Una fragancia como humo azul asciende flotando del bosque con la brisa nocturna. Para Raquel, mientras abandona la liza montada a lomos de camello al final del primer día de las justas —único crucial para ella—, este es el aroma de su país, un dominio ganado con ordalía y sufrimiento. Los hombres que la rodean son sus hombres: Falan sobre su dromedario, el canónigo Rieti magnífico sobre su bridón árabe, Thomas sonriendo orgulloso, Denis y Harold sobre sus corceles, incluso el pequeño Ummu montado en su burro.

En las alturas, las estrellas muerden la tiniebla. Cuando era niña, creía que los astros eran ángeles del firmamento, y cada ángel una partícula de la faz de Dios. Raquel sabe ahora que no es verdad. Esta es la lección del segundo mandamiento: No te harás imágenes. La creación no muestra a Dios, sino sólo a sí misma. Y Dios permanece exiliado de Su creación, un extraño, semejante a nada… acaso no siendo nada Él mismo.

Raquel vuelve su mirada a las cosas terrenas, a su abuelo, que monta una mula tras ella.

Tiene el rostro enflaquecido, consumido por la fiebre que ha superado, pero los ojos están llenos de contento. Aunque había abrigado la esperanza de que sus caballeros fracasasen, acepta satisfecho la voluntad de Dios. Después de las justas, cuando Raquel descendió triunfante de las tribunas, él aceptó su victoria con un beso gentil en su mano y una bendición. El marqués, espantado ante su impertinencia, le murmujeó acerbamente a Raquel: «Dejad la religión a los sacerdotes, mi querida niña. Enviad a este judío de vuelta a Tierra Santa y emprended la poco santa labor de hacer que estas tierras os sirvan bien. Tenéis un dominio que gobernar».

Percibiendo el susurro, David se retiró. Mientras Raquel recibía las entusiastas felicitaciones de los caballeros visitantes, sus damas y trovadores, él permaneció discretamente sentado al sol, calentándose los huesos siempre fríos.

Ahora, al ver que Raquel lo mira, le ofrece una sonrisa llena de orgullo: ella ha conquistado su meta y él no se la negará.

Desde los pabellones más allá del palenque se acerca de pronto un bridón con furioso galope. Falan y Gianni aferran las empuñaduras de sus espadas cuando ven que es Guy. Denis y Thomas, que cabalgaban a la cabeza, se tornan; y Harold, en la retaguardia, se aparta cauteloso del camino.

Guy se ha quitado la coraza, pero viste aún la túnica con la insignia del Grifo briscado en ella. Su pelo, ahora que le ha sido cortado el moño, cuelga en desiguales y enmarañados mechones sobre sus orejas, dando a sus rasgos pugnaces un aspecto aún más brutal. Al resplandor de las antorchas, sus ojos brillan rojos y humosos.

«¡Madre!», llama con voz hosca, sarcástica. «Te has ido sin aceptar mi capitulación».

«Ahí está vuestra capitulación, sir Guy», exclama Ummu desde su pollino y señala el moño que Falan ha clavado en la punta del asta de la bandera del Cisne.

Raquel silencia al enano con una severa mirada. «La assise de bataille se ha ganado limpiamente, Guy. He respondido a tu desafío».

«Y muy bien, además, madre». Guy se balancea en la silla y se inclina adelante, a todas luces ebrio, aunque su mirada es directa y fría. «Someto esta baronía a tu gobierno. La guirnalda condal es tuya. El sitial de estado es tuyo. El castillo es tuyo». Se tambalea, y su fogoso caballo gira sobre sí con un caracoleo. Tirando fiero de las riendas, vuelve a situar su bruto frente a Raquel. «Pero con todo eso vienen las deudas, madre. Ahora son tus deudas. La multa en la que nuestro castillo incurrió por apartidarse con el príncipe Juan cuando Ricardo estaba fuera de su tierra: cien libras esterlinas. Otras cien como pena por rehuir el servicio personal en ultramar. Debe pagarse además una gravosa multa por la renovación del sello real en tu carta de privilegio. Y desde luego, se pena pecuniariamente también el que como viuda no te cases… o el que te cases, si tu sangre gélida encuentra en ello alguna ventaja. Y no olvides los fondos debidos por este glorioso torneo. En fin, madre, que tienes unos cuantos cientos de libras por pagar… y, ¡diantre!, sólo quince días hasta Santa Margarita, en que llegarán los hombres del rey».

«Esas son tus multas, Guy», protesta Denis.

Guy bufa. «Yo no soy más que un vasallo aquí a partir de ahora. Las deudas de un vasallo son las de su señor. Los hombres del rey querrán ser pagados de inmediato… o se harán con este dominio para Ricardo. Y él se lo venderá al mejor postor para poder pagar, a su vez, las deudas masivas de su astrosa Cruzada. No se te concederá un solo día de gracia, estate bien segura de ello».

Raquel se aparta de Guy azuzando a su animal. No le dará la satisfacción de permitirle ver su desespero. ¡Trescientas libras! Si vendiese las joyas de la baronesa al mejor precio conseguiría la mitad… y aun así perdería su reino. Fija su vista en la silueta del castillo, trémula a la luz de las antorchas. Sobre él, las estrellas cintilantes parecen de pronto mucho más lejanas.

Sintiendo cansancio y frío, David está sentado en la esquina del salón del consejo donde Raquel lo ha situado, en una silla con espaldar en forma de lira. Deja su atención vagar por los frescos de la pared de estuco, iluminados por candiles que penden del techo abovedado. Las imágenes, escenas de la «Canción de Roland», son planas e insípidas, carecen de vida, figuras rígidas e irreales faltas de toda perspectiva. Para David, son el color de la erosión, la forma sin fondo de la ruina, vaporosas como las voces ecoantes de este cuarto.

«Branden Neufmarché no ha hecho aparición en el torneo», dice Denis. «Evidencia con ello su rencor. No será vuestro aliado, baronesa. Dejad que pague por vos, a cambio de la promesa de no atacarle».

Sentada en la silla alta, en la cabecera de la mesa del consejo, Raquel cierra los ojos, tratando de sentir qué haría la vieja baronesa. No halla instrucción dentro de sí, sólo la oscuridad de sus prietos párpados; sabe, sin embargo, que Ailena no obtendría dinero por la fuerza del hijo de su difunto amante, independientemente de lo insulso que resulte Branden. «Basta de guerra», declara abriendo los ojos y contemplando uno por uno los serios rostros de los hombres sentados alrededor de la mesa ovalada: Falan, Gianni, Denis, Harold, Thomas y David, que aparta su vista de las paredes historiadas para hacer un gesto de exhausta aprobación. «Si es necesario, perderé el castillo. Pero nadie morirá o será atemorizado para mantenerme en el poder».

«Grandmère tiene razón», dice Thomas alzándose en su defensa. La certeza espiritual que lee en los ojos oblicuos de Raquel despiertan un orgullo en él. «Este ha de ser un dominio que nuestro Salvador pudiese bendecir. No podemos considerar la violencia».

Denis alza sus cejas al mirar a Harold y Gianni. Nadie lo dirá, pero todos tienen a Thomas por loco… tal como él mismo ha demostrado hace un rato en la palestra contra Erec.

«Lady», dice Harold sombrío, «si perdemos el castillo, nuestras familias se verán obligadas a servir a otros barones. Toda nuestra plata le fue entregada a Guy para su cerco. No tenemos dinero. Y mis niñas son demasiado pequeñas para lograr posición con el matrimonio».

«Ten corazón», dice Denis. «Acaso perderemos privilegios, pero no es la vida vagabunda la que nos espera. Muchos castillos aceptarán complacidos nuestros servicios».

«¿Haciendo qué?», se queja Harold. «¿Sirviendo de mozo de establo?, ¿halconero mayor? En lo que a mí respecta no tengo otros servicios que ofrecer. Y tengo una mujer y cuatro hijas».

Gianni se aclara la garganta. «No pude evitar percibir la fervorosa atención que muchos nobles de las tribunas rindieron a nuestra baronesa. Quizás un matrimonio de conveniencia con el hijo de un conde adecuado serviría para salvar este castillo y, al mismo tiempo, para fortalecer el dominio».

Raquel se revuelve y desde la comisura del ojo ve a David ocultar entre las manos su faz.

«¡No! No me casaré otra vez. Gilbert me hizo comprender esa locura».

Harold se incorpora, molesto. «Lady, si no estáis dispuesta a luchar ni a casaros, declináis los privilegios del hombre y los de la mujer. Así no hay esperanza de salvar nuestra posición en este castillo».

Raquel mira a Harold con dureza. Tiene la boca fruncida de un borrego, lo que le trae a la memoria algo que Ailena dijera de él: «De todos los caballeros es el que mejor responde al cayado del pastor». Le indica que se siente. «Harold tiene razón», afirma. «Debemos abandonar toda esperanza. Si hemos de salvarnos, debemos poner nuestra fe en Dios».

Gianni se santigua, y Denis y Harold lo hacen a continuación. «Dios no os devolvió la juventud y vuestro dominio para abandonaros ahora», dice el sacerdote-caballero. «Sin duda mostrará un camino».

David torna hacia arriba las palmas de sus manos y balancea suavemente la cabeza ante la presunción del gentil, temeroso por su nieta. Esta es gente que ve sus vidas, y a Dios mismo, igual que pintan sus frescos, sin profundidad. Todo es para ellos de una evidencia superficial e insípida, aun la voluntad de Dios; y no se dan cuenta de que, en realidad, el mundo que son capaces de ver no es sino un bosquejo del que verdaderamente es. «Quizás Dios preferiría que agotásemos todos los medios terrenos para salvarnos antes de intervenir Él en Su creación», dice.

«¿Qué sugerís, rabí?», pregunta Gianni. «¿Qué más podemos hacer?».

«Me he enterado por los servidores de que hay una importante comunidad judía en Caermathon, a tres días de viaje hacia el sur», ofrece. «Los barones han prohibido tradicionalmente su admisión en los gremios y su derecho a la posesión y el cultivo de tierras. Así pues, aquellos habrán tenido que recurrir al préstamo para sobrevivir, como lo han hecho los judíos de todos los inhóspitos países septentrionales. Quizás ellos nos dejen el dinero que necesitamos».

Los caballeros se miran uno a otro; después a Raquel, que asiente con un encogimiento del entrecejo. «Si tuvieran semejante suma y quisieran arriesgarla en un dominio fronterizo como este, sería un milagro terreno. Tenemos poco tiempo para averiguarlo. Hay que enviar enseguida un rápido mensajero a caballo».

«¿Escribiréis una carta para ellos, rabí?», pide Harold, brillante de esperanza el rostro.

David accede y Raquel concluye el consejo. Cuando los caballeros se despiden, el rabí se inclina ante la baronesa y dice, «Es mejor pedirnos milagros a nosotros mismos antes que a Dios. Nosotros somos, al fin y al cabo, las manos del Señor».

Thomas se demora en la cámara cuando el resto ha partido. «Grandmère, yo sé que Dios intercederá, al igual que hizo por ti en Levante con un milagro y al igual que lo ha hecho hoy por mí en la liza».

«Lo que hiciste hoy fue absurdo, Thomas», dice ella y baja la voz, cargada de enojo. «¿Por qué te arriesgaste de aquel modo?».

«Tú me llamaste Parsifal». Su rostro blondo se asemeja a un sol con ojos. «Parsifal no se habría contentado con que un bárbaro fuese tu campeón. Si Dios te ha enviado el Grial, sin duda querrá que sea tu propia familia la que te defienda».

«¿Qué quieres decir con “si”? ¿Dudas que sea yo misma?».

«Ya no».

«Pero dudaste. ¿Qué ha cambiado?».

Thomas, que estaba de pie ante ella, se sienta en una esquina de la mesa y baja la vista.

«Cuando Largavista Meilwr no te reconoció por el olor de tu pelo, cuando maese Pornic cuestionó el milagro que te ha transformado… dudé».

«Quizás hacías bien dudando».

Thomas la mira, perplejo.

«Ya te lo he dicho. No soy la misma mujer que fue tu abuela. He cambiado completamente».

«Pero ¿eres mi abuela o no lo eres?».

Raquel siente un viento en su pecho y sabe que no puede mentir a este hombre seráfico cuyas facciones son como la sombra de un fuego. «Soy la que Dios hizo de mí», replica.

Se miran uno a otro en silencio.

Al cabo de un rato, Thomas dice, «El bárbaro fue vencido por mí, grandmère. Dios me otorgó Su favor. ¿No te hace esto pensar que la Iglesia es la única fe verdadera?».

Así que por esto se ha quedado, comprende Raquel. «Ah, Thomas… Yo bebí del Grial y, puedo asegurártelo, lo que bebí es lo que me transformó. En sí misma, la vasija no es importante. El Qoran, la Torá, la Iglesia, todas ellas son vasijas que contienen el mismo potente elixir».

«¡El mismo no!». Thomas se incorpora bruscamente y coge las manos de la mujer. «Cristo murió por nuestros pecados. Su sangre ha santificado a la Iglesia».

En los ojos húmedos del muchacho hay una reverencia que necesita la confirmación de Raquel. Persigue él algo que no puede hallar en sí mismo. Pero ella sabe que no puede dárselo.

Aparta sus manos. «Estoy cansada», dice y camina hacia la puerta.

«¡Grandmère!». Quiere decirle que el milagro lo ha cambiado de un modo inalterable, que le ha hecho decidir: se hará sacerdote. Pero ella parece desdichada cada vez que Thomas menciona la Iglesia. ¿Por qué? Fueron el Grial y el Salvador los que descendieron a ella, no Allah ni Moisés. «Dios me ha otorgado hoy su favor. No te apartes de mí».

Raquel se detiene en la puerta y mira atrás. El rostro implorante del muchacho tiene la cincelada claridad de una estatua. Querría abrazarlo, absorber todo el anhelo suplicante de esa faz, amar su desamparo y acabar con el propio. Pero es la baronesa. Es su abuela. «Thomas», dice con un susurro áspero, recordando algo que un rabí dijo una vez, «Dios hace. Nosotros nombramos. Ahora intenta dormir un poco».

A solas en el ático de la torre maestra, Thomas siente su conciencia punzarle, fustigarle con un escalofrío a través de su espina. Apoyado en el alféizar de la ventana abierta, mirando abajo los brillantes ventanales del palais bajo el brocado de estrellas, tirita.

A pesar del milagro de inspiración en la liza durante el día de hoy, a pesar de su amor por Dios y la Iglesia y, sobre todo, a pesar de su fe ciega en que esta mujer es su abuela, se siente extrañamente impuro, avergonzado y mortificado por la marea de impías sensaciones y emociones que le asaltan cuando está con ella.

En el bosque, nieblas azules reptan entre escuálidos árboles. De las ramas desnudas cuelga escarcha. En el silencio cristalino de la noche, la luna tiene un rostro, una mirada brumosa, el gesto soñoliento de un fumador de opio. Es la faz del mago persa, Karm Abu Selim, de mejillas cóncavas como una pantera.

«Lo recordaste al revés». Su voz desciende de la oscuridad burilada de estrellas. «Dios nombra. Nosotros hacemos. Él te ha dado el nombre de Ailena Valaise. Ahora tú has de hacer su vida».

«No», murmura ella a través de la calina del sueño. «Yo soy Raquel».

«Necia niña», la reprende la voz del mago. «No puedes ser las dos. Si lo intentas, no serás ninguna de ellas».

«Así que ahora tocan los filósofos», se burla Ummu. Al entrar en la habitación del sacerdote-caballero, ha encontrado a Gianni ovillado en el hueco de una ventana bajo el resplandor de un candil, leyendo el volumen de Plotino que la baronesa trajo de la abadía. Desde su derrota en la liza, ha descubierto que su alma le duele más que sus castigadas costillas. ¿Por qué ha permitido Dios que un ateo aplastacráneos lo derrotase? ¿No ha sido él testigo del milagro del Grial y transformado por este? ¿No ha represado él su lascivia para mayor gloria de Dios?

¿No es digno del favor de Dios?

Gianni mira por encima del libro. «Ummu, escucha la cuarta Enéada, tratado cuarto, versículo veintitrés: “El sentir no pertenece a la materia carnal: para tener percepciones el alma no necesita el cuerpo…”».

Ta-Toh se desliza al cuarto; el enano se inclina ante el elegante mono y el animal le devuelve la reverencia. «La opinión de los pitagóricos es que la vasija griega refleja las proporciones de la Mente Pura. Por otro lado, los epicúreos creen que imita las curvas de los pechos, los muslos y las nalgas de una moza».

«Tu cháchara irreligiosa no me distraerá, muñón».

«¿Irreligiosa? Querido canónigo, sólo estaba citando a los filósofos. ¿Irreligiosa?». Ummu se enreda reflexivamente un bucle de su pelo en un dedo corto y rechoncho. «Considerad pues el divorcio de Caná, donde el vino se transformó en agua».

«Muñón… lárgate».

«Ya me he ido y así permaneceré… aquí, en el cielo del dosel». Con habilidad, el enano trepa por una de las columnas serpentinas de la cama y desaparece sobre el pesado baldaquín bordado. Ta-Toh vuela tras él.

«¿Qué sinsentido es este?».

«Oh, sentido, sentido, ciertamente. El sentido de la vista y del sonido y del aroma seductor… pues Lady Madelon está a pocos pasos de aquí. Y cuando llegue, Ta-Toh y yo os rogamos que estéis más brillante que en la liza. Que vuestra lanza dé en el blanco, buen caballero. Y una buena noche pasaremos. ¡Escóndete bestia, que ya llega!».

Clare, Gerald y sus hijas se han entregado plenamente a la labor de atender a sus nobles invitados, con la idea de ganarse su favor. Han decidido acudir a los condes y el marqués para los fondos que ayudarían a la baronesa a pagar su deuda a los hombres del rey. Con ese fin, han rendido todo su tiempo y atención para prodigarles entretenimientos: bailes de máscaras para los adultos, juegos de manos y cacerías de tesoros para los niños.

Durante un encantador picnic nocturno en una barcaza del río, Madelon ha permanecido en tierra, disculpándose con un fingido mal-de-tête. Aunque reluctante, ha acabado ya por aceptar de sus padres y abuelos que el apremiante peligro de perder el castillo exige casarla pronto y bien.

Se tienen en consideración diversos candidatos propicios entre los hijos de los condes, y antes del fin del torneo se habrá arreglado un matrimonio.

Resignada a su inevitable futuro con algún noble serio pero no a su presente fortuna, Madelon está decidida a experimentar de una vez por todas las aventuras del amor, los detalles corteses en los que ha estado bien versada desde que era una criatura. El que Guy prohibiese el pasatiempo sólo ha aventado su curiosidad. Con gran exaltación, se detiene en su habitación sólo el tiempo necesario para mandar su criada a sus propios placeres terrenales. Luego se despoja de su tenso corsé y, sintiéndose libre y evasiva en los suaves pliegues de sus ropas sedeñas, se escurre alegremente hacia el dormitorio de Gianni Rieti.

«Soy un sacerdote», protesta Gianni.

Madelon ha cerrado tras ella la puerta y abierto sus ropas, revelando unos pechos erectos y su vello melocotón entre las piernas. «Yo sé la verdad de tu vida, Gianni».

«Pero tu bisabuela…», objeta mientras ella se aproxima, toma de sus manos el libro y lo deja en el alféizar. «El milagro del Grial…».

«Arrière-grandmère no se ha hecho monja por el Grial». Ella suelta la túnica de Gianni y busca con dedos furtivos ese quimérico ardor que él ha estado ignorando desde aquella noche decisiva en el Santo Sepulcro. «Dios le ha devuelto la juventud para que sea joven. Dios nos quiere jóvenes cuando somos jóvenes. La penitencia redimirá nuestra vejez».

«Maese Pornic…», susurra él débilmente mientras los labios de la muchacha mordisquean su rostro.

«El maese es un santo varón», replica ella con un bisbiseo, mientras sus manos perplejas aferran una túmida fuerza que es suave como resina y más cálida al tacto de lo que había imaginado en la desvelada oscuridad de otras noches suyas. «Pero tú eres todo un varón».

Gianni no puede resistir más. Dios, en Su inexplicable sabiduría, lo ha abandonado en la liza; así, ¿cómo podía Él esperar de un mero hombre, capaz de reírse del infortunio y de llorar con gozo, que rechazase las amorosas necesidades de una doncella apasionada?

Cuando Madelon quiere acabar de despojarse de sus ropas con un culebreo, Gianni agarra sus manos y la detiene.

«Por favor, Madelon… basta».

Ella lo mira, aturdida. «¿No me encuentras deseable?».

Los ojos del hombre se hacen enormes. «Desde luego. Me está volviendo loco tu belleza. Pero hay más…». La viste de nuevo, le estrecha sobre el cuerpo los lados de la ropa. «Tiene que haber más… o estoy condenado».

«¿Qué estás diciendo?», gime Madelon. «No te pido que hagas nada que no hayas hecho muchas veces ya. No hay pecado en ello, si nunca has tenido el espíritu de un sacerdote».

«Madelon…», posa su mano en la mejilla de la muchacha. «Soy diferente ahora. He visto un milagro con mis propios ojos. Y me ha cambiado para siempre».

Madelon tuerce el gesto. «¿Me rechazas entonces?».

«¡No!». Él sonríe radiante. «Lo que me dijiste en la capilla ha obrado en mi corazón y comprendo ahora que dijiste la verdad. No soy un sacerdote. No lo soy en mi alma… un alma que fue hecha por Dios para amar a la mujer y ser amada».

El gesto de la muchacha se frunce aún más. «¿Vas a gozar conmigo o no?».

«¿Es eso todo lo que quieres? ¿Gozar?».

«Madre me ha encontrado ya un rancio viejo conde para marido. ¿Es malo querer conocer algo de pasión antes de que me encierre en su castillo?». Estrecha contra el de Gianni su cuerpo.

«¿Querer lo que les has dado a tantas otras?».

«A ti quiero darte más». Toma sus hombros y la separa de él. «Quiero amarte, Madelon, no sólo gozar de ti». Acaricia sus hombros con ternura. «Renunciaré al sacerdocio y pediré a tus padres tu mano».

«¿Casarnos?». Se hurta a él. «No quiero casarme contigo. Tengo que casarme con un conde». Con un pellizco en su barba acerca su nariz a la de él. «Quiero tu pasión, no tu nombre, Gianni. Quiero ver aquello en que se gozan las historias obscenas. Quiero experimentar el fervor del amante antes de convertirme en una matrona».

«Cásate conmigo y te daré toda una vida de fervor».

«¡Casarme contigo!». Se aparta con frustrada rabieta. «Quiero ser tu amante no tu mujer».

Corre hasta la puerta y mira atrás airada. «Pensaba que íbamos a divertirnos».

Tan pronto como Madelon ha partido, Ummu mira furioso al sacerdote desde el baldaquino del lecho. «¡Se desnudó delante de vos! ¡Y la echasteis!».

Gianni se sorprende, como si emergiese de un sueño, y una lenta sonrisa se abre en su rostro cuando contempla la puerta cerrada. «¡Lo he hecho, es cierto!». Vuelve su vista hacia el adusto enano. «Tú lo has visto Ummu. No ha sido una prueba fácil… y sin embargo fui fiel. Fui fiel a mis votos».

«Y falso para esa pobre muchacha». Ummu deja reposar petulante la cabeza en sus manos y Ta-Toh empieza a buscarle piojos en los cabellos.

«Pero ¿no lo ves, Ummu? He sido fiel como nunca lo habría sido tiempo atrás». Gianni se ríe sonoramente. «Ahora soy libre de hacer lo que quiera. Dios sabe que soy sincero. Puedo dejar el sacerdocio sin avergonzarme».

Ummu levanta los ojos al cielo y torna hacia arriba las palmas de sus manos. «Señor, ¿por qué hostigáis a este hombre pequeño?». Desde el principio, cuando Gianni, entonces un adolescente libertino, sedujo a la mujer del primer dueño del enano, un preeminente mercader de Turín, Ummu se había sentido bienaventurado. La deformidad obligaba sus placeres carnales a ser vicarios, pero con el mercadante había habido escasas oportunidades de deleitarse los ojos, pues aquel era discreto con su esposa. Gianni, en cambio, quería que él mirase; necesitaba, en realidad, que Ummu hiciese guardia durante sus numerosos amoríos, misión que la talla del pequeño hombre y su lasciva fascinación le hacían cómoda. La vida había sido buena para el enano con su salaz caballero… hasta que el así llamado milagro del Grial domó la lujuria de su amo. ¡Y ahora matrimonio! Viendo la boba sonrisa en el rostro de Gianni, Ummu decide desbaratar estas ilusiones de amor sea como sea.

A Guy le estalla la cabeza; con un gruñido se sienta en el camastro y bizquea en la oscuridad. Roger, despierto ya y vestido, le mira desde la bacina en la que está lavándose el rostro.

«¿Es de día?», gime Guy.

Roger abre las contraventanas a los rayos oblicuos de luz perlada. «Haré que te traigan de las cocinas una infusión de corteza de sauce».

«Déjate de infusiones». Guy se incorpora y derrama la vista sobre sí. Aún viste la túnica manchada de vino de la noche anterior. «¿Los escuderos me metieron en la cama así?».

«Tus escuderos estarán borrachos, tirados en cualquier callejón. Tú los echaste ayer en un ataque de rabia».

«¿Lo hice?».

Roger asiente y le ayuda a quitarse la túnica sucia por encima de la cabeza. Del cofre entre los dos camastros, toma una túnica fresca y calzones grises. Viendo al barón con el pecho desnudo y soñolientos los ojos, lo recuerda cuando niño… y de pronto se siente viejo y correoso.

Todos estos años organizando partidas de guerra y participando en algaras con este Lanfranc, y antes de él con su padre…, tanta batalla ha ido a desembocar en esto: derrotados en la liza por un musulmán y arrebatado el sitial de estado por una mujer. La fatiga lo satura cuando considera todo el trabajo que exigirá recuperar el castillo; pero un cansancio aun mayor despierta con el pensamiento de empezar de nuevo en otra parte.

Guy le arranca las vestiduras de las manos y mete los pies torpemente en sus desatadas botas. «Voy a bañarme al río». Coge la espada y, cubierto sólo con unos pantalones marrones, sale trastabillando de su compartimento y atraviesa los barracones seguido por Roger. Ignora los saludos de los caballeros visitantes, que ya están despiertos y vestidos, y cruza la puerta arrastrando los pies metidos en sus botas sueltas.

William Morcar y Thierry se les unen por el camino. Cuando pasan por delante de los establos, Harold Almquist y Denis Hezetre los miran desde el lugar donde están charlando con algunos de los caballeros del marqués. Guy los llama con un gesto; ellos cambian ansiosas miradas y se le unen.

«Venid conmigo al río», les dice Guy, y los conduce a través de la plaza y de la puerta exterior. Taciturnos, marchan por los campos de ejercicios y descienden las pendientes peñascosas hasta el Llan, que castañetea en las orillas enguijarradas y borbolla arremolinándose entre las rocas.

Guy entrega su espada a Roger, saca los pies de sus botas y se sumerge en el agua espumante.

«¿Por qué nos ha hecho venir?», pregunta Denis a Roger.

El maestro de armas lo ignora y mantiene sus ojos fijos en la corriente.

«Vamos, Roger», le requiere Denis impaciente. «Tú me desarzonaste ayer en la liza y yo no te guardo rencor».

«Sí, yo te desarzoné. Sin embargo, tu campo ganó de un modo innoble», se queja Roger.

«¿Innoble? Tu campo fue vencido en combate a espada».

«El hereje usó un arma extraña. ¿Quién ha visto una espada como esa en las justas?».

«Erec el Bravo no se dejó derrotar por ella».

Harold se agita. «Guy lleva demasiado tiempo debajo del agua».

La ira cede a la inquietud el rostro de Roger cuando este empieza a buscar a Guy en el río centelleante.

Harold trepa a una peña y examina el espacio desde su posición ventajosa mientras Roger recorre enérgico la orilla, tratando de ver más allá de las crestas que afloran en medio de la corriente. «Quizás se esté riendo de nosotros detrás de una roca», murmura el maestro de armas.

«No lo veo», exclama Harold.

William y Thierry se meten en el agua hasta los tobillos y, con una maldición, Roger se desprende de la espada de Guy y empieza a deshebillarse la suya. «Está aún demasiado ciego para el río», grita. «Tenía que haberme dado cuenta».

Denis se precipita vestido a la corriente y se hunde de cabeza allí donde Guy desapareció.

A través de las burbujas vislumbra un cuerpo encajado entre dos rocas. Sus brazos se extienden salvajemente para agarrarlo. Lastrado por su propia espada, Denis tiene que tirar con todas sus fuerzas para que ambos emerjan.

Rompen la superficie en un remolino confuso y Guy jadea en busca de aire. Con Denis sosteniéndolo, trastabillan hasta la orilla y el resto de los caballeros los saca de la corriente.

Arrodillado ahora, Guy mira a Denis con irónico desprecio. «¡Tú!», se ahoga de risa sarcástica y de agua de río.

«Debía haberlo imaginado», murmura Denis sentándose. «Lo hiciste a propósito».

Guy se limpia las lágrimas de los ojos. «Esperaba a Thierry», dice entre jadeos. «O al viejo Roger». Aparta el pelo mojado de sus ojos. «Pero… desde luego…». Restalla otra carcajada.

«Tenías que ser tú. Devolviendo aún el favor de Irlanda».

Thierry se arrodilla junto al barón. «Tío, discúlpame. No llegué a pensar que estabas en peligro».

Guy sonríe secamente y cachetea la oreja del joven caballero. «Dime que tenías la esperanza de que me hubiese ahogado y serás el Thierry que conozco. Yo habría hecho lo mismo, muchacho, si hubiese sido tú. Deja que el río se lleve al loco y tú te llevas la baronía. Ese es el espíritu Lanfranc, ¿eh? No te he de culpar por ello». Hace caer a Thierry sobre sus ancas de un empujón. «Pero lo habrías pasado mal tratando de arrancarle el sitial de estado a la arpía que lo tiene ahora».

Denis se pone en pie con un airado murmurio.

Guy le aferra el tobillo. «Espera, Denis. Debo… agradecértelo. Tú… has devuelto algo de sentido a mi alma».

Denis sacude la cabeza. «¿Sentido suficiente para creer que mi amor por ti nunca ha vacilado? Tú tienes tus propias nociones sobre la lealtad, Guy, tan obstinadas como egoístas».

«No es el amor de ninguno de vosotros lo que pongo en duda», protesta Guy. «Pero, después de mi derrota de ayer, dudaba de mí, de mi propio valor».

«¿Y esa es la forma que tienes de andar probando tu valía?», le reprende Roger. «¿Con este gesto pueril de niño amohinado? ¡Qué locura!».

«No lo veo así», dice Denis alentador y ofrece a Guy una mano. «Has perdido mucho, Guy, y eso ha de ser como una locura. Pero no has perdido la vida. Todavía estás entre nosotros».

«Pero… ¿como qué?». Toma la mano de Denis y se levanta. «¿Como caballero? ¿Como hijo de esa joven? ¡Qué burla!». Ríe con risa fría, hueca; luego contempla a cada uno de los caballeros, los brazos abiertos, empapado su cuerpo semidesnudo. «¿No he sido un buen líder? A vosotros os lo pregunto. ¿No he sido el primero en entrar en batalla y el último en abandonarla? Bajo mi liderazgo, ¿no hemos florecido? Todos nosotros juntos… ¿no hemos hecho de este dominio más de lo que era?».

Los caballeros asienten, sobrios.

«Entonces ¿quién es… esta mujer para arrebatarnos nuestro dominio?», pregunta Guy y mira a Denis y a Harold. «Incluso aunque sea Ailena misma, bendecida por los santos y amamantada por los ángeles, ¿tiene algún derecho a reclamar lo que hemos mantenido y lo que hemos luchado por mantener durante diez años? Que ocupe su puesto entre las mujeres. Que lo haga así y la protegeré y me ocuparé de ella… pero se me llevarán los demonios si he de ser gobernado por ella».

«Hagámonos independientes entonces», dice Denis amaneciendo en él nueva esperanza.

«Deja a tu madre estas tierras. Fueron las de su padre, al fin y al cabo. Nosotros crearemos nuestro propio reino».

Roger gruñe. «He ahí un sueño que la luz del día disipará».

«No abandonaré lo que mi padre conquistó y lo que es mío por derecho», responde Guy bruscamente.

Denis cabecea con tristeza y se torna para marcharse.

«Espera», dice Guy, y coge el brazo de Denis. El torvo visaje del barón, perlado de agua, se suaviza a la luz de la mañana. «Otra vez te doy las gracias, Denis, por traerme de vuelta».

«Perteneces a este lugar, a esta gente», repone Denis y posa su mano sobre la de Guy.

«Como ya no soy barón, quizás podamos volver a ser amigos otra vez».

Roger lanza una mirada severa a William y Thierry diciéndoles con los ojos, Erais vosotros quienes teníais que haberle salvado.

Buscando en el rostro de Guy algún signo de engaño, Denis le estrecha el hombro.

«Mientras no trates de torcer mi lealtad hacia nuestra señora seré tu amigo».

«Tal como lo probaste en el río. Las competiciones de hoy en el torneo incluyen tiro con arco. Contigo en nuestro campo, ganaremos la cabeza de jabalí y el vino que va con ella».

Cuando Guy se torna para recuperar su espada y sus ropas secas, Harold capta la atención de Denis y le transmite su preocupación con una mirada nerviosa. Denis asiente, su expresión es cauta, y lentamente enfrenta al resto de los caballeros, que lo contemplan con ojos vidriosos.

Raquel despierta a la sombra azul de la aurora en las ventanas. Todo lo que puede ver ante ella son los montes agostados, el Llan seco, el lecho del río agrietado en grandes placas hexagonales, los campos recorridos por ráfagas de polvo gris y copos de ceniza que descienden de las faldas asoladas de los montes en negros torbellinos, mientras plaga y pestilencia devoran el país. Náusea la posee y se incorpora débilmente apoyándose en los codos.

Nunca y siempre, crepita desde lejos una voz seca. Respira hondo e imagina el Grial.

Aparece en su mente barnizado de sangre. Con agitación creciente, vuelve a yacer y fija la vista en las vigas del techo, que se macizan a la luz de la aurora. Un nervio tremola entre sus ojos, mientras comprende lentamente que se trata sólo de una pesadilla… la pesadilla de una terrible tierra baldía.

Esta comprensión no le ofrece alivio; las tremendas imágenes no se dejan disipar.

Recuerda a Ailena decirle que soberano y tierra son uno. Cuántas veces repitió esto mismo la anciana: soberano y tierra son uno. Y así, es ella misma, su misma vida la que se ha convertido en una tierra baldía. Y a causa de la enfermedad de David, la herida que no sanará, se ve atrapada en esta extraña tierra salvaje, en la vida de unos extraños. Se ha perdido a sí misma; se ha convertido en otra.

Pánico trepida en ella, a través de ella, y debe agarrar las sábanas con deliberado vigor para impedirse gritar: ¡Soy Raquel Tibbon!

El grito en ella estrangulado es el grumo de su pesadilla. Ni siquiera en su interior tendría significado ese grito, comprende. No sabe quién es Raquel Tibbon. Ha olvidado a Raquel Tibbon hace tiempo ya y llenado todos los espacios vacíos con Ailena Valaise. Donde su propia vida estuvo, hay sólo una mentira, una patética vida baldía.

Fuerza con desespero su mente a imaginar agua y verde y cosas que eclosionan y florecen.

El rostro de David aparece ante ella, consumido y arruinado de sufrimiento. «¡No!», chilla y se estruja los ojos cerrados. Sólo cuando piensa en Thomas recuerda que un día estuvo enamorada de los árboles y las colinas y las flores. Quizás, piensa, él pueda ayudarme. Él es Parsifal. Él es el loco santo que puede hallar el Grial. Se hunde en el lecho y respira con alivio. No puede haber daño alguno, se consuela a sí misma, en contarle a este santo caballero la verdad, en tenerlo como aliado y confidente hasta la primavera, cuando David estará lo bastante fuerte para viajar. Pues ¿no comparten un mismo propósito?, ¿no se transformó su abuela en el Grial para Raquel, la copa de su exilio que prometía renovar algún día su vida? Un hombre con un rostro tan sensible y beatífico como el suyo comprenderá sin duda que ella se ha visto obligada a ocultar su alma en el único lugar en que podía estar a salvo: en medio de la vida de una extraña.

Con fuerza creciente, Raquel se levanta del lecho. Despierta gentilmente a la doncella que duerme al pie de su cama y la manda a buscar a Thomas.

Los huesos de David crujen mientras se viste. Siente su edad y sabe que carece de la fuerza necesaria para viajar de nuevo a Jerusalén. Morirá en esta tierra extranjera y salvaje, pero este pensamiento parece curiosamente bueno y justo. Por primera vez en mucho tiempo, se permite a sí mismo recordar a sus hijos muertos, y su tristeza es un abismo tan vasto que su extremo lejano no está ya en este mundo.

Diez veranos han pasado desde el horror. Las montañas que se cernían sobre su tierra están allí todavía; la tierra está allí todavía y quizás incluso los viñedos y vergeles entre los prados de hierba color limón. Y la gente que ahora posee esas tierras ¿podan los árboles convenientemente? ¿Pausan a veces entre los árboles, cuando la lluvia llega chispeando de los nivosos montes cintilantes, y se preguntan quién plantó los edenes de perales y manzanos?

¿Saben que fue su abuelo, aquel hombre barbudo de risa suelta y tonante que se gozaba asustándolo cuando David era un niño?

Recuerda a su mujer, bienaventuradamente muerta veinticinco veranos atrás. La recuerda tal como era hace cuarenta años, cuando fueron juntos a las montañas, un marido y una mujer jóvenes: su esbelto cuerpo salvaje desnudo en la hierba de cobre junto al río lento, sus pechos pálidos y el fuego oscuro radiando de su sexo, incluso la arena pegada a sus costados después de yacer en la orilla rorante aprendiendo los misterios del amor uno en los brazos del otro.

Los años se han ido. Se le han llevado casi todo lo que poseyó un día, dejándolo desdichado en un país extranjero. Y sin embargo, bajo la mirada severa de Jehovah, aun esto es bueno y justo. Recordar aquella juventud que contemplaba el fluir del río somnoliento, pensando que los años durarían siempre… eso es una bendición porque le ayuda a creer en su nieta, que es todo lo que le queda de todo lo que un día poseyó.

La plegaria de David junto a la ventana, bajo las perladas vestimentas de la aurora, no es implorante. Que ocurra lo que nos tenga que ocurrir, entona.

«El amo Thomas ha partido, milady», anuncia la doncella. «El portero dice que salió a caballo a mitad de la noche. Ha vuelto a la abadía, me atrevería a decir».

Raquel cesa de cepillarse el cabello. Ahora que se ha ido, y a la fría luz del día, la esperanza de confiar en él parece absurda. Él la habría aborrecido cuando hubiese sabido quién es realmente Raquel, una judía enviada por una vieja impía y llena de odio, una farsa. Entumecido el corazón, siente un agrio alivio al ahorrarse tal indignidad.

«El marqués pide veros», informa desde la puerta una segunda doncella. «Su señoría está hambriento y ansioso de que comiencen los juegos preparados para hoy».

Raquel exhala un suspiro exasperado e indica a las doncellas que se den prisa con su pelo.

Mientras el marqués esté en el castillo, su deber es servirle. Se contempla en el espejo. Su rostro tiene una apariencia orgullosa y remota, con los pómulos angulares de una mujer cruel consigo misma. En la tensión de su boca, descubre irritación.

Qué parecida a la misma Ailena, nota Raquel con un escalofrío.

Pero, mientras se arregla, comprende que no son las exigencias del marqués lo que la disgusta, sino el hecho de que Thomas haya partido sin decirle siquiera adiós. Y la desesperanza de ese afecto, el escozor caprichoso que la acompaña, hacen más hondo ese estremecimiento.

Raquel atiende servicialmente al marqués en las comidas, momentos en los que oye al viejo caballero sus historias de la corte regia, de las intrigas políticas entre la Reina Leonor y los magnates, de los ilícitos amoríos de las viudas aburridas de palacio, y mientras cenan carnes rustidas y frutas con miel, escucha sus cuentos de los tres años de batallas entre el rey Ricardo y Felipe de Francia, que han sumado hambruna y plagas a las miserias de la Europa norteña.

En las tribunas, contemplan a Thierry desarzonar a tres caballeros y romper lanzas con otros dos sin que ninguno venza. Los caballeros negros del marqués se portan bien en las justas, emergiendo a menudo victoriosos. Y están en todas partes, mezclados con todos los campos, cosechando noticias que luego transmiten en la mesa al marqués. Orgullosos y farfantes, inspiran a los caballeros de otros campos a una arrogante conducta: terrenos son patullados en duelos personales, villanas son arrastradas al bosque para el deporte carnal, escuderos entran a caballo en los comedores y hierven alborotos en la plaza.

Cuando el ocaso extiende sus garras a través del cielo, los heraldos convocan tímidamente a los amoratados, borrachos, exhaustos caballeros para que atiendan las exigentes demandas del bello sexo en la corte de amor.

Fragmentos de melodías flotan en el aire mientras los músicos vagan por los salones y el jardín de la corte. Los preludios musicales atraen los últimos caballeros demorados en sus juegos a los bancos de piedra junto a muros en los que la yedra traza sus jeroglíficos y escarabajeos.

Linternas cuelgan ensartadas en bramante alrededor de la terraza, donde se ha erigido un estrado.

En él, las mujeres del castillo y de los condados visitantes se sientan en sillas almohadilladas con Raquel en el centro, que ocupa su sitial de estado.

Dulces fragancias brotan de las flores que enguirnaldan el estrado y de los recién bañados caballeros. Todo olor a establo ha sido convenientemente purgado por orden expresa de sus lores, pues severas instruyeron a los condes sus hijas y esposas para que este evento fluyera libre de las insolencias de los hombres. Bajo las vigilantes miradas del marqués y los condes, dispersos como cualquier otro entre los hombres, los caballeros, hermosamente ataviados, se sorprenden uno a otro con sus finezas y comportamiento elegante.

Un joven caballero se levanta y reclama la atención de la corte. Ha sido solicitado por un caballero anónimo para exponer esta pregunta: «¿Impide el matrimonio los amantes?».

Una de las condesas replica: «Causa coniugii ab amore non est excusatio recta».

Algunos de los caballeros fruncen el ceño, ignorantes.

«El matrimonio no es propiamente un obstáculo para el amor», traduce la baronesa.

«¿Aun en el caso», continúa el demandante, «de que la parte anónima esté casada con la Iglesia?».

Suspiros colman la noche y cesa el punteo de los trovadores en los laúdes. Mientras las damas meditan laboriosas esta cuestión, los caballeros murmuran entre sí tratando de adivinar cuál de sus clérigos está recogiendo los rosados capullos del deseo entre las espinas del pecado.

Tras grave deliberación por el pleno de la corte, la baronesa somete las pullas obscenas de los bancos masculinos y, en un silencio lo bastante quedo para oír el fagot de las ranas, ofrece el juicio de las dueñas: «Aunque la Iglesia nos consideraría erráticas, la corte de amor sentencia que el amor mortal supera al dogma inmortal. Si el amor entre los dos amantes es sincero, está inspirado por Dios. Y, aunque nunca puede ser santificado, no debe ser condenado. El amor, al fin y al cabo, es un sufrimiento innato».

En medio del estallido de risas y gritos ofendidos, Gianni Rieti respira hondo, como si un peso de hierro hubiese caído de su corazón.

El marqués está sentado en un oscuro rincón de la terraza, atenebrado por los caballeros que lo rodean, chupándose las encías y contemplando con frialdad el irreverente proceder de la corte de amor. Este nuevo deleite en la caballería y el romance le disgusta. Qué pérdida de tiempo para un hombre al que le queda tan poco, y al que cada noche lo empuja un poco más cerca de la eternidad. Quiere sus placeres mientras pueda permitírselos… ese viejo rostro y esa vieja raíz cansada de penetrar torpes aldeanas sin ingenio.

Considera todas las mujeres accesibles de la corte, las hijas, sobrinas, primas, todas las coquetas fideles de los condes y barones. La joven Madelon Morcar atrae demasiada atención de los arrogantes caballeros noveles, y hay como un halo de ardor demente en torno a ella, con su boca implacable y su cuerpo ágil. Y, sin embargo, ¿no verdea un poco esta noche su tez al ver que el doble de ojos admira a su bisabuela, la Dama del Grial?

El pensamiento de la baronesa tensa la raíz del anciano. De los caballeros y escuderos a su servicio no habría ni uno solo que dejase de escupir bilis si hiciese suya a esta doncella de ojos endrinos y palor de luna. Y ello le hace desearla aún más.

En la ceremonia de clausura de la corte de amor, las damas suplican la devoción y protección de los hombres, no sólo frente a enemigos externos, sino también frente a la propia brutalidad masculina. La guarnición del castillo se pone en pie por iniciativa propia.

El jefe de serjants, Gervais, un guerrero de hombros boyunos y nariz amorfa, con un ojo cerrado por el pliegue de una cicatriz vertical, habla por el resto de los soldados: «Somos hombres sencillos, nosotros los soldados. Conocemos mejor a nuestros caballos que a nuestras mujeres. Las formas de la caballería nos resultan nuevas y extrañas, y no podemos prometer ser siempre gentiles al modo cortés. Pero estamos dispuestos a dar nuestras vidas como un solo hombre por nuestra baronesa, la señora de esta tierra y castillo, Ailena Valaise, la Dama del Grial».

Como uno solo lanzan los hombres sus vítores, asustando a las mujeres del estrado. Pero Raquel no se inmuta; con ojos brillantes de pantera, observa fríamente los rostros curtidos, surcados de cicatrices, de quijadas macizas, de esos hombres que aman la idea de la baronesa pero que la odiarían con tanta pasión como ahora los mueve, si supieran quién es en realidad.

Gervais alza una mano de dedos romos para silenciar a los soldados. «Todos nosotros hemos servido a vuestro hijo sir Guy, muchos de nosotros os servimos a vos antes de la peregrinación que os transformó, y unos pocos, como yo mismo, servimos a sir Gilbert, vuestro marido. A cada uno, ofrecimos en su momento nuestra devoción y protección. Pero sólo a vos, Dama del Grial, ofreceríamos también vasallaje».

Murmullos de temor reverente estremecen la asamblea y el estrado. Ni siquiera el marqués goza del vasallaje de su guarnición, pues es un privilegio raro, concedido sólo a reyes y príncipes, el que estos soldados se ofrezcan a sí mismos como incondicionales servidores personales, dispuestos a rendir sus vidas aun sin ser remunerados.

«Con vuestro premiso, Lady, vuestra guardia se os acercará a tributaros su homenaje».

Raquel asiente y se pone en pie.

En silencio se sume la corte cuando cada uno de esos hombres marcados por las batallas asciende al estrado, se arrodilla y, con sus manos en las de la Dama del Grial, declara su nombre y ofrenda su lealtad. Terminado el ritual, un grito viril surge de los hombres exultantes.

Raquel sonríe, pero en su interior tiembla ante la dicha rapaz de estos soldados cristianos.

Un visaje rociado de negro desnuda los colmillos, y Gianni se estremece cuando despierta y ve a Ta-Toh haciendo muecas encima de él. Ummu le tira del brazo para incorporarlo. «Buen caballero, esta es una mala noche para vos».

«¿De qué me hablas, condenado enano? Estoy durmiendo».

«Yo soy vuestros ojos mientras dormís. En pie, buen caballero, y fuera, digo. Pues otro caballero, cierto mal caballero, está también de pie pero, triste es decirlo, dentro y fuera».

Gianni sacude la cabeza aturdido. «No te entiendo».

«Venid conmigo y bendeciréis vuestra ignorancia».

«Pues déjame dormir y no me atosigues con adivinanzas».

«No. Debéis poner fin a vuestra ignorancia o más tarde será peor. Corred, de prisa… pues puede que el otro se corra aún más rápido».

Gianni agarra la túnica y deja el cuarto renuente tras su excitado enano. Ummu le guía pasillo abajo y luego, por la curva de una escalera, arriba hasta una puerta cerrada. «Abridla», dice. «Ta-Toh entró hace un rato por la ventana y quitó el pestillo».

Pequeñas punzadas de gritos lascivos rechinan a través de la puerta cerrada, y la mano de Gianni duda, sabiendo ya, con un dolor coagulado en su corazón, lo que va a encontrar. Ummu lo azuza con el codo y él abre la puerta carrasqueante lo suficiente para ver a Madelon y un joven caballero, desnudos uno contra otro, en un oleaje de fornicación.

Gianni cierra la puerta quedo, da una palmada en la cabeza de Ummu, desciende las escaleras con pasos blandos, silenciosos, y estrella su frente tan violentamente contra la puerta de su cámara que cae de hinojos en una súplica de dolor y remordimiento.

El clímax del torneo es la folla. Los caballeros se dividen en dos campos y luchan por la posesión de la bandera contraria. Tras la batalla, el campo está sembrado de lanzas astilladas, escudos hachados y rotos, y los restos de añicadas armaduras y corceles muertos. Hombros y muslos han sido golpeados y quebrados, y hay ojos aplastados, pero no fallecidos. Gianni se alegra al ver entre los heridos al audaz caballero que retozó con Madelon la pasada noche.

Thierry, que cazó al joven escurriéndose por las escaleras junto a los aposentos de su hermana, lo ha majado hasta matarlo casi durante la folla.

Esa noche, al final del festival, en un círculo de antorchas plantado en la misma liza, Gianni ignora las miradas seductoras de Madelon y bebe, bebe, bebe hasta el estupor.

Bajo las estrellas y la luna gibosa, Raquel atiende al marqués en la cabecera de la mesa.

Esta noche él se acerca más cuando la baronesa le sirve el vino y toca sus manos cuando ella le ofrece el tenedor que ambos compartirán. Ella le sonríe indulgente, disimulando su incomodidad con charla menuda sobre las justas. Y, tan pronto como su noble huésped está saciado de comida, vino y música juglaresca, pide permiso para retirarse alegando fatiga de la larga jornada y de la ruidosa compañía de caballeros borrachos.

El marqués se inclina, besa sus manos y la despide. Con un suspiro de alivio, Raquel se escapa al palais. Pero, cuando se está desnudando, Falan llama a la puerta y anuncia la llegada del marqués.

Después de vestirse rápidamente, Raquel lo admite; él pasa, cierra la puerta de una patada y cruza la estanza con porte vacilante, ebrio y entonando en un murmullo un airecillo trovero.

Raquel se finge exhausta, pero el viejo caballero no está dispuesto a rendirse. «Tengo que hablar con vos a solas». Mira con un destello en los ojos a la criada y esta deja alebrestada el cuarto.

«Con mi ayuda, no tenemos por qué perder este castillo», dice, retrocediendo hasta la puerta y corriendo el cerrojo. «O, si lo preferís, podemos abandonar este lugar para que halléis un dominio más exquisito en Shropshire».

«Milord, ¿qué estáis diciendo?».

«Estoy sin esposa. He permanecido así los últimos dieciocho años. No llegué a pensar jamás…». Impide a Raquel hablar con un gesto de su mano. «Sed mi esposa. No me quedan más que unos pocos años. Servidme gentilmente esos años y seréis bien recompensada».

Raquel inclina tímida la cabeza para ocultar su asco. Ha desperdiciado todo el tiempo soportable viendo cómo la carne ofrecida a este hombre debía ser molida hasta alcanzar una consistencia que el marqués pudiese deglutir y se estremece sólo de pensar en compartir la cama con él.

El marqués se le acerca, efundiendo un agrio tufo de vino. «¿Seréis mi novia?».

Raquel se obliga a una sonrisa. «Milord, no soy digna de vos».

«Tonterías. Yo soy un hombre viejo». Estudia la rigidez de la mandíbula de Raquel, la caída de sus ojos. «Pero soy un viejo poderoso. Vuestros años conmigo no quedarán sin recompensas».

Raquel permite que afluya cierta calidez a su voz. «Consideraré vuestro gentil requerimiento».

El marqués muestra sus encías con una sonrisa amplia. «Bien. Me habéis proporcionado gran placer. Ahora dejadme mostraros que vuestro tiempo conmigo no será enteramente un barbecho». Desliza sus manos por debajo de las ropas de la mujer y acopa sus pechos.

Raquel se hurta. «Por favor, no soy una aldeana».

El marqués se acerca más aun y posa sus manos en las caderas de la baronesa. «No me casaría con una aldeana».

«No he dicho que vaya a casarme», confiesa Raquel y le arranca las manos de su propio cuerpo. «Vuestro amable requerimiento se enturbia a mis ojos».

El marqués retrocede y dice con voz seca, «Conozco bien vuestra posición, Ailena. Quizás mejor aún que vos. En Santa Margarita, los hombres del rey no se dejarán embelesar. Si no les pagáis, seréis efectivamente una aldeana, y vuestra vasta y cálida familia pasará a ser poco más que una tropa de villanos».

«Hay otros castillos en los que podremos servir».

«No si un marqués habla de vos con recortada amabilidad».

Raquel enfrenta la mirada cintilante del marqués con ira gélida. «¿Es así como acostumbráis a cortejar, con amenazas?».

El marqués la estrecha contra su cuerpo y le agarra las nalgas. «Esta no es vuestra tonta corte de amor, Ailena. Yo cortejo con el poder».

Raquel lucha en vano por soltarse. «He sido bendecida por el Grial. ¡Apartad vuestras manos de mí!».

El marqués ríe explosivo. «Dijisteis que el Grial os envió de vuelta al mundo. Bien, Ailena, pues yo soy vuestra lanza». La hace caer sobre la cama y se inclina sobre ella. «Dicen que vuestras pecas y lunares cambiaron cuando fuisteis remozada. ¿También vuestra virginidad fue remozada?». Le levanta la ropa, bloqueando diestramente sus golpes y patadas. «Poseo señorial derecho de pernada para desvirgar a todas las doncellas bajo mi dominio. No seréis una excepción».

Uno de los golpes de Raquel alcanza la cabeza del viejo caballero y este retrocede, el puño alzado, el gesto furiosamente torcido. «¡No me forcéis a azotaros!».

«¡Os combatiré!», grita Raquel. «No soy la criatura que parezco. Soy Ailena Valaise. ¡Lo soy! ¡Y os combatiré!».

«No lo creo», dice el marqués a través de una risa soturna. Inclina su rostro hasta tocar el de ella y le dice en un susurro de conspiración, «Mirad, Ailena Valaise, mis caballeros se encuentran en este mismo instante en todas las posiciones clave de vuestro castillo… mi castillo. Puedo hacer con vos, ni más ni menos, lo que me dé la gana».

Estremecida de abyecto temor y aborrecimiento, Raquel domina su voz, «Podréis forzarme, pero ningún placer os vendrá de mí».

El marqués la contempla lúbrico y cala una mano entre las piernas de la baronesa.

«¡Suficiente placer!».

«Seré mejor para vos», crepita ella burlando la mano que la busca, «si me permitís entregarme voluntariamente».

«Hablaremos de eso más adelante. Ahora dejadme ver lo que ofrecéis».

«¡Falan!», grita Raquel.

Falan, que sabiamente había pensado en aflojar el cerrojo de la puerta, irrumpe en la estancia con el sable atorbellinado en el aire. Dos de los caballeros del marqués se precipitan tras el musulmán. Pero antes de que puedan desenvainar siquiera, Falan gira sobre ellos y, blandiendo la cimitarra como un relámpago, golpea sus cinturones despojándolos de sus espadas aún en sus vainas.

El marqués se aparta de Raquel arreglándose la túnica. «¡Soy el hombre del rey!», ladra. «¡Matadme y traeréis la ruina sobre todos los vuestros!».

Raquel se incorpora, pero siente las piernas demasiado infirmes para sostenerla y se sienta pesadamente al borde del lecho. «Vuestra vida no corre peligro. Falan, déjalo pasar».

El marqués se atiesa con arrogancia, hace un gesto a sus hombres para que recojan las espadas y sale. «Todavía tengo este castillo», le dice a Raquel.

«Pero si queréis tener mi corazón, habréis de ser más gentil».

«¿Seréis mi esposa?».

Raquel alza para mirarle unos ojos sombríos. «Si no hallo otro medio de pagar lo que debo». Su mirada se endurece. «Y si partís de aquí con vuestros caballeros y dejáis de amenazarme. Sólo entonces, si Dios no provee con qué salvar a mi familia, seré vuestra esposa».

El marqués se inclina con elegancia y sale del cuarto con una sonrisa áspera en el rostro, sin mirar a Falan.

En el salón frontal del palais, un espacio angosto con altas ventanas y el suelo de baldosas negras y rojas trazando figuras geométricas, el marqués se enfrenta a sus acobardados caballeros.

Estos aferran sus espadas desceñidas contra sus costados y evitan la mirada airada de su señor.

Antes de que el anciano pueda dar voz a sus reproches, uno de ellos alza un pergamino cubierto de letras como llamas negras. «La respuesta de los judíos a la petición de un préstamo por parte de la baronesa. Nuestros hombres la interceptaron en el camino general de Caermathon».

El marqués se lo arranca de las manos y lo acerca a la llama de un candil en una hornacina de la pared. El pergamino arde en sus manos, y él lo deja caer, lo ve retorcerse y reducirse a un negro hollejo consumido. «Enviad dos hombres a Caermathon para hablar con los prestamistas. La baronesa no tiene que llegar a recibir nada de ellos».

Raquel yace en su lecho, sola en su cuarto, y llora. Las lágrimas drenan el miedo y la serenan. Siente sucio el cuerpo y querría bañarse de inmediato, pero está muy débil. El odio pesa como una piedra en su estómago. Sabe que si el dinero no llega pronto, huirá con las joyas.

Escapará al horizonte.

La futilidad de este plan se cancera en ella, porque sabe que no permitirá que su odio o su temor asesinen a su abuelo. Hasta que David esté suficientemente bien para viajar, ella soportará cualquier indignidad necesaria, aun el matrimonio con un lúbrico viejo desdentado. No matará al hombre que luchó para mantenerla viva cortando leña y cavando tumbas en los yermos.

Para tranquilizarse, recuerda Tierra Santa, las montañas hialinas vistas a través de los velos del calor desértico. Su caliente, rojo corazón bate más ligero al rememorar la comunidad de casas de piedra de Daniel Hezekyah y la vida sencilla que había estado tan cerca de poseer.

Sencilla como la vida que crece a partir de los desechos. Una vida de pequeños milagros.

Aquí, simulando un gran milagro, todo es tan estéril como la tierra de su pesadilla.

¿Habrá dinero? ¿Habrá más muertes? ¿Más opresión?

Espectral como un aparecido, Thomas Chalandon se conforma en la solitaria profundidad tras sus ojos. Viendo su sonrisa infantil, sus grandes ojos perplejos, el odio de Raquel empieza a disolverse y ella acaba de serenarse. Puede imaginar que no está sola. Puede imaginar que están juntos, a salvo, callados en su distante vergel.

Al alba, después de las plegarias, cuando los últimos huéspedes parten, Falan va con ellos.

David, ceniciento y trémulo, insiste en acompañar a la partida que despedirá al musulmán. Raquel sabe que toda la esperanza del anciano consiste en que ella cambie de opinión y acceda a acompañar a Falan; David está seguro de que su nieta ha empaquetado ya las joyas y los rollos sagrados.

Raquel, David, Gianni, Denis y un puñado de serjants cabalgan con Falan y sus camellos bajo horizontes montuosos que borbollan con los cantos de las aves. Sólo una vez se torna Falan; tras detener su camello en la cresta de la primera colina gira la cabeza, no para admirar el castillo con sus altas agujas emergiendo de las nieblas matinales y el Llan como fusión de luz, sino para asegurarse de que el marqués se ha llevado todas sus tropas de los alrededores. Cuando ve la caravana de negros caballeros evaporarse contra la hinchada esfera del sol naciente, vuelve al frente su mirar. Podrían retornar aún, y otras amenazas podrían descender también del lúgubre dédalo de los bosques… pero todo eso ya no le concierne más.

Falan recuerda el sura trigesimotercero del Qoran y lo recita en voz alta: «En la lucha, al devoto le basta Dios».

David, que aprendió árabe en los mercados de Tiro, Acre y Jerusalén, entiende las palabras del musulmán. «Sólo nuestra fe nos protege ahora», le dice a su nieta desde el lomo de su mula.

Raquel asiente y conduce su corcel junto a Falan mientras continúan la marcha. La noche anterior, sin Falan, habría sufrido lo que Ailena hubo de soportar con Gilbert, el padre de Guy.

Pero Raquel Tibbon, no se le esconde a ella, a pesar de todo el acero adquirido, no sería lo bastante fuerte para resistir semejante vida. Incluso ahora, envuelta en la áurea luminosidad de la mañana y el rielar del rocío en las hojas de las plantas, la persigue la oscura brutalidad del marqués. Un lamento mudo se riza en su cerebro, rezuma de su razón, se vierte en la locura penumbrosa que la acosa desde el horror: nunca y siempre. El tiempo no ha apagado el terror que la encontró años atrás, cuando tenía apenas doce. Sólo lo ha enterrado más hondo. No sana el tiempo.

Falan ha visto muchas veces esta expresión soñadora de su rostro durante los meses en que ha sido su guardián. Al principio, pensó que estaba arrobada en sus ilusiones y engaños, recordando las historias que Karm Abu Selim instiló mágicamente en ella. Pero ahora, testigo de que estos embelesos la poseen cada vez que algo la turba desde el exterior, sabe que es al contrario: la ilusión la recuerda a ella.

¿Y quién es recordada?, se pregunta el musulmán. Cuando se ofreció voluntario para esta misión, se le dijo que Raquel Tibbon era una judía, la nieta del anciano, un mero peón que la rica y vetusta baronesa había seleccionado para llevar a cabo su ardid vengador. No le preocupaba entonces quién era o había sido esta judía antes de que el mago persa le fijase su máscara. Sólo ahora… ahora que sabe que no volverá a verla jamás, se lo pregunta realmente. ¿Quién está siendo recordada para que la posea tan fiero temor?

«Ven conmigo», le dice. «Vuelve a la Casa de Dios, a Jerusalén».

Raquel sacude la cabeza, consciente de que David está dirigiéndole esperanzadas miradas.

«Mucho peligro hay aquí», dice él en una confusa lengua de oc.

«Mucho peligro en todas partes». Raquel extiende su mano y Falan la toma. Sonríe tensa, atenta.

Cuando alcanzan el Usk y Falan conduce sus dos camellos a la barcaza para el viaje al sur, a Newport, está limpio de todo temor por ella. «No somos sino el rebaño del cielo», declara; luego, suelta de su cuello la banda de oro de su servidumbre y le entrega el torce a Raquel. «Ve con Dios».

Mientras la barcaza es liberada de sus amarras y empujada a la corriente, Falan mira al horizonte. Sobre el río y la espina dorsal de la tierra, el cielo es fulgurante azul. Tras él, su promesa cumplida. Y no necesita volverse para saber que su pasado agita una mano de adiós.

Libre queda él para estar solo en el mundo otra vez.

«Se ha ido con sus caballeros», advierte Thierry Morcar. «Bajemos el rastrillo y dejemos fuera a la bruja».

Guy alza la vista de las botas que está atándose engallando con satisfacción la cabeza.

«Noble idea, muchacho. Pero esta es la fortaleza de la Imitadora».

Thierry tuerce el gesto y mira a Roger Billancourt y William Morcar, que están majolándose también las botas de montar. Se hallan en los barracones, donde se han exiliado en un estupor de borracheras desde su derrota en las justas. La estructura de vigas de roble, con sus planchas grises por paredes, sus separaciones de entramado y sus camastros cubiertos de paja, está vacía ahora que caballeros visitantes y escuderos han partido. «¿No estáis rindiéndosela, sencillamente?».

«Ganó la assise de bataille, ¿no?», dice Roger con amargura, sin apartar la vista de la majuela de sus botas.

«¿Y eso es todo? ¿Eso es todo?».

«La guarnición le ha ofrecido vasallaje», dice Guy resentido.

«Esos son tus hombres», presiona Thierry. «Has sido su señor durante diez años. Habla con ellos».

«Quiero decírselo todo al chico», insiste su padre.

Guy asiente. William se acerca trastabillando hasta su hijo, una bota en la mano y la otra puesta, y se sienta en el camastro con él. «Los caballeros negros han tenido unas palabras con tu tío. Parece que el marqués se ha encaprichado de la Imitadora. Nos ha hecho jurar que no conspiraremos contra ella… al menos hasta Santa Margarita, fecha en que, según dice, la hará suya. A cambio de no molestarla, nos promete el castillo».

El rostro pugnaz de Thierry se ensancha. «Entonces no tengo que molestarme en peregrinar a San David».

«Oh, tu peregrinación, está bien», dice Guy incorporándose, golpeando un poste con la punta de su bota. Perdido el moño, Guy se ha chapodado el pelo por encima de las orejas, corto, y ha trenzado su guedeja en forma de cola de rata. «Irás a rezar en San Branden».

«¿San… qué?». Thierry lanza una mirada atónita a su padre que, mientras tira de su bota, sonríe de un modo demasiado elocuente para responder.

«El castillo de Branden Neufmarché», dice Roger Billancourt, levantándose ahora que está calzado. Tiene sus negros pantalones descoloridos metidos en las botas, pero aún está desnudo de medio cuerpo y las cicatrices de viejas guerras galonean sus hombros macizos. «Dirás a todo el mundo que vas a hacer tu peregrinación pero, en lugar de ello, residirás un tiempo con nuestro amigo Branden».

«¿Desde cuándo se ha convertido ese sapo en nuestro amigo?».

«Desde que le ofrecimos toda la tierra y la fortificación que la Imitadora ha devuelto a los bárbaros», repone Roger, cogiendo su túnica del poste del camastro.

«Pero esa es nuestra tierra», protesta Thierry.

«Será la del rey, si no se pagan las multas», dice Guy tomando su daga del colchón de heno donde ha dormido y embutiéndosela en la bota. «El marqués asegura que él pagará la deuda. Pero nosotros no le creemos. Quiere a la Dama del Grial para que le endulce su vejez, no una fortaleza fronteriza que defender y mantener. El castillo está condenado. Así que nos aliaremos con Branden. Hemos probado nuestro valor contra él, y nos prefiere luchando con él, no al revés».

«Pero tío, tú no puedes convertirte en el vasallo de Branden. Eso es… antinatural. ¡Es un cobarde… un pomposo idiota!».

«No su vasallo, Thierry, su aliado. Él defenderá la tierra y la fortificación que le hemos dado contra las reclamaciones de cualquiera a quien el rey legue nuestro castillo».

«Sea quien sea», añade Roger, «no será nadie de importancia para que lo envíen a las profundidades salvajes de Epynt. Con el tiempo, conociendo los montes y el castillo como los conocemos y con los hombres de Branden a nuestras órdenes, recuperaremos el dominio».

Guy abre la puerta de un tirón al raudal de luz. «Venga, Thierry, vámonos con los halcones al bosque, a disfrutar de ellos mientras podamos. No es poco el trabajo que tenemos por delante».

Árboles deformes e hirsutos pueblan muchedumbrosos el camino, y Raquel y su escolta no ven a los galeses hasta que están rodeados. Los guerreros, con sus pieles y cabelleras ungidas con aceite de nuez, se apoyan casuales en sus altas lanzas y se ríen de la alarma de los normandos. Denis y Gianni acostan sus corceles al de Raquel, y los serjants cierran su formación en un intento fútil de cubrir todos los flancos.

«Dile a tus hombres que se calmen», clama la voz de Erec en galés desde la foresta.

Emerge sonriendo a través de las filas de sus hombres. «La Sierva de los Pájaros es todo el escudo que necesitan en estos bosques». Raquel le responde con una sonrisa sutil, y se siente vulnerable sin Falan.

«Muestras tu temor demasiado pronto, baronesa, ahora que tu maestro de armas se ha ido», nota Erec divertido mientras pasa entre los caballos de sus hombres y se hace con las riendas de su corcel. «¿Tienes miedo de que trate de someterte?».

Raquel mira alrededor los hombres barbados, sus rostros curtidos que la contemplan con sospecha y curiosidad. «Estoy asustada», admite.

«No lo estés. He venido con noticias que te complacerán. Apártate conmigo al bosque. Esto es sólo para tus oídos y no estoy seguro de cuántos de tus hombres entienden nuestra lengua».

Cuando Raquel empieza a desmontar, Denis y Gianni la detienen. «No vayas», le susurra David. «Se te llevará y nos asesinará».

Raquel fija su mirada en el ancho y macizo rostro de Erec y dice, «Por tu honor, mantenme a la vista de mis hombres».

«Hecho». Caminan hasta el borde del camino y se detienen bajo la solemnidad de dos tejos, vueltas sus espaldas hacia el grupo inquieto y arracimado de los hombres de Raquel. «Sé de tus problemas con tu rey. Parece que le debes trescientas libras de plata».

«Sí. Debo tenerlas dentro de dos semanas, para Santa Margarita».

«¿Cómo las conseguirás?».

Raquel mira con incertidumbre al hombre corpudo como un oso. «¿Me estás ofreciendo el dinero?».

Erec bufa y alza sus cejas boscosas. «Ningún buen galés posee tanto dinero del rey». Una sonrisa lobuna afila sus rasgos. «Pero sé quién lo tiene. Hay una tribu rival al norte, en un pantano poblado de jabalíes más allá del Puente de los Pasos Perdidos… todos ellos bandidos y cuatreros, ladrones de vacas y mujeres. Esos han acumulado el doble de la plata que necesitas, toda ella robada en las rutas reales durante los últimos siete años, desde que Ricardo se dedica a enviar sus recaudadores de impuestos para exprimir a sus barones».

«¿Me prestarían ellos el dinero?».

Erec bizquea. «¿Prestarte el dinero? ¿A una baronesa de los Invasores? ¿Siendo como son enemigos jurados del clan Rhiwlas?». Sorbe aire a través de sus dientes prietos. «Antes mearían cabeza abajo». Se acerca a Raquel. «Su jefe, Dic Cuchillolargo, ha estado empleando esos fondos para comprar espadas adamascadas de acero a los mercadantes irlandeses; está armando clanes enteros con ellas, gente que antes sólo tenía flechas y estacas. Mi padre Howel teme de ellos una incursión en sus tierras, pero a su edad es demasiado cauteloso para golpear primero. Su última plegaria por la noche y la primera al alba es que alguien llegue a estorbarles ese propósito».

Parpadea. «Dame tres de tus hombres más leales, hombres en quien pueda confiar, y robaré el dinero de Dic Cuchillolargo».

El pulso de Raquel galopa. «¿Podrás hacerlo?».

«Para ti». La sonrisa lobuna centellea otra vez. «Este es mi precio. Cuando traiga el dinero, te convertirás en mi esposa».

La ansiedad vibra en ella. «No puedo casarme contigo».

«¿Por qué no? Yo soy cristiano».

La mente de la mujer busca veloz una huida. «Soy normanda. Tu gente me desprecia».

«Eres la Sierva de los Pájaros. Hablas nuestra lengua, conoces nuestras costumbres. Mi gente te amará… como lo hago yo».

Raquel siente el rubor escocerle a los lados del cuello bajo la mirada astuta de Erec.

¡Primero el marqués… y ahora Erec el Bravo! Aunque no es poco lo que le atrae de Erec —su porte bueno y descarado, su sonrisa pronta, su coraje— no quiere casarse con él. Vuelve la vista a sus hombres, ve a su abuelo contemplándola aprensivo. ¿Dónde están los prestamistas de Caermathon?

«Debes decidirte pronto, Sierva de los Pájaros. E incluso entonces, no te garantizo nada. Dic Cuchillolargo es un personaje que hace honor a su nombre».

«¡Caridad, por amor de Cristo, caridad!». Un grupo de cuarenta personas pide limosna ante el puente levadizo del Castillo Valaise cuando Raquel y sus hombres retornan. Son parias y vagabundos de todo el país, barridos a Epynt con las manadas que acudieran al torneo y dejados atrás, para mezclarse con los cojos y deformes de la aldea.

Los serjants abren camino para la baronesa y los caballeros. Una vez en la plaza, Raquel ordena al portero que les lleve una bolsa de óbolos de cobre. Clare y Ummu, que han venido del palais al oír la trompeta del heraldo, tuercen el gesto con desaprobación.

«Madre, tenemos deudas todavía en la plaza». Señala a los gremiales, que se han reunido en filas de peticionarios para recibir el pago por sus servicios durante el torneo. «Los pobres están siempre con nosotros, pero los gremiales nos dejarán por puestos más lucrativos si no les pagamos». Dice esto lo bastante alto para que los mercaderes la oigan y sepan que ha hecho todo lo que ha podido.

«Paguémosles entonces lo que les debemos».

«Madre», susurra Clare, «no tenemos ese dinero».

«Creía que Gerald y tú os habíais procurado algunas libras de los condes visitantes».

«Tenemos diez libras», dice Clare en un bisbiseo orgulloso. «Pero eso es para las multas del rey».

«¿Es bastante para los gremiales?».

«Justo. Pero las multas…».

«Págales, Clare. Y no te preocupes más por las multas. Las satisfaré. El hogar de la familia estará seguro».

Toda protesta de Clare se evapora al ver la mirada de confianza tenaz, imperiosa en la faz decidida de Raquel. Esa es, sin lugar a dudas, la determinación que ella recuerda en el rostro de su madre desde su primera infancia, y lágrimas le afluyen abruptamente a los ojos. Este es quizás el tiempo más difícil en la vida de Clare: tener que humillarse ante los nobles para pedirles dinero, meditando mientras a cada instante qué vida les espera a Gerald, ella y su familia, si el rey les arrebata el único hogar que han conocido. Asomarse al abismo de la miseria le ha costado casi la razón. Desde el torneo, se ha mostrado fuerte porque está habituada a considerarse la mayor.

Pero no… Mira con gratitud el rostro hermoso de su madre. Reconoce en él la autoridad. Y una explosión interna hace añicos toda muestra vana, reduciéndola una vez más a la niña que siempre fue.

«¡Madre!». Clare abraza a Raquel, haciendo caer casi a la esbelta mujer con sus enérgicos sollozos.

«Todo irá bien, Clare», promete la baronesa acariciando esos grandes, gruesos hombros y visualizando el Cáliz, que cintila tan intensamente áureo como el sol, para aquietar su temor extremo. «Todo, todo irá bien».

Clare se aparta y se limpia los ojos. «Tú siempre te has preocupado por nosotros… por Gerald y por mí y los niños. Cuando partiste, fue tremendo vivir sometidos a Guy». Su voz se ha ablandado hasta encontrar el timbre de una muchacha. «Pero ahora has vuelto. Y contigo la música. Gerald ha convencido a dos trovadores para que se queden con nosotros, dos de los mejores. Hay canción otra vez, madre. Al igual que antes».

El portero retorna con la bolsa de los óbolos.

«Paga a los gremiales, Clare, y a los trovadores también. Yo atenderé a los pobres».

«Lady», se ofrece Ummu adelantándola. «Si me permitís… No me resultan poco familiares los engaños de los saltimbanquis».

Con David, Denis y Gianni siguiéndolos, Raquel y Ummu afrontan a los mendigos en el puente levadizo. La turba se abalanza para tocar las vestimentas de la bendita baronesa con la esperanza de que un milagro los cure. De su paso a través de la aldea, camino de la abadía y de vuelta, Raquel reconoce a la ciega que guía la pequeña lazarilla, al chico del brazo marchito, al viejo sin piernas sobre su plataforma rodante, al idiota inofensivo y a la viuda cuyo marido fue asesinado en una reyerta, dejándola sola con nueve criaturas. Pero hay otros muchos que nunca ha visto anteriormente. Camina entre ellos ofreciendo óbolos, hurtándose a las manos que la buscan y recordando las palabras de la baronesa de que ella y la tierra son uno: y estos desafortunados son también yo.

Mientras Raquel asegura en voz alta que carece del poder de curar, el enano se acerca a un hombre corcovado, desfigurado por lustrosas úlceras marrones. Ta-Toh alarga la mano y, ante los gritos de asombro de los circunstantes, arranca una de las úlceras.

Ummu toma la costra, la huele y la agita en el aire. «¡Piel de ciruela!». Da una patada en la espinilla del hombre y la espalda encorvada del impostor se endereza con un aullido. «¡Un milagro! ¡Ummu ha obrado un milagro! ¿Quién más quiere recibir mi toque sanador?».

El enano agarra por el cogote a un joven hinojado que saca espuma por la boca. «¡Jabón!», denuncia y golpea las orejas del hombre. «¡Otra cura! ¡Las manos milagrosas de San Ummu se están superando a sí mismas!». Agarra la muleta de un hombre de pelo lanoso y lo arroja sobre sus rodillas. El hombre se lamenta piadosamente hasta que el enano le golpea con la muleta la ingle coja; salta entonces sobre sus pies, escupiendo y maldiciendo, y se retira con una docena de acompañantes.

«Nuestro pequeño santo ha expulsado los demonios», observa Gianni, arrancando las manos devotas de las ropas de la baronesa.

«Debemos hacer más», dice Raquel. Nunca y siempre, murmura la oscuridad en ella. Pero ella sacude la cabeza y no la oirá. «Quiero ayudar a esta gente, padre».

Gianni se arredra. «Por favor, milady, no me llaméis así».

«Sois un sacerdote».

«Soy un caballero. Ocuparé el lugar de Falan. Incluso dormiré sobre las losas del suelo a vuestra puerta. Que el rabí sea vuestro santo varón».

«Hay que hacer algo con esta gente», suspira Raquel agotando los últimos óbolos de su bolsa y ofreciendo sus manos vacías a la turba desconsolada. El aire repica con algo más que las súplicas de los pobres. Las voces de los muertos titilan justo en el flujo del oír: su familia muerta canta en hebreo una jubilosa canción. ¿Por qué? Observa a su abuelo para saber si él puede oírlos, y él murmura una plegaria, bendice a la gente. «Rabí… y Gianni…quiero que penséis en algún trabajo honesto al alcance de las capacidades de un ciego o un cojo, que encontréis algo que ofrezca verdadero desahogo a la viuda y a otros como ella. En cuanto a los pícaros y holgazanes, hay que disuadirlos de mendigar y mostrarles las virtudes de una labor honrada. Y a los idiotas hay que llevarlos donde puedan ser decentemente cuidados. Quizás la abadía».

«Maese Pornic insiste en que sólo los soldados de Cristo deben residir y trabajar en su abadía», dice Denis. «Los pobres han de ser atendidos por la caridad cristiana y los monjes errantes».

«Entonces nosotros cuidaremos de los nuestros», decide Raquel.

«Mientras sean los nuestros», murmura Denis.

«El dinero vendrá».

«¿De dónde, lady? Los prestamistas han ignorado nuestro ruego. He enviado otro serjant a pedirles ayuda».

«Conseguiré el dinero».

Denis la mira fijamente. «No tenéis por qué sacrificaros. Sé lo ocurrido con el marqués y la naturaleza de su oferta. Sus caballeros se jactan de que pronto seréis suya. Pero para salvarnos no debéis perderos a vos misma. Casarse con ese viejo lúbrico sería un error».

Raquel devuelve su atención a la turba mendicante y dice con voz distraída, «El amor procede de error en error».

Hellene besa las mejillas de Thierry, se aparta y admira su robustez. No es ningún petimetre, piensa, como padre. Siempre la ha contrariado que su padre, Gerald, sea un trovador y no un caballero más viril. Pero su William ha sido bastante hombre para ella, y cruza ahora una mirada con él de compartido orgullo por su hijo.

Los Morcar están en el amplio patio exterior del palais, despidiéndose. El joven Hugues, como un escudero, sostiene las riendas del palafrén de su hermano, deseando poder ir él también de peregrinación. Desde su valiente demostración de habilidad batalladora durante el torneo, toda la familia ha estado henchida de respeto por Thierry y doliéndose de que deba hacer un viaje tan azaroso en momentos de tanta inseguridad. Cuando vuelva, el castillo que una vez fuera su herencia podría no pertenecer ya más a los suyos.

«No te apartes de los caminos reales», le aconseja Hellene. «Y cuando llegues a San David, haz decir también una misa por nuestro castillo. Si tanto ama Dios a Ailena, puede que salve aún nuestro hogar».

«Así lo haré, madre». Thierry dirige a su padre una mirada elocuente, pero William no revela ningún signo de complicidad. Abraza a su hijo y se aparta discretamente de él.

«No hables bien de ti mismo», le advierte William. «Antes obra bien por ti mismo».

Thierry asiente; se torna hacia su hermana gemela, que llora, blanda, con un pañuelo en el rostro. «Madelon, no llores. No me voy a la guerra. Quizás en mi peregrinación encuentre el Grial, beba de él y vuelva más joven aun que Effie. Podrías ser mi niñera entonces».

Madelon solloza una sonrisa. «No te atrevas».

Thierry apuña el brazo de su hermano. «Cuídalos bien», le impone y sube luego a su montura. Con un gesto de despedida trota a través del recinto interior, pausa en los portales para mirar atrás y agitar el brazo, y parte.

«¿Cómo ha podido grandmère hacer esto después de lo bien que ha estado en el torneo?», protesta Clare.

«No es Ailena», declara, ácido, Hugues. «Tiene miedo de Thierry porque es una bruja».

Una cuña de ánsares vuela hacia el norte entre las nubes. Raquel, sentada en el jardín del castillo, los contempla aparecer y desaparecer mientras se funden en la distancia. Blythe y Effie juegan a dama-y-doncella alrededor del reloj de sol, y bajo la pérgola de rosas Leora supervisa el petit point de sus hijas mayores, Joyce y Gilberta.

Tratando de escuchar a los muertos, Raquel oye sólo un luminoso silencio de cristal, salpicado por el punteo de las agujas de bordar y por las voces de las niñas. ¿Por qué me cantaron los muertos cuando los pobres estaban a mi alrededor?, se pregunta.

Y de la orilla del mundo en el filo de su corazón, la pregunta retorna: ¿Qué cantaban los muertos?

Un canto judío, se responde. Un himno de alabanza.

Un servidor se acerca, susurra algo a una de las doncellas y esta se apresura a comunicárselo a Raquel: «El rabí pregunta por vos».

Leora observa a Raquel cuando salta de su asiento y abandona corriendo el jardín. Como una muchacha. Una ceja de cobre se arquea. Por supuesto, es prácticamente una muchacha. Ese es el milagro, el portento inmenso de su retorno, que ha hecho las plegarias de Leora y de sus hijas mucho más luminosas. Incluso Harold, que acostumbraba a dormitar por las mañanas en la capilla, sigue ahora con atención los servicios del canónigo. Leora alza un rostro agradecido a las nubes vellidas que motean el azul.

Raquel halla a David acostado en el lecho, consciente apenas. El físico ha terminado de administrarle una poción de beleño contra el humor melancólico que causa los escalofríos y letargia del anciano. «Dormirá bien ahora», dice el físico. «Cuando despierte, quizás esté más vigoroso».

«¿Quizás?», susurra Raquel. «¿Por qué no podéis ayudarlo?».

Las curvas cejas del físico se unen en un solo trazo tenso. «Es mayor y tiene exhaustos los huesos».

Raquel despide al físico y las doncellas y se sienta al costado de su abuelo. Cuando toma su mano fría, los ojos del hombre se abren. «Tenemos que dejar este lugar», dice en un hilo de voz. «El aire es frío aquí aun en Julio. Vuelve conmigo a Jerusalén».

Raquel le frota la mano para darle calor. «Iremos, abuelo. Pero debes recuperarte antes. Reposa ahora y rehaz tus fuerzas, porque sin falta volveremos a Jerusalén».

Él se hunde en el sueño, sonriendo vagamente.

Raquel siente abismarse todo sentido. Si pierde al anciano, se quedará completamente sola en este extraño país. Las voces de su interior medran con su miedo; las percibe como un humo que necesitase sólo su atención para condensarse en sonido. Pero ella se fija en el rostro aletargado de su abuelo y las cuasivoces se transforman en música en su cuerpo, el himno jubiloso que oyera cuando la rodearon los pobres.

Teme prestarle oído, teme lo que la música pueda hacer en su cabeza. Aunque cree que los muertos tienen una respuesta para la curación de su abuelo, sabe que si se pierde a sí misma en sus profundidades, sorbida como una brizna de hierba por un remolino, David habrá preferido estar muerto.

«Dios es una cebolla», dice David a los caballeros que estudian con él la Torá. El beleño le ha ayudado a dormir, a desprenderse del cansancio de sus humores nocivos, y le ha dado fuerza suficiente para enseñar a sus estudiantes algo de hebreo y para repasar con ellos el credo esencial: el Pacto de Alianza entre Dios y Abraham. Está cansado otra vez, pero el frío que parece definitivamente instalado en sus huesos se templa con este trabajo devocional. Ahora, a modo de diversión: «La palabra hebrea para cebolla, que está entre las más hermosas de las flores de Israel, es be-tzel, que nos remite a Beth-El, Casa de Dios, así como a be-tzalel, a la sombra de Dios. Y Betzelel, el nombre del artesano que forjó el primer menorah, el candelabro revelado a Moisés en el Sinaí, significa Cebolla de Dios. Y todo ello sugiere hasta qué punto la humilde cebolla simboliza la superba, divina inmanencia de la creación».

Se hallan en el cuarto de David, sentados en esterillas de carrizo: Gerald, Denis, Harold, Gianni y Ummu. Cuando Raquel entra, sólo Gerald recuerda las convenciones de la corte de amor y se levanta.

«¡Los pobres construirán una sinagoga!», anuncia sin aliento la baronesa. La idea le llegó límpida mientras escuchaba a Clare contar que los preparativos de la boda de Madelon tenían el pensamiento de Hellene apartado de su preocupación por Thierry. «Edificaremos un lugar para el encuentro con Dios, dice el Salmo 74. La construcción empleará a los mendigos de la comarca en cualquier tarea que puedan desempeñar». Y dará al abuelo un sentido para continuar, algo en lo que ocuparse y con lo que recuperar fuerzas.

«Pero la aldea tiene ya una capilla», protesta Harold.

«Un edificio tosco», replica Gianni. Cada mañana, después de un servicio escasamente atendido en la capilla del castillo, ha celebrado misa en hebreo a una multitud de devotos en la aldea. «Una cabaña, realmente. Incluso el crucifijo es de una hechura rudimentaria».

«No habrá crucifijos en el templo», dice Raquel. «No habrá ídolos de ningún tipo. No estará dedicado a ningún santo, sino a Dios mismo, y no tendrá otro nombre que la Casa de Dios».

«Lo que el mismo Yeshua habría reconocido», capta Denis lentamente, incapaz ya de toda sorpresa.

«Quizás», sugiere Gianni, «cuando la sinagoga esté construida, maese Pornic pueda recuperar su capilla para celebrar en ella de acuerdo con la Iglesia».

«Sí», coincide Raquel. «La sinagoga será para los devotos de la fe de Yeshua».

«Entonces», dice David, «debe ser construida tal como lo prescribe la Biblia en Daniel, capítulos segundo y sexto: erigida en un lugar alto, con numerosas ventanas para “la luz que habita en él” y “Él hizo abrir ventanas en Su cámara superior”».

«Conozco el lugar adecuado», ofrece Harold. «El Alto de Merlín, al sur de la aldea. Hay un antiguo círculo de piedras en esa colina, un anillo de peñascos más antiguos que los romanos. Los galeses creen que Merlín los erigió».

«Merlín no se opondría a que alzásemos un templo para celebrar como Yeshua lo hizo», interviene Denis. «Arturo era cristiano».

«En Jerusalén», dice David cabeceando reflexivamente, sintiendo desleírse el frío de sus huesos con el calor de la excitación, «hablé una vez con un monje que aseguraba que la madre de Yeshua, Miriam, tenía el gentilicio Betzalim, que significa hojas de cebolla. Y así su nombre llevaba implícitas las lágrimas que habría de derramar».

El trueno rueda, pesado, desde los montes. Gianni no lo oye, pues atiende a la obscena canción del gallo enamorado de la vaca, una alegre chanson de geste que Madelon ha aprendido durante el torneo. Están sentados en un lecho de primaveras y violetas en el extremo asilvestrado del jardín, oculta su risa de ojos ajenos por los setos densos. Con delirio lírico, ella se alza sobre sus rodillas imitando el grito triunfante del gallo al descubrir que su rival en el amor es un toro que no puede volar.

Sus carcajadas los hacen caer de espaldas y yacen entre las flores, sonriendo al filo ardiente del día, en que un sol anaranjado se quiebra en rayos entre las copas de los árboles. El trueno barbotea otra vez desde los montes y Madelon vuelve la cabeza para ver tormentosas nubes violeta avanzando desde el norte. «Debemos irnos», susurra poniendo su mano en el pecho de Gianni, «o nos empaparemos».

«Vente conmigo», dice Gianni tomando su mano.

Madelon pone los ojos en blanco. «¿A dónde?».

«No importa…».

Ella se incorpora, se sienta, se quita las flores aplastadas del pelo. «¿Cómo viviremos?».

«Serviré como caballero a algún noble».

Madelon se yergue, se limpia el vestido de pétalos, hojas, briznas de hierba. «Hazte caballero de mi marido y podrás ser mi amante».

«Si te casas conmigo, serás tan feliz con mi amor que no necesitarás amantes».

Madelon le lanza una mirada desalentadora. «El romance es un divertimento exquisito, Gianni… pero no es suficiente para mantenerme feliz».

«¿Qué más?».

«No hay nada que sea más que el amor», responde, «pero la posición es tan importante como él. Yo desciendo de condes».

«¡Posición!», bufa Gianni. «Este castillo y cualquiera que sea la posición que va con él están en peligro. Vente conmigo, y yo me consagraré a protegerte».

«Gianni…». Le tira de la barba y se pone en pie. «Yo podría amarte, pero tú no me has favorecido todavía con tu amor. Prefieres oírme cantar canciones tontas».

Gianni se apoya en los codos. «Te he dicho la verdad, Madelon. El milagro que cambió a la baronesa me cambió a mí también. Si he de dejar el sacerdocio será por un amor santificado por el matrimonio y nada más».

«Entonces sigue sacerdote», se disgusta ella. «No me casaré por romance. Mis padres han encontrado un marido digno de mi posición».

«El muchacho que Thierry pisoteó en la folla», se amohína Gianni.

Madelon arruga la nariz. «Gracias a Dios, no. Ese fue sólo alguien con quien retozar porque tú no querías». Enreda un bucle en el dedo y dice con estudiada indiferencia. «Voy a casarme con Hubert Macey, el hijo mayor del conde de Y Pigwyn».

El trueno retumba más alto y una brisa fría sacude los setos susurrantes. «Pero yo te juro… estoy enamorado de ti, Madelon».

«Muéstramelo entonces». Frota la mejilla del hombre con sus labios. «Queda mucho tiempo aún para el amor», dice casual. «El matrimonio no tiene por qué impedirlo».

La lluvia desciende danzando de los montes como argénteos derviches. El viento ajirona las flores, llevándose por los aires hojas y pétalos.

Gianni sigue sentado en el lugar donde Madelon lo dejó, solo ahora que un Ummu decepcionado ha abandonado su puesto entre los setos para buscar refugio con Ta-Toh en el cobertizo de las herramientas del jardinero. Como cascos patullando el jardín, el torrente llega.

Las ropas con las que el enano ha cubierto a Gianni se oscurecen al embeberse de las interminables, diminutas tristezas de la lluvia.

Maese Pornic yace desnudo sobre el suelo de piedra de la sacristía, ante la estatua de la Virgen Madre. Thomas Chalandon, vestido con la sotana blanca de los acólitos, se arrodilla junto a él. Sus plegarias han sido repetidas hasta el agotamiento, las rodillas le duelen y cree que el abad se ha dormido. Justo cuando va a tocar al monje yacente, maese Pornic levanta la cabeza.

Thomas ayuda al abad a ponerse en pie y le pasa la sotana negra por la cabeza. «Debes volver», dice maese Pornic. «La Madre Santa coincide conmigo. Esa es tu gente».

«Padre, no os entiendo». A mitad de la noche uno de los hermanos despertó a Thomas para avisarle de que debía encontrarse con el abad en la sacristía. Allí descubrió al sacerdote rostro en tierra ante la Virgen.

«Me han llegado noticias esta noche a través de un viajero», explica maese Pornic, cavado el rostro y consumido bajo el resplandor de las velas votivas. «La baronesa está erigiendo un templo judío… ¡Una sinagoga! Sin altar. Sin santos. Sin crucifijo. ¡Y la están construyendo los pobres! Es realmente la obra del Demonio, Thomas».

«Pero la gente de la aldea…». Thomas sacude la cabeza incrédulo. «Son devotos. No tolerarían los cambios heréticos que los nobles han aceptado en el castillo. Su fe es sencilla, pero demasiado fuerte».

«La baronesa es más artera de lo que crees», se queja el abad. «Desde que les ha entregado las piaras de cerdos del castillo, la gente de la aldea la adora. Tienen llenos los estómagos y sus arcas no están vacías. Se ha ganado sus corazones. Para ellos la baronesa es una santa del Grial. Pero recuerda, Jesús infundió demonios en los cerdos. Esta mujer es una bruja que se burla de la Biblia. Tienes que retornar a los tuyos y hacérselo ver».

A Thomas le alarma la idea de volver al castillo. Impulsivamente, quiere confesar su miedo a la baronesa, vomitar los sentimientos antinaturales que despierta en él. ¿Se deben a que no es mi abuela sino una bruja? Dice, en cambio, «Esta cuestión concierne al obispo. Es de suponer que su censura pondrá fin a este escándalo».

Maese Pornic presiona con un dedo enjuto su frente arada y cierra los ojos para calmar su miedos intemperados. «He escrito al obispo de Talgarth. He escrito al papa incluso. Pero la Abadía de la Trinidad y el Castillo de Epynt son distantes puestos de avanzada fronterizos. Problemas mucho más apremiantes ocupan a nuestros santos padres. Esta es una cuestión que debemos resolver por nosotros mismos».

«Por favor, padre, enviad a uno de los hermanos», suplica Thomas, «un sacerdote ordenado que pueda representar a la Iglesia con la autoridad de Cristo».

«No, Thomas, la gente es demasiado ignorante para ser salvada por medio de razonamientos eclesiásticos». En la mirada del santo varón, Thomas lee tal anhelo divino que no ve sentido a continuar discutiendo este punto.

«Haré comprender a mi abuela», promete resignado.

Clare dirige el aplauso a su nieta cuando esta exhibe el vestido de boda diseñado por el modisto del castillo. Madelon pasea por una estrada entre macetas de membrillos en el jardín del recinto interior, saludando a las damas que la contemplan desde la sombra de la glorieta. Levanta la orla de su ropaje adornado de piel y gira sobre sí misma. Es un vestido vaporoso de dos tipos de tela unidas: la interior de lana fina, porque la boda será en el otoño tardío, y la externa de puro cendal blanco. Sobre ello, reverbera un brial casi transparente de seda verde con mangas vaporosas y larga cola. Lo más exquisito es el ceñidor, una malla de oro con ágatas y sardónices engastados como protección contra las fiebres causadas por los ardores de la unión conyugal.

Hellene camina detrás de su hija y le pone la capa sobre los hombros, también de seda, intrincadamente briscada con hilo de oro y teñida de púrpura regia. Mientras pasea, zapatos puntiagudos de terciopelo asoman bajo el vestido con roja titilación. Leora se aproxima a su ahijada y le ofrece su regalo, un pequeño velo color azafrán sujeto a una diadema de oro con esmeraldas engastadas.

Raquel suspira admirada y se une a las demás en el gozo de la textura de las sedas y el ajuste de los pliegues. Una de las doncellas entonces, tras cumplimentar a la bisnieta de la baronesa, le susurra a la señora un mensaje al oído y esta deja el brillante jardín por el palais penumbroso.

Con su pelo rubio-ceniza fulgurante en la luz acuática de las altas ventanas, Denis Hezetre se inclina. «El serjant que enviamos a Caermathon ha retornado, lady. Los prestamistas han rechazado nuestra solicitud. No nos darán ni un penique de plata».

El corazón se le cae a Raquel al estómago. Da las gracias a Denis y se aleja antes de que este pueda preguntarle qué hará ahora. No lo sabe ni ella misma. Había tenido confianza en que, con la elocuente misiva escrita por David a los hermanos de la comunidad judía de Caermathon, estos la ayudarían; y no ha prestado ni un solo pensamiento serio a Erec o al marqués.

De vuelta en el jardín, Clare le caza la mirada. La alegre expresión de la matrona vacila un momento cuando percibe la sombra en el rostro de su madre. Pero Raquel finge estar acomodando sus ojos al esplendor del mediodía y al instante siguiente sonríe ya y halaga el fino atavío de Madelon. Clare resplandece, apreciativa, y toda sospecha parte al vuelo con los tordos que se mudan de rama en rama como un rumor.

Thomas desciende de las montañas cabalgando con lentitud. En lugar de su sotana blanca, viste una sencilla túnica marrón de montar, pantalones grises y botas. Desde la alborada, en que empezó su viaje, ha estado orando al Espíritu Santo y pidiéndole inspiración. ¿Cómo puede convencer a su abuela de disolver este culto herético a Yeshua? Y, sobre todo, ¿cómo puede reprimir sus propios impulsos extraviados?

Su único recurso es convencerse a sí mismo, tal como han hecho Guy y maese Pornic, de que esta mujer no es verdaderamente Ailena Valaise, que el milagro no ha tenido lugar. Y sin embargo, ¿no respondió Dios a su plegaria en la liza cuando invocó Su ayuda en nombre de su abuela? Esto le afirma en que ella debe ser quien dice ser.

Y en cuanto a su impía atracción por la baronesa, no hace sino acabar de confirmarle tal verdad: su belleza es de otro tiempo, de mucho antes de nacer Thomas; y su deseo por ella no es sino un reconocimiento, un recuerdo de la hermosura que inspiró el amor carnal que trajo a su madre al mundo, y después a él.

Las débiles rumias de Thomas desfallecen cuando entra en la aldea. Un puñado de villanos en sus campos, que siempre lo ignoraban a menos que fuera él quien se les dirigiera primero, lo saludan amigablemente. ¿Dónde están los gandules y mendigos habituales que acechan en los alrededores? Se detiene ante la barraca de la ciega como acostumbra a hacer cuando cruza la aldea y no la encuentra en casa. Owain, que no tiene piernas y pasa el día sentado, apático bajo el gran roble de la plaza, se ha ido también. Y el tonto del pueblo, que asoma casi siempre malicioso por alguna de las callejas, no aparece por ninguna parte.

El corral de cada casucha revienta de cochinos y cada aldeano parece gozar de nuevos atavíos de cuero de cerdo.

En la cima del Alto de Merlín, aparecen y desaparecen siluetas de la vista. Thomas cabalga por la hierba agitada y a través de una calina de mosquitos, siguiendo un angosto camino de cabras junto a un seto espinoso y un manzano retorcido que probó el rayo. Rocas emergen de la tierra coronando la colina, un anillo de piedras poderosas, altas pero dobladas como ancianas.

En la cresta del cerro está Aber, el tonto de la aldea, llevándose escombros en una carretilla. Detrás de él, apoyada en una de las vetustas piedras rituales, la ciega Siân pule un mampuesto, trabajando al tacto y acompañando su labor con una vivaz tonadilla. Owain el despernado está junto a ella desbastando la piedra. De hecho, todos los holgazanes del pueblo están aquí, martilleando los pedruscos dispersos y cavando zanjas bajo la supervisión del viejo rabí, que ocupa una silla de alto espaldar y se arrebuja en una manta a pesar del fuerte sol estival.

Thomas medita por un momento si es un hechizo lo que los mueve, cuando percibe abajo, en la aulaga enmarañada, a Harold Almquist y Denis Hezetre que salen a cazar juntos a caballo… con el pelo de sus sienes rizado como los judíos. Turbado, murmura una rápida plegaria, tira de las riendas de su corcel y cabalga hacia el castillo.

En el puente de peaje, desmonta y ata su caballo. Al otro lado del camino, en el vasto jardín, atisba a sus jóvenes sobrinas recogiendo flores; algo más lejos, vagando por el laberinto vegetal, dos trovadores cantan gayamente. Una pareja estirada bajo los viejos olmos se sienta y lo saluda, lánguida. Con cierta sorpresa, se da cuenta de que son sus padres, que yacían voluptuosos como amantes a la sombra de los árboles.

En un trance de estupor, Thomas entra en el jardín. No ha visto a su familia usar esta parte del castillo desde que era un niño… desde que grandmère venía aquí con sus trovadores.

Vislumbra a Ummu entre los cerezos… ¿Y no es esa una camisa de mujer tremolando bajo aquel seto? Por un instante llega a creer que ha avizorado el pelo resplandeciente de una dama hurtándose a la vista. Pero antes de que pueda indagarlo, lo llama su madre.

La música de los trovadores ventea más cerca, y Clare y Gerald saludan a su hijo con risas borbollantes. Lo atraen a los giros mareantes de una danza e inquieren qué le hace volver de la abadía. Demasiado aturdido ante su comportamiento grotesco para responder, pregunta por grandmère y le llevan a través de la sombra verde de los olmos a un campo donde la baronesa participa del juego animoso de la gallina ciega.

Cuando Raquel lo ve, se detiene, y la risa abandona su rostro. Tensa, sufre un nudo de sentimientos contrarios: el deseo sin esperanza se enzarza con el miedo a ser descubierta y, patinando débilmente todo, el despecho que la asaltó cuando Thomas dejó el castillo sin despedirse de ella.

Lo llama, y Hellene y Leora tratan de arrastrarlo al juego. Él se resiste, escrupuloso. «Me envía el abad. Tengo que hablar con grandmère».

Leora se cubre la boca con burlona sorpresa y Hellene se dobla en una reverencia honda, simulando temor.

«Reíros de mí, si queréis. Pero este es asunto de Dios».

«Oh, Thomas, ven de una vez», le suplica Raquel traviesa. «Juega con nosotras. Nuestro Salvador dijo que debemos vivir y hacerlo plenamente».

«No creo que se refiriese a este mundo, grandmère».

Raquel ríe jocosa, le aferra la mano, trata de empujarlo a una carrera. «La buena nueva es que Dios envió Su Hijo a redimir este mundo».

Thomas trastabilla unos pocos pasos y pausa. «Para que podamos renacer en el próximo».

Raquel finge disgusto y deja ir su mano. «No hay ninguna mención en el Antiguo Testamento de que vayamos a tener una vida después de esta. Y el Antiguo Testamento es la Biblia que Jesús conoció. Debemos realizar nuestro bien en este mundo, donde Dios nos creó».

Hellene y Leora ríen por lo bajo y se van deplorando el espíritu soturno de su hermano menor. Raquel entrelaza dedos menudos con los de Thomas y se lo lleva de la distracción de los trovadores. «Te he echado de menos, Thomas», le confiesa, y se le tensa el estómago. Al verlo de nuevo, de un modo tan inesperado y en medio de festivos esparcimientos, no está preparada para el tremendo nudo de energía que el muchacho le inspira. Desde que supo que los prestamistas no habrían de salvarla, se ha entregado totalmente a su poder. Si ha de pagar más tarde con la desdicha, vivirá ahora como baronesa y se servirá de su autoridad para proporcionar a aquellos que la rodean tanto gozo como sea posible. Pero no sabe cómo complacer a Thomas sin traicionar el sentimiento que la empuja a él.

El ceño de Thomas pesa. «¿Te ordenó realmente tu visión del Grial ignorar los Evangelios?».

«Mi visión me indujo a vivir como el Salvador. Los Evangelios vinieron después de Él. Yo quiero volver al Jesús original, el rabí que vivió entre la gente, que iba al mercado y las bodas. Si vivimos bien ahora, Thomas, la vida futura cuidará de sí misma».

«Tú sabes que esto se acerca a la herejía, grandmère. Debemos prepararnos para el Segundo Advenimiento, poner todo nuestro ánimo en la gloria que nos espera, no en las seducciones temporales de este mundo».

«Aquí es, me dijiste, donde tú hallaste el espíritu», suspira Raquel. «Aquí es donde Dios vive».

Thomas acepta mudo sus palabras. De pronto, su misión le parece absurda. Aquí hay una mujer que ha bebido del Grial y que le muestra la tierra inexhaustible como si fuera esta la Iglesia verdadera. ¿Quién es él para discutírselo? ¿Y quién es el abad, al fin y al cabo?

De momento, y hasta que se lo arrebaten, este es su país, piensa Raquel. Es la baronesa.

Sabe que no durará mucho, que cada día es más excepcional que el anterior. Y por ello mismo quiere que esta ilimitada belleza la redima de todo su miedo, que compense todo el lancinante terror que siente por sí misma y por su abuelo y por la gente de este país que cree en ella.

Ninguna necesidad, ningún capricho puede ser ignorado ahora, y se rinde al impulso de esenciarse con la inmensa gloria de este paisaje lanzándose ladera abajo y brincando de piedra en piedra el sutil arroyuelo.

Thomas la sigue reluctante, pero cuando salta el arroyo, la fragancia a musgo de la tierra lo golpea casi como un puño y, en la otra orilla, recuerda flores y herbajes que han estado muertos diez años. Desde la última vez que descendió esta ladera corriendo. Pues desde entonces, todos los libros que ha leído, todos los libros que esperó que lo alzarían más alto que la gran cordillera del oeste, más alto aún que la escala de humo de hoguera que surgía de aquella arboleda en el vergel donde había una cabaña gozosamente escondida, más alto, pensó, que la infancia, no habían hecho sino aplastarlo. Con el césped muelle bajo sus botas exhalando aromas de tierra húmeda, Thomas corre junto al arroyo crotorante y hacia el cielo.

Raquel y Thomas galopan a través del aulagar, asustando a las liebres, evitando matorrales repentinos de rosas salvajes, blancas y rosas, saltando un caballón de madreselva y derrumbándose con gritos de asombro en un campo colmado de dedaleras. Thomas cae sobre Raquel y, cuando intenta zafarse de ella, Raquel se aferra, sigue su movimiento, acaba sobre él. Y entonces sus rostros están muy cerca, tiznados de polen, nariz contra nariz, y los ojos sobrecogidos al contemplar uno las honduras del otro viendo torres de hojas y nubes peregrinas.

Sin pensarlo, Raquel gira el rostro y besa en la boca a Thomas.

Thomas la aparta bruscamente y se sienta, horrorizado.

Raquel consigue una risa temerosa al ver el fulgor del rayo en el rostro del muchacho.

«No es más que un juego, Thomas».

«¡Grandmère!». Está de rodillas, extendidos los brazos para mantenerla a distancia.

Raquel está demasiado turbada para afrontarlo; mira alrededor las blancas llamas de las flores y la inmovilidad de los montes herbosos bajo la capilla de las nubes, sorprendida de lo salvajemente joven que es el mundo. Quiere vivir aquí sin ilusión de ningún tipo. «Thomas, hay algo que debes conocer». Trata de engendrar las palabras que divulgarán su secreto, pero recuerda a su abuelo y la amenaza que supondrá para él que Thomas no sea capaz de soportar solo la verdad. «Me siento… atraída por ti».

«Por favor…». Thomas se pone en pie, retrocede un paso. El contacto de Raquel sobre su cuerpo se entretiene en él y verla allí, observándolo, aturdida y frágil, le ensancha el corazón. «No digas más. Tengo miedo por nosotros».

«Lo siento». Mira al suelo, a la yerba muelle donde han yacido. «Es mi falta».

«No». Cuando el primer impacto desfallece, Thomas se acerca y le ofrece la mano. «¿No lo ves?». La ayuda a ponerse en pie y contempla, desvalido, los ojos turbados de la mujer.

«También yo me siento atraído por ti».

El latir del corazón de Raquel pausa, expectante, hasta que se da la vuelta para marcharse.

«Me estoy comportando de un modo absurdo… como una muchacha».

«Eres una muchacha», responde Thomas. «Soy yo el absurdo. Hiciste bien en llamarme Parsifal. Estoy en una demanda que parece no tener fin, cabalgando de aquí a la abadía y de la abadía al castillo, tratando de descubrir a quién sirvo yo, si a maese Pornic y la Iglesia o… a algo más».

«A la verdad de ti mismo», dice Raquel y se aventura a encontrar su mirada azul.

«¿Y qué es la verdad?».

Raquel sonríe lastimera. «Como Parsifal, debes buscar hasta que la halles». Suelta su mano. «A mí me ha costado una vida entera».

«¿Y ha valido la pena?», pregunta él siguiéndola por el campo florido. «¿Cuál ha sido la enseñanza?».

«Que debemos volver al castillo y seguir adelante con nuestras vidas», replica ella, decidida a dominarse por su abuelo.

Thomas avanza a grandes pasos hasta ponerse a su lado, al mismo tiempo animado y oprimido, contradictoriamente complacido de que ella sufra por él su mismo anhelo. Mientras caminan, pregunta, «¿Cómo pagarás a los hombres del rey?».

Raquel tuerce el gesto y el mundo inmenso parece apenumbrarse, reducirse al alto horizonte de árboles estáticos que la rodean como un muro dentado. «No lo sé».

«Madre ha conseguido algunos presentes en dinero de los condes visitantes», ofrece Thomas servicial. «Aunque supongo que eso apenas resulta suficiente».

Raquel no lo escucha. El alivio que ella había hurtado estos últimos días se ha desvanecido.

«Eres una mujer hermosa, grandmère. Sin duda podrías casarte bien».

Raquel reprime un temblor. «Cuando me case, será por amor», dice, pero su voz suena hueca. Al cruzar el arroyo, piensa que su futuro tiene dos rostros: el desdentado marqués y el robusto Erec. Tiene que escoger.

Ta-Toh salta desde un peral en el extremo del huerto y se inclina ante la baronesa antes de correr con el trino de una risa en la boca hacia los setos bien podados. De pronto, Ummu emerge de ellos y dice con voz sonora, «¡Baronesa! ¡Amo Thomas! ¿Habéis visto a mi caballero? El rabí me ha encargado llevarlo de inmediato al Alto de Merlín para discutir dónde deben colocarse las pilas de agua bendita».

«No hay agua bendita en una sinagoga», dice Raquel. «Oh, quieres decir el mikvah, la pila para baños rituales y bautismos. No creo que Gianni sepa nada de esto».

«El rabí ha estado instruyéndome», dice Gianni surgiendo desde detrás del seto, llevando cogida a Madelon por su dedo meñique. Hace una reverencia a Raquel y saluda a Thomas con un cabeceo. «Esta dama y yo estábamos paseando por el santuario de la orilla del jardín. Ella buscaba mi consejo espiritual ante su inminente boda con el buen Hubert Macey».

«Bien, sir Gianni», dice Ummu retirándose. «Si ya habéis impartido vuestro consejo, quizás queráis venir al Alto de Merlín».

«De inmediato», dice Gianni. Besa la mano de Madelon, se inclina de nuevo ante Raquel y desaparece con Ummu mientras Ta-Toh corretea detrás.

Raquel y Thomas comparten una mirada elocuente y observan a Madelon.

«El amor nos hace absurdos a todos». Se encoge de hombros. «¿Disfrutasteis de vuestro paseo?».

Thomas vaga por el jardín, siguiendo a los demás en su camino de vuelta al castillo.

Madelon… ¿y el canónigo Rieti? Le aturde que un sacerdote pueda traicionar sus votos. Y le aturde que su abuela le haya besado… Y le aturde también disfrutar del cortejo de la mujer. ¡Este país está embrujado!

La contempla caminar, lejos por delante de él, cogida de la mano de su madre, riendo con sus hermanas, cruzando oblicuas miradas con Madelon.

Ha sido sólo un beso. Y sin embargo, ese beso ha penetrado en él desgarrando su boca y su garganta para clavársele en el alma. Cojea a través del langor de las flores, inclinada la cabeza bajo el imperio de las nubes.

Esa noche, aparece entre los astros una pluma verde de luz gélida, un cometa, un terrible portento que alarma a todo el mundo en el castillo y la aldea. El mal arde frío en los cielos: la campana de la capilla chapotea tañidos de miedo. Gianni Rieti dice misa en un santuario abarrotado y, aunque los gremiales gruñen que el cielo está descontento de la nueva liturgia, Gianni bendice el vino y el pan en hebreo, y Raquel, como siempre, es la primera en beber de la copa.

«El hacha ha sido puesta sobre la raíz del árbol», oye Raquel al paso de uno de los gremiales, que protesta al acabar la misa, mientras la estrella de cola feérica vuela por el aire supremo.

Sola en la capilla con David cuando los demás han salido, pregunta, «¿Qué significa este presagio?».

«Shubah Yisrael ki jashalta baòneja», responde él. «“Retorna, oh Israel, a los caminos de la santidad, pues has tropezado y caído en tu ambición, en tu pasión por el esplendor material”. Nuestro tiempo aquí ha acabado, nieta. Debemos partir».

A la luz penumbrosa de las velas, su barba parece seda, de un blanco puro, y su rostro ajado y hundido bajo las órbitas luminosas de sus ojos. Lágrimas flotan en los ojos de Raquel, pero ella las reprime. «No estás bien, abuelo. No estás lo bastante bien para volver a Jerusalén. El viaje te mataría».

«Pero moriría sabiendo que has encontrado el camino al hogar».

Más tarde, en su cuarto, estas palabras la fustigan, erizadas con la idea de hogar. No tiene hogar; y cuando intenta recordar el hogar de su infancia, ve los judíos muertos arrastrados a los bosques, muchos con las manos cortadas por las muñecas y clavados a los troncos de los árboles.

Desde su ventana, puede ver el trazo del cometa; sabe que es una estrella de la muerte, un presagio demasiado negativo para arriesgarse al viaje con su frágil abuelo, no importa cuánto anhele él la libertad de ambos. Debe hallar un modo de desafiar al portento, de usar su maléfico encanto para el bien de David y de aquellos que necesitan que actúe como la baronesa.

Raquel abre el arca que portó de Jerusalén y toma la daga curva en su vaina de gemas engastadas, la daga que la vieja baronesa compró para su hijo mucho tiempo atrás. Desnuda el acero y ve su vacilante mirar en la hoja espejante. Hace diez años, si no hubiera estado en su lugar secreto del cerro, si hubiera permanecido en casa con sus hermanos y hermanas, padre le habría cortado el cuello también, la habría yugulado como al cordero pascual, la habría sacrificado a Dios para salvarla de las atrocidades de la turba.

Acerca el filoso cuchillo a su garganta, lo ajusta lo bastante como para notar su aguijón y el ritmo de su propio pulso. Madre la habría dejado en la cama con sus hermanas, y su sangre se habría mezclado con la de aquellas y con la de madre cuando padre hubiese colocado a esta última entre ellas. Diez años haría ahora de su muerte, una niña de doce para siempre, alguien que no habría visto nunca Tierra Santa, ni a Ailena Valaise, ni este castillo, ni la estrella de la muerte sobre él. Y las voces que siempre han sido desde entonces un eco en su sangre viva nunca habrían sido oídas. Nunca. Y sin embargo, siempre, porque Raquel habría estado entre ellas.

Tiniebla, tiniebla, tiniebla… todos han ido a la tiniebla. Su pulso galopa contra el filoso acero. Padre y madre y todos sus hijos menos una a la tiniebla, a la «tzelem Elohim», a la sombra de Dios Todopoderoso, donde la oscuridad es la luz y el silencio es el cántico.

El vértigo la hace tambalearse y baja la daga. Sólo padre podría haberla matado legítimamente, sólo padre y Dios… y ahora sólo Dios. Mas Dios posee muchas manos en este mundo y escoge, por fin, desnudarles a esas manos su garganta y ocupar su puesto entre sus familiares.

Raquel devuelve la hoja a su vaina. Bajo los vestidos y briales pulcramente doblados, percibe las cinco ampollas de arcilla endurecida que contienen el misterioso fuego griego de los sarracenos. Deposita cada una de ellas en el alféizar de la ventana, como iconos, y posa ante ellas la daga seljuk. Sobre ellas, la cola del cometa reverbera en el cielo como el filo de una espada.

Thomas Chalandon espera todo el día en el palais para ver a su abuela. Diversos sirvientes, así como Denis Hezetre, van y vienen de sus aposentos, pero Ailena no está dispuesta a admitir a nadie más a su lado.

Acude a misa al servicio de vísperas, pero está introversa e ignora todos los intentos de Thomas de hablar con ella. Observa fijamente el crucifijo como si viese la forma torturada por primera vez y, luego, se retira de inmediato a su cámara.

Thomas cree entender. Apenas el día anterior, la baronesa retozó con él en los campos floridos, incluso lo besó en la boca. Sin duda está hoy tan atormentada por su deseo y avergonzada de su debilidad como él mismo. ¡Dios!, grita él desde su corazón. Ninguna mujer había despertado en él más que vanos deseos… y ahora: ¡Ansío a mi abuela! Reza pidiendo perdón y alivio de la obsesiva pasión que siente por la mujer de ojos oscuros.

Movimientos en el patio de la corte le llaman la atención y ve escuderos que conducen a cuatro corceles ensillados. Momentos después, Denis, Harold, Gianni y un caballero desconocido, esbelto como una sombra, emergen del palais, cuelgan alforjas de sus sillas y montan. El desconocido conferencia con el resto y Thomas se inclina hacia delante para ver quién es. Viste negros calzones y botas, una capa color sable y una montera que no cubre su melena oscura hasta los hombros.

El corcel del extraño caracolea y, con una sacudida que lo hace erguirse, Thomas ve la luz de la luna siluetear los rasgos pálidos, jóvenes de Ailena Valaise. Corre para asegurarse. Pero, demasiado rápido, ella se torna y galopa a través del patio con su séquito, y su llamada se pierde en el atabaleo de los cascos estrepitantes.

Bajo el ominoso resplandor de la cola del cometa, alto en el cielo nocturno, Raquel y sus tres hombres cabalgan veloces al bosque. Largos cetros de luz de luna penetran las ramas de abedules y fresnos con un vaporoso remolino de sombras.

Todos los caballeros, cada uno de los cuales había tratado en su momento de disuadir a Raquel de esta aventura, miran alrededor aprensivos. Sólo Raquel está serena, preternaturalmente serena. La luz dorada del Grial apacigua en su mente todo temor y ella se siente próxima a la arrogancia que el mago persa imprimió en sus instintos, próxima al espíritu depredador de la baronesa. Las voces turbadoras de su cabeza han desaparecido por ahora y oye sólo el tamborileo de los cascos de los brutos, el crepitar de la hiedra pisoteada y un viento errático embistiendo al dosel del bosque. La fragancia del limo, húmedo con los aires de la noche, la alienta con el pensamiento de que sólo hay un futuro para todo lo que vive, y ese es la tierra. Todo acaba por reposar aquí.

Entre los rayos de luna que bañan pequeños abetos aparecen de pronto tres figuras, tan inesperadas y nítidas que los caballos se sobresaltan.

«¡Sssh! Vais a asustar a los muertos». Erec Rhiwlas y dos escuálidos camaradas emergen de la fronda guiando a sus monturas. «Ailena Valaise, le dije ya a tu caballero esta tarde que semejante aventura no es para una mujer».

«Si han de arriesgarse vidas por mi castillo», replica Raquel, «la mía estará entre ellas».

«Te lo advierto, Dic Cuchillolargo te matará tan decidido como haría con un hombre».

«Sólo si me caza. Dijiste que íbamos a robar ese dinero, no a combatir por él».

«Si tenemos suerte y los centinelas se dejan desangrar silenciosamente no tendremos que luchar. Si no, nuestra salvación estará en las espadas. Y tú estarás en medio, mujer».

«Nada de lo que digas me disuadirá», dice Raquel, tenso el contorno de la boca.

Erec sacude la cabeza y sus cejas se comban tristes. «Hago esto por ti, Sierva de los Pájaros. No quiero perderte en la refriega».

«¿Haces esto por mí?», pregunta Raquel imperiosa. «¿Y si no ganases nada en este negocio? Guíanos ya, Erec el Bravo, mientras haya aún lunor que nos permita seguirte».

Erec suspira y mira desvalido a los tres compañeros de Raquel, que se encogen de hombros con colegial resignación. Monta y conduce al grupo a través del bosque espeso, silenciosos hacia los montes. El viento arrecia, portando nubes veloces sobre la faz de la luna.

Tras cabalgar imperturbables monte arriba, vislumbran forestas esparcidas bajo ellos y allá lejos, al sur, cintila diminuta la gema dorada del castillo.

El terreno se hunde de pronto en tinieblas estigias y los jinetes deben mantenerse próximos para no perderse. Después de viboreantes senderos y susurrantes marjales, entre cimas oscuras y bajo el friso nebuloso de la noche estrellada, se sumergen de nuevo en el bosque; penetran fragosidades de entreveradas ramas de roble y raíces enmarañadas, cuyos serpenteos musculares obligan a los caballos a tantear cuidadosos el camino. Una corriente se desliza entre densos matorrales y Erec busca el vado, hasta que halla un banco por donde pueden cruzar sin hundirse hasta más arriba de los estribos.

En el otro lado, desmontan y atan sus animales entre los árboles jóvenes de la orilla del río. Llevando sólo las alforjas, caminan largo rato a través de una fronda casi impenetrable hasta que Erec les hace señal de detenerse. A través de una espesura tupida de avellanos, indica un conjunto de cabañas achaparradas en medio de un claro de robles combados, visibles por el resplandor soturno y maligno de ascuas anaranjadas en el vasto cerco de una hoguera.

Erec manda a sus dos hombres con largas tiras de carne cruda como cebo para los canes.

«Para conseguir nuestro tesoro, tenemos sólo el tiempo que los perros tarden en acabar con su comida», susurra Erec. Da orden de que Harold y los galeses se queden atrás como centinelas.

Con Denis, Gianni y Raquel siguiéndole, Erec se precipita entre las matas, pasa un primer grupo de chozas arracimadas, y emerge junto a las ascuas pulsantes del fuego moribundo. Un hombre está sentado, dormitando al lado de la cabaña, con la lanza cruzada en su regazo.

Rápidamente, Erec desnuda su daga y la hunde en la garganta del guardia.

El corazón de Raquel brinca, y siente su locura despertar y agitarse dentro de ella. Pero fuerza su atención a concentrarse en el Grial y el terror se abate. Erec ha cortado la cuerda que sujetaba la puerta de la cabaña y está ya en su interior. Le siguen Denis y Gianni. Raquel busca otros guardias con la mirada y ve sólo las sombras acurrucadas de los perros en el otro extremo del campamento. El húmedo sonido de su mascullar rocía el viento, unido al laso crujir de las ramas y, de vez en cuando, algún ronquido áspero no lejos de allí.

En el interior de la choza tintinean las bolsas de la plata mientras los caballeros llenan apresurados las alforjas. El aire rancio reverbera con el sonido del metal y Erec sisea imponiendo silencio. Raquel ve sólo contornos en el negro torpor del tugurio, oscuros perfiles trazados por el amorfo destello de los restos de la hoguera. Alza una bolsa y la sorprende su peso denso y el sonoro crepitar de las monedas.

Con un respingo a cada tintineo del botín, llena tanto una alforja que apenas puede levantarla. Su otra bolsa contiene las cinco granadas sarracenas, que porta sueltas.

Denis y Gianni salen de la cabaña doblados por el peso de sus sacas. Erec indica a Raquel que lo preceda. Cuando cruzan el umbral, un aullido repentino taladra la noche. Los perros se vuelven hacia ellos y cargan a través del calvero. Las puertas se abren de golpe, figuras umbrosas emergen blandiendo lanzas y estacas. Un clangor de espadas y de gritos desgarra por todos lados el aire.

Están rodeados. Erec azuza a los demás a abrirse camino a través de los perros mientras él contiene a los hombres de Dic Cuchillolargo. Pero al primer grito de alarma, Raquel ha lanzado dos de sus granadas al fuego adormilado. Estas explotan ahora en llamas brutales y remolinos de pavesas que cuelgan del cielo un instante y descienden luego como garras de fuego.

Con amplios tajos de su espada, Erec despeja una senda a través de los hombres aturdidos, y los asaltantes huyen dejando atrás las chozas. Gianni y Denis empujan a Raquel mientras golpean a sus perseguidores. Raquel saca otra granada, pero en la precipitación de la huida no hay tiempo para encenderla. Cuando alcanzan los arbustos, vuelve la vista atrás y ve a Gianni correr, torcido el gesto de miedo mientras Denis cierra el paso a sus enemigos volteando con las dos manos su mandoble.

Con dedos trémulos, Raquel se agacha, saca yesca y pedernal, y rocía de chispas la mecha de una granada. Vuela esta sobre la cabeza de Denis y erupciona en el aire, regando las violentas siluetas con velos de llama. Denis busca refugio mientras Raquel lanza otra bomba. El estallido viste a los hombres de fuego y la mujer permanece momentáneamente transfija, viendo a los combatientes soltar sus armas y precipitarse ardiendo a través de los árboles, formas humanas de aullidos fulgurantes.

Erec agarra a Raquel y se la lleva. Cuando alcanzan los caballos, Gianni y los galeses están cargando las pesadas alforjas en los animales. Denis está doblado y, al enderezarse, sus manos surgen del pecho negras de sangre. Raquel se traga un grito y hace ademán de correr hacia él, pero Erec la detiene.

«¿Tienes más de tu fuego infernal?». Señala a las sombras que avanzan a través del resplandor que llena el espacio entre los árboles.

Como hechizada, Raquel saca la última de las ampollas. Erec la coge, prende la mecha tal como le ha visto hacer y arroja la granada en medio de la tribu atacante. Con una palpitación de trueno y una explosión de brillo desgarrador, un holocausto rojo castiga a los hombres de Dic Cuchillolargo, que se dispersan chillando de angustia y espanto.

Gianni ayuda a Denis a montar su bridón árabe y ambos cabalgan juntos, usando el corcel de Denis como animal de carga. Erec ordena a sus dos hombres que los guíen lejos de allí mientras él marcha próximo a Raquel. Una vez cruzada la corriente y conquistada la escarpada ladera de la orilla, se detienen y miran atrás para ver las últimas serpientes de fuego retorciéndose y desvaneciéndose en verdadera oscuridad.

Las últimas estrellas aletean en los cielos cuando se hace visible el Castillo Valaise, la pétrea fortaleza, sombría en el dogal del río. Denis está inconsciente, pero Gianni continúa asegurándole a Raquel que está vivo aún.

«Cuando los hombres del rey se vayan», promete Erec, «volveré a por ti». Coloca la mitad de las alforjas sobre su caballo. «Fuiste brava, Sierva de los Pájaros. Serás una mujer digna de este jefe».

El guerrero galés le ofrece su mano. Ella la toma, y la siente resuelta como acero.

«Dios está riéndose», desvaría Denis.

Raquel lo ha hecho acostar en su propia cama y el físico del castillo ha tratado la herida de su pecho con verdolaga y perejil. «Ha perdido mucha sangre», anuncia el médico. «Está delirando. Los ángeles y los diablos luchan por lo que queda de él».

Mientras el físico se retira a su apoteca para preparar un vigorizante sanguíneo a base de bilis de sapo y polvo de oro, Raquel, Gianni, Ummu y Harold atienden al herido.

«Dios se está riendo de vosotros», ronquea Denis. «Miraos, ahí de pie, contemplándome como si fuese a morirme». Y pone los ojos en blanco.

Gianni y Ummu, que han atendido a menudo moribundos, cruzan una oscura mirada.

«Dios tiene todas las respuestas», susurra Denis, titilándole los ojos. «Él busca preguntas. ¡Pide más preguntas! Dios exige preguntas». Ríe entonces, se agarrota un instante, y se desmorona.

Thomas entra en los aposentos de Raquel y Harold le hace señal de que guarde silencio.

«Denis está durmiendo. Ha sido herido».

Thomas, que ha hablado con el físico, lo sabe ya. Ha mirado en las alforjas apiladas en el salón frontal del palais y ha visto las monedas de plata. «¿De dónde viene ese dinero?», le pregunta a Raquel cuando esta se aparta del lecho.

«De la tribu de un hombre llamado Dic Cuchillolargo».

«¿El bandido?». Thomas contempla el rostro tiznado, desesperado de la mujer con ancha sorpresa. «Estás loca arriesgando tanto por dinero. Ahí tienes a Denis moribundo en tu cama».

Raquel le toma la mano implorante. «Reza por él, Thomas». Su rostro, exhausto de tristeza, es premioso. «No debe morir por esto. Y reza por mí, porque sin duda me volveré loca».

La hoja de Erec hundida en la garganta del centinela, los gritos cortantes de los hombres ardiendo, la visión espectral de los cuerpos consumidos por las llamas, han empezado ya a fermentar en ella, y teme los terrores que puedan llegar con los sueños.

«Grandmère… el Grial…». Thomas no puede evitar mostrar su decepción. «Tú has bebido del Sagrado Cáliz. Dios te ha privilegiado sobre cualquier otro. Y ahora robas, arriesgas tu vida y pones en peligro a tus caballeros por… dinero. ¿Por qué?».

Raquel parpadea. El reproche de este rostro, desamparado como el de cualquier ángel, abrasa.

«He sido devuelta… a mi dominio para gobernar», responde débilmente. «Reza por mí, Thomas».

«Rezaré por Denis», dice él con lentitud, «pero dejo tu cuidado en manos de Dios. Tú no necesitas mis plegarias». Suelta la mano de Raquel, se da la vuelta y se aleja.

Ummu llama aparte a Raquel. La conduce a través del pasillo hasta una galería donde nadie los oirá. Abajo, ve a Thomas cruzando el patio a grandes zancadas, retornando a la torre maestra, y furia invade su pena: No lo entiende. El castillo está salvado. Su madre y sus hermanas no perderán el hogar.

«La multa del rey está pagada», le dice el enano. Ta-Toh trepa desde su hombro al alféizar de la ventana y lame el cristal. «Estáis debidamente instalada como baronesa de este pequeño reino. ¿Por qué seguir todavía con esta farsa?».

Raquel continúa mirando a través de la ventana. Es una de sus bravatas, piensa, demasiado rota emocionalmente de la larga noche para preocuparse aún. No puede saber la verdad. «Verdad o mentira, el vacío del mundo ha de ser colmado».

Ummu retrocede, sorprendido por la profundidad de la réplica de la mujer. «No estoy diciendo que debáis proclamar vuestra verdadera identidad a los cuatro vientos, milady. Tal cosa os destruiría, sin duda. Pero esos que os son queridos deben conocerla. Debéis desengañar a Thomas y a Gianni. Esas son almas de cristal, almas frágiles que se encienden sólo con la luz que se refleja en ellas. A ellos, no les mintáis».

Raquel dirige al pequeño hombre una mirada vacua y se abraza a sí misma. «Nunca te he oído tan serio. ¿Dónde está tu ingenio hoy, Ummu?».

«Yace sangrando con Denis, que podría muy bien ser Gianni, el hombre que porta mi alma. Si he de perder mi alma, mi querida señora, la abandonaré sólo por la verdad».

«Ahí está otra vez esa extraña palabra», dice ella, sintiéndose un instante tocada por el poder de la palabra, viéndose como una perdida, vagando por los caminos del país con su abuelo, envueltos en harapos los pies. El recuerdo la deja trémula y debe tocar el anillo del sello para rememorar todo lo que ha ocurrido desde entonces. «¿Qué es la verdad, Ummu?».

«No lo que fingís».

Raquel deja caer los brazos y mira por la ventana otra vez para ver los gorriones revolotear hasta la yedra del muro. «¿No finges tú mismo acaso?».

«Soy un enano. Ninguna farsa cambiaría esto».

Vuelve a observarlo, triste. «¿Quién quieres que sea?».

«Quien seáis realmente. Decidme quién. Basta de fingir, basta de mentiras».

«La verdad me ve como yo veo la verdad». Se sienta en el borde y Ta-Toh gatea a su regazo. «Después de todo lo que me ha ocurrido, no estoy segura de quién soy, de quién fui una vez».

Ummu frunce el ceño. «Pero no sois lo que sois. Eso, por lo menos, lo sé».

«¿Tan seguro estás, Ummu?», le pregunta afrontando directamente su oscura mirada.

«No creo en milagros. ¡Miradme! Si existiese un Dios de amor, ¿me habría dado esta forma?». Chasquea la lengua y el mono salta a sus brazos. «El único milagro es que en este mundo brutal todavía haya tanta gente que crea en milagros».

«Tiene la plata», anuncia Roger Billancourt a Guy, Thierry y Branden Neufmarché, cabalgando a su encuentro. Están de pie en la cresta de una colina, con las riendas de sus caballos en las manos. En la distancia, el Castillo Valaise alza sus torres como agujas.

«Los villanos conocen toda la historia». Roger desmonta mordiéndose el labio inferior.

«No ha habido ningún intento de guardar el secreto. Ailena asaltó el campamento de Dic Cuchillolargo con Erec el Bravo».

«¿Ella lo hizo?». Las comisuras de la larga boca de Branden se tuercen hacia abajo. «Es una valiente vieja muchacha, hay que reconocérselo».

«La incursión ha tenido su coste», añade Roger. «Denis está gravemente herido. A estas horas podría estar muerto».

El carilucio Branden alisa una arruga de su túnica. «Denis… ¿Hezetre? El arquero. Tu viejo camarada, ¿verdad? Recuerdo a tu madre diciendo a mi père, hace ahora algunos años, que tú y Denis estabais algo más que encariñados el uno con el otro… ¿Cómo va la parejita?».

Guy gira en redondo para aplastar a Branden de un golpe, pero Roger le agarra el brazo y lo contiene.

«¿Te ofende que te lo diga?». Branden se relame y arroja una mirada por encima del hombro a la docena de lanceros montados al pie del cerro. «Era sólo curiosidad. Quería decir… desde que perdiste tu raíz en Eire, ¿cómo lo hacéis?».

El rostro de Guy se contorsiona y logra decir a través de un rechinar de dientes,

«¡Cállate!».

«Mala suerte en lo que a él respecta, al fin y al cabo», dice Branden contemporizador.

«Quizás te iría mejor volver a casa corriendo y ver si tu mamá ha encontrado de verdad el dinero para la multa del rey. Eso cambiaría algo nuestros planes, ¿no? No sería sabio por nuestra parte cercar a un legado del rey que paga sus impuestos sin más razón que tu codicia».

Guy contempla a Branden a través de ojos como hendijas; luego se da la vuelta, monta a caballo y parte al galope.

Roger contrae los labios y aquilata al hombre membrudo, sin apenas mentón, con su túnica de undoso azul y la diadema de oro reposando en su vaporoso cabello afresado. «Servíos contener vuestra lengua un tanto, sir Branden», le aconseja. «Guy puede estar bajo vuestra férula ahora; y necesitamos, es cierto, vuestra protección. Pero somos vuestra mejor arma contra el Castillo Valaise, lo ocupe quien lo ocupe».

Branden lo mira, penetrante, y dice con frialdad, «Considerad esto una parte del pago por el cerco al Castillo Neufmarché, que dejasteis por concluir. Y considerad esto también: ahora que la baronesa tiene su dinero, sois armas que yo podría no necesitar más».

Roger trepa a su caballo. «Puede que nos necesitéis más de lo que creéis. Ailena no reclutó de balde a Erec el Bravo. Se dice por ahí que está dispuesta a casarse con él. ¿Quiénes serán vuestros aliados entonces… cuando los bárbaros os hostiguen desde su propio castillo?».

Branden pasea su lengua lentamente por sus dientes mientras pondera lo que acaba de oír.

«Otorgaré confianza a vuestras viciosas especulaciones, Billancourt. Vos arrebatasteis a Ailena el castillo una vez ya, para Gilbert. Conseguidlo ahora para Guy. Usad mis hombres para quitarle la plata, si podéis. Y no olvidéis quién ha sido vuestro aliado durante estos malos tiempos». Se torna y hace seña a sus soldados de que sigan a Guy al Castillo Valaise.

Roger inclina la cabeza con gratitud. «Las tierras que os prometimos serán vuestras a perpetuidad».

«Y no más cercos, Roger, por favor».

Roger sonríe torvamente. «Nunca».

El caballero de barba gris parte y Branden lo observa sombrío. Si pudiera confiar a sus hombres la misión de asesinar a Lanfranc y a su maestro de armas, lo haría, piensa Branden. Pero aquellos admiran a estos depredadores rivales, estos soldados natos que gozan del olor del caballo y que reposan más a gusto en el suelo que en cualquier lecho. Sólo la lealtad a su padre ha mantenido a sus soldados fieles a Branden, aunque este no es ni una pálida sombra del guerrero gallardo que su père fue. Él preferiría recibir a los nobles y cortejar a sus hijas, en lugar de cazar y cabalgar y jugar a los horripilantes juegos de guerra que sus serjants encuentran tan absorbentes. Sus propias tropas lo aborrecerían por asesinar a Guy y a Roger fuera del campo de batalla, y podrían incluso desafiar sus órdenes de aniquilarlos y apartidarse con ellos. No, se dice Branden. Mucho mejor hacer que estos diablos me sean deudores.

Branden se vuelve hacia Thierry. «No has dicho casi nada desde que viniste, muchacho. Como antiguo enemigo, dime, ¿qué crees que ocurrirá entre tu encantador tío y su madre bendita?».

Thierry contempla a Guy y Roger cabalgar entre los árboles y dice con voz sombría, «Sólo la sangre responderá esta pregunta».

Denis parpadea y despierta. El rostro airado de Guy se inclina sobre él. «Dic Cuchillolargo trató de arrancarte el corazón… pero no había ninguno ahí, en tu pecho, ¿me equivoco?».

«Tú me lo quitaste hace tiempo», carraspea Denis, abrasada la garganta.

El negro alquitrán de los ojos de Guy centellea. «Aquí hay algo de agua, bebe». Sostiene la cabeza de su amigo y le acerca una taza llena a los labios. «Despacio, chico».

Denis se desploma, el agua le corre por el mentón hasta los vendajes del pecho empapados en sangre. «Estoy sediento».

«Entonces vivirás». Guy percibe la flacidez de los músculos de Denis, su absoluto agotamiento, y teme por él. «Más miserable te sientes cuanto más se aferra a esta vida tu carne».

«Soy miserable».

«Bien». Proyecta su quijada hacia delante. «Si mueres, asesinaré a la perra que te ha hecho esto».

Denis cierra exhausto los ojos. «No le hagas daño, Guy. Es una brava mujer».

«¡Estupideces!».

«Lo es. Se arriesgó tanto como cualquier otro y nos sacó de allí. Nos sacó de allí».

«Calla ahora». Con un paño suave enjuga el sudor de la frente del herido.

Denis se fuerza a abrir los ojos y busca el rostro de Guy. Sólo él ha visto alguna vez la ternura de Guy, y su mirada se ensancha con la esperanza de que el amor de su viejo amigo sirva para salvar a la Dama del Grial. «Prométeme que no le harás ningún mal».

«¿Me creerías?».

«Tu madre ha cambiado. No es la víbora que fue».

«Calla ahora y descansa».

«Promete».

«Palabra. Ahora duerme. Nos veremos cuando despiertes».

Los párpados de Denis se cierran, sus labios se mueven, audibles apenas, «Ailena tiene la plata. El veinte de Julio…».

«Santa Margarita», dice Guy. «Ya lo sé. Pagará a los hombres del rey. Hiciste bien en ayudarla. Ahora reposa».

«Tus deudas están pagadas», susurra Denis. «Déjala en paz».

La gente de la aldea permanece muda en la calle, contemplando a los soldados bajo el estandarte de la cabeza del cuervo de Neufmarché volcar tendederos, apuñalar techos de paja, hurgar en los silos del grano.

«El dinero tiene que estar aquí», brama Guy enfurecido pateando un barril de agua de lluvia. «Nuestro hombre vio como lo portaban al Alto de Merlín y sabemos que allí no lo tienen».

«Todo lo que sabemos es que no tenemos ni idea de dónde buscar», marmotea Roger y se yergue en la silla. «Mira. La gata está cruzando el puente con William a la cabeza».

«¡Daos prisa, hombres!», grita Guy. «Buscad en cada montón de leña, cada cubo, cada pajar. El dinero está aquí, lo sé».

«Es la puta del Diablo para esconder trescientas libras de plata donde hombres que huelen la plata no pueden hallarlas», reniega Roger.

Un hurra surge de los aldeanos cuando Raquel y sus hombres galopan hasta el pueblo. Sus serjants la rodean, desenvainadas las espadas, pero Raquel guía su caballo a través de estos para enfrentar a Guy. La sangre le ruge en los oídos tan fuerte que el mundo parece casi silencioso. En el torbellino de su sangre, puede oír los pensamientos de la baronesa: Morir aquí, delante de todos, completaría mi leyenda y condenaría a mis enemigos.

Guy lo sabe y retrocede ante su recta mirada. «Has vencido con engaño», sisea. «Pero ganar el poder y conservarlo son lides distintas».

«Tiniebla, tiniebla, tiniebla…», canta Raquel. «Tus manos buscan plata y se cierran sobre tiniebla».

«¡Es una bruja!», grita Guy a los aldeanos. «¡Una bruja te ha poseído!».

Los serjants de Raquel se precipitan hacia Guy.

«¡Alto!», ordena ella. «La suya es mi sangre aún». Lo destierra con un gesto imperioso de su cabeza. «Vete y no vuelvas, Guy Lanfranc. No eres digno de gobernar, sino sólo de ser temido».

Guy aparta la vista, pero Roger le sostiene la mirada y sus pardos ojos pitañosos cintilan de nuevo con reconocimiento. La vieja baronesa vive. La astuta perra… ha conseguido vengarse sirviéndose de Dios. Pero entonces el Diablo no puede andar lejos. Y este nunca se ha dejado derrotar fácilmente. Será él quien encuentre su debilidad y nos la revele. Paciencia. Cabecea su sometimiento y reúne a los hombres con un grito.

«William, ¿estás con nosotros?», le llama Guy.

William azuza su caballo para unirse a él. Guy se torna y parte al galope con sus privados.

Con Thierry y William lejos, Hellene trata de suavizar su pena dedicando más tiempo a Madelon, preparándola para su boda y para la vida matrimonial que la espera. «Quizás haya un lugar entre las gentes de Hubert Macey para tu hermano Hugues», dice Hellene con maternal esperanza. «Acaso el conde quiera a Thierry a su cargo también. Es un brillante caballero. El torneo nos lo demostró, ¿no lo crees?».

Madelon acepta lasamente las palabras de su madre. Se prueba el vestido nupcial una y otra vez para que Hellene pueda estar ocupada, haciendo ajustes que no son ya necesarios.

Escucha paciente las interminables reflexiones de su madre sobre las exquisitas cualidades de Hubert Macey: la bravura de su padre en la batalla de Drincourt, en Normandía, donde mató al conde de Boulogne; el linaje de su madre, que proviene de la Casa de Champagne; su vasto y opulento castillo, sostenido por tres villas prósperas de su comarca; sus florecientes establos, sus muchos perros… Pero hay poco que decir sobre él, porque, tal como Madelon lo recuerda de las escasas veces que lo ha vislumbrado en ferias y festivales, apenas posee cualidades físicas que reseñar: es bajo, está picado de viruelas y tiene gritona la voz.

Cuando puede zafarse de las empalagosas atenciones de su madre y de sus ilimitados consejos respecto a cómo debe comportarse la mujer de un conde, se escabulle con Gianni. Con él puede ser frívola o seria, hablar de los viajes del caballero o de su propia afición a la chanson. Y está el juego perpetuo del embeleso, el tratar de hechizarlo para el amor; aunque, por ahora, se ha acostumbrado al hecho de que él se obstina demasiado en su renovada fe para dejarse seducir por la malicia erótica de Madelon.

A partir de su experiencia con el joven caballero que admitió en su cama durante el torneo, considera el retozar una actividad vigorosa y placentera, pero no tan gratificante como esperara. La seducción fue mucho más emocionante que el acto sudoroso y atlético… aunque sospecha que la experiencia podría ser mucho más arrobadora con un hombre de la pericia de Gianni.

De mayor valor para ella que el romance, ahora que debe soportar la ansiosa cháchara materna sin la intervención de su padre o su gemelo, es la amistad de Gianni. Este la busca a menudo en el jardín, donde pueden sentarse muy juntos sin que nadie los vea y hablar íntimamente de las verdades importantes de la vida: la belleza de la música y la poesía, las expectaciones divinas y su incesante debate entre la preeminencia del amor y la posición que otorga el matrimonio.

Incluso cuando están sentados juntos sin hablar, ella es feliz cerca de Gianni. ¿Es amor esto?, se pregunta entrelazando con los del hombre dedos menudos y prestando oídos a un tipo de quietud diferente del silencio.

David está sentado ante un pequeño fuego en la concha de una sinagoga a medio construir. Por todas partes en torno a él se alzan ya los muros, en su mayoría sólo columnas de piedra con vastos espacios para ventanas gigantescas. Sobre él, un palio de estrellas reverbera como humo. Y donde se abrirá la gran puerta del templo, la garra del cometa araña la oscuridad, baja en el cielo.

Raquel cruza la estructura del umbral, tenue como un espectro en sus vestiduras de seda.

Su abuelo se levanta y acerca un banco de la obra a la pared para que se siente. «Vienes tan tarde a visitarme».

«No podía dormir pensando que estabas aquí fuera». Se sienta en el banco y él retorna a su lugar en el suelo frente al fuego menudo. «Estás demasiado débil para exponerte a este clima. Vuelve al castillo, abuelo».

David se encoge de hombros. «Esta es ahora mi morada. No me iré de aquí hasta que partamos para Tierra Santa».

«Abuelo, no hables así».

David saca su labio inferior y la mira desde debajo de una frente hirsuta.

«No me mires con esa tristeza», le suplica ella. «Sabes que te quiero».

«Si me quieres, querrás a tu propio pueblo y volverás conmigo a Jerusalén». Alza una mano maciza para contener su objeción. «Ya lo sé. Dices que soy demasiado viejo para hacer el trayecto. Pero mira dónde ha elegido vivir este anciano». Señala con un gesto las piedras del mortero y el andamio. «Estas manos han cortado leña y cavado tumbas». Se oprime con los puños el pecho. «Soy más fuerte de lo que crees, Raquel. Más fuerte de lo que quieres saber».

«Mañana los hombres del rey vendrán a por su dinero. Les pagaré y nuestro sitio aquí será seguro».

«¿Seguro? El hijo de Ailena te arrancará el corazón, si puede. Y la gente de la aldea dice que el salvaje de los montes espera tomarte por esposa. No estás segura aquí».

Raquel deja volar su mirada a las alturas, al río de estrellas. «En Jerusalén, la gente sabe que estoy loca».

«¿Qué es lo que saben? ¿Que dijiste cuatro tonterías durante el sacrificio del cordero pascual? Conocen el horror que has vivido… que hemos vivido. ¿Te crees que somos los únicos? Mucha de nuestra gente entiende. Encontrarás a un buen hombre entre ellos y construiréis una vida juntos».

«Tengo una vida aquí por ahora, hasta la primavera por lo menos, en que tú estarás fuerte y los mares serenos».

«No tienes más que la muerte aquí». Escupe al fuego. «Te estás fabricando una muerte gloriosa».

Raquel aprieta las mandíbulas; se desploman sus hombros.

David se amedrenta al ver el dolor en el rostro de su nieta. «Has hecho todo lo que la baronesa exigió, Raquel. Estaría orgullosa y asombrada de lo bien que has satisfecho su sueño. Para esta gente, tú eres Ailena Valaise. A veces, hasta yo mismo lo pienso… y me aterra. Nada bueno puede salir de esto».

«Abuelo, yo siento a la baronesa dentro de mí».

«Ella no es quien tú eres».

«¡Pero es!». El rostro de Raquel parece infantil al resplandor del fuego. «Yo he bebido del Grial».

David se tensa, asustado de lo que estas palabras puedan querer decir.

«La baronesa nos dijo que el Grial es un vaso para contener el alma». Acopa sus manos y mira en silencio a su abuelo. Un largo momento pasa antes de que halle la fuerza para añadir: «Yo perdí con mi familia mi alma. Mi alma se derramó con su sangre. También la tuya, abuelo. Tú alma se derramó de ti también… pero yo me convertí en su vasija. Yo llevé tu alma por ti. Tú seguiste viviendo porque tenías que cuidarte de mí. Yo porté tu alma. Te di una razón para vivir».

David la contempla con hondo vértigo, y palabras musitadas surgen de él: «Af hayin hayu b’otoe ha-nais: la mujer no es puesta aparte, sino comparte».

«¡Porté tu alma, David Tibbon!», repite ella con fuerza. «Estaba vacía como cualquier copa, vacía de todo menos de tu alma… hasta que Ailena me dio una vasija, un nombre, una identidad, un papel que representar. Y lentamente, mi alma empezó a llenar esa copa. Tú tuviste que hacerme camino. Tuviste que dejar que me convirtiese en Ailena. Y lo hiciste, porque es lo que quiere Dios. Me dio esta vasija para recibir mi alma. Sólo pide que beba de ella».

David se sacude de encima el sortilegio. «Hablas sin sentido. Dios nos ordena alabarlo siendo quienes somos, siendo quienes Él nos hizo. Tú eres una judía, no una baronesa».

«Dios ha hecho de mí una baronesa, abuelo». Las facciones de Raquel brillan de convicción. «¿No eres capaz de verlo? Yo no he buscado esta situación. Pero ahora que la copa está en mis manos, debo beber de ella».

«Pero ¿por qué, Raquel? ¿Por qué has de beber de esta copa? Vente conmigo. Tú tienes tu propia vida».

«¿Mi propia vida?». Le tiembla la voz. «¿Qué vida es esa, abuelo? Soy la hija de un hombre que asesinó a su mujer y a sus hijos… ¡por Dios! ¿Y quién es Dios para querer eso? ¿Por qué respondió a la devoción que siempre Le profesamos, a Él y a Sus leyes, con una masacre? ¿Pecamos, acaso? ¿Fuimos infieles? Tú sabes en tu corazón que no lo fuimos. Entonces, ¿por qué no son tus plegarias escuchadas? ¿Por qué permitió Dios que los gentiles asesinasen a tus hijos y a sus hijos? ¿Por qué nos ha permitido Dios a ti y a mí vivir, y les hizo morir a ellos? ¿Qué es esta vida que Dios me ha dejado? ¿Voy a seguir ahora y ser una buena judía como si no hubiese sido testigo de la perdición de toda mi familia?».

«¡Basta!». David oculta su rostro. Las palabras de Raquel son el eco del dolor que ha estado resonando en él durante once años, acosándolo con preguntas que ni él ni los rabinos más sabios de Jerusalén podían contestar. La honda tristeza que él ha mantenido en silencio por su nieta se alza ahora para reclamarlo.

Raquel se quiebra, se arrodilla junto al anciano. Con un brazo rodeándole la espalda, siente ella los sollozos crepitar en el pecho cavernoso del hombre. Nunca ha visto en él lágrimas.

«Abuelo…».

Él sacude la cabeza.

«Abuelo… Yo te quiero. Yo habría muerto mucho tiempo atrás, en un bosque oscuro, en un zarzal cubierto de nieve, si no hubiera sido por ti. Tú eres para mí el acto salvador de Dios. Por favor, perdóname por no tener fe en Raquel Tibbon. Esta vida como baronesa… esta es la única vida que puedo reconocer como propia, mi única esperanza. La codicio. Pero por ti, porque te quiero, abuelo, me desprenderé de ella. Mañana, cuando los hombres del rey hayan sido pagados, nos marcharemos. Y yo trataré otra vez de hallar fe en mí misma y en nuestro Dios».

David oye su voz como en un viento zamarreante. Oye el sabor a sal del dolor que acompaña sus palabras y una revelación se abre en él con amarga claridad. Quiere dejar este país extraño; sería feliz muriendo en el camino, sabiendo que su Raquel ha encontrado el camino a casa, no sólo a Jerusalén y a su propio pueblo, sino a su Dios. Pero ve ahora que esa esperanza es una vana ambición. Si ella debe encontrar su alma, David debe ayudarla a buscarla aquí, donde Dios, en todo Su desvergonzado misterio, los ha situado.

«Abuelo, perdóname, he hablado sin pensar».

David agita la cabeza. «No, nieta». Se sienta más derecho y se limpia las lágrimas de sus oscuras mejillas. «Soy yo el que te pide perdón. “¿Puede el hombre esconderse en las grietas y Yo, Dios, no verlo?”». Frunce el ceño, arrepentido, ante su propia arrogancia. «Quería esconderte de las atrocidades. Quería ocultarte entre el pueblo, en santidad, lejos de la abominación y las honduras del dolor, en una casa pequeña de una pequeña comunidad en un pequeño rincón del mundo. Pero no es eso lo que ha de ser. Dios envió la baronesa a encontrarnos. Esta es Su merced. Tú la reconoces… pero yo he ambicionado más. Ahora veo que no soy digno de más».

«No digas eso».

«Es verdad, Raquel. Durante toda mi vida, tuve de todo: sirvientes, estudios, familia. Confié plenamente en Dios. Más. Sustenté toda mi vida en Dios. Pero ahora veo que debemos resistir solos. Esta es la maldición de Adán. Solos en medio de las glorias y atrocidades… tal como tú lo estás haciendo. Tú me lo has enseñado. Y finalmente, veo. Sí, es verdad. No podemos apoyarnos en Dios, porque Él se apoya en nada».

Hellene está sentada junto a su ventana, la pena bullendo en ella. ¿Dónde han ido sus hombres? Thierry a San David… pero debería volver pronto ya. Y ¿volverá ahora que William, su tenaz y reticente William, está desterrado Dios sabe dónde? ¿Qué será de los esponsales y de la boda de Madelon? ¿Romperá el compromiso la familia de Hubert Macey ahora que el padre de la novia es un exiliado? ¿Y qué será de Hugues? Este es su duodécimo verano; está próximo a hacerse un hombre y necesita de un padre. Necesitará asimismo un padrino, si ha de ser armado caballero… pero tío Guy, que lo habría apadrinado, está desterrado también. Y ello complace a Leora y a madre y a la abuela, pero Hellene y su familia han de pagar por esa felicidad… los Morcar han de pagar.

Afuera, estallan las trompetas, hurras resuenan, chasquean al viento las banderas. Los hombres del rey han llegado. La baronesa ha logrado otra victoria. Los sonidos de la dicha le llegan a Hellene como desde una enorme distancia, y arriban tenues como luz de estrella.

Los hombres del rey desfilan por la puerta exterior bajo la bandera del león rampante.

Forrados de polvo, cargados de hombros tras semanas de viaje por los caminos reales recaudando impuestos, los treinta hombres que desmontan en la plaza agradecen que los escuderos se precipiten a desarrendar sus caballos, y que los sagaces gremiales estén de pronto a sus costados ofreciéndoles jarras de vino refrescado en el río y fragantes hogazas de pan recién horneado.

Entre los recaudadores de impuestos vestidos con sus rojas vestimentas, está el marqués de Talgarth acompañado por tres caballeros de negras armaduras. Aparta a escuderos y vinateros, y otea la turba jubilosa en busca de la baronesa. La descubre con la cohorte real, una cabeza más alta que el capitán de los hombres del rey, recta su nariz, pálida la tez y sonriendo como una arcaica talla en piedra.

Cuando el marqués se acerca, la baronesa se lleva al capitán, que tiene una copa de vino en una mano y una hogaza de pan en la otra. Los vendedores julepean, saltan y juegan los juglares, entonan su juerga los músicos, pero nada de esto puede substituir la plata, y el marqués sospecha que la joven baronesa se ha llevado aparte al capitán para susurrarle la proposición de un compromiso al oído. Esta es la razón de que se haya presentado aquí, para estar seguro de que no se realizan tratos secretos.

«He venido a recaudar a mi novia», anuncia el marqués jubiloso, ofreciendo su mano enguantada a la baronesa.

Raquel toma su mano y lo saluda con cortesía. «Me siento honrada de que lo hayáis recordado. No soy digna de vuestras atenciones».

«No os hagáis la tímida conmigo, Ailena. Bien sabéis que me inflamáis. No os preocupe recoger vuestras cosas. Venid conmigo de inmediato. Mis caballeros se encargarán de que vuestras pertenencias sean llevadas a Talgarth».

Raquel baja la mirada. «No iré con vos, milord».

«Acordasteis…».

«Acordé casarme con vos», dice retirando su mano, «si no podía pagar la deuda al rey».

Hace una seña y un idiota babeante que arrastra una carretilla llena de piedras de desecho a través de la alegre multitud se detiene ante ella.

El capitán coge un puñado de piedras, sin entender.

El marqués tuerce el gesto. «Sólo plata puede satisfacer nuestro acuerdo, Ailena».

«Sólo plata», acepta ella y hace un gesto a Aber.

El idiota les mira, malicioso, y ladea la carretilla. El marqués retrocede ante el polvoriento alud, la mano alzada para abofetear al estúpido bufón, pero lo hiela el bufo estridor de las monedas.

Desde debajo de los escombros se derrama un chorro de plata y su música luminosa enmudece a la alborotada multitud. Rostros se tornan y quijadas cuelgan boquiabiertas al mirar el tesoro vertido.

«Llamad a vuestros ensayadores, Capitán», clama en voz alta la baronesa. «¡El Castillo Valaise os rinde todo el pago de su deuda con el rey!».

El marqués crucifica a Raquel con una mirada de airada perplejidad. Y aunque la mujer inclina ante él la cabeza, el anciano puede ver su sonrisa satisfecha y victoriosa. Con un bufido de agravio, el marqués se aleja a grandes zancadas y llama a uno de sus caballeros. «Encuentra a Guy Lanfranc», ordena. «Dile que el marqués de Talgarth renuncia a cualquier pretensión sobre Ailena Valaise. Puede hacer con ella lo que quiera».

Una ruidosa celebración de instrumentos de metal, tambores, tamborines y silbidos brota de la plaza y alcanza el recinto interior cuando los hombres del rey participan de la alegría del castillo. El delirio persiste por la noche, incluso bajo la estrella empenachada de la perdición. La baronesa con el capitán del rey y Clare y Gerald brindan desde la terraza del palais con la villa en fiestas. Denis está con ellos también, capaz de permanecer de pie el rato suficiente para saludar a la bandera del rey.

Thomas vaga a través del festival, contemplando todas las caras rientes, ebrias, de ojos chispeantes, y viendo sólo máscaras, visajes cómicos, variantes apayasadas de hombres y mujeres rebotando unos en otros como en absurdas carambolas, bailando en el patio del recinto interior y derrumbándose despreocupadamente en cualquier callejón. ¿Por qué están tan felices?

Taciturno, Thomas se aleja de los celebrantes y vagabundea hasta la oscuridad tras el palais. La brisa nocturna disipa aquí el olor del vino y de las carnes asadas, y él inspira los olores del jardín. Sabe que, si las multas no hubieran sido pagadas y los hombres del rey hubiesen instalado aquí un nuevo barón, la plaza estaría tan alborotada como ahora, sumida en ebrios festejos.

No sabe qué le perturba hasta que nota una desconsolada y solitaria forma espectral sentada en el escalón de una puerta lateral del palais. La figura entunicada, trémula a la luz de la luna, es su hermana Hellene. Al verla, comprende cómo todo puede estar bien en el mundo excepto el propio corazón. Camina hasta ella y se sienta a su lado.

«La estrella de tío Guy ha caído», dice Hellene, alzando la vista hacia la tea del cometa.

«Y, cayendo, arrastra a mi William y a nuestro Thierry con él».

«La baronesa los hará volver… si ellos deponen su ambición».

Aun en la oscuridad, la sonrisa de Hellene es sarcástica y mordaz. «Esto no es la abadía, Thomas. El perdón carece de su magia fuera del claustro… carece de ella entre hombres de ambición».

Thomas acepta en silencio el aguijón de su reproche. Ambición es lo que siempre le ha faltado. Es conocido por ello mismo: ha rechazado ser armado caballero, pasó sus días de infancia en los campos salvajes y forestas en lugar de hacerlo en la liza, ha evitado la ordenación ocultándose en la biblioteca. ¿Qué es este vacío que tengo donde otros hombres tienen ambición?

«William y tío Guy no volverán», dice Hellene y se pone en pie. «Debo decidir si los sigo o no».

Thomas se levanta también y camina a su lado. «La baronesa es una mujer sorprendente, Hellene. Aún puede encontrar un modo de reconciliarse con tío Guy».

«¿La baronesa…? ¿Por qué te empeñas en llamarla así, como si fuera una extraña?».

«Y lo es. No es la grandmère que recordamos».

«Esa es la objeción de nuestro tío, ¿no? ¿Por qué tiene que suplantarlo esta extraña lo bastante joven como para ser su hija? No es natural». Cesa. Examina a su hermano en la oscuridad. «¿Crees tú su historia? ¿Crees que es de verdad grandmère rejuvenecida?».

«¿Importa lo que yo crea?». Aparta la mirada, hacia el jardín, donde las luciérnagas reverberan. «La creación toda envejece cada invierno y rejuvenece en primavera otra vez. ¿Por qué no una mujer?».

El gemido de un mono fustiga la noche, y el chillido de un muchacho rechina desde el jardín. Hugues emerge gritando de la oscuridad con Ta-Toh encaramado a su nuca y las zarpas del mono tapándole los ojos.

Thomas agarra al chico y el simio desnuda sus colmillos con un penetrante siseo que hace cridar a Hellene. Ummu llega como una flecha desde el jardín llamando a su bestia.

Ta-Toh tira fiero del cabello de Hugues, después salta y corre hasta su dueño. «El muchacho sorprendió a mi Ta-Toh. Acechando de ese modo en las sombras».

«Siguiendo a Madelon, madre», se queja Hugues frotándose la cabeza. «El cura y ella están juntos ahí. Solos en la oscuridad».

Hellene abre la boca, da un paso decidido adelante y se detiene al verlos emerger. La sonrisa congraciadora en el rostro de Gianni, la mirada urgente que ninguno de los dos puede acabar de ocultar, revelan demasiado. Hellene arranca a Madelon del lado de Gianni mientras esta protesta, «Madre, estábamos sólo hablando».

«No hacía sino aconsejar a vuestra hija sobre los deberes de su ya cercano matrimonio», añade Gianni, y Ummu, con su rostro vuelto de modo que sólo su amo puede verle la expresión, pone los ojos en blanco.

«Ese es un deber materno, canónigo», replica Hellene. «Y si algún consejo debe llegar de vuestra parte al fin y al cabo, ha de ser en la capilla o en ningún sitio».

«Pero el festival alrededor de la capilla es tan ruidoso…». La excusa de Gianni persigue a Hellene y Madelon mientras la madre se lleva a su díscola hija de vuelta al palais.

Thomas confronta a Gianni, mirándolo severamente. «¿Sois vos y Madelon amantes?».

Gianni se muestra espantado. «¡Nunca la he tocado!».

«No puedo creerlo, canónigo».

«Es verdad». Se retuerce las manos. «Todo nuestro tiempo juntos transcurre hablando».

«¿Hablando?».

«Sí. Ella es mi alma, Thomas. Estoy convencido… pero ella no me cree».

Thomas parpadea confundido. «¿Vuestra alma?».

«¿No lo entendéis? Estoy enamorado de Madelon. Quiero casarme con ella. Pero ella no me acepta».

La cabeza de Thomas hace un gesto brusco hacia atrás. «¡Sois un sacerdote!».

«Una palabra suya y dejaré de serlo».

«Eso difícilmente satisfará a los padres de Madelon. Además, va a casarse con Hubert Macey».

Gianni suspira con tristeza. «Insiste en eso, sí. Yo sólo soy su juego».

Ummu toma su mano, alentador. Ta-Toh coge la mano libre del enano, y los tres deambulan hacia el bullicioso festival, dejando a Thomas en las sombras, entre tenues luciérnagas.

Roger Billancourt y William Morcar están sentados bajo un aliso en la cima de un cerro, a la vista de los pabellones donde Branden Neufmarché los ha instalado. El castillo Neufmarché se asienta, macizo y achaparrado, en una arbolada y borrosa distancia, obvio su muro reconstruido por el lustre de las piedras nuevas. Cerca de allí, en el enguijarrado meandro de una corriente palpitante, vigilados por doce guardias a la sombra de un abetal, Branden, Guy y Thierry pasean arriba y abajo como bueyes.

«Mira lo decaído de los hombros de nuestro huésped», comenta Roger. «¿Te dice eso lo que está pensando?». No espera la respuesta. «“¿Qué he de hacer con estos cuatro caballeros?”. Nos ha tolerado hasta ahora sólo porque casi lo quebramos en primavera. Tenernos trabajando para él es una novedad que todavía le resulta seductora. Pero cansa. Mira el reluctante pender de su cabeza mientras nuestro Guy trata de doblegarlo a una breve guerra local con la gata».

«Se negará», predice William.

«“¿Cómo tengo que emplear estos cuatro peligrosos caballeros?”, se pregunta. “¿He de enviarlos en pos de Dic Cuchillolargo para que me traigan dinero? ¿O es mejor que se los mande al rey para sus proezas en el continente?”. No está escuchando la estrategia de Guy. No quiere atacar a la Dama del Grial, la bienamada de los villanos. Toda la comarca le rinde adoración».

«Pero Branden no puede dejar de considerar la presencia de Erec el Bravo una amenaza», ofrece William. «Cuando la Imitadora se case con él, los bárbaros tendrán una fortaleza desde la que saquear todo Epynt».

Roger sorbe aire ruidoso a través de sus dientes. «Branden tiene que verlo para creerlo. De momento, sólo le preocupa qué hacer con nosotros». Lanza una mirada oblicua a su compañero.

«Si Thierry debe reconquistar su legítimo lugar en vez de caer enlodado o ensangrentado en Francia, en alguna de las hazañas del rey, debemos mantener a Branden apartado de esto».

William se muerde la esquina del bigote. «¿Qué propones?».

Roger dice, terminante: «La baronesa no debe vivir».

«Ha pagado los impuestos y las multas». William menea la cabeza. «Matarla ahora, abiertamente, sería un acto de traición contra el rey».

«Entonces no lo hagamos tan abiertamente».

Un siseo de miedo se filtra a través de los labios de William, que endereza la espalda mirando de frente al maestro de armas. «No he olvidado nuestro último intento de gratificarla con un accidente, Roger. Mi hijo fue puesto en gran peligro».

«No habrá accidentes esta vez». Roger inclina hacia atrás su cabeza cuadrada, la apoya en el tronco del árbol y se rasca, reflexivo, la iridiscente cicatriz de su sien. «Algo más probado y verdadero. Algo más poético, también. Nos serviremos de su amor por Jesús para mandarla a su Salvador. El beber del Grial hizo que viniera… ¿por qué no hacer que el Grial se la lleve otra vez?».

«No entiendo, Roger».

«Veneno, tarugo. Envenenaremos la copa de vino de la que es siempre la primera en beber durante la misa».

«La primera después del cura».

«Despachémoslo, pues, al cielo a él también. ¿No ha roto ya sus votos sacerdotales retozando con tu hija Madelon?».

La cabeza de William se zarandea como si hubiese sido abofeteado. «¡No!».

«¿Estás ciego, hombre? Madelon ha sido bien instruida en romancismos por las boberías de los trovadores de Gerald y del amor cortés de Clare. Gianni Rieti es justo el libertino dispuesto a aprovecharse de eso».

«¡Debe ser apartado del sacerdocio!». William se pone en pie, levantado por un acceso de rabia. «¡Lo castraré!».

«Para eso, tenemos que cazarlo abiertamente antes». Roger cierra un ojo y cabecea. «Y podemos… una vez que hayamos burlado a ese enano demoniaco que monta guardia para él. He instruido al joven Hugues en cómo vigilarlos y, al final, los descubrirá. Pero no hay por qué hacer pública la vergüenza de Madelon. Hay que pensar en su matrimonio con Hubert Macey. Deja que el cura siga siendo cura para que pueda bendecir nuestro grial, y beber de él antes de pasárselo a la Imitadora». Sus dientes pardos se engranan en una sonrisa despiadada. «¿Estás conmigo en esto?».

Erec Rhiwlas emerge cabalgando del bosque a la plenitud del meridión. Delante está el Castillo Valaise, reflejadas sus soberbias agujas en los centelleantes meandros del Llan y sus piedras pardo-trueno tatuadas de jirones de yedra antigua. Esta es su fortaleza ahora, ganada con inteligencia y osadía… aunque su padre duda que llegue a ver siquiera el interior.

Cuando Erec vertió a los pies de su padre su parte del botín arrebatado a Dic Cuchillolargo y le contó su aventura con la Dama del Grial, Howel sólo meneó su barbuda cabeza y dijo: «Date por satisfecho con tu plata, hijo, porque a la mujer que vive una mentira no la turba decir mentiras».

Vestido con su túnica más fina de ante, acuchillada a ambos lados para mantenerse fresco en este día ardoroso de verano, Erec cabalga orgulloso hacia el puente de peaje. Con una moneda de plata al sorprendido guardián del puente, que nunca ha visto al hijo de un jefe o a ningún hombre vestido con pantalones de cuero rojo y capa de piel de marta, logra ser admitido al camino de peaje. La cabeza bien alta y cuadrados los hombros, cruza sobre el blanco estrépito del Llan y cabalga más allá del abigarrado jardín y las naves oscuras de los vergeles. Los boyeros se asoman de los establos para mirarlo y él los saluda al pasar por delante, deshaciéndose en cumplidos sobre la belleza de las rojas novillas. Mis novillas, se sonríe a sí mismo.

En el puente levadizo, Erec charla con los ballesteros de la muralla mientras el portero anuncia su presencia en el castillo. Se entera del vano intento de Guy de robar la plata de la baronesa, de la feliz recepción a los hombres del rey y de cómo renovaron estos la carta de privilegio del castillo, antes de partir tambaleándose de vino y ahítos de viandas.

Retorna el portero y abre la puerta. Un escudero saluda a Erec, toma las riendas de su corcel y lo conduce a través de la plaza. Los gremiales y sus aprendices asoman de sus talleres las cabezas, los villanos se incorporan boquiabiertos y los niños señalan al personudo y barbado galés que pasa a caballo. Susurros temerosos de «Erec el Bravo» revolotean entre las mujeres de la fontana. Erec sonríe y cabecea.

La puerta extrema se abre y Erec cabalga por primera vez sobre el segundo de los fosos, hasta el recinto interior de la fortaleza de los Invasores. Las estradas pavimentadas son más amplias de lo que pensara, lustrosas y anchas las losas, el palais está ornado de pináculos como una iglesia y, más allá, ve el jardín como un esplendor de eclosiones bajo la torre del homenaje.

Pero no hay tiempo para gozarse en esta vasta contemplación, pues la baronesa desciende las escaleras del palais para recibirlo.

Raquel tiene un aspecto trémulo y frágil en su brial verde pálido de mangas ondulantes, con su melena azabache derramada sobre los hombros y sometiendo al sol potente el destello de sus visos rojos. Bizquea al alzar la vista para mirarlo y lo saluda con cortesía; y cuando la sombra de Erec la cubre y sus ojos se relajan, resulta regia.

Erec desmonta, hace una reverencia, toma su mano de dedos largos y le sorprende lo calloso y curtido de su piel. Ella lee su expresión y tiene una sonrisa dulce como un pétalo de eglantina. «Estoy ayudando a los villanos a construir una sinagoga para el rabí. La obra ha endurecido mis manos. ¿Viste el templo en tu camino hacia aquí?».

«¿Esas columnas de piedra en el Alto de Merlín?».

«Se ven rudimentarias ahora, pero quedó bastante dinero después de pagar al rey para contratar un cantero de Glastonbury. Estará aquí dentro de una semana. Hacia mediados de Agosto, el lugar empezará a parecer un templo. Pero puede que tenga que vender algunas joyas para pagar el cristal de las vidrieras».

«Cuando nos casemos, usaré mi dinero para pagar las ventanas».

«No», dice Raquel con firmeza. «No nos casaremos hasta que el templo esté terminado».

«Pero tú aceptaste…».

«Que si me ayudabas a conseguir el dinero para el rey, me casaría contigo», acaba Raquel.

«Pero no dije cuándo».

Erec se tensa. «No me tires de la barba, Sierva de los Pájaros».

Raquel alza el mentón. «No pienses tú en tratarme como una esclava. Cuando el templo esté completo, anunciaré nuestros esponsales. Antes no. Ningún hombre volverá a tiranizarme».

La fuerza de su inalterable mirar no puede ser doblegada con palabras, se da cuenta Erec, y exhala un suspiro de impaciencia y enojo. Quizás el viejo jefe tiene razón y estoy siendo engañado por esta mujer de ojos como la noche. Pero no da voz a ninguna otra objeción; en lugar de ello, siente una sonrisa ensancharse a través de él y a pesar de sí mismo. «Tú seguiste bien mis instrucciones durante nuestra incursión; yo seguiré las tuyas ahora hacia nuestro tálamo nupcial».

Harold Almquist está junto al portal interior, escuchando el gárrulo palique de los gorriones mientras buscan estos su lugar en la yedra de la cortina de muralla y el sol corona los montes occidentales. Está cansado. Hoy, al igual que cada último Jueves de mes desde hace diez años, ha hecho las funciones de chambelán, realizando las rondas de la aldea, la plaza y el erario de la torre maestra, mientras su piedra de tinta menguaba y la página de su libro de cuentas se oscurecía con todos los acopios del tiempo: terneros nacidos, vacas sacrificadas, campos sembrados, celemines cosechados, vestiduras confeccionadas, retales devueltos, dinero gastado y dinero recuperado.

Atisba a las crías correteando en el jardín, ansiosas por encontrar las primeras luciérnagas.

Joyce, la mayor de sus niñas, tiene nueve años; aún la apasiona el reverbero de las lucernas y está todavía a muchos veranos de distancia de los sueños de un beso demorado y de todo lo que este llega a revelar. Sin embargo, ese verano llegará, y Joyce eclosionará en una feminidad provocativa. Con el tiempo, lo mismo les ocurrirá a Gilberta, Blythe e incluso a la pequeña Effie.

Con inexplicable fidelidad, el tiempo hará de sus hijas mujeres hermosas y esposas, y madres, y vejestorios al fin. Se ve a sí mismo y a Leora añosos, contemplando a sus nietos en el jardín, viendo más allá de ellos aún a los hijos de estos, imágenes de niños repetidas en un laberinto de espejos, generaciones en servidumbre de amor.

Lo extraño del milagro de la baronesa ha golpeado a Harold con inexorable temor.

Conoció a Ailena por poco tiempo, menos de dos meses antes de que Guy la mandase a su peregrinación, pero recuerda su cuerpo doblado y consumido, su carne como pergamino remojado en aceite y su lengua proterva. El Grial ha obrado un verdadero milagro, reconoce ante el cielo fundido y se santigua.

Como en la leyenda del Grial, en la que la tierra es sanada al mismo tiempo que el cuerpo del rey, la juventud de la baronesa parece haber rejuvenecido el dominio. En su década de administrador, las cuentas no habían sido nunca tan provechosas como ahora. Aun a pesar de los gastos del torneo, las multas e impuestos del rey y el salario del cantero para la sinagoga, habrá plenitud de recursos para pasar el invierno… más que sobrados, porque los villanos están trabajando duro y sus cosechas serán sin duda las más fértiles que hayan tenido nunca.

«Sir Harold», le llama el guardián del portal interior. «¿Reconoceréis vos a este caballero o he de dirigirme a nuestra señora?».

Harold aferra su libro de cuentas con mayor firmeza bajo el brazo y acompaña al guardián a los cerrados portales. Cuando se abre el ventanillo, ve una nariz brutal, halconada, pecosa, arañada por el sol y, engastados en macizas cavidades óseas, dos pequeños ojos de dragón.

«¡Thierry!», boquea Harold sorprendido.

«Harold, permíteme entrar. Vuelvo de mi penitencia en San David, y estoy absuelto».

Erec da vuelta a su corcel al llegar al extremo del prado antes del bosque. Contempla otra vez el Castillo Valaise mientras el sol encuentra las montañas y lanza radios de oro a través de toda la longitud del cielo. Sobre la brillante carcasa de la fortaleza, tirantes cirros fulguran carmesíes.

La tarde transcurrida con la Sierva de los Pájaros ha dejado su corazón como insolado, ampollado de nostalgia. Mareado de envidia, ha permitido que la hermosa mujer lo guiase de la mano a través de las cámaras catedralicias del palais, revelándole el gran salón sumido en la luz ópalo de ventanas largas y esbeltas como lanzas, las salas de juego con sus mesas afelpadas y sillas con brazos de terciopelo, estanzas con chimeneas de mármol y espejos de cuerpo entero, cámaras de consejo vigiladas por cornamentadas cabezas de venado, incluso las cocinas con sus hornos enormes y sus brillantes calderos de cobre, y la armería de la torre maestra, repleta de desmontadas máquinas bélicas, con su catapulta grande como un roble y ruedas más altas que un hombre o una mula.

Hasta su dormitorio le ha mostrado la Sierva de los Pájaros, con el cofre de palo de rosa que trajera de Levante por mar. Allí estaba su lecho endoselado —su tálamo nupcial— con telas y cubrecamas bordados con escenas de caza. La pasión le ha escocido entonces al imaginar a esta doncella como un sauce tendida bajo él en lecho semejante, con la sombra sinuosa de su cabello esparcida alrededor. Y allí mismo la habría arrojado y poseído, si no hubiese sido por esa gema de imperio en la mirada de la mujer.

Después de conocer a su familia y comer con ellos, fue conducido a la plaza y presentado a todos los gremiales en sus talleres. Luego, ella lo invitó a permanecer allí por la noche… pero a eso él no podía acceder: se había prometido a sí mismo ya que sólo dormiría en esta fortaleza cuando fuera la suya.

Howel se reirá de él, Erec lo sabe. El viejo guerrero dirá que lo han enredado. Y acaso sea verdad, piensa Erec triste, sintiendo la insolación en su pecho, el ardor que ha doblegado el hierro de su destino.

Thomas se arrodilla en plegaria ante la ventana de su alcoba en la torre maestra, con la luz del alba dando calor a sus ojos cerrados. Desde que maese Pornic lo envió de la abadía, desde que su abuela lo llevó por la campiña y lo besó en la boca, ha orado pidiendo guía. Mas ningún consejo ha descendido musitado del Espíritu Santo, ninguna insospechada sabiduría reverbera en medio de su oscura confusión.

Suena suave un golpe en la puerta. Cansado, se pone en pie, alisa las arrugas de su sotana blanca y abre la puerta. Raquel está en el penumbroso corredor, vestida con un brial de pálido color melocotón y una prenda blanca bien ceñida a la cintura por cordeles de oro.

«Grandmère…», balbucea. «No… no aquí; quiero decir, esta alcoba es demasiado ruda».

Marcha hacia la húmeda y fría escalera y mira abajo la curva de tenebrosos peldaños. «¿Y has subido hasta aquí?».

Raquel sonríe. «A pesar del convencimiento de tu tío Guy de que soy una bruja, no puedo volar».

«Ven…», la requiere Thomas cogiéndola del codo y sufriendo de inmediato una oleada de remordimiento al contacto de su suave tersura. «El tejado está sólo a dos tramos más».

La vista dorada y violeta de los montes bajo las nubes grandiosas es tan vasta que durante un rato no dicen nada, arrobados por la inmensidad del cielo y las montañas inmersas en él. El atalaya frente a la bandera saluda a la baronesa y fija luego en el margen de las nubes sus ojos.

«He venido a pedirte perdón», dice Raquel por fin. «Me he comportado contigo como una cría atolondrada».

«Eso fue hace días ya, grandmère. Lo he olvidado».

«No, no lo has olvidado», dice ella con una sonrisa maliciosa.

Él se muestra sorprendido un instante, echa hacia atrás la cabeza y acepta: «Tienes razón. Pero ¿por qué vienes a mí ahora?».

Los ojos grandes, preocupados de Raquel destellan. «Denis está recuperándose. Los hombres del rey tienen su dinero. Harold dice que la cosecha de los villanos va a ser la mejor de todos los tiempos. Y la sinagoga para el rabí va a tener un maestro cantero. Todo lo que me concierne está en orden por ahora, Thomas… excepto tú».

Él se lleva las manos al pecho. «Estoy bien, grandmère».

«¿De verdad? No me miras cuando comemos juntos en el gran salón. Cuando nos cruzamos por la aldea de camino a la misa que celebra Gianni, simulas no verme. Temo que estés disgustado conmigo. ¿Es porque robé a Dic Cuchillolargo?».

«Cometí un error al reprochártelo», dice Thomas. «Dios te hizo volver aquí para vivir como baronesa, no como santa. Lo había olvidado».

«Entonces, ¿estás disgustado porque te besé, porque te confesé mi atracción por ti?».

Mueve su mano como para apartar estas palabras y arroja: «Mis propios sentimientos son mi desdicha. Ya sabes cuáles son».

«También yo te he hablado libremente de mis sentimientos. No debemos avergonzarnos. Son naturales en dos personas enamoradas».

«¡Grandmère!». Hace ademán de marcharse, pero Raquel le coge del brazo.

«¿No podemos amarnos uno a otro?», pregunta ella, claros los ojos. «Mira, tenemos una misma edad, tú y yo, Thomas. Somos hombre y mujer. Y Dios ha puesto deseo en nuestros corazones».

«Ese deseo nunca debe ir más allá de nuestros corazones».

«Nunca», declara ella estrechándole el brazo. «Pero tampoco debe marchitarse en nuestros corazones. ¿Por qué no puede ser franco nuestro afecto? No hemos hecho nada pecaminoso».

«Grandmère…». Respira hondo y dice en una sola exhalación, «estoy determinado a hacer mis votos. El milagro que te ha cambiado me ha cambiado a mí también. En Septiembre, el día de San Fandulfo, me daré a la Iglesia».

«Entonces, tú has encontrado tu Grial, Parsifal». Suelta su brazo y retrocede hasta apoyarse en el parapeto bajo el peso de una decisión. «En muchos sentidos yo todavía lo estoy buscando. En primavera, retornaré a Jerusalén».

Asombro y alivio se juegan el rostro de Thomas. «Guy estará complacido cuando lo sepa».

«Quizás no. Pensaba en nombrarte a ti mi heredero».

«¿A mí?», tartamudea. «No soy… no soy siquiera caballero».

«No se necesita ser caballero para gobernar».

«No pero… yo seré sacerdote».

«El Preste Juan, que gobierna el reino más grandioso de Oriente, es un sacerdote. Si gobiernas en mi lugar como sacerdote, los enemigos que quieran derrocarte deberán desafiar a la Iglesia también».

Sacude la cabeza, doliente. «No, grandmère, no me hagas esto. El Señor dijo que no podemos servir a dos amos. La Iglesia es amo bastante para mí».

«Como quieras, Thomas. Pero que no haya más distancia entre tú y yo. Deja que nos amemos».

Las palabras de la mujer lo atemorizan y se lleva una mano a la cabeza para atenuar el vértigo. «Te amaré como nieto. No siento nada más».

«Bien. Entonces no tenemos nada que esconder». Con una mano de abuela en la mejilla del muchacho, Raquel sonríe complaciente. A la luz broncínea del sol, sus ojos muestran tres veces el color del cielo; despiertan en ella un críptico anhelo, no por amor ni pasión ni posesión sino, extrañamente, por la presencia familiar de David con su doliente mirar, sus manos nudosas y su farpada barba gris. Gris como la ceniza de la que, ella sabe, estamos hechos. «Voy a bajar ya, Thomas. Vuelve a tus meditaciones y más tarde, si quieres, ven a ayudarnos a la sinagoga».

Mientras desciende la apenumbrada escalera, Raquel se siente complacida consigo misma por hacer las paces con Thomas. Ahora espera que los amorosos lamentos que brotan en ella cada vez que lo ve sean menos obsesivos… pues la primavera parece muy, muy lejos.

Con un rostro tan famélico como el granito, maese Pornic contempla el templo en el Alto de Merlín. Durante largo rato, nadie lo ve sentado en su palafrén, bajo el chal de las sombras del linde del bosque, y tiene tiempo para observar los ardorosos esfuerzos del pueblo. Hombres y mujeres, niños incluso, van y vienen de sus labores en los campos para desbastar las piedras o trabajar los bancos apilados en la tienda cercana de un carpintero. La baronesa se afana en medio de ellos, atado su largo cabello negro como el de una vulgar mujer.

De pronto, uno de los hombres sobre el andamio desde donde se están colocando las vigas atisba al abad y anuncia su presencia.

Maese Pornic guía su caballo por el gastado camino hasta la cima del cerro, bendiciendo generoso a cada villano que encuentra en el camino y se arrodilla a su paso. Arriba, la baronesa y el canónigo lo saludan corteses, y el rabino le hace un gesto con la cabeza desde la silla de alto espaldar que ocupa, arrebujado en su chal de oración. Gianni ofrece una mano para ayudar al abad a desmontar, pero este se niega a bajar del caballo.

«He venido de la abadía porque siguen llegándome informes de que se está construyendo aquí un templo pagano».

«Un templo construimos que el mismo Jesús reconocería», repone Raquel.

«Jesús ordenó a Pedro que le construyese la Iglesia», sentencia maese Pornic, «no sinagogas».

«Adoraremos a Dios aquí, padre», ofrece Gianni, «tal como nuestro Señor adoró cuando él…».

«No digáis más», interrumpe maese Pornic tajante. «He oído todo esto ya. Sé que no ha de haber santos aquí, ni crucifijos que rindan testimonio del inconsolable sufrimiento de nuestro Salvador, ni siquiera altar. ¡Ningún altar en el que conmemorar el sacrificio que redime nuestras almas del pecado de Adán!». Sacude la cabeza. «Esto no es una iglesia. Es un edificio vacío».

«Estará vacío, cierto», coincide Raquel. «Contendrá bancos solamente, y un armario y un atril en los que guardar y desplegar la Torá. Estará vacío de todo excepto del Señor y del pueblo que Él ha creado».

«Esto es sacrilegio».

«No, desde luego, padre», contradice Gianni. «Esto es la casa de Dios».

«¡Esto es un portal al infierno para todos los que abandonan la Iglesia verdadera!». Maese Pornic realiza su declaración lo bastante fuerte para que todos la oigan. Señala a los villanos con mazos y cinceles en las manos. «Este es el lugar de un templo pagano… y sobre él estáis erigiendo aun otro templo pagano. ¡Todos los que trabajan aquí están construyendo para sus almas una morada segura en el fuego del infierno!».

Los villanos dejan caer sus utensilios y empiezan a marchar hacia el sendero.

«Venid conmigo, hijos míos», les llama maese Pornic. «Apartaos de este lugar de perdición y ahorraos el sufrimiento eterno».

Los villanos se santiguan y se apresuran a alejarse de allí.

«Ailena… si sois realmente Ailena… recordad vuestra fe». Maese Pornic abre una ampolla forrada de cuero e hisopa con agua bendita a la baronesa y los hombres que están a su lado.

«¿Abandonaréis esta empresa pagana?».

«¡No lo haré!». El corazón de Raquel bate con rabia. «Ni tampoco vos podéis condenarla, a menos que condenéis a vuestro propio Salvador, que adoró como yo adoro».

Maese Pornic arroja una mirada misericordiosa sobre los impíos, da vuelta a su montura, y cabalga lastimero tras su rebaño.

Ondulantes cortinas de lluvia llegan barriendo desde los montes, fresando la tierra cavada por los cascos de caballo hasta hacer de ella limo resbaladizo, y tamborileando en el pabellón donde Guy Lanfranc y Roger Billancourt están sentados. Juegan a las damas. Han estado haciéndolo desde que la intensa lluvia los despertó al alba, hace de eso horas ya.

Guy gruñe, se aparta del tablero y se acerca a la marquesa del pabellón. El territorio parece mazado y lustroso como metal, y el Castillo Neufmarché es un escarpado peñasco en la distancia. «Branden se relame habiéndonos arredilado aquí, como ganado bajo la lluvia, mientras él goza de todas las comodidades allá arriba».

«No es más que una situación temporal». Roger se inclina hacia atrás y contempla sus sillas de montar, sus alforjas, todo lo que queda de sus posesiones terrenales. Considera mojarse para visitar a los dos jacos que Branden les ha prestado. Están atados detrás de la tienda y deberían ser trasladados a un lugar que les proporcionase mejor forraje.

«Temporal, sin duda», refunfuña Guy. «Si no le convencemos de la amenaza que supone Erec, no marchará contra la Imitadora. Seguirá sentado cómodamente mientras le quitan el ganado. Y llegado el otoño, nosotros seremos vagabundos».

«Tu padre y yo vagamos por los caminos del rey sin más pertenencias de las que tenemos ahora», declara Roger orgulloso. «Pensándolo retrospectivamente, esos fueron nuestros mejores años… de Gilbert y míos».

«Erais muchachos. ¿Querrías envejecer viviendo en tiendas?».

«No te apures. Tu fortaleza será pronto tu hogar otra vez».

Guy torna su cabeza con lenta precisión reptil. «¿Crees que el veneno…?».

«La raíz de beleño es letal. Funcionará».

«¿Dónde la conseguiste?».

«De una bruja de las montañas, Mavis la Ojipuerca. Confía, Guy, esta vez le pagaremos como se merece, fraude por fraude. Y la belleza del asunto consiste en que nadie podrá echarnos la culpa. Thierry advierte de que cuando se termine el templo judío, se dirá una misa para todo el pueblo. Estaremos allí cuando beba de la copa. Con William y Thierry, condenaremos la traición. Acusaremos a los fanáticos religiosos, que buscaban vengarse de los asesinos de Cristo».

Guy no le escucha. Piensa, Así que hemos llegado a esto. Envenenarla como si fuese un gusano. ¿Y no lo es? Relámpagos se acolmillan sobre las montañas y él recuerda cómo lo infectó su madre de rabia cuando era un chaval. Desde el mismo día en que su padre murió, lo atosigó con historias de las crueldades de Gilbert: cómo no había querido a nadie, ni siquiera a sus propios hijos, cómo la había golpeado en el vientre cuando estaba embarazada, así… Su estómago se encoge con el recuerdo de los golpes de su madre y presiona sus tripas con un dedo. Con detalle cruel, la baronesa había descrito la escurridiza gelatina roja de ojos despalpebrados y dedos membranosos que caía de ella después de aquellas palizas. «Tú podrías haber sido uno de esos», le apuñaló. «Gilbert nunca te quiso».

Roger deja su silla, se acerca a Guy por la espalda, lo observa mirar la lluvia densa y le da una palmada en el hombro. Demasiado rumiar, piensa el maestro de guerra. No tiene filo para cortar estos humores. No tiene filo en absoluto. Marcha a la lluvia a atender los caballos y el agua rebota en su cabeza, pulverizada como un halo de mosquitos.

Gianni Rieti bendice a los últimos parroquianos cuando abandonan la capilla después de vísperas y se cubren con los capuces para protegerse de la lluvia tamborileante. Aunque maese Pornic lo ha suplantado en la aldea al volver a hacerse cargo de los servicios él mismo, Gianni está contento de que las familias de los gremiales y los caballeros continúen atendiendo su misa en la capilla cada día antes de cenar. Muchos le han dicho que la ceremonia se ha llenado de sentido al ser celebrada en la misma lengua que habló Jesús y con los mismos ritos de los que Él se sirvió para adorar a Dios. Incluso el adusto Thierry acude cada tarde, toma la hostia y bebe del vino santificado.

Al volver a la capilla, Gianni percibe que alguien permanece allí, arrodillado entre los bancos. ¿Y dónde está Ummu, que siempre le ayuda a recoger el altar? Se acerca, luego se detiene… pues reconoce los élficos bucles dorados, visibles a través del velo diáfano de la doncella vestida de azur.

«Madelon…», intenta musitar, pero el hálito de su sorpresa y su adoración colman la capilla vacía. No ha estado a solas con ella desde hace muchos días, desde que Hugues los halló aquella noche en el jardín, durante el festival de los hombres del rey.

Ella se pone en pie y se vuelve, revelando tristes labios y ojos hialinos de lágrimas. «No puedo quedarme. Madre vendrá a buscarme en un momento. Pero debo decírtelo. Debo decírselo a alguien». Se muerde un nudillo y en su rostro del brillo del polen aparece un arrebol febril.

«Gianni… llevo un niño».

Durante los días de lluvia poca labor puede hacerse en el templo. Los caballeros continúan tallando roca, instruidos por David y el maestro cantero, que trabaja por afición a la piedra y el sueldo que le paga la baronesa y no para maese Pornic. Pero sin la gente del pueblo, poco más puede llevarse a cabo.

Raquel hace varios viajes a la aldea, empapada la capa por el torrente, el cabello engrudado, y pestañas y cejas aljofaradas de rocío. En este tiempo, ha llegado a conocer a la mayoría de ellos. Siân la ciega, Aber el idiota y el despernado Owain no necesitan que se les convenza para desafiar al abad, que promete recompensar su sumisión con una merced de Dios que no han conocido en esta vida. Pero el resto está sinceramente amedrentado. Sólo la milagrosa experiencia de Raquel con el Grial la inviste de alguna legitimidad en contra de la autoridad severa del santo varón. «Jesús era judío», insiste ella. «Nos enseñó la ley del amor, así que ¿por qué no debemos amar a Su tribu, la tribu que Dios bendijo dándole a Su hijo? ¿Por qué no han de ser suficientemente buenos para nosotros los rituales que Él empleó para adorar a Dios, para santificar Su muerte por nuestros pecados?».

Maese Pornic se enclaustra en la choza que sirve de santuario a la aldea dispuesto a no hablar con la hereje. Thomas trata de mediar, pero el abad sólo repite el edicto paulino de Corintios: «Vosotros no os pertenecéis, pues fuisteis comprados con un precio».

Esto le hace a Raquel recordar la admonición de Ailena: «Todo tiene su precio… incluso la bendición del papa». Y añade dos de sus rubíes a una carta de donación dirigida al obispo de Talgarth pidiéndole su bendición para el templo y citando el libro del Éxodo: «Y construirán para mí un Santuario de forma que Yo pueda habitar en medio de ellos». Envía la oblación con un peregrino que retorna de San David y al día siguiente el cielo se abonanza, lo que recibe como una bendición.

Emergiendo de la líquida luz del bosque, Erec Rhiwlas y quince de sus hombres llegan cabalgando al Alto de Merlín. «He venido a construir mi futuro», le sonríe a Raquel. «Cuanto antes se acabe esto, antes serás mía». Tumultuoso, se pone a trabajar con sus camaradas.

Raquel se aparta del laborioso equipo, afronta la tierra embebida, brillante con sus colores límpidos, y siente la necesidad de orar a Dios en gratitud, pero teme intentarlo.

Al final de la jornada de trabajo, antes de volver al castillo para vísperas y la cena, los caballeros se sientan en las piedras talladas y el rabí alza la Torá ante ellos.

Los galeses se entretienen en el anillo de antiguas peñas, a un tiempo asombrados y divertidos al ver a los Invasores con perilla y rizos trenzados cayéndoles de las sienes, recitando como uno solo: «Baruj ata adonai elohainu melej ha-olam asher natan lanu torat emet, w’hayai olam nata b’tohainu. Baruj ata adonai, notain ha-torah».

«¿Este es el lenguaje de Jesús?», pregunta Erec a Raquel.

«Sí. Están dando gracias a Dios por los primeros libros de la Biblia, por “plantar entre nosotros vida eterna”. Es una plegaria que Jesús aprendió de niño».

«Y las barbas…». Señala los brotes de pelo en los mentones de Denis, Harold y Gerald.

«En el Levítico, se dice a los hombres: “No destruirás los ángulos de tu barba”».

Erec se mesa su barba barcina: «Cuando nos casemos, este será un artículo de fe en el que los galeses no se han desviado de los Patriarcas». Sonríe, exaltado, centelleando con el sudor de un día de trabajo y orgulloso de la envidia en las miradas de sus hombres mientras aquilatan a esta elegante mujer de manos curtidas y nariz tiznada. Bajo el sombrero de alas anchas que porta para proteger su piel clara del sol, es larga de cuello, de mejillas cóncavas, un ave acuática, una gama.

La aurora purpura la densa noche. La temible estrella caudada ha desaparecido al fin.

Raquel, que ha dormido en el templo con su abuelo, Gianni y Denis, retorna de aliviarse en la letrina dispuesta en el mole saucedal, al pie del cerro, y encuentra paseando a David. Camina alrededor del perímetro del templo, contemplándolo admirado. Todo menos los cristales está ya en su lugar. «Raquel», le dice suavemente cuando ella lo alcanza para marchar a su lado, «te has rehecho a ti misma en un lugar solitario… y ahora yo sé, donde antes sólo creía, que Dios está en todas partes».

A los diecisiete días de comenzado Agosto, los caballeros acaban de cubrir el tejado de la sinagoga con la ayuda de Erec y sus hombres. Incluso maese Pornic asciende al Alto de Merlín para la primera asamblea en el templo, Beth Yeshua. Thomas permanece junto a él, rezando silencioso para que el abad no perturbe los procedimientos de la ceremonia con su disgusto por el rito hebreo. Afortunadamente, un peregrino de paso por la zona portó una carta del obispo de Talgarth que consolaba al santo varón de su indignación, pero le imponía ser más tolerante con pequeñas variaciones en la fe siempre que los principios básicos de Cristo no fuesen disputados.

Para ver por sí mismo que el Salvador es adecuadamente glorificado, maese Pornic accede reluctante a las admoniciones del obispo y guía a la gente de la aldea a la sinagoga. Tanto él como Thomas están impresionados por la gran multitud reunida allí. Todo el pueblo y el castillo han acudido al cerro y el pequeño templo está tan abarrotado que muchos devotos deben permanecer en el exterior, encaramados a piedras sin desbastar para mirar por las ventanas.

Raquel y David saludan a cada uno de los fieles a medida que llegan por el sendero a la cima del alcor. Los últimos en arribar son Guy y Roger. Sin descender de su caballo, Guy clama,

«¿Serás verdaderamente cristiana y darás la bienvenida a tus enemigos?».

«¿Somos enemigos?», responde Raquel. «Somos sólo familia que ha extraviado su amor».

Guy y Roger cruzan una mirada grave, desmontan y se deshebillan los cintos de las espadas.

Gianni, que examina la asamblea desde la pequeña puerta en la parte de atrás de la sinagoga, se sobrecoge al ver no sólo a maese Pornic en los primeros bancos, sino la pequeña conmoción que tiene lugar cuando Denis y Harold hacen sitio a Guy Lanfranc y a su siniestra sombra Roger Billancourt. Los galeses los miran hostiles, pero Raquel está con ellos y les dirige palabras tranquilizadoras.

A diferencia de la capilla, aquí no hay altar, sino sólo el nicho en la pared donde la Tora queda oculta por un velo, una lámpara de Eterna Luz pendiendo sobre ella y la bimah, un pequeño estrado colocado ante los bancos con una estrecha mesa sobre él. Por ello, Gianni debe prepararse para la ceremonia en un angosto patio flanqueado por las piedras cultuales aborígenes.

Confía a Ummu la labor de arreglarle las vestiduras y ayudarle con los sacramentos, mientras él repasa los pasajes hebreos que recitará. William y Thierry están allí también, manteniendo despejado el rincón y ahuyentando las moscas del pan sin levadura, los karpas y el vino.

Cuando Gianni entra portando el cáliz en la bandeja de plata con los demás objetos rituales, Raquel ocupa su lugar entre Clare y Denis, y David, con su chal de oración sobre la cabeza, asciende al bimah. La asamblea enmudece.

«Soy un extranjero entre vosotros», comienza con su resonante voz. «Como muchacho, aprendí que todo extranjero es un misterio de Dios. Yeshua ben Miriam, el judío en cuyo honor nos hemos reunido hoy, predicó, tal como lo hace la Torá, que debemos amarnos unos a otros como a nosotros mismos. De ese modo, amamos el misterio que Dios es, el rostro humano de Dios; es decir, galés y normando, cristiano y judío. Que esta casa de oración sea, pues, el umbral donde la crueldad cesa, donde el amor empieza».

Antes de que el vino sea consagrado al Mesías de los gentiles, David levanta la copa de la bandeja que reposa en la mesa, alza el símbolo del gozo y la alegría ante la congregación, ante los muchos misterios de Dios… y bebe.

La congregación aplaude y, con el cáliz en sus manos, David se inclina. Pero de pronto, el claqueo llega de muy lejos. Cuando eleva la vista, la gente se vuelve más oscura y borrosa, y vuela por un túnel abajo hacia honduras más y más angostas. Pero es él quien cae de ellos. Es él quien cuelga… y cae túnel abajo, al silencio y la oscuridad.

Raquel salta del banco frontal y alcanza a David cuando este se colapsa y rueda por la plataforma. Yace a la luz del sol que vierte una ventana, su mirada más y más ancha, y la boqueante ceguera de sus ojos reflejando el cielo y un astro radiante… todo un mundo azul suspendido a la sombra del sol.