Capítulo XIV

La señora Strete hacía mucho más juego con la biblioteca que Gina. En ella no había nada exótico. Vestía de negro con un broche de ónix, y llevaba una redecilla para recoger sus cabellos grises, cuidadosamente peinados.

Según opinión del inspector Curry, representaba el aspecto de la viuda de un pastor protestante…, lo cual era muy extraño, porque muy pocas personas representan lo que son en realidad.

Incluso la línea de sus labios tenía cierto misticismo. Podría representar a la Fe, y tal vez la Esperanza, pero no a la Caridad.

Además, era evidente que la señora Strete estaba ofendida.

—Había pensado que usted tendría alguna idea de cuándo me iba a necesitar, inspector. Me he visto obligada a esperar toda la mañana.

Según Curry, era su complejo de superioridad el que se sentía herido, y se apresuró a echar aceite sobre las turbulentas aguas.

—Lo siento mucho, señora Strete. Tal vez usted ignore cómo se hacen estas cosas. Comenzamos, ya sabe, por los testigos menos importantes…, les quitamos de en medio, por así decir. Es de sumo interés reservar para lo último la persona en cuyo juicio podamos confiar… buena observadora… por quien podamos comprobar todo lo que se nos ha dicho hasta este momento.

La señora Strete ablandóse visiblemente.

—Oh, ya comprendo. No me había dado cuenta del todo.

—Usted es una mujer juiciosa y sensata, señora Strete. Una mujer de mundo. Y ésta es su casa…, usted es la hija de esta casa, y puede hablarme de todos los que viven en ella.

—Desde luego —repuso Mildred.

—De modo que comprenda que cuando lleguemos a la pregunta de quién mató a Christian Gulbrandsen podrá sernos de gran ayuda, más valiosa que cualquier otra.

—¿Pero es que hay que preguntarlo? ¿Es que no está bien claro quién asesinó a mi hermano?

El inspector Curry echóse hacia atrás y se acarició el pequeño bigote.

—Bien…, tenemos que ir con cuidado —dijo—. ¿Usted cree que está muy claro?

—Naturalmente. Ha sido ese horrible americano, esposo de la pobre Gina. Es el único extraño en la casa. No sabemos nada de él. Probablemente será uno de esos terribles gángsters americanos.

—Pero eso no es razonable. ¿Por qué iba a matarle?

—Porque Christian había averiguado algo con respecto a él. Por eso vino tan pronto aquí, después de su última visita.

—¿Está segura de lo que dice, señora Strete? Piénselo bien.

—Vuelvo a decirle que a mí me parece bien claro. Él dejó entrever que su visita estaba relacionada con el Trust…, pero eso… es una tontería. Vino por ese motivo hace sólo un mes y desde entonces no ha habido nada de importancia. Por eso el motivo de su visita fue de índole particular. Vio a Walter en su última visita y pudo reconocerle… o tal vez hizo averiguaciones en los Estados Unidos… tiene agentes por todo el mundo… y descubriría algo verdaderamente lamentable. Gina es una muchacha muy tonta. Siempre le han vuelto loca los hombres. Puede que fuera un perseguido por la justicia, o que estuviera ya casado, o un personaje de los bajos fondos. Pero mi hermano Christian no era un hombre fácil de engañar. Estoy segura de que vino aquí para dejar bien sentadas las cosas. Le diría a Walter lo que acababa de descubrir y, naturalmente, Walter le mató.

El inspector Curry añadió unos grandes bigotes a uno de los gatos que dibujaba en la hoja de papel y dijo:

—Síííí…

—¿No cree usted que eso es lo que debió ocurrir?

—Sí…, es posible —admitió el inspector.

—¿Qué otra solución podría haber? Christian no tenía enemigos. Lo que no puedo comprender es por qué no ha arrestado todavía a Walter.

—Pues, verá usted, señora Strete, necesitamos pruebas.

—Es probable que no le cueste encontrarlas. Si cablegrafía a América…

—Oh, sí, preguntaremos quién es Walter Hudd. Puede estar segura. Pero hasta que podemos probarlo, no hay poco que hacer. Claro que hay una oportunidad…

—Salió detrás de Christian, pretextando que había una avería de las luces.

—Y se apagaron totalmente.

—Pudo haber preparado el truco fácilmente.

—Cierto.

—Eso le proporcionaba la excusa. Siguió a Christian hasta su habitación, disparó contra él, arregló el fusible y volvió a reunirse con nosotros en el vestíbulo.

—Su esposa dijo que había vuelto ya cuando sonó el disparo en el exterior.

—¡No crea nada de lo que diga! Gina diría cualquier cosa. Los italianos nunca dicen la verdad. Y ella es romana.

El inspector Curry soslayó la cuestión.

—¿Usted cree que su esposa estaba de acuerdo con Walter?

Mildred Strete vaciló unos instantes.

—No…, no. No lo creo. Éste debe haber sido uno de sus motivos… el evitar que Gina supiera la verdad con respecto a él. Al fin y al cabo, Gina es su comida.

—Y una joven encantadora.

—Oh, sí. Siempre he dicho que Gina es muy atractiva. Un tipo muy corriente en Italia, naturalmente. Pero si quiere saber mi opinión, es dinero lo que Walter Hudd anda buscando. Por eso vino aquí y se quedó a vivir con Serrocold.

—La señora Hudd está bien provista, ¿no es verdad?

—Ahora, no. Mi padre puso la misma suma de dinero que me dejó a mí a nombre de su madre. Pero claro, tomó la nacionalidad de su esposo (creo que ahora la ley ha cambiado), y con la guerra, y siendo él fascista, Gina tiene muy poco. Mi madre la estropea, y su tía americana, la señora Van Rydock, gasta enormes sumas en ella y le compró todo lo que quiso durante los años de guerra. No obstante, Walter no piensa hacer nada hasta que muera mi madre y Gina entre en posesión de una gran fortuna.

—Lo mismo que usted, señora Strete.

Un ligero color rosado tino las fláccidas mejillas de Mildred.

—Lo mismo que yo, como usted ha dicho. Mi esposo y yo siempre vivimos sencillamente. Gastaba muy poco dinero, como no fuese en libros… Era un hombre muy erudito. Mi dinero casi se ha doblado. Es más que suficiente para mis necesidades. Sin embargo, siempre puede utilizarse en hacer bien a los demás. Cualquier dinero que llegue hasta mí, lo consideraré un legado sagrado.

—Pero no será una custodia, ¿verdad? Irá directamente a sus manos.

—Oh, sí… en ese sentido, sí. Sí, será sólo mío.

Algo que vibró en sus últimas palabras hizo que el inspector alzara la cabeza sorprendido. La señora Strete no le miraba. Sus ojos estaban radiantes y sus finos labios curvados en una sonrisa de triunfo.

El inspector habló pausadamente:

—Entonces, según usted… y, naturalmente, tiene amplias oportunidades para poder juzgar… El señor Walter Hudd desea el dinero que irá a parar a manos de su esposa cuando muera la señora Serrocold. A propósito: no es muy fuerte, ¿verdad?

—Mi madre siempre ha estado delicada.

—Cierto. Pero a menudo las personas delicadas viven tanto o más que las robustas y de mucha salud.

—Sí, supongo que ocurre así.

—¿Ha observado si la salud de su madre ha empeorado últimamente?

—Padece reumatismo, pero cuando uno se hace viejo algo tiene que tener. No me inspiran simpatía las personas que se quejan de sus inevitables dolencias y achaques.

—¿Y la señora Serrocold se queja?

Mildred guardó silencio unos segundos.

—Ella no, pero suele dar mucho quehacer, Mi padrastro es demasiado solícito. Y en cuanto a la señorita Bellever, la pone en ridículo. En todos los casos, esa señorita trajo mala influencia a esta casa. Hace muchísimos años que está aquí, y su afecto hacia mi madre, aunque admirable, llega a convertirse en una carga. Materialmente, tiene tiranizada a mi madre. Ella lleva el mando de la casa y se preocupa demasiado. No me sorprendería oírle decir a mi madre que se marchara. No tiene tacto… ninguno… y es una prueba para un hombre descubrir que su esposa está completamente dominada por una doméstica.

El inspector Curry meneaba la cabeza asintiendo.

—Ya… ya… Hay una cosa que no entiendo del todo, señora Strete. La posición de los dos hermanos Restaríck.

—Más sentimentalismo tonto. Su padre se casó con mi pobre madre por su dinero. Dos años después se fugó con una cantante yugoslava de la más baja moral. Él no valía nada. Mi madre fue lo bastante blanda como para sentir compasión de los dos niños. Puesto que no era cosa que pasaran sus vacaciones con una mujer de tan malas costumbres, los adoptó más o menos. Y han estado aquí desde entonces. Oh, sí, hay muchos gorrones en esta casa, se lo puedo asegurar.

—Alex Restarick tuvo oportunidad de matar a Christian Gulbrandsen. Estaba solo en su coche… y anduvo a solas el trecho que separa la verja de la entrada de la casa… ¿Y qué me dice de Esteban?

—Esteban se hallaba en el vestíbulo con todos nosotros. No apruebo a Alex Restarick… Está tomando muy mal aspecto, me imagino que debido a la vida tan irregular que lleva… pero, la verdad, no le considero un asesino. Además, ¿Por qué iba a matar a mi hermano Christian?

—Siempre tropezamos con lo mismo, ¿no? —dijo el inspector sonriendo—. ¿Qué es lo que sabía Christian Gulbrandsen… de alguien… que hizo necesario que ese alguien le asesinara?

—Exacto —repuso la señora Strete triunfante—. Por eso debió ser Walter Hudd.

—A menos que fuese alguien más cercano a la familia.

—¿Qué quiere insinuar? —preguntó Mildred con aspereza.

—El señor Gulbrandsen pareció muy preocupado por la salud de la señora Serrocold mientras estuvo aquí —repuso el inspector, con calma.

La señora Strete frunció el ceño.

—Los hombres siempre se preocupan por mi madre porque parece frágil. ¡Creo que a ella también le gusta eso!

—¿Usted no está preocupada por la salud de su madre?

—No. Creo que soy razonable. Naturalmente, mí madre ya no es joven…

—Y al fin, todos hemos de morir —concluyó el inspector Curry—. Pero no antes de la hora que tengamos señalada. Eso hay que impedirlo a toda costa.

Habló intencionadamente y Mildred Strete pareció animarse de repente.

—Oh, es horrible, horrible. A nadie más de esta casa parece haberle importado la muerte de Christian. Yo soy la única pariente carnal. Para mi madre era sólo un hijastro ya mayor. Para Gina, nada en realidad; pero era mi hermano.

—Hermanastro —le corrigió el inspector.

—Hermanastro, si. Pero los dos éramos Gulbrandsen, a pesar de la diferencia de edad.

—Sí…, sí —dijo Curry, amablemente—. Comprendo su punto de vista.

Mildred Strete salió con los ojos llenos de lágrimas. Curry miró a Lake.

—Así que ella está segura de que ha sido Walter Hudd —le dijo—. No puede soportar ni por un momento la idea de que fuese otro.

—Y tal vez tenga razón.

—Es posible que sí. Wally es uno de los que concuerda. Tuvo oportunidad… y motivos. Porque si desea dinero rápidamente, la abuela de su esposa debía morir. Wally altera su medicina… o se entera de algún modo… Sí, concuerda perfectamente.

Hizo una pausa antes de continuar.

—A propósito, a Mildred Strete le agrada el dinero… Puede que no lo gaste…, pero le gusta. No sé por qué.

—Puede que sea una avara… con la pasión de los avaros. O tal vez le atraiga el poder que da el dinero. Quizá lo quiera para emplearlo en beneficencia. Es una Gulbrandsen. Es posible que quiera emular a su padre.

—Un complejo, ¿no? —dijo el sargento Lake, rascándose la cabeza.

—Será mejor que veamos a ese extraño joven Edgar Lawson, y después iremos al Gran Vestíbulo y averiguaremos quiénes estaban allí… y por qué… y cuándo… Hemos oído una o dos cosas interesantes esta mañana.

Es muy difícil, pensó el inspector Curry, formar una opinión exacta de alguien por lo que de él nos dicen los demás.

Edgar Lawson había sido descrito aquella mañana por bastante personas bien distintas, pero al verle ahora, el propio parecer de Curry y sus impresiones fueron muy dispares.

Edgar no daba la sensación de ser «extraño», o «peligroso», ni «arrogante», ni siquiera «anormal». Parecía un hombre muy corriente, muy abatido y humilde. Era joven, vulgar y tristón.

Estaba ansioso por hablar y disculparse.

—Sé que me he portado muy mal. No sé lo que me pasó…, no lo sé. Hacer una escena semejante y luego disparar contra el señor Serrocold, que ha sido tan bueno conmigo y ha tenido tanta paciencia también.

Se retorcía las manos muy nervioso. Eran las manos de un sentimental, con las muñecas muy huesudas.

—Si tiene que detenerme por ello, iré con usted en seguida. Lo merezco. Me declararé culpable.

—No tenemos ningún cargo contra usted —repuso el inspector—. Así que carecemos de pruebas para actuar. Según el señor Serrocold, la pistola se disparó por accidente.

—Eso es porque es tan bueno. ¡Nunca hubo un hombre más bueno que el señor Serrocold! Lo ha hecho todo por mí.

—¿Qué le impulsó a actuar como lo hizo?

Edgar parecía violento.

—Perdí la cabeza.

—Eso parece —repuso el inspector Curry secamente—. Usted dijo al señor Serrocold en presencia de testigos que había descubierto que él era su padre. ¿Era eso cierto?

—No.

—¿Qué es lo que le impulsó a pensarlo? ¿Acaso alguien le metió esa idea en la cabeza?

—Pues es un poco difícil de explicar.

—Inténtelo. No queremos forzarle.

—Pues, verán, tuve una infancia bastante dura. Los otros niños se burlaban de mí porque no tenía padre. Decían que era un bastardo… lo cual, era verdad, claro. Mi madre estaba siempre bebida y constantemente venían hombres a nuestra casa. Creo que mi padre era un marino extranjero. La casa estaba sucia, y se parecía bastante a un infierno. Y entonces di en pensar, en imaginar que mi padre no había sido un marinero extranjero, sino alguien importante… y solía inventar historias. Primero cosas de niños… que me habían cambiado al nacer… que en realidad yo era un heredero…, esas cosas. Luego fui a una nueva escuela y lo intenté un par de veces. Dije que mi padre era un Almirante de la Armada. Yo llegué a creerlo, y entonces no me sentía tan mal.

Hizo una pausa antes de continuar:

—Y luego… más tarde… inventé otras cosas y puse en práctica nuevas ideas. Solía vivir en hoteles donde contaba que era un piloto de guerra… o del Servicio Secreto. Toda clase de historias. Me era imposible dejar de decir mentiras. Pero yo no intentaba conseguir dinero por este medio. Sólo eran fanfarronadas para que la gente pensara algo más en mí. No tuve intención de aprovecharme. El señor Serrocold puede decírselo… y el doctor Maverick… tiene todos los informes.

El inspector Curry asintió con la cabeza. Ya había estudiado el caso de Edgar y leído su ficha policíaca.

—El señor Serrocold consiguió que me pusieran en libertad para traerme aquí. Dijo que necesitaba un secretario que le ayudara… y yo le ayudé. De verdad. Sólo que los demás se reían de mí. Siempre se estaban burlando de mí.

—¿Quiénes? ¿La señora Serrocold?

—No, ella no. Es una señora… siempre se muestra amable y cariñosa. Pero Gina me trataba como a un perro. Y también Esteban Restarick. Y la señora Strete me miraba como si yo no fuera un caballero. Lo mismo que la señorita Bellever… ¿y ella quién es? Una compañera a sueldo de la señora Serrocold, ¿no es cierto?

Curry pudo apreciar que se iba excitando.

—¿Y por eso no les encontraba muy simpáticos?

—Era porque yo soy un bastardo. De tener un padre no se hubieran portado así —repuso Edgar con pasión.

—¿Por eso se apropió de dos padres famosos?

Edgar enrojeció.

—Siempre tengo que estar mintiendo.

—Y por fin dijo que el señor Serrocold era su padre. ¿Por qué?

—Porque eso habría de hacerles callar para siempre, ¿no? Si él era mi padre, no podían hacerme nada.

—Sí. Pero le acusó de ser su enemigo… y de estarle persiguiendo.

—Lo sé… —se puso la mano por la frente—. Siempre me sale todo mal. Hay veces que no… que no veo las cosas muy claras. Estoy atontado.

—¿Y cogió el revólver de la habitación del señor Walter Hudd?

Edgar pareció extrañarse.

—¿Lo hice? ¿Es ahí donde lo encontré?

—¿No recuerda de dónde lo sacó?

—Quise amenazar con él al señor Serrocold. No tenía intención de asustarle. Fue una cosa puramente infantil.

—¿De dónde sacó el revólver? —volvió a preguntar el inspector, con paciencia.

—Usted lo ha dicho… de la habitación de Walter.

—¿Lo recuerda?

—Debí sacarlo de allí. No pudo ser de ninguna otra parte, ¿verdad?

—No lo sé; alguien… pudo habérselo dado.

Edgar guardaba silencio… con el rostro impasible.

—¿Es así como ocurrió?

Edgar repuso emocionado:

—No me acuerdo. Estaba trastornado. Estuve paseando por el jardín, presa de un ataque de rabia. Creí que la gente me espiaba, me vigilaba, con el afán de hundirme. Incluso esa anciana de cabellos blancos tan agradable… Ahora no puedo comprenderlo. Siento que debía estar loco. ¡No recuerdo ni dónde estuve ni lo que hice la mitad del tiempo!

—Seguramente recordará quién le dijo que el señor Serrocold era su padre.

Edgar continuó impasible.

—Nadie me lo dijo —replicó de pronto—. Se me ocurrió a mí.

El inspector suspiró. No estaba satisfecho, pero pudo darse cuenta de que por el momento no conseguiría adelantar nada.

—Bien, en el futuro vigile sus actos —le dijo.

—Sí, señor. Sí, desde luego.

Cuando Edgar se marchó, Curry meneó lentamente la cabeza.

—¡Estos casos patológicos son el demonio!

—¿Cree que alguien habrá influido en él?

—Mucho menos de lo que había imaginado. Es un débil mental, un jactancioso, un mentiroso… No obstante, hay cierta sencillez en él. Y es mucho más sugestionable de lo que hubiera podido suponer.

—Oh, sí, la señorita Marple tuvo razón en eso. Es una mujer muy astuta, pero me gustaría saber quién pudo ser. Él no lo dirá. Si lo supiéramos… Vamos, Lake, vamos a reconstruir exactamente la escena que tuvo lugar en el Gran Vestíbulo.

Esto concuerda a las mil maravillas.

El inspector Curry estaba sentado ante el piano, y el sargento Lake junio a la ventana, mirando al lago. Curry prosiguió:

—Si yo estoy sentado mirando la puerta del despacho, no puedo verle a usted.

El sargento Lake se levantó sin hacer ruido y se dirigió hacia la puerta de la biblioteca.

—Toda esta parte de la habitación estaba a oscuras. Las únicas luces encendidas eran las de junto a la puerta del despacho. No, Lake, ni le vería marchar. Una vez en la biblioteca usted podía salir por la otra puerta al corredor… en dos minutos a la habitación de los huéspedes, disparar contra Gulbrandsen y volver por la biblioteca para ocupar de nuevo la silla junto a esa ventana. Las mujeres sentadas ante el fuego le daban la espalda. La señora Serrocold estaba sentada aquí… a la derecha de la chimenea, cerca de la puerta del despacho. Todos están de acuerdo en decir que no se movió y es la única que estaba situada en la dirección en que todos miraban. La señorita Marple ahí, mirando al despacho por encima de la señora Serrocold. La señora Strete a la izquierda… y en una esquina muy oscura. Pudo haber entrado y salido sin ser vista. Sí, es posible.

Curry sonrió de pronto.

—Y yo también podía irme —se alejó sigilosamente del taburete del piano caminando junto a la pared hasta llegar a la puerta—. La única persona que podría notar que ya no estaba sentado al piano sería Gina Hudd. Y recuerde que Gina dijo: Esteban estaba sentado ante el piano al principio. No sé a dónde fue luego.

—¿Así cree usted que fue Esteban?

—No sé quién ha sido —repuso Curry—. No fue Edgar Lawson ni Lewis Serrocold ni su esposa ni la señorita Juana Marple. Pero en cuanto a los demás…, fue mucha casualidad. Y, no obstante, me gusta bastante ese muchacho. Sin embargo, eso no es ninguna prueba.

Rebuscó entre las partituras que estaban sobre el piano.

—¿Hindemith? ¿Quién es? Nunca oí hablar de él. ¡Shostakoyitch! Qué nombres tienen estos compositores. —Se puso en pie y alzó la tapa del anticuado taburete.

—Aquí hay más. El «Largo» de Haendel. Unos ejercicios de Czerny. La mayoría deben de ser de la época del viejo Gulbrandsen. «Conozco un bello jardín…» La mujer del vicario solía cantarlo cuando yo era niño…

Se detuvo… con las amarillentas páginas de la canción en la mano. Debajo, reposando sobre los Preludios de Chopin, vio una pequeña pistola automática.

—Esteban Restarick —exclamó el sargento Lake, alegremente.

—No saque ninguna conclusión precipitada —le aconsejó el inspector—. Apuesto diez contra uno a que eso es lo que pretenden que pensemos.