Despacho del financiero Ricardo Jordán. Lujo frío. Sobre la mesa, ticker y teléfonos. En las paredes, mapas económicos con franjas de colores, banderitas agrupadas en los grandes mercados y cintas indicadoras de comunicaciones.
Una gran esfera terrestre, de trípode. Reloj de péndulo.
Invierno.
Enriqueta, sentada. Ricardo acude de mal humor al teléfono que llama desde que se levanta el telón. Mientras él habla, ella retoca su maquillaje.
Ricardo.
¡Hola! ¿Larga distancia…? Sí, sí, diga… Aquí también: otros cuatro enteros en media hora. Pero le repito que no hay ningún motivo de alarma… No, eso nunca; mis órdenes son terminantes y para todos los mercados. ¡Pase lo que pase! ¿Comprenden? ¡Nada más! ¡Gracias! (Cuelga. Mira el ticker que señala la cotización del momento).
Enriqueta.
¿Siguen las malas noticias?
Ricardo.
Así parece.
Enriqueta.
¿Graves?
Ricardo.
Peores las he conocido y he sabido capear el temporal. Cuando se ve de dónde viene el golpe es más fácil evitarlo.
Enriqueta.
Si te limitaras a evitarlo… Pero te conozco; no eres hombre que se conforme con encajar un golpe sin devolver otro.
Ricardo.
(Ofreciéndole un cigarrillo). Es lo que he hecho siempre. ¿Voy a acobardarme ahora?
Enriqueta.
No se trata de valor, sino de cifras. ¿Cuánto han subido hoy las acciones de la Canadiense?
Ricardo.
Catorce enteros más. Los mismos que hemos bajado nosotros.
Enriqueta.
¿Y hasta dónde puedes resistir la baja?
Ricardo.
No me importa el límite, puesto que se trata de una baja provocada artificialmente. El juego está bien claro: o la Canadiense o yo. Veremos quién ríe el último.
Enriqueta.
Ellos pueden permitirse el lujo de perder indefinidamente con tal de hundirte. No se trata de una empresa que defienda sus intereses. Es un hombre que te odia. Josué Méndel.
Ricardo.
Josué Méndel… Un aprendiz. Los primeros negocios sucios que hizo en su vida los aprendió conmigo. Yo le enseñaré a respetar a su maestro.
Enriqueta.
Pero hoy es el gran conductor de la industria y de la banca. Sabe sonreír en los salones; y las mujeres le admiran.
Ricardo.
Ya veo, ya.
Enriqueta.
Sin ironías, Ricardo. Es un juego peligroso. Puedes arrastrar a la ruina a mucha gente contigo.
Ricardo.
No puedo perder mi tiempo pensando en los demás. ¿Tienes miedo?
Enriqueta.
Por ti. Tú eres un apasionado, capaz de poner la vida entera a una carta. Él tiene los ojos fríos, camina despacio… y llega siempre adonde quiere ir.
Ricardo.
Nunca te imaginé tan pesimista. ¿Qué es lo que me aconsejas? ¿Rendirme?
Enriqueta.
Pactar.
Ricardo.
¿Con Méndel? Nunca. Él ha querido la guerra, pues tendremos guerra. Y por favor, dejemos esto: no me parece elegante para ti. ¿Por qué no me llamaste anoche?
Enriqueta.
Después de un día tan agitado supuse que necesitarías descanso. Estuve cenando en el Claridge… con unas amigas.
Ricardo.
¿No hay teléfono en el Claridge?
Enriqueta.
No quise despertarte.
Ricardo.
Qué extraño… Nunca me ha gustado el Claridge. Es donde suele reunirse la gente de Méndel.
Enriqueta.
¿Qué quieres insinuar…?
Ricardo.
Seamos claros, Enriqueta. Hasta ayer nunca habías visto a ese hombre. ¿Dónde aprendiste que Méndel tiene los ojos fríos?
Enriqueta.
¡Ricardo…! ¿Una escena de celos ahora?
Ricardo.
Perdona. (Entra Juan con una bandeja, dos vasos, coctelera y soda).
DICHOS y JUAN
Juan.
Con permiso, señor.
Ricardo.
¿Quién ha pedido eso?
Juan.
Como el señor lleva tres noches sin dormir, me he permitido… ¡Pruébelo y me lo agradecerá!; pero con cuidado. ¡Es una fórmula para soñar de pie!
Ricardo.
Gracias, Juan.
Juan.
(Dejando la bandeja). El Director del Banco y los Consejeros esperan.
Ricardo.
¿Tranquilos?
Juan.
Pálidos. El señor Director ha encendido tres cigarrillos seguidos y no ha fumado ninguno.
Ricardo.
Que pasen. (Sale Juan). Será mejor que te retires si no quieres presenciar una sesión borrascosa.
Enriqueta.
Escúchalos con calma. En estos momentos todo consejo puede ser útil. ¿Por qué me miras así?
Ricardo.
No sé. Te encuentro muy extraña. Demasiado razonable, quizá. En fin, querida; será que vamos envejeciendo. (La besa fríamente).
Enriqueta.
Piénsalo, Ricardo. Piénsalo. (Sale. Ricardo la mira ir pensativo. Se sirve un vaso. Juan abre la puerta corredera del fondo, dejando pasar al Director del banco y dos Consejeros).
RICARDO, BANQUERO, CONSEJEROS 1° y 2°.
Ricardo.
Adelante, señores. ¿Algo nuevo?
Consejero 1°.
Demasiadas cosas en poco tiempo. ¿Ha visto el curso de las cotizaciones? Ayer cerramos a ciento ochenta y hoy hemos abierto a ciento sesenta y cinco. Desde entonces acá…
Ricardo.
Ya sé. Hemos bajado catorce enteros más.
Consejero 2°.
Perdón; diez y ocho en este momento. Antes del cierre serán veinte, quizá treinta.
Banquero.
He salido de la Bolsa cuando se lanzaban al mercado cuatro mil acciones más. He visto el desconcierto de los agentes, los corrillos nerviosos de cien pequeños accionistas, las cifras derritiéndose como manteca en las pizarras.
Ricardo.
Sin embargo puedo garantizarles que es una falsa alarma.
Banquero.
No es una alarma. ¡Es el pánico! Una jauría aullando de terror y apretujándose por desprenderse de unos valores que se desploman.
Consejero 1°.
Una alarma puede cortarse con un golpe de audacia. Contra el pánico no hay fuerza humana que resista.
Ricardo.
Ahí está la única palabra; resistir. ¡Resistir! ¿A quién favorece este pánico? A Méndel. Por eso lo paga. Cuando nuestras acciones estuvieran en el suelo, él vendría tranquilamente a recogerlas y apoderarse de la empresa. Hace falta ser muy estúpido para no ver el juego.
Consejero 2°.
¿Es decir, que usted se empeña en no ver en todo esto más que una simple especulación?
Ricardo.
Lo he hecho yo muchas veces y conozco el sistema: la prensa comprada, los saboteadores a sueldo, los rumores alarmistas…
Banquero.
Desgraciadamente no son todo rumores: también hay realidades. La huelga se extiende en las refinerías amenazando con el paro total.
Ricardo.
Se compra a los líderes. Bastará doblar el precio que les haya ofrecido Méndel.
Banquero.
¿Y nuestros yacimientos de petróleo al otro lado de la frontera? El golpe de estado nacionalista no reconoce los intereses extranjeros.
Consejero 1°.
¡Nuestros pozos serán expropiados al precio que ellos fijen!
Ricardo.
Propaganda política que nadie se atreverá a confirmar. ¡El petróleo no tiene patria!
Consejero 2°.
No es una amenaza. Es noticia confirmada por nuestra agencia. Vea este cable.
Banquero.
(Mientras Ricardo lee el cable). Cuando esto se sepa en la Bolsa, la baja se convertirá en una caída vertical.
Consejero 1°.
Hay que salvar lo que se pueda, antes que sea tarde.
Ricardo.
En resumen: ¿qué es lo que me proponen? ¿Entregarnos a Méndel?
Consejero 1°.
Hoy todavía estamos a tiempo de pactar. Mañana nos tendrá atados de pies y manos.
Ricardo.
Rotundamente, ¡no! Mientras yo tenga la dirección de la empresa, mi única orden es resistir. ¡Y luego, pegar!
Banquero.
¿Con qué capital? En estas condiciones mi Banco no puede arriesgar nuevos créditos.
Ricardo.
¿También usted ha perdido la fe en mí?
Banquero.
¿Y quién puede tenerla cuando el grito de alarma ha salido de este mismo despacho? Esas cuatro mil acciones lanzadas al mercado esta misma mañana son de la señorita Enriqueta. ¡Su propia amiga!
Ricardo.
¡No es posible!
Banquero.
Anoche la vieron cenando con Méndel. En el Claridge.
Ricardo.
¡Mienten! ¿Quién la ha visto?
Consejero 1°.
Yo, señor Director.
Consejero 2°.
Y yo.
Ricardo.
¿Luego también ustedes estaban? Ahora veo clara la maniobra. El barco se hunde y las ratas se apresuran a abandonarlo. ¿No es eso? Pues no, señores. Yo sabré ponerlo a flote una vez más. Y si el capital de la empresa no basta, yo lucharé con el mío, hasta el último céntimo. (Vuelve a oírse el ticker).
Banquero.
Piénselo fríamente. Puede ser la ruina.
Consejero 1°.
(Que ha corrido a observar el ticker). Mire estas cifras. ¡Es el desplome total!
Consejero 2°.
Los accionistas exigen su dimisión. ¡Es lo único que puede salvarnos a todos!
Ricardo.
¡Basta! ¿Qué esperan? Vayan a arrodillar su miedo a los pies de Méndel. Por mi parte solo conozco una fórmula de lucha; o todo o nada. Es mi última palabra.
Banquero.
Está bien. También nosotros diremos la nuestra. ¡Vamos! (Salen).
Ricardo.
(Solo, murmura, entre dientes). Cobardes… cobardes… ¡Y ella…! (Se deja caer abismado en un sillón. Bebe de nuevo en silencio).
Rumor de lluvia. Las luces bajan visiblemente mientras se oye un extraño fondo de música, obsesiva y monótona. La puerta corrediza del foro se abre. Sola, lentamente, sin ruido alguno, dando paso al Caballero de Negro. Vuelve a cerrarse a su espalda con un discreto misterio. El Caballero de Negro viste chaqué y trae al brazo su carpeta de negocios. Solamente su sonrisa fría, su nariz rapaz y su barbilla en punta denuncian, bajo la apariencia vulgar, su perdurable personalidad. Avanza en silencio y habla sobre el hombro de Ricardo con cierta solemnidad confidencial.
RICARDO y el CABALLERO DE NEGRO
Caballero de Negro.
No lo pienses más, Ricardo Jordán. Tu amante te ha traicionado. Tus amigos, también. Estás al borde de la ruina. Tal vez de la cárcel. En estas condiciones, el único que puede salvarte soy yo. (Ricardo mira sorprendido a su alrededor y luego al desconocido, como si tardara en darse cuenta).
Ricardo.
(Se levanta). ¿Quién es usted?
Caballero de Negro.
Un viejo amigo. Cuando eras niño y tenías fe, soñabas conmigo muchas noches. ¿No te acuerdas de mí?
Ricardo.
Creo que he visto esa cara alguna vez… no sé dónde.
Caballero de Negro.
En un libro de estampas que tenía tu madre, donde se hablaba ingenuamente del cielo y del infierno. ¿Recuerdas? Pagina octava… a la izquierda.
Ricardo.
(Mirándole fijamente). ¿Entre una nube de humo? ¿Con una capa roja y una pluma de gallo?
Caballero de Negro.
Era el traje de la época. Ha habido que cambiar un poco la tramoya y la guardarropía, para ponerse a tono.
Ricardo.
(No queriendo creer). ¡No…!
Caballero de Negro.
Sí.
Ricardo.
(Se restriega los ojos). Hablemos en serio, por favor… ¿no pretenderá hacerme creer que estoy tratando con… con…?
Caballero de Negro.
Dilo sin miedo. Con el Diablo en persona.
Ricardo.
¡Demonio!
Caballero de Negro.
También. Todos mis nombres se usan como exclamación.
Ricardo.
(Tratando de reaccionar). Desconocido señor: yo no sé de qué manicomio se ha escapado usted ni qué es lo que se propone. Pero le advierto que ha elegido muy mal momento.
Caballero de Negro.
¿Malo, por qué? ¿No estabas desesperado cuando llegué?
Ricardo.
Eso sí; puede jurarlo.
Caballero de Negro.
¿Entonces…? Yo siempre elijo para los hombres ese mal cuarto de hora que vosotros elegís para las mujeres.
Ricardo.
¿Pero se da cuenta de lo absurdo de esta situación? Usted no puede estar ahí, aunque lo crea. El diablo no es un personaje de carne y hueso. Es una idea abstracta.
Caballero de Negro.
Y sin embargo aquí me tienes. De vez en cuando, hasta las ideas abstractas necesitamos salir a estirar las piernas.
Ricardo.
No puede ser. Una aparición en estos tiempos… ¡y con esa facha!
Caballero de Negro.
(Ofendido, mirándose). ¿Facha?
Ricardo.
Perdón; quiero decir, con ese aspecto provinciano, de pequeño burgués.
Caballero de Negro.
Te diré; en realidad hay tres diablos distintos según la jerarquía de las almas. Hay uno aristocrático y sutil, para tentar a los reyes y a los santos. Hay otro, apasionado y popular, para uso de los poetas, y los campesinos. Yo soy el diablo de la clase media.
Ricardo.
Ahora me explico el chaqué; y hasta la carpeta de negocios. ¿No le parece demasiada naturalidad?
Caballero de Negro.
La naturalidad siempre está bien. Incluso para lo sobrenatural. Con permiso. (Se sienta tranquilamente y se sirve un vaso).
Ricardo.
Ea, basta de bromas estúpidas. O usted se retira ahora mismo o haré que lo pongan en la calle.
Caballero de Negro.
Creo que vas a perder el tiempo: pero inténtalo. (Se sirve soda. Bebe. Ricardo aprieta en vano el timbre y luego trata de llamar al teléfono. El Caballero de Negro comenta sin mirar). Es inútil. El timbre no sonará. El teléfono tampoco.
Ricardo.
(Llamando en voz alta). ¡Juan…! ¡Juan…!
Caballero de Negro.
No te canses; mientras yo esté aquí, nadie se moverá ni escuchará tu voz. El tiempo mismo se quedará dormido en los relojes. (Ricardo mira el reloj. El péndulo se detiene).
Ricardo.
Pero entonces… es verdad. ¿No estoy soñando?
Caballero de Negro.
Pronto te convencerás del todo. Siéntate tranquilo y hablemos como dos buenos amigos.
Ricardo.
Eso de amigos…
Caballero de Negro.
No seas modesto, siéntate.
Ricardo.
Si no hay otro remedio… (Se sienta. Saca su pitillera). ¿Un cigarrillo?
Caballero de Negro.
Gracias; me hace daño el humo.
Ricardo.
(Enciende el suyo). ¿Y bien? ¿Puede saberse a qué has venido?
Caballero de Negro.
Pasaba por la bolsa, ¡donde tengo tantos clientes! He visto tu caso y vengo a proponerte un negocio. Naturalmente, un negocio espiritual.
Ricardo.
¡Tú siempre romántico!
Caballero de Negro.
Siempre; es mi destino. Mientras vosotros os preocupáis solo de la mecánica y la economía, yo sigo ocupándome exclusivamente del alma.
Ricardo.
¿Crees que la mía merece la pena?
Caballero de Negro.
En este caso, sí. Se trata de un experimento.
Ricardo.
No creo que perder mi alma te cueste mucho trabajo; la pobre debe estar bastante perdida ya.
Caballero de Negro.
(Sacando una ficha de su cartera). En efecto; según la ficha que llevo de ella está ya casi madura para la condenación. Pero todavía le falta un empujoncito: el último.
Ricardo.
Menos mal.
Caballero de Negro.
Tu lista está bien nutrida de traiciones, bajezas, escándalos y daños. Ni el dolor humano te ha conmovido nunca, ni has guardado jamás la fe jurada, ni has respetado la mujer de tu prójimo. En cuanto a aquello de no codiciar los bienes ajenos creo que será mejor no hablar, ¿verdad?
Ricardo.
Sí; realmente, sería muy largo.
Caballero de Negro.
En una palabra; todo lo que la Ley te manda respetar, lo has atropellado; todo lo que te prohíbe, lo has hecho. Hasta ahora, solo un mandamiento te ha detenido: «No matarás».
Ricardo.
(Inquieto, levantándose). ¿Es un crimen lo que vienes a proponerme?
Caballero de Negro.
Exactamente; lo único que falta en tu lista. Atrévete a completarla, y yo volveré a tus manos las riendas del poder y del dinero, que acabas de perder.
Ricardo.
No, gracias. Habré llegado muy bajo, no lo niego. Pero un crimen es demasiado.
Caballero de Negro.
¿Tan seguro estás de no haber cometido ninguno? Hay crímenes sin sangre, que no están en el Código.
Ricardo.
¿Por ejemplo…?
Caballero de Negro.
Por ejemplo… (Consulta nuevamente la ficha). Cuando eras niño pobre rondabas los muelles buscando plátanos podridos para saciar tu hambre. Treinta años después hacías arrojar al mar centenares de vagones, para hacer subir los precios. ¿Cómo llamarían a eso los niños hambrientos que siguen rondando los muelles?
Ricardo.
No puedo detenerme en sentimentalismos. El corazón es un mal negocio.
Caballero de Negro.
De acuerdo. Entonces dejemos los sentimientos y vamos a los números, que es tu fuerte. (Vuelve a consultar la ficha). En tu empresa trabajan tres mil hombres respirando los gases de las minas y el humo de las fábricas. Según las estadísticas todos ellos mueren cinco años antes de lo normal. Tres mil hombres a cinco años, son ciento cuarenta siglos de vida truncada. ¡Linda cifra, eh! La historia del mundo no tiene tanto.
Ricardo.
Tampoco de eso es mía la culpa. Yo no inventé el sistema.
Caballero de Negro.
Pero vives de él cómodamente. Y todo esto sin contar a los que tosen en plena juventud gracias a ti; y a los que engendran hijos raquíticos, gracias a ti; y a los viejos prematuros, y a los mutilados…
Ricardo.
¡Tenemos los mejores hospitales del país!
Caballero de Negro.
Lo de siempre: primero fabricáis los enfermos y después los hospitales.
Ricardo.
Entendámonos. ¿Has venido a perder mi alma o a darme una lección de moral?
Caballero de Negro.
Nunca he sabido hacer lo uno sin lo otro.
Ricardo.
Vergüenza debiera darte. Si en vez de un predicador trasnochado fueras un diablo serio, estarías orgulloso de mí.
Caballero de Negro.
¿Y quién dice que no? Desde mi punto de vista todo lo que has hecho hasta ahora es perfecto.
Ricardo.
¡Ah! Pero de esos males de que me acusas, no soy el responsable yo solo. Somos muchos. ¡Todos!
Caballero de Negro.
En eso no te falta razón. Para emplear tu lenguaje yo diría que son… «crímenes anónimos, de responsabilidad limitada».
Ricardo.
Exacto.
Caballero de Negro.
Por eso vengo a proponerte uno que sea exclusivamente tuyo; con plena responsabilidad.
Ricardo.
Es inútil. ¡No mataré…! ¡No mataré!
Caballero de Negro.
Calma. Un hombre de presa como tú no rechaza un negocio sin escuchar las condiciones.
Ricardo.
Por buenas que sean. Una cosa es encogerse de hombros ante la vida de los demás, y otra muy distinta matar con las propias manos.
Caballero de Negro.
¿Y si no hicieran falta las manos?
Ricardo.
¿Qué quieres decir?
Caballero de Negro.
Que el hecho material no me importa. Basta con la intención moral. Pon tú la voluntad de matar, y yo me encargo de lo demás.
Ricardo.
No me fío. Un negocio con tantas facilidades siempre es sospechoso.
Caballero de Negro.
Ah, ¿ya empieza a parecerte fácil?
Ricardo.
¿Y a quién no? Si la víctima cae lejos, sin que yo tenga que verla, ¿qué puede importarme?
Caballero de Negro.
Lo que esperaba. Para sufrir con el dolor ajeno, lo primero que hace falta es imaginación: y tú no la tienes. Por ese lado, puedes estar tranquilo. Es un negocio limpio.
Ricardo.
¿Sin sangre?
Caballero de Negro.
Sin sangre. ¿Aceptado?
Ricardo.
La proposición es tentadora. Pero ¿quién me responde de ti?
Caballero de Negro.
Nunca he faltado a mis pactos. Yo te prometo que nadie lo sabrá, ni habrá ley humana que pueda castigarte. ¿Dudas aún?
Ricardo.
Dicen que los criminales sueñan con sus víctimas.
Caballero de Negro.
Tú no. Ni siquiera necesitarás conocerla. Puedes elegir un nombre cualquiera en cualquier lugar de la tierra. Cuanto más lejos, mejor. Por ejemplo… (Se levanta; se descalza un guante que deja sobre la mesa, y hace girar la esfera. Después la detiene con el dedo, al azar). Aquí. Al otro lado del mar. Una pequeña aldea de pescadores en el Norte. ¿Has estado en el Norte alguna vez?
Ricardo.
Nunca.
Caballero de Negro.
Mejor; conocer un paisaje es casi conocer al hombre. Ahora haz un esfuerzo mental, y sígueme. (La luz baja más dejando solo iluminadas las dos figuras junto a la esfera). Mira, ya es de noche en la aldea. Ahí tienes a Péter Anderson —un pescador como otro cualquiera— subiendo la cuesta de su casa, frente al mar. Sopla un viento fuerte. ¿Lo oyes…? (Se oye, primero vagamente y después cada vez más próximo, el silbido del viento).
Ricardo.
No sé… Es algo así como si me zumbaran los oídos…
Caballero de Negro.
Concéntrate más. Péter Anderson acaba de comprarse una barca, y sube alegremente la cuesta, cantando una vieja canción… ¿La oyes? (Se oye la canción lejana, acercándose. Fondo de acordeón).
Ricardo.
La siento acercarse. ¿No es una ilusión mía?
Caballero de Negro.
No, es que tu alma está ahora allí. Péter Anderson ha bebido un poco de whisky… el despeñadero sobre la playa es peligroso… y corre un viento capaz de derribar a un hombre. Mañana, cuando lo encuentren en el fondo del acantilado, todo el mundo creerá que fue el viento. (Pausa. Se oye más clara la canción y el silbar del viento). ¿Qué esperas? Un simple esfuerzo de voluntad, y toda la fortuna y el poder volverán de golpe a tus manos. Si no te basta, puedo ofrecerte también la ruina de Méndel… ¿Qué esperas…?
Ricardo.
No sé… no puedo…
Caballero de Negro.
¡Tiene que ser ahora mismo, al doblar la cuesta! ¡Cierra los ojos, Ricardo Jordán! Es solo un momento.
Ricardo.
(Baja instintivamente la voz). ¿Qué tengo que hacer?
Caballero de Negro.
(Poniendo el contrato sobre la mesa). Con una firma es bastante. Aquí. (Ricardo moja la pluma y vacila. Crece el rumor del viento y la canción. El Caballero de Negro escucha, artísticamente conmovido). Al final de la cuesta hay una ventana iluminada… Péter levanta la mano para saludar… ¡Firma ahora! ¡Es el momento! (Ricardo firma. Entonces, como saliendo de la esfera misma, se oye un grito desgarrado de mujer).
Grito
¡Péter! (La canción se corta y el viento cesa repentinamente. Silencio absoluto).
Caballero de Negro.
Pobre Péter Anderson…
Ricardo.
(Sobrecogido, sin voz). ¿Ya…?
Caballero de Negro.
Ya. ¿Ves qué sencillo? Una ráfaga de viento negro sobre el despeñadero, y un pescador menos en la aldea. Es cosa de todos los días. (Guarda el documento). En cuanto a tus negocios, pronto recibirás buenas noticias. Enhorabuena. (Se dispone a salir).
Ricardo.
Espera… ¿quién dio ese grito?
Caballero de Negro.
¿Qué importa eso ya?
Ricardo.
Péter no estaba solo. Lo he oído perfectamente… ¡fue un grito de mujer!
Caballero de Negro.
No preguntes. ¡Cuanto menos sepas, tanto mejor para ti!
Ricardo.
Pero ese grito… ¡Si por lo menos no hubiera oído ese grito…!
Caballero de Negro.
(Irónico). ¿Ya empezamos…? No vuelvas a pensar en ello. Y sobre todo, no olvides tus propias palabras: el corazón es un mal negocio. (Se vuelve junto a la puerta con una sonrisa ambigua). De todos modos, pobre Péter Anderson, ¿verdad? Cantaba como un enamorado… Y parecía tan feliz. (Se inclina cortésmente). Muchas gracias. (La puerta se abre silenciosamente y sola como cuando entró y se cierra de nuevo tras él. Vuelve la luz normal. Ricardo, obsesionado, contempla en la esfera «el lugar del hecho». Por fin reacciona restregándose los ojos como si despertara. Mira el reloj. El péndulo vuelve a marchar).
Ricardo.
No puede ser. Aunque lo haya visto con mis propios ojos, ¡no puede ser! (Golpea impaciente el timbre, llamando al mismo tiempo). ¡Juan…! ¡Juan…! (Juan abre la puerta del fondo). ¡Detén a ese hombre! ¡Tráelo acá otra vez!
JUAN y RICARDO
Juan.
¿A quién, señor?
Ricardo.
Tienes que haberte cruzado con él. ¡Acaba de salir por esa misma puerta!
Juan.
Imposible. Yo estaba sentado, como siempre, ahí en el vestíbulo.
Ricardo.
¿Y no lo has visto? Un caballero vestido de negro… con una carpeta…
Juan.
Puedo jurarle que aquí no ha entrado ni salido nadie.
Ricardo.
¿Vas a hacerme creer que estoy loco? ¿Y el viento? ¿Tampoco lo has oído?
Juan.
¿Viento? En el jardín no se mueve ni una hoja.
Ricardo.
¿Y una canción? ¡Y ese grito… ese grito de mujer, ahí mismo!
Juan.
(Mirando sospechosamente la coctelera). Si el señor me permite un consejo, creo que le conviene acostarse. Ya le advertí que la fórmula del cóctel, es para soñar de pie.
Ricardo.
Ojalá no hubiera sido más que un sueño. Pero lo he visto tan claro… (Pausa). Dime, Juan ¿tú crees en el Diablo?
Juan.
(Digno). No creo que el señor tenga derecho a hacerme esa pregunta. La libertad de conciencia está garantizada en la Constitución.
Ricardo.
Perdona: no he querido ofender tus convicciones. (Pensativo). De todos modos, es extraño… muy extraño…
Juan.
¿Por qué ha de ser extraño? El señor lleva tres noches sin dormir, tiene trastornados los nervios… y ha bebido dos vasos.
Ricardo.
¿Dos…? ¿Quién te asegura que fui yo el que bebió los dos?
Juan.
(Con los vasos en la mano). La señorita habría dejado en el borde una marca de carmín. Aunque modesta, también yo tengo mi experiencia.
Ricardo.
Lo malo es que yo no recuerdo haber bebido más que el primero.
Juan.
Tranquilícese; después del primero, no hay quien recuerde los otros.
Ricardo.
Tienes razón. Todo puede explicarse por las leyes naturales. Además, lo otro sería tan absurdo… tan anacrónico. (Respira profundamente, aliviado). Gracias, Juan. No sabes el peso que me acabas de quitar de encima.
Juan.
No vale la pena; conozco mi oficio, simplemente. (Recoge todo en la bandeja. Ricardo va a encender un cigarro). ¿Este guante negro es del señor?
Ricardo.
(Nuevo sobresalto. Tira el cigarrillo). ¿Un guante negro? (Lo toma y lo mira fijamente). ¡Exacto! Por fin un rastro de realidad. ¿Qué me dices ahora? Cuando tú sueñas con un árbol de manzanas, no te encuentras una manzana al despertar, ¿verdad?
Juan.
No es lo corriente.
Ricardo.
Pues aquí está la manzana. Si este guante que vemos los dos es verdad, quiere decir que también fue verdad la mano… y el hombre de la mano.
Juan.
(Inquieto). ¿Le ocurre algo al señor?
Ricardo.
Nada que tú puedas comprender. Lo que ha ocurrido aquí es un misterio; y el misterio no esta previsto en la Constitución. (Suena el teléfono). Puedes retirarte. (Sale Juan, meneando la cabeza compasivamente. Ricardo acude al teléfono). ¿Hola? Sí, yo mismo; diga… ¿Ya?, sí, sí, lo esperaba; pero no tan pronto. Suspendan todas las compras hasta nueva orden. Gracias. (Mira la cinta del ticker que vuelve a funcionar. Se sienta pesadamente. Entra Enriqueta, radiante).
RICARDO y ENRIQUETA
Enriqueta.
¡Ricardo! ¡Qué alegría encontrarte solo! He venido corriendo; quería ser la primera en darte la noticia…
Ricardo.
(Fríamente). ¿Que he triunfado? Si no lo supiera ya, me bastaría verte aquí otra vez para comprenderlo.
Enriqueta.
¿Te lo han dicho?
Ricardo.
Sí. Ha habido un vuelco total en la Bolsa, y nuestros valores están subiendo más rápido que bajaron.
Enriqueta.
¡Si lo hubieras visto! Ha sido un espectáculo emocionante. Y de repente… como una descarga eléctrica. ¡Es para creer en milagros!
Ricardo.
Me extraña esa alegría. Si tú jugaste a vender y yo a comprar, es mala noticia para ti.
Enriqueta.
No irás a reprocharme que haya tenido miedo. Me hicieron creer que todo estaba perdido, y traté de salvar algo… pensando en los dos.
Ricardo.
Muy generoso. ¿Pero quiénes eran los dos?
Enriqueta.
Te juro que lo hice por ti. ¡Solo por ti!
Ricardo.
Gracias, querida; no esperaba menos. Pero con el otro no seas tan impaciente. Conviene que el oso este bien muerto antes de repartirse la piel. Abajo tienes el coche, es mi último regalo.
Enriqueta.
¿Debo entender que me pones en la calle?
Ricardo.
Te dejo donde te encontré. Mis saludos a Méndel.
DICHOS y CONSEJEROS 1° y 2°.
Que aparecen al mismo tiempo por distintas puertas. Después el DIRECTOR del Banco.
Consejero 1°.
¡Señor Jordán…!
Consejero 2°.
¡Señor Jordán…!
Ricardo.
Sin prisa, señores. ¿Grandes noticias, verdad?
Consejero 1°.
¡Espléndidas! ¡Nuestros pozos del sur están a salvo!
Consejero 2°.
El conflicto de las refinerías se ha solucionado. El comité de huelga retira todas sus demandas.
Consejero 1°.
Y el alza sigue vertiginosamente. ¡Las cifras suben como fiebre!
Ricardo.
¿Nada más? Eso es solo la primera parte. Algo más espectacular tiene que ocurrir aún. (Viendo llegar al Director del Banco que agita triunfalmente un cablegrama).
Banquero.
¡Sensacional!
Ricardo.
Quizá esté ahí ya.
Banquero.
Cable urgente. ¡Los pozos de petróleo de Méndel están ardiendo!
Consejero 1°.
¡Soberbio! Hay que hacer publicar esa noticia inmediatamente ¡Extra! ¡Extra!
Banquero.
Permítame felicitarle. Solo un cerebro como el suyo podía organizar una jugada así.
Ricardo.
Gracias, señores, gracias. No esperaba menos. (Sin aceptar la mano que el Director le tiende). ¿Y bien? ¿Que vienen a buscar ahora? ¿Todos, heroicamente, a ayudar al vencedor?
Banquero.
Yo siempre tuve fe en usted.
Consejero 1°.
Solo tratábamos de aconsejarle.
Ricardo.
No tengan miedo por sus migajas. La rueda de la fortuna está en marcha y nadie puede detenerla ya. Pero ¿habrá bastante dinero en el mundo para borrar esa gota de sangre?
Enriqueta.
¿Sangre?
Banquero.
¿Dónde?
Ricardo.
¡Allá! En un playa cualquiera de cualquier pueblo. Mañana un revuelo de gaviotas descubrirá el sitio… y algún niño será el primero en encontrarlo… (Se miran todos confusos). A ustedes les pregunto, hombres que todo lo compran y todo lo venden. ¿Cuánto cuesta arrancarse de los oídos un grito de mujer? ¿Qué río de oro puede devolver la luz a esos ojos azules donde se están enfriando las estrellas?
Enriqueta.
¡Ricardo!
Banquero.
(Deteniéndola, en voz baja). Calma. Son los nervios.
Ricardo.
¿Qué esperan aún? ¿No comprenden que lo que necesito ahora es estar solo…? ¡Solo!… ¡¡Solo!! (El Director se lleva del brazo a Enriqueta. Van saliendo todos. Vuelve a oírse el viento. Ricardo hace girar la esfera rápidamente). ¡Ese viento…! ¡Ese viento…! ¡Si pudiera dejar de oírlo alguna vez…! (Se deja caer en un asiento. A su alrededor se oyen voces obsesivas que repiten como hablándole al oído).
VOCES.
Péter Anderson… ¡Péter…! ¡Péter…! ¡Péter Anderson! (Se oye nuevamente el grito. La esfera sigue girando).
TELÓN.