Gina saludó muy excitada a la señorita Marple cuando ésta bajó a desayunarse a la mañana siguiente.
—La policía está aquí otra vez —le dijo—. Se han metido en la biblioteca. Wally se siente fascinado. No comprendo cómo pueden estar tan tranquilos e indiferentes. Creo que está emocionadísimo por lo ocurrido. Yo, no. Lo aborrezco. Me parece horrible. ¿Por qué cree usted que estoy tan excitada? ¿Por tener sangre italiana?
—Es muy posible. Por lo menos, tal vez eso explique por qué no le importa exhibir sus sentimientos.
La señorita Marple sonrió al decir esto.
—Jolly está terriblemente furiosa —dijo Gina, colgándose del brazo de la señorita Marple para acompañarla al comedor—. Creo que debe ser porque la policía se ha hecho cargo de todo y ella no puede «dominarlos» como hace con todos nosotros.
—Alex y Esteban —continuó Gina al entrar en el comedor, donde los dos hermanos terminaban su desayuno— ni se preocupan.
—Gina, querida —dijo Alex—, eres muy poco amable. Buenos días, señorita Marple. A mí me preocupa muchísimo. Por el hecho de que apenas conocía a tu tío Christian, soy el primer sospechoso. Espero que te des cuenta de ello.
—¿Por qué?
—Pues, verás. Yo llegué en mi coche en el preciso momento en que se desarrollaban los acontecimientos. Han estado comprobando cosas, y al parecer tardé demasiado tiempo en recorrer la distancia que media entre la verja y la casa… el tiempo necesario para dejar el coche, darle vuelta a la casa, entrar por la puerta lateral, matar a Christian, salir corriendo y volver al automóvil.
—¿Y qué es lo que estuviste haciendo en realidad?
—Creí que a las niñas pequeñas se les enseñaba a no hacer preguntas indiscretas. Pues estuve como un tonto contemplando durante varios minutos el efecto de la niebla y la luz, pensando utilizarlo en el escenario, para mi nuevo ballet.
—¡Pero puedes decírselo a la policía!
—Naturalmente. Pero ya sabes cómo son. Dirán: «Muchas gracias», muy educaditos, y lo escribirán todo, y uno no puede saber en qué están pensando. Tienen una mentalidad muy escéptica.
—Lo que me divertiría viéndote en un apuro, Alex —dijo Esteban con sonrisa cruel—. ¡Yo estoy a cubierto de toda sospecha! Anoche no me moví del vestíbulo.
Gina exclamó:
—¡Pero no es posible que piensen que ha sido uno de nosotros!
Sus ojos oscuros estaban abiertos por el asombro.
—No se te ocurra decir que debe haber sido un vagabundo, querida —dijo Alex, sirviéndose más mermelada—. Está muy gastado.
La señorita Bellever asomó la cabeza por la puerta para decir:
—Señorita Marple, cuando haya terminado de desayunarse, ¿querrá venir a la biblioteca?
—Usted, otra vez —dijo Gina—. Antes que todos nosotros.
Parecía algo ofendida.
—¿Eh, qué ha sido eso? —preguntó Alex.
—No he oído nada —replicó Esteban.
—Ha sido un disparo de revólver.
—Han estado disparando en la habitación donde asesinaron a tío Christian —dijo Gina—. No sé por qué. Y fuera también.
La puerta volvió a abrirse para dar paso a Mildred, vestida de negro y con un collar de cuentas de ónix.
Dio los buenos días sin mirar a nadie y tomó asiento. Con voz apenas perceptible, dirigióse a Gina.
—Ponme un poco de té, por favor. No quiero comer mucho…, sólo unas tostadas.
Con un pañuelito que llevaba en la mano, se secó los ojos y las mejillas, con gesto delicado. Luego alzó la vista mirando sin ver a los dos hermanos. Esteban y Alex parecían violentos. Sus voces se convirtieron en un susurro y pronto se levantaron para marcharse.
La señora Strete dijo:
—¡Ni siquiera una maldita coartada!
—Me figuro que no sabrían de antemano que se iba a cometer un crimen —replicó la señorita Marple, disculpando a todo el mundo.
Gina ahogó una risita y Mildred la miró duramente.
—¿Dónde está Walter? —quiso saber.
—No lo sé. No lo he visto.
Tenía todo el aspecto de una chiquilla culpable. La señorita Marple se levantó.
—Voy a la biblioteca —anunció.
Lewis Serrocold estaba de pie junto a la ventana. No había nadie más en la biblioteca.
Cuando entró la señorita Marple, dirigióse a su encuentro y tomó una de sus manos entre las suyas.
—Espero —le dijo— que este golpe no le haya sido perjudicial. Al estar tan cerca de lo que es, sin duda alguna, un asesinato, debe ser una impresión muy fuerte para quien no ha estado nunca en contacto con estas cosas.
La modestia impidió a la señorita Marple contestar que se encontraba tan a gusto como en su casa, a pesar del crimen y limitóse a decir que la vida en St. Mary Mead no era tan apacible como se creía.
—Suceden cosas muy desagradables en un pueblo, se lo aseguro —le dijo—. Y uno tiene oportunidades de estudiar los hechos, cosa que no le ocurriría nunca en una ciudad.
Lewis Serrocold la escuchaba con indulgencia, pero sólo con una oreja.
—Necesito su ayuda —dijo sencillamente.
—Pues, claro, señor Serrocold.
—Éste es un asunto que afecta a mi esposa… que afecta a Carolina. Creo que usted la quiere de verdad.
—Sí, desde luego. Todo el mundo la quiere.
—Eso es lo que yo creía, pero parece que estaba equivocado. Con el permiso del inspector Curry, voy a decirle algo que nadie sabe todavía, a excepción de una sola persona.
Y le refirió brevemente lo que le dijera al inspector Curry la noche anterior.
La señorita Marple estaba horrorizada.
—No puedo creerlo, señor Serrocold. No puedo creerlo.
—Eso es lo que me pasó a mí cuando me lo dijo Christian Gulbrandsen.
—Yo hubiera dicho que la querida Carrie Louise no tenía un enemigo en todo el mundo.
—Parece increíble que pueda tenerlos. ¿Pero ve usted la complicación? El envenenamiento… el envenenamiento lento…, es cosa que debe hacerse en la intimidad de la familia. Debe ser alguien que está entre nosotros.
—Es cierto. ¿Está seguro de que el señor Gulbrandsen no se equivocó?
—Christian no estaba equivocado. Era un hombre demasiado prudente para asegurar sin fundamento una cosa así. Además, la policía analizó una muestra del contenido del frasco de la medicina de Carrie, y la copa que no tomó la otra noche. Encontraron arsénico… y no estaba en la receta. La cantidad tardarán algún tiempo en precisarla, pero se ha comprobado la presencia del arsénico.
—Entonces, su reuma…, su dificultad en andar…, todo eso…
—Sí, los calambres en las piernas, son típicos, según tengo entendido. Y también, antes de que usted llegara, Carolina sufrió uno o dos ataques fuertes de tipo gástrico… y no imaginé… hasta que vino Christian.
Se interrumpió. La señorita Marple dijo suavemente:
—¡Así pues, Ruth tenía razón!
—¿Ruth?
Lewis Serrocold pareció sorprenderse. La señorita Marple se ruborizó.
—Hay algo que no le he dicho. Mi venida a esta casa no ha sido del todo casual. Si me permite que me explique… Me temo que no sepa decir las cosas. Por favor, tenga paciencia.
Lewis Serrocold escuchó mientras la señorita Marple le hablaba de la inquietud y sospecha de Ruth.
—Es extraordinario —comentó—. No tenía la menor idea de eso.
—Era todo tan ambiguo —repuso la solterona—. Ni la misma Ruth sabía por qué tenía esa extraña sensación. Debiera haber una razón… Sé por experiencia que siempre la hay…, pero, ella según me dijo, sólo percibió «algo raro».
—Bien, parece ser que estaba en lo cierto —dijo Lewis con acritud—. Ahora, señorita Marple, ya ve cuál es mi situación. ¿Debo decirle todo esto a Carrie Louise?
—Oh, no —repuso en el acto la señorita Marple con voz contrariada.
—¿Entonces piensa como yo? Y como Christian. ¿Pensaríamos igual si se tratase de una mujer corriente?
—Carrie Louise no es una mujer corriente. Vive porque confía en los demás… Dios mío, me estoy impresionando mucho. Pero comprendo que hasta que no sepamos quién…
—Sí, ahí está el quid. Pero ¿se da usted cuenta, señorita Marple, del riesgo que existe no diciendo nada…?
—¿Y por eso quiere que yo…, cómo diría…, la vigile?
—Compréndame usted, es la única persona en quien puedo confiar —le dijo Lewis Serrocold con sencillez—. Aquí todo el mundo parece quererla mucho. Pero ¿son sinceros? En cambio, usted la conoce desde hace muchos años.
—Y además, he llegado sólo hace unos días —observó la señorita Marple.
—Exacto.
Lewis sonreía.
—Es una pregunta poco delicada… —comenzó a decir a modo de disculpa—. Pero ¿quiénes se beneficiarían con la muerte de Carrie Louise?
—¡Dinero! —exclamó Lewis, con amargura—. Siempre tiene la culpa el dinero, ¿no es dolorosamente cierto?
—Bien. Creo que en este caso, ese detalle tiene importancia. Porque Carrie Louise es una persona agradable y uno no puede imaginar que haya quien la aborrezca. Quiero decir, que no puede tener enemigos. Así es que todo hay que atribuirlo como usted ha dicho, a una cuestión de dinero, ya que no es preciso que le diga, señor Serrocold, que hay gentes que harían cualquier cosa por conseguir el vil metal.
—Me figuro que tiene razón.
Y continuó:
—El inspector Curry ya ha considerado esa posibilidad. El señor Gilfoy llega hoy procedente de Nueva York y podrá dar información detallada, Gilfoy, Gilfoy, James y Gilfoy son una eminente firma de abogados. El padre de Gilfoy fue uno de los fundadores y se han encargado del testamento de Carolina y del de Eric Gulbrandsen. Ya la pondré al corriente…
—Gracias —repuso la señorita Marple con gratitud—. Las cosas legales siempre me han parecido tan complicadas…
—Eric Gulbrandsen, después de fundar el Colegio, varias sociedades, trusts y otras empresas benéficas, y de dejar una suma igual a su hija Mildred y a su hija adoptiva Pippa (la madre de Gina), dejó el resto de su inmensa fortuna en custodia, cuya renta debía cobrar Carolina durante toda su vida.
—¿Y después de su muerte?
—Después de su muerte deberá ser dividida equitativamente entre Mildred y Pippa… o sus hijos, en el caso de que ellas hubieran precedido a Carolina en el viaje eterno.
—Así que, en resumen, el dinero iría a parar a manos de la señora Strete y de Gina.
—Sí. Carolina posee también una considerable fortuna…, aunque no de la categoría de la de los Gulbrandsen. La mitad de ella la puso a mi nombre hace cuatro años. Del resto, deja diez mil libras a Jolly Bellever, y todo lo demás, repartido en partes iguales entre Alex y Esteban Restarick, sus dos hijastros.
—Oh, Dios mío —dijo la señorita Marple—. Malo. Muy malo.
—¿Qué quiere decir?
—Que todo el mundo tiene motivos de índole económica.
—Sí. Y, no obstante, no puedo creer que alguno de los que viven en esta casa sea capaz de cometer un crimen. No puedo… Mildred es su hija… y ya tiene lo suyo. Gina adora a su abuela. Es generosa y extravagante, pero no tiene sentimientos ambiciosos. Jolly Bellever ha demostrado su afecto por Carolina. Los dos Restarick la quieren como si fuese realmente su madre. No tienen dinero, pero una buena parte de las rentas de Carolina ha servido para financiar sus representaciones… y esto reza principalmente con Alex. Con franqueza, no puedo creer que uno de ellos haya sido capaz de envenenarla a sangre fría por el afán de heredarla a su muerte. No me es posible creerlo, señorita Marple.
—Luego está el esposo de Gina…
—Sí —repuso Lewis muy serio—. El esposo de Gina.
—No se sabe gran cosa de él, pero todo el mundo puede darse cuenta de que es un joven muy desgraciado.
Lewis suspiró.
—No se ha adaptado a este ambiente. No siente interés ni simpatía por nuestra obra caritativa. Pero, después de todo, ¿por qué iba a sentirlo? Es joven, rudo y viene de un país donde se aprecia a las personas según el éxito que tienen en la vida.
—Mientras que aquí justificamos todos los fracasos —repuso la señorita Marple.
Lewis Serrocold la miraba receloso, cosa que la hizo enrojecer intensamente y murmurar con cierta incoherencia:
—Algunas veces pienso que uno puede sobreponerse a los acontecimientos… Quiero decir que los jóvenes educados rectamente en un buen hogar… y con la entereza y el valor para salir adelante en la vida…, bueno, son en realidad lo que, para vivir, necesita una nación.
Lewis frunció el entrecejo, y las palabras de la señorita Marple fueron volviéndose cada vez más incoherentes.
—No es que no sepa apreciar… ya lo creo… la tarea de usted y Carrie Louise… un trabajo noble en verdad… verdadera compasión… y hay que tenerla… porque después de todo, lo que cuenta es lo que son las personas… buena y mala suerte… y se espera mucho más (y con toda razón) de los afortunados. Pero algunas veces considero el propio sentido de la ecuanimidad… pero, oh, no me refiero a usted, señor Serrocold. La verdad, no sé lo que quiero decir… pero los ingleses son bastante extraños en este sentido. Incluso en la guerra, se sienten tan orgullosos de sus derrotas y retiradas como de sus victorias. Los extranjeros nunca comprenden por qué están tan orgullosos de Dunkerque. Una de estas cosas que sería preferible no mencionar. Pero nosotros siempre consideramos embarazoso hablar de una victoria… y ¡fíjese en todos nuestros poetas! La Carga de la Brigada Ligera y todo esto… ¡Es realmente una característica muy curiosa!
La señorita Marple tomó aliento.
—Lo que quiero decir es que todo lo nuestro debe parecerle bastante original a este joven Walter Hudd.
—Sí —dijo Lewis—. Comprendo su punto de vista. Y Walter tiene una buena ficha de guerra. No hay duda de su valor.
—No es que eso sirva de gran ayuda —repuso la señorita Marple con ingenuidad—. Porque la guerra es una cosa, y la vida cotidiana otra muy distinta. Y para cometer un crimen, creo que se necesita valentía… o tal vez, más a menudo, sólo voluntad. Sí, voluntad.
—Pero no me atrevería a decir que Walter Hudd tenga motivos suficientes.
—¿No? —dijo miss Marple—. Odia vivir aquí. Está deseando marcharse. Quiere que Gina se marche. Y si es dinero lo que busca en realidad, sería importante para Gina conseguir todo el dinero posible antes de… er… unirse definitivamente a otra persona.
—Unirse a otra persona —repitió Lewis con asombro.
La señorita Marple se maravilló de la ceguera de aquel entusiasta de la reforma de la sociedad.
—Eso es lo que he dicho. Los dos Restarick están enamorados de ella.
—Oh, no lo creo —repuso Lewis.
Prosiguió:
—Esteban es una gran ayuda para nosotros… una ayuda de un valor incalculable. Lleva a los muchachos con habilidad e interés. Dieron una espléndida representación el mes pasado. Decorados, vestuario, todo hecho por ellos. Eso demuestra, como le digo siempre a Maverick, que es la falta de dramas en sus vidas lo que conduce a esos muchachos a la delincuencia. Es un instinto natural en los niños el dramatizar. Maverick dice… ah, sí, Maverick.
Lewis se interrumpió:
—Quiero que Maverick vea al inspector Curry para hablarle de Edgar. Todo esto es tan ridículo…
—¿Qué es lo que sabe en realidad de Edgar Lawson, señor Serrocold?
—Todo —repuso Lewis—. Todo, es decir, todo lo que uno necesita saber. Su nacimiento, educación… su enorme falta de confianza en sí mismo.
La señorita Marple se dispuso a interrumpirle.
—¿No es posible que fuese Edgar Lawson quien haya envenenado recatadamente a la señora Serrocold? —le preguntó.
—Muy poco probable. Sólo está aquí desde hace unas semanas. Y de todas maneras, ¡es ridículo! ¿Por qué iba a querer envenenar a mi esposa? ¿Qué iba a ganar con ello?
—Nada material, lo sé. Pero pudo tener alguna razón extraña. No es normal, ya sabe.
—¿Quiere decir que está perturbado?
—Eso supongo. No, no del todo. Lo que quiero decir es que no es normal.
No era una manera muy explícita de exponer lo que sentía, mas Lewis Serrocold aceptó sus palabras en su exacto valor.
—Sí —dijo con un suspiro—. No es normal, pobre chico. Y estaba tan mejorado. No puedo comprender esa súbita recaída…
La señorita Marple inclinóse hacia delante.
—Sí, eso es lo que quisiera saber. Si…
Interrumpióse al ver al inspector Curry entrar en la habitación.