Capítulo V

A la mañana siguiente, la señorita Marple salió al jardín eludiendo la compañía de su anfitriona. Su aspecto la desilusionó. En otros tiempos debió de haber sido un lugar muy bonito, con grandes grupos de rododendros, suaves declives de césped, arriates llenos de plantas y un seto recortado, rodeando una verdadera rosaleda. Ahora estaba abandonado, el césped sin cortar, los arriates llenos de hierbas entre las que crecían algunas flores y los senderos cubiertos de musgo y descuidados. En cambio, la huerta, rodeada de una pared de ladrillos rojos, aparecía próspera y bien arreglada, sin duda debido a su utilidad. Una gran porción de terreno, que antes estuvo cubierto de césped y flores, había sido convertido en pista de tenis y una bolera.

Al contemplar el abandono de los parterres, la señorita Marple hizo chasquear la lengua y arrancó de un tirón una planta de hierba cana.

Todavía con ella en la mano vio aparecer a Edgar Lawson. Al ver a la señorita Marple, se detuvo vacilante. Ella no tenía intención de dejarle escapar y le llamó en seguida. Cuando estuvo a su lado, le preguntó dónde guardaban las herramientas de jardinería.

Edgar contestó distraído que por allí encontraría al jardinero, que debía saberlo exactamente.

—Es una pena ver este parterre tan descuidado —dijo la señorita Marple—. Me gustan tanto los jardines —y puesto que no tenía intención de que Edgar fuese en busca de las herramientas, agregó—: Es lo único que puede hacer una mujer anciana e inútil. No creo que usted se haya preocupado nunca por la jardinería, señor Lawson. Tiene un trabajo tan importante, estando como está en un cargo de tanta responsabilidad junto al señor Serrocold… Debe de ser muy interesante.

Él repuso con animación inesperada:

—Sí…, sí…, es interesante.

—Y debe de resultar usted una gran ayuda para el señor Serrocold.

—No lo sé —su rostro ensombrecióse—. No estoy seguro…, es por lo que hay detrás de todo esto…

Se interrumpió y la señorita Marple le observó pensativa: Un joven abatido, de corta estatura, y vestido con un traje tan impecable. Un muchacho a quien pocas personas mirarían dos veces, ni habrían de recordar su aspecto.

Cerca había un banquito y la señorita Marple fue a sentarse. Edgar quedó de pie ante ella, con el entrecejo fruncido.

—Estoy segura de que el señor Serrocold descansa completamente en usted.

—No lo sé —repitió Edgar—. No lo sé, la verdad —casi sin darse cuenta, se sentó también en el banco—. Estoy en una posición difícil.

—¿Sí?

El joven Edgar miraba fijamente al vacío:

—Esto es absolutamente confidencial —dijo de pronto.

—Desde luego —repuso la señorita Marple.

—Si pudiera hacer valer mis derechos…

—Sí.

—Puedo decirle… No se le escapará, ¿verdad?

—Oh, no.

—Mi padre…, mi padre es un hombre muy importante.

Esta vez no tuvo necesidad de decir nada. Limitóse a seguir escuchando.

—Nadie lo sabe, excepto el señor Serrocold. La posición de mi padre podría perjudicarse si la historia circulara por ahí —se volvió hacia ella, sonriendo. Una sonrisa digna y triste—. Soy hijo de Winston Churchill.

—Oh —repuso la señorita Marple—. Ya.

Recordaba otra historia bastante triste ocurrida en St. Mary Mead… y cómo terminó.

Edgar Lawson siguió hablando como si recitara una escena teatral.

—Existían ciertas razones. Mi madre no era libre. Su esposo estaba en un sanatorio…, no podía divorciarse…, ni hablar de matrimonio. No se lo reprocho. Por lo menos, eso creo… Él siempre hizo cuanto pudo. Claro que con discreción. Y ahí es donde han surgido complicaciones. Tiene enemigos… y también me odian a mí. Se las han arreglado para separarnos. Me vigilan. Me odian dondequiera que vaya. Y hacen que todo me salga mal.

La señorita Marple meneaba la cabeza lentamente, compadeciéndose.

—Dios mío, Dios mío —dijo.

—En Londres estuve estudiando Medicina. Intervinieron en mis exámenes… y cambiaron mis respuestas para que fracasara. Me seguían por las calles. Le contaban cosas de mí a la patrona. Me persiguieron por todas partes.

—Oh, pero no puede tener la seguridad… —dijo la señorita Marple, tratando de consolarle.

—¡Le digo que lo sé! Son muy listos. Nunca pude verlos ni descubrir su personalidad. Pero lo averiguaré… El señor Serrocold me sacó de Londres y me trajo aquí. Fue muy amable…, muy amable. Pero ni siquiera aquí estoy a salvo. También están aquí. Trabajando contra mí. Haciendo que los demás me aborrezcan. El señor Serrocold dice que no es cierto…, pero él no lo sabe. O de otro modo…, quisiera saber…, algunas veces he pensado…

Se interrumpió para ponerse en pie.

—Todo esto es confidencial. ¿Lo comprende, verdad? Pero si nota que alguien me sigue…, quiero decir…, espiándome, dígame quién es.

Y se alejó…, abatido, insignificante. La señorita Marple le miraba, preguntándose… Se oyó una voz.

—Tonterías. Sólo tonterías.

Walter Hudd estaba a su lado. Llevaba las manos metidas en los bolsillos y miró con el ceño fruncido la figura de Edgar que se alejaba.

La señorita Marple no dijo nada, y él prosiguió:

—¿Qué opina de este muchacho…, Edgar? Dice que su padre es lord Montgomery. ¿Qué le parece? No lo creo probable por lo que he oído de él.

—No —repuso la señorita Marple—. No me parece muy probable.

—A Gina le dijo algo completamente distinto…, que era el heredero del trono de Rusia…, dijo que era hijo de no sé qué Gran Duque. Diablos, ¿es que ese chico no sabe quién fue su padre en realidad?

—Me figuro que no —repuso la anciana—. Ése es probablemente su caso.

Walter tomó asiento a su lado, dejando caer su cuerpo sobre el banco con gesto de abandono.

—Esto es una casa de locos.

—¿No le agrada estar en Stonygates?

—Sencillamente, no encajo…, eso es todo. No encajo.

—Observe este lugar…, la casa…, todo este aparato. Esta gente es rica. No necesitan dinero…, lo tienen, y fíjese cómo viven. Porcelana china antigua mezclada con loza barata. No tienen servicio apropiado…, sólo una ayuda para las faenas más pesadas. Los tapices, cortinajes y el tapizado de las butacas, todo es raso y brocado que se cae a pedazos. Las grandes teteras de plata y todo lo que usted sabe… amarillas y empañadas por falta de limpieza. La señora Serrocold ni se preocupa. Fíjese en el vestido que llevaba ayer noche. Remendado bajo los brazos, casi roto… y, no obstante, podría ir a la tienda a encargar lo que quisiera. En Bond Street o donde sea. ¿Dinero? Nadan en la abundancia.

Hizo una pausa.

—Yo comprendo lo que es ser pobre. No hay nada malo en ello cuando se es joven, fuerte y dispuesto para el trabajo. Nunca tuve mucho dinero, pero sabía ganarme el que quería. Iba a abrir un garaje. Ya había puesto en ese negocio parte de la cantidad estipulada. Le hablé a Gina, me escuchó y pareció comprender. No sabía mucho de ella. Todas las chicas con uniforme parecen iguales. Quiero decir que, al verlas, no se sabe distinguir si tienen dinero o no. Creí que era algo más que yo, debido a la educación, pero no lo consideré importante. Nos queríamos y nos casamos. Yo tenía algo de pasta y Gina también, según me dijo, íbamos a montar una gasolinera en la parte de atrás de la casa… Gina estaba dispuesta. Éramos una pareja alocada… Estábamos locos el uno por el otro. Entonces esa tía de Gina comenzó a complicar las cosas… Y Gina quiso venir a Inglaterra a ver a su abuela. Bien, me pareció justo. Era su casa, y de todas maneras yo también sentía curiosidad por conocer este país. ¡Había oído hablar tanto de él! Así que nos vinimos. Sólo por una temporada… Eso es lo que yo creí.

Su ceño acentuóse todavía más.

—Pero no ha sido así. Estamos metidos en esta loca empresa. ¿Por qué no nos quedamos aquí…? ¿Fundamos nuestro hogar aquí…?, eso es lo que dicen. Tienen mucho trabajo para mí. ¡Trabajo! Yo no creo que sea trabajar dar azúcar a gángsters jóvenes y jugar con ellos a esos juegos infantiles… ¿Qué sentido tiene? Este lugar podría estar bien…, verdaderamente bien. ¿Es que la gente que tiene dinero no comprende lo afortunados que son? ¿No se dan cuenta de que no todo el mundo puede tener un lugar como éste, y que ellos lo tienen? ¿No es una locura despreciar la suerte cuando uno la tiene? A mí no me importa trabajar si tengo que hacerlo, pero trabajaré como me guste y en lo que me guste… y será en otra parte. Este lugar me hace sentir como preso en una tela de araña. Y Gina…, no puedo sacarla de aquí. No es la misma que se casó conmigo en los Estados Unidos. No puedo…, ahora no puedo hablarle siquiera para expresarle mis proyectos. ¡Oh, maldito sea!

La señorita Marple dijo con simpatía:

—Comprendo muy bien su punto de vista.

Wally le dirigió una rápida mirada.

—Es usted la única persona a quien le he hablado así. La mayor parte del tiempo estoy callado como una tumba. No sé por qué…, usted es inglesa, verdaderamente inglesa…, pero en cierto modo me recuerda a mi tía Betsy.

—Esto es muy halagador.

—Es muy sensata —continuó Wally, pensativo—. Parece tan frágil, como si uno pudiera partirla en dos, pero es muy entera… Sí, señor; vaya si lo es.

Se levantó.

—Siento haberle hablado así —se disculpó, y por primera vez le vio sonreír. Su sonrisa era muy atractiva, y le transformaba en un hombre guapo y simpático—. Será que necesitaba desahogarme. Lo siento sinceramente que le haya tocado a usted.

Por un momento entretuvo su imaginación con el recuerdo del moderno escritor Raymond West. Un contraste tan grande que Walter Hudd no podía ni siquiera imaginar.

—Ahí le llega otra compañía —dijo Walter—. A esa señora no le resulto agradable. Por eso me marcho. Hasta luego. Gracias por haberme escuchado.

Echó a andar, y la señorita Marple miró a Mildred Strete que se acercaba hollando el césped.

—Ya veo que ha tenido que soportar a ese terrible joven —dijo la señora Strete, que llegaba casi sin aliento, al sentarse en el banco—. Es una tragedia.

—¿Una tragedia?

—Sí, el matrimonio de Gina. Y todo por haberla enviado a América. Ya le dije entonces a mi madre que era un disparate. Apenas tuvimos incursiones aéreas. Me desagrada la manera como las personas se desmoralizan pensando en lo que pueda ocurrirles a sus familiares…, a menudo a ellos mismos.

—Debió de ser difícil saber qué sería más acertado —repuso la señorita Marple—. Me refiero a los niños. Con la amenaza de una posible invasión, pudo haber significado el que crecieran bajo el régimen alemán…, además del peligro de las bombas.

—Tonterías —dijo la señorita Strete—. Nunca tuve la menor duda de que ganaríamos. Pero mi madre siempre fue poco razonable cuando se trataba de Gina; ha estado malcriada y consentida en todos los aspectos. En primer lugar, no había necesidad de haberla sacado de Italia.

—Tengo entendido que su padre no hizo objeción alguna.

—¡Oh, San Severiano! Ya sabe cómo son los italianos. Para ellos lo único importante es el dinero. Se casó con Pippa por su dinero, naturalmente.

—¡Dios mío! Siempre creí que estaba muy enamorado de ella y que a su muerte quedó inconsolable.

—Sin duda lo fingiría. No puedo comprender cómo mi madre pudo consentir que se casara con un extranjero. Me figuro que sólo por el afán de los americanos de poseer un título.

La anciana dijo tímidamente:

—Siempre he creído que mi querida Carrie Louise vivía un poco en las nubes.

—¡Oh, lo sé! No puedo soportarlo. Sus manías, extravagancias y proyectos idealistas. No tiene usted idea, tía Juana, de lo que eso significa. Naturalmente, yo puedo hablar con conocimiento de causa. He crecido en medio de todo esto.

A la señorita Marple le chocó un tanto oírse llamar «tía Juana», Claro que en todos los regalos que enviara para las niñas de Carrie Louise siempre puso: «De tía Juana, con cariño», y cuando pensaran en ella, es lógico que lo hicieran llamándola «tía Juana», aunque no era probable que fuese muy a menudo.

—Debe de haber tenido… una infancia difícil.

Mildred volvió los ojos agradecidos hacia ella.

—Oh, me alegra que alguien sea capaz de darse cuenta, la gente no comprende los sentimientos de las criaturas. Pippa, ya sabe, era la más bonita, y también la mayor. Siempre era ella la que acaparaba toda la atención. Papá y mamá la animaban continuamente… y no es que necesitara que la animasen. Yo era tímida… Pippa no sabía lo que era eso… Una niña puede sufrir mucho, tía Juana.

—Ya lo sé —repuso la anciana.

—«Mildred es tan tonta», solía decir Pippa. Pero yo era más pequeña que ella. Y es muy desagradable para una niña que su hermana esté siempre contra ella y también la gente. «Qué niña tan mona», le decían a mamá. Nunca se fijaban en mí. Y era con ella con quien papá solía jugar y reír. Alguien debía haberse dado cuenta de lo duro que me resultaba el que todas las atenciones fuesen para ella. No era lo bastante mayor para darme cuenta de que es el carácter lo que importa principalmente.

Le temblaban los labios; se rehizo y continuó:

—Y no era justo…, nada justo… Yo era su verdadera hija. Pippa había sido adoptada. Yo era la heredera de la casa…, ella no era nadie.

—Probablemente fueron demasiado indulgentes con ella por esta causa —dijo la señorita Marple.

—La preferían a ella. Una niña a quien sus propios padres no quisieron… y probablemente ilegítima.

Prosiguió:

—Se ve en Gina. Tiene mala sangre. Lewis puede tener las teorías que quiera sobre el medio ambiente. La mala sangre no puede ocultarse. Fíjese en Gina.

—Gina es una muchacha encantadora —repuso la señorita Marple.

—Pero, en cambio, su comportamiento… Todo el mundo, menos mi madre, se da cuenta de cómo trata a Esteban Restarick. Es de mal gusto. Admito que ha hecho una boda desgraciada, pero el matrimonio es el matrimonio, y una debe estar preparada para sobrellevarlo. Al fin y al cabo, ella fue quien escogió a ese terrible muchacho.

—¿Es tan terrible?

—¡Querida tía Juana! A mí me da la impresión de un gángster. Es tan arisco y rudo. Apenas abre la boca. Siempre se muestra disgustado y grosero.

—Me parece que no es feliz —aventuró la señorita Marple.

—No sé por qué no había de serlo…, quiero decir, aparte del comportamiento de Gina. Aquí se ha hecho por él cuanto se ha podido. Lewis le ha indicado varias maneras para que tratase de resultar útil… Pero él prefiere remolonear por ahí, sin hacer nada.

Cambió de tono:

—Oh, este lugar es imposible…, completamente imposible. Lewis sólo piensa en esos terribles criminales, y mamá sólo en él. Todo lo que Lewis hace, está bien hecho. Mire en qué estado se halla el jardín…, los parterres…, esos hierbajos. Y la casa… donde nada se hace a derechas. Oh, ya sé que hoy día es difícil llevar una casa, pero puede conseguirse. Y es que además de cortos de dinero, nadie se preocupa. Si fuera mi casa…

Se detuvo.

—Me temo que todos tenemos que enfrentarnos con el hecho de que las condiciones son distintas. Estos grandes caserones son un grave problema. Debió ser triste para usted encontrarlo tan cambiado a su vuelta. ¿De veras prefiere vivir aquí… que en casa propia?

Mildred Strete enrojeció.

—Al fin y al cabo, es mi hogar. La casa que fue de mi padre. Eso nadie puede cambiarlo. Tengo derecho a estar aquí, si quiero, y quiero. ¡Si mi madre no fuera tan imposible! Ni siquiera se viste de un modo adecuado. Eso le preocupa mucho a Jolly.

—Iba a preguntarle por ella.

—Es un descanso tenerla aquí. Adora a mi madre. Hace mucho tiempo que está con ella…, vino en tiempos de Juan Restarick. Y creo que estuvo magnífica cuando ocurrió aquel desgraciado asunto. Supongo que habrá oído decir que se fugó con aquella yugoslava…, una mujer de lo más bajo. Creo que tenía muchos amantes. Mi madre se portó con mucha dignidad y se divorció con el menor alboroto posible. Incluso llegó a consentir que los hijos de Restarick pasaran aquí sus vacaciones, cosa innecesaria, pues pudo arreglarse de otra manera. Claro que era imposible dejarles con su padre y esa mujer. El caso es que los tuvo aquí… y la señorita Bellever se ocupó de todo y fue la torre de la fortaleza. Algunas veces pienso que ella hace que mi madre sea incluso más apagada de lo que es, al hacer todas las cosas; pero la verdad, no sé qué se haría sin ella.

Hizo una pausa y exclamó con cierta sorpresa:

—Aquí está Lewis. ¡Qué extraño! Rara vez sale al jardín.

El señor Serrocold se acercaba con aquel aire ausente con que hacía todas las cosas. Pareció no percatarse de la presencia de Mildred, puesto que era la señorita Marple quien estaba en su mente.

—Lo siento mucho —le dijo—. Quería haberla acompañado yo mismo a visitar todas nuestras instalaciones. Carolina me lo había pedido. Por desgracia tengo que ir a Liverpool. Es por ese muchacho empleado en ferrocarriles que quita los paquetes de la oficina. Pero Maverick la acompañará. Estará aquí dentro de unos minutos. Yo no regresaré hasta pasado mañana. Será espléndido si logramos que no vuelva a las andadas.

Mildred Strete se levantó para marcharse. Lewis Serrocold ni siquiera se dio cuenta de su marcha. Sus ojos inquietos miraban a la señorita Marple a través de los gruesos cristales de sus lentes.

—¿Sabe? —le dijo—. Los jueces casi siempre se equivocan. Algunas veces son demasiado severos, y otras demasiado indulgentes. Si les condenan a unos meses de encierro no les sirve de escarmiento…, incluso les parece divertido. Se jactan de ello ante sus amigos, pero una sentencia severa a menudo les hace volver a la realidad. Comprenden que el juego no merece la pena. O a veces es mejor encarcelarlos. Una enseñanza correctiva… reconstructiva como la que nosotros damos aquí…

La señorita Marple le interrumpió:

—Señor Serrocold. ¿Está usted completamente satisfecho del joven Lawson? ¿E… es del todo normal?

Una expresión de disgusto apareció en el rostro de Lewis Serrocold.

—Espero que no vuelva a recaer. ¿Qué le ha estado diciendo?

—Que era hijo de Winston Churchill…

—Claro, claro. Lo de siempre. El pobre chico es hijo ilegítimo como es probable que ya haya adivinado, y de origen muy humilde. Me recomendó su caso una Sociedad de Londres. Había asaltado a un hombre en plena calle, porque dijo que le espiaba. Los síntomas clásicos… El doctor Maverick se lo explicará. Me enteré de su historia. Su madre era de la clase baja, pero de una respetable familia de Plymouth. Su padre, un marinero… Ella ni siquiera sabe su nombre… El niño creció en circunstancias difíciles… y comenzó a imaginarse cosas de su padre y más tarde de sí mismo. Se vestía de uniforme con condecoraciones que no tenía derecho a usar…, todo muy típico. Pero el diagnóstico de Maverick es favorable si conseguimos infundirle confianza en sí mismo. Le he dado un cargo de responsabilidad, tratando de hacerle comprender que no es el origen lo que importa si no el hombre. Traté de infundirle confianza en su propia habilidad. Ha mejorado notablemente. Estaba muy contento con él…, y ahora dice usted que…

Meneó la cabeza.

—¿No puede resultar peligroso, señor Serrocold?

—¿Peligroso? No creo que haya mostrado tendencias suicidas.

—No pensaba en el suicidio. Me habló de enemigos… que le perseguían. ¿No es esa… perdóneme… una señal peligrosa?

—No creo que haya llegado a ese grado. Pero hablaré con Maverick. Hasta ahora tenía muchas esperanzas… muchísimas.

Miró su reloj.

—Tengo que marcharme. Ah, aquí viene nuestra querida Jolly. Ella se ocupará de usted.

La señorita Bellever anunció su llegada:

—El coche está en la puerta, señor Serrocold. El doctor Maverick me telefoneó desde el Instituto. Dijo que acompañara a la señorita Marple hasta allí. Él nos esperará en la entrada.

—Gracias. Debo irme. ¿Y mi cartera?

—En el coche, señor.

Lewis Serrocold marchóse apresuradamente. Mirándole alejarse, la señorita Bellever dijo:

—Cualquier día caerá muerto. El no descansar va contra la naturaleza. Sólo duerme cuatro horas cada noche.

—Está muy enamorado de su trabajo —dijo la señorita Marple.

—No piensa en otra cosa —repuso Julieta Bellever con aspereza—. Nunca se preocupa de su mujer o en dedicarle alguna atención. Ella es una criatura muy dulce, usted ya lo sabe, señorita Marple, y debiera merecer amor y atención. Pero aquí nada cuenta o importa más que ese escuadrón de niños y jovencitos que quieren vivir fácilmente y sin escrúpulos, y a quienes no les agrada la idea de trabajar de firme. ¿Y quién se ocupa de los niños de las casas honradas? ¿Por qué no se hace algo por ellos? La honradez no resulta interesante para los maniáticos como el señor Serracold, el doctor Maverick y todo ese hatajo de sentimentalistas a medio cocer que tenemos aquí. Mis hermanos y yo fuimos educados de modo más duro, sin que nos valieran lamentaciones. Blando, ¡es eso lo que es el mundo hoy día!

Acabaron de atravesar el jardín y pasaron junto a una empalizada hasta llegar al arco abierto en la misma que Eric Gulbrandsen erigiera como entrada de su Colegio, un edificio horrible y macizo de ladrillos rojos.

El doctor Maverick salió a recibirlas con un aspecto bastante anormal, según opinión de la señorita Marple.

—Gracias, señorita Bellever —dijo—. Ahora, señorita…, er…, oh, sí, señorita Marple…, estoy seguro que le va a interesar lo que se viene haciendo aquí. Nuestro espléndido acercamiento a este gran problema. El señor Serrocold es un hombre de gran visión interior. Y a nuestras espaldas tenemos a sir John Stillvell…, mi antiguo jefe. Estuvo en el Ministerio de Asuntos Interiores hasta que se retiró y su influencia hizo inclinar la balanza para que pudiéramos comenzar. Éste es un problema médico…, eso es lo que hay que hacer comprender a las autoridades. La psiquiatría se impuso durante la guerra. Lo único bueno que salió de ella… Ahora, antes que nada, quiero que vea nuestro acercamiento inicial al problema. Mire ahí arriba.

La señorita Marple leyó las letras talladas en el gran arco de la entrada:

TODOS LOS QUE ENTRAN AQUÍ, RECOBRAN LA ESPERANZA

—¿No es espléndido? Es la nota adecuada para el primer acorde. No les reñimos… ni les castigamos. Eso es lo que los estropea la mitad de las veces…, el castigo. Nosotros queremos hacerles sentir que son sujetos agradables.

—¿Como Edgar Lawson? —dijo la señorita Marple.

—Un caso interesante. ¿Ha hablado con él?

—Ha estado él conmigo —repuso la solterona, agregando con humildad—: Me pregunto si no es posible que esté un poco perturbado.

El doctor Maverick rió alegremente.

—Todos lo estamos un poco, querida señora —dijo mientras penetraban en el edificio—. Ése es el secreto de la existencia: Todos tenemos algo de locos.