Lunel, Gascuña, Otoño 1187
Había cierta traición en los colores de la estación. Los broncíneos robles y los arces febriles se introvertían volviendo las espaldas al mundo. Los ojos marrones de las castañas espiaban entre las hojas podridas sobre el suelo esponjoso, vellosos y soñolientos los párpados, conociendo lo por venir. Eclosiones de asters malva y junquillos salvajes fulgían intensamente en los prados herbosos, donde se ocultaban las víboras, y arañas del tamaño de guijarros colgaban sus telas. En un árbol partido por el rayo borbollaban hongos brillantes como ascuas y la madera muerta se arrugaba en agallas ponzoñosas. A lo lejos, en los valles nivosos de los Pirineos, intumescencias púrpura de trueno descendían con aquella tormenta vespertina.
Pero por ahora, la mañana era azul y vivaz. Una muchacha llamada Raquel, que conocía todos los peligros que los colores significaban, estaba sentada, calmosa, en su secreto otero. Tenía doce años de edad y una serenidad que le brindaba el conocimiento del territorio donde había crecido, a través de la infancia.
Pronto sería una mujer. Sus hermanas mayores le habían explicado los misterios el invierno anterior y, cuando en primavera empezaron en su cuerpo los extraños cambios que habrían de completarla, no se alarmó. No como una de las muchachas con las que jugaba en la villa, que creyó que su primera sangre era el castigo de Dios por perderse la misa.
Raquel saboreaba su tiempo en el alcor. Aquí se realizaba su culto. Aquí, entre grosellas negras y rosadas cambroneras, sentía la presencia de Dios más intensamente que en el templo o entre los rollos sagrados de su abuelo. Cuando padre la encontró, soñadora, sentada detrás de los cobertizos para los carromatos y de los carros vacíos de heno, una corona de hortensias en el pelo y dedaleras ensortijando sus brazos, la riñó por perder el tiempo y la llamó panteísta. Desde entonces, adoraba la creación sólo en su lugar secreto.
A medida que había ido creciendo, habían disminuido las oportunidades de subir aquí.
Tenía más responsabilidades en la familia, primero ayudando a sus hermanas mayores, que se encargaban con madre del mantenimiento de la casa, y más tarde deberes exclusivamente suyos.
Su ocupación consistía, como el pasado verano, en vigilar a las criadas que lavaban la ropa de la casa y las prendas de vestir. Era esta una tarea fácil: las lavanderas eran una peña jovial que cantaban mientras hervían las ropas sucias y alzaban los humeantes atavíos a los fregaderos, donde los estregaban con cepillos de fuertes cerdas. No necesitaban en absoluto que se las vigilase, pero madre insistía en que todas sus hijas conocieran los trabajos de la casa. Y a las lavanderas no les molestaba su compañía, pues era una criatura juguetona y, al mismo tiempo, siempre dispuesta a ensuciarse las manos.
A madre le disgustaba este desenfado en las muchachas: cuidarse de una casa de forma que los hombres no se vieran nunca agobiados por ninguna preocupación, aparte de su propio trabajo, era vital para el bienestar de la familia, y madre quería que sus hijas fueran buenas esposas. Pero Raquel era la menor de las hijas, y en los últimos tiempos madre estaba absorta con la boda de la mayor, próxima ya, que se realizaría en primavera. Después de ella, madre tendría más tiempo para atender a la instrucción de las menores, y Raquel sabía que esta era una de sus últimas visitas al cerro.
Este lugar elevado era secreto incluso para sus curiosos hermanos, que habían explorado todas las tierras de este dominio, pero que gozaban más de sus juegos en los cauces de los ríos y los campos. Para escapar de ellos y de sus entrometidas hermanas, Raquel había explorado tiempo atrás las colinas cubiertas de mostaza salvaje y se había escurrido a través de densos setos para hallar este sitio. Con los años, había llegado a descubrir las secas torrenteras talladas por la lluvia en serpenteantes caminos entre juncias verdeazules y arbustos espinosos de ramas argénteas y minúsculas flores blancas. Sólo ella conocía estas trochas secretas que, libres de obstáculos, conducían a la cresta del cerro.
Allí, escarabajeados con yedra y hierba cana, había grandes bloques erosionados de una antigua construcción, labrados con faunos y serenos rostros callados. Estas piedras caídas eran los restos de un altar romano, que se había alzado aquí un millar de años atrás. Cuando las encontró por primera vez, pasó horas y horas sentada, día tras día, estudiando los misteriosos silencios de aquellos rostros deliciosos y de los alegres faunos, que fueron sagrados para otra era. El dulce y moribundo fetor de la vegetación del cerro debía haber sido así de denso ya mucho tiempo atrás, cuando estos relieves eran diáfanos y la fe en sus imágenes estaba viva. Qué extraño le parecía a ella entonces que tales glorias pudiesen morir.
Manteniéndose de pie sobre el altar caído, Raquel podía ver la vasta expansión de los terrenos de su familia, desde las viñas en las terrazas erizadas de cipreses hasta los huertos junto al meandro marrón del río Garona. La imponente mansión donde vivía, con su alto tejado puntiagudo, centelleaba visitada de pájaros en un círculo de rielantes álamos temblones.
Minúsculas figuras azules en empinadas colinas, altas sobre los techos de paja de la villa, blandían oscilantes guadañas. Más abajo echaban largas gavillas a curarse al sol y, más abajo aun, las pequeñas figuras se llevaban las gavillas en carromatos tirados por burros.
En los huertos, los campesinos iban y venían entre los árboles, cosechando las manzanas y las peras para la sidra. Oleadas de perfume ascendían la colina y Raquel inspiraba profundamente su alegre soledad.
Bordeaux, Otoño 1187
Aparecieron primero en el mercado, atraídos por las fragancias de los nísperos en los puestos de fruta. Las voces apasionadas de mercaderes y compradores se apagaron al verlos. Sus rostros parecían chamuscados y sus piernas las vestían pantalones de sangre seca. Su carne colgaba como harapos de sus huesos, lustrosa y abierta donde el acero mordiera. Descalzos, envueltos en los jirones de sus banderas, sin armas ni caballos, a sus casas volvían de los desiertos, pegados uno a otro, apoyados en lanzas rotas, trémulos los dedos en su ansia de comida, flácidas las bocas, babeantes y abiertas, mudos en su sufrimiento.
Tras un silencio de turbación, la gente reconoció las desfiguradas estampas de su parentela. Eran estos hombres que el año anterior habían tomado la Cruz y partido a Tierra Santa.
Gritos descarnados recorrieron el mercado. Las madres chillaron los nombres de sus hijos ausentes, y las cáscaras humanas que habían retornado agitaron sus cabezas y lloraron lágrimas negras.
«Hattin», dijo la boca desgarrada. «Murieron todos en Hattin».
Las cabezas se abatieron de vergüenza, los cruzados sobrevivientes escucharon al único al que quedaban fuerzas para hablar. Detrás de los ojos añosos, sabios en su dolor, maleados por la memoria, se moldeó a sí misma la historia, y la boca rota tanteó las palabras.
La gente del pueblo había llevado los soldados a la taberna más próxima y les daban pan mojado en vino, que resultaba blando en sus canceradas bocas. «¿Hattin?», preguntó uno de los mercaderes. «¿Esa aldea cerca de Jerusalén?».
«Es un valle… en el desierto. Marchamos hacia allí en Julio para enfrentar a los sarracenos. En Julio marchamos…». El tortuoso recuerdo no podía cuajar en palabras y él vio otra vez el horizonte sin árboles, las cimas de las dunas trémulas como los tejados de los hornos.
En la rabia de la locura, otro de los supervivientes rio devanando un sonido que no era más que un pútrido sollozo. «¡En Julio! ¡El ejército más grande que… marchando para luchar contra los sarracenos en los malditos ardores infernales de Julio!».
«Cuando el calor nos tenía destrozados, descendieron de las dunas… descendieron… bramando…».
La furia en sus rostros ennegrecidos les enmudeció y permanecieron inmóviles, la vista fija, alucinada a través de su entumecimiento, exhaustos por todo aquello que eran incapaces de decir.
En un silencio como de escena soñada, la turba marchó a la iglesia de San Seurin, donde los judíos se ocultaban. El obispo mismo los recibió en los escalones solemnemente ataviado.
«Volved a vuestras casas», ordenó.
«¡Dadnos a los asesinos de Cristo y nos iremos!», gritó una voz desde la turba silenciosa, y murmullos de asentimiento se levantaron recorriendo la multitud.
«¡Volved a vuestras casas de inmediato!», replicó el obispo. «El rey Enrique y nuestro Santo Padre han prohibido que se dañe a los judíos».
«¿Quién pagará por Hattin?», gritó alguien. «¡Sólo sangre puede responder a la sangre!».
«¡Llevad vuestra rabia a Jerusalén!», clamó el obispo. «¡Id a Tierra Santa y recuperad de los sarracenos la morada de Cristo!».
A una señal del eclesiástico, los cascos de los caballos ecoaron en el enguijarrado de la calle y soldados de la fortaleza avanzaron lentamente hacia la turba apartándola de allí.
Llamas se elevaron aquella noche de las casas de los judíos, no sólo en la ciudad, sino también en las villas entre los montes bajos de Larmont, por la parte del Garona. La rabia de Hattin marchaba hacia el sur, trazando con fuego su camino de retorno a Tierra Santa.
Raquel sabía con quién se casaría. Los acuerdos se habían realizado años atrás con una familia de comerciantes de una villa cercana. Eran tan ricos como su propia familia, y era gente instruida. El padre del chico, concretamente, no era mercader sino rabí, un amigo del famoso primo de su abuelo, Judá, el renombrado médico y lingüista de Lunel. Raquel había coincidido con aquella familia varias veces en diversos festivales, y no eran muy distintos de su propia familia.
Sentada en los viejos sillares de la cima del otero, Raquel pasaba más tiempo últimamente preguntándose cómo sería la vida matrimonial. Desde luego, casada sería feliz. Siempre se esforzaba en ser feliz. Su abuelo, el hombre más sabio que conociera, a menudo decía que la felicidad era nuestro don a Dios.
Alzó la mirada hacia las distantes faldas de los Pirineos, donde su abuelo tenía su barraca.
Tiempo atrás, cuando ella era una niña pequeña, el abuelo era el patriarca que regía el dominio.
Luego, un día, esa responsabilidad recayó sobre su padre, y el abuelo se dejó crecer la barba y se hizo construir una pequeña casa, alta en el flanco de la montaña donde, más cercano a Dios, podría estudiar la Torá y la Biblia. Raquel distinguía la blanca choza del abuelo en la ladera ámbar de la montaña más cercana. ¿Cómo podía uno vivir entre flores de polemonio y el gamo etéreo y no ser santo? Pronto bajaría él, para pasar el invierno en la casa grande con su familia y compartir toda la sabiduría absorbida durante su retiro estival.
Qué diría el abuelo sobre el amor, se preguntaba Raquel mientras removía con su zapato de tela las ramas vellosas de un matojo muerto entre las ruinas. Un vaho marrón de esporas brotó de unos hongos arracimados, dejando en la brisa lánguida una estela de denso aroma.
Raquel había oído a los trovadores cantar al amor verdadero en la feria anual. En estos últimos días, era todo lo que había sido capaz de pensar en sus visitas a su lugar secreto. ¿Qué se sentiría estando enamorada? ¿Qué hombre podría inspirar tan poderosa pasión en ella? Ninguno de los amigos de sus hermanos lo hacía, ni tampoco el hijo del rabí al que estaba prometida, aunque no le cabía duda de que sería un buen marido. Madre y hermanas se habían reído de sus inquisiciones sobre el romance, y su padre le había asegurado que tales ideas eran una locura de los gentiles, impropias de ella como hija de Abraham.
Desde la villa ascendió el clangor de las campanas repicando en los valles. Raquel trepó a la cima del montón de sillares para mirar hacia abajo, a la amodorrada villa. Hoy no era Domingo, así que el sonido líquido de las campanas no anunciaba el culto, ni una boda. Quizás alguien había muerto.
Una vez, con aquella amiga campesina que creía su primera sangre una maldición de Dios, había visitado la iglesia de la villa. Allí de pie, en las sombras incensadas, contemplando los cuerpos largos y estrechos de los santos, era ella una infractora. ¿O estaba el pensamiento de Dios aquí también? Esta era otra pregunta para el abuelo, pero no se había atrevido a exponérsela.
Raquel percibió que los campesinos de las colinas y los huertos habían detenido sus labores. Había algo fuera de sitio… y con esta constatación recordó Raquel que la campana de la iglesia servía también para anunciar fuegos y bandidos. Ningún humo mancillaba la mañana azul y su corazón se angustió con la continua advertencia de su madre de que nunca jugase lejos de la casa grande… juglares y gitanos bigardos robaban a menudo niños y los desfiguraban para exponerlos como fenómenos en las ferias.
No había peligro a la vista. Las colinas muelles brillaban serenamente, oliendo a menta salvaje y a heno cortado. Las nubes avanzaban vaporosas y las mariposas volitaban en el aire. Sin embargo, el tañido delirante de la campana era un escalofrío en la profundidad de su pecho.
Una luna pulposa colgaba en el cielo diurno, y Raquel la percibió cuando emprendió su camino colina abajo, hacia la aldea. Entre los tallos marchitos y las hojas cerosas de cálices florales muertos, pausó para contemplarla. Qué serenidad la de aquel rostro vaporoso en el verdeazul del cielo. Bajo aquella benigna mirada nada realmente serio podía malbaratarse allí abajo. Ahora, oía la conmoción de la aldea incrustada en el clangor de la campana, y le sonaba como un festival.
Los cristianos tenían más festivales de los que podía recordar… fiestas, las llamaban, para honrar a los santos. Habitualmente eran celebradas en ciudades más grandes, y Raquel oía hablar de ellas cuando los braceros volvían tambaleándose a los huertos, en general hediendo a vino.
Lunel celebraba sólo un santo con grandes jolgorios, la fiesta de Pentecostés, el séptimo Domingo después de Pascua, que conmemoraba el descenso del espíritu de Dios en forma de lenguas de fuego a los discípulos del Mesías. Ese era el día de la feria anual de la villa, cuando llegaban buhoneros de toda la Gascuña para vender sus géneros en compañía de troveros y juglares. Para su familia, esta fiesta era Shabuoth, que celebraba la revelación de los Diez Mandamientos en el Monte Sinaí.
Raquel atisbó mujeres sacando el cuerpo por las ventanas y otras en las puertas golpeando cacerolas, ¿pero dónde estaban los juglares de abigarradas ropas? En lugar de ellos, la gente corría frenética por la calle, portando algunos de ellos teas en pleno día. Se detuvo abruptamente en un declive cubierto de cincoenrama, sobre un terreno de gavillas uniformemente ligadas y apiladas.
¡Plaga!, comprendió. Había leído acerca de las plagas en la Biblia y había oído hablar al abuelo de la muerte escarlata, que había acabado con tanta gente en las ciudades del norte que tuvieron que apilar los cuerpos en grandes montones y sepultarlos en una sola fosa. Eso ocurrió hacía ya muchos años, cuando el abuelo era más joven que ella ahora. ¿Podría ser que ese terrible mal visitase ahora Lunel?
Una pequeña figura se escabulló entre las gavillas, luego corrió tan rápido como pudo montaña arriba, directamente hacia Raquel. Reconoció el rostro tiznado y atemorizado esforzándose en alcanzarla. Era su amiga de la villa, la que pensaba que Dios la había castigado con la feminidad por perderse la misa.
«¡Raquel, Raquel!», exhaló cayendo casi de hinojos. «¡Venía en tu busca!».
«¿Qué ocurre?», sostuvo Raquel a su amiga. «¿A qué viene ese clamor en la villa?».
«¡Están asesinando a los judíos!».
Raquel abrió la boca, incrédula.
«Es un tropel de cruzados del norte», le explicó su amiga aferrándola, salvajes los ojos.
«Van a Tierra Santa para vengar a los cristianos que cayeron en Hattin, a manos de Saladino, el terrible caudillo sarraceno».
Raquel no entendía. Había oído hablar de las Cruzadas. Algunos de los hombres de la aldea habían tomado la Cruz y habían partido a Jerusalén para arrebatar el sepulcro de Jesús a los turcos, y las tierras habían perdido varios buenos trabajadores. Pero Hattin… Saladino… no conocía ella estos nombres.
«La turba de cruzados está matando a los judíos allí donde los encuentra», sollozó su amiga. «Oí a los hombres hablar de ello. ¡Han asesinado ya a los judíos de Blaye, Agenais y Auch! He visto a los hombres del norte con las manos ensangrentadas hasta el codo».
«¿Estás segura?». ¿Había de creer a esta ingenua que imaginaba la menstruación una maldición divina?
«¡Raquel! Están asaltando nuestra villa al grito de “¡asesinos de Cristo!”. Ya han quemado la casa de tu primo Judá y lo han arrastrado a él, a su mujer y a sus hijos cogidos del pelo por las calles. Los llevaban a la iglesia para bautizarlos, pero él les escupía y estoy segura de que lo matarán. ¡Raquel, debes avisar a tu familia!».
Grandes los ojos, Raquel miró más allá de su amiga hacia la aldea. Columnas de humo habían empezado a elevarse del concurrido centro de la villa, donde vivían sus primos. Muchas de las gentes que colmaban furiosas las calles blandían antorchas, y varios sostenían cruces sobre las cabezas. El horror la taladró cuando reconoció la verdad de lo que su amiga le decía.
Raquel giró en redondo y corrió con todas sus fuerzas monte arriba. El camino más corto a casa era directamente sobre el cerro y luego abajo, a través de los caminos secretos de los setos.
Cuando alcanzó la cresta del otero, un sudor frío y pegajoso le empapaba la camisa y el corazón le azotaba los oídos. Lanzó la cabeza atrás para tomar aliento y vio de nuevo la luna diurna, semejante a un cisne durmiente.
Subida a las piedras del altar, Raquel miró hacia el valle aterrorizada al ver el humo ascender al cielo. Ardía el grano amontonado. Tropeles hormigueantes de hombres con banderas corrían por los huertos y los campos, destrozando los carros de la cosecha y echando sus teas a los árboles frutales. Por un largo instante, permaneció transfija, incapaz de creer a sus ojos.
Entonces vio los tropeles de hombres converger en la casa grande, y el horror la zamarreó. No podía permanecer allí y simplemente mirar. Tenía que estar con su familia.
Cuando saltó de las piedras descabaladas y se deslizó por las escarpadas sendas de las torrenteras que descendían violentas a través de la espesura de los setos, pensó frenéticamente qué hacer. ¿Podría hallar un camino a través de la furiosa turbamulta? Si pudiera, si lograra hallar un camino hasta su padre y su madre, estaba segura de que ellos sabrían qué hacer.
Desde la altura, la desbocada canalla había sido una nube de minúsculas figuras. Pero a medida que descendía hacia el camino cubierto de rodadas que conducía a la villa, vio a los hombres de rostros torvos, ceñudos, con más claridad. Eran extranjeros, mugrientos por la marcha furiosa, agitando toscas banderas con cruces y corderos pintarrajeados en ellas. Muchos vestían inmundas blusas grises con cruces marrones listadas, y con un sobresalto Raquel comprendió que habían sido repasadas con sangre.
Un grupo de estos hombres, cantando un himno cristiano con estridentes y airadas voces, avanzaba a grandes pasos por el camino que ella llevaba, y apenas tuvo tiempo de chapuzarse en los setos cuando aquellos pasaron bulliciosos. Se acercaron lo bastante como para dejarle ver sus calzones manchados de barro endurecido y sus gruesas manos. Arrastraban algo tras ellos, y al principio sus piernas impidieron a la muchacha ver lo que era.
Raquel decidió que no quería mirar lo que arrastraban, pero en aquel instante las cargas se les escaparon de las manos. A escasos palmos de donde se hallaba, los cadáveres sanguinolentos de su tío Joshua y de sus dos hijos adolescentes, con ojos enloquecidos, vacíos, miraban a través de ella. Les habían arrancado las ropas y ella contemplaba con gélido desmayo los primeros hombres desnudos que había visto en toda su vida. Donde deberían haber estado los genitales, había sólo fibra mutilada; un carmín de carnicero les bañaba los cuerpos y de sus bocas surgían cosas extrañas semejantes a salchichas.
La comprensión de lo que veía cuajó en un grito que brotó de sus entrañas, atravesándola y estremeciéndola. El momento en que el alarido surgió de ella como un vómito, quedó paralizada, con helado terror trabándole los músculos. Pero los asesinos, entregados a sus cánticos vehementes, no la habían oído.
Raquel se arrastró a través del seto hasta un angosto camino de mulas que corría paralelo a la senda principal y trató de levantarse, pero sus piernas, incapaces de tensión, no la sostenían y la dejaban caer una y otra vez al suelo. Reptó por el camino hasta que sintió retornar la fuerza de sus piernas y pudo ponerse en pie. Tambaleándose a lo largo de las hileras de los setos, alcanzó el borde del huerto de manzanas.
Su rostro ceniciento, moteado de gotas de sudor, se volvía a un lado y a otro buscando un camino franco entre los verdes portales y las sombras de los árboles. Los fuegos que la chusma había tratado de encender allí se habían extinguido, desanimados por el humus aguanoso y los jugosos frutos. Trastabilló, tropezando en las raíces y resbalando en las manzanas podridas.
Cuando los cruzados aparecieron, se agazapó tras árboles nudosos deseándose invisible, y percibió la fragante savia ambarina que rezumaba de las grietas de los troncos.
La mayor parte de la canalla se había alejado del huerto. Algunos se habían ido por los escarpados senderos de las terrazas, para saquear las viñas. Otros habían encontrado el depósito con los barriles de vino y estaban bañándose jubilosamente en él. Aun otros muchos marchaban cantando por el camino de Lunel. Como por un milagro, el acceso a la casa grande estaba libre.
Detrás de los carros descabalados y destrozados, yacían varias mulas de costado con las patas tiesas. Raquel se apresuró a dejar atrás estas tristes bestias, corrió sobre la hierba color mostaza de la orilla del camino, cruzó el terreno cubierto por el rielante rastrojo del heno y ascendió a la casa por el sendero de pequeños guijarros blancos.
El fuego que los amotinados habían prendido en el techo de paja del sector de los sirvientes había caído al interior y se había extinguido. Ninguno de los sirvientes, criadas o braceros estaba a la vista. La misma casa grande parecía vacía, los postigos estaban cerrados.
Rodeó el edificio espiando furtivamente la aparición de nuevos cruzados. La entrada de servicio estaba cerrada, trabada la puerta y parapetada.
Se encendió en ella la esperanza de que su familia hubiese logrado mantener la chusma a raya y estuviese viva en el interior; pronunció sus nombre contra la puerta tan alto como osó, pero nadie respondía. Se arrastró hacia un lado y trató de forzar uno de los postigos, pero estaban firmemente asegurados.
No queriendo exponerse por el lado de la casa que miraba al viñedo, adonde había ido la turba, volvió a la entrada de servicio y tiró de los postigos que cerraban las ventanas de la cocina.
Una tabla se desprendió de pronto en sus manos con un fuerte crujido y ella se quedó inmóvil, temblando de miedo, buscando con la mirada aquí y allá un lugar donde esconderse. Segundos pasaron, pero nadie vino corriendo y ella puso toda su atención en la apertura que había hecho en la ventana de la cocina.
Al escurrirse por el angosto agujero, Raquel casi cayó de espaldas en la pila del fregadero.
Había nabos en la pila, inmersos en agua. Junto a ellos, en la tabla de cortar, otros muchos, blancos y mondos, reposaban en el nido de sus pieles. El cuchillo yacía en el suelo cubierto de paja. Los cocineros había huido apresurados.
«¿Mamá?», llamó Raquel pasando de la cocina al comedor. «¿Papá?».
No llegó respuesta, y nadie había a la vista. ¿Se los había llevado la canalla como hicieran con tío Joshua y sus chicos? Este pensamiento la hizo respirar rápidamente otra vez. Se precipitó de cuarto en cuarto, gritando los nombres de sus hermanos y hermanas.
La puerta del dormitorio de sus padres estaba ligeramente abierta. «¿Mamá? ¿Papá?», llamó con suavidad cuando notó un olor peculiar fluyendo en ráfagas pegajosas del cuarto. Cruzó el umbral, y retrocedió entonces tambaleándose con la fuerza del horror. Sus ojos sintieron una física puñalada de dolor y sus piernas perdieron toda sensibilidad. Allí, ante ella, su madre yacía boca arriba en el gran lecho endoselado, rojas las sábanas bajo sus hombros. Una inmensa mueca roja le torcía la quijada y, acostadas a ambos lados, las hermanas de Raquel, con las cabezas hacia atrás, mostraban la carne abierta y escarlata de sus cuellos yugulados. La Biblia familiar, abierta a sus pies.
Raquel se estrelló contra el jambaje de la puerta al intentar huir. Fue entonces cuando vio a sus hermanos, sentados en el suelo, las espaldas apoyadas en la pared, abatidas las cabezas, brillantes velos de sangre empapándoles las camisas y sangre cuajada en sus regazos. Padre yacía de costado a sus pies, un cuchillo incrustado en su rota garganta y la mano aferrando aún el mango.
Pánico y desesperación se condensaron en su pecho. Se arrastró fuera de la habitación, con el hórrido hedor de la sangre pegado a la raíz de su olfato. En el pasillo, desmayó. Un fuego frío le ascendía y descendía el cuerpo en espirales y ella se sacudió varias veces, convulsa, mientras el terror manchaba su alma con aquellas imágenes para siempre.
Oyó pasos, los sintió a través del suelo. ¡Estaban volviendo! Como un animal, saltó sobre sus pies, todos sus sentidos despiertos y atentos. Las voces se aproximaron, rientes voces. «Los mató él…», un barullo de carcajadas llegó desde la escalera principal. «El judío encerró a su familia en el dormitorio y les cortó la garganta. Los mató a todos, temeroso de que los bautizásemos. Tenéis que verlo».
Raquel huyó de las risas, alcanzó las escaleras de servicio, descendió queda los gimientes peldaños y se escurrió a través de la cocina. En el comedor de servicio se detuvo, paralizada dentro de la pesadilla. El dormitorio de sus padres estaba justo encima de ella, y sentía la presión de sus muertes sobre su propio ser, forzando el aire fuera de sus pulmones. ¡No! Agitó la cabeza violentamente. Risa borbollaba en el piso de arriba y pasos pesados patullaban las tablas del suelo. ¡No! Hubo de obligarse a respirar. Oprimió las palmas de sus manos contra sus ojos tan fuertemente que su cabeza se encendió con una radiación brillante como la sangre.
En la cocina, la escalera de servicio crujió y las pisadas descendieron ruidosas. «¡Mató a su mujer y a sus hijos con su propio cuchillo!», dijo una voz densa. «¡Judío loco!».
Raquel empezó a temblar. Ahora la encontrarían. Ahora le cortarían la garganta y ella estaría de nuevo con Mamá y Papá, con sus hermanas y hermanos.
¡No! Se sacudió la parálisis e irrumpió en el comedor, en la gran sala. La puerta principal había sido forzada y colgaba de un gozne, mientras el blanco maderamen de la jamba rota resplandecía a la luz del sol. Raquel se arrojó al día radiante sin pensar en lanzar primero una mirada.
Una figura estaba de rodillas en la era y la niña se detuvo como si se hubiese estrellado contra una pared. Era uno de los jardineros y se inclinaba sobre un viejo caballo cuyo vientre había sido abierto de un tajo. Cuando la vio, se puso en pie y la llamó con urgencia.
Detrás de Raquel, las risas y fuertes pisadas tronaban en el comedor. Ella corrió escalones abajo hasta los brazos del jardinero. «¡Niña, te matarán!». Miró aterrorizada sobre sus hombros; el jardinero barrió con los ojos la era, arriba y abajo, pero no halló nada lo bastante grande en el espacio abierto para ocultar a la muchacha.
El jardinero se inclinó y sacó con ambas manos la masa viscosa, azul de las entrañas del caballo. Ensanchó el largo desgarrón. «Aquí», carraspeó. «Has de esconderte aquí. Será sólo por un instante. ¡De prisa… o será demasiado tarde!».
Raquel obedeció antes aun de pararse a pensarlo. Sólo cuando se hubo embutido en aquel interior caliente y húmedo, y el pegajoso icor le bañó el cuello y el rostro, temió lo que estaba haciendo. El fétido fluido destilaba en sus narices y ella se atragantó, convencida de que se ahogaría en la bilis del caballo. Presionó con el rostro hacia delante liberándolo de las vísceras envolventes, tosió y pudo respirar otra vez, superficialmente, a través del vientre abierto.
El jardinero empujó el amasijo de resbaladizas entrañas contra el caballo para ocultar el rostro de la criatura y se inclinó sobre ella, lamentando la pérdida de una bestia demasiado vieja para ser hurtada.
En el gomoso calor, lloró Raquel, bien cerrados los ojos para defenderlos de los jugos abrasadores y dolientes las prietas mandíbulas con estremecidos sollozos.
«Ya puedes salir». La voz del jardinero sonó fuerte, asegurando a Raquel que la turba ya no estaba a la vista.
Aun así, ella no se movió. El viscoso interior que la contenía se había enfriado y solidificado. Su abrazo se había hecho confortable y ella podría haberse dormido. No estaba segura. Quizás ahora soñaba. Sus párpados, pegados por la gelatina reseca, no se abrían.
«Sal, joven ama».
Movió el rostro, tanteando su vigilia, y sintió los rigentes tejidos tirar de sus mejillas.
Debía de estar despierta, razonó. Pero ¿qué era esa nube carmesí que veía? En su interior estaba el rostro muscular de su padre y su mano roja apuñando el cuchillo contra su garganta desgarrada.
Y allí estaba Mamá, yaciendo en la cama con sus hijas al lado… los rojos tubos de sus gargantas abiertas brillando mortecinos y cintilando. ¿Eran sus voces las que oía crepitar? Algo estaban cantando, pero ella no podía oírlas con claridad. Los rostros de sus hermanos hacían ruidos también, inclinados hacia delante, bajas las cabezas en plegaria.
«Se han ido ya. Estás a salvo».
Los rostros de tío Joshua y sus hijos, con ojos desorbitados, estaban también en la nube ígnea, embutidos los sangrientos jirones de sus penes en sus bocas. Al tratar de descerrajar sus párpados pegados para dejar de ver el horror, sintió como si estuviese arrancando fuego a las tinieblas, y gritó, gritó… pero no hubo ningún sonido.
El jardinero estiró para abrirla la carne elástica del caballo muerto y alcanzó a la muchacha entre las vísceras escurridizas. Ella se deslizó en un resplandor de sangre y fluido oleoso, con el cuerpo cubierto de azules membranas y el rostro salpicado de negros cuajos.
La niña yació en el suelo encorujada en la misma postura que la ocultara el vientre de la bestia. Yacía quieta como una cosa que hubiese nacido muerta.
«Levántate», la animó el jardinero. «Estás a salvo. Los cruzados se han ido».
Pero ella no se movió.
Apiadándose de la muchacha, el jardinero la alzó en sus brazos, la portó a través de la era y abajo, por el camino de guijarros blancos, hasta el agua delante de los establos. Todos los buenos caballos habían sido robados y las cuadras estaban chamuscadas por los pequeños fuegos encendidos en los almiares. Pero la madera estaba húmeda de las lluvias de otoño y las llamas no habían hecho mucho daño.
Metió a la niña en el agua y ella se sorprendió como un bebé. Sosteniéndola por el cuello con una mano, usó la otra para mojarle el rostro y limpiarle las mucosidades de los ojos. Cuando estos se abrieron, parpadeantes, ella alzó la vista y pareció mirar a través de él. La puso en pie en el abrevadero, pero sus piernas se tambalearon y tuvo que sacarla y sentarla en el borde.
Empapadas, sus ropas se pegaban a los contornos de su cuerpo. El jardinero retrocedió, conmocionado por la visión. «Estás fuera de peligro ahora», dijo. «¿Vamos a la casa a buscar ropas secas?».
La muchacha no respondió. Parecía casi ciega y él pasó la mano una y otra vez ante su rostro. Ella parpadeó, pero no le dirigió la mirada.
«Quizás sea mejor quitarte estas ropas sucias», dijo y empezó a desabotonarle la camisa.
Ella no se resistió y sus dedos temblaron cuando empezó a tirar de los botones. Él le había salvado la vida, razonó mientras le quitaba la ropa húmeda y desnudaba sus pequeños pechos.
Los demás estaban muertos, pero él le había salvado la vida… y ahora, por lo menos, inspeccionaría lo que había salvado.
Entonces el aire surgió expelido de sus pulmones mientras él caía de hinojos ante la niña medio desnuda, con las manos en sus espinillas para intentar sostenerse. Su rostro sobresaltado se tornó con violencia, para ver a un hombre de barba gris como el hierro con la horca de remover estiércol en sus prietos puños.
«¡Amo!», el jardinero boqueó y se puso en pie, y el estrecho rectángulo del dolor pulsaba en su espalda mientras el susto se desvanecía. «He salvado su vida. ¡Alabado sea Dios! Vuestra nieta no ha caído en sus manos».
Los campesinos que trabajaban en los campos y los sirvientes que huyeran de la casa grande cuando la turba de cruzados atacó volvieron de sus escondites al ver al Viejo Amo emerger del bosque. Había oído él el clamor de la campana de la iglesia y visto el humo de las gavillas quemadas desde su barraca en el monte, y se había precipitado ladera abajo. Al ver el almacén saqueado, los animales muertos, el sector de servicio arrasado, había sentido un helor en sus huesos. Recordaba haber oído, cuando muchacho, de la matanza de judíos en Worms y cómo ochocientos de ellos fueron martirizados con la Shema en los labios.
Los sirvientes, lamentándose con las amargas nuevas del mal que había caído sobre la finca y sus propietarios, se arremolinaron en torno al Viejo Amo cuando este surgió del bosquecillo baño el viñedo. Los peores miedos del Viejo Amo tomaban la forma de balbuceos y murmurios en el aire alrededor, y él bramó exigiendo silencio. Los campesinos se acobardaron y los sirvientes cubrieron sus rostros de dolor.
En la casa grande el anciano buscó el dormitorio principal y lo golpeó la escena sangrienta. Con una mano sobre los ojos, recitó la Shema, la confesión de su fe religiosa, y luego dejó de rodillas el cuarto de su ruina. Cegado de angustia, salió trastabillando de la casa y vagó como ebrio hasta que llegó a los establos, donde su nieta Raquel estaba siendo desvestida.
Después de golpear al jardinero furiosamente con la horca, el anciano arrojó a un lado la herramienta y cubrió la desnudez de su nieta. Ella parpadeó, como si no le reconociera.
«¿Vino del interior de la casa?», le preguntó al jardinero.
El servidor asintió y explicó cómo la había ocultado de la canalla en el vientre del caballo muerto.
El Viejo Amo incorporó gentilmente a Raquel y la ayudó a mantener el equilibrio. La lluvia vespertina había descendido de las montañas en cúmulos preñados de trueno como inmensas torres púrpura, y él condujo la niña al huerto y a la protección del alpende del jardinero.
Cuando grandes chorros de lluvia fría empezaron a caer, dos criadas llegaron de la casa grande con toallas y ropa seca.
Mientras las criadas vestían a Raquel, el Viejo Amo retornó a la casa con el jardinero y varios de los campesinos. A una orden del anciano, dejaron caer sus hachas sobre el mueblaje haciendo leña de él. El anciano leyó largos pasajes de la Biblia familiar y encendió montones de madera en todos los cuartos de la planta inferior del edificio.
La llamarada que rugió por los pasillos y las escaleras consumió la casa, indiferente a los largos velos de lluvia que venían barriendo desde las montañas. Desde su santuario en el cobertizo del jardinero, el Viejo Amo y su nieta contemplaron las lenguas de fuego brotando por ventanas y puertas. Cuando el tejado se hundió en un vórtex de cenizas y ascuas llameantes, el anciano bajó la cabeza y oró aún otra vez. Raquel miraba fijamente, los ojos penetrantemente clavados en el objeto de su visión: los muertos amortajados con fuego.
Gévaudan, Invierno 1187
Cadáveres había amontonados en la nieve, las puntas de sus narices, sus labios, sus mejillas, desaparecidas, devoradas por las ratas, los ojos hurtados por los cuervos. Él no se molestó más en leer pasajes enteros por los muertos. Había habido demasiados en las últimas trece semanas de su viaje. En las afueras de cada aldea era siempre lo mismo: cadáveres apilados en el bosque para alimentar a las bestias. Al principio había tratado incluso de enterrarlos. Pero eran demasiados. Luego se limitó a leerles pasajes apropiados para los muertos sobre sus cuerpos exangües. Pero a medida que el clima se hizo más frío y más escuálida su nieta, dejó de haber tiempo para ello.
Después de la pérdida de la casa grande, con todas las monedas de oro y cosas de valor que robaron los cruzados, el Viejo Amo se llevó consigo a Raquel a la montaña para vivir con él en su choza. Pero más cruzados llegaron al sur y, cuando supieron que había judíos en el prado alto, fueron en su busca. Raquel y el anciano escaparon de noche, en dirección al este, a Muret, donde él conocía a un hombre santo. Tenía la esperanza de que este pudiese romper el hechizo de silencio que enmudecía a Raquel desde el horror. Pero en las afueras de Muret, la caída de las hojas del otoño cubría cadáveres mutilados, y no había dónde encontrar al hombre santo.
El anciano se cortó la barba y usó el hacha que traía consigo desde la finca para trabajar como leñador en las aldeas del bosque, ganando lo justo para comprar pan duro y queso rancio.
Permanecer en un lugar demasiado tiempo era peligroso. En todas partes, acechaban pandillas fanáticas de cruzados, saqueando sinagogas, asesinando judíos. La bolsa de viaje del anciano contenía el rollo de la Ley copiado por su propia mano, la Biblia que le diera su abuelo y las vestimentas borladas con la cinta azul. Si aun la sospecha de que este vagabundo y su linda nieta fueran infieles habría supuesto su condena, qué decir de estos objetos de su fe.
Vivían así en chozas de ramas entreveradas, en colinas boscosas, tiritando junto a fuegos al aire libre, mascando raíces y cortezas de árbol cuando no había pan. Ocasionalmente, el anciano lograba cazar una ardilla o una rata. La muchacha comía cualquier cosa que él le presentase, y él se sentía agradecido a veces y apenado otras de que fuera así. Sin duda estaría mejor muerta, pero él no tenía fuerzas para ser un mártir. Incluso cortar madera y helarse de frío con las nieves era más fácil que hacer lo que su hijo había hecho.
«Iremos al sur», le dijo el anciano a Raquel, «a las grandes ciudades, Nimes, Avignon, Marsella. No se habrán atrevido a saquear las sinagogas allí. Los obispos las habrán protegido y hallaremos un lugar entre los nuestros».
Raquel no respondía. Sin embargo, el anciano le hablaba como si entendiese, y estaba seguro de que así era. «Los obispos han protegido las sinagogas porque nos necesitan. Sus leyes cristianas les prohíben prestarse dinero unos a otros con interés… y ninguno de ellos es lo bastante cristiano para hacerlo sin interés. ¡Ja! Así que, ¿ves?, su propia codicia nos protege. Nos necesitan, necesitan que les prestemos dinero para financiar sus guerras. Todos los reyes de Europa nos honran y nos protegen. Es sólo la canalla la que nos aborrece, pues envidian la prosperidad que hemos ganado con la sangre de nuestro exilio».
Raquel escuchaba atentamente, y oía a su abuelo como si su voz le llegase a través del agua. También su rostro lo veía encendido por un resplandor adiamantado, como si él la contemplase a través del rielar del agua. Algo espantoso le ocurría. Ella lo sabía. Pero no sabía qué era, y ninguna palabra se le ofrecía para explicar nada, sólo un silencio vibrante como la presión del agua contra sus oídos.
El anciano se entristecía al ver la perplejidad de Raquel. «La vida será buena otra vez», le prometía. «Ya verás. Eres joven. Te encontraremos un marido, un buen marido. Tendrás niños y conocerás la alegría otra vez. Y eso…». Él apretaba la mano gélida de su nieta, «Eso estará bien. Pues la felicidad es nuestro deber para con Dios».
El Viejo Amo continuó hablándole a Raquel mientras vagaban por las aldeas. Le contó lo que sabía de los lugares que visitaban, por qué estaban emplazados donde estaban, qué personajes famosos habían vivido allí. Cantó las canciones de la muchacha y le relató las historias que le gustaran cuando era una cría pequeña, sobre su propia infancia y sobre sus abuelos, cualquier cosa menos el terror que habían debido soportar. La niña parecía escuchar, pero la melancolía resplandecía en su rostro aun en la oscuridad… y nunca hablaba.
Raquel oía en realidad a su abuelo. La voz resonante del anciano era un consuelo para ella, y lo agradecía. Pero, de algún modo, no lo entendía. ¿Por qué le hablaba en otra lengua?
Quería decirle que le hablase en occitano o incluso en hebreo, que ella conocía bastante bien de escuchar las lecciones de sus hermanos. Pero su propia voz estaba tan lejos, y ella se sentía siempre tan cansada y fría. El mero hecho de estar despierta, de caminar y escuchar, de soportar los calambres en su estómago y los dolores lancinantes cuando desaparecía en los arbustos para vaciar sus entrañas, exigía ya todas sus fuerzas.
Otras voces recorrían los lodientos caminos. Se dejaban entender más fácilmente. Eran las plegarias de sus hermanos, murmujeadas tan sólo porque sus cabezas estaban gachas. Por la noche, ella alzaba la vista hacia los astros azules y sus ojos le dolían, le dolían de ver flores tan bellas pero tan lejanas.
Castillo Valaise, Primavera 1188
Las ramas negras de los árboles frutales parecían lanosas con los capullos blancos, y el zorzal trinaba potente desde el bosque. La baronesa estaba sentada en su litera y el viento, manso, rizaba el baldaquín que la asombraba y el griñón que le protegía el cuello. Odiaba el aire en su cuello porque le agarrotaba los músculos y hacía que le doliese volver la cabeza. En los últimos tiempos, había debido volver muchas veces la cabeza y mirar sobre sus hombros si sus caballeros todavía estaban con ella.
Ailena inhalaba profundamente la fragancia del aire que, según el médico de Hereford, le aliviaría el dolor de las articulaciones. Hacía ahora dos años que bebía sus febrífugos para apagar el ardiente dolor de sus huesos y que escuchaba, paciente, sus discursos sobre los humores corporales, esperando llegar a entender algo mejor las punzadas desgarradoras que habían hecho de caminar algo casi imposible. Las lecciones del médico acerca del hígado como asiento del honor, y del bazo como pedestal de la risa, le sonaban a la baronesa tan insubstanciales como los mormojeos de maese Pornic sobre Dios y su descenso en forma de pájaro blanco para bendecirse a Sí mismo convertido en Su propio hijo.
Aun así, dos veces al día ella bebía las pócimas del médico, hechas de hígado de sapo pulverizado mixturado con sangre de carnero y orina de braco. Levantaba las manos y las hacía girar ante sus ojos, sorprendida del modo en que se torcían sus dedos, de sus ángulos extraños, de los nudillos abotargados y redondos como agallas de roble. Parecían sus manos aplastados cangrejos de mar. Ningún bebedizo de pipí de perro iba a sanar estos huesos desventurados.
«¿Ves a la familia?», le preguntó a su compañera.
Dwn, sentada en una silla junto a la litera endoselada, alzó la vista de su bordado.
«Hellene está paseando los gemelos en el jardín y Leora está con ellos».
«¿Y su pretendiente? ¿Dónde está Harold?».
«Lo vi hace un rato con William. Me parece que han salido a cabalgar; a cazar, creo».
«Con Guy», murmuró la baronesa oscuramente. «Mis caballeros deberían estar a mi lado. En especial Harold. Quiere la mano de Leora, así que ¿por qué no está cortejándome como hizo todo el año pasado?».
Dwn volvió la vista a su bordado.
La baronesa alzó su espejo de mano para ver a sus espaldas sin tener que soportar el dolor de tornar la cabeza. En efecto, William Morcar, que antes siempre había estado a mano, dispuesto a satisfacerle cualquier antojo, no aparecía por ninguna parte. Harold Almquist, que aún necesitaba su bendición para ocupar su puesto en la casa como marido de Leora, también se había ido. Ambos eran caballeros sin tierras que, sin su consentimiento, tendrían que buscar empleo en cualquier parte. En el pasado, siempre se habían mostrado solícitos con ella, pero últimamente pasaban más de su tiempo con Guy.
«La muda de su lealtad habla más fuerte que mi espejo», dijo Ailena y miró el rostro añoso en la superficie pulida. La vista de su vulto ajado tenía algo de fungoso, como una excrecencia pálida y corrugada en un árbol. Dejó el espejo en su regazo y oprimió sus nudillos hinchados contra los ojos. «Están tramando algo contra mí, Dwn».
«No se atreven», la consoló su vieja amiga. «A los ojos de Dios y del rey, tú eres la verdadera señora».
«Ah, pero a los ojos de los hombres, no soy más que una mujer vieja y encorvada».
Furiosa, cerró los puños, y el dolor fue como si tratase de doblegar el hierro.
Languedoc, Otoño 1188
El anciano observó a Raquel atentamente. Hoy era el aniversario de la masacre de Lunel.
Durante un año habían vagado por el país, sobreviviendo a duras penas. En primavera, él había encontrado trabajo en los viñedos para tareas que conocía bien: podar e injertar. Pero con la muchacha, no podía permanecer mucho tiempo en ninguna parte. Su feminidad floreciente atraía a los hombres, que se tornaban muy inquisitivos respecto a su porte aristocrático, su aire melancólico y su silencio, que no se habían mitigado con el paso de las estaciones. En las ciudades, donde habían esperado hallar prósperas sinagogas y no encontraron sino destripadas ruinas, hombres de la más baja condición se les acercaron e inquirieron sobre ella. A veces su silente, triste mirada bastaba para alejarlos; otras, sólo servía para intrigarlos más y el anciano tenía que disuadirlos con cuentos de una maldición, o enfermedad, o locura, o cualquier otra cosa que les infundiese temor.
La belleza de Raquel resplandecía a pesar de las durezas de aquella vida con el cielo por todo techo. Aunque este no era sino su decimotercer otoño y había pasado todo un año viviendo en la maleza, alimentándose de bellotas, hayucos y sopa de ortigas, se había hecho más alta, más augusta y más definitivas sus formas. Las ropas infantiles que salvaran de la finca no ocultaban ya su cuerpo vívido, la plenitud de sus pechos o sus largas piernas. Él la vestía con su capa, pero su mera apariencia constituía un desafío para la virilidad de cualquier paisano.
Para ganarse una comida, el anciano y su nieta habían limpiado de manzanas caídas el pequeño y soleado vergel de un labrador. La fruta parda y marchita había sido acumulada en dos grandes montones que el labrador cubriría con zarzas y cuya pulpa fragante esparciría por el huerto llegada la primavera. Durante la tarea, el anciano había tenido un ojo puesto en Raquel, buscando en ella signos de que supiese lo que significaba aquella fecha, qué había ocurrido un año atrás cerca, precisamente, de su propio manzanal.
Al final del día, Raquel estaba sentada en el tronco hueco de un sauce, comiendo el pan negro y la cuajada con que el labrador les pagara. Su cabello oscuro, crespo y denso se derramaba sobre el cuello de la pesada capa que la cubría y ella se lo apartó del rostro cuando el viento arreció y saltó las cercas y terraplenes que bañaba el crepúsculo. Cuántas veces había tratado el hombre de cortarle aquellas guedejas rebeldes para hacerla parecer menos bella; pero cuando el cuchillo se le acercaba, ella se apartaba arisca y sus ojos ardían como ópalos.
Ella recordaba, en efecto… Nunca olvidaría ella. Él lo sabía: para la niña cada día era el aniversario.
Castillo Valaise, Otoño 1188
La baronesa supo, por el semblante de su hijo, que este había hallado el modo de derrotarla. Una hilaridad borbollante daba a sus ojos un resplandor caprino y un barniz travieso a su rostro atezado cuando aquel hizo su entrada en el gran salón del palais. De inmediato, ella buscó a sus propios hombres con la mirada y los vio en su puesto: William y Harold a sus costados en el estrado y los soldados de Neufmarché, despreocupados, a sus espaldas, charlando jovialmente entre ellos.
Nadie detuvo a Guy en la puerta o pareció siquiera notar su presencia, pero para Ailena su caminar decidido y las estrías angostas de sus ojos eran advertencias. Hizo señal a los soldados de la puerta de que lo detuvieran, pero estos no la percibieron. No estaban acostumbrados a vigilar cada uno de sus gestos, alertas como halcones. Durante treinta años había administrado ella su dominio por medio de órdenes directas, no furtivos signos de sus manos, y se arrepentía ahora de no haber exigido de sus guardias más atención.
Los gremiales del castillo, sus aprendices y familias, y los villanos, colmaban el gran salón el día de San Fandulfo para la bendición de sus hermandades por el santo varón local, maese Pornic. Este era el día también en que los mercadantes pagaban el impuesto anual por las tiendas que poseían en la plaza del castillo. Todo el que gozaba de cierta prominencia en Valaise se había reunido hoy aquí y aguardaba que fuera dada la orden para el comienzo de la ceremonia con la alocución de la baronesa.
Varios mercaderes se inclinaron al ver a Guy e intentaron atraerlo a sus conversaciones, pero este los hizo a un lado y continuó su marcha sin apartar su mirada jovial del estrado. A la baronesa no le gustó la sonrisa burlona y satisfecha en el oscuro rostro de su hijo. ¿Es que nadie más la veía? ¿Qué otra cosa podía pintar en él aquella mueca tan vivaz y maliciosa sino su perdición?
Ailena miró a William Morcar, pero este evitó sus ojos, haciendo ver que observaba una insignificante disputa entre las mujeres de dos mercaderes en la primera fila. Esto le bastó a la baronesa para saber que su situación era grave. Pero el pánico la estranguló y el corazón batió fuerte su pecho cuando volvió la vista hacia Harold Almquist, que había maridado a su nieta apenas dos meses atrás, y también este apartó los ojos. ¡El ingrato! ¿Qué se había hecho de sus juramentos de fidelidad?
Frenética, la baronesa se volvió hacia los soldados de Neufmarché, en la parte posterior del salón, tratando de que al menos uno la mirase. Estos siempre habían constituido una amenaza suficiente para desanimar cualquier intento de expulsarla de sus dominios por parte de su hijo o del acerbo maestro de armas de su esposo muerto, Roger Billancourt. Pero aquellos se habían olvidado de la amenaza, se apiñaban en la puerta del salón riendo, como aves gárrulas que no comprenden que han sido cazadas ya.
En el arco de la puerta, la baronesa atisbó el cráneo cuadrado de Roger Billancourt y tras él la hermosa cabellera de Denis Hezetre, y a algunos hombres armados con jabalinas. El terrible momento de su derrota había llegado… y justo aquí, ahora, delante de toda la comunidad que su padre reuniera y que ella había mantenido durante todos estos años. Hizo una señal al heraldo al pie del estrado, y este tañó una nota exultante en su trompeta que silenció el salón.
Antes de que Ailena pudiese hablar, Guy saltó al estrado y clamó: «En nombre de mi querida madre, la baronesa Ailena Valaise, me complace anunciaros a todos vosotros que la señora se encuentra profundamente conmovida desde la visita a nuestro dominio galés del arzobispo Baldwin la pasada primavera y que, tras mucha consideración, ha decidido escuchar su llamada y tomar la Cruz. La baronesa partirá hoy mismo en peregrinación a Tierra Santa para vivir allí el resto de sus días en devoción y plegaria, consagrada a Nuestro Señor y Salvador Jesucristo».
Un murmullo de asombro recorrió la asamblea y Guy alzó ambas manos pidiendo silencio. Tras él, la baronesa habría querido levantarse, desdecir su absurda manifestación, pero el impacto era tal que sentía de gelatina las piernas. ¿Cómo se atrevía él a exiliarla, a la auténtica señora de este dominio? Su rabia se desbordó al instante siguiente, cuando vio entrar a Roger Billancourt con los hombres de los barracones, que había armado con jabalinas. Rápidamente rodearon a los soldados de Neufmarché y los sacaron del salón como a un rebaño.
«En este momento», continuó Guy cuando las voces estupefactas remitieron, «un grupo de peregrinos de San David aguarda en la liza con una litera para transportar a mi madre en su sagrado romeraje. Para emular la simplicidad de la humilde vida de nuestro Señor durante Su permanencia en la tierra, la baronesa abandonará aquí todas sus posesiones materiales y partirá de este lugar rica sólo en la fe».
Ailena incorporó con esfuerzo su encorvada figura, inflamada por este tratamiento cruel, pero Guy se tornó y enfrentó con una sonrisa helada su ceño oscuro y su tensa quijada. «No hace falta que te levantes, madre. Lo he preparado todo para que se te lleven a cuestas».
La baronesa se sentó y sus ojos coléricos recorrieron la asamblea en busca de aliados, pero sólo halló rostros pasmados y los hombres de Roger abriéndose camino entre la multitud con una litera sobre los hombros. Sólo maese Pornic parecía ofendido, pero Denis Hezetre se le había acercado y estaba hablándole premioso.
«Hemos pensado en todo, madre», dijo Guy a través de su mueca insolente, inclinándose hacia ella hasta casi rozar su largo perfil con su propia nariz chata. «Eres vieja. Los caballeros tienen miedo de que, si esperamos hasta que nuestro Buen Dios se te lleve, Neufmarché tenga tiempo de hacer suyo este castillo. Ahora, puedes partir o bien con dignidad, como una santa mujer peregrina, honrada por la Iglesia y por su gente, o bien ruidosamente y sin elegancia. Pero sea como sea, madre querida, tú te vas».
La boca arrugada de Ailena sonrió con irónico desdén. «Tu odio nunca pudo alcanzarme. Venganza es lo que quieres por la muerte de tu padre. Pero no la tendrás a menos que me asesines».
«Reza una plegaria por mí en el Sepulcro», repuso Guy mientras hacía una señal a los portadores de la litera, y su sonrisa de exultante amargura se transformó en un visaje cruel.
«Volveré», gimió ella. «A menos que me mates ahora, levantaré un ejército y volveré para recuperar lo que es mío».
«No lo creo, madre». Con sus propias manos, alzó a la baronesa y se sorprendió de lo poco que pesaba ya. Su vieja compañera Dwn, que lo había contemplado todo indefensa desde detrás del sitial, gritó alarmada e intentó detenerlo. William Morcar la cogió por los hombros y se la llevó.
Ailena no forcejeó ni gritó cuando los portadores de la litera se la llevaron delante de la estupefacta asamblea. Se sentó tiesamente, erecta de indignación, mirando el estrado que le había sido usurpado. Y su hijo la contempló jovial, esperando oírla aullar con furia en cualquier instante. Pero el único signo de mortificación que vio en ella fue el negro resplandor de sus ojos estrangulados.
Los peregrinos vestían bastas ropas y muchos se habían rapado la cabeza. Portaban largas estacas coronadas por palmas atadas en forma de cruz. Cuando recibieron a la baronesa en la plaza, la vitorearon con pío regocijo y dieron gracias a Dios por tan noble compañera para tan largo viaje. Al principio, portaron su litera alegremente sobre los hombros. Pero al final del día, cuando ella se había negado a unirse a sus salmos y cánticos y a sus frecuentes plegarias en los emplazamientos de los numerosos santuarios del camino, cambiaron de actitud hacia ella. Sólo la caridad cristiana les indujo a ofrecerle uno de los mantos que les sobraban aquella noche, cuando el frío descendió de las ventosas estrellas.
Ailena tiritó y se mordió los dolientes nudillos. Rabia virulenta le retorcía el estómago y apenas podía tragar el pan de bellota que los peregrinos compartían con ella. La mañana siguiente, los palmeros acordaron que caminase la milla que los separaba del próximo santuario, como una forma de penitencia. Esto la enfureció; sin embargo, a pesar de las punzadas que torturaban sus articulaciones, trastabilló toda aquella milla bajo la mirada maliciosa del corpudo serjant que su hijo, prudentemente, enviara con ella como escolta.
Tres días más tarde, con el cuerpo retortijado de dolor y sus finas ropas mugrientas, Ailena alcanzó la orilla septentrional del Usk. Allí, en una capilla céltica que poseía una pequeña espadaña, había ocultado un cofre con monedas de oro varios años antes, después de que Roger Billancourt hubiese logrado casi echarla de su propio castillo. Un portero leal y unos cuantos soldados de Neufmarché le ahorraron aquella indignidad, pero desde aquel día se preocupó de tener fondos escondidos fuera del castillo por si llegaban a exiliarla algún día. La mayor parte del dinero la envió al otro lado del Canal, como préstamos sin interés a sus primos del Périgord. Sus joyas ancestrales las ocultó en un nicho de la cripta de su marido, sardónicamente complacida de convertir el cadáver en el guardián de su fortuna. Y a diversas capillas locales tributó pequeñas estatuas cuyos pedestales de madera contenían cajones secretos en los que ella ocultara monedas de oro.
En la capilla céltica junto al Usk, Ailena fingió remordimiento por su egoísmo y prolongó sus plegarias, en aquella oscuridad rota sólo por las velas parpadeantes, cuando los demás se hubieron ido. El membrudo serjant, impaciente por la cena, la dejó acabar sola sus Ave Marías.
En cuanto este se hubo ido, ella recogió su oro, deslizó las bolsas en los pliegues de sus ropas y humildemente se unió al resto.
Con dos de aquellas monedas de oro, Ailena pagó a un barquero de cuello toruno para que transportase a los peregrinos a la otra orilla del Usk y se asegurase de que el serjant no llegara vivo. Durante el cruce del río, la balsa se vio fuertemente zarandeada por la corriente, el barquero perdió su equilibrio, se agarró desesperado del serjant y ambos cayeron al agua. Sólo el barquero emergió.
Ailena se arrodilló con los demás y en voz alta rogó por el alma del serjant.
Arles, Invierno 1188
El Ródano, gris como hierro frío, arpeaba en los lechos de arena y grava, cantando con las voces suaves, guturales de los muertos. Como siempre, los muertos cantaban soturnos las canciones hebreas de los días santos. Raquel no entendía la mayor parte de las palabras, pero sabía que sus cantos eran sobre el amor de Dios y la historia de su pueblo. Las hinchadas vocales se difuminaban allá entre los juncos y bajo el menudo orvallo.
«Raquel, sal del agua», la llamó su abuelo. Él estaba sentado junto a la yema de luz de un pequeño fuego ambarino, en un rincón lleno de telarañas de la tumba de un comerciante. Vivían aquí, en el antiguo cementerio de Arles, donde ruinas romanas yacían esparcidas entre los berros y los juncos de las orillas del río. «La lluvia está cayendo más fuerte. Ven aquí y siéntate conmigo».
Raquel dio la espalda a la canción del río y trepó por lechos de piedra y altos tallos de hierba. Se sentó junto a su abuelo en el frío peldaño de la cripta y dejó la vista vagar sobre las lápidas inclinadas, cubiertas de yedra y de vid. Le dolía el estómago y, sin los cánticos de los muertos para distraerla, el hambre se volvía punzante.
«Come esto», dijo el abuelo tendiéndole una corteza cerosa de queso que había ganado el día anterior cavando una tumba. Había pensado en compartirlo con ella, pero al verla oprimirse el estómago con las manos prefirió que se lo comiese todo.
Raquel miró la corteza de queso en la mano de su abuelo. La tomó, mordisqueó un extremo y le devolvió el resto a él. Quería decirle que se lo comiera. Él estaba cansado de cavar todo el día. Le parecía descarnado y deseaba que se dejase crecer la barba otra vez. Pero su voz no podía brotar de aquel lejano lugar en su interior.
El anciano tocó la tiznada mejilla de la muchacha con su mano callosa, dura como corteza vieja. «Hemos compartido todo hasta ahora, mi niña. Yo me comeré esto. Pero tú debes hablarme. Debes decirme aunque sólo sea una palabra».
Raquel contempló su expresión suplicante con el arrebol de dolor encendiéndole el rostro.
Comprendió lo que él decía, aunque lo había oído a través de brazas y brazas de profundidad.
Quería hablarle, decirle siquiera «Come…». Su boca se abrió, pero la palabra no llegaba. En su lugar, el silencio vibrante la oprimía más y más, y su rostro se cerró.
El abuelo le palmeó el hombro con cariño, tomó el queso que le ofrecía y lo mascó desconsoladamente.
Arles, Primavera 1189
Ocasionalmente, algunas personas visitaban a sus muertos en este cementerio junto a la orilla del río, pero en general el amplio espacio de lápidas, panteones y cruces de piedra estaba vacío. Unos pocos vagabundos merodeaban entre los túmulos, refugiados, como ellos mismos, que temían menos a los espíritus y las miasmas que la curiosidad de la gente del pueblo. Pero el hacha del anciano los mantenía a distancia.
El sentido común tanto como el dolor de los músculos extenuados, y el mareo de ensalmos que llegaba con los relámpagos plateados de las alas de los ángeles al cortar el aire, y las estrellas fugaces, le decían al anciano que no podría vivir mucho tiempo más cavando agujeros todo el día y comiendo restos. Sin embargo, se negaba a permitir que la niña se ensuciase con el lodo de las tumbas y dejaba que trenzase sombreros con la hierba de la ribera. El encorvado guardián del cementerio, que pagaba al anciano con pan mohoso y queso rancio por las fosas que cavaba, les daba una corteza extra por los sombreros.
Dios de Israel, suplicaba el hombre cada día, cada hora, Creador del mundo, quebranta mi cuerpo miserable pero salva a mi nieta. Devuélvela a su pueblo, a un buen marido, y que en ella pueda cumplirse la promesa que le diste a Abraham para que conozca la plenitud por los hijos.
Una vez se aventuró por la abigarrada ciudad con su nieta arrebujada en su capa, la cabeza cubierta, buscando a otros como ellos. De preguntas casuales a las viejas mujeres del mercado, coligió que los judíos habían sido expulsados de la Ciudad Libre de Arles en otoño del 87, tras la caída de Jerusalén en manos infieles. Las sinagogas, algunas de doscientos años de edad, habían sido demolidas y sus piedras incorporadas a los nobles claustros y portales de la catedral de Saint Trophime.
Así, el anciano retornó al cementerio, agradecido cuando menos de que hubiese trabajo para él. Por las tardes, leía pasajes de la Biblia en voz alta para su nieta. Como sus manos estaban habitualmente demasiado rígidas para pasar las páginas, la muchacha sostenía el libro sagrado a la luz del fuego y le seguía silenciosamente. Al ser niña, nunca había aprendido a leer hebreo, pero seguir los movimientos de la negra uña del hombre entre las letras le servía para empezar a conocerlo. De vez en cuando, para sorpresa del abuelo y suya propia, incluso trataba de pronunciar algunas frases en voz alta.
Esto impresionaba al anciano y le daba fuerza. Dentro de su dolor, estaba despierta y viva, y comía no sólo los restos que ganaban con su trabajo sino también el pábulo del espíritu. Por la noche, alzando sus ojos más allá de los chillidos de los murciélagos, hallaba solaz en las titilantes estrellas.
Arles, Verano 1189
Raquel estaba sentada en el suelo, cerca de su abuelo mientras él cavaba fosas, y trenzaba sombreros y adornaba sus alas con flores silvestres. Él trabajaba lentamente, pausando con frecuencia bajo el sol ardoroso para levantar el sombrero de hierba que le hiciera la muchacha y secarse la frente. A menudo, después de estos días arduos, caía dormido de inmediato tras compartir su cena de sopa de ajo y bayas, demasiado cansado para leer siquiera de la Biblia.
Con el sol demorándose sobre los quebrados parapetos de las ruinas, Raquel vagaba por los espacios solitarios junto al río, recogiendo las bayas de los arbustos que crecían entre las criptas. No lejos del fosar, entre sauces de río y álamos temblones, se hallaban las basas de antiguos pilares y las piscinas de los baños romanos que manchaban las algas. Con la puesta del sol, cuando sus largos rayos brotaban en abanico del horizonte, los rostros erosionados de las piedras contemplaban a la muchacha serenamente. Y la paz que conociera en su colina secreta de Lunel ascendía desde su alma brillante, como una burbuja de plata a través de las gélidas, opresivas profundidades de su horror.
La baronesa alzó su mano retorcida con sus castigados dedos para protegerse del fulgor del sol poniente, y se sentó más tiesa en la litera. A una señal, los portadores la bajaron al suelo y el caballero que había contratado para protegerla se le acercó y cubrió su vista. Ella lo apartó airada y bizqueó contra el rojo resplandor.
Algo más adelante, al final de una avenida de castaños, las ruinas de unos baños romanos contenían por un instante, entre sus espacios abovedados y arcos, el sol, hinchado, trémulo y vaporoso. Ailena había llegado aquí empujada por el rumor local de que, al crepúsculo, las aguas untuosas de los baños aliviaban el ardiente dolor de las articulaciones. El tormento de sus huesos deformados había empeorado con las dificultades de su viaje al sur y estaba ansiosa de cualquier clase de remedio.
Una mujer se erguía allí, silueteada contra el ígneo cielo. La vista de su porte regio y de su perfil absorto asaltó a la baronesa con extraños y súbitos recuerdos, y se alzó sobre sus rodillas, ignorando el incisivo dolor, para ver más claramente la sombra ante ella.
El sorprendido caballero a su costado la tomó del brazo y la ayudó a ponerse en pie.
Resplandores de membranza la atravesaron mientras contemplaba a la joven alta, envuelta en el halo de su pelo suelto. «¿Quién es?».
«Una descastada, milady».
«No. Mírala bien».
«Viste harapos».
La baronesa extendió su mano torcida hacia la sombra y su rostro ajado quedó del todo inerte, aturdido ante las brillantes promesas que el tiempo ocultaba en aquella forma oscura.
Cuando la sombra cayó sobre él, el anciano estaba doblado sobre su pala, metido en la oscura tierra hasta los hombros y lamentando aquella piedra empotrada. Supo al instante que se trataba de una sombra de perdición, pues portaba espada. Inclinando su sombrero hacia atrás, miró a aquel extranjero coronado por el sol.
«¿Es tu hija?», inquirió la sombra.
El anciano volvió la vista hacia Raquel, sentada al borde del fosal, con las manos enredadas en la cinta de hierba que había estado trenzando y el rostro impasible bajo el sombrero de anchas alas. «Mi nieta», se aventuró. Hablaba tan raras veces que su voz sonó extraña.
«Sal de aquí».
El anciano apoyó su pala contra la pared de tierra y obedeció. Gateó del agujero y, cuando se puso en pie, se vio confrontado por un caballero de rostro torvo, vestido con una túnica corta y ligera de color marrón como sangre antigua, y un cinturón de cuero amarillo alrededor de su cintura del que pendían una daga y una espada ancha. «Recoge tus cosas, trae a tu nieta y ven conmigo».
«¿Dónde hemos de ir?», inquirió el anciano, y el hosco caballero le apremió con un gesto de su mentón.
Raquel se levantó cuando la llamó su abuelo y, tras recoger la deshilachada bolsa de viaje que contenía sus escasas ropas, el rollo de la Ley y la Biblia, siguieron al desconocido. No tenían más remedio que seguirle, aunque por un momento David se sintió lo bastante hastiado como para pensar en desafiar al caballero y aceptar como propia la tumba que había cavado. Sólo su preocupación por Raquel le hizo someterse.
El hombre los condujo fuera del cementerio, a la avenida de castaños que llevaba directamente al centro de Arles. Un carro con un conductor soñoliento les esperaba en la puerta del campo santo. Cerca de allí, el corcovado guardián del lugar, sentado a la sombra de un negro ciprés, los observaba con su sonrisa desdentada. El caballero les ordenó subir al vehículo.
«¿Dónde nos lleváis?», inquirió el anciano con precaución.
El caballero les volvió la espalda sin responder y caminó hasta un corcel atado a la sombra de un castaño. El carro rodó por la ancha vía romana, pasó las ruinas de los baños y cruzó una puerta en la muralla almenada de la ciudad que se abría a las estrechas y serpenteantes calles de Arles.
Como en todas las villas y ciudades, la calle corría entre dos sucios canales donde los habitantes vertían sus residuos y desechos. Con el calor del verano, el hedor hería narices y ojos.
Raquel y el anciano, acostumbrados al aire libre de los arrabales de la ciudad, sintieron náuseas.
Las casas de yeso y madera, y los talleres de frontis abierto con signos grandes, llamativos, que sobresalían del dintel, cesaron y la calle se ensanchó en una avenida. Aparecieron edificios de piedra ante los que se alzaban árboles antiguos y chapodados. Delante de una de estas casas de piedra, con un pequeño jardín delantero, se detuvo el carro y el caballero les ordenó salir.
Cruzaron la puerta de hierro de un arco que tenía por clave una cabeza de león y siguieron un camino curvo de losas azules hasta una puerta de madera, grande y reforzada con hierro. El caballero les condujo a través de esta también y, por una estrada enguijarrada que viboreaba entre setos florecidos, alcanzaron un pequeño portal lateral disimulado por arbustos frondosos.
Una sirvienta elegantemente ataviada con una túnica bordada y el cabello bien trenzado los recibió en el interior penumbroso de la casa, y el caballero desapareció. A través de pasillos oscuros de piedra mohosa, la criada los condujo a una cámara abovedada con las paredes ennegrecidas por el humo de una chimenea vasta. Abrió los postigos de madera de las altas ventanas y la cuchillante luz del sol reveló sobre el hogar venerables trofeos cinegéticos: cornamentas, la cabeza de un oso, poderosos colmillos de jabalí, y una panoplia de armas de caza usadas por generaciones antiguas.
El anciano contempló a su nieta con aprensión. Esta era la primera casa espaciosa en que habían entrado desde aquel monstruoso día, casi dos años atrás, en que su propia casa grande se convirtió en la pira de la familia. Raquel se había detenido ante una maciza silla y acariciaba ausente su elegante espaldar mientras lo observaba todo con curiosidad, pero sin inquietud.
«Sois mis huéspedes», dijo desde la puerta una voz ronca, rota. «Por favor, señor, sentaos. Joven amiga, venid».
Dos sirvientes entraron a una vetusta mujer en una silla de viaje. Colocaron el asiento junto a la ventana, en una plataforma especial para él, y partieron. Tocada con un griñón y vestida con brillantes ropajes esmeralda festoneados con flores de seda, la anciana parecía un noble personaje. Con una mano cuyos huesos la enfermedad había retorcido hasta convertir casi en un puño, indicó a David que se sentase en la silla almohadillada y a Raquel que se acercase.
«No tengas miedo, niña. Ven aquí».
Raquel miró ansiosamente a su abuelo.
«¡Obedéceme!», dijo la dama secamente.
Raquel se sobresaltó y se acercó a la airada mujer.
«Ponte aquí, a la luz. Date la vuelta». Los ojos oscuros de la dama la examinaron, radiantes de fascinación. Se levantó con esfuerzo, atiesó dolorosamente la espalda y cojeó hasta Raquel. Sus manos como garfios tomaron el rostro de la muchacha y lo inclinaron hacia atrás, a la luz del sol. Escapó de ella una satisfecha exhalación. «¿De dónde eres, niña?».
Raquel miró tímida a su abuelo desde la esquina del ojo.
«¡Respóndeme! ¿De dónde eres?».
«Lunel», dijo el anciano.
La dama lo miró hosca. «¿Es muda la chica?».
«No ha hablado durante dos años… desde que perdió a su familia».
«Entonces puede hablar». La dama cabeceó con satisfacción y asió el cabello de Raquel con sus dedos entortijados, estudiando la textura de los mechones negros y los rojos filamentos al sol. «Gascuña. Estáis muy lejos de allí. Dime, muchacha, ¿por qué habéis venido a Arles?».
«Venerable señora», comenzó el abuelo, «nosotros…».
«¡Silencio! Quiero oír hablar a la muchacha. Tienes una lengua en la cabeza, niña. Úsala. ¿Cómo te llamas?».
Raquel miraba timoratamente a la dama, buscando en su interior la voz y hallando sólo un silencio vibrante de miedo.
La dama pellizcó las mejillas de Raquel con las fieras tenazas de sus dedos y en el fondo de sus ojos clavó una mirada dura, enfrentando el miedo allí. «Me hablarás cuando me dirija a ti. Oiré tu voz ahora. ¿Cómo te llamas?».
La boca de Raquel se abrió y laboró, pero no dio de sí ningún sonido. Sus ojos se agrandaron, inquietos por la ira que veía en el rostro de la anciana.
«¡Háblame, descastada!», le gritó la mujer. «¡Habla o haré que te arranquen la lengua!».
El anciano saltó de su asiento y se colocó al costado de su nieta. «Deteneos, os lo suplico. ¿Por qué le estáis haciendo esto? ¿Quién sois?».
«Callad y volved a sentaros», ordenó la dama.
«No, mi señora». El abuelo fulguraba. «Aunque no parezcamos sino peones, no somos palurdos que puedan ser zarandeados por vuestras preguntas y sometidos de este modo».
«¿Debo sacarlo de aquí?», inquirió severa una voz desde la puerta.
El anciano miró desafiante al caballero.
«No», respondió la dama más tranquila. «Te llamaré si te necesito». Encaró al anciano con una mirada fría. «Decidme el nombre de esta muchacha y la razón de que haya enmudecido».
«Su nombre es Raquel. Yo soy su abuelo, David Tibbon, un terrateniente de Lunel».
La dama le ofreció su mano. «Ayudadme a volver a mi silla, David Tibbon. Mis huesos son demasiado débiles para estar mucho rato de pie y presiento que vuestra historia es larga».
David obedeció y tornó luego a colocarse junto a su nieta. «¿Por qué nos habéis traído aquí?».
«Os lo diré después de haber oído vuestra historia. Por favor, sentaos y decidme cómo un terrateniente de Lunel llegó a cavar tumbas en Arles».
David y Raquel se sentaron, y el anciano empezó a hablar. Raquel oía sus palabras desde muy lejos al principio, como si llegasen burbujeando a través del agua, pero a medida que la historia se aproximaba al horror, las palabras repicaron con más y más fuerza. Sus oídos ardieron con la vibración de la voz honda del abuelo y su corazón se hizo sentir con golpes ígneos, dolorosos, bajo la clavícula. Cuando el hombre describió lo que había sido de su familia, la niña los vio otra vez; los vio no como los veía en el aterrorizado y paralizante recuerdo de sus muertes, sino de un modo distinto. El relato lastimoso de su abuelo, con toda aquella atrocidad y pérdidas terribles vertidas en palabras, apuñaló su silencio con daga de vida e hizo estallar la fría opresión que encadenara su voz.
En un borbotón de rabia incrustada en dolor, un grito crudo, negro, ígneo desgarró la garganta de Raquel, y cayó hacia delante, hipando, encorujada en el suelo en medio de sus lágrimas convulsas.
Raquel lloró durante horas. La dama hizo que sus servidores la portasen a un lecho, donde yació estremecida por sollozos, drenando el océano de dolor que había ahogado su alma dos años atrás. Mientras lloraba, su abuelo estaba sentado junto a ella, llorando con ella, aferrando su mano y llamándola suavemente de vuelta al mundo.
Poco a poco, los tristes espasmos pasaron, el oleaje del llanto refluyó, y la muchacha se sumergió en un sueño infrangible. David fue deslizándose hasta yacer a su lado y dormitó, vencidos por el agotamiento la curiosidad y el temor frente a aquella gran casa y su entortijada señora.
La dama permaneció sentada en la cámara abovedada de los trofeos de caza, mirando por la ventana con ojos introversos, sonriendo para sí misma. Las lágrimas de Raquel la complacían grandemente. Donde había dolor, había sentir… y el sentir podía ser modelado. A pesar del terror sufrido, la muchacha no estaba muerta por dentro y ello significaba esperanza de una nueva vida.
Inundaba la habitación el resplandor ámbar de la luz vespertina cuando Raquel despertó.
Las densas profundidades que la enclaustraran se habían diluido hasta no ser más que estratos de horizontes líquidos. Se sentía más ligera, más vibrante, limpia. Cuando se levantó, sus miembros se movieron libremente, como si hubieran caído de ellos los grilletes del abatimiento que arrastró a través de Francia. Sólo el estómago le dolía, pero era la hueca protesta del hambre, no el negro e indigestible metal del sufrimiento que había morado en su vientre todos estos meses. De él se había librado llorándolo. O de la mayor parte. A una mayor hondura, había aún un resto horrendo, pero parecía más soportable ahora. Pura sorpresa resplandecía en ella: ¿era esto lo único que había necesitado todo el tiempo, simplemente escuchar el horror en palabras que lo definieran como maldad, que hicieran real su experiencia atroz, situándola fuera de ella y en el pasado?
Miró alrededor, el cuarto extraño, el amplio lecho donde dormía su abuelo, los gruesos paneles de las contraventanas, los frescos de una batalla adornando las paredes de yeso.
«Abuelo», llamó a David quedamente, y por un brillante y vital instante se sintió mareada con la libertad de su propia voz. Perdió el contacto con las cosas por ese solo, precario destello y sintió las profundidades abrirse bajo ella otra vez. Se sentó veloz al borde del lecho y la luz dorada de la estancia le devolvió su recién hallada claridad. «Abuelo, despierta. Tenemos que descubrir por qué estamos aquí».
David parpadeó, se sentó, frotó sus ojos desmenuzando el sueño con sus toscas manos.
«Soñé que me hablabas».
Raquel sonrió; al verla, el anciano dejó caer las manos en su regazo. «Dios me ha devuelto la voz, abuelo. Yo… puedo hablar otra vez».
David aferró sus hombros, examinó su rostro y no fue capaz de hallar en él aquel ausente y soñoliento resplandor. «¡Un milagro!».
«Un milagro, sí», dijo ella con una sonrisa triste, notando su voz en la raíz de sus dientes, oyendo su eco a través de los horizontes de muerte, allá lejos, dentro de sí.
David y Raquel retornaron al salón de la gran chimenea y los trofeos de caza y hallaron a la dama sentada aún donde la dejaran, con sus manos retorcidas cruzadas en el regazo. Raquel se dirigió a ella cortésmente, con un hilo de voz titubeante, «Vuestra amabilidad… al traernos aquí… ha despejado mi corazón de mucha tristeza. Os lo agradezco… por mí misma y por mi abuelo».
La dama movió la cabeza, apreciativa, y una mueca satisfecha curvó sus labios severos.
«Habéis sufrido ambos de un modo terrible sin merecerlo. Pero ahora que habéis reposado, querría veros con un aspecto más galante». Hizo sonar una campana sujeta a su silla y sus servidores aparecieron. «Ved que mis huéspedes sean bañados, vestidos y bien alimentados. Después, hacedlos volver aquí».
David alzó sus manos ennegrecidas e inclinó su cabeza con humildad. «Gran señora, habéis oído ya nuestra historia. Sabéis de qué forma tan terrible hemos venido a menos. ¿Qué posible servicio podrían rendiros dos infortunados como nosotros?».
«Lo sabréis después de que os haya visto bien vestidos y sin esas expresiones famélicas en vuestras caras. Id, hablaremos de nuevo al anochecer».
«Señora… por favor», dijo Raquel, mareada, embravecida por su nueva libertad. «No sabemos ni siquiera vuestro nombre…».
«Para que podamos dar gracias a Dios por vuestra munificencia», añadió David.
«Soy la baronesa Ailena Valaise», repuso la dama observándola con ojos semiabiertos, tratando de ver a Raquel sin los surcos sucios del llanto en el rostro. «No puedo contaros mi historia, pues no ha sido escrita aún. Soy lo que no puedo decir. Os digo sólo esto: os he traído aquí, a mi casa, porque eres tú, mi querida Raquel, quien debe ayudarme a decir lo que soy».
La baronesa estaba sentada con los ojos cerrados, el rostro alzado al sol, sintiendo el calor calar hasta sus huesos. El viaje desde Gales había sido una ordalía, pero ahora Raquel la redimía de todo el sufrimiento. ¡Qué irónico que fuese judía! Eso sólo enriquecía el sarcasmo de la estrategia que había estado concibiendo desde la tarde anterior, cuando espió a la muchacha entre las ruinas de los baños. Toda la noche había yacido despierta, asombrada de su propio asombro.
No era una ilusión: la joven tenía exactamente la misma apariencia que ella misma cuarenta y cinco años antes.
Durante la noche, cuando empezaron a ocurrírsele las posibilidades que le ofrecía este espectro de su infancia, se preguntó si la muchacha no se parecería sólo a un vago recuerdo de sí misma durante su último año de felicidad, antes de la muerte de su padre. Pero hoy, después de examinar a la niña a la luz del día, había visto la verdad: Raquel poseía las mismas líneas, la misma complexión, el mismo cabello y porte que ella misma tuviera. Había sabido al instante, la noche anterior, que esta joven no era una campesina, que su porte no era el de una trabajadora del campo. Y reconoció de inmediato que los rasgos de Raquel provenían de Aquitania, muy cerca del Périgord donde Ailena naciera. La larga nariz recta, el labio superior protuberante, el hoyuelo en el mentón… estas características eran comunes allí. Pero la combinación de las mismas en la proporción exacta de su propia figura juvenil era poco menos que milagroso.
El rostro apergaminado de la baronesa se frunció feliz al pensar en Dios ayudando a su venganza. Desde que su hijo la expulsó del castillo había estado planeando retornar. En un primer momento, pensó en reclutar mercenarios y cercar su propio castillo. Pero sus huesos se habían inflamado más y más con cada accidentado día de viaje y el coste de semejante campaña sería sin duda su vida. Decidió después que el dinero enviado durante años a sus primos del Périgord en anticipación del exilio a manos de sus enemigos debía ser mandado al rey. Este necesitaba oro para sus aventuras. A cambio, le pediría que reclamase el Castillo Valaise para sí mismo por derecho de herencia real, como si se tratase de bienes mostrencos. Eso dejaría a Guy tan desposeído y sin tierras como su padre lo había estado antes de casarse con ella por la fuerza.
Pero ahora tenía un plan más satisfactorio y siniestro. El mismo Dios que había matado a su padre y que la había sometido a un marido cruel le entregaba ahora esta verdadera gemela de su pasado. La justicia que rezumaba esto, la espléndida ingenuidad de todo ello, la hacían mostrar sus dientes al sol por vez primera en años.
Raquel estaba sentada en la mesa del comedor, acariciando con sus dedos la delicada urdimbre del corpiño que le habían dado a vestir junto con una exquisita túnica azul y un suave calzado. Lágrimas acristalaban los ojos de su abuelo al verla gozar otra vez ropas que, en días más felices, había dado por supuestas. Pero se tragaba aquellas lágrimas. No quería que ella le viese sufrir por las pérdidas, temiendo que esto le inspirase de nuevo su propio sufrimiento. Ya se habían lamentado bastante. Fuesen los que fuesen los motivos de la baronesa, la dicha que había proporcionado a Raquel era la respuesta a las interminables plegarias del anciano.
Sobre la mesa estaban los restos de su comida: pan tan fresco que humeaba al ser quebrado, conejo en salsa de uva y guisantes con mantequilla y cebolla. Y un vino colmaba copas talladas como cabezas de pájaros, que David reconoció como el más fino, de las viñas de Saint Pourcain en Auvernia.
El baño fragante, la buena comida y el vino acabaron de fundir el entumecimiento de Raquel, y miró a su abuelo con un brillo en los ojos que el hombre no había visto desde el horror.
Vestido con la fresca túnica verde que ceñía un cinturón marrón, el anciano tenía casi la misma apariencia que ella recordaba de otros tiempos. La barba estaba afeitada, pero el vino había distendido la fatiga y preocupación que turbaran sus facciones, y la muchacha reconocía en él al benigno patriarca de su infancia.
Reposaba la Biblia en la mesa, donde David la había colocado tras leer un salmo de gratitud. Raquel la abrió y leyó en voz alta: «Isaac habló a Abraham, su padre, y le dijo, “Mira, padre, aquí están la madera y el fuego para el sacrificio… pero ¿dónde está el cordero?”».
David posó su mano sobre la de Raquel. «Sí, nieta, ¿dónde está el cordero? La baronesa nos ha lavado, nos ha vestido, nos ha cebado. ¿Qué sacrificio tiene en mente?».
«¿Deberíamos huir?». Raquel miró a la puerta que conducía a la cocina. «El caballero no está a la vista y los criados no nos detendrán».
«¿A dónde iríamos, mi niña? Y aunque no nos persiguiesen… sólo la miseria nos aguarda ahí fuera. Sea el que sea el sacrificio que esa noble dama quiera de nosotros no será más grande que el que ya hemos ofrecido al Señor».
«Seréis míos por el resto de mi vida», les anunció la baronesa a David y a Raquel cuando se sentaron frente a ella en el salón, bajo los trofeos de caza. El crepúsculo purpuraba las altas ventanas y los pájaros gorjeaban sus cantos allá abajo, en el jardín que la tarde refrescaba. «A cambio de obedecerme, tendréis la mejor comida, la mejor ropa y el mejor techo protector. No volveréis a sufrir persecución por vuestra fe. Y, cuando yo muera, heredaréis un cofre con joyas tan valiosas que os asegurarán el bienestar para el resto de vuestras vidas».
David inclinó su cabeza humildemente. «Baronesa, ¿qué servicio nos pagáis tan generosamente?».
El rostro arrogante de Ailena se inclinó hacia atrás. «Obediencia absoluta y completa durante el resto de mi vida».
«Somos judíos devotos…».
«No os pediré que matéis ni que robéis. Tampoco quedará comprometida la castidad de Raquel. No se os exigirán nunca labores serviles ni trabajos duros. Pero, cuantos años me queden de vida, os conduciréis como yo os lo mande».
La frente de David se arrugó pensativa. «¿Y qué es lo que nos ordenáis?».
«Voy a disponerlo todo para que viajéis por mar a Tierra Santa… a Tiro, la única ciudad que aún conservan las fuerzas cristianas. Portaréis cartas mías que os permitirán adquirir allí una casa igual a esta en categoría. En ella, me esperaréis».
David y Raquel cambiaron miradas sorprendidas. En el silencio, cantos de aves ecoaron en la oscura estancia. «Baronesa», dijo David finalmente, «el viaje a Tierra Santa es una aventura peligrosa».
Los ojos de la baronesa parecieron cintilar en las sombras. «¿Es vuestra vida en el osario menos peligrosa?».
Ailena estaba sentada sola en la negrura, contemplando a través de la ventana el polvo de estrellas. Por primera vez desde aquel día cruel, nueve meses atrás, en que fue derrocada, forcejeaba su mente con algo más que rabia. Estrategias se ramificaban como rayos en la humosa oscuridad de su cerebro, y cada radiante horcadura encendía profundidades nuevas, donde relámpagos menores centelleaban revelando todos aquellos minúsculos detalles que deberían ser atendidos para el éxito de su gran plan.
Por un momento, la complejidad de su idea la aturdió. Tantas y tantas cosas debían hacerse… ¿y habría tiempo? La muerte mordía ya sus huesos. Y esto era lo que más la enfurecía: que su hijo —tan odiosamente como ella le tratara a él por los pecados de su padre— hubiese logrado expulsarla en sus últimos días. El dominio habría sido suyo en cualquier caso; sólo tenía que soportar un poco más la malicia de su madre. Pero ahora que había sido humillada… ahora debía vivir, ahora debía desafiar los afilados dientes de rata que mordían sus tendones y vivir para forjar una venganza duradera.
Con esta determinación, se relajó Ailena. En la estanza penumbrosa, una paz de abuela compuso las arrugas de su rostro anciano. Sus ojos alertas titilaron con luz de estrella cuando imaginó las minuciosas labores de su revancha.
Mar Mediterráneo, Verano 1189
«Dios me está castigando por nuestro engaño», se lamentó David y se aferró a las cuerdas sedeñas de su litera. A través de la ventanuca del corredor, el sol rielaba en la espuma del mar brezante. Peces voladores saltaban sobre las ondas centelleantes con sus alas translúcidas y rojas togas de sargazos pasaban a la deriva. David yacía sobre su espalda, la boca indolente y abierta, rolantes los ojos en la cabeza.
Raquel lo confortaba con una esponja húmeda. El zarandeo del barco no la perturbaba.
«Abuelo, intenta dormir otra vez. Quizás el mar esté más calmado cuando te despiertes».
David irguió el cuerpo y se sentó con la cabeza en sus manos. «Basta de sueño. Siento como si estuviera asfixiándome. Ayúdame a ir a cubierta, Raquel. Quizás el viento disipe estas náuseas».
Raquel soltó las cuerdas satinadas de la litera y tomó el brazo de su abuelo mientras este descendía del lecho. Juntos caminaron trastabillando por la elegante y espaciosa cabina, y a través de la puerta. Raquel cerró el camarote y siguió a David por la escalerilla hasta cubierta.
No había desaparecido aún la orla de su vestido por la trampilla, cuando dos hombres descalzos, cubiertos con calzones deshilachados, emergieron del sollado, desde el que se llegaba a la vasta bodega del buque y a los bancos de los remeros. Los dos hombres, ambos remeros, habían estado turnándose en la vigilancia del camarote, esperando el momento en que pudiese estar vacío. Uno de los remeros era apergaminado y sarmentoso, con nariz grande y grandes orejas; el otro era oscuro, atezado por el sol, con un bigote herboso y dientes de cabro.
«Vigila la escalera», dijo el de piel arrugada entrando en la cabina y yendo directamente hacia el cofre bajo la litera.
«¿Y dejar que ratees lo mejor tú solo?», dijo el de piel tiznada y lo siguió. «Dentro y fuera, como el cuchillo del carnicero. Date prisa. No estarán mucho en esa movida cubierta».
El cofre que saqueaban contenía sólo ropa femenina, ninguna de las gemas o monedas que estaban seguros de encontrar en tan augusto camarote. «Sé ordenado, idiota», dijo el apergaminado cuando empezaron a remeter los vestidos, «o sabrán enseguida que les han robado».
«¿Y no lo sabrán cuando les falte el oro?», se mofó el del bigote y se apresuró hacia otro cofre en el lado opuesto de la cabina. «¿Quién es el idiota?».
En el segundo cofre había sólo ropa y un fajo de cartas. Los hombres buscaron bajo la alfombra y en el almohadillado de las sillas. «Aquí está el pájaro», susurró el moreno levantando el colchón de plumas de una de las literas y mostrando una bolsa de cuero repujado. Desató las tirillas de cuero que la cerraban, apartó la solapa y sacó un rollo y un libro encuadernado en piel curtida marrón.
Los ladrones desplegaron el rollo, abrieron el libro, y bizquearon ante las flamígeras letras negras. «¿Es latín?», preguntó el del bigote.
«No. Latín no. Esto ha de ser aljamía pagana».
«¿Turco? Me da en la nariz que este par son raros para nobles».
«No, idiota, será hebreo. Lo he visto en sus templos, adonde se llevan los niños cristianos para beberse su sangre. El capitán tiene que saberlo».
En cubierta, David se inclinaba sobre la barandilla junto con otros doce peregrinos.
Raquel se mantenía detrás de él, con una mano calmífera en su espalda, viendo a los petreles atravesar las largas, lentas olas. A ambos lados de la pareja, sendos sacerdotes vestidos con sus sotanas negras se inclinaban sobre la barandilla también gimiendo, y David sonreía para sí mismo. Quizás su malestar era una bendición al fin y al cabo: el Cuerpo de Dios estaba bien guardado para que no acabase flotando en vómito, y David y su nieta estaban a salvo por ahora de la ignominia de verse obligados a compartir el sacramento de los gentiles.
Agua salpicó de pronto su nuca y él alzó su turbada cabeza para ver a otro sacerdote que bendecía a los mareados peregrinos con agua bendita. Detrás del sacerdote, en la cubierta superior, se erguía el capitán con sus oficiales y dos torvos marineros. Los ojos de David se agrandaron cuando vio que estaban examinando el rollo de la Ley de su camarote.
«Abuelo, ¿algo anda mal?», le preguntó Raquel cuando el hombre se apartó bruscamente de la barandilla.
«No digas nada, Raquel», murmujeó, empezando su mente a cuajar soluciones. «Sígueme y no digas nada».
David se movió tan rápido como le permitían sus inseguras piernas y subió las escaleras hasta la cubierta superior. «Capitán, ¿cómo ha llegado este rollo a vuestras manos? ¡Respondedme de inmediato!».
El capitán, un hombre menudo vestido con un chaleco negro de mando y gorra roja de terciopelo alzó una ceja suspicaz. «Esto es escritura hebrea. Ha sido hallado en vuestro camarote por estos dos remeros».
«¿Qué estaban haciendo allí?», inquirió David sin disimular la alarma en su rostro y su voz.
«Pasábamos adelante», repuso el apergaminado. «La puerta andaba abierta y nosotros vemos este rollo y el libro sobre la cama. Nos importó poco, pero el vaivén del barco va y tira esto al suelo. En cuanti que se abre, y nosotros que catamos el trazo pagano, lo habemos traído aquí».
«¡Mentiroso!», gritó David. «Este rollo y este libro estaban bien seguros bajo mi colchón».
«¿No negáis entonces que sean vuestros?», interrogó el capitán. «¿Qué hacen primos de la baronesa Ailena Valaise con escritos judíos?».
«¡Portarlos a Tierra Santa!», respondió ardorosamente David.
«¡Sois judíos entonces!», exclamó el capitán, «¡Vais a hacer que todos nosotros quedemos malditos a los ojos de Dios!».
«Ciertamente que os vais a condenar», coincidió David, «pero no porque seamos judíos, que no lo somos. Tal como la baronesa misma os informó, somos primos suyos. Pero…», dudó, y miró fieramente a Raquel. «Somos también enviados de… del arzobispo. Fue él quien nos eligió para esta peligrosa misión, que hubiéramos preferido culminar en secreto, sin riesgo para nadie más que para nosotros mismos».
«¿Qué es esta retórica?», exigió el capitán.
«Lo que tenéis en las manos es un talismán judío dotado con una maldición pagana que destruye a aquellos que se ven expuestos a ella por mucho tiempo. Los judíos —malditos sean sus ojos— han estado sirviéndose de esto generación tras generación para sembrar la discordia entre los reinos cristianos. El arzobispo se hizo con ello durante el saqueo de las sinagogas francesas que siguió a la caída de Jerusalén. A nosotros se nos ha encargado llevarlo a Tierra Santa, donde los caballeros Templarios lo utilizarán contra los sarracenos».
El capitán lo plegó agriamente y se lo pasó a su oficial. «Arrojadlo al mar».
«¡No!», exclamó David. «No… eso sólo pondría en peligro la nave. El talismán debe ser llevado directamente a nuestro enemigo, sobre el que actuará la maldición para gloria de Cristo».
Y tomó el rollo del oficial, que apresuradamente se lo rindió. «Nadie más debe saber esto. Permitid que el riesgo recaiga enteramente sobre mí y sobre esta santa mujer». Gesticuló señalando a Raquel y esta inclinó con solemnidad la cabeza. «La bendición del arzobispo está sobre nosotros y nos protege».
El capitán retrocedió cautelosamente y alzó una mano para tapar su rostro del rollo hebreo. «Apartadlo de mi vista. Como algún daño llegue a amenazar a este barco, lo quemaré yo mismo». Destellaron sus ojos al mirar a los remeros. «Lleváoslos de aquí de inmediato. Dejarán el barco mañana por la mañana en Sicilia».
David invitó a Raquel a precederle escaleras abajo y ocultó el rollo en su pecho, cantando en voz inaudible una plegaria de acción de gracias al Dios único.
«Tu treta ha sido magnífica», le susurró Raquel jubilosa cuando estuvieron solos en el camarote. «La historia ha salvado la Torá y nuestras vidas».
David escondió cuidadosamente el rollo y la Biblia, y se derrumbó luego en la litera con el brazo sobre los ojos. «No conté ninguna historia», se lamentó. «Fue el malestar hablando a través de mí».
Raquel asintió compasiva y le palmeó el hombro.
«¡Fue así, nieta!», insistió vibrante David, lanzando un ojo desde debajo del brazo.
«Por supuesto, abuelo», se rio de él la muchacha.
«Yo no mentiría en cuanto a mi fe…», añadió David enfático, mirándola fijamente antes de volver a cubrir sus ojos y gemir. «Yo no osaría decir semejantes mentiras blasfemas sobre la Ley. Le di la voz a mi malestar… y mi malestar nos salvó».
David insistió en que Raquel no tornase a cubierta. El capitán dispuso que se les llevase comida y agua al camarote y David, gruñendo de náusea, gozó del consuelo que ella le proporcionaba. Pero cuando él se deslizó a un sueño hondo, ella se sentó en la galería, en la parte trasera del camarote, y abrió las ventanas.
Raquel amaba el mar. El viento undoso, con su fragancia salada, colmaba de luz todos los espacios de sus pulmones e infundía en sus miembros fuerza viva. Bajo sus dedos, vagabundos por el roble del alféizar, brillaban minerales marinos con los mismos matices irisados que ella veía en el roción de las olas. Pero más que cualquier otra cosa, amaba esa sensación envolvente del vuelo del barco, cuando la proa hachaba los lomos del agua y el mar levantaba tan alto la popa que a ella le parecía estar volando. Entonces la onda de proa se abría hacia los lados con un rugir impetuoso y el barco cabeceaba adentrándose en el seno del mar.
Este era el único barco que conociera, y había aprendido todo lo posible de él en los muelles de Arles antes de la partida. Recibía el nombre de usciere y era uno de los transportes más grandes del mundo; treinta pasos de eslora tenía, ocho de babor a estribor, dos mástiles y dos cubiertas completas. En las amuras, había sendos ojos grandes, toscamente pintados, y en la popa plana una cabeza de caballo. En el puerto, Raquel había visto bajar las gigantescas rampas de popa y subir por ellas caballos al sollado. A menudo durante el viaje los oía relinchar, tan infelices como su abuelo con el vuelo sobre los mares.
Los ruidos del viaje fascinaban a Raquel. El crujir de las cuadernas, el chasquear y silbar de las jarcias, el toser de las olas… todo le hablaba del misterio, de aquellas cosas que no podían ser conocidas pero de las que podía hablarse en el protolenguaje del mar y del viento. Sólo cuando los peregrinos empezaron a cantar y sus himnos dolorosos se elevaron para caer entre los cuarzos cintilantes de la brisa del océano, el hueco rugir de la proa cortante sonó siniestro.
Trompetas de muerte mugieron en las olas rotas. Toda felicidad que pudiese habitar en la tierra huyó al silencio azul, y todos los estratos del sonido, pletóricos de un habla fantasmal, se estremecieron, se helaron en su cabeza. Y de pronto, ella estaba otra vez en los túneles oscuros de los robledales, entumecida bajo los rayos ígneos y helados de la nieve que caía entre el ramaje, doliente el estómago, heridos los ojos, y sus lágrimas congeladas incrustadas en ellos por la imagen cruel de su familia muerta.
Raquel cerró las ventanas a las alabanzas de los peregrinos, cantadas a su dios de amor.
Las manos en los oídos, se arrastró hasta su litera, devanó un imposible sollozo y yació allí, escuchando el silencio formado en su sangre por el llanto de los caballos.
Roma, Otoño 1189
Ailena estaba sentada, quieta en la cruz de su dolor. Cada movimiento despertaba minúsculos fuegos que abrasaban sus huesos. Para mitigar el torturante zarandeo de su cuerpo durante sus viajes, se hacía ligar sus junturas con tensas vendas y ello la obligaba a una posición rígida, erecta, con brazos y piernas inflexiblemente estirados. Pero ahora le picaba la nariz y rascársela le costaría un instante secular de dolor. Para distraerse del picor, concentró su mente en la ciudad más allá de la ventana y meditó en todo lo que esta significaba.
La baronesa se hallaba en un pequeño fortín de la Torre delle Milizie, próxima al mercado de Trajano. Las fortalezas se acolmillaban contra la línea del horizonte, eclipsando los antiguos edificios que mucho tiempo atrás sobrevivieran a su propia inutilidad. Ahora, bandas rivales de estas fortalezas vagaban por las serpenteantes calles y callejones de esta ciudad tensa y sombría, e irrumpían en mercados y piazzas. La Curia, que representaba el poder político del papa, luchaba por el dominio unida a la República, constituida por los aristócratas romanos. Y la comuna, una poderosa coalición de gremiales y granjeros arrendatarios, desafiaban al papa y los nobles. Casi cada día, estallaban revueltas en las montunas avenidas y partisanos de todos los grupos resultaban apaleados o apuñalados, o eran colgados de los escuálidos árboles que brotaban en la mayor parte de las esquinas.
Ailena había venido a esta torturada ciudad a cumplir con un pequeño pero importante aspecto de la estrategia. Aunque lograse sobrevivir en su viaje a Tiro, aunque viviese lo bastante para preparar a Raquel, para convertirla en Ailena Valaise, para hacerla conocer todo lo que ella misma conocía, incluso aunque lograse artistar un milagro adecuado para explicar la recuperación de su juventud… aun si se cumpliesen todos estos requisitos, necesitaría la validación de una autoridad superior. Y por eso había venido a Roma, para comprar la bendición del papa.
Que la bendición del Santo Padre podía conseguirse con dinero era algo que Ailena había aprendido de su propio padre, cuya familia había ganado título y tierras por apoyar a la casa de Frangipani contra los Pierleoni en su rivalidad por el papado. Por desgracia, el actual Vicario de Cristo pertenecía a la familia rival, y Ailena lo había dispuesto todo para entrevistarse con un cardenal poderoso que tenía influencia en el papa.
Giacinto Bobo-Orsini tenía ochenta y tres años: una menuda y lánguida rana con ojos bulbosos y sarmentosos dedos. Entró en la estancia derrochando energía, ondulante el haldeo de sus ropas escarlata que casi ocultaban de la vista a su secretario, un sacerdote joven, rubio, escrupulosamente vestido de sotana negra y blanca sobrepelliz.
El rictus de la baronesa fue una máscara pintada, y se comió su dolor cuando se forzó a sí misma a arrodillarse ante el cardenal y besar su anillo. Sus servidores la ayudaron a retornar a la silla y le limpiaron el pálido sudor de su ajada frente y sus trémulos labios.
Bobo-Orsini se sentó en un gran sitial, con su secretario al lado traduciendo al latín el occitano de la baronesa.
«Eminencia, me hallo de viaje a Tierra Santa, donde, a mi avanzada edad, sin duda acabaré por rendir mi alma al Señor. Por ello, teniendo ya poca necesidad de mis posesiones temporales, estoy ofreciendo mi riqueza a aquellas personas de este mundo que mejor uso puedan hacer de ella». Ailena tomó una caja incrustada de perlas de uno de sus servidores y la abrió, mostrando una esmeralda oblonga y tres rubíes grandes como avellanas. Había gastado la mitad de su fortuna en estas joyas, decidida a provocar una impresión en la Curia que persistiera hasta que necesitase su ayuda. «Sé que vuestra Eminencia es muy querido de nuestro Santo Padre. Sé que lucháis diariamente contra los poderes seculares para lograr que la influencia de nuestro Santo Padre no se vea disminuida en este mundo. Deseo ofreceros estas pocas e insignificantes naderías que poseo para apoyar vuestros esfuerzos en nombre del Santo Padre… y para que me recordéis en caso de que necesite vuestro consejo durante el tiempo que me quede en este mundo».
Bobo-Orsini aceptó la caja engastada de perlas con una sonrisa lúgubre y, sin mirar siquiera las gemas, pasó el regalo a su secretario.
«Con seguridad vuestra peregrinación ganará en favor a los ojos de Dios», tradujo el secretario, y el Príncipe de la Iglesia se levantó y abandonó vivaz la estancia.
A solas con sus servidores, Ailena sintió su decepción estallar como una burbuja en su corazón. El cardenal era más viejo que ella misma y, fuera cual fuera su influencia, dejaría probablemente esta vida antes de que la baronesa alcanzase Tiro. ¿La había engañado su ira? ¿Era su impía peregrinación la última burla de Dios en su vida?
Hizo una señal a sus portadores para que se la llevasen de aquel fuerte. No perdería otro día en Roma. Esta era la ciudad de la derrota, y se disputaban los chacales su cadáver desde hacía mil años. Partiría de inmediato para Tierra Santa, donde una vez se lograra la victoria de la vida sobre la muerte… y donde ella repetiría ahora esa victoria.
Tiro, Otoño 1189
La ciudad se extendía como una mano abierta sobre el mar, unida sólo por la muñeca, una isla a la que se llegaba por un brazo de tierra tan estrecho que podía ser fácilmente defendida por los ballesteros de las barcazas cristianas. Los profundos fosos y las defensas poderosas satisficieron a David, pues el largo viaje lo había debilitado y quería descansar sin que lo turbase el miedo. Con las cartas de la baronesa en la mano, fueron recibidos en la fortaleza de inmediato por el comandante de la villa, Conrad, el marqués de Montferrat. Complacido porque de la baronesa se prometía oro y una alcabala sobre las tierras que aquella pretendía comprar y cultivar en la zona, instaló a los Tibbon en un espacioso palazzo, que se alzaba en una terraza poblada de palmeras y con vistas al verde mar.
David buscó la sinagoga de la ciudad y halló un edificio pequeño de piedra negra, calzado entre el dique marítimo y las rocas monolíticas que estribaban la ladera donde se asentaba la terraza. El estrecho edificio estaba tan apartado, que ninguna calle llegaba hasta él y era accesible sólo por barco o a través de una precaria vereda en el dique marítimo. No les faltó bravura a David y Raquel para hacer este camino, y el anciano besó el umbral del templo en gratitud por su salvación, alabando a Dios por haberlos librado de las turbas carniceras de cruzados.
Raquel escuchó su plegaria de acción de gracias en silencio, hasta que no pudo seguir soportándolo. «¿Y qué de tus hijos y nietos, de mis padres y hermanas y hermanos?», lo desafió Raquel histéricamente cuando él la invitó a cruzar el umbral. «Dios los dejó morir. A tío Joshua y sus hijos también. Murieron horribles muertes, y Dios no los salvó. ¿Cómo puedes darle gracias?».
Los devotos del templo cubrieron sus rostros y se alejaron. «Dios crea la calamidad tanto como la bienaventuranza», le dijo David calmoso. «Así lo dice Isaías: “Hago la paz y creo el mal: Yo el Señor hago todas estas cosas”».
«No daré las gracias a un dios semejante». Raquel se apartó, y dejó la vista vagar sobre el agua esmeralda, que derivaba hacia un azul oscuro bajo los altos cúmulos matinales.
David detuvo con un gesto al rabino, que había emergido ceñudo por la perturbación, y siguió a su nieta. «Mira el país». Y le mostró con la mano las colinas azafrán de aquella costa salpicada de verdes esplendorosos. «Esta es la tierra que Dios ha dado a nuestro pueblo. Nos ha bendecido trayéndonos de vuelta aquí».
Raquel dirigió a su abuelo una oscura, sesgada mirada; luego señaló la arrogante torre de Gibeleth, que emergía de la boira marina coronando una fortaleza invisible allá lejos en el sur.
«Esta tierra no es nuestra. Pertenece a sarracenos y cristianos. Si este es nuestro país, ¿por qué lo poseen los infieles? ¿Por qué dejó Dios que los descreídos asesinasen a mi familia?».
«¿Por qué? ¿Por qué?». David sacudió la cabeza. «¿Deberá interrogar la arcilla a Aquel que la modela?».
Raquel no dijo nada. Sus palabras habían abierto unas erizadas tenebrosidades en su interior. ¿Era esto la ira de Dios? La frufruante actividad de las frondas en la terraza sobre ella la colmaba de voces oídas a medias… la risa sibilante de sus hermanas. ¡No! No escucharía de nuevo a los muertos. Con violenta claridad animal, volvió su vista hacia abajo, a los blancos salientes de roca calcárea batidos por el mar, recorridos por negros cangrejos.
David se mesó los cortados rizos de sus sienes y se alejó de allí. Sólo Dios podía recuperarla de donde ella había ido. Volvió a la sinagoga y se unió a su gente en la alabanza al Creador. Después de haberles contado su historia, ellos le aconsejaron dejar Tiro antes de que llegase la baronesa. Le hablaron de los numerosos asentamientos judíos a lo largo y ancho de la tierra prometida, y le urgieron a huir allí con su nieta antes de que la gentil los hallase de nuevo y los sometiese a su voluntad.
Pero David había dado su palabra. La baronesa los había sacado de su abyecta pobreza y les había prometido que su función no sería servil y que Raquel no sería molestada. No rompería él su palabra.
Más tarde, en el camino a casa por la estrecha vereda sobre el dique, David se torció el tobillo y estuvo a punto de precipitarse a la cálida corriente. Cojeó un corto trecho hasta un banco de arena abigarrado de esqueletos coralíferos y viejas conchas, mientras Raquel buscaba un palo que pudiera servirle de muleta. Tornó con una estaca pulida que arrojara a la costa el mar y le ayudó a incorporarse. Cuando sus ojos se encontraron, él enfrentó la burlona franqueza de su mirada encogiendo los hombros. «A veces Dios se oculta… y entonces tropezamos con Él».
Suspiró. «Y a menudo nos rompe el cuello. Hemos de confiar en que Dios sabe lo que está haciendo».
Tiro, Invierno 1189
Cada noche, Raquel se despertaba cuando las nubes del océano batían los montes y la lluvia tamboreaba en el tejado, barría los palmerales. Yacía entonces inhalando la frescura del aire limpio, que afluía por las ventanas lotiformes del palazzo y undulaba las cortinas diáfanas.
En los sonidos de la lluvia que goteaba del tejado y se precipitaba por los canales de la calle, voces murmullaban en hebreo. Los muertos pululaban en la malva evanescencia de la noche y la rodeaban mientras ella flotaba bajo la colcha adamascada, con los brazos sobre el pecho como si fuera uno más de ellos. Cuando intentaba entender qué decían, todo empezaba a hundirse de nuevo. Cuanto más empeño ponía en escucharlos, más se olvidaba de quién era. ¿Qué decían?
Nunca y siempre.
Cada noche, llegaba a convencerse que aquellos rezaban por un tiempo y un lugar en los que ser escuchados, y atendía con ahínco a sus voces en las toses de la lluvia.
Nunca y siempre.
Y entonces la lluvia pasaba, se helaba la atmósfera tonante y a través de las ventanas veía mechones de tormenta flotando entre las fúlgidas y crepitantes estrellas. Las voces partían.
Contemplando la rueda de los astros girar en la oscura noche tempestuosa, se dejaba llevar por el sueño otra vez.
Las campanas de las iglesias le hablaban al alba. Raquel se despertó a los aromáticos humos que ascendían de las tabernas de los marineros a lo largo de la línea de mar bajo la terraza del palazzo. Picantes ráfagas de sepia, tripas amoragadas, y pichón y calamar asados invadieron su dormitorio con las primeras luces, acompañados por los gritos de los pescadores que recogían sus redes.
David estaba despierto ya y en el jardín, las manos abiertas ante él y alabando al Creador que hilaba un nuevo día. También los criados habían dado comienzo a sus actividades; preparaban sus fragantes tés y molían las semillas de sésamo para la pasta de higos que cada mañana servían con dátiles y ciruelas de invierno.
La baronesa no llegaría hasta la primavera. Los grandes transportes no cruzarían hasta esas fechas el mar y ella pasaría el invierno en Sicilia. Varios barcos pequeños habían desafiado la estación y traído cartas de ella. Llegaban estas siempre por la mano del mismo mensajero, un hombre alto, calvo, vestido con un caftán color vino. Con el velludo rostro alerta de un mono, llamaba en árabe desde la puerta de hierro y los criados se apresuraban desde donde se hallasen en el palazzo. Las cartas llevaban el sello impreso de la baronesa y el lacre del marqués, que las recibiera, y venían siempre acompañadas de una bolsa de bezants, las finas monedas de oro que distribuían como pago entre los servidores.
Las cartas constituían garantías para el marqués de las intenciones de la baronesa y eran también informes del desarrollo de la situación política en Sicilia. Allí, Tancredo, un miserable déspota, se las daba de rey, y la baronesa estaba utilizando sus recursos para su derrocamiento por el nuevo monarca inglés, Ricardo Corazón de León. Las cartas no traían mayores indicaciones para los Tibbon que aguardar su llegada en primavera.
La imaginación de David se había agotado intentando conjeturar lo que la baronesa quería de ellos. Después del desayuno, iba cada día a la sinagoga —y lo hacía en barca, no por el precario sendero— para orar y conferenciar con las cabezas de la comunidad judía. Los judíos orientales, liderados por rabí Ephraim, al que todos llamaban el Egipcio y que era incapaz de penetrar lo que una baronesa normanda podía querer de aquellos dos judíos, acabaron por convencer a David de buscar el consejo de la comunidad judía europea, que había establecido asentamientos en las afueras de la fortaleza de Tiro.
Durante los meses de invierno los sarracenos se desbandaron, retornaron a sus mujeres e hijos en Mesopotamia y en Egipto, y menguó el peligro de ambular por la región. Los Tibbon dejaron la ciudad a lomos de pollino con un grupo de peregrinos que se había propuesto visitar los santos lugares locales. Pasaron por campos murmullantes de cañas de azúcar y por negros campos espolvoreados por el verde de los brotes tempranos de la cebada invernal. Gaviotas volitaron en las alturas hasta que el paisaje se hizo pétreo y el camino se convirtió en un arroyo de polvo entre rocas alimonadas.
Aquí y allá sarmentosos algarrobos coronaban colinas bajas y una casa de piedra enjalbegada resplandecía bajo el chorro del sol de Levante. Junto a estructuras de madera para extraer el agua de profundos manantiales, crecían amodorradas palmeras y reptaban los tallos jade de las calabaceras; un campo alomado llameaba de verde, patullado por los bueyes, y un granjero de rostro atezado contemplaba a los peregrinos bajo el capuz de su blanca túnica, sonriendo, mostrándoles sus encías azules, entretenido con el avance polvoriento de aquellos extraños. Luego el terreno se hizo roca y arena de nuevo, y brilló como estaño.
En una aldea de abigarradas casas achaparradas que se alzaba en una ladera de polvo color león y cantos como perlas, los Tibbon hallaron la comunidad de judíos europeos que les recomendara Ephraim el Egipcio y fueron cálidamente recibidos. El Rosh ha-Qahal —«el Cabeza de la comunidad»— rabí Hiyya, un hombre de pelo lanoso, les presentó a un granjero robusto de cuerpo de bronce, Benjamín de Tudela, y a un pequeño tejedor de cutis ceroso, rabí Meir de Carcasona. Sus mujeres y sus hijas abrazaron a Raquel y la hicieron sentar, junto con su abuelo, sobre un colchón de carrizo bajo una aparrada higuera, donde les fue servido pan ácimo, olivas y pequeñas naranjas rojas.
Después de oír su historia, el Rosh ha-Qahal cabeceó sabiamente. «Compraréis vuestra libertad», decidió. «Pagaréis a la baronesa normanda todo el coste de las ropas que os ha dado, del transporte en el usciere, la comida, el abrigo protector durante vuestro tiempo en el palazzo, los sirvientes, y una generosa compensación por la ruptura de vuestro compromiso. Así seréis libres y, ambos, vendréis a vivir entre nosotros». Miró al granjero grande y broncíneo. «¿Cuánto será eso, Benjamín?».
Benjamín escarabajeó cifras con sus dedos en el polvo ocre, dijo, «Unos ciento veinte bezants por el coste total y la mitad de ello para una pródiga compensación… en total, unos ciento ochenta bezants».
«Bien», asintió el Rosh ha-Qahal. «Pagaréis a la baronesa doscientos bezants y seréis libres».
«Doscientos bezants», desesperó David. «No tengo uno siquiera».
El Rosh ha-Qahal descartó su preocupación con un gesto de su mano ennegrecida. «Eso es sólo oro. Te lo dejaremos».
Rabí Meir dio una palmada con sus manos cerosas. «Está hecho. Haré una colecta en la comunidad después de la cosecha de invierno. Tendréis esa suma en vuestras manos antes del retorno de la baronesa».
«Pero ¿cómo podré yo devolveros ese dinero? Soy un hombre viejo».
«Tu experiencia nos lo compensará», repuso el Rosh ha-Qahal. «Tu conocimiento de viñas y huertos enriquecerá a la comunidad muy por encima de lo que te prestemos. No pienses más en ello. Ahora a comer. Y después que haya cantos y danza».
Durante todo el resto del día, los Tibbon fueron recibidos por una familia tras otra; cada una escuchó de nuevo su historia y contó la propia, mientras los demás se sentaban en el amarillor de los campos y en los vergeles de la ladera, entre olivos como humo argénteo. David resplandecía de gozo y Raquel pendía entre el miedo y el deseo, anhelando el afecto de las familias derramado sobre ellos y temiendo sin embargo el vacío que estas gentes ensanchaban en ella. Las jóvenes se parecían tanto a sus hermanas… tanto a sus hermanos los muchachos… Risa y dicha llegaban sólo hasta este punto, para verse al borde de la negra sima de la memoria. La comunidad percibió la reserva de la muchacha e interrogó a su abuelo. «Se duele porque vio a los mártires», explicó él. «Creo incluso que todavía los ve».
A la puesta del sol, Raquel fue sola a un campo despejado para hallar la expansión que se correspondía con el vacío abierto en ella. Vastas octavas de violeta y de índigo abovedaban el cielo, y panoramas estelares ardían magníficos sobre las oscuras fallas de arena y los viejos montes.
«La tristeza desarrolla su propio cuerpo, ¿sabes?», una voz melancólica dijo tras ella. Se volvió para ver al Rosh ha-Qahal, cuyos rizos lanudos brillaban como los perfiles de una nube.
«Ve con sus propios ojos, oye con sus propios oídos. Debes vivir con este otro cuerpo, Raquel. Pertenece a Dios con tanta certeza como Le pertenece tu carne. Pero no debes dejar que este cuerpo de tristeza viva por ti».
El Cabeza de la Comunidad se retiró tan silenciosamente como llegara. Raquel contempló el último y vertiginoso resplandor del día desvanecerse en la cúpula del cielo, y retornó luego a la aldea a dormir. Horas después despertó y salió de la casa aromada por el humo de la madera al hondo desierto estremecido. Humeaba su aliento luminosamente. Miró al oeste y vio, a lo lejos, las gigantes intumescencias de las nubes emborronando la luz de estrellas, descargando sobre Tiro sus lluvias en su camino a las montañas. Lejos, oh lejos, los muertos susurraban, Nunca y siempre.
Tiro, Primavera 1190
El Rosh ha-Qahal y el resto de la comunidad querían que los Tibbon permaneciesen con ellos, pero David insistió en volver a Tiro para esperar a la baronesa en el palazzo tal como había prometido. Pasaba la mayor parte de su tiempo en la sinagoga y, ocasionalmente, atendiendo a rabí Meir o a Benjamín de Tudela en el palazzo cuando visitaban la ciudad. Se dejó crecer la barba y los rizos de las sienes, y se hizo activo en la comunidad judía, contribuyendo incluso a la correspondencia con el afamado Maimónides, que vivía por aquel entonces en el Cairo y que mantenía una fluida comunicación epistolar con los judíos de Tiro. David llegó a dirigirle estas palabras: «Es porque vivís en este lugar que Dios nos asegura aun hoy un Redentor».
Raquel pasaba su vida en el palazzo como podría hacerlo una vetusta mujer, contemplando el mar mezcolar sus pigmentos, deambulando por el jardín entre las flores misteriosas de los cactus, las negras perlas-luna de los pimenteros, las sombras violeta de los setos de jazmín, o sencillamente siguiendo los pasos de las sirvientas, mujeres morenas de largas trenzas untuosas, que descalzas de cuarto en cuarto limpiaban el polvo amelocotonado de repisas y arcones.
Su abuelo, a veces, se la llevaba con los sirvientes al sol plomizo del mercado. Allí, bajo palmas entrecruzadas y brillantes domos, contra paredes enjalbegadas que se habían desportillado aquí y allá hasta dejar parches color ostra, los puestos ofrecían hortalizas primaverales, centelleante pescado, animales vivos, huevos de aves marinas, rollos de seda y bayeta, y todo ello bajo la mirada halconada de hombres atezados, con tiza bajo cada ojo y las cabezas enturbantadas.
A la vuelta de una de estas excursiones, el velloso mensajero con el caftán color vino los esperaba en el palazzo con una carta de la baronesa. En ella, Ailena les ordenaba dejar el palazzo con los sirvientes y esperar fuera de Tiro hasta que ella les mandase aviso. David y Raquel retornaron al asentamiento judío y vivieron allí varias semanas antes de que el mensajero los buscase de nuevo y se llevase consigo a David a la ciudad antes del anochecer.
En el patio que dominaba el jardín, la baronesa lo esperaba, más consumida y apergaminada a la luz de las lámparas de aceite de lo que él podía recordar. Las formalidades por parte de ella fueron pocas y directamente le informó de cómo, habiendo sido exiliada por su hijo, pretendía preparar a Raquel para hacer lo que ella misma no podría hacer: retornar a Gales e imponer venganza.
David la escuchó con un candor mentecato en los ojos, creyendo a sus oídos apenas. «Lo que pedís es imposible», dijo, «Raquel aún no es siquiera una mujer».
«Cuyo parecido con la que yo fui a su edad es absoluto. Con el entrenamiento adecuado, llegará a conocer todo lo que yo conozco y nadie dudará de que sea yo misma».
La mirada de David se agrandó cuando percibió la locura del plan de la baronesa. «Si ella declarase que es vos, la matarían por impostora… o bruja».
Una mueca fría destelló en el rostro de la baronesa. «La belleza de mi estrategia la protegerá. Mirad, David, los convenceré a todos de que he recuperado la juventud no por arte de brujería, sino por la gracia de Dios… un milagro santo».
David retrocedió tambaleándose, como si hubiera recibido un puñetazo. Alzó ambas manos, las palmas hacia fuera, para protegerse el vulto. «No puede ser, no con mi nieta. Eso sería una blasfemia a los ojos de Dios».
Los ojos de la baronesa se estrecharon, letales. «Vos y la muchacha estáis a mi cargo. Haréis lo que yo diga».
«No insultaré a Dios».
«No a vuestro Dios, loco. Al dios cristiano. Ella declarará que ha recuperado la juventud por medio del Mesías, de Jesús, que para vosotros es un falso mesías. ¿Qué blasfemia hay ahí?».
«Nadie lo creerá. Matarán a mi nieta. Vos jurasteis que ella no sería importunada».
«Y no lo será. He pensado en todo. Tomaré todas las precauciones para la ejecución de mi plan. No permitiré que fracase. Raquel retornará a Gales como Ailena Valaise, baronesa de Epynt».
«Pero ¿por qué?». La voz de David se alzó medrosa. «¿Con qué fin toda esta artimaña?».
«¡Para usurpar el lugar del usurpador!», fustigó la baronesa. «¡Quiero que se cumpla mi venganza, aunque tenga que forzarla desde la tumba!».
David bajó la cabeza, incapaz de arrostar el odio de su mirada. Metió la mano en un pliegue de su ropa, extrajo una bolsa pesada con oro y la depuso en un taburete ante ella. «Aquí hay doscientos bezants», dijo. «Es la compensación por el dinero que habéis gastado en mí y en mi nieta. No queremos tener nada que ver con vuestra venganza».
La baronesa miró la bolsa fieramente; luego la tomó en su mano entortijada y se la arrojó a David. «¡No!». Y el estridor de su gritó despertó allá abajo en el dique su eco. «El dinero no puede comprar lo que yo quiero. Ella aprenderá lo que es ser yo. Y volverá y acabará mi historia tal como yo habría querido que se contase. O acabará aquí su historia».
David se levantó y dejó caer la bolsa en la silla donde había estado sentado. Los gritos potentes de la baronesa lo apedrearon mientras él se alejaba precipitadamente del palazzo.
Con las puertas de la ciudad cerradas para la noche, David aguardó la mañana en casa de un conocido judío. El recuerdo de la ira de la baronesa lo mantuvo despierto hasta el alba.
Cuando esta llegó, alquiló un pollino y dejó la ciudad presuroso. Por el camino, varios jinetes en cota de malla y grebas le adelantaron con galope marcial, y él siguió la estela polvorienta de sus caballos hasta el mismo asentamiento judío.
Cuando David alcanzó la falda de la montaña, ya habían llegado los caballeros normandos contratados por la baronesa y estaban pisoteando los campos, hachando las ramas de los árboles frutales y espantando a los rebaños por los montes. Uno de ellos lo saludó, y le arrojó la bolsa de bezants a los pies. «Mañana volveremos a arrasar la aldea», le amenazó; luego hizo una señal a sus hombres y volvieron grupas para marchar a Tiro.
Los ancianos de la aldea estaban furiosos. Benjamín de Tudela se preparó para cabalgar a las villas cercanas a fin de levantar hombres bastantes con los que defenderse de los normandos.
Pero David no estaba dispuesto a permitirlo. Devolvió la bolsa del oro y, con cabeza avergonzada, se hurtó a sus protestas.
A la mañana siguiente, mientras Raquel le urgía a cumplir las exigencias de la baronesa, él le puso un dedo macizo en los labios. «Hemos dado nuestra palabra… eso basta», dijo lasamente. En una carta que dejó al Rosh ha-Qahal, se excusaba ante cada una de las familias por los daños que los caballeros causaran en sus propiedades. Y con su nieta a lomos del asno, retornaron ambos a Tiro.
La baronesa sentía la garganta ampollada de sus gritos. Su furia por el rechazo de David ante su plan casi la había matado. Renqueando tras él, vociferando amenazas, estuvo a punto de romperse el cuello en las escaleras de piedra que conducían del patio a la salida del jardín, por donde él huyera. Gracias a Dios, los sirvientes, alarmados por sus rugidas imprecaciones, habían llegado veloces y la detuvieron a tiempo. Aquella noche, con el pulso latiéndole furioso bajo la quijada, había departido con el mensajero de barba cerdosa, que tomara a su servicio por mediación del marqués para vigilar a los Tibbon, y había tenido noticias de la comunidad judía.
Ailena había agotado casi su fortuna, un dinero que podría haber gastado levantando un ejército de mercenarios en Francia. En lugar de ello, el dinero le había servido para lograr reconocimiento en la Curia, para la sumisión de Tancredo a Ricardo Corazón de León en Sicilia y para la compra de dos granjas cuyas rentas le permitirían pagar sus gastos cotidianos. Después de todo este esfuerzo no estaba dispuesta a dejar que Raquel se le escurriera.
Bajo una corona de dardos solares radiando a través de las palmeras del jardín, recibió la baronesa a Raquel y a David. La baronesa miró triunfalmente al anciano, que se amohinó en un banco de piedra junto a las púas de un gran cactus. Luego contempló a Raquel, sentada en una silla frente a ella, y su sonrisa fue generosa al ver de nuevo el parecido de la muchacha con su propia juventud. Le explicó las líneas máximas de su estrategia, hablándole gentil y confidencialmente, aunque con una voz todavía áspera del berrinche de la noche previa.
«He concebido incluso el milagro que me transformará en ti», le dijo Ailena. «Beberás del Santo Grial».
Raquel dirigió una mirada a su abuelo y este abrió las palmas de sus manos mostrando su ignorancia.
«¿No conocéis el Grial?», preguntó, incrédula, Ailena; luego, frotándose la barbilla:
«Desde luego… sois judíos. ¡Qué habéis de saber vosotros de las supersticiones cristianas! Bien, esta os entretendrá. Es absolutamente encantadora». Las arrugas atelarañadas en torno a los ojos de la baronesa se oscurecieron con regocijo malicioso. «El Grial es el cáliz del que Jesús bebió y que pasó a sus discípulos, durante la fiesta de Pascua, diciéndoles, “Bebed porque esta es mi sangre”. Y al día siguiente fue crucificado y, tal como fuera predicho, José de Arimatea usó ese mismo cáliz para recoger la sangre del Salvador que vertían sus heridas. Con el tiempo, el Grial se perdió. Pero, de cuando en cuando, se les aparece a los que creen en él… y, según la leyenda, los que beben de él recuperan la juventud». Ailena sonrió de un modo escalofriante. «Yo beberé del Grial».
La muchacha de quince años recibió la idea de la baronesa con un suave cabeceo de asentimiento, que al mismo tiempo sorprendió y alivió a la baronesa.
«¿Qué, si no somos creídos?», intervino David.
«Yo seré creída, porque Raquel hablará como yo misma. Y en Gales la leyenda del Grial es famosa. Allí la gente cree que José de Arimatea llevó el Grial a su pagano país con la nueva de la resurrección. Creen que San José portó el Grial a sus tierras salvajes, donde un gran guerrero, Uther Pendragón, que expulsó a los romanos de Gales, fundó a su alrededor la Tabla Redonda en recuerdo de la Última Cena. Mucha gente declara haber visto la Santa Copa, para ellos es perfectamente real».
«¿Qué le ocurrió al Grial?», preguntó Raquel.
El rostro enrugado de Ailena se iluminó, agradablemente sorprendida por el interés de la muchacha. «Se perdió. Verás, en la Tabla Redonda había un asiento vacío, el Asiento Peligroso, que nadie podía ocupar sin peligro de muerte a menos que hubiese respondido a la pregunta, “¿A quién sirve el Grial?”. Tras la muerte de Uther, su orgulloso hijo Arturo se sentó en él. No tenía la menor idea de a quién servía el Grial. Pensaba que todo el reino le servía a él: su mujer era su pasión, sus caballeros eran su fuerza, su tierra era su sustento, y el Grial era un mero emblema de su autoridad. Poco después resultó gravemente herido batallando a las tribus paganas. Cuando fue llevado de vuelta a su castillo, había desaparecido el Grial. La herida de Arturo no habría de sanar y mientras yacía moribundo, su mujer lo abandonó, sus caballeros perdieron la fe y su reino se marchitó no quedando de él más que tierra baldía. Perdió todo. Sólo unos pocos de sus caballeros recordaron la gloria de su padre Uther y emprendieron la demanda del Grial».
«¿Lo hallaron?», quiso saber Raquel intrigada.
Ailena sonrió ante su pueril interés. «Uno lo logró. Pero eso es otra historia».
«¿A quién sirve el Grial?», presionó Raquel.
«Al rey del Grial, por supuesto».
Raquel parecía confusa. «¿Quién es pues?».
«Fue Arturo».
«Pero él fue gravemente herido por ocupar el Asiento Peligroso».
Ailena dirigió una mirada suspicaz a la muchacha. «Porque él creyó que todo en el país le servía. No comprendió que tierra y rey son uno».
Los ojos de Raquel pasearon su hialino resplandor mientras ponderaba la historia.
«Gobernar es servir», explicó David. Contempló a Ailena y suspiró. «Si enviáis mi nieta de vuelta a vuestro dominio como baronesa, tendrá que servir a vuestra gente».
«Majaderías. Mi plan es mucho más simple. Retornaréis el tiempo justo para derrocar a mi hijo. Recogeréis luego las joyas que os he prometido e iréis a donde mejor os plazca».
David frunció un ceño oscuro, pero Raquel sólo movió, afirmativa, la cabeza. Habiendo visto el horror, habiendo portado consigo aquella visión durante dos años, Raquel podía ser informada pero no sorprendida. Así que ahora aprendería a ser baronesa. Si ello complacía a esta impedida y vieja mujer que los había sacado de su penuria y desesperación, ¿quién era ella para objetar nada? A juzgar por su rostro cadavérico, a la baronesa le quedaba poco tiempo en este mundo. ¿Por qué no contentarla y disfrutar los privilegios del palazzo?
Ailena, complacida por la pronta aquiescencia de Raquel, permitió finalmente que la fatiga de su viaje por mar la reclamase, besó su mejilla, y le indicó que se retirara. Cuando Raquel y David hubieron retrocedido hasta el borde del jardín, la baronesa exclamó, «Alto». La muchacha volvió, una lila su figura en la luminosidad de su ropa pálida entre las yedras umbrosas y las palmas susurrantes. Era el hermoso fantasma del pasado de Ailena, una puerta ardiente a las inmensas vistas del futuro. La baronesa sonrió y cerró los ojos.
Tiro, Verano 1190
Ailena instaló a los Tibbon en el ala norte del palazzo. Cada mañana se sentaba con Raquel en el jardín y le contaba algo de su vida, empezando por su infancia en el Périgord. Por la tarde, mientras reposaba, la baronesa permitía que Raquel recorriese con un sirviente el blanco roquedal de la vasta playa bajo las terrazas del palazzo.
David pasaba sus días en la sinagoga y, a veces, en el mercado, recogiendo noticias de la guerra entre cristianos y sarracenos. Aquel verano, el gran caudillo musulmán Saladino se hallaba intensamente comprometido con la defensa de Acre, la siguiente gran ciudad al sur de Tiro. En Julio, Enrique de Champagne había desembarcado con diez mil hombres y un gran números de caballeros, nobles y sacerdotes guerreros. En cuanto hubo montado sus ingenios bélicos, las fuerzas de Saladino los destruyeron utilizando un pegajoso, abrasivo y explosivo asfalto llamado fuego griego, inventado por un joven metalista de Damasco. Los cristianos no habían visto nunca nada semejante, y ello apocó sus tradicionales intentos de invadir Acre. Dejándose llevar por la frustración, Enrique cometió el fatal error de mandar sus fuerzas frontalmente contra los defensores. El día de la fiesta de San Jaime, a finales de Julio, cayeron seis mil cristianos y entre ellos mujeres cubiertas de armadura que se habían batido bravamente junto a los caballeros.
Lo que destiló de esta sangrienta batalla anegó el corazón de Raquel y sólo pudo restablecer su equilibrio paseando en la playa bajo el sol poderoso y el viento emplumado por las hebras de la espuma del mar. Sólo entonces, después de sentarse en rocas encostradas con parches rojos de algas coralinas y contemplar el horizonte entre plata y purpúreo, podía volverse y afrontar lo que los árabes llamaban «el beso de espinas», las torres y muros almenados de la ciudad.
El relato de las mujeres cristianas vestidas de armadura que murieran entre los caballeros ancoró el pensamiento de Raquel en su propio destino. El mundo era cruel para todos, no para ella sola. Y la propia historia de la baronesa, tan llena de dolor, confirmaba esta oscura verdad.
Día tras día escuchaba Raquel crueles relaciones de lo que le ocurrió a Ailena tras la muerte de su padre. Tenía la misma edad que Raquel cuando fue obligada a casarse con un bruto que se gozaba pegándola.
Comprendiendo la precaria belleza de la vida por primera vez, Raquel se dio cuenta de que la felicidad que tanto ella como la baronesa habían disfrutado de niñas era un don extraño. De Dios, como creía el abuelo… o de nadie, como aseguraba la baronesa, el don de la belleza de la vida no duraba mucho y, si uno intentaba aferrarlo cuando había pasado su tiempo, esa belleza se oscurecía en un dolor que distraía el corazón de todo lo que quedaba por vivir aún.
Tiro, Otoño 1190
Baldwin, Arzobispo de Canterbury, y Hubert Walter, Obispo de Salisbury, alcanzaron Tiro en Septiembre con noticias de que los reyes de Inglaterra y Francia estaban de camino a Tierra Santa. Los prelados portaban un breve pero agradecido reconocimiento a la baronesa por su apoyo financiero a los partidarios sicilianos de Ricardo. Con esta pieza pequeña pero vital de su estrategia en su sitio, Ailena afrontó la preparación de Raquel con más celo.
La muchacha se asemejaba más y más a su propia personalidad juvenil con cada estación, a medida que florecía como mujer, pero el horror del que fuera testigo la acosaba todavía con embelesos que la precipitaban a estados lúgubres o de distracción. Ailena se desesperaba intentando transmitir todos los nimios detalles de su vida a una pupila tan soñadora, y por un tiempo se tornó brusca con la niña.
Fue entonces cuando oyó hablar a una de sus refinadas doncellas de un mago persa que podía dormir a la gente con el solo pase de su mano y convencerlos con un susurro al oído de que eran monos o camellos. Ailena salió de inmediato en busca de este mago con Raquel. La calidez del Levante había penetrado en sus huesos y la había aliviado del miserable dolor que pudriera su vida, pero lo que la sostenía era el trabajo que su venganza exigía.
Ansiosa por encontrar al mago que podía ayudarla, era capaz de caminar los viboreantes laberintos de las calles por sí misma, guiada por su doncella a través de apretados callejones de casas piojosas y estrechas de roca iluminadas por débiles candiles parpadeantes. Un sucio camino serpenteaba entre los destartalados edificios, cruzaba una puerta de piedra y arribaba a una poco elegante choza de madera que se apoyaba en un talud de tierra rojiza.
El interior estaba en penumbras, pero a su llegada fue abierto un tragaluz de juncos entretejidos y una flecha plata de luz diurna mostró unas sillas de mimbre, un suelo de tierra aplanada y una pared trasera que era el sucio talud. El hombre que las saludó vestía una capa de leopardo sobre un cuerpo nervudo de piel endrina. Bajo un tocado rojo oscuro, su rostro austero miraba impasible y sus ojos brillantes, gateados, helaban todo lo que fijaba la vista en ellos.
El soldado franco que la baronesa había contratado para que las acompañara soltó una maldición cuando vio al pagano y Ailena le ordenó esperar en el exterior. Se presentó en el árabe titubeante que aprendiera de sus servidores y siguió en él hasta que el mago, divertido, le respondió en un exótico pero fluido occitano, «Soy Karm Abu Selim. ¿Por qué os sorprende que hable vuestra lengua? Vuestra gente ha ocupado este país durante más de un siglo. Yo he robado de sus almas las pesadillas y les he dado el sueño. Yo he instilado rabia obediente en sus brazos para que pudiesen luchar sin miedo. Y, cuando retornaban a mí, yo diluía sus crueles recuerdos de la guerra, como astros vanecientes, para que el sol de un nuevo día se alzase en sus pechos. Conmigo, anhelo y dolor pueden ser obligados al silencio, y las voces de los ángeles oírse bien altas. Yo conozco el camino a través de las tortuosas cavernas del corazón. Yo conozco el lugar donde hallar las posibilidades que el cielo ha derramado en torno a nosotros. ¿Cómo puedo ayudaros?».
Tiro, Invierno 1190
David continuó desafiando a la baronesa en secreto. En Noviembre, cuando Baldwin, el añoso Arzobispo de Canterbury, murió y Conrad de Montferrat retornó del cerco de Acre con una esposa robada a otro noble, David aprovechó el duelo y el escándalo de la ciudad para ausentarse de ella y realizar una visita a los santos lugares locales. La baronesa, ocupada en sus propias intrigas con los nobles de la ciudad y en indoctrinar a Raquel, no lo echó de menos.
El ejército de Saladino se había dispersado ya para el invierno y el verdadero peligro en el país no era ahora la guerra, sino la hambruna. Las feroces batallas de la última estación habían destruido numerosos campos y granjas, y mucha gente se vio reducida a tener que matar sus caballos y mulas para alimentarse. David viajó a pie hasta la aldea judía de la montaña donde vivía el Rosh ha-Qahal, y le pidió ayuda en la búsqueda de un marido para Raquel.
«Debe estar dispuesto a huir lejos», insistió David; «a Egipto, donde la baronesa no será capaz de encontrarnos».
El Rosh ha-Qahal, complacido de que David hubiese hallado el coraje para desafiar a la baronesa, emprendió la pesquisa del marido apropiado. Al cabo de unos pocos días, presentó a David un joven de pelo rizado, intensa palor, ojos oscuros de penetrante lucidez y una boca ancha y candorosa. Su nombre era Daniel Hezekyah, un carpintero que había aprendido el oficio de su padre y su abuelo. Pero eran textos, no tableros, lo que encendía su pasión; y por las noches estudiaba con rabí Meir esperando convertirse en rabino él mismo.
David volvió a Tiro con Daniel y su padre para poder mostrarles a Raquel. Conocían la historia de David y estaban bien dispuestos a romper con la tradición, viajando para entrevistarse con la futura novia, porque sus virtudes habían sido gloriadas por el Rosh ha-Qahal. No les decepcionó. Raquel se encontró con ellos en la sinagoga, vestida con las galas sedeñas que la baronesa le proporcionara y la sangre del corazón en la cara ante la perspectiva de ser novia.
Daniel hubo de forzar su voz para hablarle: la avidez del amor se abrió tan plenamente en él que apenas quedó espacio en sus pulmones para el aire. David captó la mirada del padre del joven y recibió su gesto de cabeza complacido.
Después de las formalidades de la presentación, Raquel y Daniel pasearon junto al mar, con la mayor parte de la congregación siguiéndolos a una distancia respetuosa. Él devanó largas sentencias eruditas para hablar de sus vidas, comparándolas a un pedazo de madera que debía trabajarse siguiendo las vetas, las cuales eran la oscura estriación de las penas que ella había debido soportar; ahora, pues, se hacía necesaria su huida a Egipto. La compasiva ternura de la voz del joven la convenció para hablarle del vacío que su tristeza había cavado en ella y de las voces de los muertos cuyo eco se propagaba allí, su cántico Nunca y siempre.
Daniel podría haber sabido entonces que su amor estaba condenado. Pero tenía fe en el poder curativo de la fuerza cálida y fluida que brotaba en su pecho con la proximidad de la muchacha. Cuando partió con su padre, prometió que habría boda en primavera y que inmediatamente después se irían a Egipto en busca de su felicidad.
Tiro, Primavera 1191
La hambruna invernal había actuado en favor de la baronesa. Mientras los campos alrededor de Acre habían quedado arrasados por la guerra, los campos y granjas que ella poseía junto a Tiro gozaron de opulentas cosechas y Ailena pudo vender cada saco de sus cereales por cien piezas de oro, cada huevo por seis peniques de plata, y la venta de su pequeño hato de ganado mayor le proporcionó más dinero del que poseyera antes de partir de Roma. Incluso después de pagar las alcabalas que debía al marqués podía considerarse una mujer rica.
Las continuas lluvias invernales le habían calado de humedad los huesos y de dolor el cuerpo, pero su creciente riqueza y la profunda eficacia de Karm Abu Selim en el entrenamiento de Raquel le aliviaban el sufrimiento. Había traído el mago persa al palazzo y le había dado sus propios sirvientes y apartamento. Cada mañana y cada tarde, este sumergía a Raquel en un trance y ella permanecía sentada, bien abiertos los ojos, no sólo escuchando la historia de la vida de la baronesa sino experimentándola con todos sus sentidos. Karm Abu Selim recreaba magistralmente sensaciones con perfumes, texturas y efectos sonoros, que acopiaba de una multitud de improvisados instrumentos. Poco a poco, toda la vida recordada de Ailena Valaise fue vivida de nuevo en la mente de Raquel.
Ailena, hondamente complacida con el progreso de la muchacha, dedicó con alegría su atención a incrementar sus riquezas y no se percató de que Raquel, entre sesión y sesión, pasaba menos tiempo a la orilla del mar y más en la sinagoga. Allí estaban urdiéndose en detalle secretos arreglos para la boda y la huida a Egipto. Se enviaban cartas para trabar contactos en las comunidades judías de Alejandría y el Cairo, y varios miembros de la familia del novio, contrariados por la falta de dote de la novia y por la exigencia de un desplazamiento tan enorme, debían ser molificados.
Para Pascua todo estaba en orden. Daniel y Raquel se habían encontrado en diversas ocasiones, y su afecto mutuo se había hecho ardiente. Pero durante el ritual del Pesah, cuando el rabí tiró hacia atrás de la cabeza del cordero pascual y le cortó el cuello, Raquel cayó en el vacío de su abierta herida. El chorro de sangre derramándose en la copa sacrificial drenó su fuerza con la del cordero y sus sentidos se columpiaron al borde del delirio.
Karm Abu Selim había implantado en su mente la imagen del Grial; cada vez que quería intensificar los recuerdos de la baronesa, le bastaba con imaginar el Sagrado Cáliz y las membranzas que el mago le diera brotaban en ella. Pero ahora, viendo al cáliz ceremonial recibir la sangre, fue testigo en su mente otra vez de la escena cruel de su familia yugulada: todos los recuerdos de Ailena se esparcieron como el humo en una ráfaga de viento.
En el colapso de sus sentidos, Raquel se vio precipitada a un frío cavernoso, una inmensa oscuridad gélida sin más calor que el que podía darle la sangre del cordero. Castañetearon sus huesos con el temblor: un terror incandescente la atravesó como un relámpago cuando comprendió que moría. Su garganta había sido tajada; toda vida se vertía huyendo de ella. Un helor monstruoso estrujó su corazón y ella oyó, en la distancia pero cada vez más fuerte, el sonido pulsante de un terrible destino aproximándose, inevitable, final.
Manos de hierro la aferraron, desgarrándola… sacudiéndola, despertándola, mientras la vista prendía de nuevo en los globos abotargados de sus ojos. Percibió el semblante turbado de David próximo a ella y oyó el lúgubre sonido pulsante de su propia voz gritando una vez y otra,
«¡Nunca y siempre!». Había sufrido un colapso, y su abuelo estaba agachado sobre ella agitándola, tratando de devolverle la consciencia. Sobre su hombro, vislumbró los atemorizados visajes de la congregación rodeando el rostro de Daniel Hezekyah, pálido, horrorizado e inconsolablemente torturado.
Daniel Hezekyah esperó en la sinagoga que Raquel retornase a la orilla del mar. Quería hablarle de nuevo antes de dejar Tiro, decirle cara a cara que la amaba aún sin importarle su locura. ¿Quién, habiendo sido testigo de semejante horror, no habría enloquecido? Esperó tres días para disculparse por haber permitido que su padre lo contuviera, cuando ella se desplomó durante el ritual del Pesah, asustado como los demás por aquel virulento dybbuk que la poseía.
Pero más tarde, cuando David ya había arrebujado en su capa a su nieta y la había portado de vuelta, tambaleante, al palazzo de los gentiles, Daniel se dio cuenta de que era mayor su amor por ella que su temor por cualquier dybbuk. Así, permaneció en la sinagoga cuando su padre retornó a la aldea. Esperó, junto a la gran ventana del templo, verla pasear de nuevo hacia el mar, como tanto le gustara.
Daniel quería decirle que la amaba en cuerpo y alma, que la sima de su alma era la sima de todo su pueblo desde la Diáspora, y que no era un defecto estar loco en un mundo loco. Él no podía maridarla. La Ley lo prohibía… pues tal como estaba escrito en Deuteronomio 28,aquellos que no obedecían los mandamientos del Señor, eran golpeados por Él con locura y pasmo de corazón. Cuál había sido la falta de Raquel era algo que él no podía decir. Aunque otros pensaban que había sido castigada con la locura por servir a una gentil, él no lo creía.
Quizás la razón fuese algún crimen ancestral por el que ella debía responder. Fuera cual fuese el crimen, él no podía quebrantar la Ley y casarse con ella, pero nadie podría impedir que la amase.
Al cuarto día, Daniel fue al palazzo y preguntó en la puerta por ella, pero el sirviente aseguró que tal persona no vivía en la casa. Retornó a la sinagoga y esperó otra semana; dos veces más volvió al palazzo y dos veces volvió a ser rechazado. Por fin, vagó solo junto a la orilla del mar, allí donde ambos juntos pasearan. Escribió su nombre en la arena, pero acosado por un remordimiento incipiente y tenaz retornó a su aldea.
Raquel no volvió a la sinagoga ni a la playa nunca más. Tras su colapso y humillación ante su propia gente, quería olvidarse a sí misma y todo el dolor de su pasado. Karm Abu Selim halló en ella una devota más ansiosa de su magia y fue capaz de precipitarla a trances tan profundos que, aun después de despertar, la muchacha deambulaba aturdida durante media mañana creyéndose Ailena Valaise, desconcertada al hallarse en un jardín de viñas y azufaifo, alfóncigos y melocotoneros, con el aire salino del mar mancillado por el polvo del desierto.
David se mortificaba ante Dios, cubría con cenizas su cabeza y ayunaba hasta que su visión se anubarraba y no podía continuar sus plegarias de pie. El mago persa le dio una bolita de opio y lo condujo hasta el trono de Dios, donde lenguas de fuego lo fustigaron y purgaron de sus transgresiones. Cuando se recobró, una duda pueril parecía arroparle el cuerpo y una resignación insondable brillaba debajo de su pelo de plata. Desde entonces, dejó de conspirar para apartar a su nieta de la influencia de la baronesa. Y cuando sus amigos de la sinagoga le preguntaban por Raquel, su invariable respuesta era como un canto: «Todo lo que es, es voluntad de Dios».
Acre, Verano 1191
El 12 de Julio, Ricardo Plantagenet, el Corazón de León, capturó Acre, masacrando a dos mil quinientos sarracenos tras haberse estos rendido y haberles asegurado aquel que no habría represalias. Cuando la baronesa se trasladó allí en Agosto para invertir fuertemente antes de que se vendiesen todas las propiedades dignas de consideración, el campo donde había tenido lugar la carnicería centelleaba con pilas de huesos humanos blanqueados, y por los montes estaban desparramados los restos de las hórridas orgías de las aves carroñeras y los chacales.
La escena indispuso a Raquel y Karm Abu Selim la hipnotizó con un golpe suave en el centro de su frente. «Contempla este campo de lirios», entonó, y ella vio lo que él decía. «Qué radiantes brillan al sol».
Ailena Valaise conoció la dicha en Acre. Se instaló en una gran casa señorial de la calle de los Tres Magos, cerca de los domos azules de la mezquita central, convertida en el palacio de la ciudad. Allí se mezcló con la realeza, ganando su favor con generosos regalos. El rey Ricardo, complacido por su apoyo financiero en Sicilia, renovó por propia mano su nombramiento como baronesa de Epynt. Ailena exultó al enterarse por el rey de que, en Pascua de aquel mismo año, el monarca había sido casado en Sicilia por el nuevo papa, Celestino III, nacido Giacinto Bobo-Orsini.
Cartas ocasionales de su hija Clare informaban a Ailena del despótico gobierno de su hijo en su dominio. Pero no tenía prisas ahora por llevar a cabo su venganza. La angustia de sus huesos entortijados había sido puesta a raya por el clima seco tanto como por los encantamientos y medicinas del mago persa. Y Acre le ofrecía nuevas oportunidades de expandir su fortuna.
Poseía un horno en la ciudad que le rentaba cerca de doscientos bezants al año y compró en la provincia Kfar Hananya, una villa dotada de vergeles y campos extensos. Adquirió también dos jardines cercanos donde podía encontrarse privadamente con Raquel porque, ahora que Ailena se había convertido en la favorita local de la realeza y los caballeros, no podía dejarse ver con la mujer que había destinado a ocupar su puesto.
Raquel y David vivían en Kfar Hananya con sus propios sirvientes. David pasaba su tiempo supervisando el cuidado de los árboles frutales de la baronesa y orando en el templo, donde decía a todos los curiosos que su nieta estaba prometida ya.
Cada día, Raquel cabalgaba a través de un valle pétreo de agujas de arenisca roja y por un yermo de cantos rosados, salpicado de maleza y donde las mariposas flotaban entre flores del desierto. Nadie aparte de algunos campesinos veía ella cuando llegaba al pequeño oasis de Quasur el Atash, la Fortaleza del Sediento. Allí se encontraba con Ailena y Karm Abu Selim, y continuaba su trance educativo.
A veces Raquel se demoraba en el oasis todo el día, después de que la baronesa hubiese acabado de relatar un nuevo episodio de su historia con la ayuda de las artes mágicas del taumaturgo. La muchacha revivía entonces en su memoria todo lo que había aprendido de aquel frío y distante país de Gales imaginando, entre las rocas rojas de basalto, los verdes montes y acantilados donde ella era baronesa.
Al anochecer, cabalgando de vuelta a Kfar Hananya, con los cascos de su corcel repicando en el suelo pedregoso y el cielo ardiendo de estrellas, Raquel meditaba en todos los pequeños detalles de su nueva vida: el nombre de su perro jabalinero favorito, la disposición de los cuartos en su castillo e incluso las numerosas brutalidades que su marido le infligiera, siendo este dolor y esta rabia de sus recuerdos heredados una parte viva del mundo interior que ella consigo portaba.
Jerusalén, Otoño 1192
Tan pronto como el rey Ricardo ganó el derecho de que los peregrinos entrasen en Jerusalén, Ailena trasladó a David y Raquel a un asentamiento judío en el barrio sirio de la Ciudad Santa. Vivían sencillamente, con sus criados, en una casa de piedra de varias plantas en la esquina que formaban las calles Jehosaphat y Española. David continuaba inmerso en su vida devota, apaciguando sus onerosos presentimientos con plegarias, y Raquel proseguía su instrucción con Ailena en un jardín murado detrás de la capilla de Saint Elye.
Ahora que Raquel conocía los rasgos principales de la vida de la baronesa, tenía que aprender galés así como la caligrafía de Ailena. Pero estas disciplinas resultaban fáciles comparadas con el entrenamiento necesario para superar sus dóciles hábitos y asumir el pétreo, voluntarioso temperamento de la baronesa. En trance, practicaba las maneras hostiles que exigiría su final confrontación con Guy Lanfranc y los caballeros de la frontera.
«Estos hombres entienden una sola cosa», susurró Ailena a la mesmerizada muchacha.
«Poder. El poder para afirmar tu voluntad es el poder para restringir la libertad, infligir dolor, matar. El poder no es tu derecho o tu privilegio. El poder pertenece a aquellos que pueden gobernarlo. Y el secreto de su gobierno es voz y porte… y, sobre todo, astucia».
Con la baronesa y el mago persa, Raquel salía a menudo al desierto y pasaba interminables horas mandando a las rocas y el viento, endureciendo su voz hasta el temple del hierro con su indignación por la insolencia del sol y la audacia de las nubes. Aprendió a permanecer firme y brava ante los gritos leoninos del mago y los insultos degradantes de la baronesa, mirándoles de arriba abajo desafiante.
Al anochecer, de vuelta en el palazzo, sorbiendo el fresco sharbat mentolado, Ailena la instruía en la filosofía del lobo. «Necesitas la manada, y sin embargo debes mantenerte aparte, sola. Tú eres el líder. Si muestras el menor signo de debilidad, se te comerán». El rostro huesudo de Ailena temblaba con rabia remembrada. «Lo juro. Muestra debilidad y serás devorada».
«Pero el señor y la tierra son uno», recordó a la baronesa Raquel. «Quien gobierna debe servir».
El labio superior de la anciana se torció despreciativo. «Eso es un cuento de hadas. En el mundo real, gobierna la espada… y sólo sirve al poder. ¡Aprende bien la lección!».
Incluso con la ayuda de Karm Abu Selim, estas dificultosas tareas requerían arduos esfuerzos. Raquel se perdía en ellos. Empezó a hablar galés casi continuamente y, para exasperación de su abuelo, comenzó a comportarse con arrogancia imperial. David temió por su alma y enfrentó a la baronesa en los gastados peldaños de Saint Elye: «Lo que estáis haciendo ofende a Dios».
El soldado franco que escoltaba a la baronesa por sus numerosas propiedades hizo ademán de querer agarrar al impertinente judío, pero Ailena lo detuvo y le ordenó esperarla en la puerta exterior de la capilla, donde no pudiera oírlos. «David», le dijo amablemente y se sentó en los peldaños templados por el sol. «¿Qué ocurrió con vuestra fe de que todo lo que es, es voluntad de Dios?».
«Lo que estáis haciendo ofende a Dios», repitió. «Mi nieta cree que es una baronesa».
El rostro arrugado de Ailena se frunció en una satisfecha sonrisa. «Es la baronesa. Cuando yo muera ocupará mi sitio».
«Es Raquel Tibbon. Tiene su propia alma. No puede portar la vuestra. Lo que estáis haciendo ofende a Dios». La sonrisa de Ailena resbaló de su rostro. «No hay Dios, David. No pongáis esa cara. ¿Habéis estado ciego todo el tiempo de vuestra permanencia aquí? Los sarracenos y los cristianos han estado matándose por sus dioses hace ahora más de cien años. Y los judíos, el Pueblo Elegido, ha sido entretanto aplastado. ¿Dónde está Dios en toda esta sangría? Satisfecho de sí en los cielos, quizás. Pero aquí abajo, David, aquí abajo en el sufrimiento, en este osario que es la vida, no hay Dios». Ella le ofreció su mano. «Ahora ayudadme a levantar. La misa está a punto de dar comienzo. Hay tantos pequeños detalles que tengo que ingeniar, y la iglesia es el único lugar donde puedo pensar con claridad… la música es tan reconfortante».
Jerusalén, Primavera 1197
Pasaron los años. Con cada estación Ailena menguaba un poco, y su gozo ante la proximidad de satisfacer su ira parecía arder con brillo cada vez mayor, a medida que contemplaba a Raquel convertirse en una alta mujer de belleza imperiosa. Diariamente compartían ellas el trance del mago persa, viendo como una sola su dominio en los montes del Gales septentrional. Y, cuando no se hallaban bajo su embeleso, hablaban, en una mezcla de galés y occitano, de sus percepciones y sentimientos con mayor intimidad que madre e hija.
Para apaciguar a su abuelo y conseguir que bendijese el esfuerzo al que se había entregado con toda el alma, Raquel leía con él la Ley en sus momentos libres. Le aseguraba que, cuando la baronesa muriese, recogerían el tesoro que les tenía prometidos y retornarían a Kfar Hananya para vivir como judíos devotos. Pero a medida que el día se acercaba y la baronesa se debilitaba más allá de la ayuda de las pociones del mago, el sueño de Raquel era burlado por pesadillas. Una y otra vez soñaba con el cordero pascual, su garganta yugulada, la sangre brotando de las venas cortadas… y siempre eran los ojos de su madre los que la miraban desde detrás del rostro espantado de la bestia.
«Esta es la última vez que hablaremos», dijo Ailena cuando Raquel apareció junto a su lecho en la casa adusta que la baronesa había alquilado detrás de Saint Elye. Durante varios días, Ailena había estado demasiado débil para caminar y había debido completar las disposiciones finales de su plan vengativo a través de Karm Abu Selim. «Todo está en su sitio, querida Raquel. Todo en su sitio».
Raquel aferró la mano consumida y huesosa de la mujer, lustrosos los ojos de lágrimas.
«Todo será como lo has previsto, milady».
La anciana asintió y cerró sus ojos. Por un largo rato permaneció perfectamente quieta, sorbiendo aire menudo a través de sus labios resecos, incapaz de una inspiración plena por el dolor que la oprimía. Raquel miró a Karm Abu Selim, que estaba sentado en una esquina del lecho. Este sacudió la cabeza.
«Recuerda», carraspeó la baronesa. «La fortuna que poseo aquí pertenece a los Templarios. Les he enviado ya un testamento que recibirán esta noche. Aquí no te queda nada. Debes retornar a Gales, a la cripta de Gilbert. Eso es tuyo». Se endurecieron sus ojos en el rostro consumido. «Recuerda lo que se pide de ti. ¡Derroca a mi hijo, tal como te he indicado! Esa es la única forma de satisfacer mi espíritu. ¡Derrócalo!». Jadeó y alzó un dedo para indicar que no había terminado. «Algo más antes de que huyas de Gales con las gemas que te habrás ganado… algo más que debes cumplir para contentar a mi espíritu. Mi hija Clare me escribe que su hijo Thomas tiene veleidades de ser cura. Detenlo. Ningún nieto mío servirá a la Iglesia. Que Dios encuentre sus psicofantes donde quiera, pero no en mi sangre. ¿Has entendido?».
Raquel le apretó la mano. «No temas, Sierva de los Pájaros», dijo en galés. «Todo lo que has planeado se cumplirá».
Ailena sonrió apagándose. Alzó su mano libre y la abrió, doliente, revelando en su poder el anillo verde y oro con su sello. «En el último instante, coge el anillo. Mi alma vendrá con él».
Raquel se estremeció en la oscuridad del angosto corredor de piedra. Delante, a la luz glauca de un candelero, podía distinguir las sombras furtivas de los magos mesopotámicos que había contratado Karm Abu Selim. Sus susurros sonaban como arenas goteantes. Presionó con su espalda la dura pared de roca, necesitando su solidez para calmarse. Sólo unos pocos pasos más allá estaba la escalera que conducía desde este túnel al Santo Sepulcro, donde los gentiles creían que el mesías se había alzado de entre los muertos.
Deseó que David hubiera podido estar aquí con ella, pero él debía esperarla en la casa de ambos en la calle Jehosaphat. Estaba totalmente a solas ahora… a solas con el lapso de vida y de memorias vivas que la baronesa y el mago le habían legado.
Aunque el calor del túnel la sofocaba, un frío húmedo hacía rorar su cuerpo. Tenía miedo de cometer un error cuando le llegase el momento de subir la escalera y ocupar el puesto de la baronesa. La gruta sobre ella estaba colmada de Hospitalarios, fanáticos sacerdotes guerreros que la cortarían en pedazos si sospechasen la blasfemia en el sagrado lugar. Podía oír el abejoneo de sus plegarias mientras administraban los últimos ritos a Ailena y el acto irreversible se acercaba.
Las sombras en las profundidades del túnel se agitaron y negras figuras aparecieron, hombres en ropajes sable, las cabezas cubiertas y los rostros tiznados. Portaban teas apagadas, bolsas y viales, y pasaron rozándola pero sin mirarla. Una sombra se detuvo delante de ella y alzó un cáliz que cintiló en la luz penumbrosa. «El Sangreal», murmuró la sombra, y ella reconoció la voz de Karm Abu Selim. «Esta es la imagen de tu nueva vida. Contémplalo en la oscuridad tras tus ojos cada vez que debas beber de los recuerdos que te he dado. Esta es tu nueva vida».
Giró el cáliz dorado ante ella y su hechura espejeante reflejó el rostro temeroso de Raquel.
«Cuando estés arriba en la cripta», continuó el mago, «y esto venga a ti surgiendo del humo, bebe de él. La poción es suave e inofensiva. Cuando hayas terminado, déjalo partir. Y si alguno de los caballeros se acerca, déjalo ir rápidamente. ¿Has entendido?».
Raquel asintió y el mago le tocó con el dedo el entrecejo. «Serena. Fuerte. Eres la frente de una leona». Una cálida radiación despejó la fría humedad de su carne y un suspiro que la muchacha enclaustrara en su pecho escapó por las fosas nasales.
Karm Abu Selim tomó la mano de Raquel y la guio hasta el pie de la escalera, donde los candelabros teñían el aire de una luz como papel y de un púrpura aroma de incienso. «Espera aquí. Cuando te llame te elevarás como una burbuja desde el fondo del mar». Y ascendió la escalera, una ráfaga de humo negro.
Raquel aferró la lisa madera del escalón que tenía delante y alzó la vista hacia el oscuro agujero adonde debía subir. Un destello fugaz de luz de plata llenó de agujas su cerebro y estuvo a punto de desmayarse. Gritos de asombro sonaron sobre ella y, a través de su vista doliente, percibió olas de humo luminoso.
«Ven ya, Raquel», la llamó la voz de Karm Abu Selim.
El corazón de Raquel se amedrentó, y suplicó un instante de respiro para aclarar su vista y concentrar sus fuerzas.
«¡Rápido!», siseó el mago.
Con un esfuerzo doloroso, Raquel trepó la escalera y se halló envuelta en una nube.
Hombres en vestimentas color ébano recorrían el espacio tocando con sus teas trípodes que sustentaban pebeteros con un polvo amarillo. El polvo prendía en brillantes fumaradas espirales que abrasaban su aliento con su penetrante acerbidad. Música mutilada cencerreaba a través de las cortinas de humo, tiples feéricos y ecos de carillones flotando sobre el poder de un rugir profundo.
Karm Abu Selim tomó a Raquel por los hombros y le dio la vuelta para encararla a la gruta. Iluminados por antorchas fijas en soportes de hierro, una docena de hombres en blancos ropajes, algunos de ellos encapuchados, retrocedían tambaleándose hacia la pared trasera y los escalones de piedra, con las bocas abiertas como peces. Desde la pequeña cámara de piedra donde ella se hallaba podía verlos sin ser vista. Y estos, en terror y exaltación, contemplaban el espacio inundado del humo serpenteante, a tres pasos de Raquel, donde la baronesa se incorporara y de hinojos extendiera las manos para recibir un cáliz de oro que en el aire flotaba ante ella.
Desde el oscuro rincón que le permitía aquella perspectiva ventajosa, Raquel atisbó los hilos de seda negra de los que el cáliz estaba suspendido. Los hombres de negro que había en la pequeña cámara delante de ella tocaron entonces con sus teas los cuellos de viales que habían colocado en nichos de la pared. Flamas brotaron de los viales para disolverse en brillantes pavesas aventadas cuyas ráfagas volaron sobre Ailena.
Raquel jadeó, no por el holocausto de centelleantes vapores, sino por el quebrantamiento brutal de sus huesos que Ailena estaría sufriendo para aguantarse sobre las rodillas. Destellos cegadores le hirieron la vista, forzando a Raquel a apartar los ojos. Una figura desdibujada empañó su mirada parpadeante y Raquel vislumbró una sombra negra agarrar a Ailena, llevársela de la litera… hacia donde ella estaba. Cuando la anciana pasó precipitadamente junto a la muchacha en brazos de la sombra, Raquel la atisbó, vio sus abotargados ojos sin vida, la boca flácida con un hilillo negro de tinta babeando de ella.
No tinta… veneno, comprendió Raquel cuando ella misma fue agarrada y empujada hacia delante. Sintió algo duro llegar a su mano. El anillo. Se lo deslizó en el dedo obedeciendo a las horas de hipnótica preparación con Ailena. Y entonces, el cáliz de oro estuvo en sus manos. Se lo llevó a los labios, temerosa de beber, asustada del veneno.
La densa humareda escampó; desde el rabillo del ojo vio los caballeros de rodillas, reducidos a pura estupefacción. Bebió del cáliz y un fresco sharbat alivió su garganta reseca.
Cuando soltó la copa, esta saltó tan rápido de entre las yemas de sus dedos que pareció desvanecerse delante de sus ojos.
La extraña música cesó abruptamente. Raquel volvió la vista hacia la pequeña cámara en busca de Karm Abu Selim, pero él y todas sus sombras habían desaparecido. Los trípodes, los pebeteros, las teas y viales, todo había desaparecido, todo se había desvanecido en un instante, como si sólo lo hubiera imaginado allí. Incluso el agujero por el que trepara había quedado, de algún modo, sellado. Estaba sola.
Con el corazón batiendo tan furioso que le dolía el pecho, Raquel tornó el rostro hacia los caballeros, mientras las últimas fumaradas mágicas se deshacían en torno a ella.
Raquel cayó de hinojos y entonó en voz alta las plegarias cristianas que la baronesa le enseñara. Una pequeña sombra se deslizó por la gruta y saltó a la litera tras ella. Le faltó el aire, vaciló su plegaria, cuando se dio cuenta de que era un mono vestido como un escudero, con una pequeña túnica marrón ceñida por un cinturón amarillo.
Un clamor ofendido surgió del grupo de caballeros, muchos de los cuales habían empezado a orar en altas voces fervientes con ella. Un enano con el rostro de un duende, la cabeza plana y triangular como la de una serpiente, anadeó sobre la litera y el mono saltó a su hombro, agarrando su pelo negro y rizado con una mano mientras con la otra hacía el signo de la cruz en el aire.
Los caballeros se adelantaron murmurando protestas, mientras el enano se escurría por una parte y por otra y miraba bajo la litera, escudriñaba en los nichos y cámaras, gustaba el aire con su larga lengua púrpura y mostraba sus obvias sospechas. Uno de los Hospitalarios lo agarró por el cinturón y se lo llevó como un paquete a través de la cripta, hasta los peldaños de piedra.
Un hombre alto, de barba blonda, con un tocado blanco y un sable curvo en la cintura —el único hombre armado en el sepulcro— puso en el hombro del enano un zapato con la punta vuelta hacia el empeine y le forzó a sentarse.
El resto de los Hospitalarios se había postrado ante la mujer. Esta acabó su plegaria y alzó la vista hacia las sombras de las antorchas que en el techo se retorcían. «Hágase la voluntad del Señor», entonó en latín.
Los Hospitalarios la miraban fijamente, arrasados sus rostros por las lágrimas. Dos de ellos se dirigieron a la mujer en un latín farfullante, tocando la orla de su vestido y sacudidos por violentos sollozos.
«No os entiendo», dijo Raquel, su voz astillándose al filo del significado con la sed que los vapores, cuyos efluvios aún especiaban el aire, dejaran en ella. «Hablo sólo occitano y galés. Por favor…». Apartó las manos callosas de los caballeros de sus ropas. «No me adoréis».
Un hombre de negro con una cruz carmesí de trazo extraño en el pecho se arrodilló junto a ella, con su pelo desmañado en los ojos y lágrimas arroyando sus mejillas afeitadas, brillando como rocío en su barba recortada. «Yo hablo lengua de oc», carraspeó. Su rostro era de una hermosura extravagante, casi malévola. «Soy Gianni Rieti. ¿Me recordáis?».
Pánico fulguró en Raquel, pues nunca lo había visto antes de ahora y no podía recordar que la baronesa le hubiese hablado nunca de él.
«Fui yo quien os administró el viático».
Viático… dinero para el viaje. A Raquel le vino a la memoria que así llamaban los cristianos al pan sagrado que recibía el moribundo. Este era el sacerdote que había administrado los últimos ritos a Ailena.
«Estuve con vos en el umbral de la muerte», dijo Gianni Rieti. «La luz me hizo retroceder y me cegó. Aun ahora me duelen los ojos del resplandor de la gloria celestial. Bienaventurada mujer, decidnos… ¿qué visteis en la luz?». Raquel tuvo un suspiro de gratitud por aquel preludio y dijo las palabras que traía memorizadas: «Vi a nuestro Señor Jesucristo». Al mencionar este nombre, todas las cabezas se inclinaron. «Él ha remozado mi juventud… pero no como santa, sino como pecadora. He sido rejuvenecida para reparar mis pecados. No soy quién para ser adorada. No soy digna de ello. Y nadie…», puso énfasis en sus palabras mirando a cada uno de los rostros apasionados que la contemplaban, tal como fuera instruida a hacer. «Nadie debe hablar de este milagro, del que habéis sido testigos por elección de Dios».
Hasta aquí, su abrasada garganta habló exactamente como la baronesa se lo había impuesto.
«Pero el obispo y el rey», dijo Gianni Rieti después de traducir su mensaje al resto de los caballeros. «¡Indudablemente ellos deben saberlo! Se trata de un evento demasiado glorioso para mantenerlo en secreto. El mundo entero tiene que compartir vuestra dicha. Sois la prueba viviente del amor y el poder de Dios».
Raquel movió la cabeza y puso su mano en la cruz carmesí sobre la ropa negra del sacerdote. «Esa prueba viviente está aquí o no está en ninguna parte», improvisó. «Ahora, por favor, llevadme a la Torre de Salomón, ante el Gran Maestre de los Templarios. Él es el ejecutor de mis últimas voluntades. Debe saber que han ocurrido algunos cambios».
David Tibbon aguardó junto a la ventana, en su casa de la esquina de Jehosaphat con la Española. Este era, él lo sabía, su último día en la Ciudad Santa, la ciudad de los muros que, ebrios, se inclinaban sobre los gritos y el clangor de los aguadores por las calles lodientas y penumbrosas, el mugir abocinado de los camellos, la voz brillante de los almuédanos y los gritos del gozo y de la miseria humanos trascendiendo los balcones cerrados. Inhaló profundamente los olores de especia y de pescado, del polvo de los adobes y la madera de sándalo, y miró a los niños allá abajo, correteando, algunos con marcas de viruela en el rostro y todos ellos, no se le ocultaba, con el pelo lleno de garrapatas.
Una vez, tres o cuatro años atrás, había visto un asno desde esta ventana derrumbarse en la calle exhausto. Como era muy pesado para arrastrarlo hasta la carnicería, hombres enturbantados llegaron con hachas y empezaron a cortarlo en pedazos allí mismo, aún vivo. Sus rebuznos campanearon, y el animal contempló con ojos espantados, enloquecidos, cómo le hachaban las patas, cómo le tajaban las ancas, igual que si fueran los miembros de un árbol. David había observado todo esto con tan macabra fascinación que no percibió la llegada de Raquel, a su lado ahora y transfija.
Durante muchos días después de aquello, todo el tiempo que la calle permaneció oscura con la sangre del asno, Raquel no comió ni dijo palabra. Ni siquiera el mago de rostro apanterado pudo hacer nada por ella. Cuando por fin volvió a hablar, le dijo a David, «Yo muero con todo lo que muere. Voy con ello».
Ahora la baronesa estaba muerta. ¿Se iría Raquel con ella? No… eso no puede ocurrir. Su entrenamiento con la vetusta mujer y con el mago había sido tan profundo y minucioso, y había durado tantos años más de los que David habría imaginado, que ahora estaba seguro de que ella lo llevaría adelante. El plan iría adelante. Durante mucho tiempo ellos ni siquiera tendrían que pensar. El plan pensaría por ellos.
Justo ahora, con la témpera del alba tintando el cielo de los colores del limón y la sandía, Raquel estaba completando su larga vigilia nocturna con el aturdido Gran Maestre de los Templarios. La baronesa había sido astuta haciendo llegar al Gran Maestre sus últimas voluntades antes de morir. El testamento legaba a los Templarios todas sus extensas propiedades en Tierra Santa. Si las hubiera dejado intactas, Raquel y él habrían carecido de incentivo para partir de allí y ejecutar su venganza. Pero ahora, estaban tan pobres como cuando Ailena los sacó del negro cieno del cementerio de Arles. El tesoro que les había prometido era un cofre oculto de gemas en alguna cripta de los montes profundos y salvajes de Gales.
David movió su cabeza tristemente, pensando en el largo viaje y los terribles peligros que tenían por delante. Abajo, una pequeña criatura bramaba en el puesto del carnicero mientras este le sacaba las entrañas. Contempló una bandada de palomas escalar el cielo, más allá de los minaretes hacia los primeros rayos, y oyó al muecín cantar el Ebed: «La perfección de Dios alabo, el Por Siempre Existente».
Falan Askersund había llegado a Tierra Santa quince años antes, como escudero de un caballero sueco que se había negado a destruir el viejo santuario de los ídolos por su propia mano y había sido exiliado en penitencia a Jerusalén. Falan tenía sólo doce cuando llegó, once cuando partió de Björkö, la Isla de los Abedules, donde su propia familia fuera forzada a punta de espada a adorar la cruz. Fue capturado en batalla dos años más tarde y llevado a Damasco, la ciudad que los árabes llamaban «La Novia de la Tierra, el Jardín del Mundo». Incluso el primer día que la vio desde la carreta, con el miedo royéndole el corazón mientras las cadenas le ludían los tobillos dejándolos en carne viva, la amó: Damasco era tan hermosa como el paraíso que él había imaginado siempre, el inmenso llano de Ghuta esmeraldado de jardines y vergeles de naranja y cidra y jazmín. Y elevándose en medio de estas arboledas fragantes, en un babel de arroyos borbollantes, estaban las puertas romanas de pulida arenisca roja, el mar amarillo de las casas de arcilla, el bosque de minaretes y el gran domo dorado de la Mezquita Omeya.
Durante dos años, Falan vivió como muchacho de harén de uno de los visires del sultán, poniéndole pomadas en las nalgas y dándole placer con sus manos y su boca. Por su complacencia, fue tratado gentilmente y moró en los patios umbríos y en los cuartos exquisitamente pintados y labrados del palacio del visir. Aprendió el árabe, leyó el Qorán y se sintió en lo hondo conmovido por su simple pero profunda sabiduría, accesible a todos como el agua clara de la Corriente de Oro, que fluía por una red de canales cuidadosamente proyectada a todas las calles, incluso hasta las casas más pobres.
A los dieciséis, se había hecho demasiado mayor para el harén y el visir le ofreció la libertad. Pero Falan no quería retornar a la bárbara sociedad de los cristianos, que patullaban al pobre, forzaban a la gente a adorar a los tres dioses y a sus interminables iconos, y se mofaban de las enseñanzas de su propio profeta matándose unos a otros. El amor de Falan por el Islam resplandecía como una lámpara en su pecho, despejando todas las oscuridades de la duda sobre la vida y la muerte que le habían acosado desde que abandonara Björkö.
Falan pidió al visir que midiese su fe con la espada que le había traído a este país, y el visir lo envió a los generales. Esto era en 1187, cuando Saladino lanzó al vuelo la campana de la jihad, una guerra santa de exterminio contra toda la plaga cristiana. Falan aprendió las habilidades del guerrero en batalla, y, siendo extranjero, su lealtad fue puesta a prueba constantemente en las primeras filas contra los caballeros e infantes cristianos. Luchó como un valiente en Hattin, donde treinta mil cristianos cayeron por la espada musulmana en el mismo Monte de las Beatitudes, en el que el Mesías enseñó a los hombres la bienaventuranza de la paz. Gritó, «¡No hay más dios que Dios!», ante los muros de Jerusalén y lloró al ver los miles de esclavos musulmanes liberados de la rapacidad y la tiranía de sus amos cristianos. Combatió en Toron, Beirut y Ascalón, y lloró de nuevo por la clemencia y la ecuánime justicia que Saladino impartió a los guerreros cristianos que asesinaran a tantos de los fieles.
Con la paz de Ramla en Septiembre de 1192 la Guerra Santa quedó terminada y toda la Palestina al oeste del Jordán que había sido cristiana cinco años atrás pasó a manos musulmanas, a excepción de una estrecha franja costera entre Tiro y Jaffa. Cuando Saladino murió de fiebre seis meses más tarde, Falan retornó a Damasco e hizo duelo todo un año. Después, peregrinó a la Meca y a su vuelta se sumergió en la noble simplicidad y el austero sacrificio de sí propios del Islam. Se casó y tuvo hijos, pero Allah se los llevó con las fiebres que barrieron Damasco en verano de 1196. Desde aquel tiempo, no tuvo corazón para residir en el Jardín del Mundo. Fue a Jerusalén a estudiar en la Casa de Dios.
Falan sirvió al emir de Jerusalén como emisario con los cristianos alemanes y daneses, cuyas lenguas hablaba. Fue asignado al servicio que vigilaba el cumplimiento de la promesa de protección que diera Saladino a los peregrinos cristianos que manaban a Jerusalén para ver el lugar donde murió su Señor. A veces, tenía que poner a raya a rudos soldados sarracenos, hambrientos de venganza. Algunos de su propio bando dudaban de su lealtad porque defendía a los politeístas y, aunque el mismo emir le había encomendado esta misión, Falan se determinó a demostrar a todos que él sólo servía a Allah.
Cuando el emir buscó un guerrero para ayudar a llevar a cabo una estratagema que una baronesa cristiana concibiera contra su propia raza, Falan se ofreció voluntario. Escoltaría a la falsa baronesa de vuelta a su reino en el mismo corazón de la cristiandad y retornaría tras instalarla entre los infieles, ilesa su devoción al Islam.
Tiempo después, de pie sobre el puente de la gran nave que lo portaba sobre el mar en su camino al gélido dominio de sus enemigos, se dolió de pena al ver Tierra Santa sumida en el sol bermejo del alba, horizontes de nubes rayadas de aurora sobre las torres y agujas de Acre. La suave brisa portaba la dulce podredumbre de los olores del mercado, pescado, capullos y el fuerte y polvoriento aroma del desierto.
Junto a él estaba la joven Ailena Valaise, que había jurado proteger con su propia vida.
Era una mujer de nariz longa, de belleza soturna, anilina, con una tez de solitud que había visto antes en los rostros de los huérfanos de guerra. Sus ojos cándidos miraban con bravura a la costa retirarse y Falan se preguntaba qué pensaría la mujer… Y se dio cuenta sólo entonces el musulmán, y con un sobresalto, de qué modo tan implacable, a partir de ahora, su supervivencia dependía de interpretar el silencio que lo rodeaba.
Raquel oyó a David gruñir de mareo, bajo cubierta, en su litera, pero lo ignoró por un momento para llenarse de una última vista de Levante. Contempló el campo fundir sus pocos árboles erizados con la costa, la costa con la abigarrada ciudad, la ciudad con las colinas, y todo ello con la sombra púrpura de las montañas. El silente desierto con su racimo de grises fortificaciones se extendía lánguidamente ante ella mientras el barco arfaba y coleaba, y los remeros lo volvían a favor del viento. Tiro estaba allí, al norte, y la línea de la costa se prolongaba más allá de la ciudad, tan lejos como su vista alcanzaba. Qué pequeño parecía el mundo desde aquí.
Toda la creación es un jardín, pensó. Tierra Santa no es sino la orilla arenosa de un jardín de bosques y pastizales.
La nave halló el poderoso viento, se hincharon las velas y la proa siseó a través del mar de berilo. Tenues hebras de espuma fustigaron el rostro de Raquel y ella miró al norte, hacia los horizontes oscuros de su destino. Dios no nos expulsó del Jardín después de todo, comprendió ella silenciosamente. Nos exilió en el Jardín y lo hizo tan salvaje como nosotros mismos… un jardín de tierra salvaje.