Tiempo después en casa de Péter Anderson. Hogar humilde de pescadores en una costa nórdica, con el remo clavado en la puerta y redes colgadas en las barandas. Sobre una repisa pequeños modelos de barcos, unos a medio hacer y otros ya terminados, en botellas o fanales de cristal. Mesa rústica de comedor, alacena con platos y cubiertos, una vieja estufa de hierro o chimenea de leña. A un lado entrada a la cocina; al otro, arranque de escalera y salida al huerto. Por la ventana y puerta del fondo se ve el acantilado, y más lejos la silueta del promontorio sobre el mar. Luz de tarde.
La Abuela, sola, tiende la mesa mientras piensa y rezonga en voz alta.
La ABUELA sola. Después, FRIDA.
Abuela.
Mantel para el almuerzo, mantel para la cena. Cuando el mantel se dobla, se abre la sábana; y cuando la sábana se tiende ya hay que volver al mantel. Y silencio. Ahora los dos platos. Y los dos cubiertos. Ayer también fueron dos; y antes de ayer… y así para siempre. Cuando éramos tres, la casa se llenaba de voces, y se hablaba de mañana… ¡Mañana! A veces se derramaba el vino y nos reíamos echándole sal. Desde que hay un plato menos, la mesa es demasiado grande. Falta el plato del hombre, y donde falta el plato del hombre ya no hay risas, ni vino… ni mañana. Dos mujeres solas, ahí está todo: el mantel frío, la sábana fría, y el silencio. ¡Maldita, maldita la casa de mujeres solas! (Frida, que ha aparecido en la puerta hace un momento escuchando extrañada, la llama).
Frida.
Abuela.
Abuela.
¿Tú? Dichosos los ojos. Ya creí que se te había olvidado el camino de esta casa.
Frida.
Oí la voz desde fuera y no me atrevía a pasar. Creí que estabas con alguien.
Abuela.
Conmigo misma, y gracias. Por lo visto soy la única que todavía me aguanta.
Frida.
Como te oí hablar alto…
Abuela.
¿Y qué quieres que haga con todas las palabras que me están escociendo aquí? ¿Tragármelas? ¡A volar, aunque nadie las oiga! Lo que no se dice se pudre dentro, y es peor. (Sigue arreglando la mesa. Frida la ayuda). ¿Tu marido?
Frida.
En casa; trabajando.
Abuela.
Cuanto menos lo dejes solo, mejor. De un tiempo a esta parte Cristián bebe demasiado; ojo con él. ¿Y el niño?
Frida.
Está bien.
Abuela.
Está bien, está bien… ¡Eso es todo lo que se te ocurre decir de un hijo! ¿No ata cacharros a la cola del gato? ¿No hace ruido con los zuecos en las baldosas? ¿No vuelca la marmita del agua caliente? ¿No tira piedras a las gaviotas? ¡Nunca! ¡Hasta ahí podíamos llegar! Los hijos de mis nietos se limitan a estar bien, y se acabó.
Frida.
Pero, abuela, si lo has visto ayer mismo.
Abuela.
Mi trabajo me costó, que ya no tengo las piernas para cuestas, y si yo no subo a nadie se le ocurre bajar. Podías haberlo traído contigo.
Frida.
Pasaba nada más. No sabía si iba a entrar.
Abuela.
No sería la primera vez que te veo rondar y pasar de largo con la cabeza gacha.
Frida.
No es por ti.
Abuela.
¿Por quién entonces? ¿Por tu hermana?
Frida.
¿Está en casa?
Abuela.
Podando el huerto. ¿La llamo?
Frida.
No, deja. Prefiero decírtelo a ti sola.
Abuela.
Cualquiera diría que le tienes miedo. ¿Es tu hermana la que te hace bajar la cabeza y pasar de largo por mi puerta?
Frida.
Estela no es la misma de antes. Desde la muerte de Péter, a todos nos mira como enemigos. Como si alguien tuviera la culpa de su desgracia.
Abuela.
Siempre hay que perdonar a los que sufren. Ella se quedó sin nada, tú tienes todo lo que hace falta para ser feliz. Y en tu mesa siempre sobra el pan.
Frida.
¿Crees que eso me basta? Todo lo mío me parecería poco para dárselo. Pero no acepta nada de mí.
Abuela.
Ni de ti ni de nadie. El dolor de los pobres es muy orgulloso.
Frida.
¿Comprendes ahora por qué paso de largo muchas veces sin levantar los ojos? Me duele ver a mi hermana cosiendo redes ajenas, o trabajando la tierra como un hombre, o tallando esos barcos en las noches de invierno.
Abuela.
Ella lo dice: la mejor manera de recordar a los que se fueron es ocupar su puesto.
Frida.
¿Por qué condenarse a esta soledad? Mi casa es grande; allí podríamos vivir todos juntos.
Abuela.
¿Abandonar estas paredes ella? Con los pies hacia adelante tendría que ser. Un día le propuse alquilar esa habitación que da al mar; siempre hay algún forastero que pagaría bien. Pero tampoco. Ni saldrá de aquí, ni consentiría que ningún extraño se asome a la ventana donde se asomaba Péter.
Frida.
¿Y hasta cuándo puede resistir así? Para sostener una casa con las redes colgadas y una barca que no sale al mar, no basta el trabajo de una mujer.
Abuela.
Ya van casi dos años, y hasta ahora, mal que bien, vamos saliendo adelante.
Frida.
No, Abuela. Tú lo sabes igual que yo: la renta de la huerta está sin pagar, y lo único que tenéis para responder es la barca. ¿Vais a dejarla perder?
Abuela.
Esa nadie nos la quitará. La defenderemos con uñas y dientes.
Frida.
No hay más defensa que una: pagar.
Abuela.
Cincuenta coronas es demasiado para una casa sin hombre.
Frida.
En la mía hay uno, sano y fuerte. Eso es lo que venía a decirte. La barca de Péter está salvada.
Abuela.
¿Cristián pagó? ¿Y te escondes de tu hermana para decirlo?
Frida.
Si ella supiera que ese dinero es nuestro, quizá no lo aceptaría.
Abuela.
Pero entonces… ¿qué me estáis ocultando las dos? ¿Ha ocurrido algo entre vosotras?
Frida.
Por mi parte, no. Por ella… ojalá fueran solamente imaginaciones mías. (Se acerca, confidencial). Dime, abuela, ¿Estela no te ha dicho nunca nada?
Abuela.
¿De quién?
Frida.
No sé… De mí… De Cristián…
Abuela.
¿De tu marido? ¿Qué tiene ella que ver con tu marido?
Frida.
Era el compañero de Péter; siempre estaban juntos.
Abuela.
Compañeros, sí; amigos, no lo fueron nunca, bien lo sabes. ¿Por qué recuerdas eso ahora?
Frida.
Por nada.
Abuela.
Por nada, no. Algo ibas a decir.
Frida.
(Se aparta). Cosas que se le meten a una en la cabeza. Ya pasó.
Abuela.
¡Así, hija, así! Si algo te está mordiendo el alma, calla y repúdrete por dentro. Como ella. Como todos. Silencio, silencio siempre. ¡Y yo aquí en medio, llena hasta la garganta de palabras, sin tener con quién repartirlas!
Frida.
Todo lo que tenía que decirte te lo he dicho ya. Lo que te pido es que no lo sepa Estela.
Abuela.
¿Que no? En cuanto entre por esa puerta. ¡Pues buena soy yo para andar con secretos al escondite! Así nací y así me quedo. ¿Ves que a otros niños los asustan con la oscuridad? Pues a mí me asustaban con el silencio. Y vete tú a saber si, en el fondo, no son la misma cosa. (Aparece en la puerta tío Marko. Tipo de pescador torpón y lento. Trae un barquito de vela y tallas marineras en una canasta de mimbre).
ABUELA, FRIDA y TÍO MARKO
Tío Marko.
Buenas.
Abuela.
Otro que tal. ¿Le has oído alguna vez un saludo completo? «Buenas». Las tardes ya tienes que ponerlas tú. Apostaría a que no has vendido nada.
Tío Marko.
Y apuesta bien. Ni una talla.
Abuela.
¿Con tanta gente como llegó en el barco de hoy? ¡Y qué gente! De esos que viajan porque sí y traen dinero de lejos, que siempre vale más.
Tío Marko.
Miran. Pasan. Vuelven a mirar. Los forasteros solo vienen a ver.
Abuela.
Y tú ahí, quieto como un poste, mirándoles pasar. Cuando la mercancía no les entra por los ojos, hay que metérsela por los oídos.
Tío Marko.
Será que no sirvo. Cada uno es cada uno.
Abuela.
Ni uno ni medio ni nada. Al demonio se le ocurre mandarte a vender a ti, con ese aire de lagarto triste, y zurdo de las dos manos.
Tío Marko.
Sin faltar, eh. Que uno aguanta y aguanta, y aguanta… y un día no aguanta, y a ver qué pasa.
Abuela.
¡Ojalá! Más te quisiera reventando espuma que cruzado de brazos; pero ¡quiá! Si ya cuando te bautizaron, en lugar de ponerte sal, te pusieron azúcar.
Frida.
(Recogiendo el barquito para llevarlo a la repisa). No es suya la culpa. Ya nadie compra estas cosas como antes. Hoy las fábricas lo hacen todo más barato y te lo ponen en casa.
Abuela.
¿Cuánto pediste?
Tío Marko.
Lo que me mandaron; diez coronas.
Abuela.
¿Sin rebajar? Naturalmente, así todo parece caro. ¡Si me dejaran a mí! (Tomando el barquito de manos de Frida). «¿Cuánto vale este barquito?». «Quince coronas, señor. Madera de abeto. ¡Todavía huele a bosque!». «Es muy caro». «Por ser usted se lo dejo en doce, y pierdo». «Es mucho». «¿Mucho? Son veinte noches de trabajo, señor. ¡Veinte noches de mujer con las manos frías!». «No doy más que diez». «¿Diez?». «Diez». «¡Tómelo!». Y ya está. (Se sacude las manos y devuelve el barco a Frida que va a ordenarlo junto a los otros).
Tío Marko.
(Después de un esfuerzo de meditación). Pues no veo la diferencia. Con más palabras o con menos el precio es el mismo.
Abuela.
¿Y es que las palabras no valen nada? Si el domingo en lugar de emborracharte hubieras ido a la iglesia, habrías oído lo que dijo el pastor. Y qué bien habla el condenado… Decía: «Cuando Jesús de Galilea envió por toda la tierra a sus discípulos, que eran unos pobres pescadores como vosotros, ¿creéis que les dio para luchar la espada o el caballo? ¡No! Les dio la palabra. Y con la palabra sola conquistaron el mundo».
Tío Marko.
No es lo mismo. Los apóstoles eran hombres, y ya sabía Él que no iban a abusar.
Abuela.
¿Punzaditas, eh? Pues mira qué bien te va a ti con tanto ahorrar la lengua.
Tío Marko.
Vender no vendí. Pero hablar, si hablé.
Abuela.
¿Con quién?
Tío Marko.
No lo conozco. Un pasajero del barco. Estaba abajo en la playa, mirando hacia el despeñadero con los ojos fijos. Me preguntó: «¿Hace usted esos barcos?». «Yo no; la mujer de Péter Anderson». Al oír ese nombre se le mudó el color, y hasta me pareció que le temblaran los labios así como si hiciera frío. Repitió dos veces en voz baja: «Péter Anderson… Péter Anderson…».
Frida.
Qué extraño… ¿y después?
Tío Marko.
Después señaló hacia acá, como si conociera el pueblo, y me dijo: «La casa es aquella, al final de la cuesta, ¿verdad?». Sí, señor; aquella. Entonces volvió a quedarse callado, mirando… Y eso fue todo.
Abuela.
¿Y eso fue todo? Pero maldito de Dios; ¿de modo que llega un hombre que viene de otras tierras, que ha conocido a Péter, que pregunta por su casa… y ahí lo dejas sin más, como si fuera el pan de cada día? (Llama a gritos). ¡Estela…! ¡Estela!
Frida.
(Disponiéndose a salir para evitar el encuentro). Adiós, abuela…
Abuela.
¡Quieta! ¿Qué prisa te ha entrado de repente?
Frida.
Es tarde ya. El niño estará solo…
Abuela.
¡Que esperes te digo! (Estela aparece en la puerta y detiene imperativa a la hermana).
Estela.
¿Te ibas porque llego yo?
Frida.
Se me ha hecho tarde.
Abuela.
Nunca es tarde para poner las cosas claras. Con que si algo tenéis que hablar lo habláis, y aquí paz y después gloria. (Frida vuelve a escena. Estela deja rastrillo y podadera, y dispone sobre la mesa un brazado de ramas verdes).
Estela.
¿Para eso me llamabas a gritos?
Abuela.
Tío Marko tiene la culpa. Imagínate que ha llegado al puerto un amigo de Péter preguntando por la casa, y aquí nos tienes sin saber quién es, ni qué quiere, ni por qué ha venido, ni adónde va.
Estela.
¿Un amigo…?
Tío Marko.
Yo no he dicho que sea un amigo. Solo dije que parecía conocer el nombre y la casa.
Estela.
¿De dónde viene?
Abuela.
¿De dónde va a venir? Del sur. Llegó en el barco.
Estela.
El Sur no es ningún sitio, abuela.
Abuela.
(A Marko). ¿Es alto y enjuto? ¿Tiene el pelo de estopa y los ojos azules? ¿A que no?
Tío Marko.
No.
Abuela.
¿Lo ves? Del sur. ¡Vas a decirme a mí lo que es el sur!
Estela.
(Pensativa). Puede ser. Péter había navegado por los cuatro rumbos del mar; y todos los que le conocieron le querían.
Abuela.
¿La estás oyendo? ¿Qué esperas que no corres a buscar a ese hombre?
Tío Marko.
Nadie me lo mandó. ¿Voy?
Estela.
Ve. La casa de Péter Anderson siempre estuvo abierta para sus amigos. (Sale Marko).
Abuela.
(Pajarea impaciente). ¡Un amigo! ¡Un amigo que viene sabe Dios de dónde, y nosotras sin nada que ofrecerle! ¡Hay que arreglar bien todo! ¡Hay que encender el fuego! ¡Hay que sacar brillo a los cobres! (Deteniéndose ante Frida). Espera… ¿Qué me encargaste que no le dijera a tu hermana? Ah, sí; lo de la renta. ¡Ella pagó las cincuenta coronas!
Frida.
¿No podías callarte una vez siquiera?
Abuela.
¿Callarme yo? ¿Estarme quieta yo? No, hija; ya habrá tiempo cuando tenga encima dos varas de tierra. (Saliendo hacia la cocina). ¡Ay, si pudiera una cantar y volar al mismo tiempo, como los pájaros y las campanas!
ESTELA y FRIDA
Estela.
¿Por qué lo has hecho? Cien veces te he dicho que quiero sostener mi casa yo sola.
Frida.
¿No lo harías tú por mí? ¿No lo has hecho siempre? Cuando éramos solteras las dos no había entre nosotras ni tuyo ni mío.
Estela.
Ahora es distinto. Lo que hay en la casa de la mujer casada es del marido.
Frida.
Cristián no lo sabe. Son ahorros míos.
Estela.
¿Has dispuesto de ese dinero sin decírselo?
Frida.
Temía que viniendo de él pudiera parecerte una humillación.
Estela.
Nunca he pedido nada a nadie. No lo necesito.
Frida.
Es dinero mío, y para salvar la barca de Péter. ¿Vas a hacerme la ofensa de tirármelo a la cara?
Estela.
No, Frida. Te lo devolveré con el mismo amor con que me lo has traído. Eso es todo. Gracias. (Descuelga una red que tiende sobre sus rodillas y se sienta a coserla).
Frida.
¿Te estorbo?
Estela.
Al contrario; te lo agradezco. Hace mucho tiempo que no nos vemos.
Frida.
(Se sienta a su lado procurando ayudarle). No es mía la culpa; pero cuando vengo te encuentro tan distinta, tan lejos… Trato de hablarte y ni siquiera me oyes; como si estuvieras en otra cosa.
Estela.
Para mí no hay otra cosa. Siempre estoy en la misma.
Frida.
¿Por qué ese afán de atormentarte? Muchas en el pueblo pasaron antes lo que pasas tú, y supieron resistir. Hay que respetar la voluntad de Dios.
Estela.
Ellas podían hacerlo si lo creían así. Pero la muerte de Péter no la quiso Dios.
Frida.
¿Quién maneja el viento?
Estela.
No fue un golpe de viento lo que lo empujó al despeñadero. Fue una mano de hombre.
Frida.
¿Sigues pensando que hubo un culpable?
Estela.
Yo lo vi desde esa ventana. Pero de nada me sirvió gritar. Fue de repente, como un relámpago de sombra. Lo vi lanzarse contra él a traición, y desaparecer luego en la noche.
Frida.
¿Por qué no dijiste eso cuando el juez te preguntó?
Estela.
No podía jurar quién fue. Y aunque pudiera, no me dejaría el miedo. Tú sabes cómo querían todos a Péter; si yo señalara un culpable, el pueblo entero lo arrastraría por esa misma cuesta.
Frida.
Pudo ser un engaño de tus ojos. El viento hace bailar las sombras de los árboles y forma remolinos de bruma.
Estela.
Era un hombre; eso es lo único que sé. Un hombre de carne y hueso. (Suspende su labor y queda con los ojos fijos). ¿Pero, quién…? Cuando duermo todos desfilan por mis sueños, uno a uno, como una procesión de niebla. Unos se esfuman al pasar; otros quedan quietos, con los ojos bajos y escondiendo las manos. A todos les pido la verdad de rodillas. ¡Pero nadie me responde! ¡Nadie compadece este dolor de mujer sola, con el sueño lleno de preguntas! (Pausa. Sigue cosiendo).
Frida.
Comprendo que te apartes de todos. ¿Pero de mí, por qué? Desde tu puerta a la mía hay apenas cien pasos para venir yo; para ir tú es como si hubiera cien leguas.
Estela.
Quiero vivir clavada aquí, como ese remo. Lo poco que me queda, todo está aquí dentro.
Frida.
¿No soy yo nada tuyo?
Estela.
Tú no me necesitas. Tienes a tu marido, y a tu hijo.
Frida.
Parece que lo dices con rencor, como si el ver felices a otros aumentara tu desgracia.
Estela.
¿Puedes creer eso de mí? No, Frida; nunca he sabido lo que es envidia del bien ajeno. Y en cuanto a ti, óyelo bien por si alguna vez lo dudaste: si estuviera en mi mano aliviar este dolor a costa de uno tuyo, antes me cortaría la mano que hacerte daño.
Frida.
Entonces, si no tienes nada contra mí, ¿por qué te niegas a poner los pies en mi casa? (Se acerca más). ¿Es por Cristián? (Hay una pausa tensa). Contesta.
Estela.
(Con la voz velada). ¿Quieres desenredarme la lanzadera? Tengo torpes los dedos.
Frida.
No trates de desviar las palabras. ¡Contesta! ¿Es por Cristián?
Estela.
(Con esfuerzo, sin mirarla). Cristián es otra cosa. Los que no fueron amigos de Péter no pueden serlo míos.
Frida.
¡Todavía…! Creí que había llegado la hora de olvidar resentimientos.
Estela.
Dejemos eso en paz. Son cosas pasadas.
Frida.
No, Estela; aunque nos cueste trabajo a las dos es mejor hablar claro de una vez. Tú siempre has creído que mi marido odiaba al tuyo.
Estela.
Odio, no sé; rivalidad, sí. Sin que ellos lo buscasen, la vida los puso frente a frente muchas veces.
Frida.
La primera, por ti. Antes de tu noviazgo con Péter, Cristián solo tenía ojos para tu ventana.
Estela.
¿A qué recordar viejas historias?
Frida.
Si entonces hubo celos entre ellos es cosa que ya no cuenta. El mismo día nos casamos las dos, y después de la boda volvieron a ser amigos como antes.
Estela.
Pero la rivalidad seguía en pie con cualquier motivo. Cuando salían juntos al mar, Péter era el mejor pescador. Cuando cantaban en la capilla o en la taberna, la voz de Péter era la más hermosa.
Frida.
(Se levanta). Bah, rencillas de aldea. Hoy reñían y mañana volvían a abrazarse.
Estela.
Después fue la lucha por la barca. Los dos soñaban con la misma; los dos trabajaban día y noche para conseguirla. La tuvo el que trabajó más y el que más la necesitaba. Ese día riñeron por última vez… pero ya no volvieron a abrazarse. (Hondamente). Fue la noche en que murió Péter.
Frida.
¿Y es bastante una pelea de amigos para justificar una separación así? Tú lo has dicho: primero celos de muchachos por una misma mujer, y después celos de pescadores por una misma barca. Eso fue todo. ¿Puedes acusar a Cristián de algo más?
Estela.
¿Lo he acusado alguna vez?
Frida.
No te pregunto lo que dices en voz alta; lo que quiero saber es lo que te está royendo por dentro.
Estela.
Estate tranquila. No tengo nada contra Cristián, nada… (Con voz contenida). Si algo tuviera, me bastaría pensar en ti y en tu hijo para callar.
Frida.
(Sobrecogida de pronto, la mira intensamente). ¡Estela! ¿Te das cuenta de lo que acabas de decir?
Estela.
(Angustiada). ¡Yo no he dicho nada!
Frida.
¡Has dicho demasiado, y ahora ya es tarde para volverse atrás! (Levantándole el rostro). ¡Levanta esa cara! ¡Mírame! ¡Por qué recordaste antes que riñeron la misma noche que murió Péter!
Estela.
(Desesperada). ¡Por lo que más quieras! ¡Calla!
Frida.
¿Quién es ese hombre que aparece en tus sueños? ¿Ese que aparta los ojos… ese que esconde las manos? ¿Es Cristián?
Estela.
¡Yo no lo he dicho! ¡No quise decirlo! (Esconde la cabeza entre los brazos).
Frida.
(Queda rígida, repitiendo sin voz, como ante una revelación imposible). ¡Es él… él…! ¿Y es mi propia hermana la que ha podido pensarlo? (Frida se sienta pesadamente, sin lágrimas, con los ojos perdidos. Estela se arrodilla junto a ella refugiándose en su regazo).
Estela.
Perdóname, Frida. Te juro que tampoco yo quisiera creerlo; que daría toda mi vida por no creerlo. ¡Pero es más fuerte que yo! Una puede crispar los puños y apretar los dientes echando cadena a las palabras. Pero al pensamiento no lo encierra nadie. Tú no sabes cómo he luchado contra esa idea de brasa, los gritos que he sofocado contra la almohada repitiéndome: «No puede ser. Cristián es bueno. La mala eres tú, mujer de sangre amarga». ¡Pero volvía a dormirme, y allí estaba Cristián, de pie en el sueño, como un relámpago negro sobre la sangre del despeñadero!
Frida.
(Inmóvil, sin mirarla). Pretenderás aún que te agradezca el silencio. Más te hubiera valido acusarlo lealmente. Él habría sabido defenderse.
Estela.
Esperaba poder convencerme a mí misma de su inocencia. Nadie más feliz que yo si un día pudiera perdonar. Pero no; cada paso que da no hace más que levantar nuevas sospechas. ¿Por qué, cuando Péter estaba ahí tendido, fue el único que no vino a verlo? ¿Por qué bebe ahora, él que nunca bebía? ¿Por qué no ha vuelto a sentarse a mi puerta y fumar una pipa sin temblarle la mano?
Frida.
¡Basta! No puedo oírte más. (Se levanta). Quizá seas tú más digna de lástima que yo; pero algo muy hondo se ha roto hoy entre las dos.
Estela.
No te vayas así. Espera.
Frida.
¿Qué más puedo esperar? Cuando salí de casa dejé allí a un hombre que era toda mi fe y al que podía besar con la risa en la boca. Ahora vuelvo con un silencio triste para enfriar la mesa. ¿Y eres tú la que se cortaría la mano antes de hacerme daño? Me has hecho el peor que podías hacerme, el más inútil; porque no has conseguido nada para recobrar tu paz, pero en cambio has envenenado la mía. Esa es tu obra. ¡Córtate la mano, Estela! ¡Córtate la mano! (Sale ahogada en sollozos. Ha caído la tarde. Estela llora de rodillas. Hay una pausa larga. Suenan lejanas las campanas de la oración. Estela enciende la lámpara. Vuelve la Abuela, secándose las manos).
ESTELA y la ABUELA
Abuela.
Ya están la loza y los cobres como un ascua. Pobres podrá encontrarnos, eso sí, pero limpias como la plata. ¿Por qué no te arreglas un poco? En el fondo del cofre hay un pañuelo grande de seda y un frasco de agua de olor.
Estela.
¿Para quién voy a arreglarme? ¿No te parezco bien así?
Abuela.
No digo eso. Como mujer, mujer, no tienes nada que envidiar a nadie. Ni yo misma cuando tenía tus años era mejor moza. Pero los hombres en todo se fijan; y más los forasteros, que traen los ojos nuevos. (Limpia y arregla todo lo que encuentra a mano). ¡La de cosas que habrá visto ese! Viajes, países, gente que va y viene.
Estela.
Muy nerviosa te ha puesto esa visita.
Abuela.
Nerviosa es poco. ¿Querrás creer que estoy tiritando de pies a cabeza?
Estela.
Ya veo, ya. Pero ¿por qué?
Abuela.
¡Casi nada! Después de tanta soledad, pensar que va a entrar por esa puerta un hombre que viene de lejos. ¡Sentir otra vez en la casa pasos de hombre! ¡Oír una voz de hombre!
Estela.
¿No te basta mi voz?
Abuela.
¿Qué vale una conversación de dos mujeres? Es como cuando llueve en el mar. Nosotras podemos ser todo lo soberbias que tú quieras y hasta desviar los ojos, porque está bien, y porque así nos lo enseñaron. Pero un hombre es un hombre. Cuando lo tienes cerca hasta las paredes parece que están más seguras. ¡Si ellos no te miran, ni siquiera te das cuenta de que eres mujer! ¡Y las casas con hombre huelen fuerte: a tabaco tranquilo y a buen sueño!
Estela.
Abuela…
Abuela.
(Escuchando nerviosa). Silencio… ¡Ahí está… ahí está!… (Con un rezago de instinto se arranca el delantal y se arregla los cabellos grises. Entra Tío Marko, conduciendo a Ricardo).
DICHOS, TÍO MARKO y RICARDO
Tío Marko.
Estela Anderson… La abuela… (Se saludan sin palabras). Él no sé cómo se llama.
Ricardo.
(Avanza cohibido). Jordán. Ricardo Jordán. (Se miran en silencio. Pausa. Ricardo contempla con emoción la casa).
Tío Marko.
Como ven, tampoco el señor es de mucho hablar, con que, por mi parte, creo que está todo. ¿No?
Estela.
Gracias, tío Marko.
Tío Marko.
Buenas. (Volviéndose a la abuela, más fuerte). ¡Noches! (Sale).
ESTELA, la ABUELA y RICARDO
Estela.
Ricardo Jordán… No recuerdo haber oído ese nombre.
Abuela.
No es extraño. Cuando Péter volvía de sus viajes hablaba de los barcos y los árboles y las chimeneas grandes. Pero de la gente, poco. Le gustaba más hablar de cosas que de personas.
Estela.
¿Fue usted amigo suyo?
Ricardo.
Amigos no es la palabra. Le conocí solo un momento, hace tiempo, cantando una canción. Pero fue algo tan importante en mi vida que no podré olvidarlo nunca. Ese recuerdo es el que me trajo aquí.
Estela.
¿Hizo el viaje por él? ¿No sabía…?
Ricardo.
Sí, lo sabía. Pero me atraía el afán de conocer su aldea, las cosas que fueron suyas, las gentes que él quería.
Estela.
Las cosas pocas son: estas cuatro paredes y una barca inútil amarrada al puerto. La gente que le quería, el pueblo entero, y nosotras.
Abuela.
¿Cómo puede recordarle tanto si le conoció solo un momento?
Ricardo.
Hay momentos que valen una vida; aquel fue uno. Mi fortuna o mi desgracia dependían de una firma, y el nombre de Péter Anderson lo decidió todo. Lo que yo no imaginaba entonces es que la fortuna y la desgracia pudieran ser una misma cosa.
Estela.
¿Lo supo él?
Ricardo.
Él no podía saberlo. Pero lo cierto es que todo lo que tengo se lo debo. Y si aún fuera posible, todo me parecería poco para pagar aquella deuda.
Estela.
Gracias por el buen recuerdo. Pero lo que falta en esta casa, no hay dinero que pueda pagarlo.
Ricardo.
Lo temía. Cien veces estuve a punto de hacer este viaje y otras tantas volví a dejarlo por miedo a que fuera inútil.
Abuela.
Eso no. ¿Qué venía usted a buscar? ¿Un amigo? Pues aquí tiene dos. ¿Creía que nos debía algo? Pues con haber venido ya nos ha pagado de sobra. Habla tú, Estela; tú eres la que manda. ¿Qué habría dicho Péter si estuviera aquí?
Estela.
Solo tenía una frase para los que llegaban a él: esta es mi mesa, este es mi tabaco, esta es mi casa. Suyos son.
Ricardo.
No se apresure a ofrecer. ¿Ha pensado antes si lo merezco?
Estela.
Al que viene de lejos no se le pregunta para dar. Para recibir, sí. Es lo que nos enseñaron los viejos.
Ricardo.
(La mira emocionado, con respeto). Gracias… señora.
Abuela.
¡Has oído: Señora…! Qué bien sabe decir «señora» esta gente del sur. (Acercándole una silla). Siéntese, por favor; así, de pie, parece que se nos va a ir en seguida. ¿No está cansado del viaje?
Ricardo.
Tengo costumbre.
Abuela.
¿Cuándo vuelve a salir el barco?
Ricardo.
Mañana, al amanecer.
Abuela.
¿Tan pronto? ¿Pero esta noche cenará con nosotras, verdad? No, no, no, no me diga que no. ¿Quiere beber algo? Puedo traer un jarro de cerveza.
Ricardo.
Gracias. No tengo sed.
Abuela.
¿Y frío? ¿Quiere que encienda el fuego?
Ricardo.
Tampoco; no se moleste.
Abuela.
(Casi enfadada). No está cansado, no tiene sed, no tiene frío… ¡Algo tiene que tener! La gente siempre tiene algo.
Estela.
(Sonríe). No se lo tome a mal. La abuela quisiera que todo el mundo tuviera sed para darle de beber, y frío para encenderle el fuego. Es su manera de ser feliz.
Abuela.
En menos de un credo está lista la cena. Eso sí, no hay más que arenques, y que no falten. Pero no al humo como por allá; frescos, frescos, del mar a la sartén. ¿Le gusta el arenque?
Ricardo.
No se preocupe por mí. A su lado, ya estoy viendo que acabaría por gustarme todo. Muchas gracias.
Abuela.
¿A mí? ¿Gracias a mí? A usted habría que dárselas, hombre de Dios, aunque solo sea una noche. Pon el otro plato, Estela. (Con un leve temblor en la voz). Usted no sabe lo triste que es una mesa cuando solo hay dos platos… y uno es el de la abuela. (Saliendo feliz). ¡Tres platos otra vez!… ¡Tres platos…! (Ricardo la mira ir embelesado. Estela en silencio pone el otro plato).
ESTELA y RICARDO
Ricardo.
Deliciosa mujer… ¡Qué garbo a su edad!
Estela.
Va a cumplir setenta años de juventud.
Ricardo.
¿Y es siempre así?
Estela.
Siempre; en el buen tiempo y en el malo. Hay árboles que nunca pierden las hojas.
Ricardo.
Son ustedes un pueblo tranquilo y fuerte. En las granjas he visto muchachas haciendo trabajos de hombre y cantando al mismo tiempo. Todas tenían una sonrisa clara y los pañuelos dispuestos al saludo. Todas tenían los ojos azules.
Estela.
Es de tanto mirar al mar. ¿Le gusta el país?
Ricardo.
Acabo de conocerlo y ya quisiera que fuera el mío.
Estela.
Gracias.
Ricardo.
Tío Marko me dijo que usted también trabaja.
Estela.
No es ninguna maldición. ¿Qué haría si no?
Ricardo.
Pero más de lo que pueden resistir esas manos. Incluso cultivar la tierra.
Estela.
Bah, un pequeño huerto, ahí mismo.
Ricardo.
¿Hacía ese trabajo antes?
Estela.
Antes no era necesario. Cuando vivía Péter plantábamos rosales. Después hubo que sembrar. Lo más triste de las casas donde falta el hombre es que hay que convertir en huertos los jardines.
Ricardo.
¿Por qué se niega a aceptar mi ayuda? Con lo que yo he gastado en una noche puedo comprar lo que no produciría ese huerto en cien años.
Estela.
Su noche es suya. Mi trabajo es mío. Y me ayuda a recordar.
Ricardo.
Espero que no habrá interpretado mal mis palabras.
Estela.
No; sé que son sinceras, y limpias, se lo agradezco. (Pausa). Parece que no es usted muy feliz con su fortuna.
Riccardo.
¿Para qué me sirve? Ya lo ve: ni puedo ahorrar con ella una fatiga de mujer, ni comprar una hora de sueño tranquilo.
Estela.
¿Tiene algo que olvidar?
Ricardo.
Ojalá pudiera…
Estela.
El tiempo le ayudará. Y los viajes. ¿Va muy lejos?
Ricardo.
No me espera nadie en ninguna parte. Me gustaría perder ese barco mañana y aguardar aquí el regreso.
Estela.
Es una pobre aldea. No se acostumbraría usted.
Ricardo.
Es tan poco lo que necesito… y tan difícil de encontrar.
Estela.
¿Descanso?
Ricardo.
Descanso. Quién sabe si no está aquí la paz que ando buscando.
Estela.
(Lo mira pensativa). ¿Cuánto tarda en regresar su barco?
Ricardo.
Un par de semanas.
Estela.
(Desvía los ojos). Si le basta una mesa de pino y una ventana al mar… arriba hay una habitación vacía.
Ricardo.
¿En esta casa? ¿Y es usted, Estela Anderson, la que me ofrece su techo?
Estela.
Siempre procuro hacer lo que hubiera hecho él. ¿Por qué baja los ojos?
Ricardo.
No sé… la falta de costumbre. Vengo de un mundo donde todo se hace por dinero; hasta el más cobarde de los crímenes. Allí a todo desconocido se le mira como a un enemigo posible. En cambio usted no me pregunta quién soy ni de dónde vengo para abrirme su puerta. ¿Comprende por qué bajé los ojos? ¡Son treinta años de vergüenza que se me han subido a la cara!
Estela.
No piense ahora en eso. Lo que siento es lo poco que puedo ofrecerle. ¿Ha sido usted rico siempre?
Ricardo.
Siempre no; de niño supe lo que es el hambre… y ahora estoy empezando a recobrar la memoria.
Estela.
Entonces todo será más fácil.
Ricardo.
Pero mi pobreza no era voluntaria como la suya. Sé que su barca es la más hermosa del pueblo y que muchos serían felices de poder comprarla.
Estela.
Antes pediría mi pan por los caminos que vender esa barca. Sería como venderlo a él.
Ricardo.
Conozco la historia. Péter la compró el mismo día que murió.
Estela.
Qué fácil es decir: «la compró». Una sola palabra y ya está. ¡Pero cuántos días de fatiga y cuántas noches sin sueño hasta llegar ahí! Cuando era imposible salir al mar, Péter trabajaba con el hacha en el bosque. Por la noche, tallábamos juntos esos barcos, ahorrando el fuego. Pero todo era poco. Un día hubo que suprimir el vino en la mesa. Otro día, el tabaco. Cada nuevo escalón era una semana de siete angustias. Hasta las trece monedas de la boda hubo que poner. ¡Y el montón no crecía! ¡Ese pequeño montón de plata capaz de quebrar a un hombre, y que cabe después en un pañuelo! (Pausa de aliento). Por fin llegó el gran día. Yo no sé lo que será el temblor de la mujer que espera un hijo, pero no puede ser más. Péter bajó al puerto, feliz, con su camisa limpia. Yo había puesto otra vez junto a su plato la pipa bien cargada, y le esperaba detrás de esos cristales, con un alegrón de avispas en las venas. Desde lejos le sentí venir, cantando, con aquella voz llena y madura de hombre entero. Al doblar la cuesta levantó la mano para saludarme… y de repente, ahí mismo, delante de mis ojos… (Se le rompe la voz). ¡No! No pudo ser la voluntad de Dios. ¡Dios no hubiera elegido esa noche! (Se domina con esfuerzo). Disculpe. No he debido recordar estas cosas. (Vuelve la abuela con la hogaza y la fuente de pescado).
ESTELA, RICARDO y la ABUELA
Abuela.
¡A la mesa, que se enfría! ¿Tardé mucho, verdad? No sé qué me pasa hoy que todo se me salta de las manos. Me hubiera gustado ponerle una rodaja de limón, pero, sí, sí, limones aquí… Claro que con dos gotas de vinagre y una hoja de menta es casi lo mismo. La hogaza es de trigo, y tierna, tierna, recién traída; el pan de casa está bien para los otros días. (Señalando a Ricardo la cabecera). Aquí. El sitio del hombre es este. Así. (Se sientan los tres).
Estela.
(Tendiéndole el cuchillo). ¿Quiere partir? Aquí siempre es el hombre el que parte el pan y bendice la mesa.
Ricardo.
Gracias. Partiré el pan. En cuanto a la oración, por mucho que quisiera no sabría encontrar las palabras. (Corta el pan, que ofrece primero a la Abuela y después a Estela. Se oye un Coro lejano de voces viriles que se acerca cantando la canción de Péter con acompañamiento de acordeón. Ricardo deja caer el cuchillo. Estela crispa la mano sobre el mantel para dominarse).
Estela.
Esa ventana, abuela… esa ventana… (La Abuela cierra las maderas. Sigue oyéndose la canción más apagada).
Abuela.
Son los muchachos que van de ronda. Qué saben ellos lo que cantan… (Se sienta de nuevo).
Estela.
Señor: bendice en el bosque el hacha del leñador. Bendice en el mar las redes del pescador. Haz que no falten en nuestra mesa el pan y los peces, como lo hizo tu hijo en la montaña del milagro. Danos la paz en el trabajo y en el sueño. Y si a alguien hemos hecho mal, perdónanos Señor, así como nosotros perdonamos… (Respira hondo). Así como nosotros perdonamos… (Solloza angustiada sobre el mantel). ¡No! ¡Es mentira! ¡Yo no he perdonado! ¡No puedo perdonar!… (Se oye más fuerte el coro de pescadores).
TELÓN.