La señora Van Rydock, tras alejarse unos pasos del espejo, exhaló un suspiro.
—Bueno, tendrá que ser éste —murmuró—. ¿Te parece bien, Juana?
La señorita Marple admiraba complaciente la creación de Lanvanelli.
—Es un vestido muy bonito —dijo.
—Sí, está bien —repuso la señora Van Rydock, volviendo a suspirar—. Quítemelo, Estefanía.
La anciana doncella de cabellos grises y boca menuda deslizó cuidadosamente el vestido sobre los brazos y cabeza de la señorita Van Rydock. Ésta quedó en combinación ante el espejo. Iba exquisitamente encorsetada, y sus piernas, todavía bien conservadas, lucían finas medias de nylon. Su rostro, bajo la capa de cosméticos y debido al constante masaje, parecía casi infantil a una prudente distancia. Sus cabellos grises con reflejos azules estaban cuidadosamente peinados. Al contemplar a la señora Van Rydock resultaba imposible imaginar cuál sería su estado original. Era el resultado de todo lo que el dinero puede lograr… reforzado por el régimen, masajes y constantes ejercicios.
Ruth Van Rydock miró divertida a su amiga.
—¿Crees que la gente podría adivinar que tú y yo somos casi de la misma edad, Juana?
La señorita Marple fue sincera al responder:
—Ni por un momento. Estoy segura. ¡Me temo que yo represento exactamente mi edad!
La señorita Marple tenía un rostro suave y rosado surcado de arrugas, cabellos blancos y unos ojos inocentes color azul porcelana. Daba la impresión de ser una dulce abuelita. En cambio, nadie hubiera calificado de dulce a la señora Van Rydock.
—Me figuro que sí, Juana —dijo Ruth Van Rydock. Sonrió—. Y yo también, sólo que de otra manera. «Es maravilloso cómo conserva su figura esa vieja bruja», dicen de mí. ¡Pero saben que soy una vieja bruja! Y, Dios mío, ¡me siento como tal! Te lo aseguro.
Dejóse caer pesadamente sobre una butaca tapizada de raso.
—Está bien, Estefanía. Puedes marcharte.
La doncella recogió el vestido y salió de la habitación.
—La vieja y buena Estefanía —dijo Ruth Van Rydock—. Lleva conmigo más de treinta años. Es la única mujer que sabe cómo soy en realidad. Juana, quiero hablarte.
La señorita Marple inclinóse hacia delante. Su figura resultaba algo inadecuada en el marco de aquellas habitaciones de un hotel de lujo. Vestía de negro, con cierto desaliño, llevaba un gran bolso, casi un maletín de mano, y daba la impresión de ser toda una señora.
—Estoy preocupada por Carrie Louise, Juana.
—¿Carrie Louise? —La señorita Marple repitió el nombre pensativa, pues le traía a la memoria lejanos recuerdos.
Un pensionado de Florencia. Vióse a sí misma, la rubia muchachita inglesa, y las dos Martin, americanas, que tanto la asombraban por su curiosa manera de expresarse sus modales resueltos y su vitalidad. Ruth, alta, intrépida, dominando el mundo; Carrie Louise, menuda, poquita cosa, reposada.
—¿Cuándo la viste por última vez, Juana?
—¡Oh! Hace muchos años. Veintiocho, por lo menos. Claro que seguimos felicitándonos las Pascuas.
¡Extraña cosa, la amistad! Ella, la joven Juana Marple, y las dos americanas. Sus vidas tomaron rumbos distintos casi en seguida, y no obstante persistió su antiguo afecto; alguna que otra carta, intercambio de recuerdos de Navidad. Era extraño que Ruth, cuya casa —o mejor dicho, casas—, estaban en América, hubiera sido la que viera más a menudo de las dos hermanas. No, tal vez no fuese extraño. Como la mayoría de americanas con su posición, Ruth fue siempre muy cosmopolita, y cada uno o dos años visitaba Europa, yendo a Londres, a París, a la Riviera, y de regreso, siempre encontraba unos momentos para dedicarse a sus antiguas amistades. Hubo muchos encuentros como el presente. En el Savoy, Claridges, Berkeley, o el Dorchester. Una comida íntima, llena de afectuosas remembranzas y un adiós cariñoso y apresurado. Ruth nunca tuvo tiempo para ir a St. Mary Mead y la señorita Marple ni siquiera lo había esperado. Todas las visitas tienen su tiempo. El de Ruth era presto, mientras que la señorita Marple tenía que conformarse con el adagio.
Por eso fue a Ruth a la que viera con más frecuencia, en tanto que a Carrie Louise, por vivir en Inglaterra, llevaba veinte años sin verla. Extraño, pero en cierto modo natural, porque cuando se vive en el mismo país no es necesario disponer de antemano un encuentro con los viejos amigos. Se supone que más pronto o más tarde uno ha de tropezarse con ellos. Sólo que esto no ocurre cuando se vive en esferas distintas y los caminos de Juana Marple y Carrie Louise no se cruzaron.
—¿Por qué te preocupa Carrie Louise, Ruth? —quiso saber la señorita Marple.
—¡Pues eso es precisamente lo que más me preocupa! Que no lo sé.
—¿No estará enferma?
—Está muy delicada… como siempre… No digo que esté peor que de costumbre… considerando que va siguiendo tan bien como nosotras.
—¿Es desgraciada?
—¡Oh, no!
«No, no; eso no sería posible —pensó la señorita Marple—. Era difícil imaginar a Carrie Louise desgraciada… y, sin embargo, hubo algunas temporadas en su vida que debió serlo. Sólo que… la imagen no era muy clara. Aturdimiento… sí; incredulidad… también, pero un dolor profundo… eso no.»
La señora Van Rydock seguía hablando.
—Carrie Louise siempre ha vivido fuera de este mundo. No sabe cómo es. Tal vez sea esto lo que me tiene preocupada.
—Las circunstancias… —comenzó a decir la señorita Marple, mas se detuvo meneando la cabeza—. No.
—No, es ella misma —repuso Ruth Van Rydock—. Carrie Louise siempre fue la única de las dos que tuvo ideales. Claro que es natural tener ideales cuando se es joven… Todas los tuvimos, es cosa propia de la juventud. Tú querías dedicarte a cuidar leprosos. Juana, y yo iba a meterme a monja. Esas cosas se olvidan luego. El matrimonio, me figuro, nos las quita de la cabeza. Sin embargo, no me ha ido tan mal.
La señorita Marple pensó que se expresaba con sinceridad. Ruth estuvo casada tres veces, todas con hombres muy ricos, y los divorcios posteriores habían engrosado su cuenta corriente, sin amargar su carácter.
—Claro —decía— que siempre he sido muy entera. Nunca me he dejado abatir por las circunstancias. Nunca esperé demasiado de la vida, y mucho menos de los hombres… y me ha ido muy bien… Así es que no les guardo rencor. Tommy y yo seguimos siendo excelentes amigos, y Julio, a menudo, me pide mi parecer sobre las operaciones de Bolsa —su rostro se ensombreció—. Creo que es eso lo que me preocupa de Carrie Louise… Siempre ha tenido tendencia, ya sabes, a casarse con maniáticos.
—¿Maniáticos?
—Sí, hombres idealistas. Carrie Louise se sintió atraída por los ideales. Ahí la tienes, bonita como una rosa, sólo con diecisiete años, escuchando, con unos ojos como platos, las explicaciones del viejo Gulbrandsen sobre sus planes para el mejoramiento de la raza humana. Tenía sus cincuenta, y se casó con él; con un viudo que ya tenía hijos mayores… y todo a causa de sus ideas filantrópicas. Solía escucharle embobada. Como Desdémona y Ótelo. Aunque, por fortuna no hubo ningún Yago que enredara las cosas… y, de todas formas, Gulbrandsen no era negro, sino un sueco o noruego.
La señorita Marple asentía pensativa. Gulbrandsen tuvo renombre internacional. Un hombre que, con su capacidad para los negocios y perfecta honradez, había amasado una fortuna tan colosal que realmente fue la única solución emplearla en hacer bien a la humanidad. Aquel nombre todavía tenía resonancia. El Trust Gulbransend, la Sociedad de Investigaciones Gulbrandsen, los Asilos Gulbrandsen y lo más conocido: el Gran Colegio para Hijos de Obreros.
—No se casó con él por su dinero, ya lo sabes —decía Ruth—. Yo sí que lo hubiera hecho, pero no Carrie Louise. No sé lo que hubiese ocurrido de no morir él cuando Carrie tenía treinta y dos años. Es una edad muy buena para una viuda. Se tiene experiencia, y aún se sigue resultando aceptable.
La solterona la escuchaba, asintiendo amablemente, mientras traía a su memoria las viudas que conociera en el apacible y sosegado pueblecito de St. Mary Mead.
—Me alegré mucho cuando se casó con Juan Restarik. Creo que él se casó con Carrie Louise por su dinero… y, si no fue exactamente así, la verdad es que no se hubiera casado con ella de no tenerlo. Juan era egoísta, amante del placer y holgazán, pero incluso esto es mucho mejor que ser un maniático idealista. Todo lo que quería era vivir bien. Llevar a Carrie Louise a los mejores modistos, tener yates y automóviles y que se divirtiera a su lado. Esa clase de hombres son muy seguros. Dales comodidades y lujos, y estarán sumisos como gatitos y serán encantadores. Yo nunca tomé muy en serio sus maquetas para escenarios y sus dibujos para decorados teatrales, pero Carrie Louise estaba emocionada… y creía que aquello era Arte con A mayúscula, y la verdad es que le obligó a no abandonar tales actividades, y entonces fue cuando se apoderó de él aquella horrible yugoslava con la que se fugó. Si Carrie hubiera esperado y sido un poco comprensiva, hubiera vuelto a su lado.
—¿Le importó mucho? —preguntó la señorita Marple.
—Eso es lo más curioso. No creo que le importase gran cosa. Se mantuvo impávida… como debe ser. Ella es tan dulce. Se mostró dispuesta a divorciarse para que él pudiera casarse con aquella mujer, y se ofreció a tener en su casa a los dos hijos del primer matrimonio de su esposo. Y el pobre Juan… tuvo que casarse con la yugoslava, que le dio unos seis meses terribles y le hizo despeñarse en su automóvil por un precipicio en un arranque de desesperación. Dijeron que fue un accidente.
La señora Van Rydock hizo una pausa, y tomando un espejo de mano escudriñó su rostro. Cogió unas pinzas para arrancarse un pelo de la ceja.
—Y luego se le ocurre casarse con ese Lewis Serrócold. ¡Otro maniático! ¡Otro idealista! Oh, yo no digo que no la quiera… creo que sí, pero tiene la misma monomanía de querer mejorar la vida de todo el mundo.
—Quisiera saber… —dijo la señorita Marple.
—Sólo que, naturalmente, hay una moda para esas cosas, lo mismo que para los vestidos. (Querida, ¿has visto lo que Christian Dior quiere que llevemos como faldas?) ¿Dónde estaba? Ah, sí; hay una moda. Pues bien, también hay moda para la filantropía. En tiempos de Gulbrandsen fue la educación, pero ahora ya pasó a la historia. De eso se encarga el Estado. Todo el mundo espera recibirla como si fuera un derecho… y no se preocupa mucho de ella cuando ya la tiene. La Delincuencia Juvenil es lo que se lleva ahora. Esos jóvenes criminales y asesinos en potencia. Todo el mundo se interesa por ellos. Si vieras los ojos de Lewis Serrocold brillando a través de sus gruesos lentes. ¡Está loco de entusiasmo! Es uno de estos hombres de voluntad extraordinaria, que les agradaría vivir comiendo una banana con tostada, y poner todas sus energías al servicio de una causa. Y Carrie Louise se entusiasmó… como siempre. Pero no me gusta, Juana. Se reunieron todos los simpatizantes y han convertido la casa en un establecimiento para reformar a esos jóvenes delincuentes, con psiquiatras, psicólogos y todo eso. Y allí están Lewis y Carrie Louise viviendo rodeados de esos muchachos… que tal vez no sean del todo normales. Y la casa llena de médicos, analistas y entusiastas, la mitad de ellos completamente locos. Y mi pobre Carrie Louise en medio de todo eso.
Se detuvo y miró a la señorita Marple, esperando su comentario, pero ésta se limitó a manifestar:
—Todavía no me has dicho qué es lo que temes en realidad.
—¡Ya te he dicho que no lo sé! Y eso es lo que me preocupa. Acabo de venir de allí…, les hice una visita muy corta, pero me di cuenta de que algo anda mal. Lo noté en el ambiente…, en la casa… Sé que no me equivoco. Soy muy sensible para estas cosas, siempre lo he sido. ¿Te he dicho alguna vez que hice que Julio vendiera sus acciones de Cereales Amalgamados antes de que llegara la baja? ¿Y no tuve razón? Sí, allí ocurre algo raro. No te puedo decir el qué. Lewis está viviendo para sus ideales sin darse cuenta de nada más, y Carrie Louise, Dios la bendiga, sin ver ni oír otra cosa, ni pensar en nada que no sea un paisaje, un sonido o una idea encantadora. Es muy dulce, pero no es práctica. Allí ocurre algo… y quiero que tú, Juana, vayas en seguida y averigües de qué se trata.
—¿Yo? —exclamó la señorita Marple—. ¿Por qué he de ser yo?
—Porque tienes un buen olfato para estas cosas. Siempre lo tuviste. Siempre fuiste una criatura de aspecto inocente, Juana, y, sin embargo, nada te sorprendió nunca, siempre piensas en lo peor.
—Lo peor es tan a menudo la verdad —murmuró la señorita Marple.
—No puedo imaginar cómo tienes una idea tan pobre de los seres humanos… viviendo en un pueblecito tan apacible como el tuyo, de tan viejas y puras costumbres.
—Nunca has vivido en un pueblo, Ruth. Es probable que te sorprendieran las cosas que ocurren en un pueblecito tan apacible.
—Oh, eso no tiene nada de particular. Lo que digo es que a ti no te sorprenden. Por eso quiero que vayas a Stonygates y averigües qué es lo que no anda bien, ¿querrás?
—Pero, querida Ruth eso será muy difícil.
—No, no lo es. Ya lo he pensado. Si no te enfadas conmigo te diré que ya he preparado el terreno.
La señora Van Rydock miró inquieta a Juana y encendió un cigarrillo poco antes de dar las explicaciones.
—Tendrás que admitir que las cosas se han puesto difíciles en este país después de la guerra para las personas de escasas rentas…, es decir, para personas como tú, Juana.
—Oh, sí, desde luego. A no ser por la amabilidad de mi sobrino Raymond, no sé en realidad qué sería de mi persona.
—No me importa tu sobrino —repuso la señora Van Rydock—. Carrie Louise no sabe nada de él… o si ha oído hablar de él sólo le conoce como escritor y no tiene idea de que sea sobrino tuyo. El caso es que le dije a Carrie Louise que las cosas se habían puesto muy mal para ti. Que algunas veces apenas comías lo suficiente y que eras demasiado orgullosa para pedir ayuda a las viejas amigas, por lo que no era prudente ofrecerte dinero… pero sí una temporadita de descanso en los alrededores, con una antigua amiga y buenos alimentos, sin molestias ni preocupaciones —Ruth hizo una pausa y agregó desafiándola—: Ahora, enfádate si quieres…
La señorita Marple abrió sus ojos de azul porcelana con agradable sorpresa.
—Pero ¿por qué iba a enfadarme contigo, Ruth? Ha sido una idea muy ingeniosa y verosímil. Estoy segura que Carrie Louise responderá.
—Te ha escrito. Encontrarás la carta cuando regreses. La verdad, Juana, ¿no crees que me he tomado una libertad imperdonable? ¿No te importará…?
Vacilaba y fue Juana Marple quien continuó la frase.
—¿…ir a Stonygates invitada por caridad… más o menos fingida? En absoluto… si es necesario. Tú lo crees necesario… y yo también me siento inclinada a creerlo.
Ruth Van Rydock la miró extrañada.
—¿Pero por qué? ¿Qué es lo que has oído?
—Nada. Es por tu convicción. Tú no eres una mujer imaginativa, Ruth.
—No, pero no tengo nada en qué basarme.
—Recuerdo —dijo pensativa la señorita Marple—, un domingo por la mañana en misa… era el segundo domingo de Adviento… estaba sentada detrás de Grace Lamble y comencé a preocuparme más y más por ella, completamente convencida de que le ocurría algo… bastante malo… y, sin embargo, sin poder decir por qué. Era un sentimiento perturbador y muy definido. Lo sé.
—¿Y le ocurrió algo?
—Oh, sí. Su padre, el viejo almirante, llevaba una temporada muy raro, y al día siguiente se abalanzó sobre ella con un martillo, gritando que era el Anticristo. Casi la mata. Se lo llevaron a un manicomio y ella se repuso después de una larga temporada de tratamiento en un hospital.
—¿Y tú tuviste ese presentimiento aquel día cuando la viste en misa?
—Yo no lo llamaría así. Se fundaba en un hecho…, esas cosas suelen ocurrir así, aunque no sabemos reconocerlas a su debido tiempo. Llevaba el sombrero mal puesto. Esto era muy significativo, porque Grace Lamble era una mujer muy metódica, y nada distraída… y las circunstancias que hicieron que no se diera cuenta de cómo llevaba el sombrero fueron muy importantes. Su padre le había arrojado un pisapapeles de mármol, que no le dio, pero rompió el espejo. Ella cogió el sombrero a toda prisa y se lo puso antes de salir corriendo, para guardar las apariencias delante de los criados. Atribuía estas acciones al «temperamento naval del pobre papá», no se daba cuenta de que el viejo había perdido el juicio, a pesar de que debía haberse dado cuenta de ello claramente. Siempre se quejaba de que le espiaban y creía que todos eran enemigos… Los síntomas habituales.
Ruth miró a su amiga con respeto.
—Es posible que St. Mary Mead no sea un lugar tan idílico como yo había imaginado —dijo.
—Los seres humanos, querida, son iguales en todas partes. En una ciudad es más difícil observarlos de cerca, eso es todo.
—¿Irás a Stonygates?
—Iré. Tal vez sea un poco ingrata con mi sobrino Raymond, al dejar que crean que no me ayuda, quiero decir. Sin embargo, ahora está en México, donde pasará seis meses. Y en ese tiempo ya habrá terminado todo.
—¿Qué es lo que habrá terminado?
—La invitación de Carrie Louise no será aceptada por tiempo indefinido. Tres semanas, puede que un mes. Será suficiente.
—¿Para que tú averigües lo que anda mal?
—Sí.
—Querida Juana, estás muy segura de ti misma, ¿no es cierto?
La señorita Marple la miró con reproche.
—Tú lo estás de mí o eso es lo que has dejado entender. Sólo puedo asegurarte que haré lo posible por justificar tu confianza.