Raquel Tibbon se despierta con un sobresalto y mira intensamente la oscuridad, tratando de recordar dónde se encuentra. La memoria retorna a ella, destilándose: es Ailena Valaise y esta es su primera noche en el castillo. Se incorpora en el lecho hasta sentarse y ve que las cortinas de su cama endoselada están descorridas y que la yacija de Dwn está vacía.
Miedo tensa su cuerpo. ¿Dónde ha ido Dwn? ¿Acaso duda de ella la anciana? ¿Cómo podía haber soñado confundir a tan antigua amiga como aquella? La baronesa estuvo loca de rabia hacia su hijo… aunque, quizás, estuvo simplemente loca, perturbada más allá de todo rastro de razón. Si Dwn duda de ella, nadie la creerá. Ella y David serán torturados hasta arrancarles su confesión, y luego lapidados o quemados.
Raquel agarra las sábanas y trae a su mente el cáliz de oro que porta los recuerdos de la baronesa. El rielar de la copa brillante se filtra a la oscuridad del cuarto y ve de nuevo, en la refulgente luz de la membranza, el cuerpo retorcido de Ailena, su pelo telarañoso, sus manos nudosas raspándose incesantes una contra otra. «Milady… saben que soy una impostora».
Tonterías, susurra el espectro. Los vivientes no conocen lo que ven, sólo lo que creen.
«Dwn se ha ido».
Volverá. No temas.
«Sí temo, milady. Temo por mi vida… y por la vida de mi abuelo».
El espectro ríe quedamente, su fino pelo y su blanca túnica undulando al paso de un viento insensible. Ya estás muerta. Todo el que nace está muerto. La vida es un sueño, niña querida.
¿No lo recuerdas? Vamos, mujer… después de todo lo que te he enseñado no puedes pretender ser tan inocente. Sólo la muerte es real. ¿Por qué, si no, rezan los vivos a sus santos? ¿Por qué, si no, te volverías tú hacia mí? ¡Los vivos dependen de los muertos!
Rayos de oscuridad atraviesan la risa queda de Ailena y Raquel está sola una vez más, temblando en la reverberante calidez de la noche estival.
Raquel deriva de vuelta a los sueños y revive el naufragio, que les acaeció sólo dos días después de dejar Roma. El mismo papa la había recibido en la Basílica y, para orgullo y gozo de los Hospitalarios que la habían acompañado desde Jerusalén, el Santo Padre la abrazó y la besó en ambas mejillas. Con dedos trémulos y trazos de lágrimas en los ojos, Celestino III garabateó con su propia mano el breve de autentificación que confirmaba el milagro de su rejuvenecimiento.
No cabía duda en la mente de Raquel de que la galerna que se abatió sobre ellos junto a la costa de Francia era el castigo de Dios por engañar al papa. Aquella noche se había tambaleado en el camarote con su abuelo mientras la turbonada zarandeaba el usciere. Con las cuadernas chirriando y crujiendo, la nave se movía a bandazos entre las olas de la tempestad y las ratas se escurrían de sus escondrijos. El gimiente alarido del viento ahogaba incluso las potentes plegarias de David.
La puerta del camarote se abrió de golpe y Falan Askersund se irguió en el umbral. Cogió a Raquel por los brazos, la levantó y se fue con ella trastabillando del inestable camarote. David los siguió por la escalerilla hasta la cubierta, barrida por la lluvia. Negras garras de roca emergieron de pronto de las nieblas atorbellinadas, un paisaje ciclópeo de olas rompientes y viento bramante.
Diversos los Hospitalarios estaban en el castillo de proa, las espadas desenvainadas y las empuñaduras alzadas contra la tormenta, protegiendo la nave del mal con las cruces que defendieran Tierra Santa. Indiferente a ellos, el negro mar se levantaba en olas como torres para caer sobre el barco. Falan, diestramente, aferró uno de los postes de la barandilla y sujetó a Raquel con fuerza contra su propio costado mientras el agua espumosa pasaba sobre ellos barriendo el buque. Boqueando y chapaleando, los Hospitalarios volaron delante de ellos y se desvanecieron luego por la borda.
David había sido arrojado de nuevo al corredor inferior y emergió empapado, buscando desesperadamente a su nieta. Los Hospitalarios aparecieron a un lado del barco, sacudidos en el atroz canal hasta que una ola monstruosa los estrelló contra las rocas. Otro tumbo inmenso golpeó de costado a la nave sumergiendo la cubierta, y la corriente sorbió a David. Los gritos de Raquel aletearon, huecos, en la lluvia fustigadora.
Con un rugido y un estremecimiento atormentados, la quilla golpeó el arrecife; las cuadernas de roble se desgarraron y la cubierta basculó mareada cuando penetraron las aguas el casco. Algunos hombres habían arriado un bote, esperando cabalgar el maelstrom hasta la orilla.
Pero antes de que todos hubieran podido alcanzarlo, se volcó de un lado y la corriente lo arrojó contra las rocas, dejando de él sólo astillas y cuerpos volando.
Raquel se agarró a Falan. Sobre su hombro, divisó otra ola alzándose titánica sobre el barco y gritó para advertirle. El viento aullante barrió su alarido y al instante siguiente la vaga inmensa los embistió. Como mano de gigante, los elevó muy por encima del buque. Y el mar hambriento los recibió.
De nuevo se despierta Raquel sudada y estremecida. La luz del alba colma la alta ventana ojival, el río Llan centellea tras ella, rielando como un cinto de fúlgidas escamas de serpiente.
Recuerda dónde está. Milagrosamente, el naufragio no la mató. Recuperó los sentidos en brazos de Falan, arrojada a la orilla con Gianni Rieti y su enano y su mono. Más tarde, hallaron a David flotando sobre su espalda cerca de la orilla, todavía vivo. Pero nadie más se salvó. La ira de Dios se los había llevado a todos… preservándola a ella y a unos pocos más para mayores tormentos.
Sentada en el lecho, Raquel puede ver aún en su mente los restos del naufragio firmemente encallados en las negras rocas y, entre ellos pululantes, los pescadores locales, ansiosos de raque. Si no hubiera sido por Falan, le habrían cortado el cuello por su anillo de oro.
Con ayuda de Gianni Rieti, hallaron en la bodega del barco el semental árabe y dos de los seis camellos todavía vivos, y los llevaron a tierra junto con las arcas de Raquel.
David habría querido despedir a los dos caballeros sobrevivientes, llevarse el pequeño tesoro en los cofres y empezar una nueva vida en Provenza. Pero demasiados habían muerto para traerlos hasta aquí y Raquel sentía comenzar de nuevo las voces con inagotable implacabilidad.
Tenía miedo de los espíritus de los ahogados, miedo de que se unieran a los espectros de su familia para atormentarla el resto de sus días.
La más acuciante era la voz de la baronesa: después de siete años de instrucción, Ailena no se rendiría. Se adhería al alma de Raquel, inflamándola del celo de cumplir su parte en aquel negocio y reclamar su tesoro. Y aun David tuvo que admitir finalmente que su nieta sabía más cómo ser una baronesa que cómo ser ella misma. Así, con gran renuencia, se sometió al acto audaz, postrero de su ignorado destino.
Con cautela, Raquel se levanta del lecho, se arrodilla delante del mayor de los arcones y oprime su rostro contra la labrada cubierta antes de abrirlo. Dentro están los vestidos de seda y damasco comprados por la baronesa en Levante. Guarda aquí también el rollo de la Ley y la Biblia del abuelo, junto al documento papal y al acta regia. Ahora que la mayoría de los presentes han sido distribuidos, todo lo que queda es un regalo envuelto en terciopelo para Guy y cinco vasijas de arcilla roja endurecida.
Las vasijas oblongas son el último regalo de la baronesa a Raquel: granadas, bombas de mano del tamaño de garrafas de vino compradas a los sarracenos. Están llenas del misterioso fuego griego, y esperan ser prendidas por los muñones inflamables de las mechas, que tapan sus cortos cuellos. La baronesa las consideró un regalo útil para los alquimistas de la corte del rey, si llegara a presentarse la ocasión.
Raquel saca su presente para Guy, una daga turca seljuk con empuñadura de marfil entorchada de oro, una curva hoja azul del más fino acero damasquino y una vaina de piel de cocodrilo engastada de rubíes. La desenvuelve y la sostiene en la mano, sintiéndola pesadamente viva. «¿Por qué un regalo tan hermoso y letal para alguien que te odia y al que odias?», había preguntado Raquel a la baronesa.
La anciana mujer había estado cerca de la muerte entonces; era incapaz de levantarse del lecho y la piel se le pegaba al cráneo, pero rio vivazmente ante la ingenua pregunta de Raquel.
«Deberías saberlo a estas alturas. Ya casi eres yo».
Raquel, acariciando la fina empuñadura tal como lo hace ahora, respondió, «Te echó sin un penique y tú retornas con un regalo principesco. Un gesto cristiano».
«Sí», respondió aquella satisfecha. Sus párpados cerrados estaban arrugados como cáscaras de nuez. «Ha de saber que le amo. Él es, al fin y al cabo, mi único hijo. ¿Cómo puedo hacerle verdadero daño, si él no cree que le quiero?».
Raquel posa el cuchillo de nuevo en el cofre, asustada del odio que recuerda. Se levanta y contempla alrededor el dormitorio que, hasta ahora, ha existido sólo en imágenes tejidas por la baronesa. El cuarto parece más pequeño, los frescos pintados en las paredes más apagados de lo que previera.
Oprime las yemas de los dedos contra el fresco de la caza del venado, en la pared opuesta a la cama. Se nota húmedo el estuco y el aire huele más a mustio de lo que ella habría imaginado.
En los palazzos de Levante, las habitaciones estaban continuamente cargadas de un incienso dulce y del aroma floral de los jardines circundantes. El moho mancha el aire aquí.
Deslizando una mano sobre la repisa de piedra, camina Raquel toda la anchura de la cámara. El espacio es tan amplio como dijera la baronesa, pero la sensación es de un mayor confinamiento. Parpadea y se estremece con el pensamiento de que esta es la realidad de sus años de sueño. Desde la destrucción de su familia, ha vivido simplemente como observadora, contemplando el mundo como si este fuera un desierto espejismo, aceptando obediente los trances de Karm Abu Selim. Pero ahora esos sueños se han hecho reales. Ahora debe actuar. Y esto la asusta.
Ayer, la actuación estuvo tan bien escenificada que no tuvo ni que pensar siquiera. Pero hoy… ¿qué hará cuando los demás le pregunten, cuándo deban tomarse decisiones?
Un escalofrío de pánico la recorre hasta las vísceras; se sienta en el lecho y conjura el dorado cáliz. Al instante, vívido, aparece él en su mente, saturándola de alivio. El sortilegio de Karm Abu Selim actúa todavía. Aún puede huir de Raquel bebiendo de esta copa mágica. Los recuerdos de la baronesa y su mismo espíritu rezuman en ella. A través de la imagen del vaso áureo, puede morir como Raquel y renacer como Ailena, ella sola, por siempre y por siempre.
Dwn retorna al alba de sus plegarias de acción de gracias ante el altar de su vieja casa, en el estercolero. Se encuentra a Falan Askersund en el corredor, camino del escusado. Quedamente, abre la puerta, esperando que su señora esté aún dormida, y halla a Raquel sentada al borde del lecho, con ojos de ensueño fijos en la nada. Una de las arcas está abierta y, posada sobre los vestidos, hay una daga de maléfico aspecto, una obra de tan intrincada belleza que sólo los hijos del Diablo podrían haberla forjado. Con un suave golpe de nudillos, entra. «Perdóname, mi señora, por no estar aquí cuando despertaste».
Raquel mira alrededor como un animal asustado, buscando en el rostro de la vieja algún signo de haber sido descubierta. Cuando ve que la anciana mujer la contempla gentilmente, se levanta, conjura el espíritu de la baronesa y presenta la daga. «Para Guy. ¿La aceptará?».
Dwn se muestra cauta, pero no toca el satánico instrumento. «Es en verdad hermosa, a su terrible manera. Lo seducirá. Pero está rabioso con tu retorno. Le hiciste daño cuando arriaste el Grifo para izar el Cisne. El milagro de tu transformación no lo conmueve».
La anciana sirvienta se acerca al cofre abierto y mira en él. Sus ojos se agrandan al ver las delicadas ropas y, con una exhalación de puro gozo, se arrodilla para tocarlas.
«¿Qué hará Guy?», pregunta Raquel.
«Sin duda reunirá los hombres que ha traído de Hereford. No se quedará sentado, eso es seguro».
Raquel se arrodilla al lado de la anciana y aferra su brazo flaco, tenso. Sus facciones se han hecho frágiles de miedo, patéticamente jóvenes, delicadas como escarchado cristal. «Dwn, estoy asustada». Una expresión sorprendida revuela sobre el rostro ajado de Dwn. Toma en las suyas la mano de la joven, frota los suaves nudillos con sus dedos bastos. «Sierva de los Pájaros, tú has cambiado. Tu corazón ha cambiado con tu carne. ¡Has visto el Grial! No tienes por qué temer nunca más, milady».
Raquel cierra los ojos. «Por supuesto. No temo por mi alma. Pero el milagro me ha cambiado… y tengo miedo de haber perdido el espíritu de gobernar».
«Pero nuestro Salvador te ha enviado para regir en Su nombre». El rostro de Dwn tiembla de perplejidad. «Tú viste a nuestro Señor. ¿Cómo puedes volver a temer nada?». La anciana traza el perfil de Raquel con la trémula yema de un dedo, brillando de temor sus ojos ámbar. «Eres una criatura de nuevo. Tienes la cara de una niña. Recuerdo muy bien cuándo tuviste esta cara por última vez. Pero había en ella más amargura entonces de la que hay ahora. Te has despojado de mucha ira, dulce señora, con los años que te has quitado». Toca su propio rostro erosionado.
«¿Recuerdas cómo era yo?».
Raquel pestañea. El oscuro brote de pelo en el mentón de la anciana era el signo que la baronesa le había enseñado a identificar, en caso de que la vieja sirvienta estuviese viva aún. Pero no puede hacer emerger ningún recuerdo de la juventud de Dwn. Agita la cabeza. «Lo siento, amiga mía. Miro atrás con demasiada ansiedad. Y no puedo apartar mis ojos del día de hoy y de mañana».
La preocupación en la mirada de Raquel turba a la vieja. La baronesa nunca admitió tener miedo, ni siquiera cuando su marido la golpeaba hasta casi matarla. Dwn contempla hondo en su rostro, tratando de leer qué calamidad prevé su amiga. Incómoda y perpleja, suelta entonces la mano suave y vuelve tímidamente la atención al contenido del cofre. «Enséñame qué vestidos has traído de Oriente».
Las dos mujeres están entretenidas en el esplendoroso guardarropa cuando aparece Guy en el vano de la puerta, su moño deshecho, su lacio pelo negro conformando un semblante furioso.
Toda la noche ha permanecido sentado en el hueco de la escalera, esperando que Falan abandonase su puesto… largo tiempo para cebar su rabia por haber perdido a sus mercenarios de Hereford. Vestido con la misma cota verde que portaba durante la fiesta, la noche anterior, irrumpe en el dormitorio. El Grifo bordado en su pecho se ve difuminado por el polvo del camino. «¿Cómo has llegado a poseer el anillo de mi madre?», exige.
Dwn gruñe una imprecación galesa por la intrusión y cubre el desabillé de su señora con una capa azul de brocado.
Raquel se envuelve en la capa y aparta gentilmente a la doncella con un gesto tranquilizador. «Querido, querido Guy… hijo mío…». Consigue una sonrisa fría, aunque su pulso es un fragor en sus oídos. «Este es mi anillo». Y alza su mano para mostrar la verde calcedonia con el relieve de una V de marfil.
«¡Mentirosa!».
Raquel alza el mentón y lucha para afirmar la voz: «Tu falta de fe te hace un parco servicio, Guy». Guy cruza la cámara a grandes zancadas y se acerca mucho a Raquel, percibiendo su miedo. Hay un tremor en el labio cimero, una asustada alarma en su mirada. «Tú no eres Ailena. No eres ni siquiera una buena copia».
Encarando la sonrisa sarcástica y despreciativa de Guy —su nariz chata y su frente atezada y fruncida le hacen parecer un murciélago—, Raquel piensa, Este es el mismo bruto que vino a cientos a Lunel a matar a mi familia. El frío que tiembla en ella cristaliza en un fuego gélido. De pronto, ha dejado de actuar. La baronesa ha partido y ella es Raquel, observándolo a través de su alma saqueada y furiosa. Cuando habla, su voz tiene filo de hierro: «Sal de mi cuarto. Sal de aquí en este mismo instante».
La boca de Guy se ensancha en una mueca cruel y su certeza de que esta joven estremecida es una impostora se afianza ahora. Madre se habría limitado a abofetearlo. «¿Quién eres? ¿Cómo consiguió mi madre hacerte venir aquí y derrochar tu vida en este risible ardid?».
Años de resistir los gritos de la baronesa y del mago durante su entrenamiento en el desierto hacen que Raquel afirme la quijada. Desafiante, acerca su rostro al de él hasta gustar casi la amargura de su aliento, ve los filamentos de sangre enmarañados en el blanco de sus ojos. «No has cambiado ni una pizca, Guy. Esperaba que te volvieras más gentil con la experiencia y los años. ¿Por qué te asquea de este modo que tu madre esté de vuelta?». «¡Mi madre!». El rostro de Guy se contorsiona de mofa. «¿Es que llevo gorra y cascabeles? ¿Parezco lo bastante loco como para creer que seas mi madre? ¡Falsaria! Dios —si es que hay un Dios— permite incluso a los santos sufrir y morir en guerras y hambrunas. ¿Por qué habría de salvar a mi madre, que nunca fue buena más que para sí misma?».
Dwn restalla, «¿Eres tú quien se atreve a apelar a Dios? ¿Tú, que has asesinado a los dueños legítimos de este país?».
«Calla la boca, anciana, o seguirás los pasos de esos dueños legítimos».
Raquel extiende un brazo para retener a su sirvienta. «Dios me ha salvado para rehacer el mal que he hecho».
«Rehacerlo ¿cómo? ¿Qué vas a hacer?».
«Lo sabrás cuando se lo comunique al resto de los caballeros en el palais. Ve con ellos y espérame allí».
Incapaz de contenerse, Guy avanza imperioso. Con súbita furia, agarra la capa de la mujer con su mano izquierda y la retuerce hasta tensarla contra su garganta. «¡Juro que o me lo dices ahora o no volverás a hablar!». Raquel se zafa de las garras de Guy. Una aguja de ira se le clava en el corazón. La voz de la baronesa se alza espontánea en ella. «¡El cerco al castillo de Neufmarché está desconvocado! Ese es mi decreto. Y, querido hijo, pagarás reparaciones».
«¡Nunca!». Venas púrpura laten en las sienes de Guy cuando desnuda su daga.
Dwn le aferra el brazo del arma, pero él la arroja a un lado. Ella retorna para abalanzarse contra el hombre furioso, pero Raquel la contiene. «Apártate, Dwn. Guy no apuñalará a su propia madre». Raquel retrocede cautelosa, mirándole fijamente a los ojos. «¿No soy acaso la misma mujer que te curó las heridas después de tu primera reyerta? Sí… ¿lo recuerdas, Guy? ¿Cuántos tenías entonces? Catorce, creo, aquel verano; el verano en que amaste a Anne Gilford, la hija del zapatero. Luchaste con tres hombres adultos por su honor, los heriste a todos y aceptaste sus tajos sin llorar. ¡Pero cuánto lloraste cuando Anne se fue con el hijo del molinero en busca de fortuna a Gloucester! Te brecé en mis brazos entonces, como a un recién nacido».
El brazo de Guy que blande el cuchillo se hiela; dirige una mirada intensa a esta mujer, viendo entonces —¿o sólo lo imagina?— las hermosas facciones que temiera y venerara de niño, incluso cuando llegó a odiarla por haber traicionado a su padre. ¿Es ella realmente?
De pronto, un relámpago de seda blanca le golpea el brazo armado y le hace perder el equilibrio. Detrás de él se yergue Falan Askersund, con su pelo blondo caído en una larga crencha sobre su hombro y su turbante desovillado, tenso entre su mano y el brazo capturado. Con un simple giro, la tela chasquea y el rizo amonedado que sujeta la muñeca de Guy se deshace.
Severo, el caballero musulmán se hace a un lado, la mano en la vaina de su arma, y con un gesto de su cabeza ordena a Guy salir.
Con una mirada belicosa a Raquel, Guy abandona solemne la cámara, mascando su ira.
Falan parte también y cierra tras él la puerta. En el tenso silencio que sigue, la anciana aferra a su Sierva de los Pájaros, temerosa de lo que está por venir.
David porta su tira de cuero ritual en el brazo izquierdo, la pequeña caja de cuero en la frente y está en medio de sus plegarias cuando oye el golpe en su puerta. «¿Quién está ahí?», pregunta nerviosamente y se prepara a guardar la filacteria; luego se contiene. Aunque el rango de su nieta como baronesa ha supuesto para él protección frente a los gentiles desde que dejaron Jerusalén diez meses atrás, el viejo hábito del miedo ha hecho nido en sus huesos. Muchas veces ha orado pensando en esto y siempre ha obtenido la misma respuesta: el pez que salta fuera del agua es pez muerto. Es verdad; él pertenece a su gente, no a este lugar, una fortaleza gentil en las tierras salvajes septentrionales, con su nieta haciéndose pasar por quien no es. Cómo odia todo esto… pero está extrañamente orgulloso de ella. Aunque casi se deslizó al trance durante el interrogatorio de ayer en el palais, Raquel ha estado convincente en su representación.
«Rabí, soy yo», llama la voz de Raquel a través de la puerta, y él abre. Alta parece e imponente con sus vestiduras deslumbrantes de cendal blanco bordadas de oro y perlas, y el pelo recogido en finas trenzas anilladas sobre la cabeza, sosteniendo la diadema de oro. «¿Podemos entrar?».
David se aparta, las dos mujeres pasan y van directamente a la ventana, donde el rollo yace desplegado sobre el ancho alféizar de piedra. Falan Askersund, que las ha acompañado, cierra la puerta y espera en el exterior.
Dwn se acosta a Raquel y no disimula su incomodidad en presencia del barbudo judío con su atavío religioso. En toda su vida, nunca ha visto a nadie que no sea cristiano.
Inquiere en galés, «¿Qué son esas tiras de cuero en su brazo y su cabeza?».
«Tefilin se las llama», responde Raquel. «Dentro, contienen la Sagrada Escritura y se llevan como recordatorio de Dios, excepto el Shabat, que es por sí mismo un recordatorio. El chal de oración que viste se llama tallit. Las borlas rememoran los mandamientos dados a Moisés».
«Hablas como si fueses ya una judía, milady».
«Jesús era un judío, Dwn; este es el camino que ha tomado mi fe también. Y esta será la fe de este castillo mientras yo esté aquí. El nuestro será el culto que nuestro Salvador profesó».
Dwn contrae sus labios ajados y sacude la cabeza. «Maese Pornic hallará poca alegría en ello».
«Maese Pornic ya no es nuestro párroco», dice Raquel definitiva, contemplando el rollo abierto. «Gianni Rieti ministrará este castillo por ahora. Ha estado estudiando con rabí Tibbon desde Jerusalén».
Dwn cloquea maliciosamente. «Ahora creo que está estudiando con maese Pornic. Cuando volvía al castillo con las primeras luces los atisbé juntos en la cima del Alto de Merlín, inmersos en plegaria».
David y Raquel cambian nerviosas miradas. «Hablaré de esto en el gran salón hoy mismo», dice Raquel. «Esa es la razón por la que estamos aquí, rabí. Hoy os presentaré formalmente durante mi toma de posesión en el salón principal. Estos primeros días serán difíciles, pues tantos como descreyeron de nuestro Señor en su tiempo descreerán sin duda de mí».
«Estáis siempre en mis plegarias», responde David con sinceridad; pero añade, contemplándola penetrantemente, «Aunque quizás sería mejor que no impusieseis a esta gente la fe original de rabí Yeshua tan pronto. Dejad que conserven su propio culto y conservad el vuestro vos».
«Eso es sabio, rabí», coincide Dwn con cierto alivio.
«Así será en el dominio», dice Raquel determinada. «Pero en este castillo, donde yo moro, comeremos y adoraremos a Dios como lo hizo nuestro Señor Jesucristo».
«¿Comer como nuestro Señor?», repite Dwn con un eco hueco y se tira de los pelillos del lunar de su mentón. «Los porquerizos del castillo se maravillarán de estas nuevas». «Y los cocineros se maravillarán de nuestro nuevo desdeño del cisne, la garza y la liebre… y basta de carne con salsas cremosas. ¿Instruiréis a los cocineros, rabí?».
«Preferiría hacerlo en vuestra presencia, milady», responde David dirigiéndole una mirada elocuente.
«Entonces vamos a ver a los cocineros», dice Raquel. «Pero primero, rabí, dirigidnos en la plegaria tal como Jesús —o como vos lo llamáis, Yeshua— habría orado».
David asiente. Cuando Dwn se arrodilla, él la levanta con gentileza. «Amiga mía, Yeshua rezaba de pie, con las manos abiertas a Dios para recibir su bendición. Hagámoslo así nosotros también».
Y así oran, y la voz de David brota de él en el lenguaje de sus ancestros, orgullosa por la fuerza de su nieta, potente en su esperanza de vida, y viva con el esplendor de Dios que fue, es y siempre será.
Raquel pide un momento a solas con el rabí y, cuando Dwn los deja, se agarra a su brazo y dice con un susurro ardoroso: «¡Abuelo, ha tratado de matarme!».
«¿Quién, Raquel?».
«El barón. Él sabe que no soy su madre». Sus ojos muestran desespero. «Nunca lo convenceré».
Aunque alarmado por el pánico en la expresión de Raquel, David mantiene en calma su rostro. La atrae a sí. «No tenemos por qué convencerlo. Las joyas que nos prometió la baronesa nos están esperando. Sólo hay que recuperarlas pronto y dejar este lugar».
Raquel respira profundamente del calor del cuerpo de su abuelo y se tranquiliza. «Sí. Iré a la abadía a por nuestro tesoro cuanto antes. Volveremos a Jerusalén y estaremos allí para el Pesah».
David se aparta para mirarla al rostro. «Durante el poco tiempo que estemos aquí, no debemos dar mucha importancia al culto tal como Yeshua lo realizó. Deja que los gentiles tengan su cerdo».
Raquel menea la cabeza y el miedo de su rostro se desvanece. «No, abuelo. Mi padre —tu hijo— sacrificó toda la familia por su fe. Me habría sacrificado a mí también, si yo hubiese estado allí. He abandonado todo lo demás para representar este papel, pero no abandonaré nuestra fe». David posa una mano gentil en su mejilla. «Comprendo». Se inclina hacia ella; la mira, solícito. «Pero debes ser cautelosa. Tienes razones para estar asustada, y el miedo te hace vulnerable a los terrores del pasado. Cuando habitas en esos terrores, dices cosas turbadoras. ¿Qué fue lo que dijiste en el gran salón acerca del fuego? Aquello no sonó como si hablase la baronesa».
Raquel le mira con ojos vacuos. «No sé. El joven caballero Thierry me hizo pensar en fiebres y muertes, y las palabras sencillamente vinieron a mí».
«Debes vigilar estas cosas», le advierte David. «El mago persa no curó tu dolor. Se limitó a ocultarlo… y cuando este halla tu voz, habla desde Raquel, no desde la baronesa».
Un fuerte estallido de trompetas convoca la asamblea en el salón principal. Los juncos y pétalos del suelo han sido reemplazados por flores frescas y los altos arcos de las ventanas están abiertos a los dardos del sol, los gorjeos de las aves y las brisas estivales. Guy Lanfranc y Roger Billancourt se han sentado en sus lugares mucho antes de la llamada del heraldo, molestos y ceñudos mientras veían a los servidores cambiar los adornos con la enseña del Grifo por otros repujados con el símbolo de la baronesa.
Cuando Clare y Gerald, con sus hijos y sus nietos, toman asiento en las sillas almohadilladas de la primera fila, el resto de los moradores del castillo se dispone en los lugares libres tras ellos; luego los gremiales y sus familias; y después, los villanos del castillo en los bancos traseros. El enano Ummu y su pariente simio Ta-Toh causan un excitado alboroto cuando irrumpen en la sala con una cabriola obligando a un airado serjant a alzar contra ellos su vara.
Al pie del estrado, Gianni Rieti ocupa un asiento con cojines que mira a la asamblea, entre el adusto maese Pornic y rabí Tibbon, que luce su barba y su chal. Graves, contemplan cómo Raquel entra por la parte posterior del salón, escoltada por Dwn y Falan Askersund, y perciben el arrobado embeleso en los rostros de los villanos cuando la mujer, con un gesto de su cabeza, les saluda a ellos y a los viejos servidores, los asistentes, las criadas y gremiales que la baronesa conocía antes de su peregrinación.
Gerald Chalandon, como senescal del castillo, saluda a Raquel en la soleada cabecera del salón, inclina una rodilla y besa el anillo con el sello de la baronesa. Su gran cráneo cetrino brilla como ámbar en su cerco de pelo argénteo, pero es su recia mujer, Clare, la que más beatíficamente resplandece al contemplar a su joven madre.
Raquel rinde cortesía a los santos varones antes de ascender al estrado y ocupar el sitial endoselado. Tras ella, en una silla, se sienta Dwn; Falan lo hace algo más atrás, robado a la vista por las grandes banderas de los cisnes briscados con hilo de plata.
La constelación de rostros que la miran fijamente hace estremecerse a Raquel. Estos extraños —exceptuando al ojizaino Guy, a su maestro de armas y a su abad, con la cabeza baja en plegaria— la miran con boquiabierta reverencia, como si fuera algún icono sagrado. Querría que esta ceremonia hubiese acabado, pero no se atreve a revelar su ansiedad.
A una señal de Gerald, el heraldo hace sonar su trompeta y la sala enmudece. «¿Queréis a Ailena Valaise, recientemente tornada de Tierra Santa en forma bendita, como vuestra actual e indiscutida baronesa y soberana?».
Gritos de «¡Fiat!», se alzan de la asamblea de caballeros, aunque Guy y Roger permanecen callados, ominosos.
«Todos aquellos de noble linaje dispuestos a servir a la baronesa Ailena Valaise con su lealtad y con sus vidas que se adelanten y rindan homenaje», requiere Gerald con voz fuerte.
Denis Hezetre se levanta y se detiene ante Guy. «Tú deberías guiarnos en esta ocasión, como nos has guiado en todas las demás», dice quedamente.
Guy le contempla con un resplandor oscuro en los ojos. «Besaré antes las nalgas del Demonio».
Denis no dirige siquiera una mirada a Roger. Sube los peldaños del estrado, hinca una rodilla ante Raquel y besa su anillo. Es seguido después por Harold Almquist, William Morcar y su hijo Thierry, que pausa primero delante de Guy y recibe su consentimiento. Cuando han terminado, se colocan a la derecha del sitial y encaran la asamblea.
«Estos son mis caballeros», dice Raquel con voz potente. Su fuerza la sorprende, pues ella tiembla al ver a estos guerreros francos cuya estirpe destruyó la casa de su infancia. Para poder seguir, debe conjurar el Grial y contemplar su lustre áureo. Sabe entonces lo que debe decir. Mira, abajo, a Guy. «Me honran con sus vidas. ¿Por qué me ha negado mi propio hijo este honor?».
Guy se incorpora, las manos en las caderas. «Yo no reconozco tu derecho a gobernar este dominio», dice con acritud, y murmurios ansiosos recorren la multitud.
«El papa y el rey reconocen su derecho», proclama Clare furiosa, señalando los atriles en el estrado donde reposan los dos documentos de pergamino. «Contempla. Están ahí para que todo el mundo los lea».
Guy responde al ataque de su hermana con ironía despreciativa. «Querida hermana, quizás no lo hayas oído, pero el papa que firmó este breve está muerto».
«Callad, ambos dos», se interpone maese Pornic abruptamente. «Celestino rindió su alma en Enero. Es nuestra intención que el nuevo Santo Padre, Inocencio Tercero, estudie el documento y confirme que tal milagro pudo haber acontecido a una persona tan mundana como la baronesa».
«Mi madre no era más mundana que Saulo antes de convertirse en Pablo, o el publicano que se hizo discípulo de Jesús», protesta Clare. «¿No están todos los pecadores sujetos a la gracia a través de la penitencia, maese?».
«Celestino Tercero tenía noventa y dos años cuando firmó este documento», añade maese Pornic pacientemente. «El nuevo Santo Padre tiene la sensibilidad de un hombre más joven y debe revisar el acta».
«Y yo digo que la edad del papa no supone ninguna diferencia», persiste Clare. «El Santo Padre es infalible».
«Lady Chalandon dice verdad», asevera Gianni. «La autoridad del Santo Padre nunca puede ser impugnada». Guy ignora al canónigo y se inclina ante el santo varón. «Gracias, maese. Vuestras reservas son suficientes para mí. Por lo demás, el mes pasado, el rey cambió oficialmente su sello. Malchiel, el portador del sello real, se ahogó delante de Limassol en su viaje a Levante. Cuando su cuerpo fue arrojado a la orilla, un paisano halló el sello en el cadáver y el rey hubo de volvérselo a comprar. Conozco la historia porque tuve que pagar gravosos derechos por usar el nuevo sello».
«El cual», añade Clare sardónica, «fue empleado para decorar la multa por tu apoyo rebelde a Juan Sin Tierra contra su hermano, nuestro buen rey Ricardo».
Cuando pitidos y risotadas resuenan en el salón respondidos por groseros desafíos de los serjants de Guy, Raquel siente vibrar en ella la presencia de la baronesa, apilando palabras que crecen hasta oprimirle los pulmones.
«Hijos», llama de pronto desde el estrado. «¡Silencio! Soy la legítima señora de este dominio y mi gobierno ha sido y será otra vez confirmado por el nuevo papa y por el rey. Entretanto, no estoy dispuesta a seguir oyendo debates sobre mi condición. Debo fe y lealtad a mis caballeros y a mi gente como ellos me la deben a mí». Mira, artera, a Guy y a su maestro de armas. «Y para ese fin, yo, aquí mismo, declaro que el cerco al Castillo de Neufmarché queda concluido».
Las filas traseras, que acaban de entrar en conocimiento de ello ahora mismo, estallan en gritos de desconcierto y decepción: «¡Sangre de Dios!»… «¡Injusticia!»… «¡Esa presa es nuestra!».
A una señal de Raquel, otro fragor de trompeta silencia a la multitud.
«Guy», se dirige Raquel al adusto barón, que todavía está erguido. «Como no estás dispuesto a rendirme homenaje, no puedo asumir tus deudas. Pagarás por el daño infligido a Neufmarché; pagarás la suma exacta que apruebe el señor atacado por ti».
De nuevo reverbera la sala con los clamores de sorpresa y las ásperas risas de las filas postreras, provocando aun otro estridor de trompeta.
«También cesarán las hostilidades contra los galeses», continúa Raquel. «Las tierras que les han sido arrebatadas en mi ausencia les serán devueltas en el acto y las fortificaciones erigidas allí serán entregadas a los jefes locales». En respuesta a los estallidos de incredulidad que siguen a sus palabras, Raquel mira sobre su hombro a Dwn y caza la secreta sonrisa de la anciana.
La baronesa alza su mano y la sala enmudece al instante para escuchar cuál será su próximo decreto. «Hoy, los cerdos serán sacados del castillo para ser distribuidos con equidad entre los habitantes de la aldea. Cerdo, cisne y liebre dejarán desde ahora de ser preparados o cocinados en el castillo. Asimismo ocurrirá con ranas, caracoles y todo pez que carezca de aletas y escamas. Aquellos que quieran comer de estos alimentos, que nuestro Señor y Salvador consideró impuros, podrán hacerlo en la aldea. Los cocineros serán instruidos por rabí Tibbon en los métodos de preparación alimenticia que nuestro mismo Señor respetó».
Raquel contempla todo el gran salón con la sola emoción del poder. Ha experimentado algo profundo en su cambio. El frío estremecimiento que al principio sintiera al enfrentar esta muchedumbre de normandos se ha convertido en un reverbero cálido. El espíritu de la baronesa se somete a ella en expansión de lucidez. Ya no teme a estos cristianos: los gobierna. Una sonrisa exultante tremola en sus labios al ver la confusión en el rostro redondo de Clare, la rabia fútil en la prieta frente de Guy y el temor bañando las filas de gentes que la contemplan y que se someten a cada una de sus palabras. Y ahí, entre ellos, está el abuelo David, ansioso, dirigiéndole una mirada sesgada desde su abatida cabeza como invitándola a concluir la asamblea.
«Mañana», dice, y la sala inmediatamente enmudece, salpicada sólo por el trino de los reyezuelos. «Mañana, dejaré el castillo para visitar mi dominio y para buscar en la plegaria consejo, en la Abadía de la Trinidad».
Susurros reverberan en el salón silencioso. Guy gira sobre sus talones y, con el maestro de armas trotando a su lado como su sombra, abandona a grandes pasos la cámara. Raquel medita detenerlo; pero el solo hecho de saber que puede hacerlo es bastante.
Después de la accesión de Raquel a la baronía de Epynt, su abuelo lee de la Torá palabras de bendición para la asamblea antes de que Gerald despida la reunión.
«Cuida de no hacer alianza con los habitantes del país donde vas a entrar porque sería un lazo para ti…», entona David del trigesimocuarto capítulo del Éxodo cuando la alborotada muchedumbre empieza a empujar hacia el estrado. Mientras los villanos extienden sus manos delirantes para tocar a esta mujer que ha bebido del Santo Grial, los gremiales, apopléticos de indignación, embisten pidiendo compensación por los fondos y bienes que han invertido, y perdido ahora, en el cerco al Castillo de Neufmarché. Empiezan los puñetazos en el gran salón.
Sobre esta cacofonía, Raquel se yergue en el estrado sorprendida por la violenta reacción de la multitud. Su sentido de mando se evapora y se halla de pronto frágil y perdida. El bullicio la confunde y no sabe dónde concentrar su atención. Pestañeando a la luz blanca-azúcar del sol matutino, busca desesperadamente el rostro de su abuelo en la airada turbamulta.
Con creciente pánico, contempla cómo la multitud se traga a su abuelo y lo hace desaparecer y, por un momento, siente de nuevo todo el estupor del horror que sufrió once años atrás, viendo indefensa una turba similar destruir su casa. El ruido de colmena que emerge de la masa se hace más y más fuerte, más urgente e implacable, y la empuja al borde del precipicio de sí misma… al borde de caer y ser devorada por la masa de caras rojas que pelean airadas por alcanzarla. No hay lugar adonde ir, no hay dónde esconderse. El poder que disfrutara un momento antes la ha eternizado en el centro de este mosaico de rostros inflamados.
Con tímida suavidad habla a la turba tempestuosa: «Buena gente, yo no puedo devolver los viejos préstamos. Debéis entenderlo. Yo… he sido renovada, transfigurada. Otra razón labra nuestro destino y nos ata a la lucha que nos divide. ¿Entendéis? Debéis entender…».
Su voz se diluye y un pánico incontenible serpentea en ella, atravesándola. En plena desesperación, se deja caer en el sitial y se esfuerza en ver el cáliz áureo, beber hondo de la presencia de la baronesa. Pero gritos rabiosos la golpean con demasiada fiereza para que pueda concentrarse en nada. Su atención se desdibuja, se nubla en ceguera, y una inminente locura estrangula su cuello. De pronto, manos gentiles la toman por los hombros y se la llevan del hervor de la canalla. «Madre, ¿estás bien?».
El rostro preocupado de Clare la mira colmando su creciente vacío con su carnosa presencia. Raquel asiente, frota sus sienes delibrándolas del entumecimiento. «¿Dónde está el abuelo?», pregunta.
Clare le devuelve una mirada confundida.
«El rabí… ¿dónde está?». «Maese Pornic lo ha llamado», contesta Clare y la anima a levantarse. «Vamos, madre. Dejemos esta chusma vocinglera. ¡Mercaderes!», ríe sardónica y hace una señal a Gerald para que venga a ayudarla. «El dinero es su alma, fría y sucia».
Raquel acepta con gratitud el brazo que le ofrece Gerald. Toda su fuerza ha desaparecido, dejándola hueca. Cierra los ojos y de nuevo invoca el Grial. Ahora aparece, brillante como un pedazo de sol tras sus párpados, y su angustia mengua, aunque no desaparece totalmente. Ha estado demasiado cerca de perderlo todo: se da cuenta con gélida claridad que es demasiado frágil para continuar con esto. Y sin embargo… ¿cómo cesar ahora? Debo representar este papel aún un poco más. Seguiré. Debo hacerlo.
«Decidme, rabí, ¿es Jesús el Mesías?», pregunta maese Pornic. Está sentado en una silla maciza en cuyo alto espaldar hay labrado un cordero que porta un báculo. Encarándolo, en una silla cuyo espaldar representa las cabezas del toro, el águila, el león y el ángel de la visión de Ezequiel, está sentado David, con el rollo de la Ley en su regazo. Están en el ábside, detrás del altar, donde la luz de las vidrieras quebranta el oscuro-aflicción de la capilla en ígneos fragmentos. Gianni Rieti permanece en pie, cruzados sobre el pecho los brazos y apoyándose en la parte posterior del altar.
«¿Debe el hombre hacerse dioses que no lo son?», responde David. «¿Por qué hacéis de Jesús un dios?».
«¿Citáis a los profetas?», evalúa maese Pornic al hombre frente a él con desapasionada frialdad. «¿No previó Isaías el profeta la llegada del Mesías?». «He citado a Jeremías, capítulo dieciséis, versículo veinte. En cuanto a Isaías, escribe, “Y los hijos del extranjero que aman el nombre del Señor, incluso a ellos los llevaré yo a mi montaña sagrada”». Contemplando la calma oscuridad en los ojos penetrantes del hombre ajado, pendulan las emociones de David del miedo al respeto, y de este al miedo otra vez.
«El nombre del Señor es Jesucristo», dice maese Pornic con ternura grande. «¿Creéis vos que Jesús es Cristo el Salvador, el Ungido, el Mesías profetizado por vuestro pueblo?».
«No hay ningún Jesús en la Biblia de los judíos».
Maese Pornic cierra los ojos y sacude la cabeza. «A los suyos vino», cita del primer capítulo de Juan, «y los suyos no lo recibieron».
«Sin duda, maese», interviene Gianni Rieti, «no llamasteis al rabí para interrogarle sobre su fe. La baronesa ha buscado su ayuda para aprender la lengua y las costumbres de nuestro Salvador porque él es un erudito judío».
El rostro del santo varón se condensa brutalmente. «¡Él bendijo a la asamblea!». Sus dedos tiemblan. «Este… hombre, que no tiene fe en nuestro Salvador, bendijo una asamblea de cristianos. ¿Qué burla es esta de los sufrimientos de nuestro Señor?».
«Bendije la congregación como lo haría un rabí», responde David, sintiendo un viento frío a través de su pecho, «incluso el rabí que vos adoráis».
«¡Yo adoro al Hijo de Dios!», chilla maese Pornic, y rebota estrepitosa la voz en las tenebrosas alturas. Al ver la alarma en la faz del judío, la furia pasa, y el abad levanta una mano desvaída para pinzar el entrecejo. «Perdonadme». Se incorpora y trastabilla como si hubiera sido golpeado. «Esta es mi gente, mi rebaño». Mueve la mano apartando este pensamiento. Su rostro macerado posee la serena ferocidad de un águila. «El milagro del Grial —el milagro que ha transformado la baronesa de mujer retorcida, acibarada y añosa en la joven hermosa que gobierna Epynt hoy— ¿no despierta en vos la fe de que Jesús es ciertamente el Mesías?».
La boca de David se abre y cuelga, flácida, como una ratonera en el bosque de su barba.
«El rabí no conoció a la baronesa antes del milagro», repone Gianni por él.
«¿Y tú, hijo mío?».
Gianni sacude la cabeza.
«Era una mujer totalmente atea», recuerda maese Pornic con una voz más calma. «Fue la muerte de su padre, Bernard, el primer conde de Epynt, lo que pudrió su fe. Él mismo había sido un hombre religioso. Lo conocí bien… hace ya tantos años». El cansancio adelgaza su voz. «Hicimos juntos la peregrinación a San David. Amaba a los galeses, su fiereza y su música, y no tomó más tierra de ellos que la que requerían sus cosechas. “Son cristianos como nosotros”, decía. “Adoremos juntos”. Y construyó esta capilla tanto para sí como para ellos, aunque ellos dejaron de venir cuando él murió. El Señor se lo llevó con unas fiebres. Y su hija, nuestra baronesa, perdió la fe con él».
David se acaricia la barba y mira, triste, a Gianni Rieti.
«Sin duda, vos mantendríais la fe en vuestro Dios», inquiere maese Pornic, «si Él os asolase como hizo con Job».
David inclina la cabeza. «Hace once años, perdí toda mi familia en manos de las turbas de cruzados… mis dos hijos y sus familias…».
«Y así Dios prueba vuestra fe», afirma el abad.
«¿Es una prueba?», pregunta David mirando hacia arriba, fustigado. «No lo creo. Nosotros nos probamos a nosotros mismos porque sabemos del bien y el mal. Pero el Señor es bien y mal».
«No». Maese Pornic rechaza este pensamiento con ademán agitado. «Satán es el mal y Dios lo ha arrojado al abismo».
«Sin embargo, ¿quién creó a Satán?», pregunta David. «Y el abismo… ¿quién lo creó? Y la viruela y la sequía y toda forma de calamidad, ¿de dónde surgieron? Vienen de lo Alto».
«En absoluto», dice el abad. «Vienen de Satán para probar nuestras almas y apartarnos de la gracia de Dios».
David se encoge de hombros. «Tal es vuestra fe. La mía me dice que Jehovah es más de lo que podemos conocer. En la oscuridad, en el sufrimiento, en la debilidad humana… también aquí está Él. ¿Quiénes somos nosotros para pedirle cuentas? Y sin embargo, debemos pedírselas, pues esa es la fuerza que Él nos ha dado. Dudar y cuestionar, eso debemos. Y, cuando hemos alcanzado el límite de nuestro poder de cuestionar, seguimos siendo lo que somos. Pues nunca somos más de lo que somos. Nunca somos más que lo que Él ha hecho de nosotros».
Las delgadas cejas de maese Pornic ascienden y descienden lentas mientras medita en estas cosas.
«Yo vi el Grial», salta Gianni. «Vi a la baronesa, vieja y enferma, beber de él y ser transformada. Su carne ajada cayó, sus huesos torcidos se enderezaron y fue rejuvenecida. Lo vi con mis propios ojos».
«Pensad en esto», le dice maese Pornic a David. «Los milagros abren el camino hacia la fe».
«¿Creéis vos en este milagro?», le pregunta David.
Maese Pornic mueve su rostro doliente hacia la luz refractada de las vidrieras y mira a David con ojos de un rojo azote. «El camino se abrió para mí mucho tiempo atrás, Rabino. Yo hallé a Jesús en una brizna de hierba. Y ahora creo sólo en los milagros que ven mis ojos».
Guy Lanfranc se sienta a una mesa sencilla, una mera tabla sobre caballetes, en una cámara de bóveda claustral detrás del gran salón. Cuando era un muchacho, a menudo vino aquí para ver a su padre prepararse antes de sus algaras contra las tribus. Lo que recuerda mejor son los olores: el del vinagre que limpiaba la cota de malla, el sudor de caballo adherido al cuero amizclado de los guantes y botas, y el mejor de todos, el solemne aroma del aceite de linaza con que los pajes lubricaban las articulaciones de la armadura. Hasta este día no puede dejar de sentir una nostalgia tenaz, una excitación pueril, estremecedora, cada vez que huele su curtida fragancia.
Y en cuanto a la armadura de su padre, Guy la habría guardado en este lugar, si no hubiera dispuesto de ella Ailena, muy poco ceremoniosamente, el día en que aquel murió. Ahora, son sus propias grebas, yelmo, coraza, cota de malla y almete los que cuelgan en los tablones contra la pared, donde un día estuvieron los de su padre. Recordando cuántas veces en el pasado ha venido aquí a ceñirse estos arreos para sus innumerables correrías, siente una oleada de confianza nacida de su experiencia batalladora. No debe olvidar, se reprocha s sí mismo, que ha triunfado en demasiadas batallas para preocuparse por la amenaza de una mera mujer.
«¿Qué estás soñando?», inquiere Roger Billancourt entrando a grandes pasos en la cámara.
Guy sonríe pálidamente a su mentor. «Me estaba preguntando que habría hecho padre en mi lugar».
El maestro de guerra suelta una risa áspera por la nariz. «Para empezar, nunca habría dejado entrar en el castillo a la ramera».
«Eso fue un disparate, ¿no crees?».
«No tiene sentido dolerse de lo que no se puede cambiar». Roger se apoya en la pared junto a la ventana, frota su corta barba cerdosa y considera al barón. Tiene el acero de su padre, piensa, pero no el filo. Es lo bastante fuerte para resistir, de acuerdo, pero no lo bastante tajante para decisiones rápidas… ni agudo para trascender sus estados de ánimo. «No pongas esa cara tan melancólica. Tus caballeros estarán aquí en un instante. Deben verte en actitud de mando, o los perderás a manos de la Imitadora».
«Es una impostora, ¿verdad, Roger?».
Roger abate la quijada. «¿Aún lo dudas?».
Guy se pinza el labio inferior, luego alza las manos. «En su dormitorio, cuando me enfrenté a ella, habló de mi infancia y de Anne Gilford…».
«Tu madre la inspiró», dice Roger con terminante certeza. «Estoy seguro de que esto lo ha organizado la vieja tarasca. Huele a sus ardides».
«Sí… tiene que ser así. Pero, en resumidas cuentas, la creí… creí que era verdaderamente madre». Se ríe de sí mismo y mira con cariño las paredes alrededor, donde cuelgan escudos y lanzas cruzadas. «Durante los diez años que siguieron a la muerte de padre, vine aquí cada día y contemplé estas armas imaginando la venganza que de madre obtendría cuando creciese. No fui consciente de lo fuerte que ella era entonces… no pensé que tendría que esperar hasta verla vieja y débil para que sus caballeros se reunieran en torno a mí y yo pudiese derrocarla. Pensé que podría, sencillamente, cortarle la cabeza y acabar de una vez, ni más ni menos».
«Aquellos fueron años largos», coincide Roger. «Si yo no le hubiese resultado útil ayudándola a defender la Marca contra otros señores de esta frontera sin ley, habría sido ella quien cortase mi cabeza… qué duda cabe». Se endereza. «Tus hombres están llegando. Muestra ánimo». Los caballeros William, Harold y Denis entran y saludan a Guy con un gesto de cabeza; luego a Roger. El barón se yergue; su rostro se afirma en el gesto de una serpiente, en su sonrisa implacable y sin dicha. «¿Quién es esta perra que Ailena ha enviado a hostigarme, esta perra que pretende ser mi madre? ¿Quién es esta perra a la que habéis rendido homenaje? ¡Responded!».
Pasea su mirada de ojos como hendijas entre sus caballeros, inclinándose hacia delante, los brazos tensos, tiesos, los puños apretados contra la tabla que ha soportado las banderas del estrado.
Roger Billancourt está tras él, las manos en la cintura, su cabeza gris y cuadrada engallada y beligerante.
William Morcar se mesa el matoso bigote, el codo sobre una mano, el brazo a través del pecho, inclinándose hacia atrás sobre una pata de la silla, mirando la estrecha ventana. Harold Almquist se apoya en la puerta, su calva cabeza abatida, estudiando la punta de su bota. Sólo Denis Hezetre enfrenta la mirada dura de Guy desde su asiento en el otro extremo de la tabla, con sus manos cuadradas posadas planas ante él. «¿Y qué, si en verdad fuera tu madre? ¿Qué, si Dios ha obrado un milagro en ella?».
«Entonces su lugar es un convento», responde Guy tajante.
«Su padre, Bernard, tu abuelo, labró este dominio a partir de tierra salvaje», le recuerda Denis. «Durante treinta años gobernó por sí sola desde este castillo, antes de que la despachásemos a su peregrinación. Tiene derecho de sangre, Guy… y es bien capaz».
Guy contempla a Roger Billancourt con la boca abierta, incrédulo, preguntándose qué anda mal con su amigo, y el viejo maestro de armas dirige a Denis una mueca de reproche.
Cuando Guy vuelve a encarar a Denis, su mirada es burlona. «¿Así que la crees? ¿Crees que esta gatita es mi madre?».
«¿Qué otra podría ser?», sostiene Denis.
«Hubo testigos del milagro», murmura Harold.
«Sólo dos sobrevivieron al viaje hasta aquí», dice Guy, «uno con un enano a su sombra y el otro un traidor musulmán».
«El mismo papa autorizó…», ofrece Harold tentativamente.
«¡Bah!», le corta Guy. «¿Estaba él allí, quizás? Yo digo que fue comprado».
«Por las barbas de Dios, Guy», protesta Denis, «la vieja sirvienta Dwn la reconoce».
«¡Por las pelotas de Dios! Lo que la tarasca reconoce es una oportunidad de servirse a sí misma y a su gente. Ya oíste a la impostora. ¡Quiere dar nuestro territorio a los galeses!».
«Pero eso es ni más ni menos lo que haría Ailena Valaise», protesta Denis. «Creció con un gran amor por ellos, heredado de su padre, ¿no es así?».
«Denis…». Guy mira implorante a su amigo. «¿Estás conmigo?».
«Si tú estás con la razón, yo estoy contigo. Ha sido siempre así. Pero, en verdad, no veo que tengas ninguna razón en todo esto. ¡Dios ha obrado un milagro! ¿Puedes estar tan falto de fe como para negar a tu propia madre? ¡Dios Todopoderoso nos la ha devuelto para su mayor gloria!».
Guy bufa airado pero, aunque lanza al resto miradas centelleantes, experimenta un escrúpulo de incertidumbre. «¿Con quién estáis los demás? ¿Conmigo o con la Imitadora?».
«El punto es controvertido», se aventura William Morcar. «En su momento apoyamos al conde Juan. Ahora Ricardo es de nuevo rey. A menos que satisfagamos la multa por nuestros servicios a Juan, este dominio pasará a los hombres del monarca».
«Así es…». Roger habla por primera vez y mira de soslayo, astutamente, a los caballeros.
«Pero la multa no hay que pagarla hasta Santa Margarita. Tenemos todavía un mes. Si la impostora puede ser desacreditada rápidamente, habrá tiempo aún de aplastar a Neufmarché y coger la plata con que pagar al rey».
«Las tropas de Hereford se han ido», establece Harold. «El cerco está alzado. No romperemos esa nuez esta estación».
«Entonces debemos ser raudos», insiste Roger. «Debemos despachar a esta gata artera cuanto antes».
«¿Y si no es una impostora?», pregunta Denis. «¿Si es verdaderamente la madre de Guy, la mismísima baronesa Ailena Valaise?».
«Que decida Dios, pues», dice Roger poniéndose al lado de Guy. «Hay un torneo anunciado para celebrar nuestra victoria sobre Neufmarché. Este torneo se celebrará, en cambio, en honor de la baronesa y con motivo de su retorno. Anunciemos una assise de bataille y desafiemos la autoridad de la impostora en el campo de las armas. Yo venceré al sacerdote guerrero italiano y que Guy se las vea con el sueco. Acabaremos con este fraude enseguida».
Denis se opone sacudiendo la cabeza. «Semejante assise no puede otorgar derecho de gobierno, si la carta de privilegio viene validada por el papa y el rey».
«Ambos pergaminos son cuestionables», responde Guy rápidamente. «Por lo menos esto quedó claro en la asamblea. Si vencemos a sus caballeros, los gremiales me aceptarán como barón. Han invertido mucho en el asedio para abandonarme ahora».
«Y no necesitamos saquear Neufmarché», añade Roger. «Puede que la mera amenaza sea suficiente para inspirarle a pagar la multa por nosotros».
Guy asiente, satisfecho. Observa a Denis. «¿No te alzarás contra mí en ese torneo?».
«No. He rendido homenaje a la baronesa y la defenderé de cualquier amenaza con mi vida. Pero no seré su campeón en juegos que el papa ha declarado ilegales». Denis se incorpora y se inclina sobre la tabla. «El torneo no tiene autoridad en la corte del rey. Es sólo un juego, Guy, un simulacro de batalla».
La fina sonrisa de Guy se estira recta hacia atrás, una mueca de víbora. «Un simulacro de batalla para derrocar a un simulacro de baronesa».
«Te oí decir poco», le espeta Roger Billancourt a William Morcar. Se hallan en una antecámara estrecha y sin ventanas donde los tapices reposan enrollados en estantes de madera.
Reluctante, William ha permitido que el hombre lo traiga aquí, sabiendo que el guerrero patizambo y de barbas de hierro lo requiere para una labor diabólica. Tiene miedo del viejo guerrero, pues en batalla ha sacrificado a menudo hombres para ganar pequeñas victorias. Y a William le asustan los sacrificios que el maestro de armas pueda pedir ahora que Ailena ha retornado para amenazarle.
«Guy no necesita de mí palabras vacías».
Roger posa su fuerte puño de nudillos cuadrados en el pecho de William. «Tu corazón es un águila, William. Grita sólo cuando está hambriento».
«¿Qué diablura hay en el tuyo, Roger?».
«¿Diablura?». Roger agita su ajada cabeza. «Ninguna. Sólo lealtad hacia nuestro barón, que es el tío de tu mujer Hellene, así como el tío abuelo y protector de tu hijo Thierry».
«Roger, no me atosigues con lealtades que conozco muy bien y que he probado una y otra vez en el campo de batalla».
«¿Entonces por qué has rendido homenaje a la gata? ¿Qué sortilegio te ganó para sus filas?».
«Sortilegio… ninguno. La propia mano de Dios, que nos la ha devuelto».
«¿La mano de Dios… o la del Diablo?».
«Sólo los sacerdotes ven la diferencia».
El aire se oscurece con la sonrisa del maestro de armas, y William se arrepiente de hablarle con ira. «Por Dios o por el Diablo, la gata se sienta en el sitial del estado y tú le has jurado fidelidad. Esto no puede cambiarse. Así que… ¿qué haremos con tu hijo Thierry?».
La ira de William se hincha otra vez. «No quiero el nombre de mi hijo en tu boca».
Roger acerca más su rostro. Un ojo es más grande que el otro: el del lado de la cabeza donde, años antes, en servicio del padre de Guy, una maza le golpeó el cráneo. Su mirada descompensada posee una demente intensidad. «Thierry», dice en voz burlona y aflautada.
«Thierry iba a heredar el reino cuando su tío abuelo retornase a Dios o el Diablo. Pero ahora…».
Mueve sus labios con cruel deliberación. «¿No lo entiendes? Thierry no heredará nada. La gata es apenas mayor que él y le sobrevivirá a él y a sus vástagos porque es la gata del Diablo».
«Entonces, tal es la voluntad de Dios o del Diablo», murmura William lacónico. «¿Quieres que tu hijo viva sin tierras, que vague de aquí para allá como Gilbert y yo lo hicimos, luchando para cualquiera que nos diera una comida? ¿Quieres que se case con la sobrina de cualquier legado, como tú, y que tenga sobre sí el techo de otro y la ley de otro a quien servir? ¡Piensa, hombre! ¡Él podría ser su propia ley en su propio castillo! Dios o el Diablo se lo han dado. ¡El mismo Dios-Diablo que cercenó la virilidad de Guy se la ha dado a él!».
«Es a Thomas a quien corresponde ser cabeza del linaje», dice William débilmente.
«¿El hijo de Clare?», sisea Roger a través de sus dientes pardos. «Thomas es un Chalandon y, como su padre Gerald, es una flor, todo delicadeza y fragancia. Su lugar esta justamente en la abadía, estudiando los viejos textos para que pueda ser un cura y hacer sus estúpidas distinciones entre las obras de Dios y las del Diablo. Su sitio en este mundo lo ha abandonado ya. El sitial de estado pertenece a Thierry. El Dios-Diablo se lo ha dado a él».
«Pero, Roger, hace falta que te lo recuerde… Thierry ha rendido ya homenaje a la baronesa».
«Sólo con el consentimiento de Guy. Guy ama a Thierry como a su propio hijo; sin duda alcanzas a ver que ha estado entrenándole para gobernar desde que era un niño. Yo sé que no le negaría nada. Por eso le consintió servir a la Imitadora. ¿Por qué permitir que el exilio lo afecte a él también? Si nosotros fallamos, al menos que él no sufra».
William se mesa reflexivamente el bigote. Aunque aborrece la crueldad del maestro de armas en la lid, no puede negar la verdad de lo que dice. Dios o el Diablo han dado a algunos hombres el poder de alzarse de sus miserias y labrar sus vidas. Él aprendió esto pronto, como hijo de un mercenario; su padre había muerto en batalla y el hijo carecía de las oportunidades dadas por Dios. Si no hubiera sido por Hellene, William habría vivido una vida sin norte. «¿Qué es lo que hay que hacer?», pregunta cansinamente.
Roger retrocede y se frota el erizado mentón. «Dos cosas. Y Guy no ha de saber nada de ellas, pues estos son actos que hacemos para él, no por él». Espera a recibir el gesto garante de William. «Primero, una alianza con Branden Neufmarché».
«¿Alianza? Hace dos días estábamos dispuestos a saquear su castillo». «Pero hoy la Imitadora ocupa el sitial de estado. Ya la oíste rendir nuestros territorios periféricos y sus fortificaciones a los bárbaros. Eso supone un peligro para todos los barones de la Marca, incluido Branden Neufmarché». El rostro cicatrizado de Roger se frunce en una mueca unilateral. «El viejo guerrero Howel Rhiwlas y el loco de su hijo Erec el Bravo han estado trabando nuevas alianzas entre las tribus. Los galeses son desmañados pero fieros y, con todos ellos bandeando juntos de este modo, cualquier señor de la Marca estará lógicamente alarmado. Branden se aliará con nosotros pensando en proteger sus intereses. Incluso le prometeremos algunos de los territorios que podamos recuperar, para azuzarlo con la codicia tanto como con el miedo. A cambio, tendremos la ventaja de sus tropas, en caso de que debamos marchar contra la Imitadora o cualquiera en este castillo que trate de defenderla».
«¿Atacar nuestro propio castillo y a nuestros caballeros?», susurra William con horror.
«Sí, debemos estar preparados para esa eventualidad. Pero si hacemos bien la segunda de las cosas que hay que hacer, no necesitaremos la primera».
«Asesinato», dice, sombrío, William. «Si la asesinamos, no necesitaremos a los hombres de Branden para luchar contra los nuestros».
Roger permite a la más imperceptible de las sonrisas rozar sus labios agrietados. «Al principio era la palabra, ¿eh? Al comienzo de cada empresa, debemos elegir cuidadosamente el nombre que le aplicaremos. Asesinato es una palabra nefanda, William. Escoge otra vez».
William baja la cabeza. «Accidente, entonces».
Roger sonríe y oprime con el puño el pecho de William. «El águila grita en tu pecho ahora, amigo mío. Los accidentes son cosas de Dios; las conspiraciones, del Diablo. A Dios o el Diablo se les atribuye el mérito de haber traído aquí a la gata… que se lleven también la culpa por lo que pueda pasarle».
Las mujeres están sentadas en bancos de piedra en el jardín del palais mientras las muchachas, Joyce y Gilberta, juguetean en la pérgola de rosas y las niñas, Blythe y Effie, retozan entre las dedaleras, compartiendo pastas. Raquel alza la mirada más allá del resplandor de las hojas y de los muros del castillo, a las nubes azules en el silencio alto. Ser otro es al mismo tiempo más fácil y más difícil de lo que había imaginado. Los momentos de bienestar son fáciles: disfrutar los capullos de las rosas bajo esas masas montañosas de nubes le resulta natural. Pero fingir que se preocupa de estos extraños es difícil. Atender a las voces bulliciosas de las mujeres y responderles del modo que ellas esperan requiere todo su entrenamiento.
«Madre», la reclama insistentemente Clare. «¿Tendremos corte, como cuando yo tenía la edad de Madelon?».
Raquel desprende su mirada de la masa de nubes y encara a Madelon, la hija quinceañera de Hellene. Magra como un muchacho, de pelo rizado y blondo, con pestañas rosadas y un pequeño lunar vivaz bajo su labio inferior, es la gemela de Thierry; pero, de algún modo, le faltan las oscuras facciones y la adusta complexión del chico.
«Grandmère me ha hablado de la corte», dice Madelon con un hálito petulante de voz, «pero el tío la prohibió».
«La corte de amor…». Raquel siente un cálido hormigueo a ambos lados del cuello, al esforzarse en recordar las explícitas instrucciones de la baronesa sobre la naturaleza y los fines del beau ideal.
«¡Grandmère, te estás poniendo colorada!», exclama Leora, y todas las mujeres ríen.
«Soy demasiado vieja para dirigir la corte», protesta mansamente Raquel y mira de soslayo a Dwn buscando apoyo, pero la vieja sirvienta le sonríe alevosa.
«Al revés, madre, eres demasiado joven para no hacerlo». Clare lidera a las demás en otro estallido de risa. «Ahora, dinos, ¿volverás a amar otra vez?».
Raquel mira sus manos, los blancos nudillos de sus puños cerrados. ¿Qué respondería la baronesa? «Para amar al estilo cortés, una mujer debe gobernar».
«Hay caballeros, incluso aquí en la Marca, que caerían de hinojos para ser gobernados por ti», dice Clare.
«Pero para gobernar adecuadamente», añade rápida Raquel, «uno debe servir. Debo hallar un hombre lo bastante sabio y gentil como para merecer que se le sirva, antes de esperar gobernarlo con mi amor».
«Tendrás que buscar a fondo en la Marca, para encontrar tan extraña criatura», cloquea Dwn.
«Tengamos corte otra vez, madre», presiona Clare. «Dwn tiene razón. Desde que partiste ha habido sólo justas y caza, dados y halcones, aburrimiento sólo y pelea de gallos, charlas de establo y planes de guerra». El resto de las mujeres la apoyan suplicantes y Raquel las silencia con un gesto de asentimiento. «Tendremos corte de amor… pero sólo si hay suficientes hombres para atenderla. Además de tu Gerald, Clare, ¿quién entre esta canalla de soldados sabría cómo conducirse en la corte?».
«Tu caballero italiano sabría», dice Leora, y enreda un dedo sugerente entre sus rojos rizos. Apunta sus ojos hacia el arco de la puerta del gran salón, por donde Gianni Rieti pasa ahora en su camino a la capilla. «Llámalo, grandmère. Veamos si requiere instrucción».
Hellene encuentra la coquetería de su hermana Leora trivial más allá de todo lo soportable y sus palabras sobre el amor cortés, pura tontería. Su William le reprocharía estar aquí sentada sin mostrar objeción, pero las formalidades son vitales para Hellene y, mientras la baronesa consienta tales costumbres, ella también las asumirá. Pero incluir en esto a un padre de la Iglesia es un sinsentido; a ello, objeta: «Es un sacerdote».
«Un sacerdote-caballero», replica Leora, «y más galante de lo que un sacerdote debería serlo».
Aliviada de que el centro de atención se desvíe de ella, Raquel hace una señal a Falan, que está sentado cerca de allí, bajo un arce rojo, con el sable en su regazo.
Gianni Rieti es sorprendido por la mano de Falan, admonitoria sobre su hombro. Ha estado inmerso en sus pensamientos, contemplando sus responsabilidades hacia la Iglesia y hacia Dios. Después de presenciar el milagro de la transformación de la baronesa por el Santo Grial, el poder de Dios le había parecido evidente y servirle, un sendero recto. Él seguiría y obedecería a la baronesa, objeto del milagroso amor de Dios. Pero ahora el macerado y místico abad, tan descontento con la devoción de la baronesa en la fe ancestral de Cristo, le ha perturbado. Tiene que reflexionar a fondo este tema, y no le gusta pensar en tan superbas cuestiones.
Cuando Raquel se lo presenta a Clare, a sus hijas Hellene y Leora, y a las hijas de estas, la adolescente Madelon y las niñas Joyce, Gilberta, Blythe y la pequeña Effie, él saluda cordialmente a cada una, pero es en Madelon donde su vista se demora. No puede evitar observar, casi a pesar de sí mismo, la curva elegante de su cuello, la marca gitana bajo su boca peligrosa, la caída solemne de sus ojos pálidos, que hace su belleza enigmática.
Cuando su atención resulta abruptamente apartada de Madelon al preguntarle Clare si sabe algo de las cortes de amor, él declara su ignorancia. Recuerda haber oído hablar de ciertas frivolidades que acontecían en la corte de Poitiers, donde las mujeres se proclamaban reinas de los hombres. Apenas puede creer que un juego tan trivial haya penetrado hasta estas profundidades de las tierras salvajes.
Clare explica, «Empezó hace treinta años, padre Rieti, más o menos por las fechas en que me casé con Gerald. Fue él quien trajo consigo la idea del Limousin».
«¿Recuerdas cómo escandalizó a los viejos caballeros?», pregunta Raquel oyendo la risa de la baronesa cuando le habló por primera vez de este anécdota, «especialmente cuando les dijo que la caballería había empezado aquí en Gales cientos de años atrás, en la corte del Rey Arturo, en Caerleon junto al Usk. Después de esto, aquellos caballeros con tufo de establos se tiraron de cabeza a las bañeras para purgar los olores de las jaurías y los caminos».
Clare estalla en estridentes carcajadas. Luego, para mostrar al canonje su finura, añade,
«La caballería fue concebida en realidad por la condesa de Champagne, llamada María, la hija mayor de Luis Capeto y Leonor de Aquitania. Tenía un clérigo llamado André el Capellán, y lo puso a traducir Arte de Amar y Remedio de Amor, de Ovidio. ¿Conocéis estas obras, padre?».
«Por supuesto, milady. Ars Amatoria y Remedia Amoris ironizan sobre los ilícitos amoríos romanos fingiendo tomárselos en serio». «Un fingimiento, cierto», continúa Raquel. «Un fingimiento al que André le dio la vuelta. En su Libro de Amor, el hombre no es señor, no emplea su arte para seducir las mujeres a su placer; por el contrario, el hombre es la propiedad, el mero objeto de la mujer».
«¿Y las cortes de amor?», inquiere Gianni, sintiendo los ojos de Madelon sobre él y osando dirigirle una blanca sonrisa.
«Una asamblea de hombres donde las mujeres gobiernan», responde Raquel. «En las cortes de amor, las mujeres ponen las reglas, las reglas de la caballería».
«¿Asistiréis a nuestra corte de amor?», pregunta Madelon audaz, sintiendo su corazón aletear ligero cuando la mirada oscura, llana de Gianni se entretiene en ella.
«Sí…», responde y vuelve sus ojos hermosos hacia Raquel. «Pero sólo si la baronesa define el amor para mí».
El desafío hace a Raquel inclinar hacia atrás la cabeza, y contempla graves nubes encimando el cielo. La respuesta llega fácilmente, pues a la baronesa le encantaba reírse del amor: «El amor mortal, querido caballero, es como lamer miel de las espinas».
Denis Hezetre flota como un panel broncíneo de luz solar en el vano oscuro del arco del gran salón, a la orilla del jardín. Tras cautivar el ojo de Raquel, se inclina y la invita con una señal a apartarse del resto atolondrado de mujeres. Raquel pide excusas. Clare se levanta también y envía sus hijas a sus tareas: la puntillosa Hellene a supervisar la labor de los sirvientes y la pecosa Leora a dirigir las lecciones cotidianas de los niños. Clare misma visitará las cocinas, probará la comida del día y ablandará al indignado personal, cuyos talentos se han visto limitados por las restricciones dietéticas de la baronesa.
Gianni Rieti se inclina cuando las mujeres se dispersan y parte en busca de su enano y compañero Ummu. El pequeño hombre, con su falta de respeto por todas las religiones, se deleitará escuchando la confrontación entre el abad y el rabino, piensa Rieti sonriendo para sí mismo. Ninguno de esos dos santos varones presenció el milagro del Grial y por eso dudan ambos de su veracidad. Pero Ummu estaba al lado de Gianni cuando apareció el Sagrado Cáliz; vio la anciana moribunda transformada en una doncella núbil… y, sin embargo, su desprecio de todo lo espiritual le hizo dudar de sus propios ojos. Qué portento es ese enano, se sonríe Gianni a sí mismo, divertido y complacido por la compañía de alguien tan monstruosamente devoto de la tierra.
«Padre».
Gianni mira sobre su hombro y ve a Madelon de pie bajo un emparrado de flores azucaríes, un dedo de sol en sus rizos dorados. Ha olvidado a propósito una cinta de pelo en el banco de piedra, para poder volver apresuradamente allí sin despertar las sospechas de su madre.
Mirándole sin pudor, con una mezcla de desafío y malicia, Madelon dice, en una exhalación, «Encontradme en el jardín exterior junto a los sauces, después de la bendición del agua, para que podamos hablar sin impedimento». Luego, con una risilla traviesa y sofocada, se da la vuelta y desaparece.
Gianni parpadea. Se ha enterado hace poco por maese Pornic de que los villanos se reúnen tradicionalmente en la capilla este día del mes para la misa del mediodía y la consagración del agua, ceremonias que él se ve obligado a celebrar ahora que la baronesa ha apartado al abad de los servicios del castillo. Gianni pasa ambas manos a través de su oscura melena, aturdido, sabiendo bien lo que quiere la niña mujer. Esta misa, su primera en el castillo, que había de ser simple y pura y en la cual había de realizar el sacramento de la Eucaristía con la intachable pureza y sinceridad anímicas que la ocasión merece, adquiere ahora resonancias más profundas: comprende que sus plegarias serán tanto por su propia alma como por las ánimas de su nuevo rebaño.
Denis Hezetre lleva a Raquel al gran salón, a un rincón apartado de los sirvientes, que están levantando los bancos caídos y recogiendo los junquillos y la menta aplastados. Falan vigila desde la puerta mientras ambos se sientan frente a frente, en la argéntea fluorescencia oblonga que cae de una alta ventana. Por un momento, al contemplar a esta joven mujer de fría piel de luna, a quien recuerda sólo como anciana carne marchita, moteada de vasos sanguíneos rotos, a Denis le falta el aire.
«Vuestro hijo planea derrocaros, milady».
Ella le observa con ojos ambiguos, vibrantes de miedo e interrogación. Nunca ha visto él semejante mirada en los ojos de la vieja baronesa, que eran siempre soturnos, pero astutos y maliciosos. «Así lo esperaba. ¿Conoces su estrategia?».
«Una assise de bataille».
«Eso es ilegal».
Un destello de asombro turba su rostro blondo. «No necesito recordaros que a Guy nunca le ha importado de ley, sino sólo el poder».
«Pero obedecerá esta ley. No aceptaré semejante assise. ¿Por qué debería arriesgar lo que ya es mío?».
«Él desafiará a vuestros caballeros en el torneo que tendrá lugar en vuestro honor».
«Entonces se cancelará el torneo. El papa no los ve con buenos ojos, en cualquier caso. Si a los hombres les sobra ferocidad batalladora, que no la derrochen en justas cuando hay sarracenos aún que desafiar en Tierra Santa».
«Este torneo se anunció ya llegada la primavera en toda la Marca, milady. Hay barones de camino hacia aquí. Pero, más importante aún, hay que tener en cuenta a los gremiales, muchos de los cuales invirtieron fuertemente en el cerco que habéis desconvocado. No están complacidos y ven el torneo como una forma alternativa de recuperar sus pérdidas. Si se lo negáis, vuestra posición será todavía más insegura».
Con una sonrisa lacrimal, Raquel dice dubitativa, «Me atrevería a decir, Denis, que en otros tiempos no tenías que pensar todas estas cosas por mí. Desde Tierra Santa, he perdido la cabeza para la estrategia».
Denis la contempla curioso; el candor de la mujer resulta inesperado. «La estrategia es lo único que os hará conservar el sitial de estado mientras vuestro hijo sea un enemigo», dice él, gentilmente.
«Hay algo además de la estrategia que puede ayudarme, algo mejor aún, amable Denis: la fe. Conocí bien su poder en Jerusalén».
Denis inclina la cabeza. «Habéis sido glorificada por Dios. Él defenderá vuestro derecho a gobernar».
Raquel asiente con la cabeza, ausente. El tiempo es mi única defensa. El tiempo que exija reivindicar el tesoro que he ganado y huir de este nido de víboras.
«Habéis cambiado más de lo que yo podría decir, milady. De verdad, no sois la misma baronesa que rigió este dominio durante treinta años. La gentileza que reconozco ahora en vos mal le sirve a un señor de la frontera. Aunque creo que Dios está con vos, yo… yo temo por vos».
Los ojos de Raquel se agudizan. «Entonces, quizás debería retornar a Tierra Santa y dejar este dominio a su sucesor natural», replica ansiosamente. «Dile esto a Guy, así dormirá mejor».
«Los inocentes son locos, cobardes los sabios… así cantan los viejos bardos galeses». Raquel sonríe. «Una loca si me quedo, una cobarde si me voy. Si piensas tan mal de mí, ¿por qué besaste mi anillo?».
Denis contempla de cerca la mujer de dulces labios cuyos oscuros ojos claros parecen tan turbados como los de una vidente. ¿Tiene Guy razón?, se pregunta. ¿Es esta mujer su madre en verdad? ¿O es que tanto la ha transformado el Grial que se ha convertido en impostora incluso para sí misma? «Devoción es todo lo que he conocido, milady». «Cierto, tu devoción hacia Guy es famosa, incluso cuando de muchachos él abusaba de ti. Porque tu padrastro era mi maestro de armas Guy lo odiaba… odiaba a todos los hombres próximos a mí tras la muerte de Gilbert. Era un muchacho corrompido y belicoso, mi hijo, y todavía lo es. Yo vi entonces que no podría resistir el impulso de golpearte porque esa era, simplemente, la única manera en que podía herir a tu padre. Sin embargo, me parece recordar que, cuando se fue a Irlanda en busca de aventura, en su decimoséptimo verano, tú te fuiste con él. Esa devoción… ¿nunca se ha cansado?».
La repentina mención de aquel verano toma a Denis por sorpresa. «Nunca», tartamudea.
«Todavía soy el amigo de Guy. Lo seré siempre».
«¿Y no ha habido todavía una mujer que conquistase tu devoción?».
«Vos, milady».
Raquel se inclina hacia atrás, sola de pronto en sus hombros y codos, en las articulaciones de sus dedos y rodillas, sola y sin el dolor que debiera haber allí. Únicamente la vieja baronesa tiene derecho a esta lealtad y, de pronto, Raquel se siente falsa. Recuerda a Ailena diciéndole, «El arquero, Denis Hezetre, con su rostro infantil… mi hijo hizo algo más que golpearlo cuando eran muchachos, abusó de él como de una aldeana y descargó en él su lascivia. Los encontré una vez en un pajar detrás de los establos. Guy nunca pareció más pérfido que mientras tenía al pobre chico debajo. Pero Denis, el pobre loco, creía que era amor y lo ha amado siempre desde entonces… aunque la verga que lo domó fue cercenada en Irlanda».
«Me declaro indigna, Denis», confiesa Raquel. «Tienes razón… ya no soy la mujer que fui una vez. No podré volver a serlo jamás. Tu devoción hacia mí te pondrá en peligrosos aprietos con Guy. Ten precaución».
El espacio entre los ojos de Denis, brillante como polen, se crispa. «Yo… yo quiero deciros que sé que vuestro hijo no me ha querido nunca como yo le amo». Pausa, muerde su labio superior; Raquel, viendo su aflicción, desearía que no dijera nada más. «Como hombre joven, tuve locas esperanzas, aparentes gozos que eran ilusiones. Desde Irlanda, hace ya de eso una vida, mi corazón ha estado seco». Su vista cae sobre sus manos unidas. «Tras aquella pérdida, desapareció toda esperanza de ganar su amor como yo lo quería. Sólo ahora, con vuestro retorno… al veros tan maravillosamente cambiada por la mano de Dios…». La mira resplandeciente. «Sólo ahora he sentido verdadero gozo. Porque ahora sé que hay algo intemporal en nosotros. Algo que es merecedor de homenaje. Aun si no sois ni la mitad de soberana que fuisteis, mirándoos sé que esta devoción me devolverá el amor de algún modo».
«Era tan sincero, abuelo», dice Raquel con una voz vacilante. Está sentada en un faldistorio junto a la tronera de la habitación de David. «Tuve que morderme la lengua para no vomitar toda la verdad».
David mira a Raquel, su rostro barbado pintado de pronto por el asombro y un miedo creciente. «Tu corazón ha de ser una muralla, Raquel. No debes sentir piedad por ellos. O estamos perdidos».
Raquel se lleva la mano al rostro y llora. «Ven en mí la mano de Dios. Abuelo, ¿estoy blasfemando contra el Señor?».
«No, mi niña. En todo caso, estás exaltándolo a los ojos de estos politeístas. Ahora su fe despierta». David se le acerca y acaricia reconfortante su pelo. «Y pronto estaremos lejos de aquí, nieta. Mañana recuperaremos las joyas, que son nuestro justo sueldo por el largo servicio a la baronesa, y partiremos. Volveremos a Kfar Hananya y viviremos como el Señor quiere que lo hagamos. Nunca retornaremos. Y la gente de este lugar se quedará maravillada por un milagro que creerá de Dios».
Gianni Rieti deja con los villanos la capilla y camina con ellos a través de la puerta exterior del castillo y de la calle de acceso hasta el puente. Están contentos con él, porque la ingenuidad con la que celebró la misa dio al aire que lo envolvía un resplandor de santidad. En el puente, bendice a los últimos de ellos, que oprimen sus frascos de arcilla con el agua bendita contra sus pechos y parten cantando un himno de júbilo.
Más allá de la calle de acceso están los extensos jardines y vergeles donde Ummu ya lo espera. El enano lo saluda desde los barbados avellanos. Durante la misa, Gianni se ha convencido de que volverá al castillo inmediatamente. Pero ahora, el recuerdo de la esbelta, blonda niña con su lunar gitano bajo el labio lo llama tentador a los árboles.
«¿Es ese que veo un paso vacilante?», se mofa Ummu. «¿O es sólo que vuestro lastre de semilla ahorrada os hace más lento el caminar?».
«La castidad es el compromiso que he asumido, protervo enano». Por más que lo reprenda, está contento de ver a su enano, pues el pequeño hombre a menudo le proporciona buen consejo, aunque su ingenio es sarcástico.
«¿Cuánto tiempo hace que sois casto ahora, padre? Cerca de diez meses, diría. Sin duda incluso los ángeles están asombrados. Ah, pero vuestros sueños deben de ser ciertamente pecaminosos. Tan perversos que no alcanzo a vislumbrarlo. Magníficos rivales de vuestras proezas».
«Tristemente verdad, muñón. Me despierto afiebrado cada noche, excitado como un colegial. Pero he vivido como maese Pornic me instruyó. Guardo la lascivia dentro de mí, aunque quema, Ummu, quema como un fuego desbocado».
«¡Un auténtico San Antonio! Pero no es un sueño lo que os aguarda entre los sauces».
«¿La has visto?». «Mientras vos transformabais agua clara en agua clara, he estado observándola, así es. Camina arriba y abajo, incansable… y sola. Su caballo está atado a la sombra de un árbol, no lejos de ella pero tampoco a la vista, donde su criada de confianza mantiene vigilante el ojo. Sin duda a causa de la madre de la joven casquivana… Hellene, cuyo nombre es pura ironía con ese ojo pétreo como Medusa».
«No tendría ninguna razón para preocuparse, si supiera lo que ocurre», dice Gianni. «Sólo pretendo hablar con la muchacha».
«Hablad todo lo que queráis, padre. Estoy seguro de que las respuestas de la lady os complacerán más de lo que pensáis».
A través de los avellanos, Gianni divisa el hirsuto saucedal. «Trata de estar tanto tiempo vigilando por mí como vigilándome a mí, por favor», suplica.
«Así lo haré… si vos, cuando menos, prometéis hacer algo digno de ser espiado. He estado muy aburrido estos últimos diez meses».
«¿Dónde está Ta-Toh?».
«En los cerezos, sospecho».
«Mantenlo cerca. No quiero que asuste a la muchacha o los caballos».
Gianni Rieti sacude las arrugas de su túnica negra y avanza hacia los sauces. Madelon se tensa cuando lo ve aparecer, pero su serena sonrisa y flagrante reverencia la tranquilizan.
«Me llamasteis aquí, dulce señora, y estoy contento de acudir».
«Me honráis, padre. No estaba segura de ser digna de vuestra atención».
«Vuestro encanto es digno de mucho más que lo que yo puedo ofreceros». En la luz moteada, partes de él brillan más vívidamente: la limpia línea de su mandíbula con su barba finamente recortada, los suaves bucles de su pelo endrino, la fulgurante energía compacta en su ojo. «Os lo ruego, no me llaméis padre. No vine aquí como sacerdote».
Ella contempla su afilado acero, el arma de empuñadura de ónice que ha portado en cada misa celebrada desde que realizó sus votos para liberar el Santo Sepulcro. «¿Estáis aquí como caballero, entonces?».
Gianni mira hacia abajo, a sus botas, avergonzado. «Estoy aquí como lo que soy».
Madelon se acerca más a él y posa una mano en la cruz escarlata sobre su corazón.
«¿Pasearéis conmigo y me hablaréis de vos y de las maravillosas tierras por las que habéis viajado?».
Gianni separa las cortinas del sauce y ascienden la ladera encespada de una colina hacia unos olmos venerables, hablando de las Cruzadas, que empezaron cuando estos árboles eran meros pimpollos, hace más de un siglo. Más allá de los olmos, parterres de flores adornan los campos entre los árboles frutales, y los campesinos se encorvan aquí y allá entre extensiones de lirios, caléndulas, amapolas, narcisos y flores de acanto.
Madelon inquiere cómo un hombre tan sorprendente llegó a ser sacerdote y él le cuenta la historia de su huérfana infancia entre los frailes, demorándose particularmente en los pecadillos que le obligaron a ordenarse. Si conoce la verdad de mi persona, de mi lascivia, se protegerá de mí, razona, y mis votos no se romperán. Describe sus amoríos con descarnado detalle, interpretando como repulsa la pálida expresión de la muchacha y sus ojos bien abiertos.
Simón el Corcovado, el jorobado jardinero, ignora a la pareja cuando pasa cerca de él y se aplica, asiduo, a sus injertos, maridando pera y ciruela, membrillo y melocotón, levantando la vista sólo una vez cuando un diablejo malcarado en ropas de escudero se escabulle entre los árboles seguido por un mono que viste de forma llamativa.
En un herbazal exuberante de lechuga, brezos y hierbabuena, Gianni completa su sórdida historia con un minucioso recuento de sus correrías en Jerusalén. Una vez acabado, se inclina ante la boquiabierta doncella y se da la vuelta para alejarse, orgulloso y reconciliado.
Pero Madelon no está tan alarmada como sorprendida; aquí, en su propio castillo, entre los toscos guerreros y rudos pajes que prestan más atención a la carne equina que a las mujeres, hay un hermoso caballero que conoce los misterios del romance, que puede satisfacer su inquieta curiosidad por los enigmas del amor e iniciarla en su feminidad, antes de que su madre consiga casarla con algún conde rico y cascarrabias. El que este encantador caballero fuese un sacerdote le había parecido una insuperable dificultad… hasta que oyó su historia y comprendió que no había sido llamado por Dios, sino que se había hecho cura por error.
Toma su brazo y lo conduce alrededor de un denso seto hacia el extremo asilvestrado del jardín, donde crecen enredadas madreselvas y oxiacanta, lejos de la vista de los labriegos. «Cómo habéis sufrido», susurra, acercándose a él. «Dios no os quiere como sacerdote, ¿no lo veis? Esa es la razón de que os escogiese para estar en el Sepulcro la noche del milagro de mi bisabuela. Dios quería traeros aquí, a mí, para ser curado de vuestro sufrimiento».
La boca de Gianni flaquea. «Yo… Yo no pensé…». «¿Cómo podrías haberlo hecho, pobre loco, víctima de vuestras pasiones? Habéis estado guiado por el engaño y el error toda vuestra vida, asiduo de la lujuria pero sin conocer el amor. Ahora podéis ser curado, aquí en mis brazos. Podéis apartar la espada y la cruz. Las necesitaréis como protección ahí fuera. Pero aquí, conmigo, estáis seguro por fin. Podéis ser vos mismo ahora. Podéis ser mío».
Gianni lucha por no jadear. «¡Soy… un sacerdote!». «De nombre quizás, pero en espíritu sois un hombre del mundo, con todos los deseos que eso conlleva. Vuestra historia me lo ha dicho». Le mira ansiosamente. «¿Soy demasiado audaz? ¿Quizás no me encontráis hermosa?».
La boca de Gianni labora sin producir sonido antes de espetar, «Sois muy hermosa».
«No puedo esperar que me salvéis de mi destino», dice ella con los ojos bajos.
«Infaliblemente habré de casarme con algún noble insoportable y de mala digestión. Pero antes de eso, antes de pasar el resto de mis días conociendo sólo los rituales del amor, quisiera que vos me mostraseis la pasión del amor». Se muerde el nudillo y lo mira con ojos asustados. «Soy demasiado audaz. Debéis de pensar que carezco de virtud. Pero no es así, Gianni. ¿Puedo llamarte Gianni? Tú eres el primer hombre que ha despertado en mí la esperanza de un romance».
El chillido atiplado de una mujer penetra el seto. Madelon asoma la cabeza por la esquina del muro vegetal y, cuando vuelve a mirar a Gianni, su rostro arde. «Mi tía Leora viene a coger flores con los niños. No deben vernos juntos todavía. Te haré llamar cuando podamos volver a estar solos otra vez».
Madelon le besa el rostro y parte con un suave correr. Al cabo de un instante, Ummu llega anadeando desde el seto, mordiéndose el nudillo para no estallar en carcajadas, y Ta-Toh salta a los brazos de Gianni para besar su mejilla pálida.
Un búho ulula, misteriosamente, desde un ciprés al mediodía, y Dwn, que está en el jardín exterior recogiendo flores para el dormitorio de su señora, se endereza, alarmada por el mal presagio. Blythe, la pequeña cuya labor de punto supervisa la anciana, no lo percibe; con la lengua asomándole por la comisura de la boca, da una puntada tras otra con atención fiera. Dwn se vuelve para llamarla de su labor, cuando una sombra se agita bajo el ciprés y susurra su nombre.
Erec Rhiwlas hace una seña a la anciana. Se sienta al otro lado del árbol, sobre su rollo de pieles, vestido aún con las ajadas ropas de un curtidor de los montes.
«Deberías haberte ido hace tiempo de este lugar», le reprende Dwn con una mano sobre el pecho para calmar su corazón. Aunque ahora ve por qué ululó el búho de día, perturbado en su sueño por un galés merodeador, para ella esto sigue siendo un ominoso portento. «Si el jardinero te ve, llamará a los serjants».
Erec abre ante ella los brazos con burlona inocencia. «Sólo soy tu primo». Se yergue y se apoya en el árbol, grandes de asombro sus ojos verdes, e indica con el rostro la bandera del Cisne, que tremola sobre el castillo: «¿Es verdad entonces, prima, lo que he oído en la aldea? ¿Que la baronesa ha derrocado al Lanfranc?».
«Es verdad. Y ha levantado el cerco de Neufmarché. Y devuelto a las tribus los prados de la ribera».
Erec sonríe con amplitud y golpea con gozo el tronco del árbol. «¡Es el milagro de nuestras plegarias! Debo encontrarme con ella… y mi padre también. Howel la conoció en los viejos tiempos».
Dwn menea un dedo nudoso. «No aquí, ni ahora. Guy no ha rendido gozoso su sitial de estado. Jura que no es su madre».
«¡Ese es el hijo del Diablo!», constata Erec. «¿No tiene amor de Dios? Este milagro tiene que resultar una maldición para él».
«Temo por mi señora», susurra Dwn. «Conozco a Guy y a su maestro de armas, y sé que a estas horas estarán tramando alguna maldad contra ella».
«Entonces debo verla y ofrecerle mi espada».
Dwn lo observa con astucia, calma y atenta como una garza. «¿Es su amistanza hacia las tribus o su belleza lo que te mueve, Erec Rhiwlas?».
«Esa es una feliz unión, ¿no crees, abuela?». Sonríe Erec chulesco. «Tienes que concertar un encuentro».
Dwn menea la cabeza. «No seré yo. En todos nuestros años juntas, jamás he pretendido guiar a Ailena en asuntos de estado o de amor. Concierta tú mismo el encuentro, bravo Erec. Ella parte para la abadía de la Trinidad mañana por la mañana».
«Se lo diré a Howel». Erec se acerca a ella. «Pero dime ahora, Dwn. Tú has estado con esta joven todo un día: ¿es realmente la baronesa Ailena?».
«Oh, sí. Sin duda es la Sierva de los Pájaros. Pero ha cambiado más que en la carne».
«¿Cómo? ¿Cómo ha cambiado, Dwn?».
Los ojos ámbar de la anciana se oscurecen. «Eso no lo sé con exactitud. Su apariencia y su voz son las mismas. Se comporta como antes. Pero hay algo más sereno en ella… como si, incluso despierta, se encontrase a la orilla de un sueño».
El cielo es la melena de un dragón cuando Dwn retorna al palais al final de su largo día con las niñas. Sintiéndose ligera de gozo, casi flota al subir la pétrea escalera de caracol. Clare y sus hijas, Hellene y Leora, han aceptado su vuelta tan generosa y completamente que los diez años en el estercolero parecen poco más que un mal sueño, aunque la suciedad se obstina aún en seguir incrustada en las grietas de sus manos. Hoy ha ayudado a las pequeñas a hacer punto y teñir, y, tras su inesperado encuentro con Erec el Bravo, ha ido a recoger flores con las más jóvenes, y compartido con Clare y Gerald una cena de codornices asadas en salsa de cereza, bajo los olmos.
Pero ahora, a las puertas del dormitorio de Raquel, se detiene percibiendo algo extraño.
No la perturba hallar a Falan Askersund con la frente pegada al suelo, los riñones alzados, rezando a su pagano dios. Pero algo está fuera de lugar al otro lado de la puerta cerrada. De algún modo, lo siente… tan privado el aire y calmo, que nota pesada la cabeza al respirarlo.
Falan abre la puerta para ella y Dwn se aclara la garganta suavemente antes de entrar. Las llamas anaranjadas de la tarde en las ventanas majestuosas colman de resplandores la cámara. Las cortinas del lecho están abiertas y Raquel yace al pie del colchón, encorujada, brillante el rostro de lágrimas.
«Sierva de los Pájaros, ¿estás enfadada conmigo por haber pasado todo el día lejos de ti?».
Las palabras en galés deben viajar un largo camino para llegar al lugar en Raquel donde pueden ser entendidas. Desde su entrevista con Denis Hezetre, una absorta angustia la ha poseído.
Como si una niebla se hubiese alzado de pronto en su cabeza, comprende que es sólo una mujer.
¿Quién es ella para hacerse pasar por un milagro de Dios? Abrumada de vergüenza, ha yacido aquí durante horas, retornando al momento en que el fraude empezó, años atrás, justo cuando ella se hacía mujer; ha estado volviendo al día aquel en que entró a rastras en el vientre del caballo muerto y permaneció allí, simulando estar viva cuando todo el resto de la familia había muerto.
No, no todos, se repitió a sí misma una y otra vez. El abuelo había sobrevivido y decía que Dios no estaba ofendido por el fraude que ella representaba. La risa frente a este pensamiento se había roto en lágrimas muchas veces ya, y ahora permanece sumida en la milagrosa arrogancia de estar viva, de no ser sino Raquel, desnuda bajo sus finos ropajes y sola con la muerte.
Una música inmensa se mueve a través de ella, como el sonido del mar, olas de claridad que refluyen al dolor. Durante largos minutos, está lúcidamente calma. En esa lucidez cegadora, no ve otro camino: sabe que no tiene más elección que muerte o vida. Debe simular que es la baronesa o morirá, ya sea a manos de estos guerreros cristianos o, de un modo más lento, en los largos vagabundeos de la pobreza. El pensamiento de los suplicios de su abuelo, después de todo lo que ha sufrido ya para traerla hasta aquí, la arrastra de sus sentidos a un profundo dolor.
Lágrimas abrasan su rostro. No quiere volver a ser Raquel nunca más. Detrás de sus ojos cerrados aparece el Grial, escaldado con luz de oro, lacerandole con su radiación el cerebro. La copa se inclina hacia ella… y sangre derrama, irisada por los rayos del sol. Ella se asusta, sus ojos se descierran de golpe, y ve a la anciana de pie ante ella.
«¿Ailena?». Dwn se sienta a su lado y le carmena el cabello. En lengua de oc, pregunta,
«¿Soy yo quien te he herido, Ailena?».
«No». Raquel se desovilla, limpia de sus ojos la niebla y se sienta derecha. «No, tú no me has herido, Dwn».
«¿Qué ocurre entonces? ¿Por qué lloras?».
Raquel lanza su mirada al cielo purpurante. «Soy… un desatino, Dwn. Soy toda un desatino».
Dwn cloquea, aparta los húmedos mechones de pelo de la frente fría de la muchacha. Al tocarla, percibe que, ciertamente, algo anda mal… un error del alma que asola este cuerpo y asombra el alma con el frío de muerte en esta cálida noche de Junio. «Estás preocupada porque todo ha cambiado. Mírame, mira lo que la tierra dura y fiera ha hecho conmigo».
«Tú eres hermosa», dice Raquel con convicción, y aferra su mano costrosa. «Tú eres verdadera. Tú eres tú misma».
«Como tú, mi señora».
«No, no. Yo soy… una mentira, Dwn».
En la penumbra creciente del crepúsculo, Dwn efunde una mirada intensa y de nuevo reconoce todos los detalles, el mentón hendido, el labio superior protuberante, la nariz longa y la ancha frente teñida de la última luz. «Eres la mismísima Sierva de los Pájaros. Lo recuerdo bien, aquellos largos años de otro tiempo».
«Pero no lo soy. Soy otra persona», dice Raquel con voz entrecortada, y se arroja llorando al lecho.
«¿Quién eres tú?», pregunta Dwn amablemente.
Raquel cierra los ojos. El Grial no está… pero la sangre permanece. Un charco carmesí refleja su rostro y, tras ella, el del abuelo. Las facciones del anciano, talladas por el dolor, con ella litigan para hacerla callar. Un espasmo de miedo la dobla hacia delante; siente la pegajosa calidez de la sangre en su faz. Esta es la sangre del Grial, la sangre que ha comprado su mentira, que la ha convertido en baronesa. Sabe que es la sangre de su familia y la sangre de Ailena Valaise, inextricablemente mejidas. Se aparta con repulsión, y ve otra vez a su abuelo reflejado en la sangre derramada. En el fulgor de un rayo tajante, recuerda sus años de leñador, o cavando tumbas, o buscándole un marido… como cualquier paisano rudo porque su vida como terrateniente, como hijo y nieto de terratenientes y eruditos, había acabado en nada. Alza ella la mirada y su rostro es frágil, estrellado de lágrimas. «No puedo decir la verdad». Extiende hacia Dwn los brazos y entierra su faz en los hombros de la anciana, murmujeando una y otra vez, «No puedo decir la verdad. No puedo decir la verdad».
Dwn la calma con mano cariciosa y con una tonada tierna, mimosa y bisbiseante, sintiendo en todo instante cómo el viejo cuerpo se adensa a medida que llega la noche. La verdad drena de repente toda la ligereza de la carne de Dwn y se sienta, pesada con todos sus años, sabiendo ahora que no ha habido ningún milagro. No ha existido la visitación del Grial, ni el mandato del Salvador del Mundo. La Sierva de los Pájaros no ha retornado. Esta es alguna joven, gentil pero extraña, que Ailena ha sometido de algún modo a su propia voluntad. La revelación comporta un suave horror, cuando comprende el terrible peligro en que está la doliente muchacha.
Cuando los sollozos de la mujer acaban por serenarse y Dwn sabe que puede oírla, le susurra en la oreja, «La verdad no importa, Sierva de los Pájaros… o quien quiera que seas. Escúchame ahora, dulce niña, escúchame con atención y recuerda esto siempre. La verdad no importa en absoluto, sólo lo que hacemos con ella importa».
David se despierta de pronto y ve a Falan inclinado sobre él, con su silueta de larga cabellera desmadejada iluminada desde atrás por la luz trémula de una lámpara de aceite. El caballero muslim retrocede, Raquel se aproxima y lo despide. «El alba está cerca», dice y cuelga la lámpara en el gancho de la pared tras la cama. «Me iré pronto».
«Me vestiré», dice David y se sienta, ebrio de sueño. Una sensación de mareo lo posee, gira en él, atorbellinada, y la fría humedad de la piedra del castillo parece soplar a través de sus huesos. «Deberíamos partir temprano».
«No, abuelo. No es necesario. Quiero que te quedes aquí en el castillo».
David se inclina al frente para expulsar el vértigo de su cabeza y hace como si limpiase de su rostro el sueño. «Me necesitarás en esta excursión. La abadía está a una jornada a caballo. Yo puedo ayudarte».
«Mis caballeros me ayudarán».
La voz compuesta de Raquel alerta a David, le avisa de algún cambio, y observa a su nieta con mayor detalle. La angustia que la atosigó ayer, después de su conversación con Denis Hezetre, se ha distendido, y ha desaparecido aquella obstinada distancia de su mirada. Ahora, ella le observa con gentil preocupación, quiescentes los ojos que la lámpara enciende. La magia de Karm Abu Selim, piensa.
«Tú estás cansado aún de nuestro viaje formidable desde Jerusalén», le dice quedamente.
«Quédate y descansa porque, cuando retorne con las joyas, deberemos hacer ese duro recorrido otra vez».
«Tengo que ir contigo», insiste David. Desafía a la náusea de su cuerpo y se incorpora, tembloroso. «Necesitarás mi apoyo y mi consejo. La abadía es un nido de fanáticos. Te interrogarán a fondo».
«No te preocupes por ello, abuelo. Ahora soy la baronesa. No aceptaré más desafíos a mi autoridad».
«Entonces, tu inquietud por el engaño, que tanto te turbó ayer, ¿está dominada?».
«He hablado con Dwn», responde, «de la verdad».
Miedo lo apuñala. «¿Le has dicho la verdad?».
Raquel sonríe y posa una mano alentadora en el puño que el anciano ha cerrado sobre su corazón. «No, abuelo. No te asustes. No se la he dicho… aunque creo que sabe».
David presiona sus sienes con los puños y le rechinan los dientes. «¡Estamos en sus manos!».
«No. Ella ama a Ailena lo bastante como para guardar nuestro secreto. Ni una amenaza ha salido de ella. Ni siquiera ha dicho que lo sabe. Y me ha ayudado a ver que, por el momento, soy la baronesa. Esto es lo que quería Ailena. Esto es lo que ha ocurrido. Y, por ahora, es la verdad».
«Eso está bien, sin duda», dice David nerviosamente. Toma las manos de la mujer, la turbación surcándole el rostro. «Pero aún eres vulnerable a las dudas de tu corazón. Mejor que yo esté a tu lado».
«No. Tú te quedarás y descansarás. No tardaremos mucho en irnos de aquí después de mi retorno». Su semblante posee una implacable convicción. «Confía en mí, abuelo. Ailena ha logrado ya su venganza. Su hijo ha gustado la humillación. Esta era toda nuestra deuda con la baronesa y todo lo que su gélido corazón quería. Ahora recogeré nuestro tesoro y Guy Lanfranc podrá tener su baronía otra vez, acaso más sabio después de haber sufrido el arte desalmado de su madre».
Los animales se hallan reunidos en la plaza al alba para el viaje de la baronesa a la Abadía de la Trinidad. Se retiene a los camellos detrás de los establos, pues su mal temperamento perturba a los caballos. A intervalos inesperados y sin provocación, sus cabezas, engañosamente indiferentes y soñolientas, serpentean para fustigar a un caminante.
Con experta autoridad, Falan hace arrodillarse a los camellos; supervisa la carga de provisiones en uno de los animales y la colocación de una silla especial y unas bridas borladas en el otro.
Lánguida y solemne se siente Raquel. Lo que Dwn le dijera la pasada noche le ha dado nuevas fuerzas: La verdad no importa… sólo lo que hacemos con ella. Alza su rostro hacia el túnel de fuego sobre las murallas orientales, poniendo a prueba su resolución. Sí, se da confianza a sí misma imaginando que el sol es un Grial gigante que en su poder la abraza: la verdad de la baronesa la colma esta mañana. Está dispuesta a representar su papel.
Dwn le sonríe, incapaz de apartar sus ojos de ella, fascinada y hondamente conmovida por la mímesis tan precisa de su señora que es esta mujer. Pero sabiendo ahora que no es Ailena, no puede dejar de notar las sutiles, vitales diferencias: la quijada, ligeramente más ancha; los dedos, más largos y afilados; la ausencia en sus ojos de aquel destello astuto. Dwn intuye que esta extraña está aquí sólo porque Ailena aquí la ha puesto: un instrumento con el que hacer cumplir su obstinada voluntad. Y, aunque la entristece el hecho de que no haya habido milagro ni Grial que redimiesen a su señora, en el fondo de sí está misteriosamente exultante de que la Sierva de los Pájaros haya encontrado al fin y al cabo un camino para retornar y deshacer el daño que dejó al partir.
David y maese Pornic emergen de la capilla, donde han estado rezando juntos después del servicio matinal de Gianni Rieti para los miembros de la casa de la baronesa. Al principio, David se sintió incómodo entonando los nombres del Dios Uno en un templo pletórico de ídolos, con las múltiples deidades que los gentiles llaman santos. Pero maese Pornic fue capaz de conmoverlo con su sinceridad, hasta que finalmente David recordó Ezequiel 45,1: Santo de los Santos en todas las direcciones. Con Gianni Rieti manteniendo el rollo alzado para él, sofocó la náusea y desazón que lo acompañara varios días y leyó unos pocos pasajes en voz alta; luego, escuchó paciente al abad invocar las bendiciones de Dios y Su Hijo y el Espíritu Santo.
Cuando se acercan, Raquel y Dwn saludan cortésmente a los hombres de Dios. David, alentado por la confianza de su porte y la dura claridad en sus ojos, promete que pasará todo el tiempo de su ausencia orando por su retorno.
Harold Almquist permanecerá también en el castillo, por si se produjera en su ausencia un ataque por parte de los galeses o de Branden Neufmarché. Cuando Raquel se aleja despidiéndose de él con la mano, y de su abuelo, y del abigarrado grupo de los miembros de su familia reunidos en los peldaños, percibe los ojos de ternera con que Madelon admira a Gianni, que en ese instante deja la capilla con las espuelas cascabeleando y evitando tenaz la mirada de la muchacha. Raquel se vuelve hacia Dwn; la anciana sonríe con perspicacia y le susurra, «No hay duda, la corte de amor ha abierto sesión».
Gianni se despide de su enano, acaricia la cabeza rizada del pequeño hombre porque da suerte, y guía a Raquel hacia el resto de los caballeros. Forman estos un grupo deliberante mientras los escuderos acaban de ensillar los caballos y uncir los bueyes al carro que transportará a la baronesa. Sólo Denis se inclina ante ella. Y sólo después de que Raquel les haya dirigido una mirada significativa, conceden William Morcar y su adusto hijo Thierry el más superficial de los cabeceos.
«¿Necesitamos una compañía tan grande para una breve visita a la abadía?», pregunta con ingenuidad.
«Los montes están llenos de predadores galeses, milady», responde Denis. «Nuestra compañía es pequeña en realidad para el peligro que entraña este viaje. Pero sería insabio dejar el castillo sin hombres suficientes para defenderlo, en especial ahora, que Neufmarché tiene la oportunidad de desahogar su hostilidad».
«¿Acaso querría la baronesa reconsiderar el abandono de su fortaleza?», pregunta Guy inquieto, y lanza una mirada astuta a Roger Billancourt.
«Vuestra seguridad no puede ser garantizada en esos montes», dice Roger huraño.
«Confío en que mis caballeros preservarán mi seguridad», replica ella con bravura; luego exige a Guy, «Muéstrame tu reparación a Neufmarché».
Guy se contiene al oír el tono de la mujer y sus ojos se estrechan antes de abrir las alforjas de su caballo. Dentro hay tres rollos de piel —marta blanca, negra cibelina y armiño, el precioso pelaje de la corneja blanca de esos países sombríos llamados Rusia—, todos ellos presentes de homenaje que ha reunido a través de los años, por medio de sus ataques depredadores a las baronías vecinas. Rendir estas cosas es ya una profunda humillación; revelárselas a toda la plaza sólo ahonda la vergüenza de su pérdida. Roger le había aconsejado negarse a pagar cualquier reparación. Pero Guy sabe que la Imitadora hallaría en ello amplio pretexto para exiliarlo, y deponerla desde fuera de las murallas del castillo sería una labor mucho más ardua.
«¿Y el dinero?», pregunta Raquel.
«Aquí está».
«Muéstramelo».
Las aletas de la nariz del barón lividecen de rabia contenida. Mete la mano en la alforja y la saca con una hinchada bolsa de cuero. Raquel hace una señal a Gianni para que la inspeccione y el sacerdote toma la bolsa, la abre y dedillea las monedas de su interior. «Por lo menos, treinta piezas de oro, milady», calcula.
«Treinta y seis», dice Guy bruscamente. «Todo lo que ha quedado después de pagar a mis hombres».
«Consideraremos este pago una parte», dice con frialdad Raquel, «de lo que Branden Neufmarché considere justo y propio». Siente a la vieja baronesa vibrar en su sangre con altiva satisfacción cuando Guy se tensa y Roger frunce el ceño. La anciana había sido muy clara en lo que atañía a privar a Guy de fondos que este pudiese emplear en su contra. Mira alrededor, a los pasmados caballeros. «¿No deberíamos partir ya? El sol no se detendrá por nosotros».
Los camellos de Falan se levantan y, desde la cima de su montura, el musulmán ayuda a Raquel, Dwn y maese Pornic a trepar al carruaje, cuyos cobertores de piel están recogidos.
Cuando el carro se pone en marcha traqueteando, Raquel sostiene un instante la mirada preocupada de su abuelo, antes de volverse hacia el portero y ordenarle que abra las puertas.
David, arrebujado en su chal de oración, está sentado en el escritorio ante la ventana de su cuarto. Desenrolla un pergamino castigado por los bordes y esquinas donde escribe sus breves plegarias, creyendo que las palabras escritas conjuran el poder de Dios.
Con el sol flechando sus rayos sesgados por encima de su hombro e iluminando el pergamino, David levanta su estilo de la piedra de tinta y escribe la palabra que la vieja Dwn le dijo a Raquel en su angustia: verdad.
Verdad: tres letras, la primera, la central y la última del alfabeto, escritas de derecha a izquierda, t m a (aleph, mem, tau), el principio, el medio y el fin de todas las cosas. Y mientras escribe estas letras en el pergamino, como brotando del resplandor del sol David pronuncia:
«Emeth…», y luego la variante hebrea de esta palabra que los gentiles llegaron a preferir, «amén».
Con los cerdos expulsados del castillo formando una piara resollante delante de ellos, el cortejo de la baronesa cruza el puente de peaje sobre el Llan precipitoso y entra en la aldea de humildes viviendas. Los villanos, avisados dos días antes de que la baronesa pretende regalarles los puercos de Valaise, están reunidos a lo largo de la infirme avenida, vitoreándola con entusiasmo.
Al mismo porquerizo del castillo se le ha otorgado una parte del rebaño y su propia parcela cerca de la villa, y alegremente supervisa la equitativa distribución de los animales entre los agradecidos aldeanos. Mientras el carro de bueyes avanza tambaleante por la avenida abajo, flores silvestres lapidan a la baronesa y su compañía. Guy y Roger abren camino a través de la muchedumbre con sus caballos pero, incluso cuando la aldea ha desaparecido de la vista tras ellos, son fustigados por los gritos en honor de la baronesa: «¡Valaise! ¡Valaise!».
La luz de media mañana levanta una neblina violeta de los valles abolsados y de las hondas gargantas de la tierra inculta. Mirando más allá del dédalo de montes tortuosos y de los estratos de las nubes, Raquel experimenta algo incomprensible para ella en la audible quietud: la temible enormidad de un secreto deseo en las verdes llamas de los árboles y en las flores como estrellas titilantes en los flancos de las montañas. Por primera vez desde el horror, se ve transportada de vuelta en su corazón al místico gozo que conoció en su otero escondido de Lunel.
Un secreto ensueño cifra su propio significado en el carcomido corazón de las rocas erosionadas y en el agua espúmea que cae libre, trazando en el aire un argénteo escrito vertical. Siente que tanto ella como los demás están suspendidos en un inexpresable pensamiento de la mente de Dios.
Entre las sombras arrojadas por las nubes sobre las faldas de las montañas, Raquel vislumbra un babel de cabañas junto a un río amarronado que viborea como la bíblica vara de Aarón ante el soberano de Egipto. Un estrecho sendero conduce ladera abajo desde el camino general hasta la aldea del río. Raquel la señala y dice a los demás que quiere ir allí.
Maese Pornic tira de las riendas para despaciar el paso de los bueyes, se torna y sacude la cabeza. «Esa es una aldea galesa, señora. No seremos bien recibidos ahí».
«¿Está en mis dominios?».
Denis mira hacia detrás sobre su hombro y asiente. «Sí, milady, los desplazamos de los prados bajos la pasada primavera».
Raquel, adoptando la postura imperiosa de la baronesa, se vuelve hacia Dwn. «Tengamos una prueba de la famosa hospitalidad galesa, ¿no te parece?».
«La Sierva de los Pájaros fue siempre bien recibida en los villorrios de nuestra gente», responde Dwn, humilde, en galés.
Hilando cuidadosamente su camino por el estrecho sendero abajo, Guy y Roger se dejan adelantar por la compañía, las manos en las empuñaduras de sus espadas, y permiten que Denis y Gianni la guíen. Al ver los camellos aproximarse, la gente desciende de sus campos, de sus chozas de cañas y barro, y los contemplan boquiabiertos. Y, en cuanto pueden oírlos, Dwn, contenta de representar su papel en la estrategia de su señora, no puede resistirse a exclamar triunfante: «¡Saludos de la Sierva de los Pájaros, que ha retornado de Tierra Santa, rejuvenecida por el Santo Grial!».
Cuando el carro de bueyes se detiene bamboleándose en un descampado de lodo sedimentado delante del villorrio, Raquel se levanta y saluda a la gente en galés, ofreciéndoles un humilde presente de la tierra donde Jesús vivió: cestas de higos y dátiles, que les entregan sus acompañantes.
La gente, vestida de pieles y con el pelo cortado a lo paje sobre sus ojos y orejas, recibe los frutos extraños con manos trémulas, pues creen que estos alimentos, cultivados en la tierra sagrada, son sin duda santos. Lágrimas cintilan en los ojos de las mujeres y las miradas amargas de los hombres se ablandan. Los niños pequeños se ocultan detrás de sus madres mientras los más mayores rodean, cautos, a los camellos y al caballero enturbantado.
Una vez que su asombro declina en un espíritu convival, algunos de los aldeanos se adelantan tímidos para invitar a la baronesa a sus casas. El abad, Dwn y el caballero muslim deciden acompañarla, mientras que el resto de los caballeros aguardan inquietos junto a sus caballos, manteniendo un ojo alerta a los bosques de los montes circundantes por si hubiera signos de guerreros. Un arpa llega al terreno donde se han reunido la baronesa y el abad con el jefe de la aldea, y con su dulce acompañamiento, el grupo comparte pan de avena, leche bebida en grandes cuernos de macho cabrío y boles de queso, tallados a partir de nudos de raíz.
Sólo después de haber comido se decide el jefe, sentado en un austero taburete, a dirigirse a la joven baronesa con preguntas sobre su viaje y las maravillas que ha experimentado.
Raquel cuenta su historia y, mientras habla, la absoluta simplicidad de la gente —con sus olores a niebla de río y a pieles curtidas, su taciturno balanceo intoxicado de temor, sus ojos como heridas de suave luz percibiendo la verdad en aquello que ella misma no puede creer— la hechiza completamente y la somete al mismo embeleso de sus oyentes.
La amabilidad de los galeses, la gracia jubilosa con que reciben la devolución de las tierras que Guy y sus caballeros les arrebataran a través de los años redime a Raquel de todo mefítico sentimiento sobre su propio fraude. Cuando abandona el villorrio, seguida montaña arriba hasta el camino general por la gente del clan cantando, se siente casi ebria de libertad respecto de la culpa que la perturbara desde el día anterior con Denis. Aun a pesar de la mirada pétrea de Guy y de Roger Billancourt, que gruñe para sí, ella sabe que su actuación como baronesa ha obrado algún bien… al menos durante el tiempo que esté aquí.
Poco después del mediodía, aparece entre los montes el castillo de Branden Neufmarché.
Campos pisoteados, una catapulta abandonada y los restos de un muro derribado atestiguan el abortado cerco. Ninguno de los caballeros se acercará al castillo; y en la cresta de una colina, fuera del alcance de las ballestas, la grímpola del Cisne es desplegada a la brisa del verano.
El mismo Branden Neufmarché sale a su encuentro, acompañado por dos caballeros y cuatro serjants. No se parece en absoluto al Drew Neufmarché de la frente regia, el pelo negro-cuervo, la nariz aquilina y la dura quijada que Ailena amara durante tres décadas sin sanción matrimonial. Su hijo tiene el pelo color fresa, grasienta la piel y marcada de viruela, y un rostro sin mentón, como el de un sapo. Con petulante ansiedad hace amblar a su caballo por delante de Guy y Roger, airado y nervioso al mismo tiempo. No se aproximará lo bastante como para recoger las alforjas que Guy le ofrece con un destello despreciativo en los ojos. Su serjant se acerca para recibirlas, pero Guy retira su mano. «Tómalas tú, Branden».
Con pasos menudos y aprensivas miradas, Branden caza la bolsa y se retira apresurado.
«Que esto sea un signo de paz entre nosotros», anuncia Raquel con voz sonora.
Branden la contempla incrédulo. Recuerda a la baronesa como una tarasca encorvada y sarmentosa con el corazón de piedra. El que los rumores de su rejuvenecimiento pudieran ser verdad estraga de desespero su corazón: ¿Qué Dios tendría misericordia de ella? No cabe duda, es un vástago del Diablo.
«Tu padre y yo éramos amigos», añade Raquel cálidamente. «Que no haya hostilidad entre nosotros».
Agrio desdén alza el labio de Branden, revelando densas encías y dientes diminutos. «Yo no soy mi padre», dice, y parte al galope, arrojando una mirada sesgada y nerviosa por encima del hombro.
Un viento ominoso ha seducido a nubes tormentosas haciéndolas emerger de los montes y un sol gris se arrastra cielo abajo. El carro de bueyes, virando por precarias sendas zigzagueantes de las montañas de Epynt, está a menos de una hora de camino de la remota abadía de la Trinidad. Sin embargo, todo lo que alcanza la vista son escarpados despeñaderos salpicados de cabras solitarias y, mucho más abajo, gargantas rocosas donde espinos retortijados cuajan su ira entre peñascos destrozados.
Thierry, que con su padre, William, forma la retaguardia, sabe que su negro instante ha llegado. William le mostró ayer la necesidad de hacer caer el carro cuando hubiesen alcanzado los senderos altos. «El poder no se da, se toma», le había dicho siempre William, y esto cobraba mayor sentido ahora que el Diablo había devuelto a su pérfida bisabuela, la vieja bruja cuya maldición condenara a su marido y cuyas malas mañas fuesen la tortura cruel de su tío abuelo Guy. Ahora era el momento de ganarse el amor de su tío; su único miedo era que el santo varón cayese al abismo con la hija del Diablo. «El abad tendrá en sus manos las riendas», le había alentado William. «Y si las suelta, sabremos por lo menos que irá directo al cielo. Su alma te bendecirá por despachar la Imitadora al infierno».
William había planeado llevar a cabo él mismo la misión, pero comprendió que el mayor peligro estaría en contener el sable de Falan. Para ello, coloca su corcel detrás del camello de Falan y cuando, en una curva crítica sobre un precipicio vertical, Thierry se lanza hacia delante con un torvo grito como para controlar a su caballo pavorido, William avanza impidiendo al caballero musulmán tornarse en el angosto camino.
Simulando perder el equilibrio Thierry se deja caer hacia el carro y golpea fuerte una de sus ruedas traseras, obligando al vehículo a tambalearse al borde del despeñadero. Raquel se ve arrojada de su banco a las protecciones laterales del carruaje, asomadas sobre el abismo. Un grito se le clava en la garganta cuando cae su vista a las profundidades vastas.
Maese Pornic y Dwn, en el banco frontal de conducción, se aferran uno a otro y miran hacia atrás para ver a la baronesa de rodillas sobre el borde del carro, que observa la rueda trasera girando sobre su eje en el vacío. Gritan, como uno solo, pidiendo ayuda.
Falan intenta hacer girar a su camello, pero William, fingiendo temor por su hijo y apartando del musulmán los ojos, mantiene su caballo prieto contra las ancas del camello de forma que no pueda volverse. Guy y Roger se yerguen sobre sus sillas para mirar, cerrando el paso a Gianni que se ha percatado de lo que ocurre.
Dueño de su inquieto caballo, Thierry se inclina sobre la parte trasera del carruaje y trata de alcanzar a la baronesa. Antes de que maese Pornic y Dwn puedan reaccionar, Thierry finge un tropezón y embiste de nuevo el carro con su montura, forzando esta vez una rueda delantera a saltar sobre la cornisa y precipitando todo el vehículo hacia uno de sus lados.
Raquel cae, aferrándose todavía al mástil que sirve para sostener el cobertor de lona.
Cuando este se quiebra en sus manos, se precipita gritando del carruaje. Con un brazo, logra agarrarse a las cubiertas de piel amarradas en los laterales del vehículo y cuelga allí, balanceándose sobre el brutal derrumbadero. Su otra mano busca desesperada afianzarse en las pieles. Con los ojos hinchados, ve a Dwn sobre ella, en el banco del conductor. La anciana se desprende de las manos de maese Pornic cuando intentan ponerla fuera de peligro y se encarama al vehículo accidentado.
«¡No!», grita Raquel. Vuelve atrás, quiere exclamar aún, pero todo su aliento se consume en el esfuerzo de no despeñarse.
Denis, que ha podido gobernar su corcel por el flaco camino, logra sacar a maese Pornic del carro vacilante cuando el abad se proponía ir tras Dwn. Pero la anciana ignora los gritos de los hombres y los mugidos denodados de los bueyes. Se yergue resuelta sobre el abatido lateral del carro, intentando cazar el brazo de Raquel con sus manos duras de desenterrar raíces. «¡Sierva de los Pájaros!», grita con todas sus fuerzas y le ofrece un agarre lo bastante firme para que la muchacha pueda retrepar al vehículo.
De pronto, en el instante en que sus rostros se acercan uno a otro, la plancha lateral que sostiene a Dwn se hace pedazos y la anciana galesa se precipita al abismo. Denis, que ha acercado su corcel hasta el borde descantillado de la sima, atrapa a Raquel por la parte posterior de sus ropas cuando sus pies acaban deslizándose. Y danza ella en el aire, contemplando el pequeño cuerpo de Dwn destrozarse allá abajo, una estrella rota entre los espinos. Gruñe Denis del esfuerzo. Con su caballo encajado entre los bueyes y el vehículo caído, con el rostro despavorido zafándose del precipitadero, pone en los brazos toda su fuerza y tira de la baronesa hasta sacarla del carruaje y posarla en su regazo.
Falan ha hecho adelantarse al camello, se ha deslizado de su montura y se escurre ahora entre los bueyes. Un golpe de su sable corta las correas y, con una patada, desengancha el eje de tiro y deja caer el carro vacío sobre la cornisa. Raquel lo ve despeñarse alzando tras él un hervor de humo y rocas, y los vastos ecos de su estrépito añican su corazón.
Los peregrinos llegan por fin a la Abadía de la Trinidad en un ocaso aguado. La baronesa, arrebujada en su capa y visiblemente agitada, monta con Falan en su infeliz dromedario. Maese Pornic viaja con Gianni Rieti, en la grupa de su bridón blanco. El abad alza su faz huesuda contra la fuerte lluvia, agradecido al Hacedor de haber podido negociar los traicioneros y lodientos senderos sin mayores pérdidas.
A medida que se acercan a los portales de la abadía, una campana repica en la luz purpúrea. Los caballeros, calados, a lomos de sus corceles exhaustos, avanzan detrás de los camellos y el bridón blanco. Maese Pornic trata de cautivar la mirada de la baronesa para darle la bienvenida a su monasterio, pero ella está como paralizada y sólo alcanza a efundir una fija mirada fría cuando las puertas se abren y los monjes llegan corriendo bajo la lluvia martilleante.
A media noche, Raquel despierta de golpe. El cuarto a su alrededor es una masa de oscuridad fulgurante, y la voz del Diablo entona: «Nunca y siempre, Raquel».
La voz está inserta en el glissando que la lluvia ejecuta en las tejas del edificio, su graznar exultante y maligno es el borboteo del agua en los canalones del tejado. No una voz, insiste ella para sí misma. Sólo la lluvia. Sólo la lluvia.
«Uno y muchos», dice el Diablo con suave risa. «Como la lluvia, yo soy uno y muchos. Dwn está conmigo ahora. Está aquí, final y verdaderamente reunida con su ama».
Raquel se sienta en el lecho. El espectro de Dwn riela en la ventosa oscuridad como humo de incienso, un ígneo vapor su faz sin mandíbula, bostezos del vacío sus ojos.
«¡No!». Raquel cubre su rostro. La locura espesa su sangre como veneno de áspid, forzando su corazón a batir más fuerte, llenando su cabeza del hervor arterial que, desde el horror, es el zumbido de las voces ciegas de su familia muerta. Murmujean el aramaico qadish, las sagradas plegarias por los muertos que ella recuerda haber oído en su infancia pero que no entiende.
Abre los ojos para espantar las voces de los muertos y ve la cáscara espectral del rostro de Ailena colmada de sombría malignidad. «¡Has matado a mi Dwn!».
«¡No! La asesinaron. Estoy segura de ello. No fue un accidente. ¡La mató tu propia estirpe!».
La faz en brumas de Ailena se distorsiona; se forma el visaje de un macho cabrío con ojos de cruda oscuridad, sus labios caídos y sus dientes serrados, enraizados en una calavera agusanada y horadada. «Pronto también tú estarás conmigo, Raquel».
Con un grito, oprime contra su rostro las manos. «¡Nunca!».
«Siempre, Raquel. Siempre».
Estoy soñando, insiste ella. ¡No estoy loca! Presiona sus ojos hasta que luz fulgura tras sus párpados. Cuando el susurro de las voces se apaga en el potente batir de su corazón, deja caer las manos. Por un momento, todo es oscuridad. Cuando cede su ceguera, ve las duras formas de las columnas del lecho, el arcón, la silla en el rincón y, colgando de una hendidura en la pared de piedra, un crucifijo en una nebulosa roja, pulsante como un corazón.
Nubes anaranjadas se llevan al alba la lluvia y dejan un cielo rosa como llaga que sana.
Raquel se viste con lentitud, sintiendo que cada movimiento es desdichado, un esfuerzo contra el orden natural. Repica la campana llamando a maitines. Desde la ventana contempla la fila de monjes salir de los dormitorios y seguir un camino enlosado a través del césped del patio hacia la capilla.
Los edificios de piedra negra y los hombres con sus capuces negros le resultan siniestros; ahora más que nunca, está decidida a partir tan rápido como sea posible. Antes de dejar el cuarto, se detiene delante del crucifijo y estudia la precisión del icono: la diminuta locura de las retorcidas espinas que coronan la cabeza, el goteo de la sangre, la belleza del sufrimiento en el rostro angustiado, la inquebrantable sumisión a la tortura, las manos atravesadas y los pies sangrando oscuramente, y la herida del costado como labios que sonrieran sarcásticos ante esta absurda ordalía.
A la luz de la mañana, esta imagen sangrienta es soportable y no hay rastro de la locura que la asaltó durante la noche. Qué extraño le parece que los gentiles puedan adorar a un judío crucificado, uno que ni siquiera es mencionado en las crónicas hebreas. Con ternura, toca el rostro atormentado de este judío moribundo como si fuese uno de sus hermanos… y se pregunta qué ha sido de sus hermanos y hermanas, de Dwn y la baronesa y todos los muertos. ¿Dónde van? Sabe que los cristianos creen que todo lo que muere volverá algún día. Que las almas deban permanecer por siempre separadas de su Creador la llena de tristeza. Preferiría creer, como su abuelo, que su familia está con Dios y que la muerte carece de todo dominio.
Falan, de rodillas, su rostro contra el suelo de piedra en oración, la ve y hace ademán de levantarse. Ella le indica que concluya sus deberes religiosos. Siente gratitud por el azul resplandor en las ventanas y permanece junto a la de la alcoba, escuchando el gorjeo de los pájaros en árboles de los que todavía penden retales de noche.
Maese Pornic aparece a su lado, ojeroso de sufrimiento el rostro. Ha orado toda la noche por el alma de Dwn.
«¿Os uniréis a nosotros para maitines?», pregunta. «Oraremos juntos».
«No, maese». Raquel cuida de infundir a su voz ira suficiente. La baronesa, incluso después de haber bebido del Grial, estaría furiosa por este desvergonzado atentado contra su vida y la pérdida de su amiga amada. Pero, tras el episodio nocturno de locura, Raquel carece de la fuerza para actuar más de lo imprescindible. Piensa sólo en las joyas y en volver junto a su abuelo, con el que puede ser ella misma. Anhela ser íntegra. Quiere huir de este peligroso país y olvidar todo lo que concierna a la baronesa. «Rezaré mis plegarias por Dwn en la cripta de mi marido», responde lasamente.
«Los laudes que cantan nuestros monjes hacen vibrar el corazón. Siento sus voces traer a Dios más cerca de Su caída creación. Es lo que más añoro durante mis ausencias». Alza una tenue ceja. «Por supuesto, con el canónigo Rieti ocupando mi puesto en el castillo, yo puedo permanecer aquí con mis monjes».
«Seréis siempre bien recibido en Valaise», responde Raquel superficialmente. Ve ahora a Falan de pie y pregunta, «La puerta de la cripta ¿está abierta?».
Los ojos grises del abad cintilan con astucia maliciosa. «La llave está donde la dejasteis».
«Bien», responde Raquel sin dudar, saluda cortés al santo varón y se aleja.
Cuando desaparece pasillo abajo, maese Pornic se sitúa en la ventana para poder verla cuando emerja de la casa capitular con Falan y recorra los claustros, hasta más allá del refectorio.
Cuando evita la verja de detrás de la capilla, que es el camino más corto al cementerio, su ceja levantada se relaja. Pero cuando está a punto de tornarse, ve que la baronesa se detiene y observa alrededor los edificios de piedra. La mirada del abad se tensa. No se acuerda de dónde está la biblioteca, piensa. ¡O nunca lo ha sabido!
La ve hablar con un monje que pasaba junto a ella y que señala en diversas direcciones.
Mientras ella se desvía a través del postigo hacia la biblioteca, el abad cruza rápido el pasillo hacia las escaleras. Al alcanzar la biblioteca, la descubre examinando las estanterías de encuadernados volúmenes.
Desde el rabillo del ojo, Raquel nota la presencia del abad y su mente galopa tratando de recordar exactamente dónde está oculta la llave. No acordarse del emplazamiento de la biblioteca puede dispensarse, pero no saber si la llave está escondida en un volumen de Plutarco o de Plotino la condenará para siempre a los ojos del abad. Extrae la obra de Plutarco Vidas Nobles y lo abre. Su corazón se contrae al ver que no hay ninguna llave sujeta a la cubierta interior. ¿Está equivocada… o la han quitado los monjes? No… el abad dijo que está todavía donde la dejó la baronesa.
Con los pasos de maese Pornic sonando tras ella, Raquel devuelve este volumen a su lugar y coge el tomo de Plotino.
«¿Habéis olvidado dónde nos pedisteis que guardásemos la llave?», pregunta el abad.
Raquel abre el libro y ve una llave asegurada contra la cara interior de la cubierta con papel de emplasto. «Plutarco… Plotino», se encoge de hombros. «Para mí, son sólo griegos muertos».
Maese Pornic la contempla suspicaz. «Plotino era un romano».
Ella cierra el volumen y se lo tiende a Falan. «Pero lo bastante muerto como para tener mi llave a salvo», y se aleja al ritmo veloz de su corazón.
La luz del sol resbala entre las copas de los tejos y resplandece en el dintel de mármol, labrado con letras floridas: LANFRANC. La austera cripta, un recinto de piedra con una puerta de mármol semejante a un dolmen, se asienta en un teso, en el centro de un anillo de oscuros árboles menudos. Los monjes han conservado el terreno alrededor libre de maleza, y las abejas zumban entre salpicaduras de flores blancas.
Cerca, está la cripta de mármol donde Bernard, el padre de la baronesa, está enterrado, más vistosa que esta, pero Raquel la ignora. Contiende con el cerrojo de la menor de las criptas, donde Ailena le prometió que hallaría la recompensa por su devoción: joyas que la baronesa ocultara por si llegase a retornar de su exilio con un ejército mercenario y necesitase fondos. Pero ¿y si mintió? ¿Y si no existen esas joyas?
Raquel rechaza este temor. La llave de este cerrojo estaba donde aquella le había dicho, en la biblioteca de la abadía, pegada a la cubierta de un volumen de cuero amarillo, Las Enéadas de Plotino. Una cinta roja marca una página donde hay una línea subrayada, que quisiera explicar los trece años míseros vividos con su marido: «El mal era antes de que nosotros llegásemos a existir».
La llave se atasca en el cerrojo, que no ha sido usado durante diez años, y Falan debe aplicar toda su fuerza para que se abra, rechinando. La puerta gira hacia el exterior con un lastimero gemido. Falan enciende una tea con yesca y pedernal, y la encaja en una argolla alta en la pared escarchada.
Las sombras del fuego danzan en el pequeño recinto, iluminando un techo bajo alhajado de goteras minerales. Una efigie de mármol de tamaño natural recuerda a Gilbert Lanfranc, acostado sobre su espalda, las manos en la empuñadura de su espada y los ojos fijos, vacuos, mirando desde debajo de un yelmo fiero. Mientras Falan monta guardia en la puerta, Raquel se arrodilla en la parte posterior de la cripta y tantea el suelo en busca de la losa suelta que debería haber allí.
Pero no está. Ha sido engañada… y la sangre le sube a la cabeza con furia y humillación.
La risa cacareante de la baronesa erupciona en ella, antes de percatarse de que los llantos de la roca se han encostrado sobre la losa. Debe proveerse de una piedra del exterior con la que quebrar las sales endurecidas sobre la losa, hasta que esta se libera con un chirrido áspero.
Con manos trémulas, Raquel explora el agujero y encuentra una abultada bolsa. A la luz telarañosa de la tea ve que se trata de una maciza cartera de cuero. La mohosa pestaña se suelta como carne y, dentro, hay gemas que devuelven la luz en un resplandor de rojo untuoso y verdes puntas de estrella. Sus dedos tiemblan sobre las gemas, y su vida fulgurante le recuerda la voz burlona del Diablo en su pesadilla despierta. ¿Ha muerto Dwn para esto? Pobre mujer: su vida cambiada por algo frío al tacto, duro, intocable la tersura de su luminiscencia.
Falan la avisa con silenciosa urgencia y Raquel cierra la cartera rápidamente, ocultándola en los amplios pliegues de su brial y ciñéndosela al cuerpo con un cinturón de seda trenzada.
«Grandmère…», la llama una voz titubeante de varón.
Raquel se dirige a la puerta y ve un monje de cabello melado, vestido de sotana blanca, de pie bajo los tejos. El hombre tiene un rostro abierto de amplia quijada, nariz rotunda y mejillas angulares como las de un gato. Al verla, jadea aturdido y se aferra, para no caerse, a la rama de un tejo. Falan se adelanta para ayudarle, pero el monje lo rechaza y se acerca a Raquel, doblado de asombro.
«¿Grandmère? ¡Eres tú en verdad! Soy yo, Thomas».
Thomas Chalandon, recuerda apresuradamente Raquel: el hijo menor de Gerald y Clare.
Este es el joven al que, por su juramento a Ailena, debe convencer de abandonar la vida fútil del sacerdocio.
Raquel deja la cripta y le ofrece su mano, temerosa de que al abrazarlo perciba él la cartera con las gemas. «Discúlpame, Thomas, por no mostrar toda la alegría que siento al volver a verte».
«Grandmère…». Besa el sello de su anillo y examina después su rostro con la expresión de un niño confundido. «Discúlpame a mí. El abad me habló del milagro que te ha transformado. Sin embargo, yo… yo…». Lágrimas cintilan en sus ojos y cae de hinojos aferrando las ropas de la baronesa.
«Queridísimo Thomas», dice ella y le acaricia el pelo plumoso. «Eras sólo un niño cuando te vi por última vez. Tenías once nada más y, ahora, mírate». Le pone en los hombros las manos y lo invita a levantarse. «Fuiste siempre una criatura tan dulce. Te recuerdo haciendo guirnaldas de flores y llorando sobre un pájaro muerto…».
Thomas parpadea desurdiendo sus lágrimas. «¡Eres tú! ¡Eres tú, tocada por Dios! Yo… yo no sé qué decir».
«Di una plegaria conmigo por Dwn», sugiere Raquel.
Se arrodillan en el único escalón de la cripta y Thomas entona una plegaria de súplica a la Virgen María Bendita. Mientras reza con los ojos bajos, Raquel lo estudia, incapaz de mirar a otra parte, curiosamente intrigada por su desamparada belleza. Cuando él acaba, ayuda a la mujer a levantarse y le ofrece rezar en la cripta por Gilbert.
«No. Pasea conmigo en cambio. Quiero que hablemos. Estoy preocupada con tu idea de hacerte monje».
«¿Preocupada?».
«Enfadada en realidad, Thomas». Raquel trata de mostrarse tan escandalizada como a la baronesa le habría gustado verla en esta ocasión. «Tú no eres un monje». «Tienes razón. No soy un monje aún», él suspira y le toma el brazo. «Podría haber contado con tu enfado. Pero soy sólo un acólito. No me he considerado digno todavía de la tonsura. Pero ¿por qué te enfurece que escoja esta vida? Tú, que has visto el rostro de Dios…».
Raquel hace un signo a Falan para que cierre la cripta y conduce a Thomas lejos de la verja del cementerio, al otro extremo del campo santo, donde las cruces de ángulos redondeados acaban al pie de la arista de una colina. «El sacerdocio no es tu destino, esto es lo que me enfada. Tú fuiste siempre un muchacho animoso; de hecho, creo recordar que eras algo pagano. Estábamos constantemente mandando criados a traerte del bosque. No puedo creer que ese Thomas que recuerdo tan bien quiera apartarse de un mundo que le hizo tan dichoso. No es tu vocación, ¿estoy equivocada? Dime la verdad». «Amo a nuestro Salvador, grandmère… pero, lo admito, no se me da bien el ritual. Preferiría pasar mi tiempo atendiendo el jardín o simplemente en contemplación, sentado en el monte, viendo a Dios pastorear las nubes».
Por un instante, Raquel siente alzarse en ella una punzante nostalgia de su propia niñez —los días estivales, cuando se sentaba sola entre las ruinas de su lugar secreto, contemplando las nubes, dóciles al arte del viento— y el irremediable anhelo la hace temblar.
«¿Tienes frío?», pregunta Thomas.
Raquel se arrebuja en su capa. «Un poco».
«Aún debes de estar aturdida por la pérdida de Dwn. Tendríamos que volver a la capilla, donde podrías descansar y llorar su muerte».
Raquel agita la cabeza. «Ya la he llorado bastante». Suelta el brazo de Thomas y camina veloz hacia la cima del cerro. Ráfagas de mortalidad la atraviesan: la muerte de Dwn apenas un día atrás y las joyas de su futuro duras contra su estómago. Tanto se ha perdido para traerla a la riqueza de este momento, que la asusta mirar la faz vigilante de este ángel, la asusta volver a despreciarse.
Desde la cresta de la colina, contempla la mañana lavanda, las nieblas moldeándose entre los montes, alzándose de los hilos de plata de las corrientes y arroyos. Un peso grave, inexpresado, reposa en sus pulmones, el miedo de que la muerte de Dwn no fuese un accidente, de que la embestida de Thierry no fuera lo que pareció, locura del caballo o impericia del jinete, sino un intento criminal. Con este pensamiento, la ira se apila en ella y aleja la opresiva sensación en su pecho. Dwn no tenía que morir. Su familia no tenía que morir. Dios no los había asesinado.
El mal en el corazón de los hombres…
«El Grial, grandmère», pregunta Thomas humildemente llegando desde detrás. «¿Bebiste en verdad del Santo Grial?».
El cuerpo de Raquel se siente de pronto igual a las laderas acampanuladas y a los oscuros horizontes de los bosques. La misma energía se alza en ella que en la masa de nubes que eleva a los cielos el brillo melocotón de la mañana. La vida viene de Dios, se dice a sí misma, y se siente más fuerte que el mal en el corazón de los hombres.
Cuando encara a Thomas Chalandon, los ojos oscuros de Raquel poseen la vastedad de lo que ha contemplado: «Sí. Yo bebí del Santo Grial».
Mientras Raquel narra a Thomas su cuento maravilloso del Preste Juan, él la escucha con ceño brillante de desesperanzada adoración. Viendo su adulación infantil, ella se sorprende secretamente de su absoluta falta de malicia. ¿Cómo habría podido sobrevivir alguien semejante en la corrosiva atmósfera de la baronesa y su hijo cruel?
Cuando Raquel acaba, él permanece sentado, muy quieto, pensativo y transfigurado, con los ojos húmedos por la visión interior del milagro. «Haces bien en enfadarte conmigo por querer estudiar para el sacerdocio», dice por fin buscando el rostro de la mujer con sus ojos azules. «Soy una mentira, una completa mentira. Oh, me hace feliz adorar a Dios en los campos. Pero el trabajo campestre se considera impropio de los nobles. Mi única alternativa era el arte de la guerra con tío Guy. Sólo tenía un recurso, grandmère: esta abadía. Esta ha sido una vocación nacida a partir de una carencia, no de la verdad. ¿Puedes perdonarme?».
Raquel aparta la vista de sus ojos francos. Sus facciones, inocentes y sin embargo audaces, que le recuerdan a esos mosaicos bizantinos vistos en Tiro y decorados con serafines blondos e imberbes como él, despiertan misteriosamente su sangre haciéndola más rápida en sus venas. Busca el Grial dentro de sí y, cuando lo halla cintilando en su interior, recuerda a la baronesa hablándole de Parsifal, cuyo destino era encontrar el Grial donde Lancelot y todo el resto de los caballeros habían fracasado. «Tú eres Parsifal», dice con dulzura. «No necesito perdonarte. Para hallar tu camino, debes perdonarte a ti mismo». Thomas se asombra. «¿Crees que soy un loco, como Parsifal?». Su sorpresa se convierte en ardor. «Bien, quizás tengas razón, grandmère… lo soy. Acabas de narrarme la historia más maravillosa de un milagro y en lugar de querer correr a la capilla para alabar a Dios, sólo quiero… quiero… ¡no puedo ni pensar el qué!».
Se torna bruscamente, las mejillas ardiéndole de la perplejidad que le causan los sentimientos por su abuela. Al mirarla al rostro, siente como si hubiese sido absorbido de pronto por una resaca de igual temor y anhelo; y siente también una honda repulsión ante la repentina, violenta idea de verse seducido por su propia abuela. Pero seducido ¿cómo?
Al ver su embarazo, el corazón de Raquel bate con fuerza y se levanta del morón donde ha contado su historia. Vuelve la vista hacia el valle de las criptas y vislumbra un enjambre de mariposas arremolinadas entre las pétreas moradas de los muertos regios, los muertos de Thomas.
«Tú eres Parsifal, el inocente», dice, y su voz suena frágil y lejana. ¿Sospecha él acaso?
¿Se hace el loco conmigo? El oro del Grial destella en el ojo de su mente y concentra en él toda su atención, necesitando la firme presencia de la baronesa para enfrentar a este hombre amable.
Cuando encara a Thomas, la sonrisa de Raquel es tensa. «Tú puedes hallar el Grial, Thomas… pero no en la abadía. Ven, camina conmigo. Vamos a empezar nuestra demanda».
Siguen la espina de la colina hasta el lugar donde una vía romana se sumerge en la tierra, los helechos y negros brezos como penachos de los yelmos de los legionarios que se hubiesen hundido en el tiempo marchando erectos. Thomas no puede acabar de creer que esta mujer esbelta, cuya piel tiene la blancura del hongo y la negrura del ébano su pelo, sea su abuela, aquella vieja dama entortijada, con manchas color hígado y una neblina lechosa en los ojos. Y, sin embargo, lo es, debe recordarse a sí mismo. El abad dijo que hubo testigos del milagro y el mismo Santo Padre aceptó que, bebiendo del Grial, había rejuvenecido.
A pesar de sí mismo, Thomas no puede resistir el ponerla a prueba, rememorando en voz alta su infancia en el castillo e insertando a propósito detalles erróneos. «Y en invierno, cuando volví de revolcarme en la nieve, tú me envolviste en una gran piel de oso y me hiciste beber té de hisopo mientras cantabas la historia de la reina del hielo».
Raquel, intrigada por sus ojos azules como añicos de cristal y la fuerza serena de su voz, simplemente asiente. Descubre entonces el duro destello en la mirada del joven y comprende, demasiado tarde, que hay algo fuera de propósito.
«No había tal piel de oso», la increpa él, estrechándosele los ojos de astucia. Dice en un tono de acusación casi burlona: «¡¿Cómo puedes ser mi abuela?! ¡Sólo una impostora no recordaría estas cosas!».
Raquel se lleva la mano a la frente y titilan sus ojos mientras ella busca apresurada sus puntos de referencia, notándolos cerca pero demasiado borrosos para traerlos en su ayuda.
«Era un manto de pieles de marta, Thomas», logra decir al fin. «Y era consuelda lo que bebiste mientras yo te contaba historias tontas de Jack de los Hielos. No des mucha importancia a mis lapsus. Es sólo que me distrae verte crecido de este modo, convertido en un hombre tan notable».
«Lo siento, grandmère…», Thomas alza las manos, avergonzado. «Estoy haciendo el tonto. Perdóname. Debes comprender que, en toda mi vida, jamás pensé que fuiste joven una vez. Tu juventud y tu belleza me desarman. Y todos los volúmenes que he leído sobre la ciencia sagrada de la gracia y la piedad y la gloria de los sacramentos parecen vacíos de pronto. Aquí, justo aquí, está el pacto de nuestra alianza con Dios, de pie ante mí, y todo lo que se me ocurre hacer es ponerlo a prueba, jugar tontamente con él y permitir que haga de mí un tartamudeante… estúpido».
Y ríe él.
«No he retornado para ser adorada, Thomas. No soy ningún signo de Dios. He vuelto sólo para…».
«Reparar tus errores. Ya te he oído decirlo, grandmère. Sin embargo, apenas puedo creer que el mundo siga sencillamente como antes después de este milagro. ¿Puede uno hacer como si nada hubiera pasado? ¡Tú has visto el Grial! ¡Y has hablado con el Hijo de Dios!».
«¿Y qué debería hacer entonces?».
«Orar… adorar… predicar».
«Si el Salvador hubiese querido eso de mí, yo lo haría. Pero el Señor fue claro. Debo vivir en el mundo como una mujer, no como santa ni como un signo de alianza viviente».
«Y todo este tiempo, he estado buscando mi fe en los libros».
«Si la hubieras encontrado en ellos, serías ahora un sacerdote». Contemplando el seráfico rostro arrobado, el estómago de Raquel se tensa y, para continuar su engaño, tiene que apartar rápidamente los ojos. «Deja esta abadía, Thomas. Vuelve al castillo y ocupa tu lugar entre los caballeros».
Thomas se frota la nuca, abatido por el ridículo que recuerda. «Yo era demasiado soñador para complacer en algún sentido al tío Guy o a Roger. Y en la abadía resulto demasiado terrenal para satisfacer a maese Pornic. Pero ahora, viéndote rejuvenecida… a ti, que viste a nuestro Salvador con tus propios ojos, que sostuviste Su Cáliz con tus manos…». Cierra los puños y los oprime contra su pecho. «Creo ahora que puedo darme enteramente a Dios».
Raquel golpea con el pie una mata de plumas lechosas que brota a través del antiguo pavimento y lanza la borrilla volando. «Thomas, escúchame. Bebí del Grial y ello no ha hecho de mí una monja. Dios tiene suficientes curas y monjas, hombres y mujeres que han sido llamados desde dentro a servirle, no por un milagro exterior. Mi visión me envió de vuelta a este lugar… a abrazar la vida, a vivir en el mundo, satisfaciendo mis anhelos y apetitos. Eso complace también a Dios».
«Grandmère, quiero creerte. Dijiste que buscaríamos el Grial. Dijiste que el Grial no está en la abadía. ¿Es esto lo que querías decir?».
«Para algunos, el Grial puede estar ahí. Pero no para ti, o lo habrías encontrado ya».
«Tú encontraste el Grial, grandmère».
Raquel suspira y alza la vista hacia las chispas germinales a la deriva entre las frondas de los robles. La baronesa le había impuesto que se llevase a su nieto de la abadía. Y ella ha hecho todo lo que ha podido, pero teme presionar más al muchacho. Mejor olvidar esta cuestión. Sin embargo, hay algo atractivo en este hombre: su ingenua mirada azul, sus fuertes rasgos configurados en un rostro gentil, su confesado amor a la naturaleza, que tanto le recuerda la pasión de su propia infancia por el mundo de Pan. Qué extraño y qué cruel haber encontrado aquí a este hombre, aquí donde no puede ser ella misma; aquí, junto a esta ruina romana que despierta la memoria de su infancia brutalmente perdida; aquí, al final de la vía imperial, donde el esfuerzo de generaciones acaba por conducir a la hierba hirsuta y a castillos flotantes de nubes, y a la totalidad de un mundo caído.
Falan escucha el murmurar y el crujir de los árboles al viento. La ansiedad ha lanzado sus sentidos al mundo, desplegándolos. Saborea las brisas alerta a olores humanos, siente la vía romana atento a cascos de caballo, cuidando de que no los sorprendan aquí, en la orilla de estas soledades, donde nadie oiría sus gritos. Los caballeros, desde la tragedia de ayer está seguro, han decidido matar a Raquel. Y si ella muere, antes debe morir él o romper su voto a Allah.
¿Durante cuánto tiempo podrá protegerla? Ha jurado establecerla como baronesa de un país extranjero. Eso es todo. ¿Cuándo podrá volver a las gentes que lo han adoptado? Pronto, se promete a sí mismo.
Raquel y Thomas abandonan el camino enguijarrado y caminan a través de una nube de dientes de león. Él no entiende lo que están diciendo, pero lee perfectamente sus dichas… sus furtivas miradas y sus roces tímidos. Desde la muerte de la vieja criada, Raquel ha estado taciturna, pero este joven cura la ha hecho revivir. Ahora, por primera vez, Falan ve una dulce excitación en el rostro de la mujer… el aspecto que las jóvenes deben de tener, se dice, cuando la felicidad es posible.
Cuando retornan a la abadía, los monjes están trabajando ya en los campos circundantes.
Muchos miran abiertamente a Falan, que escolta a la pareja en su descenso por una ladera de botones de oro, pasado el vergel. Él es consciente de su hostilidad. Estos religiosos han entregado sus vidas a sus iconos y santos y trinidades de dioses, las mismas deidades que su familia fue forzada a adorar a punta de espada en Björkö. Sabe que a estos monjes les ofende su presencia entre ellos, aquí en el santuario de su fe, y él se iría cuando antes de este lugar. Piensa fríamente, Mahoma luchó por la libertad, pero nunca nadie fue forzado al Islam por la espada.
Tocado con su turbante verde, emblema de su peregrinación a la Meca, y con la fatihah en los labios, la simple pero reveladora profesión de fe en Allah, Falan marcha orgulloso a la abadía con Raquel y Thomas. Con su fe inconmovible, aun aquí en el templo de los politeístas, sabe que se ha ganado el meritorio reconocimiento de los ángeles.
En la puerta interior, un monje los detiene y señala la cimitarra de Falan. Anoche, a él y al resto de los caballeros se les permitió conservar sus armas, pero ahora, si han de permanecer en el entorno de la abadía, no pueden seguir portándolas. Con renuencia y sólo después de ver desarmados a Roger y Guy, que emergen en este instante del refectorio, rinde el musulmán su sable y su daga.
Desposeído de sus aceros, Falan repite más fuerte la fatihah, determinado a no descuidar las armas de su alma, ni siquiera aquí, bajo la mirada temible del torturado dios.
Mientras Falan escolta a la baronesa camino del refectorio para el pábulo matinal, maese Pornic se lleva aparte a Thomas. Pasean lentamente por los claustros y no se dejan escuchar por nadie. «¿Es tu abuela?».
Tomas frunce el ceño, perplejo. «¿Lo dudáis, maese?».
«Por favor, Thomas, no respondas con preguntas a mis preguntas. La vida es ya acertijo bastante. Ahora dime, ¿quién es esta mujer con la que has hablado en la cripta de tu abuelo?».
«¿Por qué? Es Ailena Valaise, mi abuela».
«¿Cómo sabes que es quien dice ser?».
«Lleva su alma en los ojos», responde Thomas ruborizándose imperceptiblemente. «Vi en ellos su verdad».
«¿La pusiste a prueba?».
Thomas inclina la cabeza. «Sí, maese. Incluso después de que me hablaseis del Grial y de cómo había bebido de él, dudaba de mi abuela. Le pregunté cosas de mi infancia… y las recordaba, aun los pequeños detalles. No hay duda posible. Y ahora, por milagro de Dios, parece más joven que yo, su nieto».
Ocultas en las mangas de su sotana, las manos de maese Pornic se retuercen aprensivas.
Aún no puede aceptar que el Dios que dejó sufrir a Su hijo en la cruz para redimir el pecado en la carne, el Dios que deja al halcón abatirse sobre la paloma, el Dios del palacio de la araña y de las penas del invierno, haya bendecido a Ailena Valaise con una segunda vida. Dios ha sido siempre tan preciso con las revoluciones de los astros y las estaciones, tan insondable en esa ausencia Suya que Lo hace presente en cada brote de hierba y en cada aurora… ¿Por qué ahora habría de mostrar Su mano, y con esta mujer que jamás Lo amó cuando gozó de salud?
«¿Te habló de sus planes?».
«Sí. Dijo que su retorno había traído la muerte a alguien que amaba y la discordia a todos los que la rodean. Dijo que había obedecido a la visión que le ordenó volver aquí y darse a conocer. Quiere ahora peregrinar de nuevo a Tierra Santa y vivir allí el resto de sus días. Y, maese…». Thomas se detiene, y dice al fin con voz turbada, «Quiere que deje la abadía y viva como caballero en el castillo».
Los ojos de maese Pornic fulguran. «Tú eres un caballero de Cristo. Pero ella percibe tu ambivalencia, Thomas. Debes ser fuerte».
«Maese, su presencia me ha dado fuerzas para ser un sacerdote. He estado aquí seis años, estudiando y sirviendo, y mi fe no se ha hecho más ardiente. Yo me preguntaba ¿cómo puede surgir luz de la tiniebla? ¿He hurtado mi propósito a Dios? ¿Pertenezco yo, en verdad, al entorno de mi familia, para servirlos con amor y cristiana ternura? Ahora ha vuelto, y yo estoy dispuesto a entregarme a Dios, pues he visto Su poder. Esto no está en los libros».
«Thomas, Thomas». Maese Pornic posa una mano callosa en la mejilla del joven. «Dios es el misterio que con nuestra hambre pagamos. Tú tienes hambre de conocer. Has leído todos los volúmenes que poseemos. Has discutido ya con todos nuestros hermanos eruditos. No hay nada más que conocer, hijo mío. Tienes que arrojar tu vida al agua ahora. Tienes que interpretar tu propia soledad».
«El retorno de grandmère ha de ser un signo de Dios, maese. Ella es una manifestación del poder de Dios que me acercará más a Él».
«No, Thomas». Maese Pornic toma al joven del brazo y continúan caminando. «Es siempre un error dejarse guiar por el poder, incluso por el de Dios. Deja que la debilidad sea tu guía. Deja que la enfermedad y la angustia y el miedo te muestren dónde hay necesidad del amor de Dios. Entonces ve y sé ese amor».
Thomas exhala un largo suspiro. «Lo intentaré, maese».
«Bien. Puedes empezar por volver al Castillo Valaise con la baronesa».
Thomas se resiste. «Puede que eso no sea lo mejor. Para volver a mi casa debería esperar a que hubiese partido ella de vuelta a Tierra Santa».
«Te necesito allí con ella, Thomas. Sé mis ojos y mis oídos. Y mantén viva tu duda. Los milagros son los desbarates de Dios. El mundo está completo tal como Dios lo creó. ¿Por qué habría Él de desbaratar la vejez y la enfermedad de Ailena, cuando cada día, en alguna parte, niños mueren de fiebre y hambruna?».
«Vos habéis dicho a menudo que Dios es misterio».
«Sin duda, uno de los más grandes misterios es que Dios haya creado el mal. Todo pecado proviene de no discernir el mal. Recuerda esto, Thomas. El Diablo es el maestro de la ilusión».
Denis Hezetre se sienta en el banco de madera frente a Raquel, que come de su bol de bayas y crema. El refectorio tiene dos largas mesas con bancos a cada lado. Bajo las vigas, las aspilleras admiten polvorientos rayos de luz que iluminan los bajorrelieves historiados con los ágapes que los Evangelios describen: Jesús convirtiendo agua en vino, multiplicando panes y peces, bendiciendo la Última Cena y maldiciendo a la higuera.
«Los monjes han partido con Gianni para recuperar el cuerpo de Dwn», comienza Denis.
«Descansará en una parcela junto a las criptas de la familia».
Raquel remueve con la cuchara su desayuno. «Temía a Guy y a Roger», dice débilmente.
«Pero no pensé que debería temer al muchacho también».
«No es un muchacho, milady. Es un caballero que os ha rendido homenaje. Es consciente de sus acciones y debería ser castigado».
«Dirá que fue un accidente a caballo», replica Raquel con una mirada sarcástica.
«¿Creéis vos que fue un accidente?».
Raquel se muerde el labio inferior, sacude la cabeza.
«Entonces debe ser castigado». La mira con firmeza. «Apenas puedo creer que deba deciros esto. Parecería que habéis perdido vuestro filo con vuestro acíbar, milady».
La mente de Raquel se concentra tenazmente en el dicterio y su quijada se afirma. «Lo desterraré, desde luego. Quizás lo envíe a Levante y no lo admitiré en mi castillo hasta que retorne con una hoja de caña de azúcar para adulcir mi dolor».
A solas en la casa capitular, Raquel saca las joyas recuperadas de la cripta de Gilbert: seis rubíes y cinco esmeraldas talladas y pulidas, refulgiendo con hialino poder. Estos, piensa para sí misma, son los pecados de la baronesa hechos materia física: el país robado a los galeses por su padre y por su marido y por sí misma, arado por los campesinos, cosechado su grano, parte vendido, parte usado para cebar el ganado, y este sacrificado, convertido en carne y vestimentas y vendido, y cada transacción convertida en oro y el oro cambiado por estos pedruscos superbos.
Alza un rubí en una mano y una esmeralda en la otra. Dentro de ellas, las telarañas de la luz, horizontes estrellados con sus fábulas de montes y valles entre el índice y el pulgar.
El cuerpo de Dwn está depositado en el féretro, bajo la puerta del campo santo. Los monjes que lo han recuperado de la garganta están de pie junto a ella, con sus manos lodientas unidas en plegaria mientras maese Pornic recita los Salmos. A lo largo de la ceremonia, Raquel mantiene sus ojos fijos en Thierry, que se mueve incómodo bajo su vigilancia. Guy, Roger y William le devuelven su silente ira, resentidos por su orden de que estén presentes, pero ella los ignora. Su amarga mirada cae invariablemente sobre el culpable.
Raquel teme apartar sus ojos de Thierry; teme que, si desvía su atención hacia el cadáver o la pone demasiado cerca de su dolor, el vacuo silencio que la habita explote en voces lúgubres.
Sólo quiere dejar de oír para siempre esas voces. Es Thierry quien debería oírlas, cree. Debería tener que responder al Diablo.
Antes de que la ceremonia finalice, Thierry desaparece. Raquel piensa en protestar, pero en ese momento, maese Pornic le pregunta si querría decir algunas palabras en recuerdo de su vieja amiga. Ella sacude la cabeza, estudia la hechura azul de sus zapatos y siente un calambre de remordimiento. Ailena habría tenido algo que decir; Dwn merece más que silencio. Palpa las gemas de su cinturón y su solidez, su promesa de una nueva vida para ella y para David, le dan el coraje de decir, «Sólo esto: era mi amiga».
Contempla el cuerpo amortajado y recuerda a la anciana retrepándose al carro volcado para salvarla… aunque sabía la verdad. Ahora surcan las lágrimas sus mejillas y le tiemblan los labios cuando le viene a la memoria que las últimas palabras de Dwn fueron su grito, ¡Sierva de los Pájaros!
«Era mi amiga», repite Raquel con voz rota. «Conocía la verdad de mis pecados. Y aun así me amaba. Dio su vida por mí». Sollozos la quebrantan con sincero dolor, y permite que Gianni la aparte del féretro.
Más tarde, el villano que sirve en la abadía como caballerizo informa que el joven Thierry ha huido galopando a las montañas.
Los caballeros pasan el día cazando en los densos bosques que rodean la abadía. Raquel teme que hayan partido para unirse a Thierry, acaso para volver a Valaise antes que ella e impedirle entrar. No le preocupa el castillo, sino su abuelo. Está considerando ya cómo organizar su liberación cuando los caballeros retornan con un ciervo y varias aves grandes.
Esa noche, después de la cena, Raquel tiene que volver a contar su historia del Preste Juan, de su mágico reino y de cómo llegó a ser bendecida por el Sangreal. Los monjes escuchan arrobados, serenos sus rostros como efigies de cera a la luz de las teas. Al fondo de la sala, fuera de la vista de los monjes y de maese Pornic pero perceptibles para Raquel, Guy y Roger se burlan de su aventura con una pantomima de amplios gestos cómicos. Sus payasadas la distraen y, cuando para y los mira con dureza, sus sonrisas devienen oscuros visajes de águila.
Al alba, antes de laudes, los monjes pausan para enjaezar el caballo que han dado a Raquel a cambio de sus bueyes. Cantan un himno jubiloso cuando ella monta el corcel y cabalga majestuosamente a través de la puerta frontal, flanqueada por Falan y sus camellos. La sigue Gianni Rieti sobre su bridón blanco, con Denis Hezetre y Thomas Chalandon sobre una jaca color crema a su lado. Guy, Roger y William marchan delante, aparte del grupo.
Raquel viaja soturna, triste de dejar atrás a Dwn. Ailena la había amado verdaderamente y le había dicho a Raquel en una ocasión, «Presta atención a una anciana con un lunar velloso en el mentón. Si por casualidad está aún con vida, será tu mayor aliada». Y así había sido. «La verdad es menos importante que lo que hacemos con ella», le había dicho Dwn. Raquel tardaría en olvidar estas palabras. Hacer era lo único a lo que ella podía darle todavía sentido: había vindicado su tesoro, la justa recompensa por sus largos años de devoción a una anciana de corazón protervo, y acaso una anciana loca. ¿Dónde más hallar el sentido sino en once pedruscos resplandecientes, once grandes promesas de futuro, para ella y su abuelo?
Largas peñas como dedos señalan el límite de las montañas, densos sus flancos de robledales. El angosto sendero de vuelta al castillo monta estos cerros por pendientes abruptas.
Justo abajo hay gargantas pobladas de espinos y escombros de rocas desprendidas. Raquel mantiene su mirada en la senda zigzagueante para no ver la sima a la que cayó Dwn. De pronto, los caballeros de vanguardia se detienen y señalan entre las altas cuestas y las espesas arboledas de avellanos y acebo.
Al instante, Falan y Gianni sospechan traición de los caballeros y desnudan sus espadas.
Pero Thomas extiende una mano pacificadora y les llama la atención sobre un muro de arándano, del que emergen figuras humanas separando las hojas tintadas de rojo. Son galeses armados de lanzas, ballestas y espadas, que se deslizan ladera abajo arrastrando tras ellos a Thierry. Los caballeros blanden sus aceros.
«¡Sierva de los Pájaros!», la llama en galés un guerrero de barba moteada. «Bajad las armas. Tengo en mis manos a un traidor de vuestra propia familia».
Aprensiva, Raquel ordena a sus caballeros envainar las espadas. Falan y Gianni obedecen, pero los demás se resisten. «Si no por mí», le grita a Guy Raquel, «hazlo por Thierry al menos».
Cauteloso, Denis quita la flecha de su arco y el resto de los hombres devuelven renuentes las hojas a sus vainas.
«No os acerquéis más», les grita Raquel a los guerreros galeses. «No puedo responder por mis caballeros. Iré yo».
Ignorando su propio miedo, Raquel desmonta y, cuando Falan comprende lo que está haciendo, trata de detenerla. Pero ella insiste; si puede evitarlo, nadie más morirá por ayudarla.
Falan salta del camello y, seguida por Gianni y por Thomas, Raquel empieza a ascender a través del mar de helechos.
William le grita a su hijo, «¿Estás herido?».
Thierry, las manos atadas y cogido por la capa a la altura del pescuezo, sacude la cabeza torvamente.
Desde un lecho de arenisca frente a los galeses, Raquel ve que hay muchos más guerreros acechando en las espesuras de fresno y de serbal del lado de las montañas. «¿Es una trampa?», pregunta al hombre de la barba barcina.
«No de los galeses para la Sierva de los Pájaros», repone el hombre corpudo alegremente.
«Pero encontramos a este zorro cavando bajo un gran peñasco sobre el camino. De haber caído en el momento en que pasabais por aquí, bien…». Señala con los ojos al abismo. «Habrías sido arrastrada a la garganta y de un salto a la otra vida».
Raquel dirige una mirada fiera a Thierry. «¿Es verdad eso? ¿Planeabas matarnos?».
Thierry la contempla con amargura. «Te diga lo que te diga no me creerás».
El galés lo sacude con violencia, desdibujándole el rostro. «¡Di la verdad, canalla!».
«¡Quieto!», exige Raquel. Sabe que si Thierry es herido habrá más sangre, y el solo pensamiento la aterra. Sabe que está a punto de dejar este reino y no quiere hacerlo sobre una estela de sangre. «Soltadlo. Responderá ante los suyos».
El galés deja de sacudir a Thierry y obliga al muchacho a sentarse. «Es tu vida lo que te estás jugando».
Raquel observa a este guerrero con sus pantalones de cuero rojo y su túnica púrpura ornada de piel. «Eres un jefe, a juzgar por tus ropas».
«Lo soy», responde él. «Erec Rhiwlas. Mi padre, Howel, manda a estos hombres». Señala con su lanza a un hombre membrudo de larga barba blanca y capa escarlata que la mira con intensidad desde los esbeltos árboles. El grupo de hombres apoyados en sus lanzas y boquiabiertos al mirarla conocen, a todas luces, el milagro. «Oímos acerca de tus presentes. La gente de las aldeas no habla de otra cosa. Y luego encontramos a este bribón aquí, cavando el suelo bajo el peñasco».
«Gracias, Erec Rhiwlas». Contempla luego al gigante de barba blanca entre la turba e inclina la cabeza con deferencia. Ailena le había hablado del afamado y peligroso Howel Rhiwlas, cuya espada es conocida en estos pagos como «Espectro de Sangre», por las innumerables almas normandas y de galeses rivales que ha liberado de su carne. Dos veces se encontró la vieja baronesa con el jefe guerrero en los pródigos festivales veraniegos que ella misma presidía a veces en los pradales y, en una ocasión, él la honró con una pieza de arpa cantada que mucho aduló a la anciana. Raquel se esfuerza en recordar la lírica y recita, vacilante al principio, luego más fuerte:
«Tu belleza es tu saber,
que mejor te protege que espada o lanza,
que embaluma corazones enemigos de añoranza
y te asegura que dormirán peor que tú».
El guerrero de hombros montuosos avanza y examina a Raquel con lentos ojos letales.
«Llevo tu canto conmigo», dice Raquel con creciente bravura, «brillante todavía en mi corazón».
Por medio de un gesto casi imperceptible de su cabeza, Howel llama a dos de sus guerreros. Portan estos a un hombre añoso, calvo y moteado como una manzana, con ojos plateados y un puño por rostro. Raquel reconoce de inmediato al bardo de Howel, el hombre que compuso aquella canción para él. Largavista Meilwr es su nombre, un conocido de la baronesa desde su infancia. Pero ahora es ciego, y Raquel no sabe qué decirle.
Howel toma un rizo del cabello de Raquel y lo acerca a la faz del viejo bardo. El anciano lo huele, alza el rostro al aire de la noche y cae bruscamente hacia atrás, sobre los brazos de los hombres que lo portan. «¡No es la Sierva de los Pájaros!», grita, levantado definitivas sus manos de dedos separados.
La turba de galeses murmura con incredulidad. Pero Howel asiente como si hubiera sabido esto desde el primer instante. Cuando habla, su voz es como el trueno de verano en un vasto cielo azul. «No importa. Seas quien seas, actúas como una amiga para nosotros los galeses. No entorpeceremos tu camino».
Con estas palabras, se torna y parte.
Erec se encoge de hombros. «Mi padre sigue los viejos caminos. Pero yo prefiero escuchar a mi corazón». La mira benévolamente y con evidente interés. «Te vi al principio, cuando llegaste. Llevé a Dwn hasta ti. Y ahora oigo del accidente que le debe a este canalla. Es una pena que se haya ido a los santos. Pero ojalá que todos nosotros partamos de este mundo tan benditos como ella. Tu milagro la sacó al menos del estercolero en sus últimos días. Si ese milagro es verdad o mentira no soy quién para juzgarlo».
Erec apoya la lanza en su hombro y osa oprimir el mentón de Raquel con su pulgar.
Aunque Falan se inquieta, alerta a cualquier traición, el guerrero sonríe, blancos sus dientes y tranquilo el porte, olvidado de la multitud que los mira. «Ningún daño te vendrá de mí, Sierva de los Pájaros», le promete. «Te ofrezco mi mano, para cualquier necesidad… pues creo que el bardo tiene razón. Tú no eres la baronesa, la baronesa de antaño; el Grial te ha cambiado enteramente».
Retira su pulgar. «Esta faz la reconoceré siempre».
Thomas observa más atentamente a Raquel cuando descienden del lecho de arenisca con Thierry resbalando tras ellos, que aún tiene las manos atadas. Thomas sabe galés y ha oído las palabras de Largavista Meilwr. ¿Está el bardo en lo cierto? ¿Es esta una impostora con todos los recuerdos de la abuela robados?
En galés, le pregunta, «¿Por qué dijo Largavista Meilwr que no eres la Sierva de los Pájaros?».
Raquel se apoya en él para equilibrar su paso en la pendiente y no dice nada hasta que alcanzan el camino. Entonces comenta casual, «Después de todo lo que me ha acontecido, Thomas, ¿cómo podría ser yo la misma abuela que conociste o la Sierva de los Pájaros que el bardo loó? Y ¿qué importa ya? Pronto volveré a Tierra Santa». Posa una mano en su brazo y se detienen. «Quiero que ocupes tu lugar en el castillo. Antes de partir, te declararé heredero de Guy».
Thomas se muestra afligido. «¡No! Yo no podría nunca ser barón, grandmère. No soy si quiera caballero».
Ella arroja una mirada de aversión a Thierry. «¿Será mejor barón esa serpiente? Asesinó a Dwn y me habría matado a mí hoy, si no se lo hubieran impedido los galeses».
«Grandmère, eso no lo sabes».
«Quizás hagas bien negándote, Thomas», dice Raquel pensativa. «Si eres declarado heredero, te convertirás en el blanco de Thierry».
William desmonta y corta las correas que sujetan las muñecas de su hijo.
«Los galeses dicen que estaba tramando precipitar un peñasco sobre mí», les dice Raquel a sus hombres.
Thierry presenta mohíno el semblante y lanza una mirada de súplica a Guy bajo su ceño fruncido. «¡No es verdad! Había cavado en la ladera del monte un lugar de reposo, para que la noche no me cogiera a la intemperie. Era bajo un peñasco, donde habría estado a salvo de las lluvias».
«¿Por qué huiste de la abadía?», pregunta Denis.
«Ella tenía una mirada negra puesta en mí», responde Thierry volviendo su rostro fruncido hacia Raquel. «Mientras enterraban a la anciana ella me observaba con puñales en los ojos, como si yo la hubiese matado». Contempla suplicante a Guy. «Tío, admito que no supe controlar el caballo y que embestí el carruaje. Pero fue un accidente lo que mató a la vieja. Y por eso soy culpable. Los bandidos que me capturaron anoche me quitaron el caballo y la espada. Eso, digo yo, es castigo bastante».
«Y yo digo que no», determina Raquel. «Dwn está muerta. Ya sea la causa el crimen o la incompetencia, mi amiga del alma está muerta. Recuerda que me has jurado homenaje, Thierry. Si eres sincero, deberás obedecerme en lo que te mande y reparar mi pérdida».
Roger gruñe. «Ya ha encontrado su chivo expiatorio».
Thierry vuelve a mirar a Guy; luego habla a través de dientes rechinantes, «¿Qué reparación quieres?».
«Una peregrinación. A San David, en Land’s End, para hacer penitencia ante el altar y hacer decir una misa por mi compañera perdida».
Thierry retrocede en protesta, pero William posa en su hombro una mano templadora. La mano le atenaza fuertemente hasta que dice, «Se hará». Entonces, la mano de su padre se relaja… pero el corazón del muchacho continúa batiendo turbiamente.
Ummu corre por el adarve de la muralla hacia el arco trilobulado que da paso a la inmensa torre maestra. Siguiéndole muy de cerca, Ta-Toh vuela tras el enano y ambos suben de salto en salto las escaleras de piedra para emerger a la brillante luz del día en el tejado de la poderosa fortificación. El centinela, apoyado perezosamente contra los sillares a la sombra del parapeto sur, se alarma y grita «¡Alto!». Pero Ummu lo ignora y se precipita hacia el borde del ancho tejado, donde una pequeña torre redonda alza la bandera del Cisne muy por encima del dominio.
Con acrobática facilidad, Ummu asciende la vertiginosa escalera hasta la cima del chapitel del estandarte y allí, con el mono perchado en su hombro, se inclina sobre el precipicio y otea los undosos horizontes de los montes. Con la mano extendida para cubrir el centelleo del Llan, puede ver la procesión de caballos que descienden por el camino de las montañas hacia los extensos prados y olmedos que tapizan la alta cuenca del río. Había visto su movimiento desde la muralla, pero no estaba seguro de la identidad de los jinetes. Ahora discierne claramente los camellos de Falan, el corcel árabe de Gianni e incluso las ropas argénteas de la baronesa y sus chalinas de seda tremolando a la brisa estival.
«¡Se acerca la baronesa!». Le grita Ummu al centinela, que frunce los ojos contra el resplandor del río y cree atisbar movimiento en el camino general. «¡Da aviso! ¡La baronesa ha vuelto!».
El centinela alza su trompeta y entona un potente floreo.
Durante los tres días que la baronesa ha estado ausente, Ummu ha entretenido a la pareja decana del palais con sus arriesgadas anécdotas de la vida en los palacios de Jerusalén, su formidable habilidad al ajedrez y el backgammon, y sus travesuras con Ta-Toh. Y aunque, como todos los demás, ellos lo habían contemplado al principio con fascinación mordaz, ahora profesan abiertamente ser más felices cuando lo tienen cerca para que los desafíe en todo tipo de bromas y entretenimientos. Comparados con los sultanes y la nobleza latina con los que él y Gianni han escaramuceado en Levante, esta gente es sin duda poco educada y provinciana. Sin embargo, este es su castillo y Ummu no ha olvidado que sus comodidades son muy superiores a las rudas condiciones de los peregrinos del camino santo. Y lo mejor de todo, con Madelon la Hermosa encaprichada de Gianni Corazón-roto, existe la posibilidad incluso de su pasatiempo favorito: contemplar desde lugares secretos el intemporal, igualitario y muy sagrado deporte del amore.
«¿Dónde está Ummu?», se impacienta Clare. Se halla frente a un tapiz recién colgado que describe al Rey Arturo rodeado de sus paladines y caballeros, entre ellos sir Gawain y Parsifal, y en el extremo derecho, medio oculto por frondas de acanto, el Sagrado Cáliz engastado de piedras preciosas. «Tengo que saber qué piensa de esto».
Gerald Chalandon contempla las paredes de estuco pintadas hace poco, brillantes de amarillo y rojo ahora, y con otros tapices colgados aquí y allá representando a Carlomagno, San Miguel y Roland. Los junquillos del suelo han sido cambiados por tercera vez desde la llegada de la baronesa y esparcidos junto con flores frescas y mentas. «Tu madre no puede dudar que la amas, Clare. La has recibido como a una papisa».
Ummu irrumpe en el gran salón, agarra los ramos, ramilletes y guirnaldas distribuidos por todas partes y arruga la nariz. «Incluso las abejas se sofocarían en este aire».
«¡Ummu!», lo riñe Clare. «No te burles. Y ahora dime, ¿qué opinas de este tapiz? He estado toda la mañana buscándolo. Perteneció a grandpère. Pero Guy lo descolgó hace años ya».
«Eso sólo es suficiente recomendación, bella dama», dice Ummu y lo estudia, las manos en las caderas.
«Pero ¿crees que la imagen del Cáliz ofenderá a madre? Quizás resulta demasiado artificiosa».
«Y madre misma ¿no lo es?», ríe el enano.
Clare le mira de arriba abajo. «¿Qué quieres decir con eso?».
«Dios la ha artificiado de acuerdo con Su designio, ¿no es así?». Ummu se encoge de hombros. «Estamos hechos a Su imagen, al fin y al cabo. Nuestro único defecto es que envejecemos… y morimos. Vuestra madre, sin embargo, es tan artificiosa como para desafiar incluso esta contingencia».
David espera en la puerta exterior cuando Raquel retorna. Todo el tiempo de su ausencia ha permanecido en su cuarto, leyendo la Torá, rezando porque vuelva sana y salva, ayunando, aceptando agua sólo. Se ha sentido demasiado enfermo para comer, abrasado de fiebre y tórpido de náusea. Raquel desmonta para abrazarlo y no puede dejar de ver la miseria de sus facciones consumidas.
«Tú no estás bien», exclama.
«Estoy mejor ahora, al verte», logra decir y tiene que apoyarse en ella para permanecer de pie.
Cuando Clare y Gerald y varios de los niños acaban de cruzar la plaza para saludarla, Raquel está sollozando, tratando de explicar lo que ha ocurrido.
Exhausta por la dureza del camino, el sentimiento de culpa de Raquel por la muerte de Dwn revive a la vista de su abuelo, que tanto ha sufrido ya. Incapaz de comprender su hablar quebrantado, David se alarma ante la reacción de su nieta y teme que haya confesado la verdad a sus caballeros. Entonces, mientras Clare se azara mimando y arrullando a Raquel, y gritando órdenes a los criados, David percibe detrás de ella, en frente de la muchedumbre, a un joven extraño con la belleza solemne de un ángel. Clare lo percibe también y exclama, «¡Thomas!».
Al tornar Clare sus estrepitosas muestras de afecto hacia su hijo menor, Raquel llama a Gianni. «El rabí está enfermo. Por favor, ayúdalo a llegar hasta su lecho».
«Estaré bien», protesta David, pero no se resiste cuando Gianni y Falan lo levantan entre los dos. «Esto pasará. No es más que un humor maligno del largo viaje».
En el camino a través de la plaza, escucha con muda preocupación el relato de Gianni sobre la traición de Thierry y la muerte de Dwn. Cautamente, mira más allá del caballero italiano y de su nieta, y atisba a Guy y sus caballeros trotando hacia los establos.
A solas con David en su aposento, Raquel abre la abultada cartera y le muestra las joyas.
«Esta es nuestra libertad, abuelo».
David se sienta en la cama y toma las piedras preñadas de color. Estudia el fulgor aprisionado en las gemas y siente la luz brillar en su propio cuerpo, a pesar de su enfermedad.
«Temía que Ailena nos hubiese engañado».
«Guardó su palabra».
«Y nosotros la nuestra». Se acuesta de nuevo, aferradas las piedras contra su pecho.
«Ahora debemos partir, de inmediato».
«En cuanto estés bien».
«No». David es adamante. «De inmediato. Me recuperaré en camino».
Raquel no oculta su alarma. «Si partimos ahora, morirás. Los viajes por mar te enfermaron ya bastante cuando te encontrabas bien. Y los viajes por tierra son demasiado arriesgados. Hay que esperar hasta que te recobres».
David cierra los ojos. Más esperas. «Prefiero morir en el mar que dejarte aquí con este peligro».
«Calla ahora y duerme». Le quita las joyas de sus manos apuñadas. «Guardaré nuestro tesoro oculto con tus libros sagrados. Y de este modo, al menos por ahora, cielo y tierra estarán cerca».
«Fuiste duro con Thierry», dice Roger Billancourt.
«¿Duro?». El trazo único de las cejas de Guy es negro contra su frente lívida. «Si su intriga hubiese triunfado, si la Imitadora hubiese muerto en un accidente del carro o en una avalancha, a mí me habrían llamado asesino».
Están solos detrás de los establos y Guy pasea entre los almiares, humeando. Roger se apoya en un poste, ve las colas de los caballos ahuyentar las moscas, imagina qué furioso estaría el barón si sospechase que esta ha sido la estrategia de su maestro de armas.
«Debemos desacreditarla primero», insiste Guy. «El mundo debe saber que es una impostora. Luego podemos empalar su cabeza en el asta de la bandera, si queremos».
«Pero los hombres del rey…».
«¡Qué vengan!», grita Guy. «Que la Imitadora pague las multas».
«No asumirá tus deudas a menos que le rindas homenaje», le recuerda Roger. «Los hombres del rey te llevarán preso a las mazmorras de Ricardo».
«Antes huiré a las montañas».
«Donde Howel te espetará como a un capón. Tal como ha hecho con tu sobrino».
Guy lo asaeta con una mirada negra.
«Hay aun otro camino», dice Roger. «Derrota a la Imitadora en una assise de bataille, y exige que Neufmarché pague las multas a cambio de no saquear su castillo».
Raquel está sentada en el agua cálida de su baño, mientras los dolores del viaje se disuelven en ella. Ha pedido estar sola, y únicamente una joven sirvienta se ha quedado con la baronesa, para carmenarle el pelo y ocuparse de sus ropas. La enfermedad de David la perturba hondamente; es viejo y aún está exhausto del largo peregrinar que los trajo hasta aquí. El clima es malo para él, húmedas y frías las noches. Quiere pasar más tiempo en plegaria con él, mitigar los sentimientos de culpa por la muerte de Dwn y celebrar la nueva esperanza que con las joyas nace.
Pero él está demasiado débil. El físico del castillo ha dicho que, mientras la fiebre no ceda, no debe levantarse ni para orar.
Varias misas han de decirse por Dwn, y ahora, con maese Pornic lejos, Gianni puede realizar los servicios de un modo más próximo a la tradición hebrea. Eso complacerá al abuelo.
Se harán lecturas de la Torá y se cantarán salmos. Compartir el pan y el vino consagrados será como la comida del Pesah. Así, incluso ella podrá participar sin ofender a Dios. Y el frío en su interior, que es el fuego del corazón, la turbará menos.
Raquel medita estas cosas mientras remoja sus contusiones: esta gente adora a un dios judío. ¿Por qué no adorar los rituales que él adoró?
Gianni se hinoja ante el altar de la capilla, tratando de rezar. Extrañamente, añora a maese Pornic, añora la fe veterana del santo varón. Qué difícil es adorar lo invisible, piensa con los ojos cerrados, viendo oscuridad sólo y sombras de sangre, sin sentir presencia alguna… más que la de la urgencia de su cuerpo. Dios, Santo Señor y Dueño mío, tú me has dado una capilla, dame un rebaño también, dame la fuerza para ser tu sacerdote.
Abre los ojos y ve a Ummu encorujado y dormido a los pies de la Virgen María, mientras Ta-Toh se encarama a los hombros de la estatua. La capilla está exquisitamente estatuada, el crucifijo es temiblemente minucioso en sus detalles, las vidrieras precisas y prendidas de un fuego ultramundano. ¿Por qué no instigan en mí la mitad del fervor que mis ingles? Apoya el rostro en las manos. ¿Tenía razón maese Pornic? Si mantengo este ardor dentro de mí el tiempo suficiente, ¿se transformará en algo maravilloso? ¿Soy tan fuerte para hacerlo? ¿O es antinatural? Dame un signo. Tú bendijiste a la baronesa con un milagro. Bendíceme a mí con un signo sencillo pero claro.
Esperando oír el trueno o el grito de un águila, a Gianni le llega sólo el ronquido áspero de Ummu y el distante sonido de los cascos de caballo en la plaza. Entonces Ta-Toh ladra y Ummu bosteza: «Una aparición».
Gianni se torna rápidamente, ve un humo de sol vertiéndose por el arco de la puerta y la silueta de una mujer. Madelon se acerca; Ummu chasquea con la lengua llamando a su mono y desaparece detrás del crucero.
«He venido a rezar por ti», le anuncia la muchacha arrodillándose junto a él. «Maese Pornic ha sido desterrado a su abadía y ahora tú ministrarás espiritualmente este castillo. Debes de hallarte en gran tormento».
Gianni la mira con ojos febriles. «Lo estoy».
«¿Cómo podría ser de otro modo, Gianni? Por la historia de tu vida sé que no eres un sacerdote. Sólo te disfrazas de sacerdote».
«He estado verdaderamente consagrado a nuestro Salvador desde el milagro del Grial. Lo vi con mis propios ojos… y me ha cambiado».
Madelon posa sus manos perfumadas a ambos lados de su rostro y lo contempla con anhelo. «Pobre Gianni. Eres un penitente de amor. ¿Por qué lo niegas? Mientras sigas con la ficción de ser un sacerdote, pertenecerás al Diablo, que te abrasará de lujuria. Deja que el amor te libere».
«¿Me amarás tú?».
«Si dejas de engañarte y te conviertes en un simple caballero… entonces sí, te amaré».
Suelta su rostro y agacha la cabeza en plegaria. Con un destello pueril en los ojos, Gianni la observa persignarse y levantarse. Ella cabecea con una sonrisa elusiva, luego flota hacia la oscuridad y desaparece en otra ráfaga de humo del sol.
«Te está haciendo cosquillas en el ano», dice Ummu asomándose desde detrás del altar.
«No», repone Gianni con un ladeo triste de su cabeza. «Perdí mi alma largo tiempo atrás, Ummu. Y es allí donde ella la ha encontrado».
Denis Hezetre encara un blanco en el extremo distante de la liza y coloca contra la cuerda del arco la ranura de una flecha. Está solo en el campo, pues el sol se hunde en el cielo y los rayos sesgados del astro brillan en abanico sobre el blanco, deslumbradores. Esto seduce a Denis: el resplandor en sus ojos encarna la ceguera que ha sentido en su corazón desde el retorno de la baronesa. Sólo Dios podría haberlo apartado del lado de Guy y convertido en su enemigo. Qué ironía simétrica y lúcida. Pero tan cierto como que Dios juega con Sus criaturas y las pasiones de estas, Denis sabe que sólo Dios puede mantener puro su corazón.
Cuando Denis alza el arco y tensa la flecha, abre los ojos directamente contra las saetas del sol. La luz lo atraviesa, hiriendo sus ojos, emulando el dolor en el centro de su ser. El blanco se pierde en el ígneo fulgor. Pero así como no se le oculta que Guy sigue ahí para él, Denis sabe que el blanco está en alguna parte también.
Y dispara al sol. Luego se vuelve sin mirar, con la certeza de haber atinado.
Hellene, de cabello color jengibre, se sienta en el sillón junto a la chimenea, mareada de rabia. Proyecta hacia delante su labio inferior y exhala un hálito airado sobre su rostro. Fija después una mirada demente, bizca casi, en su marido William, de pie junto a la ventana y mesándose el denso mostacho mientras contempla la distancia.
«Busca a tu hermana, Hugues», dice Hellene al adusto doceañero del rincón sin mirarle. El recio muchacho abate la cabeza y mueve su peso renuente, prefiriendo quedarse y escuchar. «Trae enseguida a Madelon», añade su madre en un tono tajante que envía el chico al pasillo arrastrando los pies.
Una vez fuera de la vista, Hugues presiona su espalda contra la pared y, mordiéndose el labio inferior, escucha.
«¿Por qué ha de ir Thierry a San David?», pregunta Hellene en una voz de callada violencia.
«Ya te lo he dicho, Hellene. Una peregrinación para expiar la muerte de Dwn».
«Pero eso fue un accidente. Tú dijiste que fue el caballo el que embistió al vehículo».
«El caballo de Thierry».
«Pero ¿por qué no puede expiarla aquí, en la capilla o la abadía? San David está a cuatro días de viaje. Y si los hombres de Howel lo cazan otra vez…».
«Thierry seguirá el camino largo… por el Usk hasta Newport. Partirá después del torneo y los caballeros que dejen el castillo le prestarán recia escolta».
Hellene sacude la cabeza y sus hombros decaen con peso de resentimiento. «¿Por qué nunca me haces caso, William? Te dije que Thierry debía quedarse aquí con Harold. El torneo está ya muy cerca para haberse arriesgado a lastimarse en el camino. Tiene quince, William, y está armado caballero. Ya es lo bastante mayor como para ganarse un puesto en…».
«Una familia elegante, como los Marshal o los de Braiose», termina William la frase con mofa estridente. Se aparta de la ventana con rictus de enojo. «Lanfranc es una familia suficientemente elegante. No hay ninguna necesidad de buscarle un puesto en otra parte. Algún día será el señor de este dominio».
Hellene viste sus facciones severas de una perpleja expresión. «William, incluso antes de que grandmère retornase, yo quería para Thierry algo mejor que este insignificante dominio perdido entre los montes de ninguna parte. Pero ahora que grandmère está aquí, fresca como con veinte veranos, nunca será barón de este castillo. Tiene que encontrar su fortuna en otra parte; así que, ¿por qué no entre las hijas de los grandes terratenientes del sur? Es un muchacho sorprendente, de no pocas capacidades».
«En esto, esposa, estamos de acuerdo. Las mejores de las doncellas rivalizarán por él».
William se sienta a su lado, suavizada su actitud por la preocupación compartida. «Pero si se casa con una de esas nobles, tendrá que servir a su padre… y estos sirven al rey y a los Plantagenet, que disputan a Felipe Augusto, rey de los franceses, el territorio al noroeste de París, el Vexin y las fronteras de Normandía. Aquí, al menos, está libre de las regias aventuras guerreras y de que lo arrojen al campo de batalla como un peón. Aquí será su propio señor, porque la autoridad del rey no pesa tanto en la Marca».
«Mejor señor de un agujero de ratón que garra de gato para un imperio», coincide Hellene.
«Pero grandmère…».
William posa en su rodilla una mano moderadora. «¿Es tu abuela realmente?».
«Por supuesto», responde Hellene cogida por sorpresa. «El rey y el papa…».
«Los pergaminos pueden falsificarse». William se acerca a su oído. «Tengo que decirte algo. Cuando Howel apareció en el bosque del monte, llevaba consigo a Largavista Meilwr. El viejo bardo está ciego ahora, pero al darle Howel a oler el pelo de tu abuela, el venerado esperpento gritó, “¡No es la Sierva de los Pájaros!”».
Hellene contrae sus labios escéptica. «Tu galés es pobre. Por lo que cuentas, podría haber dicho, “No es sino la Sierva de los Pájaros”».
William se encoge de hombros. Su mujer tiene razón, y por eso no le dijo él a Guy lo que creía haber oído. «Aun así, ¿se parece esta mujer en algo a Ailena?».
«Madre lo cree así».
«Lo único que le ocurre a Clare es que está feliz de librarse de la férula de su hermano. ¿Qué opinas tú?».
Hellene frunce el ceño. «Se comporta de un modo muy diferente. Más introvertida, más calma. Y sin embargo, hay algo… como poseído en sus facciones. Ha visto milagros».
«Piensa en esto, Hellene. Si ves en ella cualquier signo de que es una Imitadora, aférrate a ello y dímelo… por nuestro hijo».
Al otro lado de la puerta abierta del dormitorio, Hugues se lanza al fin pasillo abajo para buscar a Madelon y compartir con ella su estupor.
Gerald Chalandon y su hijo Thomas se hallan en un alto aposento de la torre maestra, con las estrechas contraventanas de las troneras abiertas para que entre la brisa floral. «Este es un cuarto miserablemente caluroso», dice Gerald contemplando las oscuras vigas y las paredes pardas. «¿Por qué insistes en vivir aquí cuando hay amplias estancias en el palais?».
«Las necesitaréis cuando arriben vuestros nobles huéspedes para el torneo», responde Thomas y tira de las contraventanas de una de las grandes ventanas ojivales para abrirla. Abajo está el patio interior de la corte, el elegante palais gótico con sus arcadas y una esquina del jardín con sus pérgolas de rosales. «¿No querrás instalar en este desván a los condes de Hereford y Glastonbury? Además, aquí mi madre y mis hermanas me dejarán tranquilo. Estas escaleras son demasiado para cualquiera de ellas».
«Te ven tan poco, Thomas… ¿puedes reprocharles que te atosiguen cuando estás aquí?».
«Se lo reprocharía menos si dejasen de preguntarme cuándo voy a ser tonsurado».
«Realmente, Thomas. Eres un acólito desde los diecisiete. ¿Cuántos libros más debes estudiar antes de ser sacerdote?».
«Grandmère quiere que deje la abadía». Lanza a su padre una mirada llena de incredulidad. «Quiere nombrarme heredero de tío Guy».
Gerald se frota la quijada y sonríe bonachonamente. «Tiene razón, ¿sabes? Tú eres su nieto mayor. Y de Guy no se puede esperar prole. Tú deberías ser el barón».
«Padre, yo no tengo el coraje».
«Tonterías. El coraje es para los guerreros. La sabiduría es mucho más valiosa para un soberano que el ardor. Y tú posees mucha sabiduría. Deberías serlo. Ya has tenido la nariz metida en los libros bastante tiempo».
Thomas se sienta en el alféizar. «No quiero ser barón. No tuve corazón para decírselo a grandmère, pero…». Sonríe con luminosidad. «Ahora estoy dispuesto para ser sacerdote. Tomaré mis votos el día de San Fandulfo, el aniversario de la partida de grandmère para Tierra Santa».
El gesto de Gerald se tuerce con la sorpresa y se obliga a sí mismo a no fruncir el ceño cuando ve desvanecerse la esperanza de que su hijo sea barón. Luego aferra los hombros de Thomas y lo regala con una sonrisa ancha que revela sus dientes curvos. «Tu madre llorará de alegría, convencida de que te ha ganado la gracia de Dios. Pero dime, ¿qué tomo ha elevado tu corazón al cielo?».
«Ningún tomo, padre. El milagro de grandmère me ha convencido del sagrado propósito de Dios en este mundo».
«Ah, ya. ¿Y tú lo dudabas?».
Thomas abate la cabeza. «Tú me has enseñado siempre la supremacía del espíritu y yo nunca he dudado de ti. Pero para ti la supremacía estaba en el cancionero».
«Esa era la vocación de mi alma», afirma Gerald, llenándose de niebla sus ojos. «Aunque yo era de humilde origen, mis canciones fueron oídas por la misma condesa de Ventadour, y en su corte aprendí el arte de la poesía y el espíritu de la vida cortés».
«Fuiste tocado por la lamentable transitoriedad de las cosas», le exhorta Thomas, «y la pusiste en canción».
Gerald asiente con melancolía, satisfecho de la indulgencia de su hijo.
«Para ti, padre, el espíritu está en la canción. Pero para mí el espíritu resplandece en toda la creación… en el regio vuelo del ánsar o en el humo sobre el hogar a la alborada. Aun la lóbrega nata espumosa de la superficie de un estanque es para mí preciosa como la seda».
«Para gran estupor de tu tío», dice Gerald sonriendo gentil. «Nunca ha entendido cómo podías encontrar belleza en cosas semejantes».
«Pero ¿no es así? Lo que el hombre ha artistado es torpe comparado con las ofrendas más simples de la creación».
Gerald suspira satisfecho. «Tú has encontrado tu camino a la dicha, Thomas. Bien, olvida entonces las seducciones del poder. Ignora los ruegos de tu abuela para ocupar el sitial de estado y obedece tu fe».
«Es grandmère quien me enseñó la senda. No está en los libros. Nunca seré un prelado. Quiero ser un simple monje y estudiar del primer libro de Dios… como fue en el principio y siempre será», apuña su blanca sotana nerviosamente. «Sólo queda en realidad un obstáculo».
«¿Obstáculo? Sin duda no es tío Guy. Él ha encontrado su discípulo idóneo en Thierry».
«No, no, no es eso. Queda un jirón de duda… la sombra que el Diablo arroja sobre cada acto de gracia en este mundo». Thomas pasa una mano a través de su cabello suave. «Maese Pornic cuestiona que hubiese milagro y se pregunta si grandmère es una Imitadora».
Gerald abre las manos, sopesando este escepticismo. «Debes recordar que según maese Pornic el milagro más grande es la aurora. Ve el rostro de Dios en una flor. Desde luego que cuestionará cualquier cosa sobrenatural».
«Hay más. En el camino desde la abadía, Largavista Meilwr salió de los bosques y olió el pelo de grandmère. Sin dudar un instante, declaró que no es la Sierva de los Pájaros».
Gerald alzó sus finas cejas.
«¿Y si es una Imitadora, padre?».
«Guy quemará a la impostora. Y aplastará a tu madre».
«Peor. Significa que Dios ya no nos toca sino cuando nosotros mismos nos tocamos».
Gerald prende el extremo de su mentón y asiente lentamente. «Pobre Clare».
Por la noche, Falan sueña con al-aswadan, las dos negruras: agua y dátiles. Un estrépito de luz solar a través de las frondas de las palmeras juega sobre una duna centelleante; abajo está sentado él, mirando una alberca tan profunda que es negra como una cripta. Una voz dice: «Lo desconocido no es el vacío. Es el destello en el vacío».
Cuando despierta, sabe que es tiempo de retornar al desierto.
Desde la ventana, Raquel contempla las tiendas abigarradas alzándose en el vasto prado más allá del camino de peaje y los vergeles. Su sirvienta le anuncia que han empezado a llegar los primeros caballeros para el torneo.
Raquel está sentada junto a la gran ventana de su aposento, rechazando la comida, rechazando los ruegos de Clare para que salga, y mira los grandes pabellones desplegarse.
Recuerda a Ailena contándole que la Iglesia denunció tiempo atrás los torneos: los papas Inocencio II, Eugenio III, Alejandro III —e incluso el Santo Padre actual, el sabio y grande Inocencio III— han prohibido a los cristianos participar en combates semejantes bajo peligro de sus almas. «Pero Ricardo Corazón de León era afecto a las justas», fulminó la anciana baronesa dando sobre la mesa un golpe. «Mientras él sea rey, la guerra será la religión más importante».
La voz de Ailena Valaise suena en la memoria de Raquel como si hubiese hablado momentos antes. El mago persa, que tan útiles encantamientos obró con ella, ya no tiene un nombre o una faz siquiera en la mente de Raquel. Pero el rostro de Ailena, deshecho como damasco estrujado, está siempre tan cerca que puede susurrarle sus largas historias hora tras hora sin que se apoque su voz.
Raquel desearía que el mago estuviese ahora aquí para asistir a su abuelo. La fiebre ha remitido, pero él está seriamente debilitado. Aunque renuente a perder la esperanza, teme que David no vuelva a estar lo bastante fuerte para el viaje de retorno a Tierra Santa.
De pronto, un golpe en la puerta anuncia a Falan. Usando una jerga de lenguaje gestual, hebreo y árabe, el musulmán se las ingenia para comunicar a Raquel que pretende partir cuando haya acabado el torneo y quiere saber si ella le acompañará.
Raquel mira sus hondos ojos azules y ve los colores del desierto en la mata arenosa de su barba, en los huecos de sus mejillas como cincelados por el viento. «Dios decidirá», responde. «Si mis campeones son derrotados, iré contigo. Pero si Allah favorece a mis caballeros, me quedaré y gobernaré como Ailena quería. En cualquier caso…». Ella se toca su garganta indicando la banda de oro alrededor del cuello de Falan. «Tú dejarás de estar sujeto a mí».
Falan se inclina y toca el centro de su frente, orgulloso de saber que ha cumplido tan bien su misión que Raquel se siente lo bastante segura como para permanecer aquí sin él.
Falan sale para ocupar su puesto al otro lado de la puerta y Raquel, sola y melancólica, se asoma a la ventana para atisbar el bullicio del inminente evento. Repican las forjas con los herreros preparando los arreos de los justadores, vendedores de caballos de Merthyr Tydfil abarrotan los establos, y trovadores recién llegados con los primeros caballeros vagan por la plaza cantando a la belle saison de la guerra y el amor. Han sido contratados carpinteros hasta de lugares tan lejanos como Brecon y Strata Florida para que ayuden a los paisanos en la preparación del palenque y las tribunas, y el clangor de sus martillos despierta ecos en los montes ahítos de rebaños.
Nadie puede decir cuántos campeones llegarán. Durante varias semanas, desde mucho antes del retorno de la baronesa, los heraldos han recorrido el país treinta leguas a la redonda anunciando el acontecimiento.
A su lado, en el panel de una ventana abierta laminado por el sol, Raquel vislumbra su reflejo y nota la obsesión en su mirada férvida. Si sus caballeros son derrotados, entonces quedarse aquí sería aún más arriesgado para su abuelo que los peligros del viaje.
Cierra los ojos para orar, aunque no ha confiado en Dios plenamente desde el horror.
Busca palabras para suplicar al Señor, no por ella, sino por David. Las palabras no llegan… y ella teme buscarlas en mayores honduras, teme despertar las voces devotas de los muertos. Como siempre, Dios está furiosamente callado. Abre los ojos, comprendiendo que si ella posee un destino aparte del mero azar, este está sólo en sus manos.
«Baruj ata adonai elohainu melej ha-olam borai pri ha-adamah», recita Gianni Rieti y traduce mientras sumerge los karpas, los tallos de perejil, en un bol de agua salada: «Bendito eres Tú, Señor nuestro Dios, Rey del universo que creas el fruto de la tierra».
Los caballeros visitantes y sus familias se miran unos a otros boquiabiertos de asombro, pero la baronesa, Clare, Gerald y sus niños, sentados todos ellos en los primeros bancos, reciben el perejil con apertura en el semblante y lo mordisquean serenamente.
David, sentado tras una cortina en el ábside, desde donde puede observar la congregación sin ser visto, sonríe. Esta no es la estación primaveral del Pesah, pero la misa de los gentiles es una rememoración de la Última Cena de Jesús, una celebración del Pesah. Así, pensó, ¿por qué no hacerlo propiamente? Gianni ha aprendido bien el ritual. Dispuestos sobre la mesa hay un huevo cocido, símbolo tradicional de duelo, y una tibia de animal rustida en recuerdo de la destrucción del Templo y de la redención de Israel «con brazo extendido». Junto a los karpas, el perejil como signo de esperanza en el futuro siempre renovada, bañada en las lágrimas del pueblo, hay también un bol de raíz de rábano picante asado, símbolo de la hierba amarga, y haroset, una espesa mixtura de manzanas y nueces molidas con vino, especiadas con cinamomo, que representan el mortero usado por los israelitas para construir las ciudades del faraón.
Viendo a esta congregación de gentiles adorar a Dios de un modo semejante al de su propio pueblo, David se siente exultante. La lasitud que lo poseyó desde la fiebre parece escampar brevemente con el gozo que le produce ver honrado al Dios Uno.
Gianni eleva el disco del pan sin levadura preparado por David en los hornos y lo consagra como el cuerpo de Cristo. Los asistentes al culto se santiguan y arrodillan. Mientras el monaguillo llena las copas de vino, Gianni relata en forma resumida la historia del Pesah y los visitantes intercambian expresiones aún más confusas. Murmurios de desacuerdo se elevan gradualmente a susurros de alarma y escándalo. Unos pocos salen de la capilla torciendo el gesto y sacudiendo la cabeza. Pero la mayoría disculpa a la baronesa, creyendo que el milagro que restauró su juventud inspiró estas extrañas costumbres; estos abaten las cabezas cuando la Eucaristía se eleva bien alto de nuevo y el sacerdote entona: «Baruj ata adonai elohainu melej ha-olam hamotzi lehem min ha-aretz. Bendito eres tú, Señor nuestro Dios, que engendras el pan de la tierra».
Después de la misa, Thomas Chalandon se acerca al altar y encuentra a Gianni Rieti en el ábside quitándose las vestiduras. «Había oído rumores de que mi abuela quería incluir el hebreo en la misa», dice con gravedad, «pero no pensaba que esta sería una ceremonia judía. Ponéis vuestra alma en peligro, padre».
«El alma está en peligro desde que llega a este mundo, joven colega». Gianni besa la cruz bordada de las bandas de su estola y la deja pulcramente en el arcón con el resto de los ropajes canónicos. «¿Un poco de vino?». Gesticula hacia un cáliz lleno.
Thomas parece horrorizado. «Ese es un vino santificado».
«Sí, un cáliz extra de él… la Copa de Elías. La compartiré con vos».
Thomas observa el rostro hermosamente cincelado del sacerdote-caballero como si fuera un lingote de acero al blanco. «¿Debo deciros todavía que estas no son las enseñanzas de la Iglesia?».
«Pero son las enseñanzas de Dios», replica Gianni, bebiendo más de la mitad del contenido del cáliz. «Ga-alti», saluda. «“Os redimiré con brazo extendido y con juicio grande”. La Torá, Éxodo, capítulo seis».
«Ese es el Dios de los judíos».
«Hmm, sí». Gianni se acaba el vino y frota ligeramente su bigote finamente recortado con una servilleta del altar. «El Dios que Jesús adoró y por el que murió».
Thomas se sienta en una silla almohadillada y fija su vista en el afilado acero que cuelga al costado del sacerdote. «¿Vos luchasteis por el Santo Sepulcro?».
«Lo guardé. Fue allí donde tuvo lugar la trasfiguración de vuestra abuela».
«¿Visteis el Grial?».
«Y también las lenguas de fuego. Ardían en una nube celestial colmada de ultramundanas voces angélicas. Sí… lo vi todo». Gianni se sienta en el borde del arcón, refulgentes sus facciones como aurora de vino y revelación. «Acababa de recitar la plegaria de la extremaunción sobre ella, de ungirla y darle el viático. Ella estaba justo allí, bajo mis manos, seca y consumida. Un lagarto muerto, en verdad. Entonces, una gloria más resplandeciente que el sol del desierto la levantó y me hizo retroceder». Gianni menea la cabeza. «Ninguna palabra puede rozar la magnificencia de lo que transpareció. Hasta este día no sé con certeza si fue bendición o castigo estar allí. Después del milagro, llega el verdadero conflicto. El cielo es de pronto más real. Y entonces, es muchísimo más difícil resistir la tierra».
En la puerta del recinto interior, Clare y Gerald saludan a los dignatarios que llegan la mañana siguiente al día de San Eustaquio. Seis condes aparecen: primero los barones fronterizos de Builth Wells, Y Pigwin, Carreg Cennin y Carmarthen, y luego los lores ingleses de Glastonbury y Hereford, todos con sus escuderos y familias, para ser instalados como pares de la baronesa en el palais.
No se exige la presencia de Raquel para atenderlos; su ausencia se explica sencillamente por la voluntad de la baronesa de permanecer apartada de sus funciones hasta que sus caballeros hayan ganado la assise de bataille. Ha anunciado que, si fracasaran, ella renunciaría a su sitial de estado en favor de su hijo Guy y retornaría de inmediato a sus santas devociones en Jerusalén.
Este duelo espolea la inspiración de muchos trovadores que han acompañado a sus condes y caballeros, y pronto, tanto en el castillo como en el campamento exterior, empiezan a florecer canciones sobre la baronesa del Grial y su restaurada juventud. Los comadreos del palais, la plaza y la aldea ceban los romances con sospechas de fraude y pactos diabólicos. Y vislumbres de la baronesa en su ventana inspiran intrigantes especulaciones sobre las relaciones de la señora con el caballero muslim de ojos azules siempre a su puerta, y con el enfermizo, afligido judío con el que oran y estudian cada día ella y sus caballeros.
Cuando el marqués de Talgarth cabalga inesperadamente hacia el castillo con su exquisito cortejo de armeros, buhoneros, goliardos y caballeros de negras armaduras, demasiados cuentos le han seducido ya los oídos para aceptar aun la posibilidad de no ser atendido por la misteriosa Ailena Valaise. Un heraldo anuncia su llegada con la exigencia de que sea la baronesa quien se apreste a saludarlo.
Incapaz de rechazar a un noble de rango tan elevado, Raquel se viste sus más finos ropajes y su guirnalda de oro. Un mador la unge al temer no recordar los muchos detalles quisquillosos del protocolo en que la baronesa la instruyó.
A la puerta del palais, se reúnen los cuatro condes que son sus huéspedes para tener la primera vislumbre de ella. Raquel los saluda cálidamente, comprendiendo que estos son los testigos de su destino. Si Dios escoge derrotar a sus caballeros, nunca los volverá a ver; de momento, sin embargo, son sus pares y, conjurando su más hospitalaria presencia, prodiga a cada uno un fraternal abrazo.
Montada en el palafrén blanco, galopa a través del recinto interior, acompañada por Falan, Denis y Gianni. En la plaza, las gentes se arremolinan en torno a ella sin que sus serjants sean capaces de contener la bullente multitud de extranjeros, imbuidos de un temor reverencial y ansiosos de tocar la orla de sus vestidos. Los caballeros negros del marqués han cruzado lanzas en la puerta frontal para mantener a raya la muchedumbre. Raquel desmonta y camina a lo largo del puente levadizo, solemnemente inclinada la cabeza.
El marqués la aguarda, sentado imperiosamente sobre su bridón negro. Es alto y de aspecto imponente; viste una armadura completa color ébano y un yelmo empenachado de rojo, un hacha corta de batalla, una larga espada y un escudo triangular blasonado con una víbora anudada. Su corcel se cubre con un paramento sable bordado de serpientes carmesí en espiral y un capistro en la cabeza también carmesí, una máscara laminada con un cuerno corto brotándole de la frente. Dos escuderos lo ayudan a desmontar. A pesar de su fulgurante apariencia exterior, cuando se alza la visera, Raquel se sorprende al hallar a un anciano desdentado de barba rala y grandes orejas pastosas.
«He venido en cuanto supe que arriesgabais vuestro sitial de estado», le anuncia con voz débil, aflautada. «Algo así siempre garantiza un buen combate. ¡Y cómo amo un buen combate! Adelante pues con él, ¿no os parece?».
Clare y Gerald, atentamente, ceden su dormitorio al marqués y los diversos cofres con sus pertenencias son portados a un cubículo menor, donde dormirán en un jergón de paja seca. Gran parte del día se pasa acomodando al vasto séquito del marqués, hallando cuartos en el palais para los caballeros nobles y en la torre maestra para el resto.
Hellene y Leora están fuera de sí de gozo al poder presentar por fin sus hijos a las familias del marqués y los condes, comparar linajes y tramar matrimonios. El palais bulle como un mercado, y sirvientes y cocineros, tratando de complacer a tantos nobles bajo un solo techo, se agotan en esfuerzos sin precedentes.
Extrañamente, la presencia de un señor superior a ella en rango, calma a Raquel, que se entrega a servirle con inflexible generosidad y graciosa cortesía. La presencia del noble libera temporalmente sus hombros del pesado manto de la jefatura y estimula una cierta complacencia con su propia vida. Sin el menor asomo de turbación, se aviene a todos los caprichos del marqués.
Durante las comidas es su deber servirle y ocuparse de su entretenimiento después. Lo presenta a su familia, incluso a su hijo Guy, que, ansioso de no enemistarse con este poderoso aliado del rey, hasta se permite de vez en cuando una sonrisa en presencia de la Imitadora. Y cuando el marqués, mostrando sus encías con una sonrisa malévola, le pregunta: «¿Son ciertos los rumores de que no creéis que esta deliciosa criatura sea vuestra madre?», Guy replica con tanta moderación como es capaz de mostrar, «Esta mujer posee una gracia mucho mayor que la madre que yo recuerdo, quizás demasiada para gobernar esta frontera salvaje».
El marqués asiente comprensivo y da una palmada en la espalda de Guy. «La rebeldía es buena. Mantiene puro el poder. Hacéis muy bien en desafiarla. Os deseo suerte. Pero, joven amigo», el noble de hundidas mejillas estrecha enigmáticamente los ojos, «estáis del todo equivocado con vuestra madre. Cuando uno descubre gracia allí donde no pertenece, ¿cómo puede dudarse que haya habido un milagro?».
A la luz de numerosas bujías colocadas en los perales y las pérgolas de rosas, Raquel cuenta de nuevo su sorprendente historia; en esta ocasión, al marqués y a su séquito. Los caballeros y escuderos escuchan con atención fiera, pero a mitad del cuento, mientras relata las maravillas del reino del Preste Juan en el desierto, el marqués empieza a roncar.
Más tarde, cuando Raquel ha ayudado a los servidores del viejo caballero a acostarlo, rechaza educadamente todas las súplicas para que continúe su narración e invita a la decepcionada asamblea a enterarse del resto en la plaza con los trovadores. «Las historias están concebidas para hacernos dormir», dice con dulzura a sus enojados oyentes. «En Jerusalén, conocí una vez a un monje de la India cuyo maestro, al que llamaban El Que Ha Despertado, afirma que la más noble verdad, la única verdad que nos despierta, es el sufrimiento. Pensad en esto cuando os alumbréis mañana uno a otro».
El sueño abandona a Raquel. Pasa ella la noche sentada junto a la ventana escuchando las festividades que tienen lugar en la plaza, el prado y la aldea más allá. Mañana descubriré quién soy —en quién me he transformado—, una baronesa o algo distinto. ¿Una mujer loca a quien nadie querrá maridar? ¿La muchacha al cuidado de mi abuelo en un viaje azaroso? ¿Una solterona solitaria en la Tierra Prometida y estos días en el castillo, recuerdos preciosos como joyas?
Piensa en su abuelo y sabe que está rezando por su derrota, temeroso de haberla perdido en favor de los gentiles y dispuesto a arriesgar su vida en otra peregrinación para llevársela de aquí. Si es vencida mañana, se promete a sí misma no lamentarlo. Que la bárbara labor de gobierno se aleje de ella, con sus comodidades y peligros, resuelve Raquel. El poder nunca la ha seducido, aparte de que otorga un lugar a salvo de las brutalidades de los demás.
Pero si sus caballeros salen victoriosos, si logra convencer a todos de que ella es realmente la baronesa, habrá ganado tiempo para fortalecer a David con reposo. En primavera, si no lo asalta ninguna otra enfermedad, podrá estar fuerte para sobrevivir al viaje. Podrá entonces tener la satisfacción de morir en la tierra de sus ancestros.
Este pensamiento la perturba con oscuros recuerdos de su familia, de la que ella es la última. Debe dar lo mejor de sí por este hombre que cavó tumbas para que ella pudiera vivir. Si mañana vence, decide hacer que este dominio encarne tanta promesa para él como Tierra Santa.
David está sentado junto a su ventana, demasiado débil para permanecer de pie, con la mirada alzada muy por encima de las ruidosas festividades, hacia las marcas castizas de la estación, las estrellas esmeralda de las constelaciones estivales. Su plegaria es honda y silente, pues no osa él impugnar la sabiduría del Creador. Que sea lo que ha de ser… y que sea lo mejor para mi Raquel.
Con los primeros tintes de la aurora, hay ya escuderos a medio vestir corriendo de aquí para allá. Los caballos, que relinchan y piafan, son enjaezados, ensillados y conducidos al prado.
Allí se prepara la liza de forma especial. Se erigen dos pares de fuertes palizadas de madera, las exteriores a la altura del hombro, más bajas las interiores, y con numerosas aberturas para que pasen por ellas corceles y guerreros. Entre las dos líneas hay espacio para caballos de repuesto, escuderos, asistentes y heraldos, así como para espectadores privilegiados a los que no les molestan las frenéticas actividades de los caballeros y sus ayudantes. Un público más humilde atisba por encima de la palizada exterior. Al lado, recorriendo la longitud del prado, se eleva una serie de tribunas entoldadas, de suelos alfombrados y resplandecientes de pendones. En ellas se instalan las damas, los niños de la nobleza, y los ancianos y menos marciales caballeros.
Después de una misa apresurada por Gianni Rieti, los caballeros y las damas parten sin demora hacia sus lugares. Las damas, montadas en sus blancas mulas, se sobrepujan una a otra en sus alardes de martas y armiños, cendales y brocados, sedas y perlas. Los aldeanos y villanos de los pueblos y castillos próximos se apretujan boquiabiertos contra las vallas en el extremo del campo, señalando aquí y allá, y aplauden sonoramente cuando una dama hermosamente ataviada pasa cerca de allí. Abundan los juglares, mimos y acróbatas, y la música ensordecedora de los tambores y gaitas hace vibrar a la bulliciosa multitud y excita a los caballos.
Los mariscales que constituyen el jurado de la lid, el marqués y los condes, avanzan a pie, vestidos con brillantes gonelas y ataviados con yelmos de cimeras extravagantes: cabezas de halcón, áspides, basiliscos y dragones. Gerald Chalandon, el caballero decano no combatiente del castillo hospedante, los conduce ceremoniosamente a sus lugares en la elevada tribuna que domina el centro del campo.
Detrás de los mariscales están los reyes de armas y heraldos, lujosamente ataviados, que asistirán a los combatientes azuzándolos con silbidos y gritos. Son estos seguidos por los pajes y serjants asignados a la vigilancia de la turba, y encargados de traer nuevas lanzas, despejar el campo de armas rotas y rescatar a los caballeros caídos.
Los mariscales examinan el campo desde su posición ventajosa y, cuando anuncian que todo está dispuesto, Gerald alza un bastón blanco. Con un gran estallido de trompetas, hacen su entrada en la liza la baronesa del Grial, montada en un camello, y su familia, sobre monturas cubiertas de ricos paramentos. La turba se encarama a las vallas, cayendo algunos por encima de ellas, para ver a la joven baronesa. «¡Valaise! ¡Valaise!». Muchos de los serjants se tornan para ver al milagro viviente y al hacerlo son casi pisoteados.
Falan conduce su camello entre la baronesa y el río de gente que corre a través de la palestra. Su sable curvo fulgura al sol naciente y, una vez fuera de su alcance, los villanos lo contemplan boquiabiertos y sumidos en un miedo reverencial.
Raquel se siente febril, con un nudo en el estómago de reprimida ansiedad. Busca a Guy con la mirada o a algunos de los caballeros contendientes, pero sólo ve tumulto en el campo.
Ignorando los gritos de la masa, ignorando el miedo bilioso que sus rostros contorsionados despiertan en ella, desmonta mecánicamente y trepa las escaleras, mientras crece su temor con cada escalón que deja atrás. Cuando ocupa su lugar en la tribuna central junto al marqués, el añoso caballero y el resto de los mariscales se levantan, avanzan hacia ella y se inclinan en profunda reverencia.
Con evidente entusiasmo, el marqués admira abiertamente la apariencia de Raquel, su cabello entrelazado con hilos de oro y largo sobre el pecho. La camisa azafrán y la pelliza orlada de armiño son sus presentes, y sonríe al ver lo bien que complementan el elegante brial de seda violeta, cuyos muchos pliegues y largas mangas flotan etéreos sobre aquellos. Une su dedo meñique con el de ella, de acuerdo con la costumbre del tiempo, y ambos se sientan juntos. «Si estáis destinada a exiliaros en Tierra Santa», dice tratando de ganarse su favor con desdentada sibilancia, «Iré con vos, y quizás hasta hallemos de nuevo el Grial… juntos».
Raquel sonríe cautelosa.
Asiente entonces el marqués a Gerald, que alza el bastón blanco y ordena, «¡Traed a los caballeros!».
Serjants a caballo han despejado el campo y, con un potente estallido de la música y estrumpir de trompetas, empieza el desfile de los combatientes. Cuatro heraldos vestidos de escarlata abren a pie la procesión. Les sigue un malabarista a caballo haciendo piruetas con una espada, lanzándola a las alturas y cazándola cuando cae. Marchan luego los contendientes, cuarenta caballeros montando en una columna de a dos. Desfilan a lo largo de toda la palestra, junto a las tribunas, para retornar una vez pasada la turba bramante.
Guy Lanfranc y Roger Billancourt los conducen, severos y duros los rostros, absortos en el oscuro propósito de recuperar su dominio. Cabalgan detrás de ellos William Morcar y su hijo Thierry. Este es el primer torneo de Thierry como caballero y mira orgulloso alrededor, pavoneándose ante las damas de las tribunas. Jóvenes y maduras, las mujeres se inclinan hacia delante y saludan en respuesta, decorando las lanzas, incluida la de Thierry, con grímpolas y manguillas y medias. Prendas de amor —guantes, ceñidores y largas cintas brillantes— son arrojadas a los caballeros más jóvenes, hermosos y viriles, pero Thierry no recibe estos honores.
Gianni Rieti cabalga sin lanzar una sola mirada a las tribunas, aunque sobre él llueven las prendas. Sólo cuando pasa por delante de la tribuna central y un rizo élfico de pelo rubio encintado cae en su regazo, alza los ojos. Madelon le hace señas. Él se aparta de inmediato, encuentra cerca de allí a la baronesa y la saluda. Ummu, que monta un burro tras él, arroja a Raquel un beso y parpadea, mientras Ta-Toh sube volando la tribuna empavesada y regala a la baronesa un mechón de pelo de mono que Ummu ha ligado con una margarita. Ella acaricia al simio bajo los hurras de la multitud y Ta-Toh se escurre de vuelta a su dueño.
Los caballeros recorren el campo en una formación caleidoscópica, luciendo sus vainas y lanzas y escudos pintados de brillantes colores, sus yelmos encrestados de plumas y sus corceles aparejados con bordados paramentos. Pero los mariscales están atentos sólo a las lanzas, que deben tener la punta roma y estar hechas de madera ligera y quebradiza. Aquellas que se presentan dudosas son requeridas por los árbitros y examinadas. Aun a pesar de estas precauciones, hay físicos de todos los castillos participantes en la liza.
Una vez los caballeros han completado el circuito, Gerald anuncia la primera justa:
«Assise de bataille por el derecho de gobierno en el dominio de Epynt, el Grifo de Lanfranc desafía al Cisne de Valaise. Que los caballeros contendientes se acerquen y se hagan reconocer».
Falan Askersund cruza la palestra sobre su camello, flanqueado por Denis Hezetre y Harold Almquist, y seguido por Gianni Rieti sobre su blanco bridón árabe. El sueco porta sólo un simple turbante blanco y una túnica mora sobre la cota de malla; el resto luce armaduras de petos blasonados con el Cisne, y fuertes hojas protegiéndoles hombros, caderas y muslos, así como celadas ligeras. Falan toca su frente e inclina la cabeza, mientras los demás se quitan los yelmos y cabecean a los mariscales. Todos presentan las lanzas para su inspección y se retiran luego al lugar del campo donde está izada la bandera del Cisne.
Tras ellos llegan Guy, Roger y William. Portan sólo corazas con la insignia del Grifo, escarcelas sobre los muslos y celadas bien bruñidas, despojadas de todo ornamento. Cuando sus lanzas son aprobadas, ocupan sus puestos en la parte contraria de la palestra, donde su bandera vuela.
Los heraldos y juglares, uno de cada campo, grotescamente vestidos con capas y sayos ajedrezados, anuncian a los contendientes: «¡Aquí está el buen caballero, Guy Lanfranc, campeón con Guillaume Longsword en su conquista de Irlanda. Contemplad ahora sus hechos gloriosos y los de sus caballeros mientras derrotan a este guerrero pagano y sus ingratos compañeros, que han osado desafiar su derecho como barón legítimo del Castillo Valaise y conde de Epynt!».
El otro heraldo ejecuta una serie de saltos acrobáticos para atraerse el aplauso del público; luego declara: «¡Aquí está Falan Askersund, buen caballero de Suecia que viajó a Tierra Santa, halló fe en Mahoma y, aun así, relegó esa fe extraña para escoltar de vuelta a su país a la baronesa Ailena Valaise, bendecida con nueva juventud por el Santo Grial! ¡Ved a los campeones de la dama desarzonar a esos caballeros desleales, que reniegan del milagro del Sangreal!».
«¡Cesen los alardes!», clama Gerald. «¡En el nombre de Dios y de San David, batallad!».
Thomas Chalandon, sentado en la tribuna junto al rabí Tibbon y vestido como un plebeyo con un jubón marrón, calzones grises y calzado de cuero pulido, aferra un pequeño crucifijo.
Subrepticiamente, observa al anciano judío junto a él. ¿Es quizás un nigromante tal como, según se dice, muchos judíos lo son? Los labios del anciano no cesan de moverse en silente plegaria… ¿a Jehovah o a algún demonio oriental como Baal o Azael?
El atronar de los cascos y un poderoso estruendo hacen que Thomas gire la cabeza justo a tiempo para ver a Harold Almquist volar de su caballo en la punta de la lanza de William Morcar.
Harold se estrella en el suelo, quebrado el escudo. Thomas mira a sus hermanas. Leora está de rodillas, rezando por su marido caído, y Hellene posa un brazo confortante alrededor de sus hombros. Cuando se llevan a Harold del campo, cojeando pero vivo, las hermanas se abrazan una a otra.
La baronesa abate, derrotada, el rostro; pero Thomas percibe que su rabí ha levantado una faz agradecida al cielo.
Denis Hezetre avanza hacia el combate, sentado en su montura de batalla. Le había dicho a Guy en una ocasión que no lucharía contra él o contra sus caballeros en el palenque. Qué estúpido, pensaba entonces, que los caballeros resulten heridos en batallas ficticias. Esta era también la opinión de los tres papas previos, así como de Inocencio III, que necesitaba todos los caballeros posibles para defender la cristiandad de los musulmanes y que prohibió estas contiendas. Pero tan pronto como la Dama del Grial anunció que su derecho de soberanía sería decidido en la palestra, supo que tendría que luchar. Había jurado protegerla e, incluso aunque debiera batallar con Guy, no reprimiría sus golpes. Guy es el amado de su corazón… pero la baronesa es la amada de Dios.
William Morcar ignora el saludo de Denis. El blondo arquero no se lo reprocha: sabe que William combate más por su hijo que por Guy. Y aunque él y William se han salvado uno a otro la vida más de una vez en las correrías de Guy contra las tribus, Denis no espera tregua ahora.
Cabecea a Gerald. Cuando la nueva lanza de William ha sido aprobada por los mariscales y él ha ocupado su puesto, Gerald exclama, «¡Laissez aller!». Denis deja caer su visera, clava sus espuelas en los ijares de su caballo y se lanza a pleno galope contra William, que avanza hacia él a toda carga.
Sus lanzas golpean los escudos, pero la de William barrea con un chirrido y le obliga a girar el cuerpo exponiéndole de lleno a la embestida de Denis. El golpe lo desmonta, sus miembros parecen desparramarse con el estrepitoso impacto, y él desciende a un pozo negro.
El sonido retorna lentamente, de eco en eco. Despojan a William del yelmo y una luz sedeña nimba las cabezas de los serjants que lo miran desde la altura. ¿Estoy muriendo? Sus rostros borrosos se congelan en sonrisas duras y, con un agrio sabor en la garganta, sabe que vivirá.
Roger Billancourt saluda al marqués y fija la vista, durante un instante largo y significativo, en la Imitadora. Ella le devuelve la mirada con tan benigno desdeño que, por un momento, el caballero se convence de que la dama es en verdad Ailena Valaise. Cierra de un golpe la visera, murmura una maldición y, a la orden de Gerald, carga contra Denis.
El choque quebranta ambas lanzas.
«¡Bien rotas!», clama el mariscal. «¡Una noble carrera!».
Caracolean sus caballos y ellos desmontan para combatir a pie. Gritos de «¡Recuerda el Grial!» y «¡Sé digno de tu linaje!», llenan el aire cuando los heraldos silban y chillan por encima del público vociferante.
Roger, con menor armadura, es más ligero; desmonta y desnuda la espada más rápidamente. Denis ha desenvainado apenas su acero cuando Roger, aferrando con las dos manos el arma, deja caer sobre él un altibajo. Levantando su hoja justo a tiempo, Denis desvía el golpe de su cabeza, pero la fuerza del mismo le arranca de las manos la espada y lo arroja sobre su espalda. Con diestra malevolencia, Roger coloca la punta de su acero entre el peto y el yelmo de Denis. Cuando mira triunfante a la tribuna, la baronesa ha bajado el rostro. El maestro de armas sabe entonces con seguridad que no es Ailena, la mujer que jamás bajó la vista, ni cuando sus caballeros caían en combate, ni siquiera cuando la golpeaba su marido cruel, su viejo dueño y señor.
Gianni Rieti reza fervorosamente antes de montar su bridón árabe y tomar su lanza. Tiene la plegaria aún en los labios cuando espolea al caballo y se precipita al encuentro de Roger. Más fuerte que el martilleo de los cascos y el griterío de la multitud, su plegaria lo colma de una fuerza sobrenatural, que irrumpe de él con todo el aire de sus pulmones cuando el escudo salta hecho astillas y la punta de la lanza contraria le golpea sobre el corazón.
Gianni flota dentro de su armadura como un vapor. Cuando le arrancan el yelmo, teme disiparse en el cielo. Extrañamente, el cielo parece descender a él… comprende que los serjants lo están levantando. Todo observador visible en las tribunas y a lo largo de las cercas está paralizado, y sus gritos y abucheos se escalonan a los cielos como un himno.
Roger alza su visera y contempla a la Imitadora sin molestarse siquiera en alcanzar una nueva lanza antes de que ella lo mire. Cuando al fin vuelve hacia él unos ojos débiles, él le muestra sus dientes pardos en un rictus triunfante. A la baronesa le queda un solo caballero y este, sin coraza ni yelmo, no puede abrigar ninguna esperanza de resistir a Roger o a su letal protegido.
Él reconoce el miedo en el semblante de la mujer, y su sonrisa le colma de sarcasmo el cuerpo.
Raquel está asustada… pero no por sí misma. Su inminente derrota supone un mortal peligro para su abuelo. En este mismo instante, medita ya cómo transportarlo al sur sin arriesgar definitivamente su salud. Pero cuando lo mira, él parece complacido: tiene alzada su cabeza gris y una sonrisa beatífica engastada en la barba. A su edad, eso lo sabe ella, lo que le preocupa no es la muerte, sino la vida, la vida de su nieta… y si ella pierde hoy aquí, dejará con él este lugar, aunque ello suponga su muerte. Al menos morirá en el camino a la Tierra Prometida, se consuela Raquel.
Falan ha montado el corcel blanco de Gianni. Su turbante le cubre todo el rostro, menos su mirada azul. Saluda a la baronesa y la multitud callada estalla en insultos contra él: «¡Hereje!».
«¡Traidor comemierda!».
Roger saluda a las tribunas levantando la lanza y la asamblea responde bramando un épico hurra. Baja su visera y enristra la pica contra su velado oponente. Cuando cargan, el maestro de armas no puede apartar sus ojos de ese extraño visaje. Su lanza rebota en el escudo de Falan y un golpe poderoso se lo lleva por los aires. Cuando bate el suelo, ve aún esa mirada azul, vasta ahora como el cielo.
A Guy Lanfranc le arden hasta derretirse las entrañas con empotrada rabia. Nadie se interpondrá entre él y lo que su padre tomó.
«No le mires al rostro», gruñe Roger mientras los serjants se lo llevan tras las palizadas.
Guy monta su caballo de guerra y concentra toda su vehemencia en el brazo que aferra la lanza. Cuando Gerald clama, arremete hacia delante bramando «¡Lanfranc!».
Con las ropas flotando undosas al aire, Falan ataca al grito de «¡Allah Akbar!».
Chocan ambos con potente estruendo, saltan las lanzas astilladas, los corceles caen sobre sus ancas levantando grandes tabones de tierra. Los dos caballeros blanden astas rotas de lanza y sus escudos están cruzados por una larga, fiera marca.
Guy salta de su montura y desenvaina su espada ancha antes de tocar el suelo. Falan se desliza de su corcel y desnuda su cimitarra, despistando a su oponente cuando este lo busca de un tajo. Con el sable girando sobre su cabeza como un chorro de luz, el guerrero musulmán danza alrededor de Guy, fintando a cada uno de sus golpes sin llegar a cruzar espadas.
Poseído por una feroz frustración, Guy machetea aquí y allá en persecución del sueco escurridizo, derrochando toda su fuerza en golpes fútiles. Al final, se arranca el yelmo, muestra su chata faz encendida de un rojo tempestuoso, y carga volteando el arma en un amplio arco.
Falan retrocede, finta hacia la izquierda y, temerario, salta a la derecha haciendo perder el equilibrio a Guy. La cimitarra silba y el moño de Guy vuela por los aires. El muslim lo caza con su mano libre y lo muestra a las tribunas y a la multitud bramante.
La baronesa está de pie. El marqués y los condes, aturdidos por lo que acaban de ver, la siguen un instante después. La justa ha terminado.
Pero Guy no está dispuesto a ceder. Continúa tajando y acuchillando al caballero de pies ligeros hasta que su espada se hace demasiado pesada para levantarse.
Falan se acerca a él entonces con casual elegancia y, con la punta diamantina de su sable, pica la manzana de Adán de su rival jadeante.
Un vasto clamor surge de la muchedumbre. La bandera del Grifo es arrojada al suelo y ondea suprema la del Cisne.
«¡Armas innobles!», se desgañita Guy hasta que la delirante asamblea lo oye. Silbidos y estridentes chillidos de burla saludan su protesta.
Raquel mira a David y este se somete a la victoria de su nieta con una sonrisa y las palmas vueltas al cielo. Raquel ha ganado para ambos un lugar entre los gentiles, donde él podrá recobrar fuerzas. En primavera, cuando se haya recuperado del todo, partirán de vuelta a su verdadero hogar.
Abruptamente, el clamor de la turba se apaga. De las palizadas surgen inesperados huéspedes que se han aproximados sin ser percibidos durante el ardor del combate: una banda de galeses salvajes con sus andrajosas armaduras y el membrudo Erec de la barba barcina a la cabeza.
Los serjants se agrupan para expulsar a los intrusos, pero Raquel los detiene con un gesto e indica a los galeses que se adelanten. El espíritu de la baronesa se cierne más y más próximo, conjurado por la aparición del pueblo que su padre le enseñó a respetar y que ella llegó por sí misma a amar. «¡La Sierva de los Pájaros os da la bienvenida!», exclama Raquel, jubilosa de victoria.
«¡Sierva de los Pájaros, Erec Rhiwlas está aquí para ser tu campeón!», anuncia Erec en galés.
«¿Quién es este bárbaro bellaco?», grita Guy interponiéndose entre las tribunas y el galés.
«Guy, ¿no reconoces a Erec el Bravo cuando lo ves?», pregunta Raquel con risa en la voz.
Este es el momento que el espectro de Ailena ha esperado, y Raquel puede sentirla, brillando en la cara oscura de su mente, luminosa con la derrota y humillación de su hijo.
El marqués toca el codo de Raquel. «¿Admitiréis bárbaros en vuestras justas?». Menea la cabeza. «Poco estilo».
Raquel arruga la nariz ante el ceño malhumorado del viejo caballero. «En Epynt, bajo mi gobierno, resulta de muy poco estilo considerar bárbaros a los galeses. Con toda la deferencia hacia vos, señor, estos galeses son mis invitados».
Los ojos del marqués chispean con la ágil respuesta de la baronesa, y él la distingue con una sonrisa desde la mitad de su rostro.
«Permíteme ser tu campeón, Sierva de los Pájaros», clama Erec de nuevo.
«Mi jornada ya se ha ganado», contesta Raquel. «Pero puedes participar en cualquiera de los muchos combates que seguirán».
«Sólo un combate me interesa: competir por ti y por ti sólo». Señala a Falan y dice, «Tu jornada está ganada… ¡pero por un pagano! Dame el derecho de ganar tu honor por mi propia mano. Deja que un cristiano luche por ti».
El desafío halla rápida traducción en la multitud. Airados clamores brotan de la asamblea de normandos, ofendidos por la presencia de toscos bárbaros. Pero gran parte de la turba está contrariada porque ha sido un hereje quien se ha llevado el honor de la jornada. Gritos por Erec ahogan las protestas. El marqués apremia la justa con un gesto señorial de su mano. Y cuando Raquel mira a Falan, el muslim cabecea su asentimiento.
Erec enristra la lanza de un modo extravagante, pero espolea a su corcel de batalla con todo el poder. La punta del arma barrea en el escudo de Falan, mientras la lanza del sueco estalla contra el broquel de su rival. Los músculos del galés se tensan como tiras de cuero para mantenerlo sujeto a la silla. En cuanto logra dominar a su caballo traqueante, arroja la lanza y salta al suelo con su larga espada en la mano.
Habiendo sido testigo de los ataques frustrados de Guy, Erec no derrocha su energía acometiendo al musulmán con la espada en alto; por el contrario, carga manteniendo baja el arma.
En el último instante, cuando la cimitarra le fustiga describiendo un arco, Erec confía en sus brazos masivos para alzar el pesado acero.
Sable y espada chocan, y Erec gira con sorprendente agilidad para barrer con su pie las piernas de Falan. Mientras Falan se derrumba, la espada de Erec desciende hacia él y se detiene con el filo rozando el cuello del musulmán.
La sangre de Thomas espumea en sus oídos. Junto a él, el judío se ha sumergido en sí y cuelga de sus huesos como un hombre dormido, verificando la ineficacia de sus plegarias. Dios ha sido el campeón de la baronesa, y Thomas apuña tan fuerte el crucifijo que le muerde este la mano. La excitación de la lucha le hace vibrar. No posee la fuerza ni la destreza de estos caballeros, pero su fe, él lo sabe, es tan intensa como la de cualquiera. Si Dios le envió a su abuela el Grial, ¿no mandaría ahora al nieto la victoria, si este se atreviese a poner toda su fe donde otros confían sólo en su ferocidad?
El crucifijo, con su figura desgarrada y salutífera, parece contemplarlo implorante y él pregunta con toda su sinceridad, ¿Cómo? Mira a las palizadas, ve los caballeros, apoyados en sus espadas algunos, y se ríe al imaginarse a sí mismo levantando semejante arma. Y dentro de esa risa una idea se abre, erupciona, una idea risible, una idea tan inverosímil que sólo puede haber sido enviada por Dios.
Thomas se pone en pie. Encara la tribuna central, adonde la baronesa acaba de llamar a su campeón sueco para que se siente junto a ella. «¡Grandmère!», grita. «Dame permiso para enfrentarme a este galés en combate a pie por tu honor».
Raquel mira sorprendida al seráfico joven. Altisonantes mofas brotan de la asamblea y Clare, su madre, brama una objeción: «¡Es un acólito! ¡Le está prohibido justar!».
El marqués sonríe regocijado e indica al muchacho que descienda de las tribunas. Raquel se torna ceñuda hacia el vetusto personaje. «No es un caballero, marqués. No quiero que arriesgue su vida».
«Vamos, vamos, Ailena. Esto es una competición, no una batalla. Dejadle saborear la humildad. Le será muy útil cuando se haga cura. Y después de duelos tan serios, la gente necesita algo más frívolo».
Raquel dirige su mirada a Thomas, que la observa con ferviente intensidad. Por fin, accede. Clare chilla su protesta, la multitud lo vitorea y Gerald atisba nervioso a su hijo manso cuando este se dirige a las palizadas en busca de sus armas.
Revienta la asamblea en potentes carcajadas cuando Thomas emerge con la tapa de un barril por escudo y un cubo en lugar de espada.
«Nadie va a hacer un payaso de mí», advierte Erec, trémulo su rostro macizo. Mira a la baronesa. «No pienses en reírte de mí porque soy galés».
«¡Lucha según las normas!», clama el marqués. «Déjate de payasadas aquí».
«No me propongo ninguna frivolidad», declara Thomas. «Estas son mis armas».
El marqués muestra sus encías con una sonrisa divertida. «Dale fuerte, Bravo Erec, y el combate es tuyo».
«¡Darle fuerte es lo que haré!», brama Erec y se lanza sobre el joven con la espada en alto.
Thomas danza alrededor cuando la espada se precipita sobre él. Caza el filo volador del arma con su tapa de barril, que gime cuando la muerde el metal.
El acero de Erec se engancha firmemente en la dura madera de fibras cruzadas y, cuando tira de él para liberar la espada, aquella se adhiere a la hoja. Thomas se aferra a la tapa con una mano y es levantado del suelo por la inmensa fuerza del galés. La espada empieza a liberarse, pero antes de lograrlo, Thomas usa su mano libre para encasquetar el cubo en la cabeza de su rival.
Con una mano, Erec intenta librarse del cubo, mientras el peso del cuerpo del muchacho arranca la espada de su agarro.
Rápidamente, Thomas coge la espada, aún clavada en la tapa del barril, y coloca la punta del arma en la base del cuello de Erec.
Ruge la multitud. Erec se arranca por fin el barril de su cabeza y mira alrededor, jactancioso y sorprendido. Sus propios hombres ruedan por los suelos agarrándose las costillas y, cuando ve el alivio en el rostro de Thomas, su ceño se ilumina en una vasta sonrisa.
«Los bardos se burlarán de mi espíritu con esta humillación», clama sobre el vocerío de espectadores y caballeros, «pero yo no te disputaré tu victoria, Thomas». Da una palmada en la espalda del joven, se inclina ante la asombrada baronesa y contempla a la asamblea uniéndose a sus carcajadas.
Thomas camina ingrávido hacia el lugar donde el marqués está aplaudiendo, vitoreándolo sus padres y hermanas, y contemplándolo su abuela con una luz peculiar en su joven faz. Ella entiende de milagros, piensa él mientras apuña el crucifijo en el bolsillo de su túnica. La victoria no es suya, sino de Dios. Descendió a él en una idea fulgurante, como una gota de sangre sagrada caída de la frente del Salvador y borbollando a través de su mente, un diminuto milagro del crucifijo en su mano, un pequeño fruto caído en sus manos del árbol de las heridas.