En el mismo lugar. Dos semanas después. Tarde clara de sol. Tío Marko, silbando entre dientes mezcla el polvo y la cola en un bote de pintura, probándolo después en una tabla. Entra del huerto la Abuela con una fuente de legumbres verdes.
La ABUELA y Tío MARKO
Tío Marko.
¿Ya empezó la cosecha?
Abuela.
Los primeros guisantes de la temporada, menudos y tiernos como gotas de miel. Es una gloria verlos trepar enroscándose a las varas y estirando el zarcillo para buscar el sol. El sol… También yo treparía si pudiera alcanzarlo. (Se sienta a desgranar. Tío Marko llena su pipa despaciosamente). Pensar que hay países que tienen sol todo el año y todavía se quejan.
Tío Marko.
Tampoco la niebla está mal. Es más tranquila.
Abuela.
Tranquilidad, tranquilidad… ¿Quieres más todavía? Sentado naciste y sentado has de morir. ¡Si yo tuviera tus años, cualquiera iba a quitarme este día de sol, con el bosque estallando resina, con los árboles temblando de pájaros, y con todos esos caminos adornados de novios! Pero tú, siempre en el séptimo.
Tío Marko.
¿En qué séptimo?
Abuela.
¡En «el séptimo descanso»!
Tío Marko.
No soy hombre de fiesta. Así me criaron y ya es tarde para volverse atrás. Si uno pudiera vivir dos veces…
Abuela.
Volverías a hacer lo mismo. Siete vidas tiene un gato y nunca pasa de cazar ratones.
Tío Marko.
¡Y dale! No me busque la lengua, no me busque la lengua…
Abuela.
Por mí ya la puedes colgar de un clavo. ¡Para lo que te sirve! (Pausa. Ella desgrana, él contempla un barquito de madera blanca, sin terminar). ¿Vas a pintar?
Tío Marko.
No: este lo empezó el señor Jordán y quiere terminarlo él mismo antes de despedirse.
Abuela.
No hables de despedidas. Ya llegará la hora sin que la llames. ¿Cuándo sale el barco?
Tío Marko.
Anochecido.
Abuela.
¿Tan pronto? ¡Y con lo cortas que son aquí las tardes! ¡Por qué tendría que llegar hoy ese dichoso barco!
Tío Marko.
Para hoy estaba anunciado.
Abuela.
Podía haberse perdido. O pasar de largo.
Tío Marko.
Le ha tomado cariño a su huésped. ¿Eh?
Abuela.
¿Y quién no? Todos en el pueblo son amigos suyos; para todos tiene buena palabra. Y cuando se sienta en el pretil a hablar con los viejos, parece uno de los nuestros.
Tío Marko.
Como querer, sabe hacerse querer. Y mal dispuesto no es: en dos semanas ha aprendido a tirar las redes como el mejor.
Abuela.
Y luego, siempre de humor; y tan llano con todos. ¡Con el mundo que ha visto y las cosas que sabe!
Tío Marko.
¡Alto ahí! Por ese lado ya no vamos bien. Como cabal y amigo, lo que se pida. Pero saber, lo que se dice saber de verdad, no sabe nada de nada.
Abuela.
¿Vas a darle lecciones tú?
Tío Marko.
No sería la primera vez. Esta mañana, sin ir más lejos, cuando vio brotar las amapolas en el musgo del techo, me preguntó muy serio quién se dedicaba a sembrar flores en los tejados. ¿Pero quién va a ser, señor? ¡El viento!
Abuela.
¡Valiente cosa! Como si él no tuviera nada más importante que guardar en la cabeza.
Tío Marko.
Sí, sí, mucho de escuelas y de libros. Pero la verdad es que ni sabe distinguir un fresno de un abedul, ni si va a haber tormenta, por el vuelo de las gaviotas, ni cuánto falta para la noche, por la inclinación de la hierba. Para averiguar la hora tiene que echar mano al reloj. ¡Y eso es saber! El que lo sabe es el reloj.
Abuela.
Esas son cosas de acá. Cada uno sabe las de su tierra.
Tío Marko.
Sí. ¡Pues déjelo de noche en el bosque y a ver si es capaz de guiarse por las estrellas! ¿O es que tampoco hay estrellas en su tierra?
Abuela.
A lo mejor son otras…
Tío Marko.
(Sorprendido). ¿Otras? ¿Pero es que hay otras…?
Abuela.
Digo yo…
Tío Marko.
(Se tranquiliza). ¡Ah! Eso bueno. Podrá haber otras plantas y otras maneras de hablar, que eso es cosa de aquí abajo; pero las estrellas no hay quien las mueva. El que clavó ahí la Polar, sabía lo que necesitaban los pescadores. (Llega Estela, fresca de campo. Trae al brazo un cestillo cubierto de hojas).
ABUELA, MARKO y ESTELA
Estela.
Qué fuerza trae el sol después de tanto tiempo. Aturde como si bajara dando trallazos por el pinar.
Abuela.
¿Sola…?
Estela.
Ricardo viene en seguida. Tenía que bajar al puerto.
Abuela.
¿Qué traes ahí?
Estela.
Arándanos. Está lleno el brezal, pero hay que buscarlos de rodillas. Saben agazaparse entre la hoja como las fresas asustadas.
Abuela.
¿Le gustaron a Ricardo?
Estela.
¿Y cuándo has visto algo que no le guste aquí? Si hasta al aire quisiera darle las gracias por la resina y la sal. Es como un ciego que empieza a descubrir el mundo. La primera vez que vio un arcoiris de noche creía que era un milagro. Y ahora, comiendo los arándanos, se reía con toda la cara morada chorreando el jugo, como los chicos. (Deja el cestillo. Se vuelve a Tío Marko). Baje al puerto con él; puede necesitarle.
Tío Marko.
Voy… (Desde la puerta). Una pregunta, Estela. ¿Sabía el señor Jordán lo que son arándanos?
Estela.
No. ¿Por qué?
Tío Marko.
(Mirando satisfecho a la abuela). Nada. Curiosidad. (Sale).
ESTELA y ABUELA
Abuela.
¿A qué bajó tan pronto?
Estela.
A arreglar el pasaje y a decirle adiós a los amigos. Ya empieza la despedida.
Abuela.
¡La despedida! Maldito quien inventó esa palabra. La gente debía llegar siempre. No debía irse nunca.
Estela.
Tenía que ser así. Ya lo sabías desde el primer día.
Abuela.
También sabe una desde el primer día que tiene que morirse, y eso no es un consuelo cuando llega la hora.
Estela.
Ya te acostumbrarás otra vez. Dos semanas no es tiempo para cambiar una vida.
Abuela.
Por lo que trae dentro se mide el tiempo; y estas dos semanas estuvieron tan llenas. ¿Qué quieres ahora? ¿Que le vea marchar sin más que levantar el pañuelo y buen viaje, como si tal cosa?
Estela.
Lo que te pido es que, si sientes algo más, aprendas a callar. Los hombres vienen y van; las mujeres quedamos. Es nuestro destino.
Abuela.
Vas a decirme que tú estás muy contenta, ¿no?
Estela.
Siempre dejan tristeza los barcos que se van.
Abuela.
Centenares he visto pasar y nunca he sentido lo que hoy. La culpa la tiene una. No se debía tomar cariño más que a los árboles: esos no se mueven de ahí… y siempre puedes estar segura de marcharte antes que ellos.
Estela.
(Nerviosa). ¡Basta, abuela! La vida de Ricardo está allá; la nuestra aquí. Es lo mejor para todos.
Abuela.
Yo no digo que se quede. Ya sé que lo que no puede ser no puede ser. Pero de eso a no sentirlo… Cuando él llegó fue como si le salieran ventanas a la casa por todas partes. Tú misma empezabas a verlo todo con otros ojos. Y ahora… (Se le acerca mirándola de frente). De mujer a mujer, Estela. Si estuviera en tu mano detener ese barco…
Estela.
(Firme). No la levantaría. Ricardo debe marcharse; eso es lo único que sé. Ojalá hubiera seguido viaje aquella misma noche.
Abuela.
¿Tienes algo contra él?
Estela.
Lo tengo contra mí, que es peor. ¿No lo estás viendo? Antes, por lo menos, sabía lo que quería; y sabía que mañana iba a querer lo mismo que hoy. Ahora en cambio ya no puedo pensar tranquila en nada ni tener el pulso quieto, como cuando alguien te está mirando lo que haces por detrás de los hombros. ¡No quiero seguir así! Necesito volver a estar en paz conmigo misma. Un remo clavado en la puerta, y sentarse a esperar. Eso es todo.
Abuela.
Figuraciones. Te estás echando culpas por cosas que solo pasan por tu cabeza.
Estela.
No soy yo sola la que lo siente así. Cuando estamos juntos hay una falsa alegría, pero tampoco él tiene sosiego, como si algo le remordiera por dentro.
Abuela.
No irás a pensar que está ocultando alguna mala intención. Ricardo es un hombre cabal; un verdadero amigo para ti.
Estela.
No, abuela; los amigos verdaderos se hablan tranquilos, mirándose a la cara. Nosotros, no. Siempre hay algo oscuro entre los dos.
Abuela.
Nunca me lo habías dicho.
Estela.
Hoy mismo cuando nos reíamos buscando arándanos en el matorral, nos tropezamos las manos sin querer, y de repente los dos quedamos callados, sin mirarnos… Fue como una pedrada en un árbol de pájaros. Yo si sé por qué no me atrevía a levantar los ojos. ¿Pero él…?, ¿por qué se callaba él?
Abuela.
Siendo así, quizá tengas razón tú. Lo que no puede seguir, más vale terminarlo a tiempo.
Estela.
Gracias. Es lo que esperaba oír de ti. (Respira aliviada. Pausa). ¿La ropa está preparada?
Abuela.
Arriba. Planchada con agua de salvia para que lleve olor de aquí.
Estela.
¿Cerraste el equipaje?
Abuela.
Eso no es cuenta mía. Para abrir equipajes, todo lo que quieras. Para cerrarlos, ya estoy muy vieja.
Estela.
(Dirigiéndose a la escalera). Siempre fuiste la más joven de la casa; y la más fuerte. No se te vaya a olvidar a última hora. (Sube).
Abuela.
Pierde cuidado, que si algo tengo, nadie lo va a notar. (Queda sola. Rezonga mientras recoge el cestillo y los guisantes). Y claro que lo tengo. Pues bueno sería que no lo tuviera. ¿Pero no hay más remedio que despedirse? Pues «feliz viaje, amigo… y siga todo derecho, a ver si es verdad que el mundo es redondo». Después un nudo a la garganta, y vuelta a empezar, por los días de los días, ¡amén! (Llega Ricardo. Detrás Tío Marko).
ABUELA, RICARDO, MARKO
Ricardo.
Salud, abuela. ¿Estaba hablando sola?
Abuela.
Hay que ir acostumbrándose otra vez. No todos tienen tanta paciencia como usted.
Ricardo.
No es paciencia. Me encanta oírla; de verdad.
Abuela.
Por lo menos lo disimula bastante bien. Y en último caso, ¿qué trabajo cuesta? Si yo no le pido a nadie que me conteste. Ni que me escuche siquiera. Con que me miren y muevan la cabeza de vez en cuando ya estoy contenta. ¿Es mucho pedir?
Ricardo.
Le tiene usted un verdadero miedo al silencio.
Abuela.
Esa es la palabra: miedo. Y con razón. ¿Cuándo se calla el mar? Cuando va a haber tormenta. ¿Cuándo se calla el bosque? Cuando pasan los hombres con escopetas. Siempre que hay un gran silencio, es que está el peligro en el aire. (Evocadora, íntima). Me acuerdo una vez, siendo muy niña. Éramos nueve hermanos, ocho varones grandes y yo. Una noche no sé lo que había pasado en casa; a mi madre se le caían las lágrimas; mi padre apretaba los puños contra el mantel, y los ocho hermanos hombres estaban pálidos, con los ojos clavados en el plato. Nadie se atrevía a moverse ni a respirar siquiera. Había un silencio tan frío que se metía en la sangre. Solo se oía una gota de agua que escurría del cántaro. ¡Glúglú… glúglú… glúglú…! Gracias a ella no me eché a llorar. Y mire lo que son las cosas; después de sesenta años, de aquello tan terrible que ocurrió en mi casa ya no me acuerdo. Pero lo que no podré olvidar nunca, para darle las gracias, es aquel glúglú de agua, que era el único que se atrevía a hablar para que yo no tuviera miedo. (Ricardo le aprieta cariñosamente los hombros. Pausa).
Ricardo.
¡Abuela!
Tío Marko.
Buena gota de agua… Un chaparrón diario es lo que usted necesita.
Abuela.
(En brusca transición). Qué raro que no pegaras tu el coletazo. Siempre lo dije, eh: ya de pequeño eras medio bruto, ¡y hay que ver lo que has crecido! (Ricardo contempla su barquito, alisándolo con la escofina). ¿Va a trabajar ahora?
Ricardo.
Me hubiera gustado dejarlo terminado; pero ya no hay tiempo.
Abuela.
Con qué ganas ha tomado el trabajo. Como si no lo hubiera hecho nunca.
Ricardo.
Quizá sea eso.
Tío Marko.
¿De qué se ocupaba allá en su tierra?
Ricardo.
Jugaba a la Bolsa.
Tío Marko.
Ajá. (Pequeña pausa). ¿Y después de jugar en qué trabajaba?
Ricardo.
La Bolsa no es un juego. Es un mercado.
Tío Marko.
¿Un mercado?
Ricardo.
Pero no como los de acá. Ustedes compran y venden las cosas. Nosotros, los nombres de las cosas.
Tío Marko.
No lo entiendo. ¿Cómo se puede comprar y vender trigo, sin trigo?
Ricardo.
Muy sencillo. Por ejemplo… (Toma cuatro vasos de la alacena y va disponiéndolos en fila sobre la mesa). Usted acaba de sembrar un trigo que no recogerá hasta la cosecha del año que viene. Pero como hasta entonces necesita ir viviendo, yo le abro un crédito de cien coronas a cuenta de ese trigo. (Pone el primer vaso). Aquí está la carta de crédito. ¿Entendido?
Tío Marko.
(Convencido). Ahora sí. Hace dos años pasó por aquí otro señor que hacía lo mismo; pero aquel lo hacía con un sombrero de copa y salían palomas. Lo que me gustaría es que nos explicara usted la trampa.
Ricardo.
Aquí no hay trampa, tío Marko. Es decir… no sé…
Abuela.
(Recogiendo los vasos). ¿Y esto es la Bolsa? Señor, señor, lo que inventa la gente cuando no tiene nada que hacer.
Ricardo.
Parece que no lo han tomado muy en serio.
Abuela.
La falta de costumbre. Yo no sé cómo serán las cosas allá por el sur. Pero aquí, el poco trigo que hay, siempre es de verdad. Y el hambre también. (Se oye la voz de Estela, que grita bajando la escalera).
Estela.
¡Abuela…! ¡Abuela…! ¿No oyen?
Abuela.
¿Qué? (Prestan atención. Estela abre la puerta. Se oye una campana aguda, insistente, tocando a rebato).
Estela.
Es la campana del faro. ¡Alguien está en peligro!
Abuela.
¿En el mar? Imposible. Las barcas no salen hasta mañana.
Estela.
Puede ser una avalancha. O un incendio. Corra a ver, tío Marko.
Abuela.
¿Este? Pues si que nos íbamos a enterar de nada.
Ricardo.
Yo iré.
Abuela.
Usted atienda a lo suyo, que ya va a caer el sol. ¡Vamos! (Sale rápida con tío Marko. Estela escucha desde la puerta).
ESTELA y RICARDO
Ricardo.
Déjeme ir con ellos. Puedo hacer falta.
Estela.
(Le detiene con el gesto. Imponiéndole silencio). Ya se oye más espaciada… Ya se va perdiendo… Si era un aviso de peligro, pasó. Si fue una desgracia, no tiene remedio. (Cierra la puerta). Era un día demasiado hermoso para terminar bien.
Ricardo.
Desde que estoy aquí no había visto otro más feliz. Parecía una fiesta, con todo el puerto blanco de velas y las redes brillantes de sal. Nunca vi a la gente más alegre.
Estela.
Es el primer día de sol y están aparejando para salir. El vuelo de los petreles anuncia que ya suben los peces de los mares calientes. Mañana todas las barcas saldrán lejos. (Baja la voz). Todas, menos una. (Empieza a caer el sol).
Ricardo.
¿Qué puede haber ocurrido para que suene esa campana?
Estela.
¡La hemos oído tantas veces! La vida aquí es un peligro de todos los días.
Ricardo.
No quisiera marchar sin saber qué fue.
Estela.
¿Tanto le interesa? Hace dos semanas esos hombres no eran nada para usted.
Ricardo.
Porque entonces no los conocía. El que me lo dijo lo sabía bien: «Para sufrir con el dolor ajeno, lo primero que hace falta es imaginación». Un día sabemos que va a morir un pescador en una aldea del Norte, y nos encogemos de hombros. Otro, leemos que en un frente de guerra han caído treinta mil hombres, y seguimos tomando el café tranquilamente, porque aquellas treinta mil vidas no son para nosotros, más que una cifra. Y no es que tengamos duro el corazón, no. Es la imaginación la que tenemos muerta.
Estela.
¿No sabía eso antes?
Ricardo.
No. He necesitado llegar hasta aquí para aprender esta lección tan simple: que en la vida de un hombre está la vida de todos los hombres.
Estela.
(Le mira con gratitud). Me gusta oírle hablar así. ¿Sabe lo que me parece a veces? Que usted ha nacido aquí, entre nosotros; que luego ha vivido lejos muchos años con la memoria perdida. Y que ahora está empezando otra vez a reconocer a los suyos.
Ricardo.
Ojalá fuera así. Poder sentir esta tierra como propia y vivir siempre en ella.
Estela.
No se deje engañar por la impresión de unos días. Usted ha vivido feliz dos semanas de vacaciones, cuando ya braman los ciervos en el alisal y las noches son blancas. Pero no sabe lo que es un invierno de ocho meses con el hielo pegado a los cristales, y esas noches interminables, de dieciocho horas, desde la primera nieve hasta el canto del cuclillo.
Ricardo.
¿Por qué no habría de soportar yo lo que puede soportar una mujer?
Estela.
Yo, es distinto. Me acostumbré desde niña, y tengo una fe que me ayuda.
Ricardo.
¿Cuáles son las cosas en que usted cree? Me gustaría poder creer en las mismas.
Estela.
En realidad son muy pocas; pero esas pocas las siento muy hondo. Creo que la vida, aunque a veces amargue, es un deber. Creo que en la tierra y en el mar está todo lo que necesitamos. Y creo que Dios es bueno. Con eso me basta.
Ricardo.
Estela… (Le aprieta la mano sobre la mesa. Ha caído la tarde).
Estela.
Es la hora de encender la lámpara… Como el día que usted llegó.
Ricado.
¿Me permite que hoy la encienda yo?
Estela.
Gracias. (Ricardo enciende. Se oye la sirena del barco llamando. Ella se estremece, pero se domina). La sirena del barco. Creí que era más temprano.
Ricardo.
Es el primer toque. Todavía hay tiempo.
Estela.
¿Tiempo de qué? (Angustiada). Váyase ya, Ricardo. Yo no sé despedirme. ¿Qué se puede decir cuando están contados los minutos?
Ricardo.
No es usted la que tiene que hablar, Estela. El que tiene que hablar ahora soy yo. (Se acerca). Vine desde lejos para decirle una cosa; solo una… y cada vez que iba a decirla, un nudo de miedo y de vergüenza me apretaba la garganta.
Estela.
Si ha de ser triste, no la diga. Es mejor despedirse así, como amigos leales.
Ricardo.
No puedo callar más. Necesito decirlo y que usted me oiga. Por mucho que nos duela a los dos, tiene que oírme.
Estela.
(Con miedo instintivo). Hable.
Ricardo.
Se trata de la muerte de Péter. (Estela desvía los ojos). Usted me lo dijo el primer día; aquella muerte no la quiso Dios. Pues bien, tenía razón, Estela. Fue un hombre el que lo hizo. ¡Y ese hombre esta aquí!
Estela.
(Reacciona angustiada). ¿Cómo lo ha descubierto? ¡Yo no he acusado a nadie! ¡No puedo acusarlo! ¡Y si lo hiciera otro, yo diría cien veces que es mentira! Aunque haya destrozado mi vida tiene que ser así… ¡Porque mi hermana y su hijo están entre los dos!
Ricardo.
¿Pero de quién esta hablando?
Estela.
¡De Cristián!
Ricardo.
¿Sospecha de él?
Estela.
Ojalá no fuera más que una sospecha. ¡Pero no! Yo reconocí desde esa ventana su zamarra de cuero. Yo misma borré a la madrugada la huella de sus botas. Me he mordido las manos callando, noche a noche, mientras el alma se me rompía a gritos. ¿Y ahora quiere usted deshacer mi obra? Por ese niño, Ricardo, ¡cállese!
Ricardo.
¡Ahora menos que nunca! Sabiendo lo que piensa, sería yo el último de los cobardes si me callara un momento más. (La toma de las manos). ¡Estela…!
Frida.
¡Estela…! ¡Estela…!
Estela.
(Sobrecogida). ¡Es Frida! Silencio… por favor… (Entra Frida. Trae un manto sobre los hombros y un farol que deja al paso. Se echa sollozando en brazos de la hermana).
ESTELA, RICARDO, FRIDA
Frida.
¡Estela!
Estela.
¿Ha ocurrido algo en tu casa?
Frida.
¿No oíste la campana del faro? Cristián había salido a probar el timón nuevo; al doblar el cantil, una racha lo arrastró y un golpe de mar le abrió el pecho contra la escollera como un zarpazo rabioso.
Estela.
¿Grave?
Frida.
Eso he preguntado a todos. Pero nadie me contesta y todos bajan los ojos… ¡Yo sé lo que quiere decir cuando los hombres se callan así alrededor de la sangre!
Estela.
¿Y él… él…?
Frida.
Él solo pronuncia un nombre: el tuyo. No puedes dejarle morir así. Cristián te está llamando. ¡Con nadie quiere hablar más que contigo! (Se deja caer en un asiento abrumada).
Estela.
¿Conmigo…? (A Ricardo). ¿Quiere dejarnos solas un momento?
Ricardo.
Perdón… (Sube).
Estela.
(Espera a que haya salido). ¿Te das cuenta de lo que significa eso, Frida? Si Cristián se siente morir y me llama, solo puede ser para decirme una cosa. (Inclinada sobre su hombro, con la voz ahogada). ¿Es?
Frida.
(Vacila. Por fin afirma sin mirar). ¡Es!
Estela.
¿Te lo ha confesado a ti?
Frida.
No necesitaba decírmelo. La tarde que salí de aquí maldiciéndote, iba con la frente orgullosa, pero ya llevaba la espina dentro. Desde aquel día no dejé de pensar y unas cosas fueron tirando de otras. Entonces comprendí por qué cuando le hablaba de repente, sacudía la cabeza y los párpados como si despertase; y por qué se le apagaba tantas veces la pipa entre los dientes; y aquellos insomnios de cien noches con los ojos clavados en el techo. ¡Toda mi sangre se negaba a creerlo! Ahora ya no puedo dudar.
Estela.
Vuelve a su lado. Dile que yo ya lo sabía, y que seguiré callando. ¡Pero no me obligues a oírlo!
Frida.
Tienes que ser tú misma. ¿No comprendes que lo que siente Cristián no es el miedo a la muerte? Cien veces la ha desafiado en la tierra y en el mar sin temblar como ahora. Es otro miedo más hondo, que solo una palabra es capaz de curar. Y esa palabra no puede decírsela nadie más que tú. ¡Por todos nuestros recuerdos, no se la niegues!
Estela.
Pobre Frida. No imaginaba que le querías tanto.
Frida.
Tampoco yo. Creí que esta verdad me separaría de él. Y precisamente ahora que le veo deshecho y culpable y temblando como un niño, ahora es cuando siento que le quiero más. ¡Que le querría siempre y por encima de todo!
Estela.
Le llevaré la única fuerza que puedo darle. ¡Vamos! (Le echa el manto sobre los hombros, toma el farol y sale con ella).
Frida.
Gracias, Estela, gracias… (Un momento la escena sola. Ricardo baja la escalera, mirando pensativo hacia la puerta).
Ricardo.
(Repite confuso, como para sí mismo). Cristián… Cristián… ¿Será posible? (Se dirige a la puerta en actitud de seguirlas. La luz pierde realidad visiblemente. Y vuelve a oírse la extraña música del primer acto. En el umbral del huerto aparece el Caballero de Negro).
RICARDO y el CABALLERO DE NEGRO
Caballero de Negro.
Buenas noches, Ricardo Jordán.
Ricardo.
¿Tú aquí? ¡Demasiado tarde para engañarme otra vez! Ahora ya sé la verdad. (Avanza resuelto hacia él). No fui yo quien mató a Péter Anderson. Tú sabías que aquello iba a ocurrir, y la hora y el sitio en que iba a ocurrir. ¿Por qué me hiciste creer que fui yo?
Caballero de Negro.
¡Calma! ¡No vas a tener más razón por levantar la voz!
Ricardo.
¿Qué es lo que te proponías? ¡Contesta!
Caballero de Negro.
Ya te dije que se trataba de un experimento. Y hasta ahora no me ha salido del todo mal.
Ricardo.
No me importan tus experimentos. Lo único que está claro es que yo no maté. Todo fue obra tuya.
Caballero de Negro.
¿Mía? El que puede disponer de la vida y de la muerte, no soy yo. Es… el Otro. (Señala vagamente). Esto lo saben hasta los chicos de las aldeas. Solamente los que habéis leído muchos libros llegáis a olvidar las cosas más sencillas.
Ricardo.
¿Quién lo mató, entonces?
Caballero de Negro.
¿No lo sabes ya? Cristián. Solo Cristián.
Ricardo.
¿Y si tú mismo lo confiesas, qué vienes a buscar ahora? Yo estoy libre de culpa.
Caballero de Negro.
Ahí es donde te equivocas. No has matado, de acuerdo. Pero has querido matar. Y para mí esa es la verdad que vale. También te dije aquel día que el hecho material no me importaba. Mi único mundo es el de la voluntad.
Ricardo.
Pero el mío es el de los hechos. Y por un mal pensamiento no hay ninguna ley ni tribunal de la tierra que pueda castigarme.
Caballero de Negro.
(Digno). ¡Un momento!; yo no soy un leguleyo, soy un moralista. Todavía hay clases.
Ricardo.
¡Palabras! ¿Cómo puedo ser responsable si todo fue mentira?
Caballero de Negro.
Eso es lo que vamos a ver. Tus manos no mataron porque Cristián se te adelantó un segundo. Pero es verdad que quisiste matar, ¿sí o no?
Ricardo.
Verdad.
Caballero de Negro.
Y el dinero que recibiste en cambio, fue de verdad. ¿Sí o no?
Ricardo.
Verdad.
Caballero de Negro.
¿Y el remordimiento que te asaltó después, y que ahora mismo te hizo llegar al borde de la confesión? ¿Y aquella secreta esperanza de que Péter Anderson fuera un canalla, para justificarte ante ti mismo? ¿Y aquel afán que te impulsó hasta aquí, como arrastra a todos los criminales hacia el lugar del crimen? ¿No fue todo verdad? Es asombrosa la cantidad de verdades que puede engendrar una mentira.
Ricardo.
Ahora comprendo. ¿Era ese tu experimento?
Caballero de Negro.
Solo la primera parte: medir hasta dónde llega el poder creador de una idea. Pero queda una segunda parte más grave: el pago de la culpa.
Ricardo.
Estoy dispuesto a pagar.
Caballero de Negro.
¿Con qué? ¿Con unos golpecitos de pecho y unas lágrimas de arrepentimiento? No, hijo mío; es un truco viejo y demasiado fácil.
Ricardo.
Renuncio a todo lo que me diste. Llévate tu dinero sucio, hasta el último céntimo.
Caballero de Negro.
Tampoco basta. Ese ya hace tiempo que no te servía de nada.
Ricardo.
¿Qué pretendes entonces? ¿A qué vienes?
Caballero de Negro.
Simplemente a avisarte que tu contrato sigue en pie. (Lo saca de su cartera). Aquí está firmada tu voluntad de crimen. Cuando llegue «la hora» yo presentaré esta cuenta.
Ricardo.
(Piensa un momento). ¿Qué dice ese contrato?
Caballero de Negro.
Pocas palabras, pero claras. «Ricardo Jordán se compromete a matar a un hombre».
Ricardo.
Sin sangre.
Caballero de Negro.
Sin sangre.
Ricardo.
Está bien. La mejor manera de liquidar un contrato es cumplirlo. He prometido matar y mataré.
Caballero de Negro.
(Le mira sorprendido). ¿A quién?
Ricardo.
Al mismo que firmó ese papel. ¿Recuerdas el día que llegaste a mi despacho? Allí encontraste a un cobarde dispuesto a cualquier crimen con tal de no presenciarlo. Un cómodo traficante del sudor ajeno. Un hombre capaz de arrojar al mar cosechas enteras sin pensar en el hambre de los que las producen. Contra ese estoy luchando desde que llegué aquí; contra ese lucharé ya toda mi vida. Y el día que no quede en mi alma ni un solo rastro de lo que fui, ese día Ricardo Jordán habrá matado a Ricardo Jordán. ¡Sin sangre! (El diablo baja la cabeza confuso). ¡Ya estamos los dos en el mundo de la voluntad! No lo esperabas, ¿verdad…?
Caballero de Negro.
No, sinceramente. El que firmó este contrato era tan distinto… ¿Quién te ha dado esa fuerza nueva? ¿Ella?
Ricardo.
Ella. Hasta que no llegué a esta casa no supe de verdad lo que es una casa. Hasta que no conocí a Estela no supe de verdad lo que es una mujer.
Caballero de Negro.
Me lo temía. El amor… Siempre se me olvida ese pequeño detalle, y siempre es el que me hace perder.
Ricardo.
¿Qué esperas ahora?
Caballero de Negro.
Nada… Ahora, todo lo que intentara contra ti ya sería inútil. Toma tu contrato. Lástima… Era un lindo negocio.
Ricardo.
Pobre diablo. Te has quedado mustio, ¿eh?
Caballero de Negro.
(Con una melancolía elegante). Oh, no tiene importancia. En una profesión tan difícil como la mía, imagínate si estaré acostumbrado al fracaso. Pero ninguno como este. Vine a perder tu alma, y yo mismo te he puesto sin querer en el camino de la salvación. ¡Es para jubilarse de una vez! (Va lentamente hacia la puerta del huerto. Se detiene). ¿Puedo pedirte un favor… de amigo a amigo?
Ricardo.
Di.
Caballero de Negro.
No le cuentes a nadie lo que ha pasado entre nosotros. A la gente le divierte verme siempre en ridículo; y los más hipócritas hasta serían capaces de sacar una moraleja. ¿Prometido?
Ricardo.
Prometido.
Caballero de Negro.
Gracias. Buenas noches, Ricardo… Anderson… (Sale. Luz normal. Ricardo echa un vistazo al contrato, y lo tira arrugado sobre la mesa al sentir abrir la puerta. Vuelve Estela con la fatiga de quien ha cumplido un gran esfuerzo).
RICARDO y ESTELA
Ricardo.
¿Hay alguna esperanza?
Estela.
¡Quién puede saberlo! El filo de la escollera le rasgó el pecho como un cuchillo. Pero Cristián es más fuerte que la misma roca. Ahora ya está tranquilo para esperarlo todo; la vida o la muerte. (Se sienta pesadamente). ¡Nunca imaginé que una palabra sola tuviera tanta fuerza!
Ricardo.
¿Perdón?
Estela.
Perdón. Parece que no es nada, y ¡qué almendra de milagro lleva dentro! Creí que no iba a ser capaz de pronunciarla, y cuando se me cayó de los labios, como una fruta madura, no fue solo a Cristián a quien devolvió la paz. Yo misma me sentí más limpia, más fuerte, con todos los nudos sueltos. (Se oye nuevamente el clamor de la sirena. Estela se levanta sobresaltada). La sirena otra vez. ¿Qué espera? ¡Su barco está ya soltando amarras!
Ricardo.
¿Adónde voy a ir? Acabo de saber que he perdido toda mi fortuna. No tengo un país que me llame, ni un solo amigo que me espere.
Estela.
¡Pero su vida está allá!
Ricardo.
Escúcheme, Estela. Ya no soy un extraño que viene a comprar el sueño por dinero. Ahora soy un hombre sin más riqueza que las manos, como se viene al mundo. Uno de los suyos. Déjeme trabajar a su lado.
Estela.
¿Aquí? (Sin atreverse a creer). No se engañe a sí mismo. ¿Cree que podría acostumbrarse a esta pobreza?
Ricardo.
No hay nada que un hombre no sea capaz de hacer cuando una mujer le mira. ¿No lo sabe?
Estela.
Lo sé. Esa es su gran fuerza.
Ricardo.
La única fuerza que puede hacer salir al mar todas las barcas y plantar otra vez rosales en los huertos. (Le tiende las manos). Estela… Tiene heladas las manos; está temblando.
Estela.
No es nada. El primer día de sol siempre hace mas frío por la noche. Encenderemos juntos el fuego. (Viendo el contrato sobre la mesa). ¿Le sirve ese papel?
Ricardo.
No. Ya no.
Estela.
Gracias. (Lo prende en el farol y se arrodilla a encender el fuego. Ricardo se inclina junto a ella. Se oyen tres toques largos de sirena. Es el barco que se va).
TELÓN FINAL.