Grita y grita un crío. Entre las cañas, una vieja se incorpora, rehilando, de donde está doblada, su corazón repentinamente grande en la pequeña jaula de su pecho. El crepúsculo ha corrido las cortinas del pantano y los ojos redondos de la anciana, aunque se esfuerzan, no ven ningún niño en el cañaveral ni en la hierba alta, tan sólo la niebla, que entre los árboles esbeltos repta. Su corazón crece y crece, en expectación de un fantasma.

El chillido angustiado del crío retorna. La mirada de la vieja lo persigue hasta la cima de la orilla de la ciénaga, donde una luna nimbada asoma entre las gavillas reunidas al margen del camino. Lentamente, la forma de un conejo en su trampa de mimbre se destaca contra la oscuridad. Uno de los hombres, negro contra el crepúsculo, se agacha para cobrar su pieza.

El henchido corazón de la anciana se deshace en un suspiro. Sacude su cabeza gris y se endereza, hundidas las piernas en el cieno del pantano. Más allá de las gavillas de heno cosechadas este Junio, destinadas como forraje a los establos del señor, brillan encarminadas las colinas en la última luz del día más largo. Habrá ya hogueras ardiendo en el baluarte para las danzas del solsticio, piensa, aunque aún faltan dos días para la gran celebración. La fiesta de la natividad de Juan el Bautista exige abundancia de ancas de rana y caracoles para los festejos del castillo. Pero antes de doblarse de nuevo a su cosecha, vislumbra un movimiento lejano.

Sombras parpadean a lo largo del camino de las brillantes colinas. «¿Quién cabalgará por esas sendas escarpadas tan tarde?», se pregunta en voz alta. «Y galopando tan rápido, como si el mismo Satán les pisase los talones. Deben de conocer muy bien estos pagos para marchar con tanta prisa y tanta imprudencia en la luz declinante».

Gruñe la sombra encorvada de otro labriego junto a la anciana, sin molestarse en mirar.

«El asedio de Guy», murmura alzando una rana gruesa del agua negra y echándola diestro al cesto. «Algo que anda mal o que anda bien. Oiremos de qué se trata por la mañana».

Tras haber asegurado su cesta de ranas en la rama de un aliso, donde perros y cerdos no puedan alcanzarla, y haberla cubierto de ortiga para que no la arruinen los gatos, la anciana se demora aún en el exterior de su choza para contemplar las estrellas estivales, encendiéndose sobre los negros montes. La villa, que queda al este, más allá del bosquecillo de alisos y olmos viejos, ya ha hecho sonar el cuerno potente que ordena extinguir los fuegos.

En haces esponjosos de berro ligados con sarmiento, mete los caracoles que deberán ser entregados al castillo por la mañana y los echa en la cesta con las ranas. Esta noche sólo dormirá después de haber colocado el manojo ante la puerta, para impedir que las pesadillas pasen bajo el dintel. Bien sabe ella que no soportan los espíritus las plantas acuáticas. Esta es una precaución especial para las noches de luna llena, aunque cada noche es peligrosa: siendo como es un agujero en un montón de estiércol, su tugurio atrae a los más malignos de los espectros.

En la profundidad de la noche despierta a la anciana el espasmo de un trueno.

Incorporándose en su yacija, ve abrirse la puerta de golpe y la luz de la luna colmando el vano.

Aferra con una mano el crucifijo colgado en la pared, y con la otra el garrote que yace a su lado, sobre la paja del lecho.

Vasta y ominosa crece una sombra hasta cubrir el umbral. Así pues los villanos han venido a tomar su vida; no les ha bastado con enfangarla en este muladar durante diez años. Han venido finalmente para yugularla también. La vieja mujer alza bien alto el garrote. «Ven, canalla, que te parta el cráneo para que te llene la luna la cabeza».

«Tranquila, mujer», dice, rauca, la voz de un hombre. «Soy Erec Rhiwlas, el hijo del jefe Howel. No he venido a hacerte daño».

Bajando su clava, la anciana contempla la silueta en el umbral, el erizado perfil de una barba, la gruesa piel de la capa del intruso. No acostumbran los Invasores a dejarse crecer la barba y ninguno de ellos, aparte de los más nobles, portaría una capa semejante. «¿Erec el de Howel?», susurra escéptica. «¿Erec el Bravo, el que asoló los establos de Guy todo este invierno y se le llevó el ganado?».

«Yo soy», responde la voz grave, «aunque un poco más alto ahora, con este nuevo chichón en la cabeza. Tienes un felpudo traicionero ante tu puerta».

«Mis caracoles», gruñe la vieja mujer, conteniendo la respiración. Trabajar para los Invasores bien puede ser un crimen a los ojos del hijo de un jefe. Aunque sin duda este sabe ya que lo hace. ¿Qué otro motivo la empujaría a vivir en el muladar de la aldea?

«¿Caracoles son? Se escurren bajo los pies como anguilas. Vamos abuela, muestra un poco de caridad galesa e invita al hijo de Howel a entrar en tu estercolero».

Ayudándose con el garrote, la anciana se levanta de su camastro. El rústico crucifijo hecho de dos palos ligados con cáñamo tiembla en su mano, y lo deja, con el garrote, en un banco desvencijado. Alisa las arrugas de los andrajos que le sirven de ropa interior, recoge el manojo de berro, percibe los caracoles intactos en sus fuertes corazas, y hace pasar al hombre alto. «Entra pues. Encenderé un fuego y te prepararé unas gachas de bellota».

Erec se inclina para penetrar en la minúscula cabaña y el tufo fecal del recinto le hiere la raíz del olfato. A la luz de la luna fluyente a través de la puerta abierta, distingue las formas tristes de un banco tambaleante, una silla coja, el catre de paja, y un tosco hogar: sólo tres piedras juntas ante un agujero en la pared de estiércol, que hace las veces de humero. «Ven abuela. Creo que es mejor que hablemos fuera, bajo los astros».

«Así que tú eres Dwn de Margam». Erec estudia a la vieja; sus ojos negros y redondos parpadean. Sabe el joven que la mujer no puede creer que él esté allí, ante ella… el hijo de un jefe aventurándose sin escolta tan cerca del baluarte de los Invasores. Pero no está tan solo. Un hombre de su clan monta guardia, oculto entre los negros árboles. No es leve el peligro que en tierra enemiga amenaza a un combatiente en una noche lunada como esta, pero él es paciente y no flaquea. Esta mujer de los campos no ha visto nunca todavía la fiera estampa de un guerrero galés, y él le permite examinarlo a la luz reveladora de la luna.

Ciertamente, posee él incuestionables marcas de nobleza: barba barcina, corva nariz batalladora, frente regia, y los ojos profundos de un Guerrero Cámbrico; no el porte refinado o los rasgos imperiosos de la desbarbada aristocracia normanda, pero sí la ágil compostura de un caudillo: una figura sin cincelar, más soberbia. Lustrosa piel de castor le cubre sus anchos hombros; cuero encarnado, marrón bajo la luz de plata, faja su cintura y sus canillas, y una espada corta le cuelga a la cadera, con empuñadura de cuerna bruñida, ennegrecida del uso.

«Dwn de Margam…». Habla ella quedamente. «Esa soy yo, aunque no he visto Margam desde que era una niña».

«¿Por qué partiste de allí?».

Ella parpadea de nuevo, preguntándose qué le importa eso al hijo de un jefe. Se agita el gallinero de mimbre con las aves inquietas por estas voces nocturnas. Más allá, entre los árboles, el caballo gris-perla del guerrero resplandece trémulo como un parche de niebla. Su sola, gloriosa presencia basta para convencer a la mujer de la identidad de Erec.

«Mi padre era un taeog, un siervo de la gleba, y yo era la más pequeña de sus vástagos. Me vendió con siete años a un conde. Bernard Valaise». Dwn lo contempla ansiosamente, y añade con una convicción tan fiera como puede mostrar: «Si has venido a tomar mi vida por ayudar a los Invasores, no me resistiré. Soy demasiado vieja. La muerte sería un don».

«No estoy aquí para vengarme», dice Erec suavemente. «Tu padre te vendió a los Invasores. Eso es ya un castigo bastante».

«Entonces, perdona que te pregunte, ¿a qué has venido? ¿A qué importunar a una vieja que vive en un estercolero?».

«Hubo un tiempo en que viviste en el castillo. ¿Qué hacías allí?».

«Era doncella», responde atenta a ahogar el orgullo en su voz. «Durante muchos años, fui la doncella privada de la hija del conde».

«¿Y qué se hizo de esa hija del conde?».

«Esa es una historia larga y cansina», protesta la anciana.

«Resúmela entonces y cuéntala con viveza, y después te diré qué me trae aquí».

Lo observa ella suspicaz a la luz de la luna, preguntándose qué quiere realmente; luego se limpia la paja pegada al sayal que se ha puesto sobre los harapos de dormir. «De acuerdo. Ailena era su nombre. Vivió sus nueve primeros años al otro lado del Canal, en el Périgord, donde su madre poseía vastos dominios en común con sus hermanos. Fue al morir la madre de Ailena, cuando Bernard Valaise, que poseía título pero no tierras, llegó aquí con su hija en busca de fortuna».

«Reclamando tierra galesa», la interrumpe Erec agriamente. «Para los Invasores somos bárbaros y nuestro país, territorio salvaje, feliz de dejarse domar por su grano». Y fija su vista en la brisa, que citarea en las ramas de los árboles. «Sea, continúa. Bernard reclamó nuestra tierra, erigió su castillo, y te compró para que fueses la doncella de su hija. ¿Por qué? ¿Por qué una muchacha galesa?».

«Bernard quería que estos montes fuesen su hogar», repone Dwn. «Insistió en que su hija hablase la lengua de sus vasallos».

«Y tú le enseñaste nuestra lengua y nuestras costumbres».

Dwn afirma queda, mansamente, sus pequeños ojos oscuros nublándose con el recuerdo.

«Sí. Fuimos compañeras desde la infancia. Yo… la serví durante cuarenta y nueve años». Y endereza la espalda.

«El arzobispo Baldwin llegó aquí predicando la Cruzada y tu señora partió a Tierra Santa, para ganar la paz de su alma en la vida eterna. ¿No es así?».

«Diez años hace de ello ya. Pero no partió por voluntad propia. Fue obligada. Por su hijo, Guy Lanfranc».

«¿Exiliada por su propio hijo?». Erec resopla, asombrado y desdeñoso ante la rudeza de los normandos.

Dwn engalla la cabeza. «Pero dime, ¿por qué se preocuparía de pronto Erec el Bravo por conocer esta vieja historia?».

«Ah, abuela, en honor de la verdad quiere conocerla Howel, mi padre; me ha enviado a averiguar todo lo que pueda de Ailena Valaise».

«Cristo nos bendiga, ¿por qué? Ailena era una anciana cuando partió, corvados y porosos sus huesos. A estas alturas, habrá hallado ya el camino hacia el reposo eterno de su alma».

«Parece que no es así, Dwn de Margam». Una sonrisa se abre en la densa barba del guerrero. «Los espías de mi padre acaban de traer noticias de Brecon. La baronesa ha retornado de Tierra Santa. Ayer mismo cruzó el Usk, en Trefarg, y esta noche acampa en su orilla septentrional. Nuestros espías creen que llegará a su castillo al mediodía».

Pálido a la luz de la luna, el rostro de la anciana pierde toda expresión. Durante varios minutos, contempla a Erec con sus ojos redondos, oscuros, sospechando crueldad, temiendo desprecio en el vulto ancho y velloso. Se está riendo de mí… y luego me matará por haber traicionado a mi propio pueblo. He servido a los Invasores toda mi vida, y ahora con mi vida debo pagar por ello.

Pero el galés le devuelve una mirada llena de benevolente intensidad, divertido casi ante el pasmo de la mujer. Cuando retoma la palabra, surge su voz con cadencia calmífera: «Anciana, no pienses que quiera dañarte. La baronesa, cuando gobernó este dominio, fue generosa con nuestro pueblo. Fue ella quien abrió el paso a las tribus cuando herbajeábamos nuestros ganados por los prados de la ribera. Nos dio productos del castillo en trueque por nuestras reses. Incluso enviaba a los jefes regalos cada año. Pero su hijo…». La expresión de Erec se endurece, se achican sus ojos formando dos hendijas de desprecio. «En su ausencia, Guy Lanfranc no sólo nos ha negado el paso: ha construido una fortificación junto al río para extender sus dominios, y desde allí ha atacado nuestros campamentos. Aduares enteros han sido quemados y la gente dispersada en los bosques, para vivir como bestias. Y muchos de los que no huyeron a tiempo fueron asesinados, tronchados por flecha y espada. Familias que no querían abandonar sus ganados han sido exterminadas, mujeres y niños». Se tuerce su rostro con odio ponzoñoso, y sorbe un suspiro hondo antes de poder volver a hablar calmadamente. «Howel quiere saber si el retorno de la baronesa serenará al pérfido de su hijo. Yo he venido a averiguarlo».

Dwn yace en su camastro de paja, demasiado excitada para dormir. Sus ojos vagan en la oscuridad remontando el tiempo, hasta la vieja encorvada que fue sacada del castillo diez años atrás, hirviendo de rabia digna y silenciosa. «No llores por mí, Dwn», había dicho Ailena la última vez que hablaron, mientras los caballeros de Guy la sujetaban a la litera que se la llevaría del castillo. «Ya estoy de camino hacia aquí».

Lágrimas brotan ardientes en los ojos de Dwn al ver aquel rostro arruinado prometiendo retornar. La doncella había estado segura de que antes de un año el cráneo de su señora sería el palacio de un escarabajo.

Su rabia la ha mantenido viva, se convence Dwn, mirando la oscuridad y viendo el rostro de la baronesa, arrugado, pálido como un lamparón fungoso en el árbol artrítico de su cuerpo. Su rabia la trae de nuevo a casa para morir.

Late fuerte el corazón de Dwn contra su pecho al pensar en la furia que habrá sostenido a la baronesa todos estos años. Ailena Valaise no fue siempre una vieja bruja avinagrada, recuerda Dwn, pero rabia… rabia la tuvo desde los primeros tiempos. Aun cuando era niña, cuando Dwn, que había aprendido el occitano en el dominio normando donde su padre servía, vio por primera vez a Ailena, la muchacha de oscura melena y hoyuelo en la barbilla era huraña. Ailena sentía haber abandonado los valles soleados y cultivados del Périgord por las tierras salvajes y montañosas de Gales. El único gozo que expresaba en aquellos primeros años de su larga infelicidad era la risa que estallaba en ella cada vez que soltaba los pequeños pájaros que el conde había atrapado para sus halcones. Eran esos grajos de patas rojas peculiares de Gales, y verlos huir de sus jaulas abiertas era un deleite que embellecía a Ailena. «¿Es que han de cazarse grajos galeses para alimentar halcones normandos?», dijo una vez, y la servidumbre nativa que el conde conservaba en su dominio lo repitió veces bastantes como para que la terca muchacha normanda se ganase el mote galés de Sierva de los Pájaros.

Dwn cierra sus ojos. Estos recuerdos, punzantes como incisiones, hieren su corazón y se consuela pensando, Sea quien sea la que retorne, sea quien sea la tarasca que aparezca mañana, no será la Sierva de los Pájaros.

La vieja amiga murió, pedazo a pedazo, años antes de que el vicioso de su hijo la echase.

La humedad destiló hasta sus huesos e hinchó sus junturas, el frío endureció su médula, y el viento negro que estremece las estrellas extinguió el último calor de su corazón mucho tiempo atrás. Sea quien sea la que retorne no será ella, admite Dwn, y se encoruja en la oscuridad que todavía le resta.

Despertando lentamente, Dwn ve la primera luz en haces sesgados a través de las tablas que sirven de postigos a sus redondas ventanas. ¿Es un sueño?, pregunta y se sienta de modo que las hebras de luz gris tocan su rostro soñoliento y prenden el ámbar de sus ojos. Las tablas, cruzadas sobre las troneras en la gruesa pared de estiércol, impiden que los gatos se cuelen por la noche. Cada mañana, cuando las retira, uno o dos gatos entran para comerse los pequeños ratones y alimañas que se han escurrido por la noche bajo la puerta. Pero esta mañana espanta al ávido gato, más ávida ella de sacar su cabeza cana por el pequeño agujero y buscar con la mirada el caballo gris.

Parpadea estúpidamente. El caballo ha partido, pero hay un hombre en cuclillas junto al riachuelo, bebiendo agua con la mano, un hombre alto, robusto, con una barba castaña estriada de naranja sobre los labios y en las comisuras de la boca. Lleva el cabello cortado al estilo del país, como un paje, pero le faltan la capa de piel de castor y las polainas de cuero rojo, y ciertamente no porta espada. En su lugar, viste un sayo basto de color sucio y un cinturón de cáñamo. Sus pantalones son también de humilde paño, anchos, desaliñados y embutidos torpemente en toscas botas pesadas. ¿Hasta tal punto transformó anoche la luz de la luna a este villano que lo hizo parecer un príncipe guerrero?

«¿Dónde está tu magnífico caballo?», le grita Dwn desde su agujero.

Erec se lleva un dedo a los labios y señala los alisos con un gesto. Allí, gusaneando a través de la boira matutina, están los escuálidos cerdos de la aldea, seis ejemplares de torva mirada que hozan junto al riachuelo en busca de alimentos. «El porquero no andará lejos de aquí».

Erec cruza la corriente de una zancada, dispersando los gatos salvajes ocultos en los matojos de menta. A la luz del día, su semblante es más duro, más belicoso, y el pálido surco de una cicatriz letal destella a través del puente de su nariz corva. Ojos verde-avellano se clavan en los de la anciana y retienen su mirada firmemente. «No me veas más como el hijo de Howel. Por ahora soy sólo Erec, un primo lejano tuyo de las montañas, un curtidor que viene a vender sus pieles».

Mira sobre su hombro y, en la mata junto al gallinero donde se sentaron anoche, Dwn descubre un hatillo de pieles. «¿Dónde está tu estupendo caballo? ¿Y tu espada, y tu capa?».

«Han partido de vuelta a las montañas, con mi escolta». Erec pestañea astutamente.

«Recoge tus ranas y tus caracoles, abuela. No hay tiempo que perder si queremos ver con nuestros propios ojos el retorno de tu baronesa».

Mientras caminan entre el vaporoso cortinaje de la yedra derramada de olmos y alisos, en dirección hacia la aldea, Erec dice, «Háblame de Ailena Valaise. Yo era sólo un muchacho cuando partió para Tierra Santa. Todo el dolor de mi vida empezó en aquel tiempo, pues fue entonces cuando Guy Lanfranc dio comienzo a sus correrías criminales y su maestro de armas, Roger Billancourt, decidió exterminar nuestro ganado en lugar de conducirlo al castillo. Podía sacrificar más del que podía llevarse, y ello era tan eficaz como asesinar a la gente, pues nos mataba de hambre». «Roger Billancourt…», Dwn tuerce el gesto. «Es un hombre impío y pérfido. Fue maestro de armas del padre de Guy también. Fue idea suya tomar nuestro castillo con malas artes siendo Ailena una muchacha cuyo luto por su padre no había terminado aún. Quince tenía cuando el conde Bernard murió de anginas; quince cuando Gilbert Lanfranc la maridó por la espada…».

La mención de la espada hace que Erec mire pensativamente alrededor la frondosa maleza, buscando formas ocultas en el bosquecillo de alisos, filtrado del oro de los dardeantes rayos del sol. Pero están solos, avanzando a través de púrpuras lisimaquias y de exuberantes, hirsutas cabelleras de adelfillas y escorzoneras. «Debió de aprender bien la crueldad de Gilbert y de Roger para que su hijo la exiliase en su ancianidad».

«¡Bah!». El exabrupto de Dwn asusta a un reyezuelo en la oscura orilla de la corriente, y pasa volando, difuminado en el aire, gorjeando en el domo radiante. «Ailena era huraña, pero nunca fue cruel. Su hijo la odia porque cree que asesinó a su padre. Pero Gilbert se mató a sí mismo a fuerza de beber. Estaba siempre borracho. Y eso lo volvía brutal. Golpeaba a Ailena sin piedad, incluso cuando estaba embarazada. Perdió todas sus criaturas a causa de las palizas; todas menos dos, Guy y su hermana Clare, uno para el tormento de cada uno de sus progenitores. Clare odiaba a su padre por maltratar a Ailena, pero el joven Guy quería al bruto y jugaba constantemente con él. Con tres años, el niño ya montaba en la grupa del caballo de Gilbert, y con cuatro iba de cetrería. Eran una pareja famosa en el castillo y los alrededores, montando siempre juntos. Guy tenía seis cuando su padre fue arrojado del caballo, ni más ni menos que en el patio principal del castillo, mientras se peleaba a gritos con su mujer. Guy creería siempre que Ailena excitó el caballo a propósito y mató a Gilbert».

Se detienen bajo a un abedul argénteo, junto a una presa en el riachuelo que había hecho alzarse la corriente en jibas centelleantes de agua verde. «¿Estabas tú allí?».

«Sí. Lo vi todo. Una de sus típicas riñas. Él estaba ebrio y vociferaba denostando el juego favorito de la baronesa, la corte de amor que sostenía en el palais con su hija Clare y las doncellas. Ailena dio una patada en el suelo con frustración. El caballo se encabritó, y Gilbert, borracho y aturdido, voló por los aires, se estrelló de cabeza contra el pavimento, justo delante de Guy, y no volvió a levantarse».

Erec asiente en silencio, captando finalmente el negro razonar del alma asesina de Guy.

«¿Y desde entonces Ailena gobernó sin otro dueño… pero con una víbora por hijo?».

«Treinta años mantuvo en el nido a esa víbora sin ser mordida por ella», dice Dwn, y abre camino a través de un vergel natural de cerezas silvestres, camuesos y endrinos. «Hubo tiempo entonces para los trovadores, para los mimos y prestidigitadores y las cortes de amor. Hubo mucho tiempo entonces para consentirse todos los caprichos, pues ella no cometió el error de casarse otra vez».

«¿Cortes de amor?».

Dwn se lleva la mano a la boca y cloquea. «Un pícaro juego que Ailena aprendió en el Périgord. Las mujeres reinan en las cortes de amor y establecen normas para los hombres. Y las normas de las mujeres pueden llegar a ser muy estrictas».

Erec siente desde hace tiempo una secreta fascinación por las mujeres normandas, a las que sólo ha visto desde lejos. Con sus largas melenas y cuellos esbeltos, esas criaturas altas y arrogantes son muy diferentes de las recias, pelicortas mujeres de las montañas. Quiere saber más acerca de ellas, quiere que esta criada que las sirvió le instruya en sus pasiones y debilidades.

Pero a través de los rayos de sol, oblicuos entre los árboles, se hacen visibles los techos de paja de la aldea, y Erec se impone silencio, dobla la cabeza bajo el peso de sus pieles y se convierte en un simple curtidor de los montes.

Asomándose majestuosamente por encima de la calina matinal, el Castillo Lanfranc se erige sobre el río Llan. Rauda y honda, precipitada desde las tierras altas, la corriente demarca a la fortaleza por tres sitios, como un dogal. Para Erec, que ha visto desde lejos el sorprendente babel de almenas, bastiones y torres albarranas, el pardo y masivo alcázar le ha parecido siempre un juguete. Ahora, en el puente de peaje, donde está lo bastante cerca como para contemplar la severa construcción con sus parches de moho y de yedra y sus mechones de hierba salvaje, el vasto baluarte se alza imponente como un acantilado, desafiante y formidable. Muy por encima de las palizadas, de los bastiones y puestos de vigilancia, se eleva la torre del homenaje, la inmensa torre maestra, en cuya cima tremola ociosamente la bandera negra y verde del barón Guy Lanfranc. Una ojeada al Grifo de Lanfranc, el león con cabeza de águila y garras belicosas, basta para hacer que Erec baje los ojos.

El guardián del puente asiente quedo y soñoliento al ver a Dwn. Es más viejo aun que la mujer y recuerda cuando ella vivía en el castillo, recuerda cuando llegaba tronando a través del puente montada en su palafrén rojizo detrás de la baronesa y su negro bridón. Sólo mira brevemente a su fornido compañero, encorvado bajo el rollo de sus pieles, y no requiere ninguna explicación. El resto de los villanos, con sus gansos para la fiesta de la natividad de San Juan Bautista y acarreando las gavillas de heno primaveral para los establos del señor, están demasiado ocupados y cansados para fijarse en un tipo bajado de las montañas a vender sus pieles.

Más allá del puente, el camino pasa ante el enorme jardín de la derecha que, en la niebla ardaleante, se funde con los huertos y los bosques de caza. A la izquierda está el campo de maniobras, un terreno extenso salpicado por unos pocos cobertizos para el ganado y una barraca para el pastor. El camino describe un arco, cruza los campos de ejercicios y alcanza la barbacana, la primera obra defensiva de la fortaleza, una palizada de estacas y pilotes afilados, demasiado altos para ser escalados.

El guardián de la barbacana ha abierto ya el pesado portal de madera y los villanos entran libremente. Todo son rostros familiares y el portero, sentado en un asiento elevado y con las piernas apoyadas en el travesaño de la puerta abierta, apenas da muestras de percibirlos. Con gesto perezoso, detiene a Erec. Dwn rápidamente —demasiado rápidamente en opinión de Erec— se adelanta y suelta la convenida historia. Los ojos pitañosos del hombre estudian al galés y a sus cueros. Son pieles de alce y de nutria, a todas luces valiosas, y les franquea el paso.

Pasada la barbacana, el camino atraviesa otro campo abierto, la liza, donde un serjant y un escudero trabajan a un fogoso corcel. A cada lado de la liza, el terreno desciende, escarpado y rocoso, hasta las quebradas orillas del Llan. Justo delante, un foso ciñe la colosal muralla. Varios pajes, con el agua hasta la cintura, cazan ranas para las cocinas.

El puente levadizo está echado, la verja del rastrillo alzada, y los villanos se amontonan contra las enormes puertas de roble. Los portales están guarnecidos con metal y no han sido descerrados, pero un postigo en una de las hojas, apenas lo bastante alto para un caballo, admite a la gente de la aldea de dos en dos. Antes de que Dwn y Erec lo crucen, la anciana lanza una mirada furtiva hacia una tronera en el bastión junto al rastrillo. El guarda principal vigila desde allí, y ella espera que no se fije especialmente en su primo montañés.

Pero la esperanza de Dwn se enfría en cuanto cruzan el umbral hacia el patio del castillo y el serjant emerge de la puerta del bastión para llamarlos. Habla occitano, y Erec, aunque no entiende las palabras, sabe lo que está preguntando. Deja el fardo a sus pies de modo que, en caso necesario, pueda empujar al robusto personaje, abrirse camino a través de la puerta y arriesgarse en la liza vigilada por los arqueros.

El serjant, vestido de cota de malla y almete, es rudo y mantiene una mano en la empuñadura de su espada. No le gusta la mirada de este galés, pues es más corpudo que la mayoría y, aunque viste de forma rústica, hay algo arrogante en su persona. Se yergue con demasiada tiesura y su ademán es decidido, ligeramente ladeado, como el de un hombre entrenado a combatir con la espada.

«¿Hablar francés?», le pregunta el serjant en un rudimentario galés y cachea los flancos de Erec en busca de armas.

Erec agita la cabeza, muestra sus pieles y señala las montañas. El serjant desenvaina la espada y taja la cuerda de cáñamo que ciñe el fardo. Las pieles se desenrollan. Seguro de que no hay armas ocultas entre los cueros, el serjant cintarea las botas de Erec con la hoja de la espada sin que resuenen cuchillos y repasa con el acero las piernas del curtidor, de abajo arriba, por fuera y por dentro. Con seca indiferencia le indica el normando entonces que recoja sus pieles y entre.

Conoce Dwn el camino por las estradas más allá de la plaza y es capaz de mostrar a Erec, una vez apartados de los villanos y mercadantes que la colman, los establos con sus techos de paja y su larga fila de pesebres, donde más de tres docenas de caballos mascan su forraje matutino. Almiares y pilones de estiércol estorban el camino entre los establos y los corrales, y perros, cerdos y gallinas buscan entre ellos, libremente, su alimento.

Al lado de los establos hay destartaladas pero espaciosas estructuras de madera, los barracones de los mercenarios que Guy ha reclutado como ayuda en su asedio al castillo de un barón vecino. Erec se alegra de apartarse de allí apresuradamente, sin el menor deseo de rozarse con los mismos hombres que el rey de los Invasores ha utilizado a menudo para asesinar a buenos galeses.

Dwn le guía junto al ruidoso taller de un carpintero y el repicar de una forja, donde un maestro armero está fabricando pernos de ballesta y puntas de lanza. Pasan junto a obradores de zapateros, cereros, hilanderos, caldereros, vidrieros y sastres. Desde las callejuelas entre los talleres y los largos almacenes, atisban nuevos cobertizos, vivos con estridentes chillidos. Son las halconeras del barón, donde el falconero mayor está colgando tiras de carne.

Más allá de unas vacas que están siendo ordeñadas y del orneo de unos burros sobrecargados de tejas y leña, Dwn y Erec se hacen camino entre los gremiales, tocados con gorras rojas, y sus aprendices, que marchan con la cabeza descubierta. Nadie más parece enterado del retorno de la baronesa, y cada uno se dedica a lo suyo, como cualquier otro día. Un cierto gentío con sacos sobre los hombros se ha reunido ante un edificio circular al que corona una alta chimenea; es el horno principal del señor, donde todos los villanos traen su harina para transformarla en pan.

Dwn detiene a Erec allí para poder observar la capilla adyacente, una incongruente construcción de elegantes pináculos de piedra negra y esculturas de santos. Detrás hay otro foso y una masiva muralla con torres que protegen el recinto interior. El puente levadizo está bajado, alzado el rastrillo, y Erec contempla con visible fascinación el vasto patio interior y el palais, un edificio de piedra en forma de L con pináculos exquisitamente labrados, grandes ventanas ojivales y techo a dos aguas de tejas rojas. Alzándose sobre el palais, en el otro extremo del castillo, divisa la torre del homenaje, la gran fortificación circular que apoca todas las otras torres.

Una horca hay en su cima para colgar enemigos y un mástil en el que vuela el Grifo negro sobre un campo de sinople.

Clarinea la trompeta de la torre del portal. La gente apiñada delante de la plaza se esparce dejando franco el camino, cuando los escuderos se precipitan desde los barracones y los establos.

Se abren las puertas pesadamente; cinco jinetes con la cabeza descubierta y vistiendo completa armadura atruenan el puente levadizo, emergen a la plaza y desmontan.

Erec reconoce enseguida al barón, Guy Lanfranc, aunque nunca lo ha visto desde una distancia tan escasa. Ni alto ni de complexión poderosa, el rostro quijarudo de Lanfranc —con una única arruga cruzándole la frente y sus densas cejas negras unidas sobre una nariz chata— irradia, sin embargo, un carisma imperioso y brutal. Peina hacia atrás, austeramente, su larga y espesa cabellera azabache, en un moño al estilo militar. Y su cutis, oscuro como oleosa nuez, resplandece de tensión cuando grita sus órdenes a los escuderos para que le quiten la armadura y le traigan un corcel fresco con el que cabalgar hasta el palais.

Erec identifica también al maestro de armas de Guy y lo avizora bien mientras este pasa en su camino hacia el herrero, cubierto por su mellada y rasgada armadura. Roger Billancourt lleva el pelo gris muy corto, próximo a su cráneo cuadrado y de las sienes borrado por una vida entera bajo el yelmo. Su rostro curtido, afeado por viejas cicatrices que rompen en parches su barba erizada, recibe ceñudo a todo aquel que busca su mirada de acero.

Dwn señala con el rostro a un membrudo caballero junto al barón y susurra, «Ese del bigote bretón es William Morcar».

El vulto de Morcar está esculpido como una excrecencia de la piedra del castillo, con un bigote pajizo que le cae por debajo del mentón.

La mirada de la vieja sirvienta se fija en un caballero anguloso con el rostro suave de un clérigo. «El alto y calvo es Harold Almquist».

Los ojos de Erec se apartan del endeble Almquist, en cuya testa lustrosa brilla el sudor sobre una corona de pelo crespo y anaranjado. Para el galés, carece del aspecto de un guerrero.

Pero el hombre que está detrás de él sí lo posee: un arquero de anchos hombros, con su arma colgada en bandolera. Es de apariencia felina, desbarbadas y huecas las mejillas, sin cejas sobre su mirada verde, de ojos muy separados. Su pelo, corto en la nuca, es tan rubio que parece blanco como tiza a la luz del sol.

«Ese es Denis Hezetre, el amigo de infancia del barón. Él y Guy se aventuraron juntos por Irlanda cuando se hicieron hombres y no pudieron continuar bajo el gobierno de la baronesa. Parece mucho más joven de lo que es y se le rinde admiración entre las mujeres, aunque nunca ha tomado esposa ni corteja a ninguna dama».

«Acaso prefiera que lo monten».

«No lo creo. Cuando estaban en Irlanda, Guy le salvó la vida, pero a costa de una herida en la ingle que le hizo perder su pequeño gusanito. Así como Guy se privó a sí mismo del amor de las mujeres por salvar a su amigo, Denis juró entonces renunciar a ese mismo amor. Ha vivido tan célibe como un monje desde aquel tiempo».

Erec y Dwn se sientan en la moldura de piedra que bordea la capilla, con el sol en los ojos. Ello beneficia a la anciana, cuyos húmedos huesos reciben calor, y que ha ganado tres peniques de plata con la venta de las pieles de Erec. En cuanto el sol los descubrió, así les ocurrió también con los gremiales. El zapatero y el sastre han enviado ya sus aprendices a examinar los cueros, y Erec se complace en ofrecer a la vieja el dinero que le han pagado. Se sienta ella con las manos abiertas en el regazo, el rostro ajado vuelto al cielo, los ojos cerrados, tostándose con los cálidos rayos del sol.

El excitado estallido de una trompeta pone a Erec en pie. El trompetero funde en un floreo la alarma, anunciando la llegada de un dignatario. Dwn aferra el brazo de Erec y se incorpora.

«¡Es ella! ¡Ha vuelto!».

La gente de la plaza, que visiblemente no espera a ningún alto personaje ahora que el señor está en el castillo, pausa en sus tareas y comparte miradas y murmullos asombrados. «Guy ha guardado bien el secreto», observa Erec tomando a Dwn de la mano y conduciéndola hacia los portales fronteros.

«Quizá no lo sepa».

«Lo sabe. ¿Por qué habría retornado, si no, del ardor de su asedio? Recibió el mensaje ayer a última hora, en el camino principal».

Ah, cierto, recuerda Dwn: los jinetes galopando por las sendas escarpadas de la colina, ayer al crepúsculo. «Ailena ha obrado sabiamente guardando el secreto de su retorno. La traición no es algo impropio de su hijo. Y sin embargo, no puedo comprender la razón de su vuelta. No tendrá fuerza para competir con la ira de su hijo».

«A menos, abuela, que haya venido para enfrentarlo con la fuerza más inconmovible de todas».

Dwn se detiene, y el rostro se le contrae cuando la repentina y acerba verdad de estas palabras la atraviesa como un viento frío. «Sin duda, has razonado bien, bravo Erec. Como cadáver vuelve Ailena».

Guy Lanfranc carga a través de la puerta del recinto interior sobre su caballo de combate, velado el rostro por una ceñuda expresión. No cree que Madre se atreva a volver, ni siquiera como cadáver. Sospecha que no se trata sino de uno de los engaños de sus enemigos, inocuo para él. La bandera que ha hecho izar a sus hombres en la torre maestra ordena al portero exterior hacer descender el rastrillo. No será él engatusado por ningún caballo de Troya.

Los caballeros de Guy se reúnen con él en el portal frontero. Roger Billancourt, cubierta su cabeza gris por la cofia de malla, desmonta y recibe informes del guardián de la puerta. «La partida es pequeña», repite para los otros. «Tres mulas de carga y un carro de bueyes en que tremola el Cisne».

«¿Qué truco es este?», murmura Guy.

Roger camina hasta la puerta y mira a través de un ventanillo. «Llevan dos bestias extrañas. Y dos caballeros montados. Pero el carro es demasiado pequeño para más de media docena de hombres».

«Alzad el rastrillo», clama Guy impaciente. «Abrid bien las puertas. No ha de amedrentarme más el espectro de mi madre. Acabemos con esto de una vez. Nuestro asedio nos aguarda».

Tan pronto como se abre la puerta, Guy se lanza hacia delante inclinándose para no golpearse la cabeza con el rastrillo que se eleva. Cruzado el puente levadizo, clava las riendas y su cuerpo se agita hacia atrás y hacia delante con el inquieto caracoleo del caballo, mientras él trata de comprender el espectáculo que se aproxima.

Allí, en el camino que se extiende a sus pies, aguarda un carruaje cubierto por una lona de piel y tirado por dos bueyes, blasonado el estandarte por una cabeza de Cisne, enmascarada de negro, majestuosamente inclinada. Sostiene las riendas un enano de abigarradas ropas, en cuyo hombro encorvado se sienta un mono vestido como un escudero. Detrás del enano, un judío de túnica rojo-vino mormojea plegarias; su barba boscosa y los largos rizos grises de sus sienes se agitan mientras él se balancea atrás y adelante.

A un lado del carruaje, dos camellos bactrianos ricamente enjaezados, con riendas escarlata y borlas plateadas, contemplan a la asombrada muchedumbre de la puerta con impasible arrogancia. Encimado en uno de ellos hay un caballero alto, de barba blonda, tocado con turbante y vestido con ropas amplias. Cruzado en su regazo, reposa un sable curvo, ataujiados su empuñadura y el talabarte con oro. Una daga mameluca resplandece en su cintura, y del arco de la silla pende un carcaj con jabalinas de cuatro pies de largas. Alrededor de su cuello, una maciza banda dorada cautiva el sol. Al otro lado del carro, un esplendoroso semental blanco de esbeltas patas porta a un caballero descubierto, vestido enteramente de negro salvo por una cruz paté, que cubre su corazón de escarlata. Tras él, tres mulas pesadamente cargadas mordisquean la hierba de la orilla del camino.

«¡Salud, castillo Valaise!», clama el enano en una lengua de oc sembrada de inflexiones italianas. «¡Tu señora ha vuelto!».

«¡Malhaya!», grita Guy en respuesta. «Este es el castillo Lanfranc y ninguna señora lo gobierna».

Los caballeros cruzan el puente y se sitúan al lado de Guy, examinando este circo extraño y murmurando entre ellos. Detrás, los villanos que colman la puerta cuchichean excitados a la vista del estandarte de la baronesa y de las raras criaturas. Y al otro lado del río, la gente de la aldea se ha reunido para mirar.

«Soy Guy Lanfranc, conde de Epynt, barón de este castillo. Declarad qué os trae aquí».

El enano se pone en pie mientras trepa el mono a su cabeza y señala con un gesto la bandera del Cisne. «Esto es lo que nos trae aquí. ¿No reconoces la enseña del verdadero amo de este dominio? ¡Abrid camino a la baronesa Ailena Valaise!». El enano chasquea las riendas y los bueyes se mueven pesadamente hacia delante.

«¡Alto!», brama Guy. «¡Deteneos y daos a conocer!».

El carruaje frena carrasqueando.

En la puerta, los serjants apartan rudamente a los villanos para abrir camino a una gruesa dama vestida con un pelisson de la mejor tela de Flandes y orlado de piel; la acompaña un hombre de cráneo largo, piel cetrina y aspecto presumido: Gerald Chalandon y su esposa Clare avanzan presurosos a través de la turba.

«Merde!», gruñe Guy veladamente al ver a su hermana y a su marido. «Retenlos, Harold. Esto huele extraño».

Harold Almquist, calvo y desgarbado, desmonta y corre a contener la ansiosa pareja. Clare ya está llamando, «¿Madre? Madre, muéstrate».

Guy apremia a Roger Billancourt y William Morcar. «Registrad el carro».

Inmediatamente, el jinete del camello se mueve para cortar su avance; algo dice en una lengua extranjera. El caballero negro trota hasta su flanco y habla en un francés elegante con cadencia del sur, «Noble señor, bravos caballeros, querida dama y buena gente de Epynt, aquí dentro está en verdad la baronesa Ailena Valaise. Ha viajado desde la lejana Jerusalén bajo nuestra custodia. Yo soy Gianni Rieti, canónico reglar de la Orden del Santo Sepulcro. A mi derecha está Falan Askersund, un caballero sueco que ha servido en Tierra Santa, pero que perdió su fe en la Iglesia y ofreció su alma a Mahoma y el dios sarraceno. Es el esclavo de la baronesa, un regalo del califa musulmán. Y nosotros somos sus caballeros, que hemos jurado proteger su honor y guardarla de todo mal, por vuestro rey, su altísima majestad Ricardo Corazón de León, y por su Santidad, nuestro Santo Padre de Roma, el Papa Celestino III. A través de nosotros, ellos os envían sus parabienes y extienden su justa voluntad».

«Tiene la lengua más lubricada que el culo de un caracol», le susurra a Guy Denis Hezetre.

«Mostrad a la baronesa, que pueda ser reconocida», ordena Guy.

El negro caballero introduce la mano en una bolsa sujeta a la silla y extrae, con ademán exagerado, dos sobres de pergamino. «Aquí están los documentos del rey Ricardo y de nuestro Santo Padre, ambos debidamente autentificados con sellos oficiales. Confío en que los hallaréis legítimos y vinculantes».

Gianni Rieti avanza con un caracoleo de su corcel, ligero como una llama, y tiende con elegancia los pergaminos a Roger Billancourt.

Guy recibe los documentos y los mira sólo brevemente. Parecen auténticos y se los pasa, brusco, a Denis. «Esto no es más que pergamino. Podrían ser falsificaciones», dice despreciativo.

«Mostradnos a la baronesa o daos media vuelta y largaos».

«No puedo acceder a eso», repone Rieti con sincero pesar. «Permitir que la baronesa se revele fuera de su propio castillo sería una gran indignidad para nosotros. Ella se mostrará sólo cruzado el umbral».

«Pura imbecilidad», ladra Guy. «Si la vieja perra está ahí dentro, que salga y se muestre. No tengo tiempo para juegos».

El caballero italiano retrocede con indignación. «Vuestra falta de respeto por vuestra madre me ofende y deshonra las enseñanzas de nuestra fe».

«¡Falsarios!», grita Roger Billancourt, la mano a la espada. «No les dejes entrar en el castillo», le dice a Guy. «Mátalos aquí mismo».

Gianni Rieti sonríe serenamente ante el guerrero airado, gesticulando con vaguedad hacia el cielo. «Vuestro rey y nuestro Santo Padre se verán dolorosamente insatisfechos, si asesináis a sus emisarios». Y torna su hermosa sonrisa hacia Guy. «Sin duda, estimado señor, perderíais vuestra baronía… y acaso vuestra cabeza también».

«¡Dejad que madre entre!», exclama Clare desde el lugar en el puente donde la han detenido Harold y Gerald. Su rostro tenso se contrae con rabioso resentimiento hacia su hermano, y corre hacia el carruaje hasta que la refrena Harold.

«¿Qué daño pueden hacernos?», le susurra Denis a Guy. «Son demasiado pocos para desafiarnos, sean los que sean los que oculten en el carro».

Guy hace rechinar los dientes, se da la vuelta y retorna al castillo. Denis y William conducen el carro de la baronesa a través del puente, flanqueado por los camellos. Roger les sigue, su mano aún en la espada.

Clare suplica a Gerald y a Harold que la dejen aproximarse al carruaje, pero ellos la llevan tenazmente de vuelta a la plaza. Allí, sus servidores la rodean para protegerla de la excitada muchedumbre. «Es madre», suspira acaloradamente, con convicción. «Es su forma de hacer las cosas. Nunca cedió una pulgada ante Guy».

Erec y Dwn empujan para acercarse al espacio que Guy ha despejado escaramuzando con el caballo en un amplio círculo. Los masivos hombros del galés abren cuña en la curiosa turba.

Cuando alcanzan la primera fila, coloca a la anciana ante él para que nada pueda obstruirle la vista.

Ahogados suspiros de miedo crepitan en toda la plaza cuando los camellos acceden a ella, con el jinete enturbantado mirando impasible adelante. El carro, rechinante y maltratado por el viaje, es vulgar, apenas un vehículo adecuado para un pasajero noble; y ciertamente, son el cochero enano y su negro mono, encaramado ahora a su hombro y saludando a la asamblea, los que despiertan los más excitados murmullos. Con la cabeza combada, el cuerpo balanceándose con el traqueteo atrás y adelante, el judío murmujea plegarias. Las mulas avanzan pesadas; tras ellas cabalga el jinete italiano, regio y precipitando su bridón blanco. Con su pelo rizado y endrino, y su barba y bigote elegantemente recortados, es la viva imagen del caballero extranjero; cuando sonríe a la multitud, levanta espontáneos vítores.

«¡Gentes de Valaise!», exclama Gianni Rieti, centelleantes sus ojos oscuros de gozo. «¡Os traigo nuevas portentosas! Vuestra señora ha vuelto… mas no como partió. Ha sido obrado un milagro. Tanto el caballero musulmán Falan Askersund —y señala al jinete del turbante— como yo mismo, y otros muchos, contemplamos el prodigio con nuestros propios ojos, y hemos hecho este largo camino desde Tierra Santa con la baronesa, por la gracia de Dios y con la aprobación de nuestro Santo Padre, para rendir testimonio de la gloria de nuestro Salvador. ¡Buena gente, bendecida por la fe y el temor del Señor, contemplad a vuestra baronesa, Ailena Valaise!».

El enano tira de una cuerda y la lona de piel del carruaje se desprende revelando a una joven sentada en un banco tapizado. Bajo una melena oscura y undosa que se derrama sobre sus hombros en crepusculares destellos rojizos, la mujer observa a los reunidos con la intensidad del lunor en su rostro. Sus grandes ojos ebúrneos son círculos de claridad buscando el reconocimiento de su gente. Mantiene la cabeza alzada sobre el largo, frágil cuello, mostrando sus pómulos soberbios, una nariz longa y patricia, y una boca en la que el pequeño labio inferior y el carnoso bezo superior dibujan una decidida confianza en sí misma.

Al verla, los recuerdos de Dwn saltan atrás a través de los años, tan violentos que una sensación de caída engaña a sus piernas y la empuja tambaleante a los brazos de Erec.

«¡Impostora!», ruge Guy.

Perplejos alaridos se mezclan con airadas quejas. Maese Pornic, el abad local, un hombre de rostro macerado y plateada tonsura, cubierto por una capa de basta estameña negra, se escurre entre la muchedumbre para situarse al lado de Guy. «¡Esto es blasfemia! ¡Sacad a esta falsaria desvergonzada inmediatamente de aquí!».

La joven del carruaje se incorpora y alza su mano izquierda. «Soy Ailena Valaise», dice con una voz sorprendentemente ronca para una mujer tan esbelta. «Porto el sello de mi padre, tal como lo llevaba el día de San Fandulfo, hace casi diez años, cuando dejé el castillo para unirme a la Cruzada».

La turba se apretuja hacia el carro. Precipitándose delante de ellos para contenerlos, Guy se detiene ante la joven mujer. «¿Te crees que estamos locos?», le chilla, la saliva saltándole de la boca.

Diestramente, el camello que porta a Falan Askersund se desliza hacia atrás separando a Guy del carruaje. Asustado por el olor y la apariencia del camello, el corcel de Guy se aparta engrifándose nervioso.

«¡Ha sido obrado un milagro!», clama Gianni Rieti y señala los documentos de pergamino aún en la mano de Denis. «Nuestro mismísimo Santo Padre ha autenticado este portento. Tenemos su sello. Por favor, gentil caballero, leed su proclama en voz alta».

Denis, aturdido por la semejanza de esta mujer con la vieja baronesa de sus recuerdos de infancia, abre el documento papal y lee ante la multitud:

«Celestino Papa a todos los creyentes: otorgamos la bendición de nuestro Señor y Salvador Jesucristo a todos vosotros y os ordenamos obediencia a esta acta de la Iglesia escrita por nuestra mano. En testimonio de la verdad de la milagrosa intervención de nuestro Salvador y en nombre de la autoridad apostólica que nos inviste, reconocemos a Ailena Valaise como el glorificado recipiente de la gracia de Dios por medio de la manifestación del Sagrado Cáliz, del que ella ha bebido y por el cual la juventud ha sido restaurada en ella, sana y santificada y digna de ser restablecida en su título de baronesa de Epynt, donde, por nuestra voluntad, recuperará con pleno derecho su lugar como legado del Rey de Inglaterra, con todos los poderes y deberes que ello comporte. Dado en Letrán, el día de la fiesta de Santa Ana, en el séptimo año de nuestro pontificado».

Denis, alto en su silla, alza el documento abierto para que todos puedan ver la púrpura escritura y el sello áureo. «Es cierto, esto porta la estampa del anillo papal», dice y lo sostiene ante maese Pornic, cuyos ojos se ensanchan como los de una jaca asustada.

Gritos de asombro y clamores de salvación taladran a la multitud. No son pocos los que se persignan y caen de hinojos.

Premiosa, la baronesa les hace levantarse. «No es a mí a quien tenéis que adorar», proclama, pero su voz se pierde en el frenesí creciente del estupor. Denis saca su espada y le tiende su empuñadura, declarándole fidelidad. Varios serjants lo imitan. El resto de los caballeros se vuelve hacia Guy, que mira, sombrío y hostil, a la joven erguida ante él.

Erec alza a Dwn sobre la turba estremecida para librarla de la opresión, y la sacude gentilmente hasta que sus sentidos retornan. Dispone los brazos de la mujer alrededor de su robusto cuello y contempla, sobre las cabezas del populacho, a la muchacha del carruaje.

«¿Es realmente la baronesa?», pregunta Erec lo bastante fuerte como para hacer oír su voz sobre el tumulto.

«Eso diría yo», responde vacilante Dwn, «pero mis ojos son viejos. Debo acercarme más… para estar segura».

Unos serjants avanzan a través de la turbamulta armados de largas baquetas, abriendo camino para Clare, Gerald y Harold. Pero Erec desplaza a la anciana hasta sentársela sobre los hombros y arremete a través de la horda para seguir la estela de la compañía. Un serjant le cierra el paso con una vara cruzada, y Erec grita con todo el poder de su voz, «¡Seigneur Gerald!».

Gerald y Clare se tornan. El rostro de Clare está ungido en lágrimas, enrojecidos sus ojos salvajes. Pero Gerald, cetrino, parece hoscamente sobrio. Al ver a la vieja criada, revive súbitamente, sus ojos centellean de astucia, y palmea el hombro del serjant indicándole que los deje pasar.

«¿Es tu ama?», le pregunta Gerald a la vieja.

Dwn se siente extrañamente radiante y ardorosa. En cualquier momento, se dice a sí misma, de sus ojos, de sus oídos y boca brotarán rayos de luz. En vano se esfuerza por contener su fascinación, por contemplar a esta joven y no ver la semejanza. Pero la semejanza se hace más y más vívida cuanto más se aproxima a ella. Un miedo lancinante la muerde cuando se da cuenta de que en cuestión de segundos estarán cara a cara. Portada por el corpulento galés, se siente como si hubiese caído del mundo a la eternidad, escapando de algún modo al destino y grandeza de la muerte.

Gerald le dirige una mirada severa. «Ni una palabra hasta que no te hable. Si es tu señora, te reconocerá».

Clare, que se ha adelantado entre tanto, ha alcanzado ya el carruaje y trepa a él ayudada por los serjants. La muchedumbre se sume en silencio para oír el saludo de la milagrosa baronesa a su hija. La baronesa toma las manos de Clare, y Clare, tembloroso el rostro grueso, balbucea al borde del desmayo.

«Dios te bendiga, querida mía», se deja oír la baronesa, su rostro lívido ardiente de pronto como una llama. «Mi niña, mi niña querida, mi Clare. Déjame que te estreche contra mi corazón. Ven a tu madre. No tengas miedo. Nuestro Señor me ha tocado con Su gracia».

Con un hondo sollozo, Clare se arroja en los brazos de la joven dama y ambas se tambalean a punto de caer del carro, hasta que el jinete del camello, alerta, las sostiene.

Gerald separa a las dos mujeres. Clare se sienta pesadamente en el banco del carruaje alzando en sollozos los hombros y con sus ojos líquidos fijos en la joven baronesa. A una señal de Gerald, la anciana es subida al carro. De nuevo clava en la vetusta mujer una mirada hosca, y Dwn permanece quieta, estremecida por gélidas ráfagas de temor reverente y aun terror.

La joven mujer mira a la mujer temblorosa, tierna como una madona. Toma las manos tremolantes de la vieja en sus propias manos cálidas y, aun antes de que hable, se desvanece toda duda del alma de Dwn. El trazo cincelado de sus cejas oscuras, la curva de su quijada, blonda como el polen, el tenue hoyuelo del mentón… observa ella estos rasgos bien grabados en su memoria con ojos más y más grandes y el peso de un nuevo temor: que todas sus titubeantes plegarias hayan sido oídas en el silencio de Dios.

«¿Me reconoces, Dwn?», pregunta la joven baronesa en un galés alhajado con el acento de su lengua madre. «En verdad soy yo, la Sierva de los Pájaros».

Las manos de Dwn se arrancan de las de su amiga perdida como de un fuego, y se cubre la boca abierta y perpleja. Estalla un grito, y tras él lágrimas de turbación. La baronesa envuelve a la anciana en su abrazo y acaricia su cabeza gris. «Te has dejado crecer el pelo. Pero este es lo único que no ha cambiado. Has sufrido en mi ausencia. Mi querida Dwn. ¿Dónde están tus finas vestimentas? ¿Y por qué hueles a pocilga de este modo?».

«No importa, mi queridísima Ailena», suspira Dwn en el hombro de la baronesa. «No importa en absoluto ahora que has vuelto».

Chilla Guy: «¡Esto es farsa!».

Ailena lo mira destellante y se separa de su vieja amiga. «No es farsa, Guy… sino la portentosa voluntad del Buen Dios. Desde luego, esperaba que dudases, hijo mío; tú nunca has tenido ni un grano de fe».

Roger Billancourt azuza a su caballo a través de la asamblea repentinamente alborotada hasta colocarse al lado de Guy. «Por amor de Dios, no la desafíes aquí. Apártala primero de la canalla».

«Te veo murmujear tus artimañas, Roger Billancourt», exclama fuerte la baronesa. «Fue tu idea, ¿acaso no?, librarte de mí lanzándome sin un penique a la peregrinación. Qué lúcido. Y Guy, pobre tonto, no puede evitar hacerte caso». Engalla soberbiamente la cabeza. «Hermanos aquí reunidos, vengo a deciros que he llevado a cabo mi peregrinación y que el Salvador ha respondido a mis plegarias, tal como mi hijo podría ver si no le cegase la maldad. Ahora es a él a quien corresponde ir a Tierra Santa y pedir el perdón de nuestro Señor».

La muchedumbre enmudece ante el desafío. Ailena sostiene su mirada trabada en duelo con Roger durante un largo, enconado instante, antes de volver los ojos hacia la multitud.

Rodeados de guardias, están los miembros de la familia que se han precipitado desde el palais.

Observándola con fría perplejidad hay dos mujeres de elegantes vestiduras, una de cabellera color jengibre y pecosa la otra, con trenzas rojas como piel de zorro. Ailena sonríe y cabecea. «Hellene y Leora» —llama por sus nombres a las hijas de Clare—, «¿no me reconocéis? Nunca me habéis visto sin mis arrugas».

Ailena contempla sorprendida a los vástagos que rodean a las mujeres. «Reconozco al hijo de William, Thierry», dice descubriendo a un fornido muchacho con el porte arrogante del heredero y el empaque en la quijada de un matón. «No eras más que una criatura cuando partí. Debes de tener quince ahora. Y tu gemela… ¿dónde está Madelon?».

Una esbelta muchacha de élficos bucles dorados y el rostro de un duende travieso surge desde detrás de su madre Hellene. Cortés, depone, «Bienvenida a casa, arrière-grandmère».

Ailena le sonríe generosamente; señala entonces a un rufo zagal de nariz respingona. «Y tú, por supuesto, eres el más joven de los hermanos, Hugues. Eras un cachorro de dos veranos cuando te vi por última vez. Y mira ahora… Tienes el tamaño de tu padre». Deja que su mirada abstraída vague hasta William Morcar, montado en su corcel y examinándola mientras se acaricia su bigote pajizo.

«¿Y son todas estas tuyas y de Harold, Leora?», pregunta Ailena a la mujer de cabello rojo-zorro indicando el hato de niñas pulidas pero inquietas arrediladas en torno a ella. «Son todas demasiado jóvenes para que yo las conozca».

Leora resplandece orgullosa. «La mayor nació el año siguiente a tu partida, grandmère». Y palmea cada una de sus cabezas, «Joyce, Gilberta, Blythe y Effie».

Ailena suspira. «Ha pasado tanto tiempo». Escudriña la multitud y frunce el ceño. «¿Y mi único nieto?». Se torna hacia Clare. «¿Dónde está tu hijo Thomas?».

«Está en la abadía», responde Clare a través de sus lágrimas gozosas. «Está estudiando las Escrituras, preparándose para el sacerdocio».

«Muchas cosas han cambiado», dice, y mira a Guy, cuyo rostro se obstina en una mueca de desazón. «Muchas son nuevas». Encara el recinto interior. «Denis», ruega al único caballero que le ha ofrecido su espada, y este se endereza en la silla a la mención de su nombre.

«Condúceme al palais, donde limpiaré de mis botas el polvo de Jerusalén».

Cuando Denis, obediente, empieza a abrir camino hacia el recinto interior y los camellos se colocan a la cabeza, la baronesa ordena a Dwn sentarse junto a Clare. Enfrenta entonces al hombre tras ella. «Gerald, no te quedes ahí espantando moscas como un lelo. Tu mujer necesita de ti en la aflicción de su dicha. ¿Es que has olvidado toda la cortesía que un día profesaste?».

Gerald cierra la boca e inclina la cabeza. Aleccionado, se sienta, manso, junto a Clare.

Ailena se afirma aferrando el mástil que sostenía la lona y, cuando el enano chasquea las riendas y los bueyes avanzan traqueteantes, como siguiendo la cadencia de las plegarias del judío, la baronesa sonríe benigna a la muchedumbre de la plaza y agita su mano.

Erec observa el rodar del carro sin apartar sus ojos de la baronesa hasta que desaparece más allá de la capilla. Su ausencia deja en torno a él un abejoneo de quietud, como una pausa en el viento. Y aunque la gente barbulla excitada alrededor, ecos distantes son sus voces. ¡Ha visto y oído a la mismísima baronesa! Ha sido testigo de sus palabras a la anciana y ha escuchado, en su propia lengua, cómo empleaba ella su nombre secreto: Sierva de los Pájaros.

En la marea humana recibe codazos y empellones, pero los golpes pasan a través de él, como si se hubiese transformado en espíritu. Deriva hacia los portales exteriores, introverso, estudiando su memoria reciente de la joven baronesa, viendo de nuevo sus calmos ojos negros, su nariz longa como la de una estatua romana en las viejas termas de Caermathon, y el pronunciado labio superior, que aun cuando sonríe la hace parecer como si estuviese a punto de gritar.

Empujado por la masa, logra salir del castillo, maravillándose… Habla nuestra lengua. El sonido de su voz arenosa prosigue en la mente de Erec, aligerando su paso, como si flores brotasen bajo sus pies mientras camina, como en el mito de Owen.

«¡Es el demonio, el demonio encarnado!», clama maese Pornic y su denuncia repica, estridente, en los sillares y el maderaje del palais.

Clare se alza de la pesada silla de madera donde se había derrumbado por la impresión, oscuro de furia el rostro. «¿Os atrevéis a calumniar a mi madre?», le responde a gritos, rechinando su voz en las vigas.

Gerald posa una mano calmífera en su brazo y cloquea suavizando los ánimos, «Todos estamos aturdidos».

«Es un milagro», afirma Denis Hezetre desde su rincón, apoyado en la pared, la mirada vacua. «Hemos sido testigos de un milagro».

Guy Lanfranc, que preside una masiva mesa de madera, pasea sus ojos de halcón entre el resto de los caballeros sentados frente a él. Roger Billancourt evidencia su ira, pero los demás están sencillamente estupefactos. Tanto Harold Almquist como William Morcar observan envarados sus manos cruzadas sobre la mesa, sin saber qué pensar o sentir.

«Están los documentos», sugiere Gerald débilmente.

«¡Falsificaciones!», restalla Roger.

«No lo creo», dice Denis y se acerca a la mesa desplegando los pergaminos. «Esta es una cédula auténtica». Se inclina sobre la mesa, donde ha extendido los documentos y lee en voz alta:

«Ricardo, Rey de los ingleses, a todos sus hombres fieles: salud. Ordenamos e imponemos que, pues nos rendís lealtad y os amáis a vosotros mismos y a todo lo que es vuestro, garanticéis a Ailena Valaise, hija del conde Bernard, viuda de Gilbert Lanfranc, libre paso a través de mi reino hasta su dominio de Epynt en la frontera de Gales, donde es instituida por Nos autoridad principal y legado.

»Testigo yo mismo, en Levante, en el quinto día de Junio.

»El sello es igual al de los otros documentos que hemos recibido del rey. Daos cuenta, claro está, de que si desafiamos esta cédula, estamos desafiando al monarca».

Guy aporrea la mesa con el puño. «¡Imposible! ¡Yo soy el señor de este feudo y dominio!».

Clare se mofa de él. «Súbete por las paredes, querido. Eso impresionará sin duda al rey. ¿Crees acaso que Ricardo ha olvidado tu apoyo a la rebelión de su insolente hermano Juan, mientras él estaba en Tierra Santa?».

Guy se incorpora a medias de su asiento, oscuro el ceño. «Me he sometido a pagar a los hombres del rey la multa por mi alianza con Juan».

«Juan Sin Tierra, loco», se encona Clare. «No tiene más autoridad ni dominio que los que trató de robarle a su hermano. Y ahora te ves obligado a saquear el feudo de Branden Neufmarché para pagar la multa. No creo que madre vaya a aprobarlo, hermano».

«No es madre».

«El rey y el papa dicen que lo es», persiste Clare vehemente.

Maese Pornic golpea la mesa con un nudillo imponiendo silencio. «No es cuestión de otorgar demasiada importancia a estos documentos. Celestino rindió su alma en Enero. Nuestro nuevo Santo Padre Inocencio sin duda revocará esta autorización. Al fin y al cabo, Celestino estaba en sus noventa cuando redactó el acta. Escribiré de inmediato a nuestro nuevo Santo Padre sobre esta materia». Se vuelve hacia el soturno barón. «Insisto Guy en que me dejes a mí esta pesquisa. Esa mujer proclama que se ha obrado un milagro. Pone su alma en peligro con tan extravagante pretexto».

Clare contempla al abad con ojos como hendijas. «Vos, un hijo de la Iglesia, ¿dudáis que Dios pueda obrar milagros? ¿Os atrevéis a proscribir la voluntad de Dios?».

Maese Pornic aprieta sus dedos huesudos y baja reverentemente el rostro, tensos sus severos labios color hígado. «Yo nunca dudaría del poder de Dios para obrar milagros. Pero Satán está lleno de embustes. No debemos prejuzgar las apariencias».

«Perfectamente», concluye Clare. «Hasta que se pruebe lo contrario, aceptaremos que el documento del Santo Padre es válido y que mi madre ha retornado de Tierra Santa, “restaurada en su juventud, sana y santificada”, tal como reza el decreto papal».

Un servidor aparece en el arco de la puerta y anuncia que la baronesa exige la presencia de todos los miembros de la casa en el salón principal. Clare, mirando a su hermano con un destello triunfal, deja la estancia de inmediato con Gerald; el resto de los caballeros se demora, fijos los ojos en Guy.

Guy se levanta con lentitud, pulsante la quijada. «No hagamos esperar a madre».

Los dedos de Dwn parecen tubérculos contra la exquisita tela de su camisa. A pesar del baño caliente que acaba de tomar, la suciedad aún persiste incrustada en las finas grietas de sus manos nudosas. Dos veces hubo de ser vaciada y rellenada la larga bañera de madera, y aun así no está completamente limpia. Pero la lejía cáustica del jabón y la enorme cantidad de pétalos de lila han extinguido, casi, el tufo a estiércol.

Dwn observa en el espejo cómo las criadas de Clare le traen un pelisson, un manto ligero de seda azul exquisitamente orlado de piel blanca. La baronesa, visible en el otro extremo de la habitación, sale ahora mismo del baño. No pueden percibirse ya los lunares y pequeñas cicatrices que Dwn recuerda en la desnudez de su señora; una constelación diferente de pecas y marcas diseña la hermosura de su cuerpo, consecuencia, le ha explicado a Clare la baronesa, del milagro que ha remozado su juventud.

Una enagua de cardado algodón es alzada sobre la cabeza de Dwn y cae deslizándose suavemente sobre carne habituada a fibras bastas. Acaricia ella el terso material, y se aturden las yemas de sus dedos. Las sirvientas la ayudan a ponerse un brial azur —una fina túnica talar—, cuidando de ajustar bien las largas mangas colgantes y el cinturón de seda entorchada para que el conjunto sea cómodo y estético. Sobre este, el manto, aéreo y ornado de piel.

Mientras otra sirvienta le peina y le trenza el cabello, Dwn observa a su señora, desnuda frente al espejo de cuerpo entero. Temblorosas, indecisas criadas la secan. Resplandece azul como la leche o el invierno, tenso el vientre como el de una niña, redondos sus pechos como pequeñas liebres, rosados los pezones no maculados aún por la preñez. Visible bajo una mata de rizado y fino cabello, que es casi una niebla de humo oscuro, la ciruela silvestre de su sexo. Es apenas una mujer, y aún puede verse la niña en los huesos afilados de sus codos y en sus muslos angostos.

Vibra Dwn por dentro con la ansiedad de interrogar a su vieja amiga, de oír por fin cómo llegó a ella Dios. Pero observa el semblante soñador de su ama, la forma en que vagan de una cosa a otra sus ojos, distraídos, y se contiene.

«Sierva de los Pájaros», dice Dwn en galés esperando sacarla de sus ensoñaciones, «eres bella. El Señor te ha hecho hermosa otra vez».

Ailena le sonríe en el espejo, respondiéndole con una risa apenas devanada, «Y tú te has hecho sabia como la castaña».

Dwn sonríe, recordando este diálogo entre ellas desde que eran muchachas y un jardinero galés les enseñó a aceptar cumplidos a su floreciente hermosura. «Dile a los viejos que son sabios como castañas y no te lo reprocharán, pues la castaña sabe cómo sobrevivir a la sequía y su cáscara se abre como un ojo en otoño, cuando la tierra viste su más florida hermosura».

«Hablad en francés para que pueda entenderos», protesta, frívola, Clare, sintiendo como si se hubiera despertado dentro de un sueño. Es ella misma quien porta los ropajes que su madre vestirá, y los deja cuidadosamente en un colgador detrás del espejo. «Cuando yo era una niña, siempre estabais parloteando en galés para que padre no os entendiera».

«Eso sólo aventaba su rabia», rememora la baronesa. «Prohibió el galés en el castillo y aun en la villa… pero lo desafiamos».

«Y te llevaste los golpes de ese desafío», le recuerda Dwn.

«Tanto tiempo ya». Clare ofrece a su madre una camisa del ropero de su hija Leora, temerosa ante la joven mujer. «Dímelo todo, madre. Dwn y yo queremos oír el milagro».

Ailena acaricia la fina urdimbre de la camisa y dice con calma en la voz, «Más tarde. Os diré todo lo que me ha cambiado más tarde». Mira a su hija y a su doncella en el espejo, sus ojos abruptamente crispados. «Pero ahora quiero oír de vosotras… quiero oír todo lo que ha ocurrido desde que partí».

Clare se fija en la penetrante mirada de Ailena. El color le rezuma de pronto del rostro cuando el milagro acontecido vuelve a hacerse consciente en ella: aquí está el cuerpo que le dio vida, su arcilla modelada de nuevo por la misma mano de Dios en una figura esbelta como el lirio. Sus piernas claudican y, derrumbándose en el suelo, aprieta el rostro contra las rodillas de su madre y llora como un crío.

«Ya no hay trovadores», solloza Clare amargamente. «Ya no hay música. No desde que te fuiste. Guy se mofa de las chansons. Sólo le gustan los acróbatas».

«Y la guerra», añade Dwn. «Ama la guerra».

«Oh, madre, ha habido tanto exterminio. Cada primavera estraga las tribus galesas y retorna…». Sus lágrimas la atragantan y busca con un hondo suspiro el aliento para continuar.

«Retorna con sus orejas».

La mirada de Ailena se relaja otra vez y sus ojos parpadean soñolientos. Dwn hace una señal a las criadas para que traigan una silla y le viste la camisa mientras la baronesa se sienta.

Clare, desapercibida de la abstracción de su madre, continúa: «Y ahora ataca a su propia raza. Ha alquilado mercenarios de Hereford para sitiar el castillo de Branden Neufmarché. Todo a causa de su deuda con el rey, por apartidarse con el conde Juan. Y los soldados son tan brutos. Intimidan a nuestros gremiales, corrompen a sus hijas y saquean nuestra villa. En territorio galés, los villanos han partido casi todos, han huido de vuelta a los montes».

La joven baronesa se lleva una mano al rostro; cuando la aparta, de nuevo está alerta y le brilla la mirada. «Todo irá bien», promete carmenando la cabeza de su hija. «Todo, todo, irá bien».

Dwn se adelanta para trenzar el pelo de su señora y se maravilla de los filamentos oro-rojo entre los mechones oscuros, destellos que no ha visto en décadas.

«¿Tienes la bandera con mi figura heráldica?», pregunta Ailena.

«Guy ha destruido todo lo que ha encontrado», responde Clare. «Pero yo tengo una guardada en mi arcón».

«Haz que me la traigan. Arriaremos el Grifo e izaremos el Cisne».

Clare se muerde el nudillo. «La torre maestra está vigilada por los serjants de Guy. Protegen el mástil con sus vidas».

«Entonces las perderán», dice la baronesa dulcemente.

Las contraventanas del gran salón han sido abiertas de par en par a la poderosa luz veraniega. Con premura, se han colgado de las paredes los más finos tapices de cendal y por los suelos enlosados se han esparcido juncos y flores, rosas y menta, que crujen fragante, suavemente bajo los pies de la asamblea. Toda la casa se ha reunido entre los brillantes rectángulos solares: la familia de la baronesa ocupando los asientos tapizados, y los criados tras ella en los bancos de madera. Guy y Roger se niegan a sentarse; permanecen enhiestos, las piernas separadas, los brazos cruzados de un modo truculento, al pie del estrado, a la cabeza de la cámara.

En el estrado, los cojines bordados con la figura del Grifo han desaparecido del gran sitial de roble labrado para ser substituidos por almohadones rojos. En él, opulenta, vestida con seda blanca y armiño, las largas trenzas de su cabello entrelazadas con cintas y coronada por una diadema floral de oro, se sienta Ailena Valaise, flanqueada por sus caballeros, Dwn y el anciano judío. El enano y su mono aguardan en una alcoba detrás del salón, donde sólo los serjants de los barracones pueden verlos.

«No me he sentado aquí desde hace diez años», empieza la baronesa con una voz lo bastante poderosa para llenar la cámara. «Muchos de los más jóvenes no me habéis visto nunca. Otros han cambiado poco». Mira, insinuante, a Roger y a Guy. «Familia, os he reunido aquí para que podáis afrontarme antes de que nos sentemos a la mesa. Sé que mi presencia y mi aspecto os confunden, en especial» —y cabecea hacia su hijo— «a aquellos que esperaron no volver a verme nunca más. Después de nuestra comida en unión, os contaré con detalle los acontecimientos verdaderamente portentosos que han tenido lugar desde que ocupé este sitial por última vez. De momento, baste el presentarme a vosotros de nuevo y declarar el motivo de mi retorno tal como nuestro Salvador me ha ordenado hacerlo».

Maese Pornic, sentado en la primera fila, se yergue, encorvado su cuerpo marchito de toda una vida orando de hinojos. «Lady, ¿hemos de entender que habéis hablado con el Hijo de Dios?».

«Ciertamente, Nuestro Señor Jesús se ha dignado dirigirse a mí», declara Ailena con voz firme. «Y me ha ordenado retornar y regir este territorio como un verdadero dominio cristiano… un reino que Él mismo pudiese reconocer si caminase por la tierra otra vez».

Maese Pornic suelta un bufido de incredulidad a través de sus oscuros labios y se sienta sacudiendo su cabeza plateada, cubriéndose el rostro con sus manos sarmentosas.

«Puesto que parece que el buen abad descree», continúa Ailena, «nombro aquí y ahora al canónigo Gianni Rieti párroco nuestro». Gianni se incorpora, ataviado con una sobrepelliz blanca que luce la cruz carmesí sobre el corazón y una puntiaguda espada al costado con empuñadura alhajada de perlas. Su apariencia entre militar y monástica, inspira murmullos en los bancos postreros; los sirvientes no han visto nunca todavía a un sacerdote guerrero.

«El canónigo Rieti es un verdadero padre en Cristo», le asegura Ailena al grupo murmurante.

«¿Por qué no usa tonsura entonces?», interroga maese Pornic.

«Con vuestra venia», solicita Gianni a la baronesa y se inclina a su asentimiento. «Soy miembro consagrado de la Orden del Santo Sepulcro», informa a la asamblea. «Por juramento nos hemos comprometido a luchar contra los sarracenos hasta que Jerusalén sea devuelto a gobierno cristiano. De que nuestro Señor Jesús detestaba la violencia somos perfectamente conscientes. Sin embargo, hemos escogido luchar y morir por la espada para mayor gloria de la Iglesia. A fin de distinguir los marciales esfuerzos de nuestra hermandad en aras de la fe de los objetivos plenamente religiosos y eruditos de otras órdenes cristianas, renunciamos a la tonsura y hemos sido así exceptuados por nuestro Santo Padre el Papa».

Gianni se sienta y Ailena indica a Falan Askersund que se ponga en pie. El sueco, vestido como un musulmán, la cabeza enturbantada de blanco, pantalones abombachados de color marrón y calzado de cuero verde con puntas vueltas hacia el empeine, se adelanta clavando unos ojos fríos en la multitud. Su blusa blanca sin mangas expone unos brazos de largos músculos tostados, atezados casi, por el sol de Palestina; contra ellos, el blondo vello de su piel cintila como el oro.

También su rostro es oscuro como el de un moro y su barba, corta y rubia, reluce con destello blanco-ceniza.

«Falan Askersund no habla francés ni galés», explica Ailena. «Pero no es necesario que hablemos con él. Se halla en permanente plegaria con su dios, al cual cree el dios único, Allah, y…».

«¡Ha traicionado su fe por la de los paganos!», interrumpe maese Pornic.

«Sí, así ha sido», admite Ailena. «Ahora es un musulmán devoto. Pero también es mi esclavo. ¿Veis la banda de oro en torno a su cuello, que es el símbolo de su servidumbre? En ella reza la escritura arábiga que él es de mi propiedad, un presente del califa que supo del milagro obrado en mí por nuestro Salvador».

«Los paganos no tienen fe en nuestro Salvador», protesta maese Pornic. «¿Por qué habría de regalaros un sarraceno con un esclavo?».

«Su libro santo, el Qorán, ve en Jesús a un profeta de Dios», contesta Ailena paciente.

«Que Dios obrase un milagro a través de uno de sus profetas les resulta obviamente más creíble a los paganos que a vos, maese».

«¡Esto es pura mofa!», estalla Guy. Maese Pornic le dirige una mirada severa, pero él continúa, «Esta mujer no es mi madre. No toleraré más este engaño».

Agrios murmullos recorren la sala; maese Pornic se levanta y se acerca a Roger Billancourt. «Hazle callar», ordena. «Esto es una cuestión religiosa. Si se maneja con brusquedad, se derramará sangre».

Roger toma del brazo a su barón y se inclina para susurrar, «¿Vas a hacer de ella una mártir y de ti mismo un Judas? Debe quedar desacreditada antes de que la ataquemos. Cálmate. Deja que el abad trate con ella».

«Si vuestro caballero musulmán es un esclavo», pregunta maese Pornic apuntando a la cimitarra que cuelga al costado de Falan, «¿por qué porta armas?».

«Incluso un santo varón como vos mismo admitirá que este es un mundo traicionero», responde Ailena. «El califa ha ordenado a Falan que me proteja y por ello, únicamente, lo conservo junto a mí».

«Su espada es demasiado delgada para hacer algo más que espantar perros», resuella Roger, y los serjants al fondo de la sala dan eco a su irrisión.

Rápidamente, Ailena murmura una orden gutural en árabe y señala su propio cuello. El sable curvo enciende el aire como un relámpago, silbando junto a la garganta de la baronesa. Un destello, y el arma está otra vez en su vaina. Ailena alza la mano y toma un rizo de su cabello y un pedazo de cinta que la hoja ha cortado limpiamente. Anuda la cinta al mechón y se lo arroja a Guy. «Un recuerdo de tu madre, hijo mío. Y que esto te sirva de advertencia: ninguna espada cristiana podría tajar con tanta precisión».

La baronesa hace un gesto a Falan para que torne a su asiento y pide al judío que se adelante. «Si no hay más interrupciones, podemos continuar. Familia, este es David Tibbon, un judío que he tomado a mi servicio para que me enseñe la lengua que nuestro Señor y Salvador habló mientras habitó entre nosotros. Es mi intención vivir tan próxima a los hábitos y costumbres de nuestro Señor como sea posible. E invito a todos los miembros de mi familia que quieran estudiar con este devoto maestro bíblico a unirse a mi intento».

Guy se carcajea sonoramente. «Mi madre nunca fue una mujer religiosa. Durante la misa hacía punto, y comía carne hasta hartarse los Viernes y los días de Cuaresma. Fornicaba adúlteramente con Drew Neufmarché y no hablaba con los sacerdotes, a quienes consideraba parásitos, como no fuera para escarnecerlos… aunque hacía todo esto a espaldas del buen maese Pornic. Pero para nosotros, que sufrimos su presencia, no era un secreto: desde el tiempo en que Dios ahogó la vida de su padre en su propio vómito, vivía sin fe. ¿Por qué esperas que creamos que Dios obraría un milagro por ella?».

«Sin duda, Guy», le sonríe la baronesa indulgente, «son los descreídos los más necesitados de milagros. Todo lo que dices de mí es cierto, pero es sólo mi pasado. Mi alma ha sido remozada con mi carne. Tal como Jesús perdonó a la prostituta en la fuente, así me ha perdonado a mí y me ha ordenado seguir adelante y no pecar más».

«Madre», la apostrofa Clare, «llama a nuestro Salvador, que nos dé una señal para que sepan los incrédulos que estás en el favor de Dios».

«Clare querida, eso no está a mi alcance. No soy una santa. No tengo poderes milagrosos. Dios me ha devuelto la juventud, pero no me ha conferido poderes sobrenaturales. Soy una mujer completamente natural y no permitiré que se me adore o se me trate como a mujer santa».

«Si sois realmente la baronesa Valaise, tal como lo aseguráis», la desafía Roger, «recordaréis el bridón que vuestro marido montaba la primera vez que vino a este castillo conmigo a su lado».

La mirada de Ailena se endurece. «Así que he de dar más pruebas». Cabecea tristemente.

«Era de esperar de alguien que siempre creyó que la Iglesia existe sólo para los niños, los débiles y los moribundos. Está bien, Roger Billancourt, es tu memoria la que el tiempo ha dañado. Gilbert no montaba un bridón la primera vez que vino al castillo de mi padre. No poseía un caballo tan caro. Era rico en coraje y ferocidad, pero no en bienes… ni materiales ni espirituales. Hasta que se casó conmigo y adquirió la riqueza que mi padre había ganado con esfuerzo, montó un mero palafrén, una jaca marrón de pecho estrecho y rostro ancho. Su nombre era Délai, Demora, pues no era veloz».

Los viejos servidores y serjants que conocieron a Gilbert Lanfranc murmuran y hacen gestos de aprobación, y Roger se aparta con el ceño turbado.

La asamblea calla cuando maese Pornic se pone en pie otra vez. «¿Cómo podéis asegurarnos que habéis sido devuelta a vuestra juventud por nuestro Buen Dios y no por Satán?».

«¿Traería Satán un documento del Papa y a un sacerdote de Tierra Santa?».

Thierry Morcar, azuzado por su padre William, llama la atención de su bisabuela.

«Arrière-grandmère…».

Ailena percibe al joven de rostro cuadrado cuyos ojos pequeños la observan fríamente.

«La dureza de tu mirada me perturba, Thierry. Pero no me sorprende que dudes de mí, puesto que eras demasiado joven para conocerme bien. ¿Has sido armado ya caballero?».

«Lo he sido, arrière-grandmère», responde orgulloso. «Mi padre me dio el espaldarazo en primavera. He sido bien entrenado en las habilidades del combate por mi padre y los caballeros de este castillo. Y de ellos he aprendido muchas mañas, muchos trucos con los cuales engañar a los hombres a rendir sus vidas. Todo esto ha debilitado mi fe en las cosas visibles, y tanto más en las invisibles». Vuelve la vista hacia su padre en busca de confianza y el caballero del bigote asiente con la cabeza invitándolo a continuar. «Discúlpame pues, arrière-grandmère, por interrogarte a fin de fortalecer mi fe. Di el nombre del sacerdote que me bautizó».

«Eso fue hace mucho tiempo, Thierry».

«Mi arrière-grandmère lo recordaría».

«Sí, lo haría y, de hecho, debería…». El rostro de Ailena lividece aún más y sus ojos parecen sobrecogidos. «Fue en una época de mucho sufrimiento. Vivimos sólo en el fuego. Tú y tu gemela Madelon nacisteis en el invierno del ochenta y tres, cuando las nevascas mantuvieron a nuestro maese Pornic encerrado en su abadía. Habríamos esperado el fin de los temporales para bautizaros, pero el cólera azotó la villa y amenazó el castillo. Vivíamos en verdad en un tiempo de fuego. Vivimos sólo en el fuego. Pero entonces lo conocimos. Vuestra madre amada, Hellene, ardió en él mientras nacisteis. Un viejo cura de Brecon irrumpió en plena tormenta y os bautizó a ambos, para que vuestras almas quedasen limpias del pecado de Adán en el caso de que el cólera se os llevase. No lo hizo pero, dé Dios reposo a su alma, el cólera se lo llevó a él aquel mismo invierno. Su nombre era padre Aimery».

Ailena se pone en pie y la asamblea se levanta con ella. «Vivimos sólo en el fuego, consumidos o purificados por él. En cualquier caso ardemos. Nuestra sangre arde. Sentimos en nuestra carne el ardor. Esta purificación nuestra dura toda la vida… este fuego que es el amor de Dios, este fuego intolerable que nos consume. Esta es la muerte de fuego, que es la vida de fuego».

David Tibbon se ha acercado por detrás a la baronesa. Pone una mano nudosa en su hombro, y ella lo mira, sorprendida.

«Esta inquisición aburre», dice. «Reanudemos en la mesa nuestra plática». Sonríe desde el estrado a Guy y a Roger. «Así podéis afilar vuestras preguntas mientras los demás quitamos punta a nuestro apetito».

En el comedor, el enano se aproxima al judío. Mientras la baronesa y el resto de los nobles se refrescan en sus habitaciones antes del banquete, el enano ha estado pavoneándose entre las mesas largas y estrechas, observando a los criados extender los manteles y doblar las servilletas. El mono se ha arrojado varias veces bajo las ondulantes telas antes de que pudieran ser puestas, haciendo retroceder y chillar a los sirvientes.

«¡Ta-Toh!», grita el enano, y el mono vuela de nuevo a su hombro abrigándose con una servilleta.

«Esta noche, por fin, comeremos bien», le dice el enano al judío.

David Tibbon, en túnica verde oscuro y manto rojizo, ocupa un banco junto a la entrada desde la breve alocución de la baronesa en el salón principal. La entrada, una puerta en arco orientada al sur y abierta al jardín, deja pasar una corriente de luz, cantos de aves y florales fragancias, y David ha estado aquí leyendo el libro encuadernado en piel y dormitando mientras los servidores le preparan una cámara en el palais. A la luz del sol, sobre todo, tiene la apariencia de un patriarca bíblico, con su piel coriácea y sus ojos intensamente sombríos. Su larga barba gris está farpada, ligeramente rizados los mechones que cuelgan de sus sienes, y cubre su cabeza con un pequeño bonete de terciopelo negro. «Yo no comeré bien, Ummu», le responde al enano en un occitano lento y pensativo, «hasta que halle para comer un lugar donde haya un solo Dios».

Ummu apoya su codo en la rodilla de David y asienta en su mano la bulbosa cabeza para contemplar las esculturas de los santos en la piedra labrada entre las ventanas de ojiva.

«Idólatras», coincide el enano. «Pero no piensan en ello. No ven ninguna contradicción en que haya un Dios con tres partes. Tienen una mente para las contradicciones que desconcierta a sus enemigos. No dejes que perturbe tu apetito, hijo de Abraham. Para eso ya habrá multitud de platos de cerdo humeando bajo tus narices».

El enano ladra una risa que sobresalta a su mono, y ambos cabriolan a través del comedor para molestar al criado que ahora coloca los vasos, los cuchillos, las cucharas.

David agita su anciana cabeza compungido y torna su mirada al jardín. Le duelen de leer los ojos y se alegra de expandir su vista entre las inquietas mariposas y las rayolas ámbar de abejas. Bajo una pérgola de rosas, perfilada contra los rayos anchos y dorados del sol de la tarde, un grupo de niños lo contempla. Él menea su barba juguetonamente y los críos se dispersan, excepto una, que se acerca a él trepidante. Es la más joven, una niña blonda con ojos grises, asombrados, vestida con un pequeño traje de tafetán y piel.

«¿Eres un judío?», pregunta.

«Sí. Soy David Tibbon. ¿Quién eres tú?».

«Blythe Almquist. Yo soy cristiana. ¿Por qué mataste a Jesús?».

David pone su mano sobre la cabeza de la pequeña niña y sonríe con tristeza. «Yo no maté a Jesús».

«Sí, lo hiciste. Los judíos mataron a Jesús. Maese Pornic nos lo ha dicho así».

«Pero no es verdad, mi niña. Jesús era un judío. ¿Por qué mataríamos a uno de los nuestros? Fueron los romanos los que mataron a Jesús».

«¿Jesús era un judío?».

«Pues claro».

«Pero maese Pornic nos dice que Jesús es el hijo de Dios».

«Entonces el hijo de Dios es un judío».

La nodriza, aturullada, entra del jardín y, viendo a Blythe de pie bajo el brazo del judío, se la lleva ansiosamente. «Vamos, Blythe, hay que vestirte para la cena».

«Pero estoy hablando con David Tibbon. Es un judío… y dice que Jesús también es un judío».

La nodriza dirige a David una negra mirada y apremia a la criatura. David pinza la carne lasa entre sus ojos y vuelve su atención al enano, que ha armado a su mono con una cuchara y se está batiendo con él sobre una de las mesas. El mayordomo los aparta. Está colocando pequeños platos con sal en el centro de las mesas. David contempla los blancos montoncitos y recuerda los años en que la única sal que conocía estaba en sus ojos.

Guy y Roger forman corro con sus serjants en los portales del recinto interior cuando uno de los hombres se sobresalta y señala la torre maestra. En la cima de la poderosa fortificación, el Grifo está siendo arriado.

«¡Ojos de Dios!», grita Guy. Salta sobre el corcel más cercano y cruza la corte a todo galope.

Cuando alcanza la torre, El Cisne blanco sobre campo azur vuela en el aire. Se arroja de su caballo y agarra al serjant en la entrada del baluarte. «¿Por qué estás vivo?», berrea al hombre estremeciéndole y lo arroja contra el muro de piedra. «Me moví para sacar la espada, milord», barbotea el serjant, «pero el muslim, el muslim sueco, cortó mi talabarte de un tajo limpio antes de que mi mano lograse alcanzar la empuñadura». Y muestra a su señor la tira de cuero sajada.

«¿Y el resto?», interroga Guy furiosamente.

«El resto fue movido por la razón», repone desde la obscuridad interior de la puerta una voz salpicada de acento extranjero. Gianni Rieti emerge. «Soy el emisario del papa. Tengo el poder de condenar las almas. Qué razonable por parte de vuestros hombres el no querer morir por una espada musulmana habiendo perdido la gracia».

Desde la partida de Ailena para Tierra Santa, Clare ha ocupado el espacioso dormitorio de la baronesa, pero ahora insiste en devolvérselo a su madre. Entre las bolsas de lona del equipaje de Ailena juguetean las criaturas, frescas de su retozar en el jardín, brillantes sus largas guedejas con los capullos enguirnaldados.

Ailena está sentada en una silla junto a la ventana, ungida de sol, admirando las femellas de su familia. La más joven, Effie, de tres años, juega con las cintas de su pelo y permanece satisfecha en el regazo de su bisabuela. Su hija Clare supervisa alegre a los servidores mientras estos deshacen el equipaje; sus nietas Hellene y Leora y su bisnieta Madelon están posadas en el borde de la plataforma del gran lecho endoselado que está siendo ventilado, descorridas las cortinas y levantadas las sábanas. Dwn contempla la escena desde una silla tras Ailena, arrobada por el enebriante buqué de las lilas y la caricia sedeña de sus finas ropas.

«Calmaos, niñas», las urge Ailena. «Tengo regalos de Tierra Santa para cada una de vosotras, pero debéis recibirlos como jóvenes damas».

Los juegos desembocan en un abrupto final y las muchachas se colocan ante la baronesa en orden de edad. «Joyce, Gilberta, Blythe y Effie», repite Ailena los nombres aprendidos, tocando afectuosa a cada una el mentón. «Sois las más jóvenes, nacidas después de mi partida del castillo, así que vuestros regalos serán los primeros». A su lado, apoyado en un banco empavesado por la lona que lo había cubierto, hay un cofre taraceado de negro, plata e irisado abalón. De él, extrae cuatro bestias pequeñas, minuciosamente labradas: un dromedario, un cocodrilo, un elefante y un león. «Estas notables y extrañas criaturas, que por cierto existen —yo las he visto todas—, han sido labradas por los sarracenos en marfil, el colmillo del behemoth».

Las niñas, Effie incluida, acarician con las yemas de sus dedos las mágicas figuritas con asombro reverente.

«Madelon, en mi ausencia te has convertido en una hermosa mujer», dice Ailena pidiéndole que se adelante y regalándola con un ciclatón de tejido argénteo, rielante como la luz de la luna. «Seda damasquina, la más fina de todo Bizancio».

Mientras Madelon se contempla en el espejo, extasiada con la elegante túnica contra su cuerpo menudo, distribuye Ailena el resto de los regalos: perfumes —esencias de bergamota y mirra— para Hellene y Leora; frascos de agua de jazmín y bálsamo de Gilead para Dwn y las más apreciadas de las siervas; pastillas de incienso de lináloe y calambac para la abadía y la capilla; cinturones de cuero azul intrincadamente repujados para los mozos, Thierry y Hugues; para los caballeros, borlas árabes de audaces colores con las que enjaezar las bridas; una curva daga mameluca con empuñadura de perlas y vaina engastada de gemas, que dará a Guy; y para Clare, un collar de oro.

Se apiñan las mujeres admirando los regalos y Ailena vuelve a sentarse, satisfecha del mareo de su fascinación. Un movimiento exterior le llama la atención y se torna para ver a Guy galopando fuera de sí a través de la corte. Una sardónica sonrisa toca sus labios.

Guy ha urgido a sus caballeros a reunirse en un cuarto trasero de los barracones.

Repantigados en los toscos asientos del cuarto vacío, Roger, William y Harold, nerviosos y taciturnos, aguardan que empiece. Denis, avisado por un paje mientras realizaba prácticas de tiro con arco detrás de los establos, es el último en entrar. Su mano derecha está aún fajada de cuero.

Después de saludar a los otros con un gesto de su cabeza, se sienta a horcajadas en un banco frente a Guy, que permanece en pie vuelto de espaldas, mirando a través de una ventana cuadrada. Los ojos del barón están clavados en la torre maestra, donde vuela el estandarte del Cisne.

Si todos estos años he estado equivocado y Dios no es sólo un invento de la desesperación de la gente, piensa, si la Creación es tan perversa como la presentan los padres de la Iglesia y esta joven cosa es realmente madre remozada por un milagro, entonces Dios no es mejor que el Diablo, pues tan cierto es que ella mató a padre como que Clytemnestra asesinó a Agamenón. ¡No me someteré a ella! Y le duele de determinación su puño apretado. ¡La mandaré de vuelta al Diablo! Y si es una impostora —como debe de ser pues ¿dónde está Dios cuando los mártires son sacrificados y los peregrinos mueren?—, si es una impostora enviada por madre para derrocarme, entonces ¡la haré conocer al Diablo!

Cuando se torna para enfrentar a sus caballeros, la única, honda arruga de su frente es negra.

«El Grifo ha sido arriado», dice, y su voz suena extrañamente blanda y angustiada. «La perra lleva aquí horas sólo, y nuestra bandera ya ha sido arriada».

«Teníamos que haberlos matado en la liza, ya os lo dije», gruñe Roger agitando implacable su cabeza gris, veterana en costurones. «No deberíamos haberlos dejado entrar nunca».

«Pero están dentro», restalla Guy, «y de nuestro castillo han hecho el suyo. Nuestro santo varón, maese Pornic, ha sido desplazado ya por ese canónigo de lengua untuosa. ¡Mirad el ajetreo de los servidores en el palais preparando habitaciones para un judío y un musulmán! E incluso las cocinas son un hervidero, apresurando nuestra fiesta de San Juan para honrar a la perra».

«Tu madre no es una perra», interviene, timorato, Denis.

«Por cierto, ¿es esa mi madre?».

«Todos la hemos observado con atención», replica Denis. «No le falta ni uno solo de sus rasgos característicos. Incluso su porte y su voz son como los recordamos. Y respondió a todas las preguntas que le expusimos. Pero lo más decisivo de todo es que ha actuado con la determinación y el privilegio que siempre la acompañaron. Sólo tu madre habría osado arriar el Grifo». Denis mira ansioso la concurrencia. «¿Piensa alguno de otro modo? ¿Hay aquí alguien que haya percibido en ella algo distinto de la mismísima semblanza de la baronesa?».

«La baronesa salió de aquí vieja y achacosa», dice Roger. «Yo afirmo que esta no es la misma mujer».

«Tu incredulidad te ciega», repone Denis.

«Habla como una loca», dice Roger. «Ya la oísteis en el salón, retoricando sobre el fuego. Es una loca que se cree la baronesa».

«¿Quién no hablaría de ese modo, si se hubiese obrado un milagro en él?», insiste Denis.

«Ha sido renovada por su fe. Debemos responder a ella con la misma fe».

«¡Fe!», grita Guy. «¿Voy a perder todo lo que es mío por… por una mera palabra? ¡Fe! Hombres… mi fe ha estado siempre en mi espada. Por ella hemos ganado tierras que mi madre fue demasiado dócil para reclamar. ¿Perderemos ahora todo aquello por lo que hemos luchado en aras de la fe? Esta mujer es una impostora. En esto está puesta mi fe».

«¿Qué decís vosotros, William… Harold?», inquiere Denis. «La habéis oído hablar. La habéis visto moverse. ¿No es la baronesa?».

Harold pasa una mano sobre la calva y pecosa bóveda de su cabeza y asiente. «Es en verdad la transformación más maravillosa de la que he sido nunca testigo. Sólo la mano de Dios ha podido hacerlo. Es un milagro. ¿Qué otra cosa podría ser?».

William se encoge de hombros y emite provisionales murmullos.

«Habla, William», insiste Denis. «¿La reconoces tú?».

«No estoy habituado a los milagros», responde William hesitante. «No los he visto nunca antes de ahora y jamás esperé verlos».

«¿Es la baronesa?», le apremia Denis.

William estira sus mostachos. «Debo pensar en ello, Denis. Lleva muy poco entre nosotros».

«¿Qué se hace con Neufmarché?», pregunta Roger. «Nuestros zapadores han minado ya casi su cortina de muralla. Los hombres de Hereford esperan nuestra vuelta para culminar el asalto. Debemos retornar de inmediato».

«Sí», afirma Guy. «Neufmarché está a punto de ser desbullado como una ostra. Tomaremos su castillo y el Grifo volará de nuevo con la luz del día».

«William», interroga Roger, «¿estás con nosotros?».

William asiente y contempla a Harold.

«Es justo y propio que acabemos lo que hemos empezado», repone Harold.

Denis afronta las miradas expectantes de los otros caballeros; luego se torna hacia Guy con ojos duros. «Guy, nuestra obediencia pertenece a tu madre ahora. Debemos exponerle a ella la cuestión del asedio».

La boca de Guy se abre en una silente, incrédula risa. «Denis, madre fue la calientalechos del padre de Neufmarché. No será ella quien bendiga nuestro saqueo del castillo de su hijo».

«Entonces pagaremos a los hombres de Hereford y los despediremos».

«¿Pagarles?», explota Guy. «¿Con qué? ¿Habremos de saquear nuestro propio castillo?».

«La baronesa debe ser informada».

«Oh, estoy seguro de que estará siendo bien informada por mi hermana Clare», dice Guy torvamente y se sienta en el banco junto a Denis. La dureza de su semblante se suaviza. «Hemos enfrentado más de un enemigo y hemos apechugado juntos más de un periodo tormentoso, tú y yo. No me vuelvas la espalda ahora, Denis».

Denis encara la mirada implorante de Guy con abierta sinceridad. «Nunca te volveré la espalda, Guy. Ni siquiera la muerte me apartará de ti… mientras tú no te apartes de lo que es justo».

«¿Es el rey lo que temes? Eso no te apartó de mí cuando nos unimos a los hombres del conde Juan. Asolamos entonces a los mayorazgos de Gloucester como camaradas».

«Cierto, he desafiado contigo al rey. Pero…». Denis aparta la vista. «No está en mí desafiar a Dios».

Guy tuerce el gesto. «Dios está en las alturas. Debo recordártelo. No se inclinó para salvar a tu familia de la muerte escarlata que hizo de ti un huérfano. Pero mi padre te recibió aquí, te halló una buena familia noble y te libró de tu destino de villano. Dios se preocupa poco de los peregrinos que mueren a cientos en su camino a Tierra Santa. Y, sin embargo, ¿vamos a creer que Dios obró por mi madre un milagro, que jamás exhaló una plegaria sentida en toda su vida adulta?».

«¿Voy a negar lo que ven mis ojos? Dios, por la razón divina que sea, ha obrado un milagro».

Guy dirige una mirada confusa a Roger, que le responde con un destello de enojo. «Voy a desenmascarar a esta impostora», jura Guy y aferra a Denis por los hombros. «Debo hacerlo. Porque no voy a perderte, Denis».

Una trompeta convoca la casa a la fiesta de bienvenida. Clare y Gerald actúan de anfitriones e inician su tarea acompañando a maese Pornic al lavatorio ante la puerta de entrada, una mesa parada con jarros y jofainas de agua. Hondamente ofendido con su substitución como eclesiástico principal del castillo por un desconocido canonje, maese Pornic tenía el propósito de retornar a su abadía esta noche, pero Clare le ha convencido de quedarse. Y ahora, con auténtica humildad cristiana, se prepara a lavarse las manos para la cena, aunque viste una agria expresión.

Dos acicalados pajes se inclinan ante el sacerdote: uno sostiene un jarro sobre una pequeña jofaina y vierte agua diestramente sobre los dedos del santo varón. Enseguida los seca el segundo paje con una toalla. Tras el clérigo, son Ailena y Dwn las que se hacen lavar las manos antes de ser conducidas a los asientos de honor bajo el dosel, en la mesa alta.

Siguen los huéspedes: el canónigo Rieti, Falan, Guy y Roger, los caballeros y sus familias, y los gremiales y mercadantes más ricos del castillo ocupan sus asientos. Son admitidos entonces los principales servidores y serjants del castillo, que se sientan alrededor de las tablas colocadas sobre caballetes en la parte trasera del salón. El enano y el judío son situados en un rincón distante. Cuando todo el mundo está en su lugar, Rieti bendice la reunión y hacen su entrada los grandes platos.

Llega en primer lugar una pierna de ciervo y, mientras Gerald la trincha y las muchachas de la nobleza sirven cada plato para ser compartido entre dos, Ailena se inclina hacia Clare.

«Quiero que David Tibbon se siente aquí, en la mesa alta».

«Madre, ¡ese hombre es un judío! Leora dice que ha estado llenando los oídos de Blythe con tonterías. Que Jesús era judío y cosas parecidas».

La mirada de Ailena se clava en ella fría. «Trae a David a la mesa alta».

Clare permanece con la boca abierta. «Madre, nadie compartirá un plato con él».

«David compartirá mi plato».

Clare no oculta su dolor cuando llama a un sirviente y le susurra la orden de la baronesa.

Había querido compartir el plato de su madre, pero ahora se une a Gerald desplazando a Dwn.

El canónigo Rieti percibe el problema y hace una señal a su enano para que se le acerque.

Ellos dos compartirán un plato y Dwn podrá ocupar el lugar del canonje con Falan Askersund.

Cuando el judío y el enano ascienden a la mesa alta, un silencio cae sobre todo el salón y un escandalizado murmurio abejonea entre los circunstantes. Pero entonces hace su aparición la cabeza del jabalí en salsa de hierbas, seguida de un cisne relleno, las alas extendidas y un doblado, dócil cuello, y el interés de la asamblea cambia de objeto.

Discretamente, Guy hace una seña a uno de sus escuderos; salta este del lugar que ocupa en su mesa y desaparece en el jardín. Un instante después, retorna con un soñoliento perro jabalinero. Al gesto de Guy, el escudero conduce el cansino alano a la mesa alta.

«¿Es este Halegrin, mi favorito?», pregunta Ailena al ver al animal. Rápidamente, escoge un pedazo exquisito de venado y se lo arroja. «¿Todavía estás en este mundo?», le habla con mimo mientras el perro masca la carne. «Como el fiel Argos vienes, a saludar a Ulises, maltratado por sus viajes».

Clare dirige una mirada a su hermano, bien alto el mentón, despreciativa ante su intento de desacreditar a Ailena con el añoso animal. Denis cautiva también la atención de Guy y sacude tristemente la cabeza.

Llegan perniles de cerdo y Ailena indica a los sirvientes que los depositen en las mesas bajas. «No comeré la carne que nuestro Salvador mismo rechazó», declara en voz alta.

El ceño de maese Pornic se ahonda. «Los Padres de la Iglesia aclararon ya tiempo atrás que no debemos confundir el linaje terrenal de nuestro Señor a través de María y hasta el Rey David con su misión celestial, que viene del Padre. La Iglesia reconoce al Mesías, culminación de la tradición judía. Así, no estamos obligados a obedecer la ley hebrea, sino sólo la ley celeste, que únicamente la Iglesia está en condiciones de discernir».

«Oh, por favor, maese Pornic», suspira Clare. «No discutamos cuestiones religiosas en esta fiesta. Celebremos, en cambio, el retorno salvo y milagroso de mi madre».

«Esta iba a ser una fiesta por San Juan el Bautista», recuerda maese Pornic, ácido, a su anfitriona.

«Pero para eso faltan dos días aún», repone Clare. «Los cocineros se han esforzado mucho en tener preparada a tiempo esta comida para festejar a mi madre en el día de su llegada».

Ailena posa una mano suave en el brazo de su hija. «Vengo de Tierra Santa. Inquietudes espirituales colman mi mente tanto como mi corazón. Pero tiene razón Clare. Habrá tiempo más adelante para la discusión de nuestras almas. Fortalezcamos primero los cuerpos».

Los cocineros y sirvientes, conturbados por la milagrosa transformación de la baronesa, se han superado a sí mismos, y la procesión desde las cocinas parece interminable: ternera cocida, conejo y cerceta rustidos, chochaperdiz y agachadiza en salsa de cebolla, cordero en azafrán, empanadas de cerdo, ancas de rana en acedera y romero, caracoles con avellanas fritas, pastas de venado, cremas calientes, gelatinas de garza y de grulla, jaleas frutales y, del bagaje que la baronesa ha traído de Jerusalén, higos y dátiles, todos ellos bañados en hipocrás —vino con especias— y serat —suero de mantequilla hervido con ajo y cebolla.

Mientras los perros se disputan trozos de comida bajo las mesas y los malabaristas interrumpen su cena para hacer juegos de mano con humeantes manzanas rustidas, corre la risa, y entre la gente más joven hay garzonería y payasadas. William y Harold festejan lozanos con sus familias, y Denis dirige a los jactanciosos serjants en sus brindis por la baronesa con cada nuevo plato. Incluso maese Pornic, infundido de buena voluntad después de su segunda copa de hipocrás, se ríe del rostro grasiento de Ummu, cuyo mono Ta-Toh salta de mesa en mesa trayendo pedazos escogidos, y a veces incluso los cuchillos de los platos de otros comensales, para cebar a su dueño. Todo el mundo está alegre, a excepción de Guy y Roger. Toman de su comida sombríos, esperando el retorno del mensajero que han enviado al cerco.

Entran los cocineros trayendo el gran plato final, un inmenso pastel en forma de cisne con el cuello dorado y plumas hialinas de miel encristalada, blanqueadas con harina y dispuestas como si estuviese vivo y nadase. La asamblea aplaude a los cocineros, que presentan a la baronesa el cuchillo. Entre expectantes murmullos, Ailena se levanta y abre el pastel de un tajo.

Docenas de hortelanas salen revoloteando y atraviesan el gran salón, pero las salidas están cubiertas por los halconeros, que, arteros, descapirotan a sus halcones. En una confusión de plumas y estridentes chillidos, los halcones matan a las pequeñas aves en el aire, sobre las mesas, ante los clamores exaltados de la asamblea.

Durante la algarada para recuperar los halcones, irrumpe en la sala un paje. Se apresura hacia Guy y Roger, y les susurra las noticias que han estado esperando oír: la excavación bajo la muralla del castillo de Neufmarché se ha completado esta noche. Los pilares de madera que apuntalan la mina han sido untados ya con sebo y, en cuanto se reciba la orden de Guy, serán encendidos. Las defensas del baluarte se colapsarán.

Al instante, Guy y su maestro de armas se levantan para partir e indican a sus caballeros y serjants que se les unan en el jardín. Pero Ailena hace una señal a Falan y a Gianni en el extremo de la mesa, y ambos caballeros se plantan ante las escaleras del estrado.

«¡Dejad paso!», exige Guy; pero Falan se mantiene firme y ecuánime, su mano atezada en la empuñadura del sable.

«¿A dónde vais tan pronto?», inquiere dulcemente la baronesa. «Después de los pasteles y confites nos retiraremos al jardín. Es una hermosa noche de verano. Bajo las estrellas oiréis mi historia. Es portentosa, y no podéis perdérosla».

«Hemos sido llamados», dice Guy secamente, encarando a la baronesa con un gesto arrogante.

«¿Al castillo de Neufmarché?». Ailena mueve la cabeza. «Clare me ha hablado de vuestro cerco. Pero no hay necesidad de atenderlo ahora. Lo estoy desconvocando».

«¡¿Qué?!», estalla Roger Billancourt con voz tan potente que incluso el festivo alboroto enmudece. «¡No osaréis! ¡No tenéis autoridad para hacerlo!».

«Oso, ciertamente. Por la autoridad que me han conferido el rey y el papa, y por derecho de mi propio nacimiento. Este es el castillo de mi padre y mío. Ninguna guerra saldrá de estos muros sin mi orden expresa. El cerco a Neufmarché está alzado. He enviado ya los mensajeros. Las máquinas de guerra serán retiradas».

Guy clava en ella un destello criminal, el labio superior alzado con una insinuación del colmillo, antes de girar en redondo y apartar a Falan. Indicándole que le deje pasar, Ailena contempla tranquila cómo Guy y Roger cruzan a grandes pasos la estanza. Se detienen ante Denis, William y Harold, pero los caballeros no se mueven, y sólo Denis enfrenta sus ojos ardientes antes de que abandonen la sala.

«¡Por mi madre, la baronesa Ailena Valaise!», se alza Clare súbitamente presentando su copa.

En respuesta, se levantan las copas, vítores resuenan en el gran salón y su eco recorre el palacio.

Diminutas ranas cantan en el foso y pulsan las luciérnagas entre los árboles y emparrados del jardín interior de la corte. Toda la casa se ha reunido en el espacioso pensil, menos los porteros, los centinelas de la torre, y Guy y Roger, que se han perdido galopando en la noche.

Maese Pornic, Clare y Gerald comparten el asiento de honor en un banco de mármol con cojines, bajo los largos dedos de un sauce. Los niños más pequeños se han acomodado en una colcha extendida sobre las raíces. Hugues se sienta en la horcadura del árbol. Thierry y Madelon comparten un banco pequeño de piedra tallado como un hongo. El resto se sienta en el suelo o en sillas traídas del salón. Forman todos un gran círculo alrededor del cenador situado en el centro del jardín y cubierto de rosas, donde la baronesa ocupa una silla de alto espaldar. Brilla tras ella una lámpara de aceite colgada de un elevado trípode.

«Como sabéis partí de aquí el día de San Fandulfo, en el año de nuestro Señor de mil ciento ochenta y ocho, cinco días después de San Miguel, el Domingo anterior a mi quincuagésimo octavo otoño en este mundo. No podía caminar más de doce pasos sin caerme, hasta tal punto estaban doblados mis huesos y debilitados mis músculos. Mis portadores, peregrinos todos ellos, monjes y mercaderes de San David, marchaban trabajosamente a través del polvo y el ardor del fin del verano, llevándome a Newport, desde donde navegamos a Normandía.

»Partir de aquí, del castillo erigido por mi propio padre, expulsada por mi hijo, hacía de mí una mujer amargada. Me habría gustado que Guy escuchase mi narración esta noche, porque le diría que hizo bien arrojándome a los caminos sin un penique. Yo era una mujer huraña, agriada por los malos tratos de mi esposo Gilbert muchos años antes y jamás recobrada. El viaje me instruyó en el dolor de la carne, y fue este un digno rival de la congoja de mi alma. Fue un terrorífico peregrinar… mas a mí me sanó el sufrimiento.

»No relataré esta noche todas las dificultades que soporté en el largo viaje hacia el sur… los bandidos, las tormentas, o tribus malignas en los bosques oscuros que comen carne humana.

»De todo ello, y sólo por la Gracia de Dios, logré escapar viva, aunque rara vez ilesa. Muchos terrores contemplé. Muchas buenas almas perecieron ante mis ojos. Hay historias bastantes de esos primeros años de mis viajes para ocupar muchas otras noches. Pero esta, os contaré la más prodigiosa de todas ellas, mi encuentro con el Preste Juan en su extraño reino al este de las tierras de Babel y Teman. Allí donde un día tocó a la tierra el Paraíso, llegué agobiada por mis pecados, a través de mucha agonía e innumerables pruebas, y fui recibida en un dominio cuyas maravillas dudaría aun hoy, si no hubiera sido enteramente transformada por ellas.

»Pero mis palabras son sólo nebulosos espejos, descoloridos por los sueños, vuestros y míos. Lo que ahora os cuento viene de los bordes de la tierra, donde se quiebran los espejos y la razón es la prima pobre de la verdad. Mi historia volverá a poner las piezas en orden. Pero he aprendido que estas encajan mejor en silencio».

«Partidos de Esmirna, en nuestro trayecto a Samos por las fragosidades caprinas de ásperos montes, mis portadores, tres monjes de la abadía islandesa de Hólar con los que sólo podía hablar en el parco latín que conocía, perdieron el camino en una rabiosa tormenta.

»Hallamos abrigo en la gruta de una montaña. Fuimos asaltados allí por unos gitanos bigardos que adoran a la luna y que nos habrían sacrificado a su deidad. Mis portadores me llevaron a una hondura mayor de la caverna, y tratamos de ocultarnos en la oscuridad. Pero los gitanos quemaron matojos de ortigas en la boca de la cueva, intentando atraernos adonde aguardaban las puntas afiladas de sus cuchillos largos.

»Sofocados por los humos mefíticos, nos retiramos al fondo de la gruta, prefiriendo morir ahogados que ser mutilados en vida. Pero lo que a un tiempo nos sorprendió y alivió fue que la cueva no terminaba en un paramento rocoso, sino que se entrañaba más y más profundamente en el monte. Mis portadores tenían en su equipaje linternas de aceite con las que acostumbraban a leer las Sagradas Escrituras de noche. Gracias al pálido resplandor de estas lámparas, comprendimos que nuestra gruta no era sino el portal a un enorme dédalo de cavernas. Y cada cámara abovedada se abría a otra.

»En ocasiones el camino se volvía tan estrecho como la palma de la mano de un hombre, cayendo a ambos lados a negras simas insondables. Allí me veía obligada a andar por mí misma, pues ningún portador habría logrado mantener el equilibrio con mi peso en los hombros. Las piedras desplazadas a nuestro paso se precipitaban silenciosas, sin tocar fondo en aquel abismo impenetrable. Acres humos sulfurosos ofendían nuestro olfato, y los monjes temían que estuviésemos adentrándonos en la guarida de Satán.

»Durante muchos días vagamos así, sobre finos puentes a veces, otras por vastos campos subterráneos y bosques de pétreas columnatas que sostenían sobre nosotros la tierra. Bebíamos el agua que descendía en finos arroyuelos por las paredes de roca y nos alimentábamos del liquen y los hongos, pequeños como granos de arena, que crecían profusamente entre las grietas.

»Hora tras hora rezaban los monjes por nuestra salvación, y al final fueron respondidas sus plegarias: apareció una estrella en la distancia y a medida que nos acercamos fue haciéndose más y más grande. La estrella se convirtió en un sol. Nos aproximamos con las manos cubriéndonos los ojos, mirando a través de los huesos de nuestros dedos, hasta que alcanzamos la boca de la cueva. Cegados por la luminosidad del día, hicimos a gatas gran parte del recorrido final de nuestro oscuro viaje, antes de poder ver otra vez.

»Cuando retornó la vista, habíamos perdido la fe en nuestros ojos, pues nos era imposible creer lo que veíamos. Había ante nosotros prados majestuosos y pequeños valles de brillantes floraciones, amenas arboledas, de robles, de cedros… y allí donde mirásemos, bestias fabulosas: elefantes y camellos recorrían con centauros los campos. En los oscuros portales del bosque, divisamos tigres y sátiros y faunos. Y cerca de allí, un río borbollaba con cocodrilos perezosos en los médanos y lamias que remontaban la corriente.

»De pronto, soldados emergieron del bosque y los monjes los saludaron. Eran hombres morenos cubiertos de armaduras topacio, con largas melenas veteadas de crepúsculo y ojos verdes como cobre oxidado. Al principio no entendíamos su lengua, pero nos hicieron beber del río cercano y pudimos así llegar a comprendernos unos a otros.

»Nos informaron entonces de que estábamos en el reino del Rey Juan, el Preste. El río del que habíamos bebido, dijeron, brotaba de un manantial en el Paraíso del que Adán fuera expulsado, a sólo tres días de donde nos hallábamos. Pero viajar allí era inútil, pues un círculo de fuego afortalaba el Jardín.

»En lugar de ello, los soldados del rey nos escoltaron al palacio de su monarca. Este viaje exigió varios días, durante los cuales contemplamos muchos milagros. Principal entre ellos fue un mar sin agua, una inmensa expansión de dunas undosas con olas y mareas en la que pescamos peces de escamas doradas, cuya sangre era tinte púrpura, pero de carne sabrosa. Desde montañas nivosas descendía un río de piedras, castañeteando y tronando al desembocar en el mar arenoso.

»Los guijarros que caían en tierra resplandecían en la oscuridad como ascuas y, cuanto más los mirabas, más poderosa se tornaba la vista. Además, a lo largo de la orilla correteaban hormigas grandes como perros, y las gentes que vivían en las proximidades las empleaban para excavar en busca de oro el suelo.

»El palacio del Preste Juan emergía del lienzo de un acantilado, tallado en zafiro. Fuimos recibidos en los áureos portales por un augusto monarca que vestía de carmesí y portaba una corona engastada de gemas; caímos ante él de hinojos. Pero él nos alzó y nos informó de que, aunque él era ciertamente rey de Samarcanda, servía al Preste Juan como portero. Nuestro asombro se multiplicó cuando supimos que el chambelán de palacio y el cocinero e incluso el caballerizo eran todos ellos reyes.

»El mismo Preste Juan nos saludó en una elevada terraza desde donde pudimos ver toda la extensión de su reino: de las alturas donde las llamas circundan el Paraíso, hasta los lejanos declives donde persisten las ruinas de Babilonia y de la torre de Babel. El monarca de este imperio fabuloso no se vestía con grandes galas; se ataviaba sólo con la más simple de las sotanas, del color de la tierra cruda. Era el hombre más humilde que hubiera visto yo nunca y declinaba cualquier título que no fuera el de preste, pues era un auténtico servidor de nuestro Señor Jesucristo.

»Los días que permanecí en este reino constituyen otra historia, que preservaré para una nueva noche como esta. Baste decir que fuimos muy honrados y que pasamos largas horas en conversación con el buen y humilde preste. Había en su reino gentes de todas las razas, pero ninguno era pobre. No moraban ladrones ni mentirosos en sus dominios, pues sólo el bien podía encontrar el camino hasta este lugar.

»“Pero yo… yo nunca he sido buena en realidad”, le confesé; y él me sonrió de la forma más dulce posible. Me dijo entonces que no era yo quien había hallado el camino a su reino: los tres monjes de Hólar me habían portado no tanto sobre sus hombros como en su gracia. Y por ello yo no podía permanecer. Después de una hospitalaria estancia para recuperarme del arduo viaje que me había llevado hasta allí, se me pidió humilde pero firmemente que partiera. Un centauro me transportaría a los límites del dominio.

»Los monjes que habían llegado allí conmigo se ofrecieron para acompañarme, pero me opuse con voluntad adamante; eran personas benévolas que no merecían perder las bondades de aquel reino superlativo. Decidí partir yo sola, por la noche, cuando los monjes durmieran, pues eran seres tan excelentes que habrían venido de todos modos. Mientras renqueaba a través del palacio en mi camino hacia las puertas, donde me aguardaba el centauro, el Preste Juan se me apareció para despedirme.

»El buen rey me anunció que por aquel acto libre de egoísmo había empezado a ganarme el retorno a la gracia de Dios. Me instigó a continuar mi peregrinación a Tierra Santa y, una vez allí, a consagrarme a la plegaria y el ayuno. Me acompañó entonces hasta el centauro y me bendijo mientras partía montada en él.

»El centauro galopó a una velocidad tremenda y yo tuve que agarrarme fieramente a su melena y cerrar los ojos contra el viento lancinante. Fui zarandeada durante largo tiempo, hasta que al fin me desmayé. Cuando recuperé el conocimiento, me hallaba tendida en un campo de caña de azúcar, junto al istmo de Tiro. Estaba sucia y mojada, llagas moteaban mi cuerpo, y había perdido la mayor parte de mi pelo, abrasado por vientos arenosos. Los Hospitalarios me encontraron allí y me llevaron a Tiro, donde lograron revivirme.

»Aun antes de que pudiese caminar otra vez comencé mis devociones. Lo que había acontecido en el reino del Preste Juan, me parecía nada más que un sueño. Conté mi historia a los Hospitalarios. Algunos creyeron que yo había hallado en verdad el dominio sagrado del rey-sacerdote, pues muchos habían oído hablar de este santo lugar. Pero otros trataron de convencerme de que el Señor me había enviado un sueño con el que borrar los sufrimientos de mi ardua, larga peregrinación.

»Dejé de preocuparme de si el Preste Juan era real o una ensoñación, aunque para mí era tan verdadero como la carne. El tormento de mi viaje había purgado mi alma de egoísmo. Yo era entonces una anciana con un breve lapso ante mí antes de que el alma dejase mi cuerpo. Me determiné a redimir mi vida por la plegaria, suplicando al Señor que tuviese misericordia por la creación toda, pues todo lo que vive sufre. Y eso es algo que yo había visto del modo más franco.

»Sin un penique en mis vagabundeos, sin la comodidad o la protección de mi rango, yo había aprendido verdadera humildad.

»Cuando nuestro rey Ricardo liberó Acre, me trasladé allí para estar más próxima a Jerusalén, que seguía en manos de los sarracenos. Pasé todos mis días en plegaria, ayunando un día de cada dos y ofreciendo lo que me quedaba de mis achacosas energías para cuidar las heridas de los soldados cristianos. Fue entonces cuando nuestro rey redactó la cédula invitándome a retornar a mi baronía y gobernar en su nombre, afirmando que había sido instigado a ello en un sueño. Humildemente acepté la cédula —uno no rechaza a los reyes— y no pensé en ello más.

»En Septiembre de 1192, cuatro años después del comienzo de mi peregrinaje, el rey Ricardo ganó el derecho de que los romeros entrasen en Tierra Santa y yo fui de inmediato.

»Durante los cinco años siguientes recorrí el país dedicando cada día a orar en los lugares donde nuestro Salvador vivió y rezó. En el Monte Sión, donde la antigua Jerusalén fue destruida por Nabucodonosor en tiempos del profeta Jeremías, recé en una iglesia que posee una cámara detrás del altar donde Cristo lavó los pies de sus discípulos. Fue allí donde oí la voz del Preste Juan decirme: “Retorna a Jerusalén y bebe de la Copa”.

»Yo había ayunado todo aquel día y estaba débil del severo dolor de mis años, de modo que hice tanto caso de la voz como del crujir de mis huesos. Marché al día siguiente hasta el pie de la montaña, hasta la alberca de Siloam, donde Jesús abrió los ojos del ciego. Allí, mientras caía a los sueños después de un largo día de adorar la gracia del Señor, vi una copa de plata flotando en el verdor del aire. Me desperté de golpe, y ya había desaparecido… pero recordé la voz del día previo.

»Al alba me alcanzaron noticias de una terrible batalla en el sur, donde muchos soldados cristianos, heridos y moribundos, habían sido abandonados. Fui allí tan rápido como me lo permitió mi añoso cuerpo y encontré a muchos hombres cristianos esparcidos por los campos que rodean Belén. Ayudé pues a los Hospitalarios, que habían llegado conmigo a aquel lugar, y después de un esforzado día de atender a los caídos yací para descansar.

»Aquella noche, oí la voz de un muchacho decir, “Padre, contempla el fuego y la madera… pero el cordero ¿dónde está?”.

»Por la mañana, un soldado a quien había prestado ayuda me informó de que yacíamos en el lugar donde desmontó Abraham, que había tomado a su hijo Isaac como ofrenda sacrificial y al que ordenó acarrear leña. Supe entonces que mi muerte estaba próxima, pues yo creía que la copa de la que había de beber era la copa de mi vida, y que la disposición de Abraham a sacrificar su hijo por Dios predecía la disposición de Dios a sacrificar Su hijo por el hombre. También yo, como todas esas vidas, era un sacrificio, y me apresuré a retornar a Jerusalén a fin de prepararme para la muerte.

»Unas noches más tarde, me sobrecogieron escalofríos de muerte. Pedí ser transportada al Santo Sepulcro, para morir cerca de donde nuestro Señor fue resucitado. Los Hospitalarios accedieron y fui llevada en una litera al Sepulcro. La hora era tardía y no había nadie allí a excepción de los que habían portado mi litera y un freire de la Orden del Santo Sepulcro, que venía a administrarme los ritos postreros de la extremaunción. El freire está ahora entre vosotros… Gianni Rieti.

»Después del rito oficiado por el canónigo Rieti, me sacudió un espasmo. Un sobrenatural fuego verde brotó del Sepulcro y brilló un resplandor. De esa luz cegadora emergió, sólo para mis ojos, la figura de nuestro Señor Jesús… y me habló con una voz que era la del Preste Juan, y comprendí que los dos eran uno.

»Jesús me dijo, “Hija, has merecido el favor de nuestro Padre al apartarte del mal y abrazar el bien. Ahora es la voluntad del Padre que vuelvas al lugar de donde has venido y vivas en el mundo como yo viví. Retorna a tu dominio y rige a tu gente como verdadera cristiana”.

»“Pero soy vieja”, protesté. “Es hora de morir”.

»“No, criatura. No eres vieja. Tus pecados son viejos. Pero tu gracia es joven y necesita vivir en el mundo. Bebe de mi copa y tendrás la fuerza para retornar a tu gente. Bebe y vive en el mundo como yo viví; bebe y adora a Dios como yo Lo adoré en la tierra. Ve y deshaz los errores de tu carne”.

»Una copa apareció sobre mi cabeza envuelta en un incienso de tal aroma que parecía reunir todas las especias del mundo. Comprendí al instante que se trataba de la misma copa en la que Jesús bebió durante la Última Cena. Tomé en mis manos el cáliz y bebí un licor de frío fuego.

»Inmediatamente me rodeó una nube de incienso celestial… y cuando escampó, yo había sido devuelta a mi juventud y me mostré al canónigo Rieti y al resto de los monjes tal como me veis ahora.

»Los monjes me condujeron sin tardanza ante el Gran Maestre de los Templarios, que vive cerca de allí, en la Torre de Salomón. Se maravilló del milagro y sin duda habría descreído de él, si el freire y los monjes no hubiesen prestado testimonio de lo que habían visto sus propios ojos. Toda aquella noche permanecimos de hinojos, en plegaria y contemplación. Todos los que habían estado allí así como el Gran Maestre oraron conmigo. Y por la mañana fue decidido que debía cumplir la orden de nuestro Padre, el mismo Creador, transmitida por medio de Su hijo Jesús.

»Hallé a un erudito bíblico, David Tibbon, que está aquí entre vosotros, y comencé aquel mismo día a aprender el lenguaje y las costumbres de nuestro Señor Jesucristo, para poder vivir como él en el mundo y adorar a Dios como él lo adoró.

»Recibí dones mundanos del Gran Maestre y de aturdidos cruzados que me habían conocido anciana y me veían joven ahora. Pero los rechacé todos a excepción de las pocas cosas que he traído como regalos para los miembros de mi casa. Incluso el califa local, que gobierna Jerusalén en nombre de su señor, Saladino, me regaló con mi esclavo, el sueco muslim, Falan Askersund. Lo acepté porque de otro modo habría insultado a un infiel que mostraba un destello de fe en nuestro Señor. Al cabo de tres días, empecé mi viaje de retorno con David Tibbon, el canónigo Rieti, mi esclavo y el resto de los monjes y Hospitalarios que habían sido testigos del milagro.

»En Roma, el Santo Padre, al que mi llegada le había sido anunciada en una visión, me bendijo, y ambos nos unimos en una plegaria rezada de hinojos. Por su insistencia y con su propia mano, fue escrito el documento que declara su fe en mi milagro. Sin más demora, seguí mi viaje al día siguiente… pero, a pesar de todas las oraciones y bendiciones del Santo Padre, nuestro barco naufragó en una tormenta. Todos los monjes y Hospitalarios que me acompañaban perecieron y sólo nos libramos el freire Rieti y su enano, Falan Askersund, David Tibbon y yo misma. Salvamos nuestro equipaje del desastre y, después de orar por todos aquellos a los que Dios, en Su Misterio, había llamado, continuamos nuestra andanza.

»Ahora estoy aquí, turbada por todas las muertes que he contemplado, espantada de que la vida viva sólo por lo que muere, y humillada ante el hecho de que, por voluntad de Dios, una vez vivida la totalidad de nuestros destinos hayamos perdido más de lo que nos fue donado».

Guy Lanfranc y Roger Billancourt parten a caballo del castillo de Valaise, bajo la inmensa luna maculada. Carece de nubes el cielo, el aire es plata y ellos galopan inexorables a través de la estrada principal de la villa. Pronto alcanzan el bosque, marchando a un trote rápido sobre la antigua vía romana que asciende a los montes. Las estrellas titilan como metales preciosos en el negro del dosel del bosque.

Amortajado por la oscuridad, Roger piensa, Si los bárbaros andan cerca, esto será un infierno. Dos jinetes solos en la noche tenebrosa del bosque bajo un cielo claro serían blancos ideales para los galeses, que aman la emboscada.

Guy no piensa en nada. Sólo furia colma su pecho y rezuma en su cerebro, dejándolo entumecido tras sus ojos.

La luna avanza lenta entre los rotos del ramaje mientras los caballeros se apresuran por las curvas y meandros de las sendas montesas. Por fin, de la noche ígnea brotan súbitas cintilaciones: los fuegos de los campamentos ante el Castillo Neufmarché.

El mismo castillo está en penumbras, a excepción del anillo de teas en el pináculo de la torre principal, donde el estandarte de Neufmarché ondea a la brisa de la noche sobre los cuerpos de tres atacantes capturados y colgados. El ejército sitiador ha encendido numerosas hogueras en el lado opuesto del castillo, desde donde han excavado secretamente una mina bajo las murallas exterior e interior. Las máquinas de guerra, iluminadas desde abajo por los fuegos, se alzan imponentes contra el cielo nocturno. El plan consiste en distraer a los defensores con estos poderosos artefactos bélicos, que los agresores se han dedicado a construir durante las últimas semanas, mientras los zapadores preparan bajo tierra el verdadero asalto.

Guy y Roger se detienen ante la empalizada de estacas endurecidas al fuego, que ha sido erigida para prevenir salidas y partidas de socorro. La guardia los reconoce y la puerta se abre.

Una vez dentro, cabalgan hacia la mayor de las hogueras, donde la bandera del Grifo tremola izada a un elevado mástil.

Cuando desmontan se ven confrontados por un capitán de vastos hombros, larga crencha y furente rostro de halcón. Su rictus revela la pérdida de varios dientes. «Te ha puesto el bozal tu mamá, ¿eh? Y en el último momento, por lo demás. La madriguera completa, los maderos untados… Habríamos hundido esas murallas al alba».

Guy observa el campo más allá del capitán y ve el equipo de asedio recogido en montones, muchas piezas envueltas ya en lonas y preparadas para el desacantonamiento. «¿Qué es esto?».

«Volvemos a Hereford por la mañana», responde el capitán. «Llegó orden a la caída de la tarde. El Grifo abatido. El Cisne vuela de nuevo».

«¡Falso!», restalla Guy.

«Voto a Dios, ¿lo es? Mi batidor ha visto el Cisne sobre vuestro castillo. La baronesa ha vuelto. El cerco ha sido levantado».

«No le prestéis oídos», gruñe Guy. «El señor del castillo soy yo».

A la sombra de los fuegos, los ojos del capitán brillan malévolamente regocijados. «¿Un señor que no puede hacer ondear su estandarte? No, a fe mía, no. La baronesa ha vuelto. Su mensajero declara que viene como legado del rey. Y nosotros no osaremos desafiar al rey, pues sea como sea habremos de retornar a Hereford. Y allí su voluntad tiene más acero que aquí en la frontera».

«No os pagaremos un solo penique de plata», declara Roger. «Vuestras alforjas partirán bien ligeras como no acabéis con esto».

«Oh, ya se nos ha pagado», replica el capitán disfrutando las ironías de la situación.

«Cuando Branden Neufmarché se enteró del retorno de la baronesa, nos envió plata bastante para recompensar a todos nuestros hombres. La verdad sea dicha, incluso llegó a ofrecernos triplicar la cantidad si volvíamos nuestra fuerza contra el castillo Valaise».

Guy y Roger empuñan sus espadas y miran alrededor temiendo traición.

«Reposad vuestras manos», ríe el capitán. «Tememos el acero del rey más de lo que codiciamos el oro de Neufmarché. Vuestras vidas están a salvo. Aunque acaso no tardéis en preferir que hubiese sido de otro modo. La multa del rey todavía está por pagar y ahora no tenéis a ningún vecino que vaya a hacerlo por vosotros. Me atrevería a decir que, hacia finales del verano, Branden Neufmarché os verá sin tierra. De barón a vagabundo. Como en una canción trovadoresca, ¿no?».

El brazo de Guy se dispara para agarrar al insolente mercenario, pero Roger lo contiene.

No lo suelta hasta que está a caballo. Con tanta dignidad como pueden mostrar todavía, parten ante la implacable, sardónica sonrisa del capitán; pero una vez cruzan la palizada y quedan expuestos a un ataque vengativo por parte de los hombres de Neufmarché, se lanzan a un galope que levanta tras ellos una nube plata de polvo lunar.

Antes de cerrar la puerta del dormitorio que ha ofrendado a su madre, Clare se detiene un último instante para mirar dentro de él. La baronesa yace en el lecho sobre su espalda, su lívido rostro encendido aún en las sombras. La historia que ha contado en el jardín ha tocado a todos con un embeleso que sólo el silencio podía contener. Nadie pudo decir una palabra, cuando hubo terminado. Dejó el jardín entonces como una aparición y, cuando se hubo ido, cada uno —caballeros, sirvientes, niños— permaneció sentado y mudo, contemplando el espacio que la baronesa ocupara. Clare fue la primera en levantarse, para seguir a su madre; después lo hizo Dwn y el resto de las criadas.

Ailena había parecido dormida mientras la desnudaban las sirvientas y le ponían el camisón: sus ojos casi cerrados, flácidos los brazos. Sólo llegó a decir: «Cuidad de que David Tibbon esté cómodo. Clare, hazlo por mí». Entonces se dejó acostar y su respiración se suavizó.

Observándola ahora, Clare ve una niña con el rostro como un pedazo de luna. Su madre se ha convertido en una niña. Y este pensamiento hace que su corazón aletee como un pájaro en la jaula de su pecho.

Cierra la puerta; casi tropieza con las largas zancas del sueco musulmán y necesita ambas manos para no dejar caer su lámpara de aceite. Él yace en el pasillo, con un tarugo por almohada y sólo una fina colcha entre su cuerpo y la dureza de las losas. Se ha quitado el turbante y el oro de su pelo largo se le derrama sobre el pecho. En su regazo descansa el curvo sable, sobre la empuñadura su mano. Al contemplar el cielo de sus ojos, Clare siente estremecerse con sorpresa sus entrañas. Barbotea una disculpa, pero él no dice nada.

Antes, cuando los arcones de su madre fueron llevados al dormitorio, lo descubrió haciendo palanca en la cerradura del cuarto con un fuerte cuchillo para soltar la aldaba. Cuando se lo dijo a su madre, la joven mujer sonrió y dijo, «Ha jurado a Allah que no sería separado de mí hasta haber agotado el vínculo de su esclavitud».

De camino al salón, encuentra la cámara que ha sido preparada para el judío. La puerta está bien abierta y lo ve de pie junto a la ventana, las manos extendidas ante él, la parte superior del cuerpo balanceándose adelante y atrás en plegaria. Clare se aleja quedamente.

Pasada la esquina, vislumbra una sombra precipitándose por una de las puertas. Un momento después, la figura achaparrada del enano con un camisón de niño anadea a su encuentro. «Señora Chalandon», la saluda con una inclinación profunda, «os doy las gracias por este exquisito atavío de dormir. Vuestra criada me dijo que era todo lo que podía encontrar para mi talla. Entiendo que este atuendo vistió a vuestro nieto una vez y, antes de él, a vuestro hermano, el buen barón Guy».

«Vuestras gracias no se merecen, amable señor», responde con embarazoso aturdimiento, molesta de que su criada haya dado una prenda útil a tan repulsiva criatura.

«Perdonad… puede que no conozcáis mi nombre. Soy Ummu». Se inclina de nuevo, hace un chasquido con la lengua y su mono sale cabriolando al salón, imitando su reverencia. «Y este es Ta-Toh. Consideradnos vuestros humildes servidores».

Clare sonríe incómoda. «¿Son las habitaciones de vuestro gusto?».

«No podrían ser mejores, graciosa dama», repone Ummu y se acerca aún más al amarillo resplandor de la lámpara de aceite. «Mi señor el canónigo estará muy complacido de reposar aquí su cabeza después de tantos meses con la tierra desnuda por almohada. En este momento está hablando con el pater en la capilla; de no ser así, él mismo os habría bendecido cálidamente. La baronesa, confío, estará durmiendo…».

«Sí». La voz de Clare carraspea y debe aclarar su garganta de la ansiedad que la posee para hablar de forma audible. «Le he devuelto el dormitorio que era suyo cuando vivía aquí».

«Su relato en el jardín fue hechizante, ¿no lo creéis?». Los grandes ojos del enano resplandecen en la aceitosa luz. «Sabéis, yo estaba con el canónigo en el Sepulcro cuando apareció el Grial. Descendió de una nube luminosa, tal como dijo la baronesa. Pero ella se mostró demasiado modesta al no hablar de los ángeles, cuyos enjambres revoloteaban en torno suyo como chispas de sol, trazando en el aire signos hebreos… los nombres de Dios».

Clare retrocede apartándose del pequeño hombre de rostro oscuro cuyos grandes ojos arden, abrasadores y vigilantes. Le falla la voz, y hace un gesto de buenas noches. Con un grito agudo, el mono le trepa por la pierna hasta el brazo extendido, su visaje primordial chillando con demoniaco gozo.

Un alarido brota de las entrañas de Clare; se vuelve de forma tan repentina que se da de bruces contra la pared y derrama aceite. La llama chisporrotea y la oscuridad se estrecha alrededor.

«¡Ta-Toh!», grita el enano furioso, y tratando de devolver la confianza a Clare, «creyó que vuestra mano extendida era una señal».

El mono vuela de nuevo al suelo y Clare se retira en los brazos de sus alarmadas sirvientas, que han acudido a sus gritos corriendo. Falan aparece también, la cimitarra desnuda en la mano. Pero se aparta para dejar pasar a las criadas, que forman un corrillo alrededor de su señora mientras la sostienen.

Alza el enano los hombros y mima al nervioso mono. El rostro severo de Falan se distiende, su sonrisa cintila, y envaina la cimitarra.

El cuerpo arañil de maese Pornic se levanta del lugar ante el altar donde ha estado orando de rodillas con el canónigo Rieti. Gianni Rieti se persigna y se levanta también. La capilla está sólo iluminada por unos pocos cirios y la luz de la luna en el rosetón, y los clérigos son poco más que sombras el uno para el otro.

«Le hablaré a la baronesa para que os mantenga como párroco», dice Gianni con generosidad. Habiendo conocido demasiados eclesiásticos mundanos, está hondamente impresionado por la simplicidad y la fe del anciano sacerdote. Este hombre pequeño con su basta sotana parece más un labriego que un cura y a Gianni le recuerda los gentiles frailes que lo criaron. «Vos estáis mejor dotado para atender este rebaño que yo, un extranjero».

«Mi lugar está en la abadía. Iré allí». Maese Pornic mira resignado de abajo arriba al hombre que le gana en altura. «¿Ha cambiado ella la misa?».

«El judío lee del Pentateuco, en hebreo. Él lo llama la Ley. La Ley que Jesús conoció».

«¿Y el pan y vino?».

«Sí, los mantiene. Yo bendigo el pan y el vino, y luego los compartimos».

«¿Incluso el judío?».

«No, el judío no. Él declara su fe en Dios, pero afirma que el Mesías no ha llegado».

Cuando ve retraerse al viejo sacerdote, Gianni se apresura a añadir: «No debéis pensar que haya nada sacrílego en la ceremonia. Celebramos como Jesús mismo lo hizo».

«Pero nuestro Señor y Salvador transmitió la autoridad a Pedro, que fundó la Iglesia», protesta el abad. «Como cristianos estamos unidos a Dios por la Iglesia y por nuestro culto en la Iglesia. Esta mujer transgrede las enseñanzas de los apóstoles».

«Jesús mismo le ha hablado, padre. Ha bebido del Grial, tal como Jesús y sus discípulos lo hicieron».

«Sólo vuestro testimonio me da la fuerza para creer en la historia de esta joven», dice maese Pornic lasamente, descendiendo del altar y sentándose en el primer banco. Indica al canónigo que se siente a su lado. «¿Visteis aparecer el Grial en el Sepulcro, hijo mío?».

«Sí, padre, lo vi», responde Gianni y se sienta lo bastante cerca como para ver el rostro del santo varón en la blanda tenebrosidad que los envuelve. «Os confesaré que no era digno de ser testigo de un milagro semejante. Soy un hombre mundano».

«Sois un sacerdote».

«Fueron mis deseos los que me arrastraron al sacerdocio, padre… para escapar de la ira de hombres que me despreciaban».

«¿Fuisteis forzado al sacerdocio?».

«Por mi lujuria, padre. He sido siempre lascivo, desde la pubertad. Y las mujeres…».

Gianni sacude triste la cabeza. «Las mujeres se han visto siempre atraídas hacia mí. Nunca pude resistirme a ellas. En mi Turín natal, los hombres de esas mujeres querían castrarme. Los frailes son los únicos padres que he conocido. Cuando los problemas amenazaron mi vida, retorné a ellos. Ellos organizaron mi ordenación, pero esto no apagó mi lujuria».

Maese Pornic abate el rostro ante esta pecadora admisión, de modo que sólo el halo argénteo de su tonsura sea visible en la oscuridad. En un susurro, pregunta, «¿Profanasteis vuestros votos?».

«Sí, padre… muchas veces. Mi penitencia fue ir a Tierra Santa para luchar por la reconquista del Sepulcro. Sin embargo, aun allí seguí los impulsos de mi lujuria en lugar de la Cruz. Había muchas mujeres bellas en los palazzi del Reino Latino, y me deseaban… así como yo a ellas. Fui mucho más discreto de lo que lo fuera en Turín, pero Dios vio cada una de mis amorosas devociones. Me uní a doncellas y princesas, jóvenes novias y mujeres que eran viudas más de una vez. Y todo ello con tan fría compostura espiritual que se hubiera dicho que Dios me había puesto en el mundo sin cosa mejor que hacer».

Maese Pornic alza el rostro con los ojos chispeantes de un animal espantado. «¡Es una bendición para vos! Dios os ha dado una lascivia tan viva para que sea vuestra Cruz. ¡Vuestra lujuria debe crucificaros! En tormento debéis pender de los clavos de vuestro deseo. Habéis de sufrir los dolores y convulsiones de vuestra pasión animal, noche y día, sin tocar carne de mujer, ni en acto ni en pensamiento, ni poner las manos sobre vos mismo. Debéis colgar en los rabiosos ardores del deseo hasta enloquecer. ¡Esa locura es Satán en vos! Cuando enfrentéis al Maligno, os torturará. Pero si perseveráis, si aceptáis vuestra angustia de lascivia como una adoración a Dios, la locura acabará por pasar… y en su lugar poseeréis una corona de irradiante esplendor, aquí…».

Y aprieta la mano cóncava contra su pecho. «Luz que fluye, vuelta tras vuelta, una luz fluyente de infinita gracia y belleza».

Gianni Rieti contempla intensamente en la oscuridad la sabia faz que ha vertido su calma sobre él y que lo contempla a su vez, más intensa aun, como un astuto demonio. «No pensé que semejantes cosas fueran posibles», admite. «Pero entonces fui llamado al Sepulcro, tarde una noche, para administrar el viático. Con franqueza, me tocó a mí porque aconteció que llegué tarde a la capilla de una cita nocturna y no había nadie más despierto. Descendí al Sepulcro con la Eucaristía y encontré allí una mujer vieja y debilitada, casi muerta, yaciendo sobre una litera en la cripta. Estaba rodeada de Hospitalarios y Templarios, que habían realizado ya los últimos ritos sin el beneficio de la unción o la Eucaristía. Yo sabía que para estar allí, en la misma cripta, debía de ser algún personaje importante, pero no sabía quién era. Cuando le di el viático, apenas pudo tragarlo y casi se ahogó. De hecho, su respiración cesó y yo pensé que su alma había partido. Pero entonces despertó estremeciéndose y gritó. En ese instante, la cripta pareció sumirse en llamas y una poderosa trompeta tronó. Mis ojos quedaron cegados, mis oídos ensordecieron. Cuando pude volver a ver otra vez, la anciana estaba de pie y había sobre ella una nube en descenso. Caímos de hinojos, todos nosotros clamando como un solo ser. La anciana recibió el Grial y bebió de él, tal como nos contó esta noche, bebió de él… y fue transformada».

«¿Visteis vos a nuestro Salvador?».

«No. Vi sólo el Grial y lenguas de fuego danzando en el aire ante ella. Después cesó. El Grial se había ido. Las llamas y la nube luminosa habían desaparecido. Y ella era joven. Lloré. Todos lloramos. Yo no era digno de contemplar semejante milagro, de sentir el calor de la Presencia, de oler la fragancia del cielo. No, yo no era digno. ¿Por qué me escogió el Señor?».

Maese Pornic observa atentamente al joven canónigo y, aun en las sombras, ve la sinceridad en su rostro. Con una expresión de profunda tristeza, posa una mano estrecha en la mejilla de Gianni, y su toque es esplendoroso.

Gianni se atiesa mientras la mano cae. «He cambiado, padre. El milagro me ha cambiado. Me posee la lujuria de siempre. Horror de horrores… he llegado incluso a desear a la baronesa. Pero he encerrado en el corazón mis deseos. No volveré a pecar. He aprendido a temer al Señor».

«El temor del Señor es el comienzo de la sabiduría», cita el viejo cura de los Evangelios.

«Padre, sois en verdad un hombre santo. ¿Habéis visto un milagro alguna vez?».

En la tenue luz, los huesudos rasgos del rostro de maese Pornic parecen resplandecer. «Sí, he visto muchos milagros», dice, lentamente. «Y, si lo deseáis, os mostraré uno, el más grande de todos. Venid conmigo a la cima del monte y permaneced allí conmigo bajo la cúpula de las estrellas. Y pronto entonces, si podéis soportar la oscuridad el tiempo necesario, veréis elevarse el sol».

Dwn observa a la dormida baronesa. La anciana está demasiado excitada para dormir en la yacija que le ha sido preparada a los pies del gran lecho. Durante horas ha estado sentada en el borde del amplio colchón de plumas, contemplando a la joven mujer, su respiración, sus ojos salvajemente inquietos bajo los párpados cerrados. «Sierva de los Pájaros», murmura. «Has vuelto. Dios te ha enviado de vuelta a nosotros, Sierva de los Pájaros».

Cuando la presencia del milagro se le hace imposible de soportar, Dwn se levanta del lecho, camina hasta la puerta y la abre. Falan Askersund yace en el umbral, sus ojos vigilantes cintilando en la oscuridad. Dwn pasa a su lado, y él no se inmuta.

Encuentra por el corredor el camino hasta unas escaleras que conoce bien, que aun ciega conocería. No hay nadie en el gran salón ni en ninguna de las cámaras menores por las que pasa mientras se dirige a las puertas principales del palais. Las abre silenciosamente, e inmensas estrellas azules y una luna hinchada la contemplan desde las alturas vagar por las losas pulidas del recinto interior.

Aunque no la reconoce, el guardián interior de las puertas la deja pasar: viste ella un brial de seda y, a todas luces, proviene del palais. La plaza está casi vacía. Un perro solitario surge de una calleja entre los talleres. Los centinelas en los parapetos no le prestan atención. En el portal exterior, el guarda, viejo bastante para saber quién es la mujer, le pregunta dónde va.

Dwn alza la mano, nudosa como raíces gruesas, y el hombre abre las puertas. El largo paseo a través de los campos de ejercicio, la puerta de la barbacana y la senda del vasto jardín es hermoso bajo el baño del resplandor lunar. En el puente de peaje, alza de nuevo sus manos sarmentosas y el centinela la deja pasar sin una palabra.

La aldea está dormida. Los gatos corretean entre las casas achaparradas cazando ratas.

Nadie ve a la anciana en su túnica de seda caminar por la calle mugrienta. Sobre el bosquecillo de alisos y olmos viejos al final de la villa revolotean los murciélagos, manchas imprecisas trazando círculos contra el pálido lunor.

Por fin, Dwn llega al estercolero y se detiene un largo rato ante él, mirando tiernamente su masa voluptuosa. Las pequeñas ventanas redondas son ojos negros. La torcida puerta de madera blanqueada se abre con un gemido, y ella entra en la acre oscuridad. Entre los contornos familiares halla el camino hasta el pequeño lar y se arrodilla allí. Extiende en las sombras la mano y apuña el crucifijo de palos atados. Posando la cruz en el hogar, arranca una chispa a la yesca que lleva.

Los ojos de Dwn parpadean cuando el crucifijo cautiva el fuego y todas las formas tortuosas de su choza saltan a sus ojos. En el súbito fulgor, ve ella de nuevo la inconmensurable ancianidad de sus manos retortijadas y la delicada filigrana de la ropa en sus muñecas. Luego el resplandor empieza a desmayar, mientras la cruz se deshace en cenizas. La terrible incongruencia de los dedos deformados y la blanca seda la sobrecoge, y casi ha perdido la oportunidad de lanzar su plegaria con la luz de la llama. Mientras el resplandor desmaya entre las paredes de estiércol y paja, ruega ella ferviente que la luz de lo más sagrado que posee pueda portar su mensaje a Dios,

«Gracias, Señor. Gracias por devolvérmela… la Sierva de los Pájaros».