El día siguiente transcurrió sin novedad aunque, no obstante, y según la señorita Marple, notábase una cierta tensión. Christian Gulbrandsen pasó la mañana en el Instituto, discutiendo con el doctor Maverick los resultados generales de su método. A primera hora de la tarde le llevó Gina a dar un paseo en automóvil, y luego pudo notar que insistía para que la señora Bellever le enseñase los jardines. Al parecer fue un pretexto para quedarse a solas con aquella arisca mujer. Y, sin embargo, si la visita de Christian Gulbrandsen era puramente por cuestión de negocios, ¿por qué deseaba la compañía de la señorita Bellever, que sólo se ocupaba de la parte doméstica de Stonygates?
Pero en todo eso la señorita Marple tenía que confesarse que se dejaba llevar por su imaginación. El único incidente real de aquel día se registró a eso de las cuatro de la tarde. Juana Marple había salido al jardín con idea de dar un paseo hasta la hora del té. Dando la vuelta a un grupo de rododendros se presentó Edgar Lawson, mascullando algo entre dientes, y casi tropieza con ella.
—Le ruego que me perdone —le dijo apresuradamente, pero la expresión de sus ojos sobresaltó a la anciana.
—¿Se encuentra usted bien, señor Lawson?
—¿Bien? ¿Por qué había de sentirme bien? He sufrido un golpe terrible… terrible…
—¿Qué clase de golpe?
El joven le dirigió una mirada furtiva, mirando luego inquieto a su alrededor, cosa que acrecentó el temor de la señorita Marple.
—¿Debo decírselo? —la miró vacilante—. No lo sé. La verdad, no lo sé. Me espían constantemente, me parece…
La anciana, tomando una determinación, le cogió del brazo con fuerza.
—Si seguimos ese sendero… Aquí, ahora… Aquí no hay arbustos ni árboles a nuestro alrededor. Nadie puede oírnos.
—No… Tiene usted razón —exhaló un profundo suspiro, inclinó la cabeza y su voz fue casi un susurro—. He hecho un descubrimiento. Un terrible descubrimiento.
—¿Qué descubrimiento?
Edgar Lawson comenzó a temblar. Casi lloraba.
—¡Haber confiado en alguien! Haber creído… y todo eran mentiras… todo mentiras… para evitar que descubrieran la verdad. No puedo soportarlo. Es demasiada maldad. Era la única persona en quien confiaba, y ahora he descubierto que todo el tiempo estaba engañándome. Él es mi enemigo. Es él quien me hacía seguir y espiar. Pero no podrá seguir haciéndolo. Le diré que sé lo que han estado haciendo.
—¿Quién es él? —quiso saber la señorita Marple.
Edgar Lawson se irguió cuanto le fue posible. Pudo haber dado la sensación de dignidad y dramatismo, pero resultaba ridículo.
—Le estoy hablando de mi padre.
—El vizconde Montgomery… ¿O se refiere a Winston Churchill?
Edgar le dirigió una mirada de reproche.
—Me hicieron creer esto… para evitar que conociera la verdad. Pero un amigo me ha revelado la verdad y me ha hecho ver que he sido totalmente engañado. Bien, ¡mi padre tendrá que habérselas conmigo! ¡Le arrojaré a la cara sus mentiras! Veremos lo que dice a esto.
E interrumpiéndose de improviso, echó a correr desesperadamente.
Con expresión preocupada, la anciana regresó a la casa.
«Aquí todos estamos un poco locos», le había dicho el doctor Maverick.
Pero el caso de Edgar le pareció muy categórico.
Lewis Serrocold regresó a las seis y media. Detuvo su automóvil ante la puerta de la verja, y anduvo hasta la casa a través del parque. Desde la ventana de su habitación la señorita Marple pudo ver a Christian Gulbrandsen que salía a su encuentro. Los dos hombres, después de saludarse, comenzaron a pasear de un lado a otro de la terraza.
La señorita Marple había llevado sus prismáticos en prevención y creyó llegado el momento de utilizarlos. ¿Habían revoloteado unos verderones en las copas de aquellos árboles?
Antes de alzar los gemelos pudo comprobar que los dos hombres parecían seriamente preocupados. La señorita Marple los enfocó a lo lejos. Si alguno de ellos miraba hacia arriba, hubiera creído que algún pájaro ocupaba su atención. De vez en cuando llegaban hasta ella fragmentos de la conversación.
—«… cómo evitar que lo sepa Carrie Louise…» —decía Gulbrandsen.
Cuando volvieron a pasar bajo la ventana, era Lewis Serrocold quien hablaba.
—… «si pudiéramos evitárselo. Estoy de acuerdo contigo… es ella a quien debemos considerar ante todo…»
Otras frases sueltas llegaron hasta miss Marple.
—… «realmente serio…», «… no es justificable…›, «… una responsabilidad demasiado grande…», «tal vez fuese necesario pedir consejo…»
Al fin oyó a Christian Gulbrandsen.
—¡Atchis! Está refrescando. Será mejor que entremos.
La solterona apartóse de la ventana con expresión preocupada. Lo que acababa de oír era demasiado ambiguo para poder formar una opinión concreta…, pero contribuía a confirmar la sensación de vaga inquietud que había ido creciendo en su interior desde que Ruth Van Rydock estuvo tan expresiva.
Lo que estaba ocurriendo en Stonygates, fuera lo que fuese, afectaba definitivamente a Carrie Louise.
La cena resultó algo violenta. Gulbrandsen y Lewis estaban absortos en sus propios pensamientos; Walter Hudd, más ceñudo todavía que de costumbre; y por primera vez, Gina y Esteban tuvieron poco que decirse. Casi sostuvo todo el peso de la conversación el doctor Maverick, que discutió largamente con el señor Baumgarten, uno de los terapeutas, sobre cuestiones técnicas y otras cosas.
Cuando pasaron al vestíbulo, después de la comida Christian Gulbrandsen pidió que le disculparan, porque tenía que escribir una carta muy importante.
—Así que, si me lo permite, mi querida Carrie Louise, iré en seguida a mi cuarto.
—¿Tienes todo lo necesario?
—Sí, sí. Todo. Pedí una máquina de escribir, y ya la tengo. La señorita Bellever ha sido de lo más atenta.
Salió del Gran Vestíbulo por la puerta de la izquierda, que daba al pie de la escalera principal y a un largo corredor, en cuyo extremo hallábase la habitación de los huéspedes y un cuarto de baño.
Cuando hubo desaparecido, Carrie Louise preguntó:
—¿No vas a ir al teatro esta noche, Gina?
La muchacha negó con la cabeza, antes de dirigirse hacia la ventana, donde tomó asiento contemplando la avenida del parque. Esteban, tras dirigirle una mirada, se sentó al piano y comenzó a interpretar una suave melodía… extraña y melancólica.
Los dos maestros, Baumgarten, Lawson y el doctor Maverick, se retiraron tras dar las buenas noches. Walter quiso encender una lámpara de pie, y con un chasquido se apagaron todas las luces.
—Este condenado cordón siempre da chispazo. Iré a poner fusible nuevo —dijo, enfadado.
Cuando salía, Carrie Louise murmuró.
—Wally sabe mucho de estas cosas. ¿Recuerdas cómo arregló el tostador?
—Al parecer, es todo lo que hace aquí —repuso Mildred Strete—. Madre, ¿has tomado ya tu acostumbrada medicina?
La señorita Bellever pareció muy contrariada.
—Confieso que esta noche me había olvidado por completo. —Se puso en pie de un salto y fue al comedor regresando con un vasito lleno de un líquido rosado. Sonriente, Carrie Louise tendió la mano para cogerlo.
—Una cosa tan mala y nadie consiente que me olvide tomarlo —dijo haciendo una mueca.
Entonces, inopinadamente, intervino Lewis Serrocold, su marido:
—No creo que debas tomarlo esta noche, querida. No estoy seguro de que te haga ningún bien.
Y con calma, pero con la decisión que le caracterizaba, cogió el vaso de manos de la señorita Bellever para dejarlo sobre el gran aparador de roble.
—La verdad, señor Serrocold, no estoy de acuerdo con usted. La señora se encuentra mucho mejor desde que…
Interrumpióse y se volvió airada.
La puerta de entrada se había abierto con violencia y vuelto a cerrar de golpe. Edgar Lawson avanzó por el vestíbulo con el aire de un artista que hace una entrada triunfal y se detuvo en el centro de la estancia, tratando de impresionar con su actitud.
Resultaba ridículo…, pero no del todo, y dijo, con entonación teatral:
—Al fin te he encontrado. ¡Oh, mi enemigo!
Se había dirigido a Lewis Serrocold, el cual parecía grandemente sorprendido.
—¡Vaya, Edgar! ¿Qué ocurre?
—¡Y tú me lo dices…, tú! Tú sabes muy bien lo que pasa. Has estado engañándome, espiándome, trabajando en contra mía.
Lewis le tomó del brazo.
—Vamos, vamos, muchacho, no te excites. Cuéntamelo todo con calma. Ven a mi despacho.
Le condujo hasta la puerta de la derecha, que cerró tras de sí. Luego, oyóse el ruido de una llave al girar en la cerradura.
La señorita Bellever miró a la solterona mientras la misma idea cruzaba por sus mentes.
No era Lewis Serrocold quien había echado la llave.
—Ese joven está perdiendo la cabeza —dijo la señorita Bellever—. No me parece de fiar.
—Está completamente desequilibrado y no agradece en absoluto lo que se hace por él —dijo Mildred—. No te queda más remedio que reconocerlo, madre.
—No es malo —murmuró Carrie Louise con un leve suspiro—. Quiere mucho a Lewis.
La señorita Marple la miró intrigada. No hubo precisamente afecto en la expresión de Edgar momentos antes, cuando se había dirigido a Lewis Serrocold, sino todo lo contrario. Se preguntaba, como tantas otras veces, si Carrie Louise no volvía deliberadamente la espalda a la realidad.
Gina dijo con acritud:
—Llevaba algo en el bolsillo. Me refiero a Edgar. Jugueteaba con lo que fuese.
Esteban separó las manos de las teclas y dijo:
—En cualquier película sería un revólver.
La señorita Marple carraspeó:
—Creo que usted sabe que era un revólver.
A través de la cerrada puerta del despacho de Lewis el rumor de las voces era apenas audible, pero de pronto se oyó claramente. Edgar Lawson gritaba mientras la voz de Lewis Serrocold conservaba el mismo tono razonable.
—Mentiras…, mentiras…, mentiras…, todo mentiras. Yo soy tu hijo. Me has privado de mis derechos. Yo debiera poseer esta casa. Me odias… quieres librarte de mí.
Se oyó un murmullo; sin duda hablaba Lewis y luego aquella voz histérica volvió a dejarse oír con más fuerza soltando improperios. Al parecer Edgar estaba perdiendo el dominio de sí mismo. Siguieron unas palabras de Lewis…
—… calma… ten calma… sabes que nada de eso es cierto.
Más al parecer, éstas no consiguieron apaciguarle sino que, por el contrario, acrecentaron su furor.
En el vestíbulo todos guardaban silencio, pendientes de lo que ocurría tras la puerta del despacho, de Lewis.
—Haré que me escuches —chillaba Edgar—. Te quitaré esa expresión altanera del rostro. Me vengaré, te lo aseguro. Me vengaré por lo que me has hecho sufrir.
La voz de Lewis sonó cortante, cosa inaudita en él.
—¡Aparta ese revólver!
Gina gritó:
—Edgar le matará. Está loco. ¿No podríamos avisar a la policía, o hacer algo?
Carrie Louise repuso con suavidad y sin moverse:
—No hay necesidad de preocuparse, Gina. Edgar quiere a Lewis. Sólo está haciendo teatro, eso es todo.
Se oyó la risa de Edgar, que a la señorita Marple le pareció la de un perturbado.
—Sí. Tengo un revólver… y está cargado. No digas nada y no te muevas. Ahora tienes que oírme. Eres tú quien ha maquinado esta conspiración contra mí y vas a pagarlo caro.
Les sobresaltó una explosión parecida a la de un disparo, más Carrie Louise dijo:
—No ha sido nada, fue ahí fuera… en algún lugar del jardín.
Tras la cerrada puerta Edgar seguía gritando:
—Y sigues ahí sentado mirándome… mirándome… inmóvil. ¿Por qué no caes de rodillas suplicándome piedad? Voy a disparar, te lo aseguro. ¡Dispararé! Soy tu hijo… tu hijo desconocido y despreciado… querías mantenerme oculto, o tal vez que desapareciera del mapa. Pusiste espías para que me vigilaran… me persiguieran… organizaste un complot contra mí. ¡Tú! ¡Mi padre! Sólo soy un bastardo, ¿no es cierto? Y me has estado contando mentiras. Simulando ser bueno conmigo… todo este tiempo… todo este tiempo… No mereces seguir viviendo. No lo consentiré.
De nuevo volvió a soltar una letanía de insultos. Durante aquella escena la señorita Marple tuvo la conciencia de que alguien dijo:
—Tenemos que hacer algo —y abandonó a grandes pasos la estancia.
Edgar parecía haberse callado para tomar aliento, pues volvía a gritar:
—Vas a morir… a morir. Vas a morir ahora. ¡Toma esto, demonio, y esto!
Sonaron dos disparos… esta vez no en el parque… sino, sin lugar a dudas, tras aquella puerta cerrada. Alguien, la señorita Marple creyó que fue Mildred, gritó:
—Oh, Dios mío, ¿qué vamos a hacer?
Oyóse un golpe como el de un cuerpo al caer al suelo y luego, algo más terrible que todo lo anterior, el jadear de una respiración difícil.
Alguien pasó junto a la señorita Marple y fue a golpear la puerta.
Era Esteban Restarick.
—Abrid la puerta. Abrid la puerta.
La señorita Bellever volvió a entrar en el vestíbulo con un manojo de llaves.
—Pruebe con alguna de éstas —dijo casi sin aliento.
En aquel momento volvieron a encenderse las luces. El vestíbulo cobró nueva vida después de la densa oscuridad.
Esteban Restarick comenzó a probar las llaves.
Al hacerlo oyeron caer la llave detrás de la puerta.
Dentro, seguía la anhelante respiración.
Walter Hudd llegó caminando tranquilamente, y se detuvo en seco para preguntar:
—Díganme, ¿qué es lo que ocurre?
Mildred le dijo entre lágrimas:
—Ese loco ha disparado contra el señor Serrocold.
—Por favor —fue Carrie Louise quien habló. Se había levantado para acercarse a la puerta del despacho, y con un gesto amable hizo apartar a Esteban—. Dejadme que le hable.
—Edgar… Edgar… —dijo muy dulcemente—. Déjame entrar, ¿quieres? Por favor, Edgar.
Oyeron girar la llave en la cerradura y la puerta se abrió lentamente.
Más no era Edgar quien la había abierto, sino Lewis Serrocold. Respiraba trabajosamente, como si hubiera estado corriendo; pero por lo demás estaba impasible.
—Está perfectamente, querida —le dijo—. Todo está perfectamente.
—Pensamos que habría disparado contra usted —dijo la señorita Bellever.
Lewis frunció el ceño y repuso con ligera aspereza en su voz:
—Claro que no ha disparado.
Ahora podían ver el interior del despacho. Edgar Lawson estaba de bruces sobre la mesa escritorio, sollozando. El revólver estaba en el suelo.
—Pero oímos los disparos… —dijo Mildred.
—Oh, sí, hizo fuego dos veces.
—¿Y no te dio?
—Claro que no.
La señorita Marple no lo encontró tan claro, ya que debió de disparar a muy poca distancia.
Lewis Serrocold exclamó irritado:
—¿Dónde está Maverick? Es a Maverick a quien necesitamos.
—Iré a buscarle —repuso la señorita Bellever—. ¿Tengo que avisar también a la policía?
—¿A la policía? Desde luego que no.
—Claro que hay que llamar a la policía —dijo Mildred—. Es peligroso.
—Tonterías —insistió Lewis Serrocold—. Pobre muchacho. ¿Tiene aspecto de ser peligroso?
En aquellos momentos parecía muy joven, desgraciado y bastante repulsivo. Su voz había perdido su entonación estudiada.
—No tenía intención de hacerlo —sollozó—. No sé lo que pasó por mí… diciendo todas esas cosas… debo haber estado loco.
Mildred aspiró con fuerza.
—Debo haber estado completamente loco. Fue sin querer. Por favor, señor Serrocold, no tenía intención de hacerlo.
Lewis le dio unas palmaditas en el hombro.
—Está bien, muchacho. No ha pasado nada.
—Pude haberle matado.
Walter Hudd cruzó la estancia y observó la pared tras del escritorio.
—Las balas están aquí —y mirando la colocación de la mesa escritorio y el sillón, agregó—: Deben haberle pasado rozando.
—Perdí la cabeza. No sabía lo que hacía. Pensé que me había privado de mis derechos. Pensé…
La señorita Marple aventuró la pregunta que deseaba formular:
—¿Quién le dijo que el señor Serrocold era su padre?
Por un segundo apareció una expresión recelosa en el alterado rostro de Edgar. Fue como un relámpago.
—Nadie —repuso—. Se me ocurrió a mí.
Walter Hudd miraba el revólver caído sobre el suelo.
—¿Dónde diablos encontraste este revólver? —quiso saber.
—¿Revólver?
Edgar, sobresaltado, miró al suelo.
—Parece exactamente igual al mío —se agachó para recogerlo—. ¡Por vida de… si lo es! Lo cogiste de mi habitación, miserable gusano.
Lewis Serrocold se interpuso entre el abatido Edgar y el americano.
—Todo esto puede arreglarse después —dijo—. Ah, allí está Maverick. ¿Quieres echarle una mirada, Maverick?
El doctor acercóse a Edgar con aire profesional.
—Eso no se hace, Edgar. Ya sabes que no se hace.
—Es un loco peligroso —dijo Mildred con acritud—. Ha estado delirando y luego ha disparado contra mi padre. Por suerte, no le ha acertado.
Edgar exhaló un gemido y el doctor Maverick dijo molesto:
—Por favor, tenga cuidado, señora Strete.
—Estoy harta de todo esto. ¡Harta del modo como se comportan todos! Le digo que este hombre está loco.
Con un movimiento brusco, Edgar se separó del doctor Maverick cayendo a los pies del señor Serrocold.
—Ayúdeme, ayúdeme. No permita que me lleven de aquí y me encierren. No les deje…
Una escena desagradable, pensó contristada la señorita Marple.
—Les digo que es… —Mildred estaba indignada.
—Por favor, Mildred —dijo su madre, conciliadora—. Ahora no. ¿No ves que sufre?
—¡Un loco que sufre! —murmuró Walter—. Todos esos muchachos lo están.
—Yo me ocuparé de él —dijo el doctor Maverick—. Ven conmigo, Edgar. A la cama, te daré un calmante… y hablaremos de todo esto mañana. Ahora confía en mí. ¿Quieres?
Algo tembloroso, Edgar consiguió ponerse en pie mirando vacilante ora al joven doctor, ora a Mildred Strete.
—Ella dice… que estoy loco.
—No… No lo estás.
Se oyeron los pasos apresurados de la señorita Bellever, que venía por el vestíbulo con los labios apretados y el rostro enrojecido.
—He telefonado a la policía —dijo secamente—. Estará aquí dentro de pocos minutos.
Carrie Louise exclamó:
—¡Jolly!
Lewis Serrocold frunció el ceño.
—Jolly, le dije que no quería que avisara a la policía. Ésta es una cuestión interna.
—Es posible —repuso la señorita Bellever—. Pero yo tengo mi propia opinión. Tuve que llamarla. El señor Gulbrandsen acaba de ser asesinado.