verdad sois mis caballeros, haréis lo que os digo».

«¿Por qué hacéis esto, baronesa?», pregunta Gerald trémulo.

«La luz de Dios está en la tierra», responde Raquel. «Y la tierra alumbra hierbas y árboles. La oscuridad de Dios está en el fuego. Que la oscuridad venga sobre él».

«Lady…», interviene Gianni. «Ha habido un signo, ha habido un signo portentoso en el día de hoy. Una piedra que portaba la imagen precisa de nuestro Salvador fue hallada. Lo vimos nosotros. Es un signo de la santa labor del rabí… de vuestra misión sagrada. No queméis este tabernáculo».

Raquel se lleva una mano a la cabeza. Las voces gritan inmisericordes. Entiende poco de lo que dicen, sólo una frase de Proverbios: «El espíritu del hombre es la lámpara del Señor». El resto es aljamía, y la golpea como marejada tempestuosa. «¡Obedecedme…!», clama a través del tumulto, «¡… o abandonadme!».

Harold empieza a acercar un banco al estrado. Gerald le ayuda; luego se les une Gianni.

Denis mira a Raquel intensamente, ve el tormento en su rostro y se torna, estremecido, como si una mano fría le estrujase el corazón. La faz del Salvador se quebrantó aquí hoy… y antes aun, el rabí fue asesinado. El mal se ha adueñado de este lugar. El mal’ah Yahweh, en la figura de Satán, está aquí; Denis no lo duda ya. Quizás el Oscuro ha estado siempre aquí, desde los tiempos en que un pueblo antiguo erigió su anillo de piedras.

Denis desciende del bimah y ayuda a reunir la leña que purgará este templo trágico.

En pocos minutos, el estrado queda casi rodeado por los bancos, apilados unos contra otros, y Gerald y Harold esparcen sobre ellos hierba seca. Raquel ordena a Gianni traer la lámpara de la Luz Eterna y recoge de su nicho la Torá. Vuelve a la bimah y coloca el rollo en los brazos rígidos de su abuelo, silenciando las protestas de los caballeros con una mirada rápida y relampagueante.

Los caballeros arrojan sus esteras de junco a la pila de los bancos y recogen sus botas, pantalones, frascos de agua y una Biblia. En trance, Raquel camina por la angosta salida entre los bancos amontonados, tocando con la llama de la lámpara la paja seca. Al salir, arroja la lámpara a la pira y contempla el fuego encumbrarse a la madera. El calor repentino la hace retroceder y apartarse de la puerta del templo. Y se detiene allí, frente al holocausto, caídos los brazos a los costados, teñida de naranja su desnudez por el fulgor, viendo a los ángeles moverse en las puertas abiertas del fuego, oyendo sus voces en la crepitante conflagración que convierte en cántico vivo los espectros de su interior.

Cuando las llamas alcanzan las vigas y aparecen en el techo ángeles carmesíes, Raquel toma la Biblia de los brazos de Gianni. La abre por el capítulo cuarenta y ocho de Isaías y, a la luz de la pira, lee en voz alta: «Mira, te he refinado, mas no como plata; te he probado en el horno de la aflicción. Por Mí lo hago. Por Mí mismo».

Cierra la Biblia entonces y los obsesivos cantores de su cabeza desaparecen. El calor del fuego lava su cuerpo. Desde el camino llega un tronar de cascos de caballo y los gritos de los serjants. Denis le ofrece la mantilla de su caballo y Raquel se envuelve en ella. Ya no hay necesidad de permanecer desnuda. Dios la ha visto ya.

«¡Madre!», grita Clare cuando llegan los serjants escoltando a Raquel al palais. «¿Qué ha ocurrido? ¡El templo está ardiendo!».

Raquel nada dice. Camina hasta sus aposentos acompañada por Clare y las doncellas.

Cuando le quitan la mantilla de los hombros y ven las manchas de barro en sus piernas, Clare, horrorizada ordena que se prepare un baño de inmediato. Pero Raquel contradice la orden con un gesto impaciente y se acuesta en el lecho.

Olores de yerba y tierra oscura colman su soledad. Y cuando son extinguidas las lámparas y cerrada la puerta, la tiniebla la cerca con sus suaves fuegos.

Erec contempla el incendio en el Alto de Merlín desde el bosque donde ha acampado. Está solo. Sus hombres han partido, molestos porque los Invasores han asesinado a un hombre santo en su templo, furiosos porque el hijo de su jefe desea a una de sus mujeres.

Tras el asesinato, Erec ha tratado de llegar hasta la baronesa, de protegerla, pero los serjants normandos han cerrado filas de inmediato contra él y sus hombres. Ha bastado un grito para que se derramara sangre y los galeses han sido tratados como intrusos. Erec no culpa a sus hombres por abandonarlo. Su amor por esta mujer no puede justificarse, y él lo sabe. Sus hombres lo creen hechizado por ella; y él piensa que acaso tengan razón.

Durante horas, ha yacido en la oscuridad, escuchando al viento sufrir en los árboles, atisbando a través de los desgarrones en el palio del bosque los fríos fuegos de los cielos, intentando refutarse a sí mismo su amor —¿o es acaso sólo lujuria?— por esa mujer audaz y de brillo lunar. ¿Querría tenerla, si no fuese por el castillo? ¿Querría tenerla sin ninguna dote en absoluto?

Estremecido de deseo, sabe que su depravada respuesta sería sí.

Que Howel me maldiga. Que me arroje de su vista, mientras tenga yo a la mujer que quiero.

Ya de pie, Erec otea a través de los árboles y se aferra a su coraje. Una nube roja se acuclilla en el alcor como un espectro del Apocalipsis.

Ummu duerme profundamente en un camastro de heno a los pies del lecho de Gianni.

Ta-Toh despierta junto a él, se sienta y se estremece. El mono percibe pisadas acercarse y pone una zarpa en la nariz del enano. Ummu se la arranca de encima y se gira hacia el otro lado.

Puños golpean la puerta. Ta-Toh chirría, y Ummu y Gianni se sientan en sus lechos. Al momento, se abre la puerta y cuatro serjants irrumpen en el cuarto seguidos por Thierry, que grita, «¡Agarradlo antes de que huya!».

Con espadas desenvainadas, dos serjants se sitúan frente al enano y otros dos abren el cofre junto a la ventana para hurgar entre sus ropas. Ta-Toh ladra y escupe furioso, danzando alrededor de los hombres cuyos aceros amenazan a su amo.

«¿Qué estáis haciendo?», requiere Gianni. Cuando trata de levantarse, uno de los serjants apoya la punta de su espada en el pecho del canónigo y Gianni se sienta otra vez.

«Buscad en su yacija», ordena Thierry.

Un serjant agarra del brazo al enano y lo alza de su catre; después, atiza la paja con su espada. Se vuelve, menea la cabeza, y Thierry se arrodilla y hunde las manos en el heno.

«¡Mirad aquí!», grita el muchacho, y saca un tubérculo nudoso del tamaño del pulgar.

El guardia erguido junto a Ummu lo toma y lo huele. Arruga la nariz y tose: «¡Raíz de beleño!».

Raquel no hablará. Está sentada en el hueco de su ventana mirando hacia afuera, las doradas escamas de luz matutina que cubren el Llan. Clare y Gianni están en la cámara y le suplican que libere a Ummu. Pero sus voces frenéticas le suenan inertes y no llegan a penetrar la espesura de su pena. No sabe de lo que hablan y está contenta cuando finalmente se van, cambiando murmurios dolientes.

A media mañana, Thomas irrumpe sin que pueda impedírselo la doncella. «Grandmère, vi arder la sinagoga anoche», dice con emoción. «Madre me dijo que era la pira por el rabí. Lo… lo siento».

Raquel mira vacua al muchacho próximo a ella, vestido con un jubón gris y unos pantalones marrones, y con la sotana en la mano. Desde el fuego, las voces han cesado. Pero Raquel tiene miedo de que retorne el hondo coro, si ella llega a hablar. Su perfil argentado no se mueve.

Thomas arroja su sotana blanca al suelo, ante Raquel. «Se ha acabado la abadía», declara.

«Ayer, mientras rezaba con los demás junto al cuerpo del rabí, Aber el idiota nos trajo una piedra con la milagrosa imagen de nuestro Salvador pintada como en sombras. Todos nos maravillamos. Y Aber llamó a maese Pornic. Pero cuando el abad la vio, la destrozó contra el suelo. Dijo que era obra del Diablo. Pero no lo era, grandmère. Yo la vi. La toqué. Casi vivía y respiraba en mi mano. Y sin embargo, la destruyó. Tiene tanto miedo de los signos, tanto miedo de la afirmación de tu milagro y de las enseñanzas del rabí…».

La vista de Raquel sigue los movimientos del joven que le habla. No ha oído lo que ha dicho, pero la emoción de su voz la alcanza. Los huesos compactos bajo los ojos del hombre, que hacen aparecer su mirada tan ancha, como caída del cielo, resplandecen. Ha estado llorando.

Raquel observa la espesura de los pliegues de la sotana en el suelo y comprende que, de algún modo, también él ha perdido su mundo… y que, al igual que ella, va a la deriva.

«Padre, Harold y Denis han pasado la noche en la aldea», continúa él. «Están hablando de la Sagrada Faz y predicando las enseñanzas del rabí. Maese Pornic se pondrá rabioso, pero a ellos no les importa. Se merece cualquier cosa que le ocurra».

Raquel devuelve su atención a la luz deslizante del río. El silencio le duele en su interior.

¿Dónde están los himnos de muerte y la pesadilla de las voces trafagantes?

«He acabado con maese Pornic y la abadía», insiste Thomas. «El milagro del Grial no sólo me ha cambiado a mí, grandmère. Todo el mundo ha cambiado por él». Se acerca y ahonda su vista en los ojos pétreos de la mujer, donde los alfilerados reflejos del río se prenden como estrellas de la oscuridad. «Tenías razón cuando me dijiste que Dios quiere que vivamos en este mundo y no que huyamos de él. Creí que era herejía. Pero este es el mundo del juicio final. El modo en que aquí vivamos toca la eternidad».

Thomas posa una mano en el brazo de Raquel y se sienta a su lado, muy cerca, batiéndole fuerte el corazón. Madre le ha dicho que esta mujer junto a él cruzó desnuda la noche para incendiar el templo. Clare tiene miedo de que su madre esté loca. Pero el Grial ha remozado a Ailena y la desnudez, al exponer su juventud, es el verdadero testimonio del milagro. Ahora, por fin, él está plenamente convencido de la sinceridad de la mujer.

«Te quiero, grandmère», dice con ternura y le besa la mejilla. Ella huele a humo, y Thomas permite a su rostro demorarse en el aroma otoñal de Raquel. «Quiero decirte que te quise desde que te vi en el portal de la cripta de grandpère. Sabía que estaba mal y durante semanas no fui capaz de soportar la idea. Pero me siento ahora tan obligado a decírtelo… Te quiero, como hombre, no como nieto. ¡Bien, ya lo he dicho! Y no estoy avergonzado. Sé que no podré tenerte nunca, pero te querré siempre. Ya no me importa lo que sea de mí, adónde vaya o qué haga o qué quiera Dios de mí. Sólo me importa ahora que sabes que te quiero y que creo en ti con todo mi corazón».

Raquel lo mira con ojos vacuos y ve su rostro anhelante muy cerca. Sus manos se elevan y pasea las yemas de sus dedos por las facciones del muchacho, sintiendo los orgullosos ángulos de sus huesos, el declive aterciopelado de su mandíbula. El silencio vibra, estremecido, en el hueco de su pecho con la urgencia de decirle algo… aunque Raquel no puede atisbar qué. Sus manos se desploman. Una marejada de temor asfixia en ella la ternura.

Estoy sola, piensa. Estoy sola… aun las voces de mis muertos han partido. El abuelo se las llevó con él. Ahora estoy sólo yo, sin nadie más alrededor, vivo o muerto. Nadie más.

Thomas ve el miedo en el rostro de Raquel y cree que es la amenaza de incesto lo que la aterroriza. Se pone en pie rápidamente. «Lo siento», espeta. «Sé que este es un amor que nunca puede esperar ser correspondido siquiera». Vacilándole los pies, sale del cuarto trastabillando y sin mirar atrás.

«Nunca», le dice Raquel a su ausencia, y su corazón se hincha con el timbre sin eco de su voz. «Y siempre».

Gianni abandona la cámara del consejo en la que Thierry y los serjants están conferenciando con la baronesa. Esta mañana ha constituido una amarga experiencia. Primero siguió a la guardia hasta la torre maestra, hasta las mazmorras subterráneas donde portaron a Ummu, con Ta-Toh graznando histéricamente todo el camino. Aquellos hombres de rostro duro como cuero fueron insensibles a las manifestaciones de inocencia del enano y amenazaron con encerrar a Gianni también, si no dejaba de exigir la liberación del asesino. Incluso Ta-Toh fue arrojado a aquella fría, húmeda oscuridad. Después de ofrecer sonoras garantías al enano lloriqueante, Gianni se precipitó de vuelta al palais en busca de la baronesa. Pero su dolor por el rabí era infrangible. Y más tarde se hallaba en el baño, recibiendo el informe de Thierry sobre el arresto a través de sus doncellas. No verá a Gianni hasta que haya hablado con sus serjants.

Raquel sostiene el negro tubérculo que mató a su abuelo, presentado por los soldados como evidencia. Parece el dedo carbonizado de un cadáver.

«Idos», les dice a Thierry y los serjants.

Los soldados se inclinan y Thierry, agarrotado el rostro para no caer en una sonrisa exultante, lidera la marcha.

Mientras Raquel gira la raíz de beleño en sus dedos y huele su potencia cáustica, se pregunta cómo debe de ser morir por este tósigo. Desde muy lejos, le llega la idea de que esta es otra de las crueles estratagemas de Thierry. Pero recuerda entonces a Ummu acorralándola y advirtiéndola de que no lo engañase, de que no mintiese a Gianni, el hombre del alma de cristal.

¿Trataría Ummu de asesinarme para proteger el alma de Gianni? En el nuevo silencio de su corazón, esta posibilidad repica rotunda.

Trata de escuchar a Ailena. Para enfrentar a Thierry y los serjants ha tenido que invocar el Grial, aunque los recuerdos de Ailena le parecen frágiles ahora e insubstanciales. Y por más que lo intenta, no puede oír a la vieja baronesa pensando dentro de sí.

«Madre, tienes que liberar a Ummu de inmediato», exige Clare irrumpiendo en la cámara del consejo con Gianni a su huella. «Es un hombre demasiado entrañable para haber urdido semejante mal».

«Milady…». Gianni hinca una rodilla en el suelo junto al lugar que ocupa Raquel.

«Conocéis a mi enano desde la Ciudad Santa. ¿Cuándo ha sido él algo más que un bufón? En su corazón no anida el crimen».

«Idos». Raquel los despacha con un gesto de su mano, sin soltar la raíz de beleño.

«Madre, he acabado por conocer a Ummu…».

«Vete, Clare». Su mirada es ineluctable. «Gianni, quédate».

Con una expresión dolorida, Clare los abandona.

Raquel pide a Gianni que se acerque y oprime el cabo de beleño contra la cruz carmesí de su túnica negra. «He hablado con Madelon», dice con voz lenta. «Ve a ella».

Los ojos hondos de Gianni la miran aturdidos. «Iría… pero ella no me quiere cerca».

«Ve», ordena Raquel.

«Pero Ummu…». Gianni aprieta su frente contra la mano de la baronesa y la contempla después a través de su propia angustia. «¿Salvaréis a mi enano?».

«Ve a Madelon ahora». Lo observa a través de su vacío y él parte, desconsolado.

Que el enano repose en las mazmorras un instante, imagina Raquel que le advierte la baronesa en su vacua meditación. Pero ella debe esforzarse aun para lograr este consejo baladí. El Grial es hacer-creer. La baronesa es hacer-creer. Sólo la muerte es real.

La pieza de muerte en su mano no es avara de su veneno sino que pincha sus yemas, tratando de alcanzar, a través de su carne, la sangre de Raquel; sin embargo, la mujer la aferra como si fuese un amuleto.

Madelon retorna al palais de un paseo contemplativo y encuentra a Gianni a la puerta de sus aposentos. Ha estado castigándose a sí misma toda la mañana por su embarazo. Ahora ve a Gianni, que tiene rojos y exhaustos los ojos. «Ummu está en las mazmorras», se lamenta.

«Lo sé», dice ella preocupada. «Mi hermano Hugues dice que el enano envenenó al rabí».

«¡No es verdad!», afirma Gianni con ojos fieros. «Ummu sería incapaz».

«Te creo». Posa una mano alentadora en el brazo del hombre. «¿Has hablado con la baronesa?».

Gianni cabecea desconsolado. «Está demasiado afligida para ver que Ummu es inofensivo». Se pasa ambas manos por el pelo. «Demasiada perturbación. El rabí muerto. Ummu encerrado. Y tú embarazada». Impulsivamente, la agarra de los hombros y suplica, «¡Cásate conmigo!».

Madelon lo arrastra a su cuarto y cierra la puerta. «¡Calla! Te oirán los demás».

«Que me oigan. Quiero que seas mi mujer».

«¡Eres un sacerdote! No puedo casarme contigo. Además, está Hubert Macey».

«Estás con un niño. Dios me ha elegido para ser padre. Dejaré el sacerdocio». Los ojos oscuros de Gianni son fervientes. «Hablaré con tus padres hoy mismo».

«¡No!». La boca de Madelon se tensa, los nudillos de sus puños se engranan bajo sus pechos. «Este no es tu hijo».

«No importa», persiste Gianni tomándole los puños con sus manos. «Es tu hijo… y cuando te cases conmigo, será nuestro».

«Quiero librarme de este niño». Arranca de las de él sus manos. «Quiero casarme con Hubert Macey».

Gianni la busca otra vez, pero ella retrocede. «Nunca podrá quererte como yo», protesta.

«Eso no lo sabes», replica arrogante Madelon.

«Aun así. Te quiero». Gianni se siente estúpido con su necesidad. La faz del Salvador ha ardido en su corazón. Es un signo de que Dios le perdonará la traición a sus votos, si puede vivir este amor tan sinceramente como Jesús vivió el Suyo. «Me cuidaré de este niño».

«Si me quieres, me ayudarás».

«¿Cómo?». Sus manos se abren en franca súplica. «¿Qué más puedo hacer?».

El rostro de Madelon se ablanda. «Hay una mujer que vive en los montes… una bruja. Su nombre es Mavis Ojipuerca. Ella tendrá una poción que me libre del niño. Si realmente me amas, llévame hasta allí. Es mi único camino para salir de este dolor».

Denis, Harold y Gerald están con una docena de villanos entre las cenizas que colman la carcasa de piedra de la sinagoga, juntas las manos mientras rezan. Aber el Idiota patea las vigas caídas, intrigado por las grandes pavesas de resplandeciente ceniza negra que saltan. Owain el despernado se arrastra a través de la escoria, tanteando en busca de esquirlas de huesos como reliquias. Y Siân escucha, más allá de las voces orantes, al viento que se filtra entre los escombros donde el cadáver se desvaneció.

«Es culpa mía», confiesa Gianni con el rostro pegado al ventanillo enrejado de la puerta maciza de la celda. Puede ver a Ummu sentado en una estera de junco al fondo de la mazmorra, en un charco de luz ámbar surgida del candil que los guardias le dieran. El enano hojea indiferente el volumen de Plotino traído de la abadía por la baronesa. A sus pies, Ta-Toh coge pedazos menudos de la comida que Gianni ha traído de las cocinas. «No me sentí digno de la Sagrada Faz. He decidido abandonar el sacerdocio en aras del amor. No me sentí lo bastante puro como para permanecer con el resto de los caballeros. Si me hubiera quedado, tú no te verías ahora en semejante apuro. Es culpa mía».

«Basta de jactarse, arrogante caballero», dice Ummu sin apartar los ojos de su lectura.

«Estáis perturbando a Plotino».

«Así me castiga Dios».

«Entonces Dios es un tirador mediocre. Su castigo ha errado el blanco de algún modo».

«Muñón, me cambiaría por ti si pudiese. Me eres más querido que mi sombra».

«Me honra que me tengáis en tan luminosa estimación… aunque por lo que respecta a mi estatura la habéis calibrado correctamente». Pasa la hoja. «En lugar de empalagarme con vuestras alabanzas, haríais mejor poniendo en evidencia la función de esa mano vil de Thierry en esta intriga. La hermosa Madelon es su gemela. Sin duda, su oído es vuestro… y, me atrevería a decir, aún más. Hablad con ella y quizás os enteréis de las mañas del hermano».

«Lo haré, Ummu. He acordado acompañarla a una bruja de las montañas para que la purgue del niño. Si ella sabe algo, me lo dirá».

«Así, tras librar al niño de su mazmorra, me purgaréis de la mía a mí», suspira Ummu laso.

Gianni golpea la puerta con la cabeza. «Me he engañado a mí mismo creyendo que podía seguir a la Dama del Grial. Mala fortuna me condujo a ella y te trajo a ti a esta prisión».

«Plotino piensa de diverso modo», dice Ummu, recorriendo páginas veloz. «Considerad el tratado noveno de la sexta Enéada, donde nos recuerda que “aquellos que creen que el mundo está gobernado por la fortuna o el azar están muy lejos de lo divino”».

«Tristemente verdad», masculla Gianni, dándose la vuelta y apoyando la espalda en la puerta de la mazmorra. Su mano se cierra sobre la cruz escarlata de su corazón y la estruja. «Me he burlado del Divino… me he escondido tras esta cruz. Pero ahora, mi único escudo será mi corazón».

Ummu gruñe. Y Ta-Toh, alentador, le ofrece un grano de uva.

Raquel está sentada bajo los sauces hirsutos del jardín exterior. El sol parpadea a través de las ramas creando pequeños y delicados seres de luz, que se ciernen a su alrededor mientras ella pondera la negra raíz en su mano. Ha decidido comérsela. El silencio que flota en su interior desde la muerte de su abuelo se ha hecho insoportable. Cada vez que habla oye el eco de su voz en sus propias honduras. Las voces recurrentes han partido para siempre, se han ido a la cima del cielo con el humo de David.

«Baruj ata adonai», dice en voz alta, pero las palabras suenan huecas. Su fe no ha estado nunca en palabras ni en milagros, sino en los árboles trémulos y en los perezosos montes y en el viento alerta susurrando entre ellos. Ahora que está dispuesta a morir, ha decidido dejar su cuerpo aquí, a la suavidad de las sombras, sobre el suelo radicoso, cuidado por las presencias que la amaron cuando era niña.

«Abuelo, perdóname», le dice al vacío que la posee. «Sé que lo que voy a hacer es erróneo a tus ojos. Pero he acabado mi labor en el mundo. Todo lo que la baronesa pidió de mí está cumplido. Su hijo ha sido apartado del mando. Los galeses han recuperado sus pastos. Y su nieto Thomas ha sido salvado de la Iglesia. Ahora que te has ido, ¿por qué habría de permanecer yo? ¿Para casarme con un hombre al que no amo? ¿Para esperar que me asesine Guy?». Aprieta contra sus labios la raíz nudosa. «No portaré este silencio conmigo ya más».

Gilberta y Joyce saltan entre las dedaleras y caléndulas en el linde del edén de cerezas, y la pequeña Effie llega correteando detrás. Ven a Raquel en el salcedo y con risas gritonas se precipitan hacia ella.

Raquel guarda la raíz de beleño en un bolsillo de su ropa y se pone en pie justo a tiempo para recibir la carga de las niñas a través de las cortinas de los sauces. Chillan y brincan en torno a ella, atrayéndola a sus juegos. Al principio se resiste, pero luego ve que el negro silencio de sus adentros enturbia las risas de las pequeñas. Negándose a que su dolor emponzoñe el mundo que la rodea, deja que las niñas se la lleven de las sombras de los árboles al chorro de sol estival. La dos mayores arremeten a través de la hierba alta en el extremo del umbroso saucedal y Effie tira urgente del brazo de Raquel para no quedar rezagadas.

Saltando como corderos, las niñas emergen del campo de yerba al prado, y guían a Raquel a los descuidados setos del extremo remoto del jardín. Las liebres se espantan a su paso. Los vencejos se alejan del azul, revolotean sobre los setos y se dispersan por los árboles distantes.

Effie se cae de espaldas al tratar de correr lo bastante rápida para seguir su vuelo, y una risa inesperada brota de Raquel. Pronto, se ve pasar a través de su pena, sorprendida de la ligereza de su cuerpo mientras juega al escondite con ellas en la espesura de los desmedidos setos.

De repente, cascos de caballo atabalean cerca, pero las risillas de las niñas y su juguetón acechar entre la fronda no le permiten a Raquel oírlos. Asoma la cabeza al rutilante interior de un matorral bañado por el sol para sorprender a Joyce, que allí se oculta ovillada, y los cascos tamborean detrás de ella. Se sobresalta y alza la mirada para ver un caballo de crin bermeja embistiéndola; sobre la bestia majestosa, Erec Rhiwlas se inclina hondo hacia un lado, extiende su brazo muscular y la alcanza.

El grito de Raquel se pierde en el impacto de la colisión cuando Erec la aferra por la cintura y la levanta. En un instante, está fuertemente abrazada por el corpudo galés sobre la bestia galopante y los rostros de las niñas, sus ojos bien abiertos, se funden en la distancia.

Erec se ríe ardoroso de la expresión asustada de la baronesa e inclina su cuerpo adelante para que el río de su cabello negro no le estorbe la vista. Los sauces vuelan a ambos lados y allí está Leora, con las manos en su pelo rojo, gritando. Queda atrás, un borrón en el aire, y ellos irrumpen a través de los lechos de flores, atajando hacia el camino del puente de peaje mientras amapolas y narcisos saltan destrizados de los cascos del corcel.

«¡Bájame!», clama ella, y su alarido se pierde en la precipitación de la huida.

La risa robusta de Erec ondea tras ellos como una bandera. Cuando Simón el Corcovado, el jardinero, se incorpora de su parterre de hisopo con el azadón en la mano, el hijo del jefe galés se arroja sobre él con un grito de guerra lanzándolo lejos al herbazal. El corcel entonces cruza un margen de plantas de acanto y levanta el polvo del camino en su precipitación hacia el puente de peaje.

Al ver a la baronesa en los brazos de Erec el Bravo, el guardián de las puertas se apresura a bajar la barrera. Pero el caballo ha emergido del jardín de pronto y demasiado cerca del portal, y el guardián teme lo que podría pasarle a la baronesa, si obligara a parar en seco al bridón, que avanza hacia allí a todo galope. Se hace a un lado.

Con los cascos resonando poderosos en las losas, el bruto de crin bermeja arremete a través del puente. Monta el galés con la cabeza barcina hacia atrás, jubiloso, triunfante. Raquel, los ojos escociéndole al viento, sacudido el cuerpo por la desesperada carrera, se aferra a él.

Mientras, un portero boquiabierto vislumbra su desvalido pánico y ve al corcel fundirse en polvo de plata entre los altos árboles y los montes fulgurantes.

Al fenecer del día, los caballeros aún recorren la oscurana del bosque tras la pérdida Dama del Grial. Gerald retorna bajo el brasero del ocaso. Harold cabalga al castillo con la estrella vespertina y Gianni llega poco después. Pero Denis continúa la búsqueda mientras los rayos de luna se ahúsan en la cúpula del bosque, y los árboles húmedos y prados undosos reverberan con sortilegio lunar.

Branden Neufmarché envía a sus guardias como escudo por delante, antes de cabalgar sobre el puente levadizo de su castillo para encontrarse con los dos jinetes en el prado cenagoso.

Aunque sabe que Guy Lanfranc y Roger Billancourt lo necesitan, no deja de temerlos. Los mandaría muy a gusto al continente en servicio del rey, pero teme que recluten una fuerza mercenaria y vuelvan contra su dominio.

«¿Qué noticias, hermano barón?», inquiere Branden cuando está lo bastante cerca de sus enemigos para oír su respuesta, pero a distancia suficiente para evitar cualquier traición. Desde que ha perdido a Thierry como huésped y como posible rehén, ha debido ser más cuidadoso en sus encuentros con estos hombres peligrosos y desesperados.

«Erec el Bravo se ha llevado a la Imitadora», contesta Guy. «Mientras hablamos está copulando con ella en el monte».

Branden frunce el ceño ante su poco delicada apreciación. «Así que el bárbaro la ha hecho ceñirse a su promesa de esponsales».

«Y ahora», añade Roger, «es el momento de golpear. Mientras se halla ausente, acaso para no retornar, una adecuada exposición de vuestras fuerzas hará innecesario un asedio».

Branden pondera sus palabras. «No lo creo. La Dama del Grial tiene fieles seguidores».

«Pero nosotros tenemos nuestros propios aliados, Branden», dice Guy. «Puedo garantizarte que el puente levadizo estará bajado cuando lleguemos. Con hombres suficientes, someteremos el castillo. En el lapso de un día, la lucha habrá terminado y podrás devolver la fortaleza al legítimo barón. Con ello no sólo te habrás ganado las tierras que te he prometido, sino mi voto de amistad perpetua».

«¿Y el rey?», se evade Branden en busca de tiempo para pensar.

«El rey no dirá nada», responde Roger. «La así llamada baronesa ha sido secuestrada por un bárbaro. Guy Lanfranc es así el legítimo legado, aun de acuerdo con las normas del rey».

Branden cabecea reflexivo. «Someteré esta estrategia a mis consejeros».

El surco único y oscuro en la frente de Guy se ennegrece. «¿Qué más consejos necesitas, Branden? La Imitadora se ha ido. El bárbaro se la está matrimoniando por la espalda en algún lecho de hierba no lejos de aquí. En cuanto ella se dé cuenta de que le pertenece, retornarán. ¿Te crees que se contentará con vivir para siempre en las montañas?».

«Y cuando retorne», toma Roger el hilo inclinándose hacia delante en su silla de montar,

«Erec el Bravo irá a su lado con sus hombres. El castillo que ahora está abierto y esperándonos se convertirá en una fortaleza bárbara, desde la que Erec saqueará tus tierras impunemente».

Branden cambia su peso de lado con incomodidad. «El resto de los barones de la Marca no lo aceptará. Si el bárbaro toma el castillo, se aliarán conmigo para expulsarlo».

«Sin duda», coincide Guy y estrecha su mirar ominosamente. «Pero si eso ocurre, seré yo quien convoque a los barones en defensa de mi dominio ancestral. Y cuando los bárbaros sean derrotados, el castillo será mío. Las tierras que tú habrías tenido serán para aquellos que lucharon por mí. Y no seremos tus amigos nunca más, Branden».

Erec se lleva a Raquel lejos de los caminos reales y, por senderos profundos, a montes distantes. Cabalgan hacia nubes azules de lluvia alpina, más altos a cada viraje del camino, dejando abajo las laderas esmeralda salpicadas de árboles oscuros. Fresnedas y alisares quedan atrás, atelarañados de luz y tan compacta la hojarasca que los cascos del corcel caen sobre ella en completo silencio. Raquel se siente flotar sobre esta tierra salvaje.

Las fragancias del humus del suelo, del escaramujo, la menta aplastada y las madreselvas drogan el aire y Erec, intoxicado por él, canta vanamente y trata de doblegar a la Sierva de los Pájaros con despreocupado encanto. Pero Raquel pesa inerte contra él, como equipaje. Cuando se detienen junto a un arroyo para que el caballo beba y descanse, Erec acolcha la silla con una manta doblada y recuerda a Raquel su promesa.

Ella no dice nada. El vacío la colma.

Sólo está aturdida por el rapto, piensa Erec calibrando su hueco mirar. Con el tiempo se ablandará; él confía en esto. Vuelve a montar y le ofrece un brazo macizo, pero ella permanece inmóvil. Le duelen las nalgas de la dura cabalgada hasta los montes y todo lo que quiere es seguir sentada aquí, en la foresta alanceada por el sol, en una nube de fragancias, escuchando el arroyuelo borbollante mientras busca las palabras para decirle que no es la Sierva de los Pájaros.

«Eres mi novia ahora», insiste Erec. Le caza el brazo y tira de ella hasta izarla a la silla.

«Yo cumplí mi promesa. Ahora, por el cielo o el infierno, serás mía».

Reparos despiertan en ella, pero su quijada se clava con la sacudida del caballo, que parte al galope. Erec sigue el camino guijarreño del arroyo hasta que un árbol caído les cierra el avance. Lentos, entonces, cruzan la densidad de un hayedo hacia vertientes abiertas y terrenos más elevados. Mientras el sol se desliza hacia las montañas coronadas de púrpura, ellos cabalgan de monte a monte, descienden a valles de robles rumorosos empavesados de yedra y tornan de nuevo a collados violetas de brezo.

Por fin, en un tojal plateado a la luz de trueno de unas nubes lluviosas, imponentes como torres, Raquel no puede resistir más la dura cabalgada. El sofocante vacío que nada resiste la abandona. Agarra la barba de Erec y logra gritar, «¡Bájame del caballo!».

Burlona sorpresa ablanda el ceño adusto de Erec. Él está decidido a cruzar este espacio desarbolado y hallar en la azul distancia la protección del bosque frondoso antes de que empiece la lluvia, pero el semblante de Raquel es demasiado frenético para ser ignorado. Detiene el caballo y le permite deslizarse al suelo.

«Erec Rhiwlas», dice ella entrecortadamente mientras se frota la espalda entumecida, «no soy la Sierva de los Pájaros. Soy la nieta de David Tibbon, Raquel».

Erec pasa una pierna sobre el cuello de su animal y se sienta de lado en la silla, sonriendo confiado. «Sé que no eres la Sierva de los Pájaros. Largavista Meilwr lo dijo ya. Y los bardos no mienten».

Raquel acepta sus palabras con un cabeceo torvo. «Bien. Entonces déjame aquí y vuelve con los tuyos. No te hago falta».

«Oh, estás equivocada: me haces falta, por cierto». Erec sonríe con astucia. «Juntos gobernaremos Epynt como los galeses lo harían. Erec el Bravo y la Sierva de los Pájaros. Jefe y baronesa, uniremos las tribus».

«Eso no ocurrirá nunca».

A Erec le sorprende la vehemencia del tono de Raquel. «¿Por qué tan indignada? Habrá poca violencia. Gobernaremos con astucia y compasión. He aprendido de ti algo de eso, Sierva de los Pájaros. Con ardid derrocaste a Guy Lanfranc, al que todas las tropas de Howel no podían desafiar. Y con generosidad, te has ganado la fidelidad no sólo del castillo sino de los galeses también, que han aborrecido a los Invasores durante más de cuatro generaciones. Juntos, Erec el Bravo y la Dama del Grial se ganarán hasta el respeto de los reyes… ¡Normando y galés!».

Raquel retrocede. «Se ha acabado el engaño. No soy la Dama del Grial. No soy la Sierva de los Pájaros. No soy Ailena Valaise. No soy baronesa. Soy judía. ¡Una judía, oyes! Soy la nieta de David Tibbon. Soy Raquel. Raquel es mi nombre».

Erec proyecta su labio inferior y alza sus cejas boscosas. «Me gusta. Usaré sólo en privado ese nombre. No olvidaré nunca quién eres». Se lleva una mano vasta al corazón e inclina tristemente las cejas. «Comprendo ahora tu dolor por la muerte del rabí. Te juro, Raquel, que me enteraré de quién asesinó a tu abuelo y vengaré su muerte».

Raquel sacude tan fuerte la cabeza que su larga melena latiga el aire. «¡Basta de muertes! No habrá más muertes. Déjame. He acabado con todo eso. Vuélvete a tu tribu. Que Guy tenga su castillo. Olvídame».

Erec se desliza del caballo. «Raquel… yo nunca podría olvidarte. Te quiero como esposa. Te quiero más de lo que ansío el poder sobre mis enemigos. Abandonaremos el castillo, si lo deseas. Vendrás a vivir conmigo a las montañas».

Raquel se estremece ante este pensamiento y, volviéndose, camina a grandes zancadas a través del tojal enmarañado hacia una fulguración del sol que levanta colores de los helechos.

Pero su ira está gastada; deriva insubstancial, un mero espectro. Revelar la verdad la ha exonerado y limpiado de toda simulación. Incluso el vacío resulta aceptable ahora. Flota sobre la fragosa piedra calcárea y a través de los helechos ásperos… un vapor sentiente, un soplo en el aire. Sólo queda el engaño de su cuerpo. Tiene hambre y quiere orinar.

«Vuelve», la llama Erec y ríe. «Ahora me perteneces».

Raquel sabe que no pertenecerá nunca a nadie, nunca. No lo permitirá. Su mano atenaza la raíz de beleño oculta en su ropa. Está más decidida que nunca a liberarse de todo, a eludir a su captor, a escullirse de sus mentiras y su dolor, a desprenderse de su cuerpo hueco. Una calidez casi bienaventurada la invade cuando extrae la raíz de torcida negrura y se siente agradecida a Erec por traerla a estas sombrías, donde su muerte no aterrará a aquellos que han llegado a necesitarla.

La quietud se estremece. Una brisa fresca, fría vuela sobre ella, y alza la mirada para ver argénteas auroras de lluvia encrespando los remotos horizontes de los montes. Entre las nubes poderosas, el cielo se abre, azul y vibrante como una llama. Su vista cae entonces, se extiende por las tierras altas, por los territorios brutalmente vastos y misteriosos que la rodean, con sus largos valles, sus gargantas rocosas y sus umbrías arboledas. La luz del alma, invisible casi, tinta el panorama de un resplandor opalino, invitándola a dejar este mundo.

«Raquel», dice Erec detrás de ella. «Ven conmigo antes de que la lluvia empiece». Toma su brazo, pero ella se hurta.

Cuando lo afronta, el rencor cuaja su mirada. «¡No me toques! No quiero que me toques. No te quiero en absoluto. ¡Vete de una vez!».

Corre. Su ropa se prende en las zarzas y se desgarra mientras huye desnortada, y sus sandalias deslizan al aire la fragancia mohosa de la roca y de la urdimbre de raíces secas.

Temerosa de la fuerza tremenda de Erec, porta la raíz de beleño entre los dientes mientras corre.

Su amargura le quema la boca y le hiere las fosas nasales. Se sofoca, pero aprieta los dientes quebrando la nudosa corteza del tubérculo y liberando su tósigo acre.

Erec la agarra por el hombro y le da la vuelta, dispuesto a cargársela al hombro. Ve entonces la angustia en los ojos de la mujer y el hilo de saliva negra resudándole de la boca. Le palmea la espalda y ella escupe la rota nuez del subsuelo. Erec la huele y la arroja a la distancia, entre la maleza. «¡Raíz de beleño!». Su mirada se enfurece un instante, luego se abate. «¿Te habrías envenenado antes de tenerme?». Segundo tras segundo pasa y su creciente dolor se funde con su ira. «¡Vete entonces!». La empuja con aspereza, avergonzado de haber sido engañado por esta mujer loca. «No quiero una mujer que ame la muerte».

Una mera bruma de mujer, con el pelo enmarañado de escarcha seca, narices orladas de una costra de tierra y dos destellos negros por ojos en un rostro hundido, Mavis la Ojipuerca se aferra al brazo de Gianni con sus manos huesudas. Su carne fungosa es sombría como ceniza a la luz de la tarde, filtrada por la estrecha ventanuca.

Madelon ha salido ya del tugurio a través de la vieja y desvencijada armazón de corteza que sirve de puerta, aferrando la bolsa tejida de hierba con las bayas arrugadas, pardas, que matarán al niño de sus entrañas. Pero Gianni no puede desprenderse del agarro arañil de la tarasca. Sacar secretamente a Madelon del castillo al mediodía fue más fácil que librarse de esta bruja.

Creyendo que la bruja quiere más dinero, Gianni le extiende tres óbolos más y se retira, contento de dejar atrás el tufo mohoso de los yerbajos colgados de los postes que soportan un techo de escaramujo. Da las gracias a la tarasca aun otra vez, pero ella no le suelta el brazo.

Sus pequeños ojos de cerdo resplandecen más cerca, y él siente el agrio ardor de su aliento en el rostro: «Lunas y lunas, ella ve sólo los hijos de los campos, que pagan sus hierbas con un pollo o un conejo. Y ahora, en esta sola luna, dos caballeros vienen a Mavis. Y de repente, consigue cobres y una moneda de oro». Su rostro se ensancha en torno a una sonrisa de escabrosa dentadura. «Sé más amable que el caballero que te precedió y demórate un instante con Mavis, cuéntale historias del castillo y de la Dama del Grial. Vamos, quédate un poco».

Gianni pausa en su retirada y su sonrisa obsequiosa se le cae de la faz. «¿Qué otro caballero os visitó?».

Las comisuras de la arrugada boca de Mavis se tuercen hacia abajo. «¿Cómo ha de conocerlo ella? ¿Le has dicho tú tu nombre? Ella te llamará Impetuoso Barbanegra. Así él sería sir Cabeza Magullada. Su cráneo estaba mellado como una vieja cacerola».

Gianni observa a Madelon, que ha estado escuchando desde los caballos. «¡Roger Billancourt!», concluye.

«El maestro de armas del castillo Valaise». La bruja prolonga un silbido. «Mavis ha oído hablar de Roger Botaférrea… nunca lo vio, a menos que fuera aquel. Podría serlo, ahora que piensa en ello. Tenía las cicatrices y la brutalidad, cierto. Quería lo que esperarías que quisiera un maestro de armas… poder para asesinar. Le dio una moneda de oro, además. Un óbolo de cobre habría bastado. No eran más que dos retorcijos de raíz de beleño».

Raquel vaga deslumbrada. La raíz de beleño hace hervir la sangre en sus oídos. La lluvia suspira en el tojal, cintilando en torno a ella, tocándola con sus frías puntas de luz. Durante un rato, cree estar muriendo… todos los colores del mundo son brillantes, hialinos, y ella vacila en el linde de su cuerpo, sintiendo como si fuera a elevarse, libre de pronto, a través de la lluvia hacia las poderosas nubes. Pero las piernas insisten en su labor, portándola entre los helechos hacia los árboles tupidos del valle, enraizándola a la tierra.

Susurros guturales cabalgan el viento desde las montañas, truenos distantes que prometen lluvias mayores.

Con el corazón batiendo fuerte su pecho, Raquel comprende que la muerte no la ha aceptado: no ha consumido bastante raíz de beleño para morir. Levanta el rostro y siente las gotas cribadas dedear en sus párpados cerrados. Una raíz estorba su paso y casi la hace caer de bruces.

Ella maldice… luego se ríe de sí misma, empapada, sola en la sombría, una huérfana de la muerte.

Su risa caza su más hondo aliento y la sorprende con su fuerza sonora.

El vacío experimentado desde la muerte del abuelo se ha colmado de todo el cielo rebosante. No hay voces ahora que la acosen; sólo la voz del trueno, su murmurio monótono, y el crepitar del agua en el tojal reverberan en ella. Con el pelo y la ropa calados, emplastados al cuerpo por las nubes reventadas, ríe y no puede dejar de reír al pensar que incluso la muerte la ha abandonado. El abuelo se pondría contento, está segura.

Se detiene y se arroja al suelo. Si la muerte no la quiere, pertenece a la vida… toda ella, la carne y las mentiras, las hambres y los miedos, y todo ello portado rápido y ligero como las nubes en lo alto, lleno como el vacío que porta todo.

Rueda y contempla los cúmulos masivos de las nubes pendiendo sobre los montes undosos, rompiéndose en diluvios. Una extraña luz sagrada se filtra a través del maligno violeta de las masas nubosas derrumbadas. Laderas de un verde luminoso aparecen fugazmente, como para confirmarle su soledad. Luego las nubes se cierran y el mundo es otra vez plata.

Raquel deambula vertiente abajo, aplastando tomillo y mirto mientras la intensidad de sus fragancias le punge el olfato. Su risa se ha serenado en una cosquilleante percepción: la vida y la muerte tienen su propio orden, más allá de cualquier significado que el corazón logre alcanzar.

Desde el fondo de su miseria, ella no puede evitar de pronto amar cualquier cosa que colme su vacío. Sean las vetas del rayo y el trueno, las nieblas del bosque y la noche y, si vive para volver a verlo, sea el castillo con todas las vidas en él. Aún bajo la intoxicación de la raíz de beleño, deja que la vida, lentamente, la reclame. Pues está convencida de que no puede tirarla otra vez, ni siquiera perderla aquí entre los interminables portales de la lluvia.

La luz de la luna convierte las nubes en una borbollante poción mágica, y entre ellas titilan los astros como oscuras gorgoritas. Hay demasiadas conejeras para continuar a caballo y Madelon es adamante en su voluntad de no pasar la noche en la foresta. Así, Gianni y ella caminan juntos entre los árboles argénteos, guiando sus monturas, y riñendo.

«Ni conoces a Hubert Macey», arguye Gianni. «¿Te has encontrado siquiera alguna vez con él?».

«Lo he visto en los festivales de Talgarth e Y Pigwin», responde a la defensiva Madelon.

«Entonces sabes que está desfigurado de viruelas. Su nariz parece un queso arratonado».

Madelon torna hacia Gianni una mirada filosa. «¿Cómo sabes tú eso?».

«Tu abuela Clare le ha contado a mi enano todo lo relativo a ese vetusto individuo».

«No tiene más que treinta años».

«¡El doble de tu edad!».

«Tú no eres mucho más joven».

«Cinco años completos. Y no tengo hijos de un matrimonio anterior».

«¿Quién sabe cuántos bastardos has sembrado por ahí?».

«Pero… pero ninguno vendrá a buscarme. Mientras que los pequeños Macey estarán todos a tu alrededor. Y la mayor es sólo tres años menor que tú. Imagina cómo se sentirá; su madre enterrada hace apenas un año y tú en la cama con su padre».

Madelon se detiene y le mira airada. «El castillo está después de aquella colina. ¿Podríamos hacer el resto del viaje en silencio, por favor? No quiero volver a hablar de esto nunca más».

«¿Por qué no? ¿Tienes miedo de pensar en ello? ¿Miedo de ver que no hay el más mínimo amor en tu corazón hacia ese hombre?».

«Por supuesto que no hay amor. El matrimonio es una cosa y otra bien distinta el amor, oh loco. Hubert Macey es un conde».

«¿Soy yo el loco, Madelon?». Su rostro cincelado recibe la luz de la luna como mármol.

«Seas la mujer de un conde o de un simple caballero al servicio de una baronesa, envejecemos y morimos. Por lo menos conmigo conocerás el amor y la pasión».

Estalla en una risa enfurecida. «Conoceré la humillación. Tú eres un sacerdote».

«Soy un sacerdote-caballero. Y renunciaré por ti a mi sacerdocio para ser sólo caballero. ¿Qué humillación hay ahí?».

Madelon continúa caminando. Sus sentimientos se atorbellinan y pulsan como las sombras de luna que la rodean. ¿Puede abrigar esperanza en lo que Gianni promete? Le da vueltas la cabeza cuando trata de burlar al miedo y meditar todas estas cosas. Está prendida por la intimidad de la vida que crece en sus entrañas. Quiere llorar, con todas sus fibras… pero ¿de rabia o de cariño? Levanta estúpidamente la vista hacia las nubes radiantes, ansiando alguna claridad del cielo. Pero todo lo que puede traer a su mente es la imagen de su arrière-grandmère llorando de dicha al conocer la fragilidad en sus adentros y prometiéndole que todo irá bien.

Bruscamente, se derrumba hacia delante, hundido el pie en una conejera. Una sensación desgarrada le inmoviliza el tobillo y el dolor le penetra el hueso. Gianni está a su lado en cuanto ella grita, tranquilizándola, librando con gentileza su pierna entrampada. La acuesta en el suelo y ella se aferra a su hombro mientras Gianni le examina el tobillo.

«No hay huesos rotos», la alienta. «Duele, ya lo sé. El músculo está desgarrado». Se anticipa a su temor con una pronta sonrisa. «Desgarrado como la urdimbre de mi corazón. Sólo que tú sanarás».

El baño ardiente de dolor cede cuando él le desata el calzado. Ella lo ve romper de un tirón la costura que une la manga al hombro de su blusa y vendar con maestría el arco del pie y el tobillo. Nubes se deslizan sobre la luna, pero incluso en esta oscuridad tensa la presencia de Gianni es vívidamente familiar. La curva de sus hombros, la hermosa línea de su perfil, y la fuerza tierna y confiada de sus manos dispersan sus lúgubres lamentos. ¿Podría ella entregarse al cacarañado Hubert? Ahora que su propio castillo está seguro quizás no haya tanta necesidad de casarse para tener, sencillamente, un hogar donde vivir…

Cuando Gianni la levanta y ella rodea con sus brazos el cuello del hombre, percibe que el cielo le ha respondido, aunque intuye más que comprende esa respuesta. Hondo, en una hondura impensable, siente el terror del niño distenderse. ¿Han dejado acaso de ser necesarias las hierbas purgantes? Montañas tintadas de plata brillan de nuevo cuando la luna asoma entre las nubes; por fin, se siente ella firme en su decisión. Arrière-grandmère está en lo cierto, piensa con alivio.

«¡Todo, todo irá bien!».

«Gianni», dice queda mientras él la sienta en su caballo. «Reconozco que he estado equivocada. Demasiado obcecada para ver. La verdad es que te quiero».

Gianni retrocede, luego se acerca más, presa de un sentimiento precario. «¿Serás mi mujer?».

«Cuando te hayas despojado de tus hábitos eclesiásticos y cumplido la penitencia, sí, seré tu mujer».

Gianni cierra los ojos y ofrece una silente plegaria, estremecido el cuerpo de gozo. Besa su mano y levanta su mirar hacia ella con satisfacción fulgurante. «Me ganaré tu amor cada día, lo prometo».

De camino sobre la colina y a través del campo bañado de luna bajo el Alto de Merlín, ambos discuten con fervor las muchas posibilidades de su futuro y los pequeños obstáculos de su amor. En el puente de peaje se detienen. Madelon arroja la bolsa de Mavis al Llan y Gianni saca su daga, recorta la cruz escarlata de su túnica, y la lanza tras las hierbas de la bruja.

Entran en el castillo y atraviesan la plaza riendo, conspiratorios, y no perciben a uno de los serjants adelantárseles corriendo por el adarve de la muralla exterior. Montada en su corcel, a Madelon apenas la perturba el ardor de su tobillo. Esta misma noche, Gianni escribirá al obispo de Talgarth y, al alba, buscará a maese Pornic y pedirá penitencia al santo varón.

El portal interior se abre a la llamada de Gianni. William y Thierry están ante ellos, tensos y oscuros y fieros los rostros a la luz de las antorchas.

Desde detrás de un seto espinoso, Erec contempla a Raquel trepar un montículo cubierto de helechos y otear el laberinto de bosques y montes y corrientes turbulentas. Todo el día y toda la noche anteriores, la ha seguido sin dejarse ver, esperando que ella lo necesitase. Pero Raquel no trató de matarse otra vez, ni tampoco parecía perturbarla el tránsito por las forestas somnolientas, lejos del castillo. Sabía dónde hallar setas comestibles en las densas sombrías y parecía a sus anchas bebiendo agua de los arroyos con las manos. Cuando la lluvia la fustigaba, ella abría los brazos al viento y Erec pensaba que el corazón le estallaría al vislumbrar la desnudez de la mujer, resplandeciente a través de sus ropas.

Entre embates de tormenta, encontró ella un escaramujo encajado en los peñascos, bien aventado, seco por dentro, y preparó pequeños fuegos frotando palitos de madera contra hojas polvorientas. Dulces aromas de madera quemada de mirto y cedro flotan en torno a ella y derivan con el viento hasta donde Erec acecha, doliente de deseo. Ha tenido tiempo de ponderar cuánto coraje y sufrimiento le han sido necesarios para ser la Sierva de los Pájaros, y la ama ahora aún más por su audacia.

Varias veces lo ha tentado la idea de acercarse a ella y declararle de nuevo su amor, pero en cada ocasión se ha impedido a sí mismo hacerlo. El amor no es bastante para una mujer como esta, llega a creer finalmente. Sólo el destino puede unirnos… o nada. Un escalofrío lo atraviesa.

Por primera vez desde su infancia, anhela poderes sobrenaturales, anhela las rimas que su abuela susurraba a los cantores tras la puesta del sol.

Un jinete aparece entre las sombras nubosas del prado y Erec se retira, demorándose sólo el tiempo necesario para ver que el desconocido es un caballero del Cisne. Una vez seguro de que el jinete ha atisbado a la Dama del Grial, Erec se torna y desaparece en la boca oscura del bosque.

Raquel está sentada bajo un tejo, hambrienta y cansada, contemplando la luz del sol rielar en la hierba afelpada del campo, acamada por el viento, cuando un hombre a caballo se acerca.

Ayer vagó a través de la comarca bajo la lluvia, enfrentada a un panorama de montes boscosos, de valles brumosos prendidos de orvallo, que eran como un ágata brillante veteada de gris. Al crepúsculo, la tormenta había pasado y el ígneo tumulto de las alturas desgajaba de la tierra el cielo. Todo el ensueño de su escaramuza con la muerte se fundió con aquellos vapores drásticos. Viendo la garra de la luna entre las nubes noctámbulas, sintió todo su desespero otra vez. El asesinato de su abuelo, la muerte de Dwn y la vida que ella había artificiado a partir de los engaños de la baronesa… todo parecía ahora fútil. Cuando por fin cayó dormida, aovillada en el seno de una raíz, deseó no despertar nunca.

Despertó famélica y débil. Durante un desorientado y terrible instante, creyó que estaba de vuelta en el bosque con su abuelo, niña otra vez, y que todo lo ocurrido desde entonces era sólo un sueño. Desesperanza la atenazó… y entonces, descubriendo el esplendor de sus vestiduras lodientas y ajironadas, con su encaje exquisito y delicada textura, cayó en la cuenta de los terrores que había detrás. Nada era peor que aquellos años crueles, insensibles, de erráticos vagabundeos.

Incluso la muerte del abuelo era misericordiosamente rápida y amable, comparada con la degradación que aquel soportara como vagamundo para sustentar a Raquel.

Todo irá bien, saludó al nuevo día y forrajeó buscando bayas.

El vacío se aprofundó en ella otra vez, pero recordaba lo suficiente la intoxicación del día anterior para comprender que este era la quietud de los cielos abrazándolo todo; era el alto silencio de Dios en el que el mundo, con todas sus gentes y sus cosas, fluía como las nubes. Vagó a través de la mañana y, ya en la hondura de la tarde, la arrobó la extraña belleza del destino que la había traído de miseria en miseria a estos fuertes montes, con sus ortigas y perifollos y herbajes florecientes abigarrando sus colores.

Por fin, sus últimas fuerzas se agotaron, y Raquel se sentó bajo un tejo, donde unos pocos árboles se hurtaban al bosque para adentrarse en un campo vasto, ondulante. Dormitó por un rato.

Cuando despertó, vio un jinete acercarse a través de la campiña. Y ahora está lo bastante próximo para reconocer el cabello blanco-azúcar de Denis Hezetre. Se levanta y agita la mano, y el caballo trota hacia ella, y el rostro infantil de Denis brilla con distendida sonrisa.

«¿Dónde está Erec el Bravo? ¿Está cerca… o vuestros angevinos encantos eran demasiado ardientes para su sangre galesa?».

Denis desmonta, saca un frasco de agua, un pedazo de queso y una hogaza de pan negro de sus alforjas. Mientras comen, ella le cuenta el rapto y el intento de suicidio.

«Después de Gilbert», dice Denis serio, «jamás os habríais vuelto a casar por la fuerza. Si Erec os hubiese conocido, nunca habría forzado vuestra mano». Aprieta su frente contra la rodilla de la mujer. «Siento tanta gratitud de que Dios os haya conservado. Os necesitamos, Ailena».

Alza un rostro acongojado. «Os necesito».

La espina dorsal de Raquel se tensa, se sienta derecha. No necesita a Ailena Valaise tal como era antes, se dice a sí misma. Necesita la Ailena Valaise que tiene delante. Ha abandonado por ella a su amigo incondicional; no por una Ailena que él mismo ayudó a exiliar, sino por ella, le dé el nombre que le dé a ella. Y lo mismo les ocurre a los demás: Clare, Madelon, la gente de la aldea… todos perderían sin ella. El desamparo que experimentó ayer, que inspiró su deseo de morir, era un engaño. Había perdido la fe en la mentira que Ailena Valaise hiciera verdad con sus últimos años de vida. Pero esa mentira es verdad. Será la baronesa mientras crea en sí misma.

Eso, ve ella con claridad, es mi Grial, todos los recuerdos de Ailena y toda la instrucción anhelando conformarse en un destino, mi destino.

Posa sus manos a ambos lados de la faz de Denis y dice con sinceridad, «Dios me ha favorecido».

Clare deja caer el pergamino al suelo y lo pisotea. «¡A la condenación del infierno con todas las exigencias de Guy!».

Gerald se inclina para recuperar la carta, pero Clare le aferra del hombro. El mira apologéticamente al resto de los caballeros sentados a la mesa de la cámara conciliar. Harold se pasa una mano ansiosa por la calva, y William y Thierry tuercen el gesto. «Hasta que la baronesa retorne», dice Gerald indulgente, «Clare es la mayor autoridad».

«Ailena está ausente desde hace dos días», se queja William. «Puede que no retorne nunca. Y si lo hace, no estará sola. Ocupará nuestra fortaleza con un ejército de bárbaros».

«¡No quiero a Guy al frente de esto!», grita Clare. «Actúa como si fuera nuestro señor. ¿Cómo se atreve a escribir una carta de exigencias?».

«Grandmère», intercede Thierry con firmeza, «tío Guy es el legítimo heredero del dominio».

«Ailena está ausente desde hace sólo dos días», responde Clare. «Si no ha retornado al término de la semana, accederé a su autoridad. Pero no antes».

«Esa no es una de tus opciones, Clare», dice William. «Guy declara que, si no lo aceptamos de inmediato, vendrá con los hombres de Branden».

«¡Que venga entonces!». Clare pisotea la carta, desafiante. «Los soldados de madre son vasallos juramentados. Y lucharán».

«¡Clare!». Gerald rodea a su mujer con el brazo y la induce a sentarse. «No podemos derrochar las vidas de esos buenos hombres».

«Han jurado su vasallaje», insiste Clare. «No seré yo quien derroche sus vidas. No es a mí a quien obedecen. Si lo hicieran, soltarían ahora mismo a Ummu y al canónigo Rieti».

«Ummu envenenó al rabí», proclama William sonoramente, levantándose casi de su asiento. «¡Y el canónigo ha estado fornicando con mi hija!».

«No puedo creer que el buen Ummu sea capaz de asesinar a nadie», dice Clare. «Y en cuanto a Madelon, es lo bastante mayor para saber lo que hace. Fuiste muy duro con el canónigo poniéndole negros los dos ojos».

«No lo bastante», rechina William. «¡Debería ser castrado! ¡Es un cura que ha traicionado a Dios!».

«Puede que todavía oigamos algo de la baronesa», interviene Harold tratando de desviar la hostilidad creciente. «Los heraldos enviados a los campamentos galeses podrían retornar con una palabra suya».

«A pesar de ello, tenemos que responder a Guy», dice Gerald. «Hemos de pensar en un modo de ganar tiempo».

«Que el castillo decida», repone Clare levantando arrogante la cabeza. «Si el castillo quiere luchar, no aceptaremos a Guy. Que los serjants y gremiales y villanos decidan. Sus vidas son la fuerza del castillo».

«Esos hombres no tienen autoridad que pueda substituir a la de sus señores», ríe oscuramente William. «Eso es como pedir a los miembros y órganos del cuerpo que substituyan a la cabeza. ¡Pura locura!».

«Locura… pero no mayor que entregarnos todos al férreo corazón de mi hermano». Clare se pone en pie. «Anunciad asamblea. El castillo decidirá su propio destino».

«¡Me ama, muñón!». Dice Gianni desde el oscuro rincón en que yace, de espaldas sobre un montón de paja.

«Así me lo habéis estado recordando desde vuestra gloriosa entrada en este lugar», responde Ummu. «Mi corazón ansía una pausa de vuestro intrascendente y empalagoso cotorreo de amor. El amor de Madelon no nos ha librado apenas de ningún infortunio. Vuestros amoratados ojos deben de doler menos hablando de él, sólo que… lo hacéis tan a menudo».

«Era sincera, Ummu. Arrojó las hierbas de la bruja al río. Ha decidido confiar en mí».

Ummu pasea sus piernas por el muro de piedra hasta que queda sosteniéndose sobre la cabeza. «Madelon ha sido sincera por lo menos con otro caballero».

«¿Voy yo a reprocharle la misma jovialidad que fue un tiempo mi vida?».

Ummu suspira. «Estaría bien que nuestros carceleros tuvieran un sentido de la justicia tan exquisito. Ta-Toh y yo les reprochamos su hospedaje». Al oír su nombre, Ta-Toh se inquieta en su nido y hace un ruido desconsolado. «Escuchad, ni siquiera este animal puede sentirse en casa en semejante agujero. Dejad ese trino amoroso y decidnos de nuevo qué averiguasteis a través de la bruja».

Gianni expele un agotado suspiro. «Ya lo has oído dos veces. No hay más que decir. Roger Billancourt le compró a Mavis Ojipuerca la raíz de beleño. Madelon lo oyó. Pero ¿a quién se lo va a decir?».

«Olvidáis que no soy poco amado por Clare. Si ella supiera…».

«¿Que su yerno y su nieto son asesinos, muñón? Si desafía a ese par de desalmados, no tardará en acabar aquí con nosotros».

Ummu se derrumba en la paja. «¿Qué será de nosotros?».

«Mejor pensar en el amor, pequeño hombre».

Maese Pornic chilla como un tocino. Está en la calle principal del pueblo, las manos en la boca, gruñendo sonoramente. Entre las casuchas corretean los gremiales, las cabezas cubiertas por gorras de cuero con orejeras atadas bajo la barbilla y vistiendo chalecos bordados con las insignias de sus oficios: los yunques de los armeros, los zapatos de los zapateros, las lámparas de los cereros, los cuchillos de los carniceros, los ovillos de los pañeros, las cabezas de caballo de los que confeccionan sillas de montar. Cada gremial tiene varios aprendices, y todos llevan largas estacas.

Thomas Chalandon, que llega a través del puente, es detenido por Siân la ciega, que oye repicar la campana de la capilla castellana y ha descendido de sus plegarias en el Alto de Merlín para enterarse de las noticias. «Buen señor, pausad un instante y compartid vuestros ojos con una ciega mujer».

«Gustoso, Siân, aunque no te complacerá lo que oigas».

«¡Amo Thomas!». Siân resopla sorprendida, palpando su jubón de cuero y la vaporosa textura de su túnica. «¿Cómo no vestís vuestra sotana?».

«Me he desprendido de ella, Siân. Cuando nuestro maese Pornic rompió la Sagrada Faz, rompió mi fe en la Iglesia también. Vi entonces que es Dios el objeto de mi amor… y a Él no lo confinan credos ni capillas».

«Si el maese hizo eso, en verdad os otorgó su bendición».

«Así lo creo yo, Siân… aunque la gente de la aldea difícilmente creerá que hoy los está bendiciendo».

«¿Es, pues, maese Pornic ese que oigo gruñir como un cerdo?».

«Lo es. Ha venido del castillo con los gremiales. Los serjants y mi familia han decidido desafiar las exigencias de mi tío».

«¡La baronesa sólo ha estado fuera dos días! Vuestro tío Guy es un personaje bien impetuoso».

«Ese es uno de sus rasgos, cierto. Y la beligerancia es otro. Intentará tomar nuestro castillo con los hombres de Branden Neufmarché. Los gremiales no apoyan la guerra porque se les come los beneficios, así que se han apartidado con maese Pornic y los Morcar, que no aman a nuestra baronesa. Han venido a la aldea a recuperar los cerdos que la señora expulsó del castillo hace dos meses ya. Argumentan que necesitarán la carne en caso de asedio. Pero la verdad es que siempre les ha dolido este regalo a la gente del pueblo».

«Pero la aldea no lo consentirá».

«No les queda más remedio. Los gremiales anhelan una oportunidad para romper cráneos de villanos. Y por si hay pelea, William Morcar y su Thierry esperan en la liza con serjants suficientes para hacer cumplir el edicto. No habría nada que les gustase más que mandar a los vasallos leales de la baronesa y, acaso, ganarse ellos mismos esa lealtad».

Siân se espanta imaginarias moscas del rostro. «Los esbirros del Diablo soliviantan el aire, Thomas. ¿Y por qué esta nuestro santo Pornic en medio de ellos?».

Thomas coge del brazo a Siân y la aparta algunos pasos del puente de peaje para despejar el camino por el que llega la primera manada de cerdos, precediendo a los berreantes gremiales.

«Maese Pornic no tiene fe en los milagros, sólo en la Iglesia. Imagina pues su gozo habiéndose ido Ailena. Ahora puede devolver el mundo a su primer orden».

Los chillidos de los puercos y el griterío de los gremiales ahogan la voz de Thomas. Siân le tira del brazo llevándoselo de la cacofonía, atrayéndolo al Alto de Merlín, donde las plegarias pueden elevarlos sobre este precario mundo.

Las sombras de la tarde oscurecen la plaza cuando Denis Hezetre entra en el castillo con la baronesa sentada ante él. La trompeta del heraldo la anunció en cuanto fue divisada en el puente de peaje y todo el palais se ha apresurado a la plaza para saludarla.

Clare gime a la vista del aspecto desastrado de su madre, y toma las riendas del caballo para guiarlo al recinto interior. Pero Raquel, viendo cerdos hozar en las callejas, tira del rendaje.

«¿Qué hacen estos puercos en el castillo?», exige.

«Guy nos ha amenazado, madre. Trajimos los cerdos para que no falte la carne en caso de asedio».

Raquel contempla alrededor los rostros numerosos que la observan expectantes. Varios cientos de personas —la totalidad del castillo— se arremolina en torno a ella; pero aun en medio de ellos, siente Raquel el reverbero del vacío que la abraza. «No habrá asedio», declara.

«Madre, hemos respondido a Guy pronto esta mañana que le combatiríamos antes de rendirle tu castillo».

«Y nuestros batidores nos dicen», añade Gerald, «que los hombres de Neufmarché están marchando hacia aquí ya».

«Enviad entonces un heraldo para anunciar mi retorno», dice Raquel. «Decidle que su madre querría poder ir y venir según su placer sin que él tratase de robarle cada vez lo que es suyo».

Risas recorren la multitud.

«¿Y qué de Erec el Bravo?», grita alguien.

«Descubrió que sólo mi rostro es joven», replica. «Mi corazón es demasiado viejo y cartilaginoso para su gusto».

Hace un gesto a Denis y este conduce su caballo a través de la muchedumbre. Al pasar, Raquel ve a William mordiéndose nerviosamente la esquina del bigote. Junto a él está Madelon, abatida la cabeza de abandono.

Raquel otea los congregados. «¿Dónde está el canónigo Rieti?».

«Te lo diré más tarde», le susurra discreta Clare.

Thierry se acerca abriéndose camino con el hombro. «Ese cura hipócrita ha deshonrado a mi hermana. Exijo alta justicia».

«¿Dónde está?», pregunta Raquel.

«En las mazmorras», responde Gerald.

«Soltadlo de inmediato», ordena Raquel.

Clare aferra la pierna de su madre e inquiere esperanzada, «¿Ummu también?».

«Sí. Me entrevistaré con ellos en el palais. Quiero a Madelon allí también… con su familia».

Raquel se aleja cabalgando y la turba se disgrega. Sólo Thierry permanece enraizado en su sitio mientras ella pasa, contemplándola con ojos encapirotados como los de un halcón.

Branden Neufmarché se endereza incómodo en su montura cuando el heraldo del Castillo Valaise parte cabalgando. Tras él, en el vasto prado frente a su fortaleza, trasiega su ejército preparando una caravana de carromatos cargados de provisiones y caballos de batalla bardados.

Roger Billancourt jinetea entre ellos, bramando órdenes, y Guy Lanfranc arremete contra la guardia montada de Branden intentando averiguar qué mensaje portaba el heraldo.

Por un momento, Branden paladea la idea de imponerse y ordenar al ejército retirarse.

Pero entonces Guy emerge a través de los jinetes armados y se aproxima a Branden. «¿Qué noticias traía el mensajero?», pregunta, molesto por haber sido retenido.

«Malas», admite Branden. «La baronesa ha vuelto».

«¿Y Erec el Bravo?».

«De algún modo se las ha arreglado para hurtarse al galés». La barbeta de Branden se arruga, lustrosa de sudor, y él arroja una mirada despectiva al sol fulgurante. «Por lo menos, ahora nos ahorraremos una sofocante campaña».

«¡Sangre del infierno!», berrea Guy. «¿Quién sabe qué negocios secretos con los bárbaros se ha ganado la perra con sus caderas? ¿Por qué, si no, la habrían soltado? Golpearemos ahora, fuerte y rápido, y acabaremos con ella antes de que abra a los galeses las puertas del castillo tan amplias como les ha abierto las piernas».

Branden se pellizca el labio inferior. «Parece un riesgo demasiado grande para lo poco que sabemos del asunto».

«¿Qué más necesitas saber?». Guy le muestra el prado bullente de soldados mallados con un gesto amplio de su brazo. «Esos saben suficiente para luchar. Saben que vencerán y que tendrán tierras propias, cada uno de ellos un pequeño barón con sus propios villanos. Hay territorios que ganar… o que rendir. ¿Qué harás tú, tomarlos o perderlos?».

«Significa guerra, entonces». Raquel está sentada en el sitial de estado, dolorido el cuerpo de sus vagabundeos pero refrescada después del baño de pétalos de lila y de vestirse ropas limpias. La guirnalda condal resplandece entre el cabello recogido, carmenado, limpio ya de ortigas y lavado en agua fragante con jabón de bayas. «Guerra», repite, y el temor al desastre bulle en ella. Quiere que ese temor se expanda por el vacío que han dejado todas sus pérdidas, pero el miedo sólo se retuerce en su interior. «¿Es eso lo que queréis?». Observa alrededor a todos los que ocupan su puesto en la mesa conciliar, Gerald, Denis, Harold, Thomas, y los diversos serjants invitados a la cámara por los caballeros.

«Ninguno de nosotros lo quiere», dice Gerald. «Pero Branden Neufmarché ha reunido sus fuerzas fuera del castillo y Guy está entre ellos con su maestro de armas. Nuestros espías informan que están acampados junto al robledo de los pastos en disputa entre nuestro dominio y el de Branden».

«¿Cuánto tiempo necesitarán para llegar hasta aquí?», pregunta Raquel.

Gerald mira a uno de los serjants y el soldado responde, «Si decampan al alba, alcanzarán el Llan al mediodía, milady».

Raquel une las yemas de sus dedos, mira el vacío que contienen e imagina que sostiene el Grial. ¿Qué hacer?, pregunta al sagrado cáliz, pero ninguna respuesta irrumpe a través de su miedo. Alza la vista e inquiere, «¿Qué debemos hacer?».

Los caballeros cruzan perplejas miradas. «Antes de que Denis os trajera de vuelta», repone Gerald, «vuestros caballeros y serjants se hicieron esta misma pregunta. Decidimos desafiar a vuestro hijo. Pero ahora, milady, la decisión es enteramente vuestra».

Raquel sacude la cabeza. «No. No tengo corazón para la guerra. ¿Qué objeción hay en someterse a Guy?».

Gerald y Harold bajan los ojos. Denis les mira y vuelve la vista luego a Raquel.

«Baronesa, si nos sometemos, seréis depuesta».

Raquel sonríe débilmente. «Volveré a Tierra Santa. Los que queráis podéis acompañarme». Observa directamente a Thomas.

«Grandmère», dice Thomas, «¿Qué hay de tu edicto del cielo? El Señor te ha devuelto al mundo».

«Pero ¿para matar?». Raquel frunce el ceño. «No había ninguna anticipación bélica en mi visión».

Desde el fondo, habla un serjant. «Señora, los villanos sufrirán, si os sometéis a Guy. Ya han perdido sus cerdos. Están furiosos por ello. Y su ira provocará al barón».

«¿Y qué hay del rabí?», inquiere Denis. «El canónigo Rieti afirma que la raíz de beleño que lo mató le fue comprada a Mavis la Ojipuerca por Roger Billancourt. Eso es asesinato. ¿Vamos a someternos a asesinos?».

«El rabí no querría venganza», murmura queda Raquel, y se sienta más honda en su sitial, con pesantez repentina.

«Venganza no», proclama Denis, «sino justicia. ¡La venganza pertenece a Dios!». El caballero de pelo albo habla con incontenible emoción y el amor de toda una vida por Guy, pervertido ahora en abominación. Saber que su viejo amigo ha desafiado a Dios con la muerte de un hombre santo lo enfurece. Porque sin Dios queda sólo la arrogancia de los hombres, piensa él, y su larga negación del deseo sexual, el dolor de su esfuerzo para emular con continencia la impotencia de Guy sirve, no al amor, sino sólo a la ambición perniciosa de su antiguo amigo. El derroche de su devoción lo ha enfermado. «Enfrentemos a Guy en el campo… y que Dios arbitre».

«Dios no es un arma», replica Raquel.

Deprimido, Denis se aparta de la mesa. «Lady, vos ya habéis decidido. No ha de haber batalla».

«No». Raquel fija sus ojos medio abiertos en los hombres frente a ella. Ni voces ni himnos distantes despiertan en su interior. Sólo el silencio responde a su miedo, como si todo el mundo donde ella se encuentra estuviese vacío, esperando a que lo llene. Y si se niega, el mundo pertenecerá a Guy. No, decide. Y dice en voz alta de nuevo, «No. David Tibbon fue asesinado. Si nos sometemos, su muerte servirá a sus asesinos. No nos someteremos».

Los hombres, paralizados hasta este momento en la quietud de su indecisión, se animan de pronto, se vuelven unos a otros susurrando palabras de aliento.

Raquel respira hondo, reafirmando su fuerza para que no huya más delante de aquellos que mataron a su familia. Se pone en pie y, cuando sus hombres se han levantado, proclama con voz fuerte, «Es la guerra».

Madelon contiene el aliento cuando ve entrar en la cámara del consejo a Gianni, con la carne alrededor de sus ojos de color negro-molusco. Se hurta a la mano de su madre y corre hacia él, rodeándolo con sus brazos.

Raquel silencia la protesta de Hellene con un gesto y le pide paciencia. Pide a la pareja que se acerque. «¿Dónde están tu padre y tu gemelo?», le pregunta a Madelon.

«No harán acto de presencia», responde la muchacha.

«Padre está indignado», salta Hugues, «y Thierry está demasiado furioso». Su madre lo hace callar y él la mira hosco.

«Entonces no tienen fe en el amor», dice Raquel, y observa al par frente a ella. «¿Estáis dispuestos a juraros amor ante Dios y los hombres?».

Abrazándose, Madelon y Gianni se sonríen uno a otro y asienten. Hugues arruga la nariz y Hellene se tapa con la mano la boca abierta.

«Gianni Rieti, ¿depondréis vuestros votos sacerdotales?».

«En mi corazón, milady, ya lo he hecho».

«Entonces escribiré yo misma al obispo de Talgarth y pediré que vuestra penitencia sea leve, pues habéis sido llamado por Dios para servirle en una vía mucho más difícil que la plegaria y la soledad. Ahora enfrentaréis a Dios en la disciplina más dura de todas, satisfacer las exigencias del amor».

Los colores estratificados del ocaso colman las altas ventanas puntiagudas de la estanza donde Clare y Gerald se sientan con Ummu a una mesa convival. Los criados aguardan cerca, prontos a rellenar las jarras con vino de albaricoque y las bandejas de plata con carnes mentoladas y guarnición de pepino y ajenjo. Ummu, bien peinado su pelo rizado, ataviado con los ropajes de seda que Clare le confeccionara para lucirlos durante el torneo, come con gusto. Ta-Toh, vestido con una fresca túnica verde, se sienta junto a él y goza de las cerezas y las uvas.

Gerald come también, pero Clare está demasiado turbada. «¿Crees que Guy acabará por atacarnos?», pregunta al enano.

Ummu preferiría que Gerald respondiese, y el viejo trovador le dirige una mirada de fatalista certidumbre.

«La guerra», dice Ummu alrededor de un bocado, «es la jaula donde los hombres están más felices». Traga con impaciencia. «En Levante vi suficiente ya. Pero yo soy sólo medio hombre, así que me harté el doble. Supongo que vuestro hermano todavía la encuentra sabrosa».

«¡Pero atacar su propio castillo!», se lamenta Clare. «¡A su propia madre!».

«No es tu madre», dice Gerald, colocando delicadamente una tira de carne en una pasta con la punta del cuchillo.

«¡Gerald!». Clare pone los ojos en blanco. «¿Estás con Guy?».

«Desde luego, no. Pero todos hemos observado que esta mujer no es la arpía de baronesa que amábamos con temor».

«El Grial la ha cambiado». Clare se vuelve hacia el pequeño hombre. «¿No es así, Ummu? Tú mismo viste la transformación».

«Lo hice, es cierto. Y me dejó boquiabierto». Se embute una pasta en la boca para impedirse decir más.

«Yo no pongo en duda el milagro», añade Gerald. «Pero sí creo que la ha transformado completamente».

«Om-ple-na-men-e», coincide Ummu con la boca atiborrada.

«Ya no es ni tu madre ni la de Guy», dice Gerald. «Se ha convertido en otra mujer, una mujer con un alma distinta. Es explicable que Guy ponga en cuestión su derecho a gobernar».

Clare inclina la cabeza hacia atrás, grandes los ojos. «Gerald, ¿estás diciendo que no la defenderás?».

«Sí, Clare», responde él gentil. «Yo no la defenderé. Cuando mañana tome las armas, iré al combate para defenderte a ti y a nuestros hijos… no a la baronesa».

Clare se ensombrece, sus ojos pestañean de asombro, y su rostro carnoso temblequea hacia las lágrimas. «Oh, Gerald… tengo tanto miedo».

Gerald se inclina hacia su mujer y la rodea con un brazo. «Todos sentimos temor esta noche, querida mía. Pero mañana les irá mejor a aquellos de nosotros que sepan lo que es digno de costarles la vida. En cuanto a mí, eso sólo podrías serlo tú».

Ummu menea la cabeza entristecido; Tah-Toh le da una palmada en la mejilla y le ofrece una cereza.

El ulular de una lechuza anuncia la noche. Raquel se arrodilla sobre una estera de junco entre las cenizas que llenan la abrasada carcasa de la sinagoga. Denis Hezetre y Harold Almquist se hinojan a su lado y, detrás, villanos y serjants los imitan o se sientan en las piedras derribadas.

Gianni Rieti, vestido con una túnica azul igual a las de Denis y Harold, con el emblema del Cisne bordado en ella, lee en voz alta de la Biblia. Al principio, se había resistido cuando los demás le pidieron que lo hiciese, alegando que no era digno de ello. Pero los caballeros, los serjants y los villanos, que se han acostumbrado a la dignidad de su acento continental, insistieron. Y ahora, mientras lee los Salmos, pidiendo que sus almas sean libradas de la batalla, su propia alma le habla con claridad.

Después, los devotos parten mientras el lucero vespertino brilla aún sobre el áspero bosque. Retornan al castillo y a la aldea, para reposar y hacer la paz en sus corazones. Raquel se demora en la oscurana, contemplando la luz del gajo de luna filtrarse por las ventanas vacías del templo y satinar la negra escoria donde las cenizas de David reposan.

Mañana, le habla al espíritu entre las vigas derrumbadas, tus cenizas estarán aquí todavía.

Pero ¿dónde será aquí? ¿Será todavía mío este lugar? ¿O fue mío alguna vez? Raquel mira arriba las estrellas solitarias, fijándose especialmente en el vacío entre ellas, que las mantiene en sus lugares. Ese mismo vacío, aprendió en los bosques salvajes, mantiene cada cosa en su sitio, aun la muerte.

Abuelo, tienes razón. Este no es mi sitio. Fue mi locura lo que nos trajo aquí. Si hubiese aceptado el morir de mi familia tanto como sus cuerpos muertos, si hubiera podido creer como tú crees —como yo creo ahora— que todo se hace perfecto con la muerte, habría tomado de la derrota de mi familia lo que ellos me dejaron: el vacío que sólo mi vida puede llenar. El vacío sagrado.

El vacío de la Copa. Si yo hubiese comprendido entonces cómo lo contiene todo, cómo purifica cada muerte, no importa lo terrible que sea, si yo hubiese podido ver cómo es la respuesta a todo nuestro implorar, yo habría sido yo misma. Daniel Hezekyah me habría tenido y nuestras vidas se habrían completado a sí mismas en su propio lugar… en la Tierra Prometida.

Raquel inclina la cabeza ante el silencio que porta el ulular de la lechuza, el susurrar del viento, y su tristeza.

Denis aguarda hasta que el lucero vespertino se pone, antes de aproximarse a Raquel.

«Vámonos ya», aconseja.

Ella mueve su cabeza baja. «Ve, Denis. Estaré bien aquí».

«¿Y si Erec el Bravo retorna?». Denis se sienta en una roca al lado de la estera donde ella permanece de hinojos. «No. Esperaré aquí con vos».

Raquel alza la vista, abandona la plegaria y se deja caer hacia detrás hasta sentarse sobre sus talones. «Durante tantos años has amado a Guy Lanfranc… ¿Cómo podrás enfrentarlo mañana en el campo de batalla?».

Pulsa la quijada de Denis. «Es verdad que le he amado, milady. Pero creo ahora que no era él a quien amaba, sino a su fuerza. Su fuerza ha sido mi debilidad, mi ceguera. Sólo ahora, que he madurado, he comprendido que la fuerza más grande no está en los músculos de los hombres sino en su espíritu». Suspira arrepentido. «Todos estos años amé lo que creí que era noble en Guy. Él había salvado mi vida y pagado caro por ello, y yo llamé noble a esa fuerza. Pero la suya es una fuerza horrible, después de todo, una fuerza noble sólo en batalla y que batalla incluso a Dios».

Por un instante, Raquel cree que oye el cacareo rencoroso de la baronesa y un dedo gélido le toca entre los omóplatos. Qué odio el de aquella anciana por su hijo.

«Entonces ¿obramos bien y con justicia en todo esto, Denis? ¿Hacemos bien encontrando a Guy en el campo de batalla?».

Denis la examina en la oscuridad y recuerda cuando se irguió desnuda ante él y el resto de los caballeros. «Qué distinta de vos os habéis vuelto, Ailena. En otros tiempos, habríais estado tan furiosa que hubierais enviado vuestras fuerzas a combatir el campo de Neufmarché por la noche. Si no otra cosa, vuestro milagro nos ha mostrado el poder de Dios para sanar y transformar».

«No has respondido mi pregunta, Denis».

«¿Hay una respuesta?». El pálido cabello de Denis brilla con el fuego lunar como un nimbo. «¿Recordáis lo que dijisteis antes de que construyésemos este templo, cuando nos preguntábamos qué hacer con nuestros pobres? Dijisteis que el amor procede de error en error. Esta es mi respuesta. Mañana Guy tomará las armas por odio hacia vos. Branden estará allí por codicia. Pero nosotros… nosotros lucharemos por amor».

Thomas Chalandon se demora entre las piedras rituales del Alto de Merlín hasta que Denis Hezetre surge de las ruinas de la sinagoga. El caballero barbado establece su puesto sobre una roca lunada, oteando el espacio en busca de espías o de señales del castillo. Thomas le saluda con la mano cuando entra en el templo y Denis le devuelve el saludo con un gesto de cabeza.

Por unos instantes, Thomas permanece en la puerta, contemplando a su abuela en la argéntea oscuridad. Sabe que ella mora en el horizonte de una decisión de la que él mismo no la había creído capaz. No había creído que poseyese la vieja fuerza, la vieja voluntad, para elegir la guerra. Dios vive en cada corazón, le recordó él en la reunión del consejo. Dios bendice en cada campo de batalla, respondió ella resuelta.

«Grandmère», dice Thomas con dulzura. Cuando ella alza la mirada por encima de su hombro, la luz de la luna brilla en las huellas de sus lágrimas, y él desearía poder reabsorber su voz y huir invisiblemente de allí. Ella lo invita a acercarse y se limpia ojos y mejillas de lágrimas. «¿Lloras por mañana?», pregunta él sentándose a su lado en la estera.

Raquel ha estado dejando fluir su llanto por su abuelo y por el resto de su familia, asesinados no por Dios sino por los hombres. Aun así, asiente.

«¿Has olvidado que fuiste tú quien dijo que podemos hallar a Dios en la totalidad de Su creación?», le recuerda Thomas. «Lo hallaremos mañana también, ¿no es así?».

«Dios…». Su boca se curva en una sonrisa muda.

«Yo creo que estará allí, grandmère. Desde que me desprendí de mi sotana, todo se ha abierto alrededor. Dios ha saltado de las escrituras sagradas y de los sacramentos. Está en verdad en todas partes, tal como tú dijiste». Thomas le coge la mano y siente un temblor de atracción cuando le mira el rostro joven. «Grandmère, cuando te hablé de mi deseo por ti… es verdad. Hay… la más extraña y notable familiaridad cuando estoy contigo; tanta que no puedo explicarlo. Ni puedo expresarlo tampoco… y seguro que me estoy expresando mal. Pero el deseo de estar contigo, de compartir tu presencia, de oír tus pensamientos, es tan fuerte… Sin duda no hay pecado en eso. No hay pecado en el deseo, sino sólo en las malas acciones».

Raquel retira la mano. Su boca se abre para hablar, pero no surge nada. El engaño es demasiado cruel. Consigue musitar, «Pobre Thomas… Dios es una enfermedad». Después se torna, incapaz de mirarle a los ojos.

La perplejidad se juega el rostro de Thomas.

«Nosotros somos la cura», dice Raquel por fin, en tormento. «¿No es irónico? Dios es una dolencia que los seres humanos deben curar».

«No entiendo».

«¡Y sí lo entiendes!», replica Raquel. «Dios es un misterio. Nunca podemos entender por qué las cosas son como son. Sólo podemos confiar en nuestros propios significados».

Vuelve a mirar a Thomas y ve, aun en la oscuridad, la infantil sinceridad de su mirada y la gracia angélica de sus rasgos gentiles. El lunor intensifica su enigmática belleza, y frente a esta gracia, frente a este Parsifal cuyo corazón fue concebido para ser puro sólo, sabe con certeza que debe decirle quién es. «Te deseo Thomas. Y si este deseo viene de Dios, entonces debo decirte… debo decirte por amor y por la mucha ternura que me inspiras, que yo no soy tu abuela. No soy Ailena Valaise. Mi nombre es Raquel Tibbon. Soy la nieta de estas cenizas».

Thomas se pone en pie antes incluso de darse cuenta de que se ha movido.

Con premura, Raquel le cuenta la historia, sin ocultar nada, ni su locura siquiera. No sabe ella si es rabia o disgusto lo que agranda los ojos del muchacho y tensa su labio superior.

Thomas escucha inmovilizado, después se derrumba bajo el peso de sus palabras. Se sienta en las piedras junto a ella, aturdido, sintiendo las implicaciones de lo que ha oído roerle el borde aterido del alma. «Tu visión… el Grial… ¿todo mentira?».

«No una mentira, Thomas. Una historia».

«¡Una mentira!».

«¡No! Hay una diferencia. ¡El Grial es real! Pero no como tú piensas. Mira, a mí me ha curado. Me ha lavado de la sangre de mi locura. Ha hecho de mí una baronesa».

«Pero tú no eres…». Thomas agita arrebatado la cabeza. «Eres una judía. Un chiste cruel urdido por grandmère desde la tumba».

«Thomas…». Alarga la mano hacia él.

«¡No!». Él se hurta y está de pie otra vez. «¡No digas más!».

«Thomas… te quiero. Te lo he dicho porque te quiero».

Con un grito, Thomas le da la espalda y huye de las ruinas horrorizado.

Raquel deja la carcasa de la sinagoga, más ligera que cuando entró. El peso de su historia, de toda ella, yace detrás entre las cenizas. Pero el fardo de su mentira ha corrido a través de la noche. Cuando Denis le toma la mano para ayudarla a afirmar su paso por el oscuro sendero, se sorprende de lo leve que es su andar. Ocurra lo que ocurra mañana, camina Raquel hacia ello con la libertad de saber que ya no puede perder más de sí misma.

Thomas huye enceguecido del Alto de Merlín. La gente de la aldea ha dicho siempre que este es un lugar embrujado. No es extraño que la Sagrada Faz no pudiese sobrevivir íntegra allí.

No es extraño que el rabino muriese allí. ¡Rabí! No era un rabí. Este pensamiento lo espolea, tropieza en una breña, cae, salta de nuevo sobre sus pies, e irrumpe en un campo de alta hierba espigada.

Thomas corre hasta el límite del agotamiento; luego, se deja caer de hinojos. ¿Qué queda todavía digno de adoración?, se pregunta en la única capilla donde para él Dios ha morado siempre. El viento susurra en el herbazal; la luz de la luna undula en él.

Dolientes pensamientos lo acosan: Si no existe el Grial, si el anciano no era rabino, acaso la Sagrada Faz no fuese real tampoco, sino sólo una roca extraña en cuya superficie la gente quiso ver a Cristo al igual que, estúpidamente, quieren ver a Ailena Valaise en Raquel Tibbon.

Así, maese Pornic tiene razón. La hierba que damos a las bestias como forraje es milagro. Las estrellas son milagros. Pero la Sagrada Faz era sólo una distracción del milagro real de la creación de Dios y de nuestra redención en Cristo. Todo el resto es mentira, todo el resto es obra del Demonio. Maese Pornic tiene razón. ¡Sabía lo de grandmère! Lo supo desde el principio.

Thomas se levanta y trastabilla por el campo de heno, perplejo de la astucia vengativa de su verdadera abuela y de las estupideces de la gente, hambrienta de milagros. La rabia le alancea, rabia contra Raquel por engañarlo y rabia contra su abuela por burlarse de su fe desde la tumba.

¿Y ahora? Está más solo de lo que lo ha estado nunca. Avanza a través de terrenos de cebada; la brisa nocturna le enguirnalda con fragancias de polen, niebla de río, y boñiga de vaca, y tiene miedo. ¿Quién es Dios para permitir semejantes ilusiones? ¿Quién es el Diablo, que posee la fuerza para desafiar a Dios?

La aldea emerge de los campos. A la derecha está el bosquecillo de alisos que detiene los vientos de la montaña, y allí el estercolero del pueblo donde Dwn vivió exiliada. ¿Lo supo ella?

¿Murió ella creyendo que su señora había sido amorosamente distinguida por Dios?

Los campos centelleantes de la Vía Láctea flotan sobre el mundo perecedero, silueteando las humildes chozas. Trepa un muro de piedra bajo, infirme, y pasa por debajo de un nogal; un perro despierta para ladrarle, lo reconoce y soñoliento vuelve a posar la cabeza entre sus patas.

Piensa en atravesar la aldea, cruzar el puente de peaje y retornar al castillo, a su alcoba en la torre maestra, donde espera que el sueño serene su alma herida. Pero ve entonces la casucha que sirve al pueblo de capilla, con sus paredes de ramas entreveradas.

Ya en el interior, se arrodilla sobre la tierra compacta delante del cancel recubierto de corteza, y busca con la mirada el tosco crucifijo a través de las sombras. Con la cabeza apoyada en las manos, reza al Consuelo Divino, al Espíritu Santo, para que descienda a él. El silencio se entreteje con los aromas de la menta salvaje y el romero, que se filtran por las paredes con el soplo de los campos. En el tronco partido que sirve de altar, alguien ha depositado una ofrenda de zarzas de mora ensortijadas como una corona de espinas. El humilde don llama las lágrimas de sus ojos, y llora con la sinceridad del amor del pueblo por Dios… la misma sinceridad que tan cándidamente sirve a las obras del Diablo.

«No derrames lágrimas en el altar», dice queda una voz desde la entrada, y Thomas se vuelve para ver a maese Pornic de rodillas en la puerta, santiguándose. El santo varón se incorpora y avanza entre las filas de bancos descantillados. «Jesús derramó lágrimas de sangre por todos nosotros. Su dolor redimió nuestras almas. Ahora debemos acercarnos a Dios con gozo».

Thomas se limpia el rostro de lágrimas. «No puede haber gozo en mi corazón esta noche».

«Sí, yo siento el mismo dolor, Thomas». Maese Pornic se arrodilla junto a él. «Mañana habrá hombres que morirán».

«Los hombres mueren cada día», dice Thomas y alza los ojos hacia el crucifijo amortajado en tinieblas. «Yo pensé que estaríais contento. Dejar este mundo pecador por el cielo… ¿no es así maese?».

«Lo es… para los que mueren en gracia de Dios». Maese Pornic posa una mano huesuda en el hombro de Thomas. «Hijo mío, ¿estás afligido por algo más profundo? ¿Estás enfadado todavía conmigo por romper el icono en el templo judío? El rabí se habría alegrado».

«No puedo decir lo que me turba, maese. Por favor, dejadme con mi soledad».

«Tú eres un alma que yo creí señalada para el servicio de Dios. Te desprendiste de tu sotana cuando destruí el icono. Me he sentido hondamente perturbado desde que mi celo privó a Dios de tu amor».

«Comprendo por qué rompisteis la Sagrada Faz», musita Thomas con sus manos unidas apretadas contra el rostro. «Ahora, por favor, marchaos».

«Sólo una ausencia de fe requiere milagros», dice el santo varón y estrecha el hombro de Thomas. «Tu fe ha sido siempre fuerte. Lo que has puesto en duda no es Dios, sino tu dignidad para servir a Dios como sacerdote. ¿Estoy equivocado?».

Thomas se aparta hasta hacerle retirar la mano a maese Pornic. «No quiero hablar ahora. Mi alma está dolorida y sólo Dios puede ayudarme a soportar esto. Por favor, dejadme hablar en paz con Él».

Maese Pornic deja caer el mentón hasta el pecho y, en las sombras, el anillo de su pelo plateado brilla como un halo. «Después de que partieras de la abadía, llegó una encíclica de nuestro Santo Padre Inocencio Tercero. Describe en ella un modo nuevo de purgar el alma y anima a todo su rebaño a practicarlo. Es una confesión general de todas las perturbaciones y pecados del alma. Cuando es un sacerdote quien la oye, la confesión es recibida directamente por Dios».

«Dios nos oye en nuestros corazones», dice Thomas y retorna al cancel.

«Sí. Pero deja que te oiga asimismo en tu voz para que puedas ser perdonado no sólo en tu corazón sino también en tu cuerpo, que carga los fardos del corazón».

Thomas agita la cabeza. «Lo que me turba es secreto. Es una confidencia que no puedo revelar sin traicionarme a mí mismo».

«Lo que me digas, Thomas, pertenecerá a Dios. Habla, hijo mío. Descárgate, halla favor en Dios… y calma mis terrenos cuidados haciéndome saber que no te he alejado de la Iglesia».

«Arrojé mi sotana porque no puedo convertirme en sacerdote», dice Thomas a las sombras del altar. «No puedo resistir las estrecheces de la fe. Dios está en todas las cosas y no necesito morar en la Iglesia para encontrarlo. Siento que me haya costado tantos años descubrir una verdad tan obvia».

«Eso me confirma que no fui yo la causa de tu apartamiento». Maese Pornic le da unas palmadas en el hombro, se santigua y se pone en pie. «Rezaré por ti, Thomas. Cualquiera que sea el camino que elijas desde ahora te llevará a Dios».

Maese Pornic camina hacia la puerta y la mirada de Thomas cae de nuevo en la corona de zarzas. La expectación que concibió esta ofrenda y la depositó aquí despierta en él un sentimiento análogo, una tierna confianza en lo que no puede ser visto pero es anhelado, un amor que la muerte no puede conquistar, un amor que nos salva de los terrores del vivir. Y le abruma la tristeza de que tal amor supremo haya de ser buscado en una corona de zarzas, en la mancha de un fragmento de roca o en el engaño de una vieja acibarada.

«Maese…», lo llama Thomas. «Volved. Necesito confesarme».

Los hombres duermen inquietos en los barracones. La pesadilla de un serjant viviendo la batalla de mañana le arranca un alarido que despierta a los soldados junto a él. Se incorpora y parpadea al amarillo resplandor de los candiles. Serjants cubiertos por meros taparrabos se sientan en el borde de los camastros murmurando hoscos. ¿Es un asalto?

El hombre de ojos adormilados no oye alarma alguna, mira alrededor si alguien se está vistiendo para la batalla y descubre entonces a maese Pornic entre los hombres susurrantes.

Alguien ha muerto, piensa, y se levanta del catre.

«Tú», señala uno de los serjants mayores al hombre atontado. «Despierta al resto. Maese Pornic tiene nuevas importantes».

Madelon yace despierta en su lecho, cruzadas sobre el vientre las manos, imaginando al niño creciendo dentro. Esta alma ha encontrado refugio en la suya… y en su Gianni. El amor que comparten derrotará las dudas de los demás. Porque, por ahora, sólo la baronesa cree en ellos, pero con el tiempo su amor por el niño y por Gianni pesará mucho más que la angustia de sus padres, la ira de Thierry o las burlas de Hugues.

Reza por la criatura, por esta alma de Dios tan reciente que Él ha de estar ahora mucho más cerca con esta nueva vida dentro de ella: Protege a mi Gianni en el campo de batalla mañana. Evítale heridas mortales así como la miseria de la derrota, y devuélmelo para que pueda cumplir la penitencia que Te debe y ser el padre de este niño y… ¿Cómo lo había dicho la baronesa? Por favor, Padre Celestial, haz que mi Gianni viva para que pueda satisfacer las exigencias del amor.

Mientras Gianni duerme en la sacristía apuñando una cinta de pelo atada a un rizo élfico de la melena de Madelon, Ummu se pasea delante del altar. Ta-Toh lo observa adormilado desde su lugar de reposo en el regazo de la Virgen María.

«¿Cómo puede dormir esta noche?», masculla Ummu deseando casi que su disgusto despierte al aletargado caballero para poder reprocharle una vez más que haya aceptado casarse con semejante pícara caprichosa. «Mañana su condición de sacerdote ya no puede dispensarlo de la lucha. Mañana arriesgará su vida por el privilegio de casarse. ¡Qué grotesco!».

Estrellas azules y una media luna penden sobre el viñedo, y el edén de cerezas está colmado de ruiseñores. Thomas deambula lento hacia el puente de peaje sintiéndose luminoso por dentro. Toda la oscuridad nacida del engaño de su abuela pasó ya con la confesión a maese Pornic. Ahora, mientras vaga a través de la noche, contempla todo lo bueno que Raquel Tibbon ha hecho por la aldea y el castillo en el poco tiempo que ha estado entre ellos.

Es una buena mujer, comprende al recordar cómo arriesgó su vida para robar a Dic Cuchillolargo su tesoro e impedir que se perdiese el castillo. Ya no anida rabia contra ella en su corazón: no fue ella quien buscó este destino, sino que su artera abuela la seleccionó para él. Ríe fuerte con dicha maliciosa al pensar que llegó a creer que la mujer cruel y amarga que fuera Ailena Valaise había podido convertirse en la alegre, en la altruista dama de los ojos negros.

Pero todavía lo macula la tristeza con la idea de que la historia de Raquel sobre el Grial es sólo un cuento. Ve de nuevo la corona de zarzas en el altar de la capilla del pueblo y una punzada de remordimiento lo hiere. El mayor bien que Raquel ha obrado, mayor incluso que enriquecer a los campesinos o salvar el castillo, es fortalecer la fe de la gente en el Divino. Aber el Idiota, Siân la Ciega, Owain Sinpiernas y todo el resto de los desgraciados de la aldea han sido renovados por su milagro. Incluso los serjants y caballeros, tan cínicos bajo el mando de Guy, se han convertido de pronto en eruditos bíblicos, en grandes contempladores de la vida de Yeshua ben Miriam. Otra carcajada brota en él al pensar en su padre adorando como un judío, y en el formal Harold Almquist y en el prosaico Denis Hezetre dejándose crecer barbas rabínicas.

Otra ola de preocupación lo embiste entonces y la sonrisa desfallece. Se detiene ante la vía que conduce al castillo y se pregunta si debe decírselo a los demás. ¿Habrán de cabalgar mañana contra Guy los hombres creyendo que luchan —y mueren— por la Dama del Grial?

Camina por el campo hacia el establo, hasta un taburete olvidado por el pastor, y se sienta.

Eleva hacia el castillo la mirada, esa cosa compacta al resplandor de las antorchas que es como una masiva pieza de ajedrez de los cielos enraizada en las sombras. Los centinelas de las murallas lo ignoran, sin percibir que una figura insignificante en la oscuridad, entre las vacas mugientes, podría portar un secreto que decidiese su destino.

Sobre las agujas del castillo, parpadean las distantes antorchas del cielo. Hay un Dios, cree Thomas al tocarle el alma la mística belleza de la noche. Y todo este mundo es su capilla.

Con estas palabras, dichas silenciosamente para sí mismo, tiene él su respuesta: las vidas en este castillo y en la abadía donde él vivió tanto tiempo —y por eso mismo, las vidas en todos los castillos y abadías, en todas las sinagogas y mezquitas, en todas las ciudades y aldeas del mundo-todas existen juntas en la casa de Dios.

Thomas se pone en pie. No le dirá a nadie más que a Dios lo que Raquel le ha contado.

Mañana estos hombres lucharán y morirán por la Dama del Grial porque es real. Al igual que su tío es real. Si Guy Lanfranc prevalece, todo volverá a ser como antes. La gente del pueblo perderá sus cerdos y la capilla que todavía puede edificar de las ruinas del Alto de Merlín. Su madre y sus hermanas perderán sus trovadores y cortes de amor. Pero todos perderán aún mucho más.

Perderán a la Dama del Grial y la esperanza sustentadora del Divino que Raquel Tibbon ha creado a partir de la maldición de una anciana.

Raquel no puede dormir. Ha encendido todos los candiles de su dormitorio y ha hecho traer aun tres más. Ansía luz, luz suficiente para dejar afuera la noche. Ahí en las sombras una turba asesina acecha, esperando la aurora para atacar. Tienen rostros diferentes de los que ella recuerda de su infancia, pero es la misma canalla que destruyó la finca de su familia, que sacrificó a sus tíos y primos, y que obligó a sus padres a matar a sus hijos y a sí mismos. Y ahora vienen a por ella.

Cada llamita se yergue en la boca de cada una de las lámparas, delicada y alerta.

Sentándose en la cama, las observa y querría absorberlas por los ojos para iluminar la oscuridad de sus adentros. Sabe que vería el vacío conteniendo todos sus recuerdos, que su miedo se apocaría y volvería a su sitio en lugar de henchirse envolviéndola. Si pudiera dejar entrar luz bastante, sus membranzas serían sólo membranzas y no agüeros. Se recuerda a sí misma que esta es una guerra que la gente quiere emprender para contener a Guy Lanfranc. Esta no es su guerra.

Los recuerdos de la masacre de su familia son sólo recuerdos, se dice una y otra vez. Con suficiente luz en su interior, lo vería así. El mañana tiene su propia libertad para ser lo que ha de ser.

Su rumiar es interrumpido por un golpe en la puerta. Ella ha pedido a sus doncellas que la dejen sola y abre esperando un heraldo con noticias de los batidores. En lugar de este, es Thomas quien se yergue allí, suave y contrito el rostro. Raquel oculta su sorpresa, despide a las criadas que revolotean ansiosas detrás del joven y le invita a pasar.

«Raquel», dice el muchacho una vez cerrada la puerta. «No tenía que haber corrido como lo hice».

Raquel siente los flancos de su cuello y sus mejillas cálidos de alivio. «Yo no debería haberte mentido… ni a ti ni a nadie».

Thomas sonríe con gentileza. «No una mentira. Una historia. Hay diferencia».

«¿La hay?», pregunta Raquel esforzándose en percibir si está burlándose de ella.

«Sí. Una decibe. La otra concibe. El bien que tú has concebido durante el escaso tiempo entre nosotros… eso es realmente un milagro».

«Me temo que es más una maldición que un milagro haber llevado este castillo al borde de la guerra».

Thomas alza las cejas. «¡Pero no lo has hecho! La causa es mi tío. Y me sorprende que no haya golpeado antes».

El dolor arredra la mirada de Raquel. «El abuelo… y Dwn… ambos fueron asesinados por él, estoy segura. Tengo tanto miedo por los muchos que morirán mañana».

«Aquí en la Marca, siempre ha habido guerra, Raquel. Si tú no hubieses venido, los mismos hombres formados contra nosotros mañana habrían caído en el asedio al castillo de Neufmarché».

«Me sometería a Guy, si eso fuera lo mejor para el resto. El alma de mi abuelo no quiere venganza».

Thomas coge a Raquel por los hombros. «Cuando nuestro castillo luche mañana, no será por venganza, sino por el bien que hemos conocido con la Dama del Grial».

«Entonces… ¿es verdad mi historia en tu corazón?».

Mira el palor del rostro de Raquel, sus ojos redondos como la noche. «Que esta noche sea la única en que tu historia no es verdad, la única en que no eres mi abuela sino la mujer que eres realmente, Raquel Tibbon». Impetuosamente, besa su boca.

Por un supremo momento, él la siente resistirse, rendirse luego y abrazarse por fin fuerte a él.

Thomas la hace sentar y se arrodilla ante ella. «¿Dudas de mi sinceridad?», le pregunta.

«Creo en la sinceridad de mi amor por ti», responde ella. «No he sentido esto por nadie más».

Cuidadosa, solemnemente, Thomas empieza a desnudarla y ella hace lo mismo con él.

Contemplan uno la desnudez del otro, arrobados al principio, sintiéndose y acariciándose, aturdidos. Luego, tornan a besarse, tocando como nunca antes tocaran.

Cuando Thomas corre las cortinas del lecho enclaustrándolos en las sombras ambarinas de una amorosa solitud, un pensamiento gris de batalla reclama a Raquel otra vez… ¿Dónde estarán mañana a estas horas?

«No tengas miedo», le susurra él y le acaricia el cabello sable. «Existe sólo esta noche… y mientras dure, estaremos juntos».

Raquel cierra los ojos y lo atrae hacia sí. No permitirá que el miedo le robe este momento, el único, acaso, en que conocerá el amor. Deja que el vacío de su dolor se lleve el miedo y se imagina flotar, planear en los cielos con Thomas.

Abre los ojos y lo ve encaramarse a ella. Una puñalada de dolor los une; un grito se expande en su garganta en una honda aspiración, y luego en un suspiro agudo. Ungidos por lustroso calor, se adunan, y sus cuerpos fundidos arden en ígnea conmoción de miembros. De un modo torpe y extraño al principio, y después en perpetuo delirio, hallan el ritmo de su evasivo placer y se deslizan uno en los brazos del otro, flexibles y astutos como antiguos amantes.

Más tarde, yacen como clavados juntos, exhaustos del hambre implacable del uno por el otro. Entonces, la dicha desmaya hacia la desesperanza de mañana. Y desde este momento fulgurante, el futuro se entenebrece.

La campana de la capilla repica furiosamente contra la incandescente aurora. Raquel asoma la cabeza al corredor para recibir la noticia de que se está convocando a todo el mundo a la capilla. Rechaza a las doncellas que se ofrecen para ayudarla a vestirse.

Cuando ella y Thomas alcanzan la capilla, todos están ya reunidos allí. Los gremiales y sus familias, que abarrotan la puerta, se apartan para dejarla pasar. En el altar, maese Pornic aguarda rodeado de serjants. Con sus mejillas hundidas y las cuencas oscuras de los ojos, parece un cadáver.

Raquel se detiene en el cancel ante el altar. «¿Quién ha hecho sonar la alarma?».

«Yo lo he hecho», responde un soldado de hombros macizos con rostro de fiera fealdad, Gervais, el caboral de serjants. «Maese Pornic asegura que no sois la baronesa Ailena Valaise. Dice que sois, en realidad, una tal Raquel Tibbon, la nieta del rabí».

El rostro de Raquel lividece. Mira severa a maese Pornic. «¿Por qué fomentáis esta mentira el mismo día en que el destino de nuestra fortalece está por decidirse?».

«No es una mentira», dice vibrante el santo varón. «Juro por la sangre de Cristo que es la verdad».

La asamblea contiene la respiración; ecos de sus murmullos excitados recorren la abovedada capilla.

Raquel trata de dominar su pánico y dice con voz trémula que los demás toman por rabiosa, «Desde mi retorno, habéis tratado de hundirme, Pornic».

«Vos os habéis hundido a vos misma. He tenido el privilegio de enterarme de la verdad gracias a uno de entre nosotros en quien confiasteis».

Raquel mantiene la mirada fija en el abad, sabiendo que si observa siquiera de reojo a Thomas se traicionará ante la asamblea. Su garganta está demasiado tensa para hablar. ¿Puede ser cierto?

«Thomas Chalandon ha confesado lo que vos le contasteis, Raquel Tibbon». Maese Pornic señala con un dedo entortijado a Thomas. «He traicionado tu confianza, Thomas. Y por ello Dios me castigará. Pero no puedo permitir que hombres buenos mueran defendiendo una mentira».

Durante casi una eternidad, Thomas permanece paralizado y perplejo. Siente los ojos de todos los reunidos sobre él y comprende que la ingenuidad de su fe ha condenado a muerte a la mujer que ama. «¡No!», grita, avanzando hacia el altar, oscura de furia su faz. «¡Nunca he dicho nada semejante!».

Maese Pornic abre la boca, espantado. «¡Thomas! No niegues ante mí la verdad. Tu alma está en peligro. ¡Una sola alma perdida por esta farsa y serás condenado a la maldición eterna!».

«¡Nunca he dicho lo que afirmáis!», insiste Thomas con todo su aliento. Se vuelve y enfrenta a la pasmada muchedumbre. «¡Está mintiendo! Está celoso del milagro de mi abuela».

«Thomas está enamorado de Raquel Tibbon», proclama maese Pornic. «Cebaría esta mentira en aras de su sola lascivia egoísta».

«¡No es verdad! Esta mujer es mi abuela».

Maese Pornic llama al altar a dos de las doncellas de Raquel, que se encuentran entre la turba. «¿Estuvo Thomas Chalandon con vuestra señora en su dormitorio esta noche?».

«¿Qué demuestra eso?», grita Thomas. «¿Es que no puedo departir con mi propia abuela?».

«¿A qué hora dejó el dormitorio?», inquiere el abad.

«Al alba», dice una de las criadas, y la otra asiente. «Cuando repicó la campana de la capilla».

Alaridos de escándalo erupcionan de la asamblea. «¡Impostora! ¡Bruja! ¡Diablo!».

«¡Arrestadla!», exclama un serjant desde la turba.

Raquel se mantiene impasible, fríos los ojos y fijos en maese Pornic, que la contempla con mirada piadosa.

«¡He pasado la noche deliberando con mi abuela sobre los asuntos de la batalla!», protesta Thomas, pero su voz se pierde en el tumulto de gritos conmocionados y el babel de farfullidos.

Mira a Raquel incitándola a hablar por sí misma. Ahora sólo ella puede hacer cesar el bullicio.

Pero ve su faz cerosa y sabe que está perdida.

Clare, de pie, las manos en la boca, contempla a su hijo con ojos amedrentados. Junto a ella, el padre de Thomas abate la cabeza y sus hermanas discuten una con otra. Harold y Gianni están mudos, atónitos. Sólo Denis brama entre la turba tratando de imponer silencio. Pero lo ignoran. Maese Pornic se ha ganado serjants suficientes con los terrores del infierno y no hay posibilidad de calmarlos. Y los gremiales ahora, reconociendo la oportunidad de proteger sus intereses de los estragos de la guerra, chillan, «¡Lanfranc! ¡Lanfranc!».

Cuando William y Thierry cogen a Raquel por los brazos para llevársela, ella logra mantener alta la cabeza, logra incluso dilatar las aletas de la nariz en gesto enfurecido, recordando desesperadamente su entrenamiento aunque sus entrañas se acalambran de pánico.

Raquel contempla desde su ventana el recinto interior y la cortina de muralla que lo rodea.

Los pocos serjants aún leales han tomado posiciones en las torres que defienden el portal interior.

Sin ellos cubriendo el puente levadizo con sus ballestas, los gremiales habrían irrumpido en el palais y convertido la ejecución de Raquel en un auténtico espectáculo. Oye ahora sus voces distantes: «¡Quemad a la hereje! ¡Quemad a la judía impostora!».

Las voces de la turba suenan pequeñas y muy lejanas, como las voces de los muertos que un día poblaron su sangre… hasta la muerte del abuelo. Ahora que nadie la ve, suelta las riendas de su temor. Las manos sobre el rostro lívido tiemblan y querría llorar, asustada de lo que la canalla pueda hacerle… pero el miedo al miedo se lo impide.

Abajo, ve a Thierry cruzar el patio apresurado y la bandera del Cisne, que ha arriado de la torre del homenaje, arrastrada detrás, flácida como una mortaja.

«¿Se lo confesaste al abad?», pregunta a Thomas Denis mientras atraviesan corriendo la plaza. La mayoría de los gremiales y sus familias se apiñan ante el portal interior, y la gente que vaga perpleja alrededor de los talleres murmurando con grave consternación son villanos y sirvientes cuya simpatía está con la baronesa.

Una lechera aferra el brazo de Thomas. «Amo Thomas, decidnos la verdad. ¿Quién es la baronesa?».

«Es mi abuela, la Dama del Grial», responde Thomas con fervor. Su ira contra maese Pornic por traicionar su confianza y poner su amor en peligro le ofrece una pronta defensa: «El abad miente pensando evitar un gran mal con otro menor. Pretende impedir la guerra con una mentira».

La lechera sonríe con gratitud y desaparece gritando, «¡Valaise!».

«Los villanos tienen fe en Ailena», dice Denis. «No han olvidado que maese Pornic destruyó la Sagrada Faz y maldijo su templo. Ni olvidan tampoco cómo les arrebataron los gremiales los cerdos que la baronesa les había dado. Si pudiésemos reunirlos y traerlos al castillo, los serjants que William comanda no se nos resistirían».

Thomas arroja una preocupada mirada a la puerta frontal, donde una piña de serjants se alza ante el bajado rastrillo. «Los hombres leales a grandmère retienen la puerta interior para proteger a la baronesa. Pero estos son hombres del abad. No nos dejarán pasar».

Denis da una palmada en el hombro de Thomas. «Tienes que abrir esa puerta… y tienes que mantenerla abierta hasta que vuelva con la gente del pueblo».

«Yo…», la boca de Thomas labora sin llegar a hablar.

«Recuerda quién eres. Con tu abuela bajo arresto y tu tío ausente eres, por derecho de nacimiento, el legítimo señor de este castillo». Se suelta la espada y se la ofrece a Thomas. «Coge esto y úsalo si debes. Ahora ve. Buscaré mi caballo».

Denis corre hacia las cuadras y Thomas observa la puerta. Allí, los corpulentos soldados cambian hoscas palabras entre ellos. Se ciñe la espada a la cintura y se la acomoda mientras camina, tratando de que al colgar no le estorbe. Pero esta sólo pendula a su costado, como un apéndice antinatural. A medida que se aproxima a los portales, oye el nombre de su tío pasar de boca en boca con frío respeto.

«Habrá lamentaciones en el campamento de Howel cuando se enteren del retorno del Lanfranc», dice uno de ellos.

«Y no habrá menos lamentos en la fortaleza de Neufmarché, como Branden se atreva siquiera a cortar leña en las tierras en disputa».

«Guy tendrá a Neufmarché cagando verde dentro de una semana».

Thomas se detiene ante los hombres, que lo ignoran hasta que les dice, «Abrid la puerta y levantad el rastrillo».

Los serjants interrumpen su cháchara y contemplan al joven con una mezcla de regodeo y fastidio. «Vuelve al palais, chico. Tu madre puede necesitarte».

Los hombres ríen. «¡Ha perdido a su madre! ¡Ve y consuélala!».

«¡Abrid esta puerta de inmediato!», grita Thomas.

Las carcajadas de los serjants restallan más fuerte.

Thomas desnuda la espada, sorprendido de qué rápido el filoso acero se desliza de la vaina. El arma queda como suspendida en el aire, tan perfectamente equilibrada está. Las risas cesan y los rostros de granito le dirigen miradas frías, pétreas.

«Aparta eso, chico. No saques la espada a menos que estés dispuesto a usarla».

«La usaré, si no abrís la puerta».

El serjant más cercano desenvaina. Thomas se vuelve hacia él para enfrentarlo. Con un solo gesto de abajo arriba, el serjant golpea poderosamente la espada de Thomas arrancándosela de la mano y haciéndola repicar en el pavimento.

«Vete con tu mamá de una vez», le increpa el serjant, posando el filo de su acero en la mejilla de Thomas, «o dejaré mi señal en tu bonito rostro».

Rabia llamea a través del pasmo de Thomas. «Cortadme, serjant, y os veré bailar en la horca. ¿No sabéis quién soy?».

«Te llaman Tom el Soñador», responde el serjant con sonrisa maliciosa. «Tendrías que tener la cara metida en un libro, Tom, no en la punta de mi espada».

«Soy el sobrino de Guy Lanfranc», dice Thomas fríamente. «Vas a verter la sangre de su hermana, que corre por mis venas, y eso no le gustará ni siquiera a él». Con un dedo, Thomas aparta la hoja de su mejilla. «Guárdate el arma y abre la puerta. O me ocuparé de que pases el resto de tus días como jefe de letrinas».

La faz del serjant se tensa y su espada se alza amenazadora. «Tú hijo de pu…».

El resto de los serjants lo agarran y se lo llevan. «Haz venir a Gervais», le dice uno al portero.

Thomas recupera su acero y lo envaina. Un momento después, el caboral de serjants emerge de la torre. Los soldados abren paso al personaje de hombros torunos.

«Caboral, abrid esta puerta», ordena Thomas.

«¿Por orden de quién, micer Thomas?».

«¿Por orden de quién está cerrada?», replica Thomas.

«Sir William dio la orden».

«Yo hablo por la baronesa», dice Thomas. «Abrid la puerta y alzad el rastrillo».

Gervais agita su masiva cabeza. «Sabéis que no puedo hacer esto, micer Thomas».

«¿Por qué no? ¿No sois un vasallo juramentado de la baronesa? ¿Carecéis pues de palabra y de honor, caboral?».

La cicatriz que cruza el ojo derecho de Gervais se crispa. «He probado con sangre mi honor. Sin embargo, ya no estoy ligado a mi vasallaje. Maese Pornic ha dicho que esa mujer no es la baronesa. Que es una judía».

«¿Ailena Valaise una judía?», ríe Thomas. «Sois un tarugo, Gervais, si os creéis eso. ¿Habéis visto una judía alguna vez? Maese Pornic os ha engañado, porque sabe que es la única forma de quebrantar vuestra devoción hacia la baronesa. Jamás le confesé nada parecido».

«¿No lo hicisteis?», inquiere Gervais, bizqueando su ojo sano con desconfianza.

«¿Esperáis que creamos que el santo varón ha mentido?».

«Maese Pornic está consagrado a la Iglesia, no a nuestra baronía. Aborrece a grandmère por realizar el culto tal como Jesús lo hacía en lugar de imitar a los apóstoles, que vinieron después de Él. Esto constituye una herejía para el cura y, por combatirla, haría lo que fuera, aún más que mentir. Incluso fornicar, si fuera necesario».

Varios de los serjants se carcajean y Gervais asiente, comprendiendo ahora. «Hemos jurado honrar y servir a la baronesa Ailena Valaise, no a la Iglesia», anuncia Gervais. «¡Abrid la puerta! ¡Alzad el rastrillo!».

Viendo que Thomas se ha ganado a los soldados, Denis monta y cabalga a través de la plaza. En los portales, se detiene, hace un gesto a Thomas con la cabeza y galopa a través del puente y por el camino que conduce a la aldea.

«¿Quién ha abierto la puerta?», grita hosca una voz aproximándose. William Morcar llega a grandes zancadas desde los barracones. «¡Bajad el rastrillo! Nadie debe ser admitido sin que yo lo reconozca».

Los serjants se acobardan, pero Gervais lo detiene con una mano alzada. «Sir William, micer Thomas habla por la baronesa».

«¡Loco!», ladra William. «¿No oíste al maese? ¡Es una impostora! ¡Una judía!».

«El abad mintió», dice Thomas definitivo. «Ailena Valaise es la señora de esta fortaleza, William. Ve y ponla en libertad de inmediato o serás castigado por traición».

William arremete contra Thomas, lo agarra por la túnica y lo levanta sobre las puntas de los dedos de sus pies. «Escúchame, enternecido bobo, esa judía nunca volverá a mandar aquí. El verdadero legado de este dominio viene ya de camino hacia la fortaleza. Si te atreves a desafiarlo, tú y tu amante judía seréis quemados por herejes».

«Gervais…», grazna Thomas.

El caboral de serjants posa una masiva mano en el brazo de William. «Soy el vasallo de la baronesa, sir William», dice Gervais en tono apologético pero firme. «Mis hombres me seguirán».

William lo observa confundido. «Pero… ¿creéis a este… este hijo de trovador que no es ni siquiera caballero, que ha arrojado su sotana? ¿Le creéis por encima de la palabra de maese Pornic, un verdadero servidor de Dios?».

Gervais aparta las manos de William de encima de Thomas. «Yo no soy un clérigo, sir William. Soy un soldado y un vasallo juramentado. Mi lealtad no puede vacilar sin más motivo que rumores. Dadme una prueba de que milady es una impostora y yo mismo la ataré a la estaca y prenderé el fuego».

Un rumor multitudinario llega ahora a través de la puerta. Denis cabalga orgulloso sobre el puente levadizo conduciendo a la gente del pueblo. Se habían reunido en el puente de peaje cuando vieron arriar del torreón la bandera del Cisne y ahora irrumpen gritando, «¡Valaise! ¡Libertad a la baronesa de Valaise!».

William aprieta los dientes, gira sobre sí mismo y se aleja de la turba impetuosa de villanos. Thomas corre a la cabeza de la multitud, se coloca junto a Denis y acompasa a la marcha de su corcel su caminar. Cuando los gremiales los ven venir, sus gritos desfallecen, protegen con sus espaldas a sus mujeres y niños y retroceden contra el foso.

Denis detiene la tropa de aldeanos cruzando el caballo delante de ellos. «¡Esta es la fortaleza de Ailena Valaise!», grita. «¡No deshonraremos a la baronesa matándonos unos a otros!».

Da la vuelta a su montura y se dirige a los gremiales: «Aquellos de vosotros no dispuestos a permanecer con la baronesa y a defenderla partid ahora y buscad fortuna en otra parte».

Algunos de los gremiales recogen a sus familias y avanzan. Denis y Thomas les abren camino a través de la multitud, y aquellos se retiran bajo potentes abucheos y silbidos. Cuando el portal interior se abre, emerge Thierry acompañado por cinco serjants; Hellene y Hugues le siguen, implorando al joven caballero, «¡Llévanos contigo!».

William agarra el brazo de su mujer y la detiene en el puente levadizo. «¡Llévate a Hugues de vuelta al palais!», ordena.

Hellene está ciega de pánico. «¡No! ¡No nos dejes atrás!».

El rostro denso de William parece añublado. «Volveremos a por vosotros», promete con afecto. «Estáis más seguros aquí que en el campo». Cabecea a Hugues. «Cuida a tu madre de todo peligro».

«Quiero ir contigo, padre», insiste Hugues. «Soy lo bastante mayor para luchar».

William le da una palmada en el hombro y engarabata una media sonrisa. «Habrá otras batallas, hijo, está seguro de ello. Pero ahora tengo que confiar en ti para que protejas a tu madre y a Madelon. ¿Dónde está tu hermana?».

«La vi con el canónigo», dice Hugues. «¡La Imitadora dice que se van a casar!».

La faz de William se enciende de carmesí con el grito que reprime y hace ademán de marchar hacia el recinto interior.

Thierry le aferra el codo. «Padre, no ahora. Nos encontraremos con Rieti en el campo de batalla».

William deja que su hijo se lo lleve y masculla, «Tenía que haberlo capado cuando tuve la oportunidad».

«La Imitadora nos habría hecho encerrar en las mazmorras», lo consuela Thierry. Con una sacudida de su cabeza indica a Hugues que se lleve a Hellene de vuelta al recinto. «No tardaremos en vengarnos».

Padre e hijo marchan decididos a través del puente y de la turba de villanos, sin mirar a Denis ni a Thomas.

Desde la capilla, maese Pornic y Gianni Rieti ven a William y sus compañeros sacar los caballos de los establos y ceñirse las armas.

«Has perdido la protección de la Iglesia, hijo mío», le dice a Gianni el abad. Mira al interior de la capilla, donde Madelon permanece en la oscuridad, fuera de la vista de su padre y su hermano. «No vayas a perder el alma también. Olvida esa mujer que te tienta con la debilidad de la carne. Te lo imploro, ven con nosotros y usa tu espada para vengar el engaño que te ha hurtado a la gracia de Dios».

Gianni sacude la cabeza. «No puedo, padre. Cualquiera que sea la gracia que Dios me ha mostrado, esta ha llegado a través de una mujer. Sea baronesa o judía me alzaré o caeré por ella. Y Madelon. He derrochado mi vida corriendo tras el deseo y huyendo de sus consecuencias. Con Madelon, mi deseo ha encontrado una patria y, con ella, la misma idea de deseo es transformada y santificada».

El abad se santigua. «La mujer es el instrumento del Diablo».

«No, padre». Gianni sonríe tolerante. «Vuestra ignorancia os puede. La mujer es un milagro que aún estáis por entender».

El sacerdote frunce con escepticismo el ceño. «¿Nada de lo que diga te hará cambiar de parecer?».

Gianni mueve negativamente la cabeza.

«Entonces, que Dios te proteja», murmura maese Pornic y desciende los peldaños hacia la mula que se lo llevará de allí.

Gianni observa con dolor al buen número de serjants que montan y forman filas tras el abad, William y Thierry. Cuando el rastrillo cruje al cerrarse tras ellos, musita, «Dios nos proteja a todos nosotros».

En la cámara del consejo, rostros serios observan a Raquel cuando ocupa su lugar en el sitial de estado. Ningún escape se ofrece en las miradas solemnes que la fijan en su papel. Sólo Thomas, que la contempla con orgullosa atención, no la ve como la baronesa. Sus padres, Gerald y Clare, se sientan en el extremo opuesto a ella de la larga mesa conciliar, cogiéndose ansiosos las manos, anhelando oírla hablar. Denis está sentado a su derecha, frente a Rieti, y comparte con Harold y Gianni, a la izquierda de Raquel, su mirada fervorosa. Todos ellos saben lo que debe ocurrir. Sólo Ummu, sentado en el hueco de la ventana con su mono, la atisba con pugnaz regodeo, desafiándola a decir algo significativo antes de la destrucción que está por llegar.

Los ojos centelleantes del enano inspiran la duda a Raquel. Baja la cabeza como en plegaria y busca el Grial dentro de sí. Está ahí… fulgurando como el oro pero vertiendo sangre tan vivamente que su cabeza salta hacia atrás con sorprendida expresión. Desde su deambular por las forestas salvajes, su locura ha remitido. Pero ahora se estremece con estupefacta cercanía a la insania. Del cáliz de su destino rebosa la sangre que será derramada hoy. Y ve con triste clarividencia que la matanza por venir está ya dentro de ella.

Mira alrededor con un miedo que ve reflejado en las pupilas confusas de los caballeros y de Clare. Sólo una confesión completa puede evitar el desastre, piensa, y dice en voz alta, «He sido demasiado egoísta. Nadie debe morir por mí».

Thomas se inclina hacia delante para captar su atención y sacude la cabeza, urgente el rostro.

«Milady», interviene Denis. «Sabemos que estáis atormentada por la inminencia de la sangre que se derramará. ¿Cómo podríais negar vos la gracia de Dios que os ha cambiado y sentir de otro modo? Pero, estad segura, no hemos de luchar tanto por vos como por vuestro reino, el reino de Yeshua, el reino del Grial».

Raquel se ve abatida. Una ráfaga fría sopla desde su corazón, mientras ella intenta recuperar la paz que conquistó en los bosques. Se ha desvanecido; el vacío cristalino que creyó haber vislumbrado es ahora una mera ilusión. Todo se arremolina rápidamente en torno a ella, los rostros compungidos de estos hombres dispuestos a morir porque creen su historia e incluso los pequeños ojos fríos del enano en cuyo brillo desafiante está escrita la verdad.

«¡No puedo hacer esto!». Se levanta y debe apoyar en la mesa las yemas de sus dedos para reencontrar el equilibrio. «No puedo».

«¡Grandmère!», exclama Thomas con voz tajante y poniéndose en pie. «Tú y la tierra sois una».

Raquel le sostiene la fogosa mirada y su corazón galopante bate aún más fuerte.

«Sean cuales sean las consecuencias», continúa Thomas, «tenemos que combatir a Guy. Por el mismo país, por la misma tierra. Por los villanos que trabajan en él».

«Todos ellos van a la oscuridad», musita Raquel. El viento frío de su trémulo corazón lanza hórridos recuerdos a través de ella, imágenes fragmentadas de cuellos yugulados y de cadáveres apilados como leña. Lo que está por llegar ya ha ocurrido, ocurrirá siempre. «Todo va a la oscuridad».

Los caballeros cruzan miradas de alarma. Clare hace ademán de querer levantarse, acercarse a su madre y confortarla, pero Gerald la detiene; quiere oír su destino en las palabras de la baronesa. Gianni se santigua y comienza una silente plegaria.

Thomas apoya sus manos en la mesa, se inclina hacia delante y dice fieramente, «¡Has ido demasiado lejos para pararte ahora!». Su fervor se suaviza en anhelo y boquea sin voz,

«¡Recuerda!».

En esa mirada doliente Raquel ve, más allá de su propio miedo desamparado, la calma que aceptó la noche anterior con este hombre, la paz que halló en sus brazos después de que sus pasiones les hubiesen arrancado el ardor de su anhelo. El viento frío por sus venas desfallece. Las imágenes sangrientas que acongojan su cerebro se desvanecen. Exhala un fuerte suspiro y una sonrisa fugitiva toca su angustiada faz. «He llegado demasiado lejos». Asiente, dirige una mirada ecuánime a Clare y a cada uno de los caballeros y, finalmente, dirigiéndose a Ummu, dice, «Os pido que perdonéis tanto el bien como el mal. No todo irá bien… a menos que pongamos de nuestra parte».

Thomas se sienta, desliza una mano en su jubón para aferrar el crucifijo y da las gracias a Dios. Hoy habrá guerra. Pero sin ella, habría habido tiranía; y de esta, disfrazada de gobierno justo y de Iglesia, ha habido ya bastante. Da gracias a Dios por inspirar en su abuela la idea de enviar a Raquel para liberarlos de toda la estulta tiranía de sí mismos. Sea el que sea el resultado de la batalla de hoy, ellos ya no están escondidos en sus destinos. Grandmère les ha dejado sin su concha protectora, los ha empujado a luchar, a sangrar, a morir por aquello que quieren ser.

«Clare», dice Raquel con nueva voz de autoridad. «Quiero que prepares el gran salón para recibir a los heridos. Ve ya, y mándanos de camino a los serjants que no estén de guardia».

Clare, lívida y estremecida, se apresura a dejar la cámara.

«¿Cuánto tiempo tenemos antes de que llegue Guy?», pregunta Raquel.

«Si esperamos hasta entonces», responde Denis, «será demasiado tarde. Con los campos y la aldea en manos enemigas nos veremos forzados a encerrarnos en el castillo, y carecemos de recursos para soportar un asedio. Tenemos que enfrentarlo en campo abierto antes de que nos atrape aquí».

«Entonces hay que avanzar de inmediato», dice Raquel.

«Si no es demasiado tarde ya».

Gervais entra con una docena de serjants, que se alinean ante los frescos de la pared asustando a Ta-Toh, oculto ahora detrás de Ummu.

«¿Cuántos hombres se han pasado a Guy?», pregunta la baronesa al caboral de serjants.

«Más de un tercio, milady», repone Gervais. «Pero los que quedamos… estamos dispuestos a rendir nuestras vidas para detener a sir Guy y a sir Branden».

«¿Podemos detener a las fuerzas dispuestas contra nosotros, Gervais?».

«Para ser precisos milady, nos superan en número», responde Gervais. «Pero la diferencia tampoco es tanta. Y por la Dama del Grial, nosotros lucharemos bravamente».

«Gerald», dice Raquel, «tú te quedarás al mando del castillo».

«Lady…». Gerald se pone en pie. «Es verdad que no estoy armado caballero y que soy un simple trovador, pero puedo montar y no soy demasiado torpe con la espada. Con vuestro permiso, tomaré las armas».

Raquel siente una punzada de temor pero la ignora y asiente. «Denis, carezco de arte para la estrategia bélica. Confío en ti para que seas mi maestro de armas».

«Conduciré a los hombres con mi mejor astucia».

«Tú los conducirás…», replica Raquel, «pero yo abriré la marcha a la batalla».

Protestas colman la cámara hasta que Raquel levanta ambas manos.

«Portaré el estandarte del Cisne a la batalla», anuncia con firme resolución. Por fin ve con claridad, por fin capta el significado de la sangre en el Grial. Es la sangre del sacrificio, el sacrificio que se negó a aceptar cuando su padre dio muerte a su familia y a sí mismo. Con la certeza de los once años que ha pasado mirando hacia otra parte, sabe que no puede volver a hacerlo. «No me esconderé tras estos muros mientras mis hombres luchan por mí. Cuando mi destino se decida, yo estaré allí para verlo por mí misma».

«Lady», objeta Gianni. «Una batalla no es un torneo. Es un caos salvaje. Si estáis allí, necesitaréis protección y eso sólo distraerá a los soldados de la labor de luchar».

«No estoy de acuerdo», interviene Gervais. «¿No es acaso nuestra baronesa la Dama del Grial? Con ella en el campo, los hombres lucharán con más fuerzas».

«Pero el enemigo tendrá un blanco prominente que atacar», contradice Harold.

Raquel interrumpe el debate que empieza a extenderse: «Se ha acabado el tiempo de las discusiones. Denis, estás al mando. Llévanos a la batalla. Si el rabí está en lo cierto y nosotros somos las manos de Dios, hay mucha labor por delante».

Raquel busca a Thomas fuera de la armería del torreón, donde los caballeros y serjants se están ciñendo las armas y aparejando sus caballos para el combate. Thomas viste una cota de malla y una cofia de almete como los demás, y está examinando la cincha de su corcel cuando ella lo llama.

«Mi amor, tú fuiste mi fuerza en la cámara del consejo», le agradece Raquel cuando el joven se aparta de su escudero. «Había olvidado la paz que hallé contigo hasta que me la recordaste. Ya no hay vuelta atrás».

Por un instante, Thomas contempla incrédulo sus negros pantalones de montar y su armadura. Sobre su gambesón rojo, un jubón acolchado de denso y prensado algodón, Raquel viste una cota de malla talar. Lleva el pelo sujeto por detrás y elevado en un moño que le impida enredarse en los anillos férreos de la cota. «La batalla será demasiado peligrosa», le advierte.

«Deberías quedarte».

«Fuiste tú quien hizo necesario este riesgo, Thomas», dice ella con fría simplicidad, «cuando me impediste decir la verdad».

«¿La verdad?». Thomas sacude la cabeza y toma con los dedos su mentón para mirarla a la profundidad de sus ojos. «¿Qué es la verdad, Raquel? ¿Que eres una judía? Entonces también Cristo lo es… y cientos de mártires y cruzados han muerto por un judío; entonces, toda la cristiandad adora a un judío. No. Cristo no es un judío. Jesús lo era, pero Cristo no. Cristo lloró sangre para que la Copa pasase de él. Pero la Copa no pasó. Y así, tampoco tú eres una judía. Has bebido de la misma Copa, has bebido del Grial. No eres mi abuela… pero eres una baronesa. La verdad es lo que nosotros hacemos de ella».

La mirada de Raquel se ahonda, y ella siente indignación. Hay una verdad… existe una verdad, ni oculta ni separada. Lo sabe de sus largos años de atenta observación. La verdad no le deja elección: debe actuar, debe culminar el destino que emprendió cuando apartó la vista de su familia once años atrás. Y no volverá a hacerlo. Enfrentará la verdad hoy en el campo de batalla.

Sin importar lo amarga que esta sea, ella será por fin ella misma.

Coge la mano de Thomas. «Recuerda que fuiste mi fuerza anoche, y en la cámara del consejo, e incluso ahora». Sus doncellas emergen a través del tumulto de pajes que distribuyen armas y anuncian que su corcel está preparado. Ella las detiene con un cabeceo. «Pero estás equivocado acerca de mí, Thomas. Eres mi fuerza… porque estás equivocado».

Parte rodeada por sus ansiosas doncellas y él la ve desaparecer en la multitud de hierro fulgurante.

Clare y Ummu están en la barbacana cuando la Dama del Grial sale del castillo guiando al ejército. Ta-Toh se encarama al muro erizado de puntiagudas estacas, saludando y graznando en imitación de la turba de villanos alineados en el camino al puente de peaje. Buscando en Ummu el conforto, Clare le aferra la mano cuando ve a Gerald cabalgar a la batalla. «Es para lo mejor, ¿verdad Ummu?», pregunta enjugándose las lágrimas.

«Lo mejor a menudo exige lo peor», responde él con la vista fija en Madelon, que está frente a él, al otro lado del camino. Su madre y su hermano Hugues están ostentosamente ausentes entre los reunidos allí para despedir con sus mejores deseos a las fuerzas del castillo; el enano sabe que la muchacha ha acudido sólo a decir adiós a Gianni.

Cuando el caballero italiano pasa montado en su bridón árabe, Ummu alza su mano con gesto de bravura. Gianni le guiña un ojo amoratado; luego dirige una mirada larga e intensa a Madelon. El enano agita su mano al vacío y se encoge de hombros. «Y lo peor de todo es ser derrotado».

«Huirán a la desbandada». Guy está convencido. Cabalga entre Roger Billancourt y Branden Neufmarché, armado con cota de malla, coraza y grebas, y su yelmo reposa en el arzón para poder gozar de una amplia perspectiva del terreno.

«¿Cómo puedes estar tan condenadamente seguro?», le pregunta Branden con amargor.

Vistiendo armadura completa, está exhausto de la irritante y agotadora cabalgada. «Lo único que he oído decir a nuestros hombres desde que acampamos anoche es lo extraordinaria que resulta la Dama del Grial. Dicen que es capaz de aturdir con sus encantamientos, tal como hizo con su nieto Thomas. Y con Erec el Bravo, en el torneo. Dicen también que el fuego del Diablo brota del infierno cuando lo ordena, y que así fue cómo arrasó a los hombres de Dic Cuchillolargo».

«¡Cretineces todo!». Guy le dirige una mirada siniestra. «¿Y tú te crees semejantes fantasías, Branden?».

Branden lo desmiente con una risa deshumorada. «No yo. Pero maese Pornic dice que es una judía y todo el mundo sabe que los judíos practican la nigromancia que aprendieron de los egipcios. Todos nuestros hombres saben lo del templo que construyó en el Alto de Merlín y cómo quemó allí al viejo rabino. Con una brujería como esa, ¿cómo puedes estar tan seguro de que pondremos en fuga a sus fuerzas?».

«Entonces no tendríamos que haber dejado a maese Pornic atrás en tu castillo, Branden», se burla Guy. «Sus bendiciones habrían contrarrestado los hechizos de la bruja».

«Ganaremos porque tenemos más hombres y caballos», responde severo Roger. Se ha ajustado ya su bacinete, su cota de malla y su coraza y, con una maza pendiéndole de un brazo y un hacha de guerra colgada de la silla, está preparado para una emboscada. Aprensivo frente a la reputación milagrera de la Imitadora, sospecha que un grupo de fanáticos podría atacarlos por sorpresa. Para su propia gente, está bendecida por el Grial y, para sus enemigos, es una bruja.

Roger agradece que vaya a evitarse el asedio; eso habría dado tiempo a su renombre para hacer mella en las tropas. Está decidido a emplear a fondo todas sus fuerzas. El primer choque tiene que ser decisivo para quebrar su mística. «Nuestros batidores informan que la Imitadora nos aguarda en el prado detrás de la Pata del Diablo. Sin duda espera que situemos defensores en la cresta e irrumpamos al campo a través del desfiladero».

«Eso nos daría ventaja», afirma Branden. «Con las colinas a ambos lados tomadas por nuestros hombres, nuestros flancos estarían protegidos. Y con nuestros arqueros en la cresta, mantendríamos sus fuerzas a distancia suficiente como para permitir el paso de todas nuestras tropas».

«Así es como razona ella», dice Roger. «O mejor, así es como piensa Denis Hezetre».

«Huele a Denis», coincide Guy. «Está pensando como un arquero, esperando debilitar nuestro número con una lluvia de flechas en cuanto lleguemos por el desfiladero».

«Pero nos dividiremos en tres», decide Roger. «Branden, tú y yo conduciremos los primeros golpes por ambos lados de la Pata del Diablo. Eso amansará sus flancos y debilitará el centro. Entonces, Guy cargará a través del desfiladero y los destrozará».

«Seré yo quien dirija la carga central», le corrige Branden, y señala con un gesto la columna de jinetes, mulas de carga y carromatos que los sigue. «Estos son mis hombres. Vosotros dos os encargaréis de los asaltos».

Guy tira de las riendas ante el tono imperioso del Neufmarché, pero una mirada tajante de su maestro de armas le hace contener su réplica.

«Así sea», acepta Roger. «Pero tu tiempo será vital. No debes atacar hasta que el centro esté debilitado… y entonces, no puedes dudar».

«Manda a William al asalto», sugiere Guy. «Yo me quedaré con Branden».

«¡Ni hablar!». Neufmarché se tensa. «No voy a tenerte dirigiéndome delante de mis hombres, Lanfranc. Haz como tu maestro de armas dice».

«Si metes la pata, sapo, iré a por tu cabeza», le espeta Guy.

Branden detiene su caballo de un tirón de riendas y achica, amenazadores, sus ojos. «Con sólo ordenarlo, estos hombres se darán la vuelta. A menos que te disculpes, tú y tu puñado de caballeros y serjants podéis librar la batalla por vuestra cuenta».

Guy se crispa en la silla pero, antes de que pueda responder, Roger atraviesa su caballo entre ambos. «Venid aquí, vosotros dos», ordena y los aparta del cuerpo principal de la tropa.

Apuña las riendas de Guy, hace dar la vuelta a su caballo y se lleva los recalcitrantes barones a un alisar lejos de los oídos de los hombres. «¡Cesad estas riñas de una vez!». Mira hosco a Neufmarché. «¿Crees que tus hombres se darían la vuelta satisfechos, con la victoria tan cerca? Te ibas a encontrar con un ejército muy descontento, Branden».

Torna hacia Guy su enojo: «Y tú… ¿Dónde encuentras la bilis para amenazar a nuestro único aliado?». Su cabeza se agita airadamente. «Discúlpate de una vez y acabemos con esta batalla. Para el mediodía volverás a tener tu castillo, y Branden y sus hombres tendrán sus tierras. ¡Pensemos sólo en esto y basta!».

Guy masculla una disculpa y se aleja trotando a través de la arboleda hasta el camino, a suficiente distancia de la columna para seguir solo. Está perplejo ante sus sentimientos. Su rabia contra Neufmarché enmascara algo parecido al miedo. Y sin embargo, sabe que no está asustado.

Ha nadado otras veces en las impetuosas corrientes de la guerra, donde todo se desliza hacia el linde de la muerte, donde toda la destreza y el coraje no bastan para garantizar nada, donde un proyectil perdido, un paso en falso… y la carne se vuelve carroña.

Un hondo suspiro lo recorre. No teme morir. Sin embargo, un presentimiento desanima la impaciencia habitual que siente antes del combate. Lo colman dudas. ¿Qué, si Neufmarché falla?

¿Qué, si encuentra a Denis en el campo? ¿Deseará la victoria lo bastante como para batir a su amigo?

Estos pensamientos le dejan un sabor amargo en la boca, y escupe. La verdad es que estoy solo. Desde que murió mi padre he estado siempre solo. La expansiva claridad de este hecho abarca la herida cruel de Eire, que sajó toda posibilidad de un linaje surgido de él. Un desapegado, solitario pensamiento lo satura con la convicción de que su forma ha sido tallada en la del más letal de los guerreros: un hombre sin nada más que perder. Sí, matará a cualquiera que se cruce en su camino.

«Padre, quizás deberíamos hablar con él», dice Thierry inclinándose hacia delante en su silla de montar para ver, más allá de Roger y Neufmarché, a Guy cabalgando en solitario.

William Morcar veta la sugerencia con un gesto tajante de su mano. «Se ha apartado del maestro de armas. Quiere estar solo».

«¿Es su forma de actuar antes de la batalla?».

William mira de soslayo a su hijo y se da cuenta, por primera vez desde que dejaron el castillo, de lo verde que está. Esta será su primera degustación de la guerra, se recuerda a sí mismo y acepta la preocupación que se despierta en él determinándose a vigilarlo estrechamente, aunque ello ponga en peligro su propia vida. Tal pensamiento hace emerger todo el amor que ha alimentado por su primogénito, un amor que ha movido su mano al engaño y el asesinato. Todo redimido por el amor, se jura a sí mismo.

«Cada uno ha de prepararse a su modo para lo que está por llegar», responde William.

«Cada batalla es diferente y, sin embargo, la misma. Siento que tu primer combate real tenga que ser contra aquellos que conoces».

«Eso no detendrá mi mano, padre».

William asiente sombrío. «Ni debe hacerlo. Cuando hayas visto guerra bastante, comprenderás: todos somos lo mismo, todos en un mismo campo de batalla, y contra quién luches es algo que no importa. Amigos o extraños, la muerte nos iguala».

Desde el lomo de su caballo, Raquel planta firmemente el asta de su bandera en el cerro, y el Cisne tremola al viento frío de los montes.

Denis galopa hasta ella después de su breve recorrido por el prado. «Este es el mejor puesto para vos, milady. La altura del otero os da una perspectiva dominante del campo. Y cuando el enemigo vea vuestra bandera y a vos a su lado, vendrá directamente a buscaros. Esto concentrará su ataque y nos permitirá desplegar nuestros arqueros y lanceros con cierta anticipación. Además, esas breñas de ahí delante os ofrecerán protección, aunque modesta».

Raquel estudia el paisaje, sobrecogida una vez más por la belleza de los montes afelpados, briscados de arboledas y espesuras, y los valles entre ellos, de un verde oscuro y con salvajes forestas. Delante, en el distante extremo del prado, está la Pata del Diablo, un peñasco erizado de espinos entre colinas boscosas que parece como partido en dos por el hacha de un gigante. Una efusión de color abigarra el campo con flores… campanillas, narcisos, pensamientos y escabiosas.

«Una última vez, ¿no reconsideraréis el volver a la fortaleza?», pregunta Denis.

Raquel sacude la cabeza y mira la muchedumbre de villanos reunidos en el linde del bosque tras el cerro. La han seguido desde la aldea armados con estacas, hoces y guadañas, cantando «¡Valaise, Valaise! ¡Dama del Grial!».

«No nos son de ninguna ayuda», dice Denis acompañando su mirada. «Esperan un milagro de vos. Pero el verdadero milagro vendrá de esos hombres». Y señala a los serjants con sus yelmos mellados y cotas de malla en la orilla del prado, algunos montados ya en sus caballos de batalla, otros a pie, apoyados en sus lanzas. «Sobre ellos recae el peso de nuestra jornada… si nuestros caballeros los conducen bien».

Gerald, Gianni, Harold y Thomas desfilan por delante de las tropas formadas, deteniéndose aquí y allá para dirigirse a los hombres. Raquel percibe que Thomas es uno de sus favoritos; su lúcida victoria en el torneo sobre Erec el Bravo le ha labrado una buena reputación entre los serjants y ninguno cuestiona su liderazgo. Despertando en ellos confianza y una risa serena, recorre la fila examinando las armas, respondiendo preguntas y ofreciendo ánimo.

Pero, en realidad, está aterrorizado y agradece el tener algo que hacer mientras espera que empiece el carnaje. El crucifijo en su bolsillo le ofrece escaso solaz. La victoria sobre Erec fue tan milagrosa como el retorno de su abuela de Tierra Santa. Dios es remoto en las alturas y los seres humanos se hallan a merced del azar y de su ingenio. Suerte y osadía le salvaron entonces en el palenque, pero de estas siente bien poco ahora. Denis le ha prometido que estará por él en la batalla para apoyarle en su falta de experiencia. Pero Thomas sabe que, cuando la lucha empiece, cada hombre deberá bastarse a sí mismo.

Alza la vista hacia la cima del altozano donde Raquel sigue montada en su palafrén rojo y, cuando ve que lo está mirando, asiente. La unión física de la noche pasada retorna a él en un estremecimiento de poder. Ella le ha dado su fuerza y Thomas siente que su propio coraje se multiplica con sólo mirarla. Ella le ha contado su vida sin ocultarle nada. Sabiendo todo lo que ha sufrido para estar aquí, toda la instrucción tan indefectiblemente absorbida de su irascible abuela y el horror mortal que le trajo su orfandad, la vasta soledad tras perder a su abuelo y la soledad que la empujó a confiar en él… sabiendo todo eso, se maravilla de su porte claro, se maravilla de que pueda tener siquiera una mirada para él. Sus últimas palabras repican en el corazón del muchacho: «Eres mi fuerza, porque estás equivocado».

¿Estoy completamente loco?, se pregunta. ¿Estoy equivocado por haberla empujado a esto?

Está atrapado en la corriente de los eventos y la respuesta que busca es imposible más allá de él. Todo lo que sabe es que ama a esta brava y solitaria mujer y, que si le hubiera permitido decir la verdad, maese Pornic la habría destruido con tanta seguridad como añicó la Sagrada Faz de la piedra.

Así que ha mentido… y su mentira ha abierto el camino a la guerra. Pero la guerra no es nada nuevo, sólo su propia presencia en ella es nueva. El terrible momento se acerca. La herida que drenará su vida llega volando. Y, aunque el miedo abejonea en sus adentros, el secreto que comparte con la Dama del Grial lo envuelve en mágica paz.

Sobre la Pata del Diablo aparecen los primeros hombres y un grito brota de los soldados agrupados bajo la bandera del Cisne.

«El momento ha llegado, milady», dice Denis quedamente. «Es hora de que bendigáis a las tropas, y yo las desplegaré».

Raquel se siente mareada e incompetente cuando vuelve la vista abajo, a la turbamulta de hombres que la contemplan: caballeros, serjants, escuderos, pajes y villanos, hombres de rostro curtido y jóvenes de mejillas arreboladas, todos observándola con expresiones en que la adoración se meje con la curiosidad; todos esperando que hable, que justifique la miseria que están a punto de infligir y soportar. Como en ensueño insondable, flota ella sobre las tropas montada en su alazán.

El rostro de Thomas se perfila individualizándose de la nube de rostros, y el amor de su mirada serena las dudas de Raquel. Tiene mucho que decirle a este hombre y a su pueblo, todo lo que ella ha conquistado a partir del dolor que su estirpe, la estirpe de los que la están contemplando, le ha infligido. Pero sabe que debe escoger las palabras cuidadosamente; no queda tiempo, o este es todo el tiempo que queda, el último minuto de muchas de sus vidas, y merecen oír algo de la verdad de este mundo.

«He estado en Jerusalén», comienza con lentitud y la voz trémula. «He visitado la fuente del dragón, la puerta del estiércol, la alberca del rey bajo la torre de las moscas. Todo lo que hay allí ha sido erigido por la espada. Aunque el Salvador pisó aquellas mismas calles, así os lo digo, todo se ha erigido allí por la espada».

Su voz se eleva: «Hombres… no es diferente aquí de allí. Cada valle es un valle de lágrimas. Cada río, el río del tiempo. Y nosotros, hijos todos de Eva, debemos vivir con la maldición que Dios puso en ella y en toda su descendencia. ¡Todo lo que se construye se construye por la espada! No hay paz en este mundo. Esta es la maldición de Dios a Eva y a su hombre. Mientras vivamos en la luz, en la luz del sol y de la luna y las estrellas, vivimos en la oscuridad de la maldición de Dios, donde todo debe construirse por la espada».

Observa intensamente sus rostros y ve en ellos la angustia que ella misma siente. «Pero no permanece siempre la luz en el mundo. ¿No es este el dolor de todas nuestras vidas? En Jerusalén, en el monte de las calaveras, la luz partió de este mundo… y el Hijo del Hombre se alegró cuando su día hubo acabado. Allí como aquí, la noche sigue al día. Y allí como aquí, cuando el día acaba, la gente se alegra de la noche. Y cuando nuestro día acaba en este mundo, tras mucho esfuerzo y grandes dificultades, podemos ir contentos a la oscuridad. No os dejéis engañar por vuestros miedos y vuestras dudas, hombres. Cuando morimos, dejamos detrás la maldición de Dios, dejamos detrás el río del tiempo y el valle de lágrimas y penetramos en la tiniebla para hallar la luz».

Abre los brazos para incluir en ellos a todos sus soldados, que la contemplan arrobados.

«Y encontraremos esa luz. Os prometo que hay una luz demasiado brillante para el ojo mortal, que se nos muestra en este mundo como tiniebla… y en esa luz dentro de la tiniebla estamos en Dios. Pero en este mundo, a la sombra de Jerusalén, portando la maldición de Adán y su pareja, si algo queremos para nosotros mismos, debemos construirlo por la espada. Y persistirá hasta que la oscuridad descienda sobre nosotros, la oscuridad de Dios».

Sus hombros se encorvan, el cuerpo le pesa ahora en su montura y baja la cabeza. El sol le toca la nuca, y ella da gracias al Creador. Por primera vez desde el horror, reza agradecida… agradecida de que Él le haya enviado palabras dignas del sufrimiento que está por llegar.

Una ola de silencio sumerge el prado, espolinado con el canto de las aves y el piafar de los corceles. Luego, cuando Raquel levanta de nuevo su faz, los hombres alzan sus armas y braman:

«¡Valaise!».

Los nudillos de Raquel lividecen al aferrar el arzón de su silla de montar. Observa con desconfianza los soldados en la cima de la Pata del Diablo situarse cerca del borde, y ve las formas tenues de sus arcos. La aparición de los flecheros de Neufmarché en la cresta obedece con exactitud a lo que Denis ha predicho, y espera ahora los primeros signos de la carga a través de la peña hendida.

Una ráfaga de viento tremola la bandera junto a Raquel y porta los chirridos de pájaros regañones, la fragancia enmelada del prado floreciente y la distante pendencia del río. En el religioso silencio, Raquel revisa sus tropas desde la cima de su caballo pasturante. Una docena de arqueros hinca la rodilla en medio del campo, cercados de mariposas. Infantes protegen sus espaldas con las lanzas, una muralla humana tras la que pueden protegerse. Golondrinas se deslizan por el tobogán del aire y pasan raudas, gorjeando, entre los jinetes que Denis ha colocado en ambos extremos del muro de infantes. Y tras ellos, esperando que la carga se estrelle contra los dardos de los arqueros y se reduzca a combate cuerpo a cuerpo contra los lanceros enemigos, están los escuderos y pajes, armados con hachas y espadas. Y en la vanguardia de despliegue, los villanos se apiñan ansiosos, murmurando algunos plegarias, bromeando otros con sus compañeros, mientras observan fieramente la Pata del Diablo impacientes por ver al enemigo.

A los caballeros les preocupan sus propios miedos y expectaciones, y permanecen inmóviles sobre sus caballos. Bajo sus yelmos y cotas de malla le resultan casi indistinguibles a Raquel: sólo Denis porta un arco y bacinete, un casco sin protección facial, para dirigir mejor sus flechas. Gianni monta su bridón blanco. Harold ha prendido una larga trenza del pelo rojo de Leora en el crestón de su celada. La cabeza de Gerald es demasiado grande para cualquiera de los yelmos del castillo y carece de armadura propia, así que se cubre sólo con el almete. Thomas, poco familiarizado con sus armas, porta una espada en una mano y una maza en la otra. Y sobre las corazas, visten todos túnicas ornadas con el blanco emblema del Cisne aliabierto.

Raquel mira por encima del hombro hacia el lugar donde el físico del castillo, con varios villanos reclutados por él, ha encendido pequeños fuegos y ha puesto ollas de agua a hervir. En las ollas, el médico echa pellizcos de hierbas y partes propicias de animales: dientes de perro, zarpas de gato, o hígados de sapo. En las mismas llamas, fulguran con un rojo apagado las puntas de las varillas de hierro con las que serán cauterizados vasos sanguíneos sajados. Y bien aventado, un pote de brea borbolla soltando un humo acre, esperando las heridas por llegar, los desgarrones de carne hachada y barrenada que colmará con su misericordia negra.

Un penacho de polvo se eleva de la hendidura en la Pata del Diablo y un clamor brota de los hombres. Las lanzas castañetean al crisparse y las flechas muerden las cuerdas. Varios ponis asustados, arrastrando rastrillos de caña para levantar polvo, aparecen en la garganta del desfiladero y los soldados los miran confusos antes de que los gritos de guerra a su diestra y su siniestra partan su atención.

Rodeando los flancos de la Pata del Diablo, dos cargas de caballería irrumpen explosivas en el escenario portando banderas verdes manchadas por el negro de los Grifos. Gritos confusos de los defensores se mezclan con potentes maldiciones cuando intentan rehacer las filas, y las órdenes que Denis brama se pierden en la confusión. Antes de que los arqueros puedan dividir su línea y reposicionarse formando frentes a los flancos, el enemigo ya está sobre ellos, alanceando y golpeando con remolinantes hachas de guerra. Los flecheros se dispersan y disparan salvajes contra el ataque que los atenaza.

El caballo de Raquel piafa nervioso frente al tumulto de alaridos asaltantes y gritos heridos. Con manos trémulas, calma al animal y lucha contra el impulso abrumador de apartar la vista, obligándose a contemplar el ataque devastador. Sus hombres se dispersan en pequeños grupos combativos acosados por jinetes que blanden hachas y espadas fieras. Los infantes de Neufmarché cargan ahora precipitándose al prado, chillando y agitando picas de puntas como puñales.

«¡Valaise!», gritan los villanos y arremeten hacia delante. En pocos momentos, son tragados por el bullicio y el caos.

A pesar de la conmoción ante el inesperado ataque por los flancos, los defensores no cejan. Se esparcen para seguir luchando. El cuerpo todo de Raquel se encoge al ver lanzas atravesando a los jinetes, cráneos aplastados y cerebros desparramados como grumos de tierra bajo los torbellinos de las hachas de combate, caballos con los cuellos tajados y sus grandes cuerpos derrumbándose, lanzando sus jinetes a los cuchillos de los infantes.

Apretando tan fuerte la mandíbula que le duelen los músculos del cuello, Raquel se fuerza a mirar el cruel carnaje. Berridos ogrunos de hombres y caballos la aporrean, pero se mantiene firme, y contempla con fijeza los golpes de la espada que desparrama entrañas levantando aullidos de horror, o los hombres rociados de sangre que se abren a hachazos un camino de miembros desmochados en una confusión de cuerpos azotados. El ruido es todo el ruido que su cabeza puede contener, poco a poco una sorda cacofonía de alaridos.

Guy presiona hacia el altozano donde ve a la Imitadora, a caballo junto a la enseña del Cisne. Quiere alcanzarla, quiere ver la mirada en su rostro cuando descargue un golpe mortal sobre su montura y la haga caer, derrotada, a tierra. Pero antes, hay que cercenar a estos ignorantes fanáticos, que son como carne gangrenada alrededor de un cáncer. Su hacha de combate muerde metal y hueso, y un golpe de su maza la libera para que pueda trazar otro arco mortífero.

Una flecha pega en su pecho y se aloja firmemente en su coraza. Con la maza la rompe y engrifa su caballo para contener el ataque de unos pajes con espadas. A través de la erizada multitud de lanzas, picas y vibrantes aceros, ve a Roger. El maestro de armas dirige rápidos caracoleos de su caballo volteando su estrella del alba —una bola de hierro guarnecida de púas y sujeta a una cadena— y quebrando cráneos en un tumulto de villanos.

Con los músculos doloridos del esforzado manejo del hacha, Guy deja su maza pender del fiador de la muñeca y carga para tomar distancia del caos de enfrentados guerreros. Espera rodear velozmente la turbulencia y alcanzar el cerro donde la Imitadora espera. Pero cuando consigue liberarse, un caballero de túnica azul con la insignia del Cisne arremete contra él, bien alta la espada.

Guy tiene un instante para ver que su oponente es Gerald, su cuñado. Embiste poderoso hacia delante fintando en el último momento y golpeando la espalda de su rival con el plano de la hoja del hacha.

La espada de Gerald hiende el espacio vacío donde Guy debería haber estado y el golpe tempestuoso en sus lomos lo arroja de bruces al suelo. Logra girar sobre sí a tiempo para ver los soldados que corren hacia él con dagas desnudas; intenta levantarse, pero se halla demasiado aturdido para poder moverse.

Cascos de caballo patullan la tierra junto a su cabeza y alza la vista para enfrentar la mirada furiosa y sombría de Guy. «¡Tú eres la llave que hará abrir el castillo a mi hermana!», clama Guy. «No lo matéis», ordena a los soldados.

Mientras se llevan a Gerald a rastras, Guy caracolea, esquiva una jabalina y arremete para aplastar el cráneo del piquero. La batalla lo sumerge otra vez, avanzando con su oleaje de berridos rabiosos y angustiados aullidos.

Harold está exhausto de furia y quiere alejarse de la batalla. Taja con su espada los rostros coléricos que lo maldicen y tira fuerte de las riendas para conducir su montura fuera del clamor y quebranto de la lucha. Pero el animal, pavorido por la agonía que lo rodea, lo porta a profundidades mayores del combate.

El caballo se estremece violentamente bajo él y Harold ve a un soldado apuñalando la garganta de su bridón. El bruto cae sobre sus rodillas y el jinete tiene de pronto ante su rostro la hoja carmesí del matador de su caballo. Golpea el rostro enfurecido tras la hoja; la nariz del hombre se desvanece y de la fosa abierta mana sangre.

Harold salta de su caída montura, tropieza y acaba por sentarse. Gemidos y gruñidos lo circundan, pero a través de su visera tiene una escasa perspectiva: el soldado desnarigado apretándose el rostro mientras la sangre se filtra entre sus dedos, piernas malladas entrando y saliendo de su campo de visión, su caballo yacente junto a él, observándolo con sus grandes ojos gentiles, arrasados de miedo.

Usando la espada como apoyo, Harold se incorpora para ver un caballo encabritado aterrando junto a él. El rostro de Roger Billancourt, rociado de sangre, se acerca amenazador, sonriendo sarcástico, mostrando dientes pardos y una mirada demente. Blande una maza con una mancha oscura en el extremo. La maza llega partiendo el aire y, con un relámpago desgarrador, el dolor lo ciega.

Denis escoge sus objetivos con cuidado. La herida que recibió de los hombres de Dic Cuchillolargo le duele con cada disparo. Retirándose hasta el linde de los dos ejércitos entreverados, dirige sus flechas a los más agresivos de las tropas rivales. Los jinetes de Neufmarché cargan hacia él, pero Denis logra eludirlos escaramuceando con su caballo dentro y fuera del conflicto.

Una y otra vez, apunta a un guerrero de fuerza maniaca y deja volar su flecha; falla en ocasiones, cuando su caballo respinga bajo él, pero en la mayor parte de los casos abate su blanco. Firme en su concentración, apunta a un feroz jinete que se sumerge ahora en una turba de infantes manejando su hacha de combate como una guadaña y suelta su dardo antes de darse cuenta de que el enemigo es Guy.

La flecha silba hacia el caballero y pasa rehilando sobre su hombro. Denis se colma de alivio mientras se pregunta si no ha fallado a propósito. Entonces, por la esquina del ojo, descubre dos lanceros galopando hacia él y espolea su caballo penetrando en la densidad del combate.

Desde allí, rodeado de sus propios guerreros, gira en redondo, asesta la flecha rápidamente y dispara.

Arrancado de su montura, uno de los lanceros salta por la grupa de su animal aferrando la flecha encajada entre el yelmo y la coraza. El otro se desvía rápidamente.

Un grito penetrante hace volverse a Denis para ver a los hombres a sus espaldas quebrantados y a Guy patullando sus cuerpos derribados, brillante de sangre su mortífera destral.

Denis cuelga su arco del arzón y desenvaina la espada.

«Ríndete», ordena Guy levantando su visera y sonriendo oscuramente a su viejo amigo.

«Te tomo prisionero».

«¡Tú te rendirás!», grita Denis. «¡Ante Dios y la señora legítima de esta tierra!».

La mueca de Guy se agría. «¡Maldito seas tú, la perra a la que sirves y Dios!». Cerrando de un golpe la visera, carga.

Denis finta demasiado tarde. El hacha de combate lo golpea en el pecho desgarrando la hoja de metal, mordiendo la cota de malla y sajando su carne con enconado dolor. La espada le vuela de la mano y cae de su caballo a una abismal oscuridad.

Gianni y Thomas luchan espalda contra espalda, mientras pisotean sus caballos los cuerpos caídos. Al principio del combate, Thomas quedó separado de Denis y el pánico lo poseyó. Pero ahora, mientras taja al enemigo, se sorprende de lo fácil que es matar: huesos chascando bajo las descargas de su pesado mandoble como si fueran madera, la sangre manando como agua, gritos rompiendo contra otros gritos como el bullicio de una jauría.

Gianni brama. El disparo de una ballesta le ha alcanzado bajo el brazo alzado de la espada; se desploma hacia delante y poco a poco empieza a resbalar de su bridón. Soldados lo aferran y cuelan dagas bajo su coraza para desmallar la cota y herirlo en algún punto vital.

Liberando un brutal alarido, Thomas embiste con su caballo y golpea a los infantes con la espada. Estos caen hacia atrás; él agarra a Gianni y trata de incorporarlo, pero pesa demasiado.

El enemigo se acerca impetuoso, las lanzas bajas. Thomas desliza su montura detrás del corcel blanco, que se encabrita y recibe los golpes de las lanzas. Rápidamente, Thomas carga alrededor del animal herido descrismando a tres lanceros y poniendo al resto en fuga.

Gervais emerge a caballo del tumulto con cuatro serjants montados y rodean a Gianni. Un escudero quita el yelmo al canónigo y, tan pronto como los serjants ven que está vivo, se arrojan de nuevo a la refriega.

Thomas mira alrededor en busca de inminente peligro y su sangre se espesa cuando ve nuevos jinetes galopar desde la hendidura de la Pata del Diablo. Las banderas rojas al viento, sostenidas por los caballeros que encabezan el asalto, portan la Cabeza de Cuervo, la insignia de Neufmarché. Al verlos, vítores resuenan en las filas enemigas y gemidos escapan a los defensores. Abruptamente, la prueba de fuerza y coraje que sobrelleva Thomas se vuelve absurda.

La batalla está perdida.

Raquel siente sus dientes rechinar, dolerle los huesos, estremecerse la sangre en sus venas.

Sus ojos parecen minúsculos agujeros taladrados en su carne muerta por la fuerza terrible de lo que está presenciando. El prado florecido es lodo cuajado, y los cuerpos de hombres y caballos yacen monstruosamente desparramados. Los heridos lloran y aúllan, mientras que allá en lo alto las nubes vagan etéreas por el azul ordinario.

Siente un vasto alivio al ver a los de Neufmarché cargando lanza en ristre hacia la batalla.

La mayor parte de la lucha va cesando a la vista de los refuerzos y ella se da cuenta de que sólo uno de sus cinco caballeros sigue montado. No ha apartado la vista un instante. Ha sido testigo de todo lo acontecido. No hay voces malignas que la acosen. Lo que ha visto ha ocurrido, y la profundidad de lo ocurrido ha absorbido todo los gritos y las voces. Ahora sólo queda el trueno de los jinetes al galope y el llanto de los supervivientes.

Bastantes han muerto ya.

Posa su mano en el asta de su bandera, la arranca de la tierra y la deja caer al suelo.

Como si esto fuese una señal, un bramido inmenso brota de los montes boscosos. Mira a derecha e izquierda y sus ojos parpadean sin creer lo que ve: el espectáculo de jinetes precipitándose desde las forestas por todas partes, espadas en alto y gritos de guerra por toda bandera.

Y aunque tiene aturdido el cerebro y le duelen los huesos de toda la carnicería que abría las fauces alrededor momentos atrás, le brilla la sangre aún al reconocer a los guerreros cubiertos de pieles, barbudos, de Erec el Bravo.

Thierry cabalga impetuoso al frente de la columna de Neufmarché. Al ver a los galeses cargando monte abajo y por los flancos, clava los talones en los ijares de su corcel. Esta es su primera batalla y está decidido a ganarse el respeto de su padrino y a demostrar a los hombres que es digno de su condición de caballero.

Los portaestandartes que les flanquean a William y a él, se alejan fulgurando hacia los lados para proteger las banderas de los bárbaros tumultuosos. William se aparta al percibir a los hombres de las tribus surgir en enjambres de los bosques y le grita a su hijo: «¡Atrás! ¡Defiende el estandarte!».

Pero Thierry tiene puesto su corazón en la idea de luchar junto a Guy y el legendario Roger Billancourt, y se lanza a galope tendido hacia la espesura del combate. Su montura salta por encima de los cuerpos caídos de hombres y caballos y embiste a un paje que alza el hacha. El impacto desvía bruscamente al bridón haciéndolo sumergirse en la turba batalladora.

Un piquero lanza su arma a Thierry, que desvía diestramente la punta afilada con su espada y arrolla a su oponente. Apuñando con una mano las riendas y arremetiendo contra hueso y metal, caracolea entre los enemigos. El aire se estremece con aullidos y amenazas; las flechas pasan fugaces sobre su cabeza y una se clava en su silla, junto al muslo. El caballo relincha, salta furiosamente y, por un instante, Thierry se desequilibra y está a punto de caer en medio de la turba que lo maldice. Pero el brazo fustigante de su espada le ayuda a enderezarse y golpea las hojas que intentan burlar la protección de su cota.

Otra embestida, otro tajo cruel de su espada, y está a la vista de Guy y Roger. Encabrita orgulloso su caballo, alzando bien alto el acero… y entonces los galeses lo rodean bramando por todos lados. Un dolor dilacerante le quebranta el hombro cuando un hacha le cae sobre el brazo de la espada. Retrocede, y es agarrado por detrás. Rostros barbados rugen más y más cerca, y él trata de golpearlos con la mano libre. Pero el brazo se le desprende, y el yelmo y la coraza repican cuando las espadas lo baten tratando de penetrar la armadura.

Una de las hojas halla paso bajo el yelmo, y él se retuerce y patea intentando desesperadamente hurtarse. Un chillido salvaje lo atraviesa; la hoja se desliza entonces sobre el gorjal y tapona su garganta con acero.

Guy brama «¡No!», al ver a su ahijado arrastrado al suelo y brillante sangre arterial manando por el agujero bajo el yelmo. Transformando en gritos su rabia y su angustia, voltea ciego su hacha de combate y lanza su bridón contra los exultantes bárbaros.

Están por todas partes, arrojándose al tumulto sin armadura o sin yelmos siquiera, y arremetiendo sin miedo contra su hacha letal. Maldiciendo como un maniaco, Guy les fustiga mientras ellos ladran una risa honda y blanden sus espadas. Dos caen a sus pies. Gira para enfrentar a los atacantes que le llegan por el lado contrario y una punzada de agonía le penetra la nuca.

De un modo reflejo, su mano izquierda se alza para sentir la flecha profundamente incrustada en su hombro, en la base del cuello. Toda su fuerza se cuaja en dolor y, al resbalar de su caballo, vislumbra al bárbaro que le ha disparado. El galés alza su ballesta triunfante por encima de la cabeza, luminosa la faz de espectral satisfacción.

Cuando Branden Neufmarché ve caer a Guy, hace la señal de retirada y las trompetas entonan la triste nota que envía los atacantes normandos volando de vuelta a la Pata del Diablo.

Roger Billancourt les grita: «¡Luchad, cobardes! ¡Luchad!».

El prado hollado queda vacío al instante, con los muertos, los heridos, algunos defensores dispersos y los jactanciosos galeses, que cruzan el campo luciendo sus armas y bramando festivos. William Morcar se arrodilla junto a su hijo muerto y Guy Lanfranc yace inerte junto a su bridón tascante.

Sólo un jinete queda de los defensores y Roger concentra su furia en él. Tirando al suelo su estrella del alba, desnuda la espada, clava los talones en los ijares de su caballo y se lanza hacia delante con un demente grito de guerra.

Thomas se ha quitado el yelmo y, cuando oye el tremendo alarido, arroja una medrosa mirada por encima del hombro. Sólo tiene tiempo de deshacerse del casco y sacar su acero antes de que Roger esté sobre él. La hoja de Thomas oscila salvajemente y el arma de Roger le corta la cara de través.

Salpicando sangre, Thomas retrocede aturdido; después se inclina adelante y se agarra del cuello de su animal mientras el dolor lo recorre. La sangre le vela los ojos cegándolo de escozor y él tose y jadea, ahogado por el cálido fluido, creyendo morir. Pero la vista retorna con cada parpadeo a sus ojos resentidos, sus pulmones empiezan a poder resollar y el dolor de su faz le arde atrozmente. El miedo agudiza su ingenio; percibe su mejilla abierta —puede sentirla golpeándole el cuello—, pero está vivo, está sobre su caballo aún y tiene la espada en la mano.

Escupe sangre, alza la mirada para ver a Roger girando sobre sí y volviendo al ataque, fulgurante el acero en su puño. Con una patada rabiosa a su caballo, arremete; el dolor le lancina con el tremendo galope, inspirándole un odio desafiante. Las espadas chocan al cruzarse los corceles. Ambos jinetes se tambalean y tiran de las riendas para dar vuelta a sus monturas.

Roger es más rápido y su experiencia anticipa el golpe en arco de Thomas; se aparta lo suficiente para evitarlo, pero permanece lo bastante cerca de su enemigo para atacar de abajo arriba. Thomas gira y recibe la embestida en la espalda; la hoja de la armadura repica y la fuerza lo empuja hacia delante. Con experta precisión, Roger desliza su espada por la separación entre el brazal del hombre herido y la coraza. La cota desquicia la cuchillada, pero la fuerza del antuvión arranca el acero de la mano de Thomas.

Esperando que su enemigo se retire, Roger se le acerca para impedirle la huida. Pero Thomas, ignorante de estrategia combativa y mareado de dolor, se encoge en anticipación de otro golpe. Cuando Roger se desliza junto a él, Thomas reacciona con furiosa rapidez y lo agarra por la parte posterior del yelmo. El maestro de armas, cogido por sorpresa, cae hacia atrás y ambos se precipitan al suelo.

Thomas aterra encima. Roger alza la vista para ver la mejilla desgarrada, los dientes rechinantes enraizados en el cráneo, y martillea con la empuñadora de su arma. El ataque arroja su oponente a un lado pero hace que la sangre le salpique los ojos. Cegado por un momento, intenta limpiarse los ojos, se tambalea desorientado y acaba por caer de rodillas. Con la cabeza dándole vueltas, Thomas recoge la espada caída, se pone en pie y asesta un mandoble al maestro de armas que le alcanza de lleno en la cresta del yelmo.

Roger se derrumba y los guerreros galeses, que lo han estado observando, vitorean a Thomas. Uno de ellos se precipita sobre el caballero derribado y le hunde una daga bajo el yelmo.

Sorprendido, Thomas se descubre a sí mismo de pie. Las manos soldadas a la empuñadura de la espada, mira con mudo pavor el carnaje que lo rodea. El dolor ha desaparecido y su rostro es ahora poco más que una máscara de madera. También sus miembros parecen vacíos como madera, como si su alma le hubiese sido desgajada del cuerpo.

Un guerrero galés le da una fuerte palmada en su hombro de hierro y proclama, «¡Tu coraje te ha ganado la vida!».

Con un grito sombrío, Thomas cae de hinojos y empieza a llorar ante el altar de la muerte.

Erec Rhiwlas espolea su caballo hacia la cima del cerro donde Raquel, aún sobre su palafrén rojo, contempla la carnicería con regia serenidad. «Tus caballeros han luchado valientemente», le dice.

Ella asiente. Una lágrima le recorre la mejilla. Todas las palabras que pudiera decir están vacías y sólo su pavura emula el estupor ante lo que ha presenciado.

Erec se inclina desde su montura para recuperar la bandera caída. La levanta y la clava en tierra bien tiesa. «Aún vuela el Cisne…».

«Vuela el Cisne», se dice a sí misma en un susurro Raquel, y asiente de nuevo a medida que la comprensión se le vuelve clara. Exhala un suspiro observando el precio palpable de la victoria: pajes, escuderos y los supervivientes incólumes se apresuran a transportar los heridos al lugar donde humean la brea y las pociones del físico. Mira lasamente a Erec. «Te doy las gracias. Estaba perdida antes de que llegases».

«No podía dejarte sufrir la derrota», dice él, su semblante dulce y afectuoso. «Aunque no pueda tenerte como esposa, te prefiero a ti como amiga que a Guy como enemigo. Howel y la tribu estuvieron de acuerdo». Sonríe desconsolado. «En realidad, mi padre está contento de que me hicieses a un lado… Esto es su forma de agradecértelo».

Raquel posa una mano en la de Erec. «Ojalá que hubiese podido complacerte. En verdad me gustas, guerrero. Pero las dificultades de mi destino no han terminado».

Erec aprieta su mano con comprensión. «¿Qué harás ahora? Tus enemigos están vencidos y muertos… Y tú eres la Sierva de los Pájaros».

«No». Baja la cabeza y cierra los ojos. En la luz violeta aparece el Grial, volcado, drenado.

Mira a Erec exhausta pero lúcida. «La Sierva de los Pájaros ha muerto hoy en este campo. Su destino se ha completado aquí. Ahora debo encontrar a Raquel Tibbon donde la dejé hace once años. Y este no es lugar para una judía solitaria. Volveré a la tierra que Dios ha otorgado a mi pueblo».

«Pero ¿quién gobernará en tu lugar?», pregunta Erec con cierta alarma. «No, debes quedarte».

Raquel se aparta, ve a Harold que pasa cojeando, con una mano en la cabeza y los ojos alucinados. «Ven, hay heridos a los que debo atender».

«Milady…», grazna Harold, y su mirada se agudiza a la vista de la dama. «Guy pide por vos».

«¿Está vivo?», se sorprende Erec.

«Está acabando», responde Harold. «Pero llama a su madre».

Guy yace sobre su espalda, libre del yelmo y la cabeza apoyada en una destrozada silla de montar. La flecha que le ha atravesado el hombro aún emerge del cuello y su túnica está empapada en la sangre manada de la herida. El físico, que está inclinado sobre él, sacude la cabeza cuando Raquel se aproxima y se aparta.

Raquel se arrodilla en el lodo junto a Guy, asombrada al ver a su fuerte y férvido enemigo con ojos vidriosos y lívido. Un estremecimiento de miedo la aguijonea y lo mira para asegurarse de que no tiene armas en las manos.

«Madre…», boquea él. Sus párpados oscuros se estrechan. «Has ganado».

Una punzada de tristeza le tensa el pecho y debe recordar que este es el mismo hombre al que David y Dwn deben sus muertes. «Yo no quería combatirte, Guy. Eres tú quien se ha derrotado a sí mismo».

«Es verdad», susurra él. Aunque puede ver la luz del sol iluminando las faldas de los montes, una sombra yace sobre todas las cosas y el aire es frío como el otoño. Recuerda haberse sentido así en Eire, cuando la guerra lo castró cubriéndolo con pantalones de su propia sangre.

Está orgulloso de haber sido fiel a la guerra desde entonces y no haber caído medroso en la pasividad por una pérdida que habría quebrantado a hombres menos capaces. Está satisfecho de que la muerte lo haya hallado en su armadura, con sus enemigos muertos esparcidos alrededor.

Sólo un misterio queda por reconocer, una pena inacabada por completarse… «Madre…». Sus ojos se abren de golpe y contempla salvajemente a Raquel a medida que la aceptación cuaja en sus adentros. «Tú eres mi madre». Tose y la sangre le salpica su propio rostro. «Sólo una mujer podría haberme vencido. Tú eres ella. Lo acepto ahora».

Extiende la mano hacia su madre y Raquel la toma. Pesa, y está fría. Los ojos de Guy vagan por el rostro de la mujer, salvajes aún, viéndola por vez primera. «El Grial… es verdad. Durante todo este tiempo me he negado a ver. Es verdad».

«Sí».

«Hay un Dios».

«Sí, Guy… hay un Dios y no te juzgará con rigor».

La mano de Guy se arredra y su desesperado mirar se clava en los ojos de Raquel. «¡Pero he pecado!».

Ella agita la cabeza. «La vida es su propio pecado», le dice con ternura. «Viviendo fiel a ti mismo, tú has redimido el pecado. No temas. Has servido bien a Dios».

El apretón de su mano se ablanda. Su último aliento emerge con gárgara de sangre mientras la oscuridad se expande en su fija visión.

Los féretros de Guy Lanfranc, Roger Billancourt y Thierry Morcar salen del castillo en un carro hacia la Abadía de la Trinidad. Les siguen William, Hellene, Hugues y Madelon a caballo.

Maese Pornic, despachado por Neufmarché, guía la procesión fúnebre sobre el puente levadizo y a través de la barbacana montado en su mula blanca. Lentamente, avanzan hacia la aldea, donde el abad bendecirá a los serjants y villanos caídos en combate.

Harold Almquist permanece con Leora y sus hijas en el portal interior, contemplando solemnemente la marcha. La baronesa ha prohibido que nadie, a excepción de la familia más inmediata, asista a los ritos de estos nobles que han sido responsables de la muerte de tantos de los suyos. Los gremiales y sus familias están ante sus talleres, bajas las cabezas en silente plegaria.

En el jardín del recinto interior, la baronesa se encuentra con sus caballeros. Denis Hezetre y Gianni Rieti han sido transportados en literas al sol, mareados de alivio al verse vivos aún. Denis tiene roto el esternón y el daño se le antoja la angustia física de su corazón hecho pedazos: Guy está muerto, y su descalabro es una paradoja de desahogo y pesar porque su amor falló en los límites de la fe. Sin embargo, le alegra ver concluida la tiranía del furor, acabadas las feroces correrías y batallas, cancelado el amor imposible entre los dos y, con él, su voto de continencia.

Para Gianni la flecha que le alcanzó es un símbolo claro de que Dios le permitirá dejar el sacerdocio en buena fe: una fracción a derecha o izquierda y el dardo habría desgarrado los pulmones ahogándolo en sangre. «Es un milagro que ninguno de los caballeros que sirven a la Dama del Grial haya sido mortalmente herido», se maravilla Gianni.

Gerald asiente desde el banco de piedra donde reposa, brazo con brazo junto a Clare. «El milagro se llama Erec el Bravo. Él y sus hombres deberían estar aquí para celebrar con nosotros la victoria».

«Tendremos ese privilegio», dice Denis, «después de que Erec entierre a sus muertos».

«Ojalá que Erec hubiese hecho honor a su nombre y se hubiera mostrado lo bastante bravo para llegar antes», se queja Ummu. «Así mi señor no estaría como lo vemos ahora».

«Lo tenemos vivo», amonesta Clare al enano. «Y suficientemente entero como para escribir una carta esta mañana al obispo de Talgarth renunciando a sus derechos y deberes como canónigo».

«Abandonando un amo por otro», masculla Ummu.

Clare frunce un ceño benigno y menea su dedo. «Eso no es seguro todavía. Los rumores amargan la verdad, Ummu. Deberías saberlo mejor».

Ta-Toh, que ha estado acuclillado en el regazo de Ummu junto a Gianni, ve la mano extendida de Clare, el dedo oscilante y le salta al brazo. Ella grita sorprendida cuando el simio le trepa al hombro y le besuquea la mejilla, y alza la mano para acariciar la cabeza del animal. «¿He empezado por fin a gustarle a Ta-Toh?».

«Tonterías», dice Ummu. «Únicamente quiere oír el rumor por sí mismo».

«Voy a casarme», dice Gianni.

«Madelon», conjetura Denis y da una palmada en el brazo bueno de Gianni. «Bienvenido a la familia».

«¿Qué hay de William?», inquiere Gerald. «¿Consentirá?».

«Madelon ha consentido ya», dice Clare. «Eso es todo lo que importa en estos tiempos modernos. ¿No es así, madre?».

Raquel emerge de su ensueño. Desde lejos ha estado observando a Thomas, sentado bajo la pérgola de rosas, y preguntándose si es esto lo que la baronesa habría querido para su nieto. Su angélica apariencia está desfigurada ahora, en el lado izquierdo de su rostro, por una herida que cubre toda la extensión desde la cima de su oreja hasta la comisura de la boca. Su carne hinchada y púrpura se ve hilvanada de negras costuras, y estas distorsionan su faz de un modo tan malévolo que el hombre parece peligroso. Quizás, piensa Raquel, su aspecto amenazador ha aparecido ahora que el deseo de Ailena se ha cumplido y él ha abandonado el estudio de Dios por las lecciones de los hombres.

«Disculpad», dice levantándose finalmente de su silla junto a las macetas de membrillos.

«Todavía estoy transtornada por lo de ayer». Bendice a sus caballeros por su bravura y sacrificios, y pide que le permitan hablar a solas con su nieto.

Thomas se incorpora y el dolor de su rostro pulsa más hondo. Desde que el médico le limpió y le cosió la herida, ha estado inflamado con el daño palpitante de su carne sajada y ha tratado de callar su sufrimiento con vino. Ayer bebió tanto que se derrumbó antes del anochecer.

Raquel entrelaza con él dedos menudos en una muestra de afecto maternal y ambos pasean hasta el extremo distante del jardín, donde matorrales de rododendro y una pérgola de dondiegos los ocultan. Una vez fuera de la vista de los demás, ella le besa con dulzura y examina su rostro acuchillado. «Oh, mi Thomas… estás sufriendo».

«El mío es sólo el tormento de la carne», murmura, cada palabra barbándolo de nuevo dolor. Se toca la pálida línea de su quijada y un acceso de amor le da la fuerza para decir: «Pero el tuyo, Raquel, el tuyo es un sufrimiento del alma».

Ella sacude la cabeza. «No más. El horror que presencié de niña se completó ayer… y no aparté la mirada. Lo vi todo, Thomas, todo el sufrimiento que podemos infligir. ¡Cristianos matando a cristianos! Estos hombres hicieron lo que era difícil. Cuánto más fácil para ellos asesinar sarracenos y judíos». Reprime un estremecimiento. «El odio ante ello… el terror ante ello… esa herida ha sanado ahora en mí».

Él se apoya en la pérgola y pregunta, «¿Eres insensible pues?».

«No. Lo siento todavía, como el recuerdo de una cicatriz. Ese es el milagro del horror, que uno pueda llegar a sentir tal desesperación sin ser destruido. Todos estos años, el horror de la violencia ha estado dentro de mí. He estado sola con él, pero he temido enfrentarlo. En esa solitud, el soñador no es más real que sus sueños. Si Ailena no hubiese aparecido, yo habría agotado mi vida enclaustrada en mi locura. Pero me dio alguien que ser. Y dejé de estar sola. Estuve con ella y ella estuvo conmigo, siempre. No hube de volver a enfrentar sola nunca más el horror. Hasta ayer. Su destino, el destino que yo hiciera mío, me condujo al horror, y lo vi de nuevo, fuera de mí misma».

Raquel coge la mano de Thomas y busca, bajo su rostro herido, su comprensión. «No, no soy insensible a él, Thomas. Pero ya no está dentro de mí. Está ahí fuera, en un mundo demente, violento y ávido. Veo claramente ahora. Estamos todos solos en este mundo vergonzoso; cada uno de nosotros, terriblemente solo. Lo que he aprendido de mi sufrimiento es que debemos luchar por la comunión. Debemos trascender nuestra soledad en compasión o, de otro modo, estamos perdidos… como Guy, o como lo estaba yo, viviendo en la desolación de un mundo de fantasmas alimentados de nuestros deseos y nuestros recuerdos».

«Has reconquistado tu alma», dice Thomas, pero sus palabras surgen en un incoherente murmurio. En lugar de ellas, le aprieta la mano y toca con su frente la de Raquel. ¿Qué será de nosotros?, se pregunta. ¿Cuánto tiempo podremos ocultar nuestro amor antes de que lo vean los demás?

Como si pudiera oír sus pensamientos, ella responde, «Tenemos que trascender nuestras soledades, Thomas… pero con otra gente. No puede ser de otro modo».

Escarcha muerde el corazón de Thomas y retrocede para enfrentarla con su aturdido dolor.

«Guarda ese dolor en tu corazón», le responde Raquel y le posa un dedo en la frente para relajar su tensión. «Muéstrame sólo tu felicidad». Le besa los labios. «¿Te acuerdas de que te dije que eres mi fuerza porque estás equivocado? Tú dijiste que no soy judía, que soy la baronesa. Y eso me dio el coraje para seguir. Pero ahora el destino se ha cumplido. El Grial que Ailena me dio está exhausto. Ya no soy la baronesa. Soy de nuevo una judía… y es hora de que empiece la demanda de mi propio Grial». Suelta la mano del muchacho y da un paso atrás. «Volveré a Tierra Santa, Thomas».

«¡Yo iré también!», gime él.

«No. Por favor. Tu Grial está aquí, Parsifal. ¿Lo has olvidado? El soberano y la tierra son uno. Cuando parta, debes convertirte en el barón del castillo, el conde de Epynt».

«¡No!». Coge su mano. «¡Iré!».

Ella pone su mano libre sobre la de Thomas. «¿No has oído nada de lo que he dicho?».

«¡Te quiero!».

«Entonces tienes que dejarme partir. Mi lugar está entre mi gente».

«Juntos…». Su ojo pestañea con el esfuerzo de hablar. «Iremos juntos».

«Thomas, escúchame». La mano de Raquel se tensa en la del joven. «Si partes, dejarás a esta gente que te necesita. Tu soledad pertenece a este sitio, a tu gente y a tu país. Si los abandonas, abandonas tu verdadero destino».

«Nosotros hacemos el destino».

«¿Lo hacemos?». Su cabeza se mueve escépticamente. «No lo creo, Thomas. ¿He escogido yo ser una mujer, una judía, una huérfana? ¿Has escogido tú ser un hombre, un cristiano y el heredero de este dominio? Podemos aceptar o abandonar nuestros destinos, pero no hacerlos».

«Por ti, abandonaré el mío».

Ella frunce el ceño. «Thomas, ¿abandonarás a esta gente que ha luchado y ha muerto por la visión del Grial? Si tú partes, ¿quién se quedará al frente de esto? ¿Clare? ¿Hugues apoyado por su padre resentido? ¿O cualquier otro señor de la Marca, que llenará tu ausencia con su tiranía? No, Thomas. Demasiadas vidas te necesitan. ¿No lo ves? Eres bienaventurado. Tu Grial está aquí… y la Copa no se te hurtará».

Thomas deja colgar la cabeza. Oye lo que ella dice con el corazón y sabe que es verdad.

«Quédate», dice sin alzar la vista.

«Este no es mi lugar. Yo pertenezco…», y cesa, sin saber realmente en su corazón adónde pertenece.

«Pero…», hace una mueca triste, levanta los ojos y dice a través de los dientes: «Los judíos piensan que estás errada… aquí». Se toca la frente. «Loca».

«El amor procede de error en error», responde ella con una sonrisa dulce. «Me ganaré un lugar como Raquel Tibbon».

No te falta una sola respuesta, piensa él mirándola con pena, imprimiendo en su memoria hasta los mínimos detalles del rostro de la mujer. Pero has conquistado esas respuestas a través del sufrimiento… y eso las hace inquebrantables. Sabe que debe rendirse ante esas verdades; se sosiega y besa los dedos de Raquel, aún en su mano. «¿Cuándo?».

«Ahora», responde ella, «cuando dejemos el jardín. Mis doncellas lo han preparado todo ya para mí».

Pánico lo sacude como a un muñeco. «¡Tan pronto!».

«Por favor, no tengas miedo», le alienta Raquel. «Es mejor así. Cuanto más estemos juntos, mayor será nuestro sufrimiento cuando nos separemos». Se quita el anillo de baronesa, lo pone en su mano y le cierra el puño sobre él. «Ailena querría que tuvieses esto».

Thomas siente el calor del cuerpo de Raquel en el anillo, lo aprieta con fuerza y, para contener el llanto, pregunta, «¿Cómo te irás?».

«Erec y sus hombres me darán escolta hasta Newport. Las joyas que tu abuela me legó pagarán el pasaje y mi sitio en Levante». Le coge la mano y añade, «Voy a irme ahora, Thomas, y tú te quedarás y gobernarás. Y si recuerdas lo que te he dicho, si puedes aprender de mi sufrimiento, no fallarás. Debemos trascender nuestra soledad y buscar la comunión. O estamos condenados». Le aprieta la mano y contempla la profundidad de sus ojos. «Acércate a Denis. Será tu maestro de armas. Harold administrará las finanzas del dominio. Y William te prestará su ira para contener la avaricia de otras baronías, aunque sólo sea en aras del hijo que le queda. Con Erec como aliado, el Reino del Grial te sobrevivirá a ti y a tus nietos». Suaviza Raquel la arruga del joven entre sus ojos con su pulgar y le sonríe dulcemente. «No tengas miedo por mí, Thomas. Me he hecho sabia en las crueldades de este mundo. Y he aprendido a confiar en las mercedes del amor».

La noticia de que la Dama del Grial parte de nuevo para Tierra Santa alcanzan el pueblo a media mañana. Al mediodía hay una muchedumbre desde el castillo hasta la villa alineada al borde del camino. Toda lamentación por los muertos ha cesado y se arrojan flores acompañadas de vítores jubilosos.

Clare llora de un modo incontrolable y, sólo porque Gerald, Ummu y sus doncellas la retienen, no se irá con su madre. Ta-Toh le trepa al hombro y, para consolarla, le ofrece un gordo escarabajo que acaba de capturar.

Los caballeros lloran también, quedamente. Harold se arrodilla para besar la orla de su brial. Gianni la bendice en su último acto como sacerdote. Y Denis insiste en permanecer de pie mientras pasa, aunque su herida le duele como si tuviera un clavo atravesándole el pecho.

«Mantendremos nuestra fe en Yeshua ben Miriam», promete. «Baruj ata adonai».

Thomas, como heredero y designada autoridad, cabalga junto a ella cuando su palafrén deja el castillo y a su perpleja muchedumbre, y trota delante de los villanos arrodillados. Uno de ellos salta al camino y le ofrece un crucifijo tan expertamente tejido con mimbre galés que la figura de Cristo porta una corona de espinas. Cuando ella lo alza, la gente grita, «¡Valaise! ¡Chalandon!».

En el linde del bosque, Erec y una docena de sus guerreros saludan a Raquel y Thomas.

Raquel extrae un rollo de terciopelo de su silla de montar y lo abre, revelando dos cosas: la daga seljuk con empuñadura de marfil y el torce de oro de Falan Askersund inscrito en árabe.

«Tenéis que gobernar Epynt juntos, vosotros dos», dice al normando y el galés. «Y estas serán las señales de vuestra unión».

Entrega la daga curva a Erec. «Te doy esta daga, forjada por una mano remota, para cortar toda influencia extranjera y permanecer puro. Y a ti, Thomas, te doy este torce como símbolo de tu esclavitud a este país extranjero. Confío en que lo sirvas con honor y con amor».

Coge la mano a cada uno de ellos. «Ambos sabéis quién soy yo en verdad. Así que puedo hablaros con la verdad. Soy una judía, soy Raquel Tibbon. Sé lo que es vivir en países extranjeros… y lo que es luchar contra extranjeros. Vosotros dos sois cristianos. Si vosotros olvidáis el amor que fue conquistado con el sufrimiento de vuestro mesías, ¿quién lo recordará?».

Durante la marcha a través del bosque, tanto Erec como Thomas tratan de convencer a Raquel de que se quede. Pero su corazón está determinado y, cuanto más hablan, mayor es su absorción. No son posibles más explicaciones. No sabe lo que será de ella en Tierra Santa. Sabe, simplemente, que debe ir allí. Sólo la inmovilidad la atemoriza ahora. Es como si el mismo país estuviese acabado con ella en este lugar: las montañas neblinosas sobre el bosque miran a través de los chales de lluvia para verla pasar. Sabe que ha de encontrar el paisaje al que pertenece, las montañas de ceño granítico desde las que la lluvia vaga al desierto, rara y verdadera como la fe.

En el río Usk, una barcaza la recibe a ella y a los galeses, y se separa de Thomas.

Lágrimas tiñen de plata las mejillas del barón y brillan en la cruda longitud de su cicatriz, pero la deja marchar. Todo río es el río del tiempo, recuerda haberle oído decir, cuando la nave avanza llevada por la corriente y ella disminuye hasta no ser sino una mota en el acuoso horizonte.

Durante largo rato después, permanece en la orilla escuchando el sugerente borbollar del río, y su tenaz paciencia animal es alimentada por la nostalgia de un amor imposible.

En la barcaza, Raquel se apoya en la popa, lejos de su escolta, sola consigo misma por fin, ya no una baronesa sino únicamente una mujer escuchando sus adentros y no oyendo sino su propio silencio. Llegué aquí poseída, piensa mientras contempla el destello de los árboles en la orilla y el ciervo que la mira desde la hierba hirsuta. Pero parto íntegra. Ahora es el mundo el que está poseído. El que está como siempre estuvo.

Bajo ella, el río se mueve como un lento, fuerte corazón. Confiada por las distancias a las que le promete portarla, trata de examinar todo lo que ha ocurrido, de alcanzar algún sentido de todo lo experimentado en este extraño país.

Los sacrificios y labores de su abuelo le salvaron la vida, pero no pudieron curarla. Todas las plegarias de David en los templos, todas las plegarias rabínicas, toda la sangre de las palomas sacrificadas, no conmovieron lo bastante el oscuro y misterioso corazón de Dios para que levantase la locura de su cerebro. Hasta ahora no ha conseguido entender por qué fracasó tal sinceridad. Mientras el río se la lleva del lugar de su transformación, ella comprende sólo esto: Dios no es solamente el bien. Dios es Todo. Dios es tanto el bien como el mal.

Así, la rabia y la depredadora mentira de la baronesa han obrado un milagro, después de todo. La furia y la astucia implacables de Ailena explotaron muy eficazmente la fe de su gente en Dios… una fe lo bastante simple y poderosa como para creer que los milagros tienen lugar, que una simple hogaza de pan puede ser la carne del Salvador…

Esa fe humilde se unió con la feroz rapacidad de la baronesa, de su maligno corazón, y esa mixtura de bien y mal creó para Raquel un papel que representar, que ha acabado por curarla realmente.

Una risa irónica brota de su silencio y se desvanece en la ausencia de su abuelo y su familia… buena gente, cuyos ancestros habían sacrificado incontables aves inmarcesibles a su airado Dios en súplica de paz. Pero no era la sangre de palomas lo que Dios quería de ella: quiso todo el tiempo el pan de los halcones.