Capítulo XVI

—¡Ah!, señorita. ¿Es cierto que está actuando un terrible envenenador?

Gina echóse hacia atrás el cabello que le caía sobre la frente y dio un respingo al oír aquella pregunta. Llevaba manchas de pintura en la cara y en los pantalones. Junto con sus ayudantes, seleccionados entre los muchachos, había estado muy atareada pintando para su próxima producción teatral un telón de fondo que representaba una puesta del Sol en el Nilo. Fue uno de sus ayudantes quien hizo la pregunta. Ernie, el muchacho que le había dado lecciones sobre el modo de abrir las cerraduras. Sus dedos eran igualmente hábiles en el manejo de las herramientas de carpintería, y era uno de los más entusiastas de la sección teatral.

Ahora sus ojos estaban brillantes.

—¿De dónde sacaste esa idea? —preguntó Gina, Indignada.

Ernie le guiñó un ojo.

—Es de lo que se habla en los dormitorios —repuso—. Pero, escuche, señorita, no fue ninguno de nosotros… Nada de eso. Nadie podría hacerle daño a la señora Serrocold. Ni siquiera Jerkins se atrevería a engañarla. Es distinto si se tratara de esa vieja bruja. Ninguno quisiéramos envenenarla, ninguno.

—No hables así de la señorita Bellever.

—Lo siento, señorita. Se me escapó. ¿Qué veneno es ése, señorita? ¿Estricnina? Le hace doler a uno la espalda, y tener una agonía terrible. ¿O era ácido prúsico?

—No sé de lo que me estás hablando, Ernie.

Ernie volvió a dedicarle un guiño.

—¡Vaya que no! El señor Alex lo hizo, según dicen, Le trajo bombones de Londres. Pero eso es mentira. El señor Alex no haría una cosa así, ¿verdad, señorita?

—Claro que no —dijo Gina.

—Es más probable que lo hiciera el señor Baumgarten. Cuando nos da clase, pone unas caras terribles, y creemos que es un vampiro.

—Quita de ahí la trementina.

Ernie obedeció mientras murmuraba como para sí:

—¡Valiente vida! Ayer quitaron de en medio al viejo Gulbrandsen y ahora un envenenador secreto. ¿No cree que puede ser la misma persona? ¿Qué diría usted, señorita, si le dijera que sé quién lo mató?

—No es posible que tú lo sepas.

—¿Que no? Suponga que estuviera fuera ayer noche y lo viera.

—¿Cómo iba a ser posible que estuvieses fuera? El Colegio se cierra a las siete, después de pasar lista.

—Después de pasar lista…, yo puedo salir cuando quiero, señorita. Los cerrojos no significan nada para mí. Salgo a pasear por el parque sólo para divertirme.

—Quisiera que dejases de decir mentiras, Ernie.

—¿Quién las dice?

—Tú. Mientes y te jactas de cosas que nunca has hecho.

—Eso es lo que usted dice, señorita. Espere a que vengan los polis y me pregunten lo que vi la noche pasada.

—Y bien, ¿qué viste?

—¡Ah! —replicó Ernie—. ¿Le gustaría saberlo?

Gina hizo ademán de perseguirle y Ernie retiróse estratégicamente. Esteban salía por el otro lado del teatro y fue a reunirse con Gina. Discutieron algunos asuntos técnicos y luego caminaron juntos en dirección a la casa.

—Parece que todos saben lo de la abuelita y los bombones —dijo Gina—. Me refiero a los muchachos. ¿Cómo se habrán enterado?

—Nos habrán oído hablar.

—Y saben lo de la tarjeta de Alex. Esteban, ¿no te parece una tontería haber puesto la tarjeta de Alex en la caja cuando precisamente iba a venir?

—Sí, pero ¿quién sabía que iba a venir? Lo decidió de sopetón y envió un telegrama. Probablemente, entonces, ya habrían enviado la caja al correo, y si no llega a venir, hubiera sido una buena idea, porque algunas veces le manda bombones a Carolina.

Y prosiguió:

—Lo que no puedo comprender es…

—… que haya alguien que quiera matar a abuelita —le atajó Gina—. Lo sé. ¡Es inconcebible! Es tan adorable… que absolutamente todos tienen que adorarla forzosamente.

Esteban no respondió, mientras Gina le observaba fijamente.

—¡Sé lo que estás pensando, Esteban!

—¿Qué?

—Estás pensando que Wally… no la adora. Pero Wally no es capaz de envenenar a nadie. Es una idea ridícula.

—¡La esposa fiel!

—No lo digas en ese tono de burla.

—No tenía intención de burlarme. Creo que lo eres. Por eso te admiro; pero, querida Gina, ya sabes que no puedes ocultarlo.

—¿Qué quieres decir, Esteban?

—Lo sabes muy bien. Tú y Wally no sois el uno para el otro. Es una de esas cosas que saltan a la vista. Él también lo sabe. Cualquier día llegará la ruptura, y los dos seréis mucho más felices.

—No seas idiota.

Esteban echóse a reír.

—Vamos, no irás a decir que os lleváis muy bien o que Wally es feliz aquí.

—Oh, no sé lo que le pasa —exclamó la joven—. Siempre está triste. Apenas habla. Yo… Yo no sé qué hacer. ¿Por qué no puede pasarlo bien aquí? Nos habíamos divertido tanto juntos…, todo era divertido… y ahora parece otro. ¿Por qué tienen que cambiar tanto las personas?

—¿Yo he cambiado?

—No, querido Esteban. Tú siempre eres Esteban. ¿Recuerdas cómo te iba detrás durante las vacaciones?

—Y qué pesada me parecías… pensaba… esa chiquilla despreciable. Bien, ahora se han invertido los papeles. Y me tienes donde tú querías, ¿no es cierto, Gina?

—Estúpido —repuso Gina sin vacilar, y agregó apresuradamente—. ¿Tú crees que Ernie ha mentido? Pretende haber estado paseando entre la niebla ayer noche, y asegura que puede decir muchas cosas del asesino. ¿Tú crees que puede ser cierto?

—¿Cierto? Claro que no. Ya sabes cómo le gusta inventar. Lo hace para darse importancia.

—Oh, lo sé. Sólo que quisiera saber…

Continuaron andando uno junto al otro, sin cruzar palabra.

El sol poniente iluminaba la fachada oeste de la casa. El inspector Curry miró en aquella dirección.

—¿Es éste el sitio donde detuvo su automóvil ayer noche? —preguntó.

Alex Rasterick echóse un tanto hacia atrás, como si reflexionase.

—Más o menos —repuso—. Es difícil precisarlo con exactitud. Había mucha niebla. Sí, yo diría que fue aquí.

El inspector Curry miró a su alrededor apreciativamente.

El camino enarenado formaba una curva suave en línea recta hacia la casa. Atravesando el espacio cubierto de césped, llegó a la terraza y entró por la puerta lateral. Momentos después se agitaron violentamente las cortinas de una de las ventanas. Luego Dodgett volvió a aparecer por la puerta que daba al jardín y regresó, jadeando como una máquina de vapor.

—Dos minutos y cuarenta y dos segundos —dijo el inspector Curry parando el cronómetro—. No se necesita más tiempo para estas cosas, ¿verdad?

Su tono era tranquilo.

—Yo no corro tanto como su ayudante —dijo Alex—. Me figuro que son mis supuestos movimientos los que está usted controlando.

—Sólo hago constar que usted tuvo oportunidad de cometer el crimen. Eso es todo, señor Restarick. No estay acusando a nadie… todavía.

Alex dirigióse al ayudante, que aún jadeaba:

—No puedo correr tanto como usted, pero creo que estoy más entrenado.

—Esto me pasa desde el año pasado que tuve bronquitis —dijo Dodgett.

—Ahora, en serio —Alex dirigióse al inspector—, a pesar de querer ponerme nervioso y observar mis reacciones… debe recordar que los artistas somos, oh, tan sensibles… ¡tan tiernos! —su voz adquirió un tono burlón—. ¿Cree de verdad que yo tengo algo que ver con todo esto? No iba a enviar una caja de bombones envenenados a la señora Serrocold con mi tarjeta dentro, ¿no le parece?

—Tal vez sea esto lo que se quiere hacernos pensar. Existe el doble engaño, señor Restarick.

—Ah, ya. Muy ingenioso. A propósito: ¿estaban envenenados esos bombones?

—Los seis rellenos de licor que había en el centro, sí. Contenían aconitina.

—No es ninguno de mis venenos favoritos, inspector. Personalmente siento debilidad por el curare.

—El curare tiene que ser introducido en la sangre, señor Restarick, y no en el estómago.

—Qué maravillosos conocimientos posee la policía —dijo Alex, admirado.

El inspector Curry dirigió una mirada de reojo al joven, observando sus puntiagudas orejas y sus facciones, más propias de un mongol que de un inglés. En sus ojos brillaba una chispita de burla maliciosa. Era difícil de saber en cualquier ocasión lo que Alex Restarick estaba pensando. ¿Era un sátiro… o tal vez un fauno? Un fauno sobrealimentado, pensó el inspector Curry de repente, y esta idea le llenó de inquietud.

Una serpiente con cerebro… así podía definirse a Alex Restarick. Más listo que su hermano. Su madre fue una rusa o algo así, según había oído decir. Todo lo que tenía algo que ver con Rusia era malo, según opinión del inspector Curry, y si Alex Restarick había asesinado a Gulbrandsen resultaría un asesino muy satisfactorio. Pero, por desgracia, Curry no estaba convencido en absoluto de que lo fuera.

El ayudante Dogett, que había recobrado el aliento, dijo:

—Moví las cortinas como usted me dijo, señor. Y conté hasta treinta. He notado que esas cortinas tienen un roto en la parte superior. Eso quiere decir que queda una abertura que permite ver desde fuera si hay luz en la habitación.

—¿Notó usted si había luz en esa ventana la noche pasada? —preguntó el inspector Curry a Alex.

—No podía distinguir la casa a causa de la niebla. Ya se lo dije.

—Pero la niebla se aclara a veces durante uno o dos minutos en algunos puntos.

—No se aclaró lo suficiente para que pudiera ver la casa, es decir, la parte principal. El edificio del gimnasio más cercano surgía ante la niebla de un modo delicioso e irreal. Daba la impresión de los almacenes en los puertos. Como le dije, estoy montando un ballet y…

—Ya me lo explicó —se apresuró a recordarle el inspector Curry.

—Uno se acostumbra a mirar las cosas desde el punto de vista de una decoración escénica, más que desde la realidad.

—Me lo figuro. Y no obstante, un escenario es bastante real, ¿no es cierto, señor Restarick?

—No veo lo que quiere usted decir, inspector.

—Pues que está hecho de materias reales… lona, madera, pintura y cartón. La ilusión está en los ojos del espectador, no en la escena. Así, como le digo, es todo totalmente real, tanto entre bastidores como visto de frente.

—¿Sabe, inspector, que eso demuestra mucha penetración? Me ha dado una idea.

—¿Para otro ballet?

—No, no es para ballet… Válgame Dios. ¿No habremos sido demasiado estúpidos?

El inspector y Dodgett regresaron a la casa atravesando el césped. (En busca de huellas, pensó Alex, pero se equivocaba. Las estuvieron buscando a primera hora de la mañana, sin éxito, pues había llovido copiosamente a las dos de la madrugada.) Alex volvía por el camino, dando vueltas en su mente a las posibilidades de su nueva idea.

Sin embargo, se distrajo de estos pensamientos al ver a Gina paseando junto al lago. La casa estaba sobre una ligera prominencia, y el terreno declinaba suavemente desde la explanada cubierta de grava hasta el lago, rodeado de rododendros y otros arbustos. Alex corrió a su encuentro.

—Si uno pudiera olvidarse de esa absurda monstruosidad victoriana —dijo poniendo los ojos en blanco—, éste podría ser el Lago de los Cisnes, y tú, Gina, su Reina. Aunque te pareces más a la reina de las Nieves. Eres cruel, siempre quieres salirte con la tuya, sin la menor piedad, amabilidad, o ni siquiera compasión. Eras muy, pero muy femenina, querida Gina.

—¡Qué malicioso eres, querido Alex!

—¿Porque no quiero dejarme engañar por ti? Estás muy satisfecha de ti misma, ¿no es así, Gina? Nos tienes a todos como a ti te gusta. A mí, a Esteban y al infeliz de tu marido.

—No digas tonterías.

—Oh, no. No son tonterías. Esteban está enamorado de ti, y yo también y Wally desesperado. ¿Qué más puede desear una mujer?

Gina le miró, echándose a reír.

—Celebro ver que al menos eres sincera. No te molestas en simular que no eres atractiva… o que te molesta terriblemente que los hombres se sientan atraídos por ti. ¿Te gusta que se enamoren de ti, verdad, cruel y despiadada Gina? ¡Incluso el pobre Edgar Lawson!

Gina le miró de hito en hito y repuso con seriedad:

—Ya sabes que eso no dura mucho tiempo. Las mujeres tienen la juventud más corta que los hombres. Tienen hijos… y se preocupan terriblemente por ellos. En cuanto pierden su atractivo, los hombres ya no las quieren y las dejan de lado. No se lo reprocho. Yo haría lo mismo. No me agradan las personas viejas, feas o enfermas, que se quejen de sus problemas o que son tan ridículas como Edgar, pavoneándose e inventando cosas para darse importancia. ¿Dices que soy cruel? ¡Es el mundo el cruel! ¡Y más pronto o más tarde lo será conmigo! Pero ahora soy joven, bonita, y la gente me encuentra atractiva. —Sus dientes brillaron al mostrarlos con su peculiar sonrisa—. Sí, Alex, me divierte. ¿Por qué no puedo divertirme?

—¿Por qué no, desde luego? —replicó Alex—. Lo que quiero saber es lo que vas a hacer, ¿vas a casarte con Esteban o conmigo?

—Estoy casada con Wally.

—Temporalmente. Cualquier mujer puede cometer un error al casarse…, pero no hay necesidad de persistir en el error. Una vez se ha representado la comedia en provincias, ha llegado la hora de representarla en Londres.

—¿Y ese Londres eres tú?

—Sin duda alguna.

—¿De veras quieres casarte conmigo? No te puedo imaginar casado.

—Pues insisto en ello. Las aventuras siempre me han parecido muy anticuadas. Luego surgen infinidad de dificultades para los pasaportes, hoteles y demás. ¡No tendré nunca una amante, a menos que no haya otro remedio!

La risa de Gina sonó clara y fresca.

—Eres muy divertido, Alex.

—Es todo mi haber. Esteban es más atractivo que yo. Es muy guapo y vehemente, cosa que entusiasma a las mujeres. Pero la vehemencia resulta aburrida en el hogar. Conmigo, Gina, la vida te divertirá más.

—¿Es que no vas a decirme que me amas con locura?

—Por verdad que eso fuera, no te lo diría. Tú ganarías un punto y yo lo perdería. No; estoy dispuesto a pedirte en matrimonio de un modo comercial.

—Tendré que pensarlo —repuso Gina, sonriendo.

—Naturalmente. Además, primero tienes que sacar a Wally de su desesperación. Le tengo mucha simpatía. Debe de ser un infierno para él estar casado contigo y que le hayas arrastrado hasta esta pesada y filantrópica atmósfera familiar.

—¡Qué animal eres, Alex!

—Un animal muy perspicaz.

—Algunas veces —dijo Gina—. No creo que Wally me quiera ni tanto así. Ya no me hace ningún caso.

—¿Le has estado molestando con un palo y no te ha respondido? Que contrariedad.

Como un relámpago, la mano de Gina propinó una bofetada en la suave mejilla de Alex.

—¡Tocado! —exclamó Alex.

Con un rápido movimiento, la tomó en sus brazos y antes de que ella pudiese resistirse la besó con ardor. La joven se debatió unos momentos… luego fue cediendo…

—¡Gina!

Se separaron. Mildred Strete, con el rostro arrebolado y los labios temblorosos, les miraba acusadoramente. Por unos momentos su vehemencia apenas le permitió pronunciar las palabras.

—Qué lamentable… qué lamentable… tú eres igual que tu madre… siempre supe que eras mala… de mala raza… depravada… y no sólo una esposa infiel… sino además una asesina. ¡Sé lo que digo!

—¿Y qué es lo que sabes? No seas ridícula, tía Mildred.

—No soy tía tuya, a Dios gracias. No tenemos ningún parentesco de sangre. ¡Tú, ni siquiera sabes quién fue tu madre, ni de dónde vino! Pero yo sé muy bien quiénes han sido mis padres. ¿Qué clase de criatura crees que adoptarían ellos? ¡La hija de un criminal o de una mujer desgraciada, con toda seguridad! Eso debieron de ser tus padres. Debieron pensar que la mala sangre sale a relucir algún día. Aunque me atrevería a asegurar qué es la parte italiana que hay en ti la que te hizo emplear veneno.

—¿Cómo te atreves a hablarme así?

—Diré lo que me parezca. Ahora no puedes negarlo. ¡Atrévete a negar que alguien intentó envenenar a mi madre! ¿Y quién es la persona más adecuada? ¿Quién entrará en posesión de una gran fortuna a su muerte? Tú, Gina, y puedes estar segura de que la policía no ha pasado por alto ese detalle.

Mildred se alejó de la habitación a toda prisa, temblando todavía.

—Un caso patológico —dijo Alex—. Definitivamente patológico. Muy interesante.

—No seas ofensivo, Alex. Oh, la odio, la odio, la odio.

Gina se retorcía las manos con furia.

—Afortunadamente no tenías un arma a mano —dijo Alex—. De otro modo, la querida señora Strete hubiera sabido algo más sobre el crimen, desde el punto de vista de la víctima. Cálmate, Gina. No te pongas melodramática, como si estuvieras representando una ópera italiana.

—¿Cómo se atreve a decir que yo intento envenenar a abuelita?

—Bueno, querida; alguien ha tratado de hacerlo. Y, contando con los motivos, tú eres la más indicada, ¿no te parece?

—¡Alex! —Gina le miró con desmayo—. ¿Es que lo cree la policía?

—Es en extremo difícil saber lo que piensa la policía… Oculta perfectamente bien sus opiniones. No es tonta, ya lo sabes. Eso me recuerda…

—¿Adónde vas?

—A poner en práctica una idea.